4

Esa noche tenía algo que hacer, llamar a alguien. Además, era importante. Pero después de quince horas de guardia, doce de las cuales las había pasado en el quirófano, no conseguía acordarse.

Todavía no era Rowan Mayfair, con todas las penas y las preocupaciones personales de Rowan, sino la doctora Mayfair a secas, sentada en silencio en la cafetería de los médicos, con las manos en los bolsillos de la sucia bata blanca, los pies en la silla de enfrente y un cigarrillo en la boca, y escuchaba a los neurocirujanos comentar, como hacían siempre, todos los acontecimientos interesantes del día.

Carcajadas ahogadas, voces que tapaban otras voces, olor a alcohol, el crujir de la ropa almidonada, el aroma dulce de cigarrillos. No importaba que fuera una desgracia que casi todos ellos fumaran. Era agradable estar allí, sentada cómodamente debajo de las brillantes luces que iluminaban la mesa de formica sucia, las baldosas de linóleo sucias y las sucias paredes color crema. Era agradable postergar el momento de pensar, el momento en que la memoria volvería a llenarla y la transformaría en algo pesado y opaco.

A decir verdad, había sido un día casi condenadamente perfecto, por eso le dolían tanto los pies. Había atendido tres urgencias en cirugía, una detrás de otra, desde la herida de bala a las seis de la mañana, hasta la víctima de un accidente de circulación que habían traído hacía cuatro horas. Y si cada día fuera así, su vida sería perfecta. En realidad, sería perfectamente maravillosa.

Y en ese instante, así, tan relajada, era consciente de ello. Después de diez años de estudios, entre facultad y residencias, era lo que siempre había querido ser: médica, médica neurocirujana y, para ser más exactos, una nueva adjunta del equipo de neurocirugía de un gigantesco hospital universitario, en el que el Centro de Traumatismos Neurológicos la mantendría ocupada operando a víctimas de accidentes casi a tiempo completo.

Tenía que reconocer que estaba en la gloria, disfrutaba de su primera semana como algo más que una jefa de residentes saturada de trabajo y absolutamente exhausta, que todavía tenía que operar el cincuenta por ciento del tiempo bajo la atenta mirada de alguien.

Hoy no habían sido tan terribles las inevitables conversaciones del día, ni el discurso interminable y continuo en el quirófano, el dictado de las notas después y, finalmente, el prolongado análisis informal en la cafetería. Le caían bien esos médicos que la rodeaban, los residentes de cara lustrosa que tenía delante, el doctor Peters y el doctor Blake, que acababan de empezar y la miraban como si en lugar de médica fuera una bruja. El doctor Simmons, jefe de residentes, que le decía de vez en cuando con un susurro apremiante que era la mejor cirujana que había visto y que las enfermeras decían lo mismo. Y el doctor Larkin, el querido jefe de neurocirugía, conocido como Lark por sus protegidos, que la había obligado una y otra vez a lo largo del día a explayarse: «Explica, Rowan, explica en detalle. Tienes que decirles a estos muchachos lo que estás haciendo. Caballeros, he aquí el único neurocirujano de la civilización occidental al que no le gusta hablar de su trabajo».

Ahora conversaban sobre el virtuosismo demostrado por el doctor Larkin con el meningioma de esa tarde, gracias a Dios, de modo que podría perderse en el delicioso agotamiento, saborear el cigarrillo y el horrible café y disfrutar del reflejo de la luz sobre las desnudas paredes.

Era un problema, se había dicho esa mañana para recordar aquel asunto personal, esa llamada que tenía que hacer y que realmente le importaba. ¿Qué significaba? En cuanto saliera del edificio lo recordaría.

Además, podía irse cuando quisiera, después de todo era una adjunta y no tenía que estar más de quince horas, ni volver a dormir en la habitación de guardia. Ahora nadie esperaba que bajara a urgencias para ver qué pasaba y que se las arreglara sola, aunque quizás era eso lo que le hubiera gustado hacer.

Hacía dos años, incluso menos, a esa hora ya se habría marchado hacía rato y enfilado a toda velocidad el Golden Gate, ansiosa de ver otra vez a Rowan Mayfair al timón del Dulce Cristina, para sacarlo sola de la bahía Richardson a mar abierto. En cuanto ponía el piloto automático, bien alejada de los canales de navegación, y dejaba que el barco trazara círculos amplios, el cansancio se apoderaba de ella. Bajaba de la cubierta al camarote de madera brillante y bronces bruñidos, se tiraba en la litera y se hundía en un sueño ligero a través del cual se filtraba el murmullo del barco.

Pero todo eso era antes de que el proceso de realizar milagros en la mesa de operaciones se hubiera convertido en una adicción, cuando la investigación aún la atraía de vez en cuando, y Ellie y Graham, sus padres adoptivos, aún estaban vivos y la casa de grandes ventanales de la costa de Tiburón no era un mausoleo lleno de libros y ropa de personas muertas.

Tenía que atravesar aquel mausoleo para llegar al Dulce Cristina. Tenía que ver por fuerza el correo que todavía llegaba para Ellie y Graham. Y quizás hasta oír uno o dos mensajes en el contestador automático de algún amigo de otra ciudad que no sabía que Ellie había muerto de cáncer el año pasado y Graham de un «derrame», por decirlo de alguna manera, dos meses antes de la muerte de su mujer. Ella aún regaba los helechos en memoria de Ellie, y hasta les ponía música. Conducía el Jaguar de Graham porque venderlo era un fastidio. Ni siquiera había vaciado su escritorio.

Derrame. Se sintió invadida por una sensación oscura y desagradable. No pienses en la muerte de Graham en el suelo de la cocina, sino en los éxitos de hoy. Durante las últimas quince horas has salvado tres vidas; los otros médicos quizá los habrían dejado morir. Has ofrecido tu experta ayuda a otras vidas que estaban en tus manos. Ahora, a salvo en el refugio de la unidad de vigilancia intensiva, esos tres pacientes pueden dormir, tienen ojos para ver, bocas para hablar y si les coges la mano y les dices que te la aprieten, pueden hacerlo.

—¡Estás buscando un milagro! —le había dicho, con desdén, el supervisor de urgencias a las seis de la tarde, con los ojos vidriosos de cansancio—. ¡Olvídate de esta mujer y guarda tus energías para alguien a quien puedas ayudar!

—Lo único que me interesa son los milagros —había contestado Rowan—. Vamos a separar los cristales y los cuerpos extraños de su cerebro y luego los quitaremos.

Era imposible explicarle que al poner sus manos sobre los hombros de aquella mujer había «escuchado», con su sentido clínico, mil pequeñas señales que le habían dicho, de modo infalible, que podía vivir. Sabía lo que había visto al quitar los fragmentos de hueso de la fractura y luego congelarlos para volver a colocarlos más tarde, al cortar la duramáter desgarrada y encontrarse el contuso tejido debajo, aumentado por la poderosa lente quirúrgica. Un cerebro lleno de vida, intacto, que funcionaría una vez quitada la sangre y cauterizados los diminutos vasos rotos para detener la hemorragia.

Se trataba de la misma sensación de infalibilidad que había tenido aquel día en el océano al rescatar a aquel hombre ahogado, Michael Curry, subirlo a la cubierta y tocar su carne fría. Sí, había vida allí. Hazlo volver.

El ahogado. Michael Curry. Eso era, claro, eso decía la nota que había escrito para acordarse. Llamar al médico de Curry. Había dejado un mensaje para ella en el hospital y en el contestador de su casa.

Habían pasado más de tres meses desde aquella fría y triste tarde de mayo, en que la niebla no dejaba ver ni una luz de la lejana ciudad, y el ahogado en la cubierta del Dulce Cristina parecía tan muerto como cualquiera de los cadáveres que había visto.

Apagó el cigarrillo.

—Buenas noches, doctores —dijo, y se puso de pie—. El lunes a las ocho —se dirigió a los residentes—. No, no hace falta que se levanten.

El doctor Larkin le cogió la manga con dos dedos. Cuando ella trató de soltarse, él apretó más fuerte.

—No salgas sola en ese barco, Rowan.

—Vamos, jefe. —Otra vez intentó soltarse, pero no lo consiguió—. Salgo sola en ese barco desde los dieciséis años.

—Mal asunto, Rowan, mal asunto. Supón que te golpeas la cabeza o te caes por la borda.

Rowan sonrió, educada, pese a que en realidad estaba molesta por el comentario. Luego salió al pasillo, pasó junto a los ascensores —demasiado lentos— y se dirigió a la escalera.

Quizá debería echar un vistazo a los tres pacientes en vigilancia intensiva antes de irse; de pronto, la idea de dejarlos la abrumó. Y la idea de no volver hasta el lunes era todavía peor.

Se metió las manos en los bolsillos y subió deprisa los dos tramos de escalera hasta el cuarto piso.

Los brillantes corredores de arriba estaban muy tranquilos, apartados de la inevitable confusión que reinaba en urgencias. Una mujer sola dormía en el sofá de la sala de espera alfombrada. La vieja enfermera de la oficina de guardia la saludó con la mano. Muchas veces, cuando estaba de guardia, durante su atormentada época de residente, en lugar de intentar dormir se paseaba por estos corredores en medio de la noche. Iba y venía recorriendo un piso tras otro, arrullada por el murmullo de infinidad de máquinas.

Qué lástima que el jefe conociera el Dulce Cristina, pensaba ahora, qué error había sido llevarlo a casa aquella tarde del funeral de su madre adoptiva; pero ella se sentía desesperada y asustada. Se habían sentado en cubierta a tomar vino bajo el cielo azul de Tiburón. Qué error que en aquellos momentos, vacíos y fríos, le hubiera confesado a Lark que ya no quería vivir en aquella casa, que vivía en el barco y que a veces vivía para él, para salir a navegar sola después de las guardias, aunque hubiera trabajado infinidad de horas y estuviera agotada.

Hablar con la gente… ¿acaso servía para algo? Lark soltó una sarta de lugares comunes para consolarla, y a partir de entonces todo el hospital se enteró de lo del Dulce Cristina. Ya no era tan sólo la callada Rowan, sino Rowan la adoptada, la que había perdido a su familia en menos de medio año, la que salía a navegar en un gran barco, completamente sola.

Si lo supieran todo, pensaba, lo misteriosa que en realidad era, incluso para sí misma. Y qué hubieran dicho sobre los hombres que le gustaban, los fornidos policías y los héroes del cuerpo de bomberos a quienes cazaba en saludables y ruidosos bares de barrio, tanto por sus manos y voces recias como por sus pechos y brazos poderosos. Sí, si supieran eso qué, si supieran de todos esos acoplamientos en el camarote del Dulce Cristina, con el revólver treinta y ocho propiedad de la policía con su funda negra de cuero colgando del gancho de la pared.

¿Por qué ese tipo de hombres?, había preguntado una vez Graham.

—¿Los buscas tontos, brutos y fuertes? ¿Y si uno de ellos estrella su puño carnoso contra tu cara?

—Ahí está la cuestión —le había contestado con frialdad, sin molestarse en mirarlo—, pero no hacen esas cosas. Salvan vidas, por eso me gustan. Me gustan los héroes.

—Parece un capricho de niña de catorce años —había replicado él ácidamente.

—No, te equivocas. A los catorce años pensaba que los héroes eran los abogados como tú.

Un brillo amargo en sus ojos, mientras apartaba la mirada de Rowan. Y ahora, a más de un año de su muerte, el recuerdo amargo de Graham. El sabor de Graham, el olor de Graham, Graham al fin en su cama, porque si ella no lo hubiera hecho, Graham se habría marchado antes de la muerte de Ellie.

—No me digas que tú no lo habías pensado siempre —le había dicho él en el mullido colchón de plumas de la litera del Dulce Cristina—. Al diablo tus bomberos, al diablo tus polis.

Deja de discutir con él. Deja de pensar en él. Ellie nunca supo que te fuiste a la cama con él, ni por qué pensabas que debías hacerlo. Hay muchas cosas que Ellie nunca supo. Y no estás en casa de Ellie. Ni siquiera estás en el barco que Graham te regaló. Todavía estás a salvo aquí, en la aséptica calma de tu mundo, y Graham está muerto y enterrado en el pequeño cementerio del norte de California. No te preocupes por la forma en que murió, porque nadie más lo sabe. No dejes que se presente en espíritu cuando pones la llave en el arranque de su coche —que deberías haber vendido hace tiempo—, ni cuando caminas por las habitaciones húmedas y heladas de su casa.

Sin embargo, Rowan aún hablaba con él, aún seguía con la interminable defensa de su caso, aunque su muerte había impedido para siempre cualquier resolución real. Era su propio odio y rabia lo que había dado vida al fantasma de Graham que aún la rondaba, pese a que se debilitaba, incluso aquí, en la seguridad de los corredores de sus propios dominios.

Cualquier día traeré a los otros, le hubiera gustado decir a Graham de alguna manera, los traeré con su orgullo, su salvajismo, con su ignorancia y su alegre sentido del humor; traeré su rudeza, su amor ardiente y simple, su miedo a las mujeres. Hasta traeré sus charlas, sí, sus interminables charlas, porque, gracias a Dios, a diferencia de los neurocirujanos, ellos no esperan que yo les diga nada; no quieren saber quién soy ni qué soy, podría decirles sin problemas: científica espacial, entrenadora de espías, maga o neurocirujana. «¡Así que operas el cerebro de la gente!»

¿Qué importaba?

El hecho era que ahora Rowan comprendía mejor el «interrogante del hombre» que en la época en que Graham discutía con ella. Comprendía la conexión entre ella y sus héroes de uniforme: entrar en el quirófano, ponerse los guantes esterilizados, levantar el microcoagulante y el microescalpelo, todo ello era como entrar en un edificio en llamas, como intervenir en una pelea de familia con un arma para salvar a la mujer y al hijo.

Sí, el mismo valor, ese amor al estrés y al peligro por una buena razón que veía en esos hombres rudos a los que le gustaba besar, acariciar y ofrecerles sus pechos; esos hombres que le gustaba tener encima; esos hombres que no necesitaban que ella hablara.

Pero de qué le servía comprender si hacía meses, por lo menos medio año, que no invitaba a nadie a su cama. ¿Qué pensaba el Dulce Cristina de eso?, se preguntaba a veces. ¿No le susurraba en la oscuridad: «Rowan, dónde están nuestros hombres»?

Chase, el policía rubio de piel cetrina de Marin, todavía le dejaba mensajes en el contestador de su casa, pero ella no tenía tiempo para llamarlo. Era un muchacho muy dulce, hasta leía libros, y una vez incluso habían tenido una auténtica conversación. Fue el día en que ella hizo un comentario que no venía al caso sobre la sala de urgencias y una mujer a la que su marido había disparado. Él se interesó de inmediato y soltó su sarta de historias de disparos y puñaladas, y al cabo de un rato ya estaban enzarzados en una discusión desde sus respectivos puntos de vista. Quizá por eso no lo había llamado. Era una posibilidad.

Sin embargo, esa noche, en apariencia, la neurocirujana se había impuesto por completo a la mujer, hasta el punto de que ni ella misma sabía con certeza por qué pensaba en todos esos hombres. Quizá porque no estuviera tan cansada como creía o porque el último varón hermoso que había deseado había sido Michael Curry, el espléndido ahogado, espléndido aun tirado sobre la cubierta de su barco, mojado y pálido, con el pelo negro aplastado contra la cabeza.

Sí. Estaba —por decirlo en términos de colegiala— buenísimo, era un tío guapo, y era además su tipo. No uno de esos cuerpos californianos de gimnasio, con músculos hiperdesarrollados y bronceado de lámpara, rematado con un pelo teñido, sino un poderoso ejemplar auténticamente proletario, cuyos ojos azules y las pecas de sus mejillas —ahora, al pensar en ellas sintió deseos de besarlas— lo hacían aún más irresistible.

Qué ironía, haber pescado del mar en un estado de trágica impotencia un ejemplo tan perfecto del tipo de hombre que siempre había deseado.

Se detuvo. Había llegado a la puerta de la unidad de vigilancia intensiva. Entró en silencio y se quedó un momento observando aquel mundo congelado de habitaciones parecidas a peceras, con pacientes demacrados que en apariencia dormían bajo tiendas de oxígeno, con sus miembros y torsos frágiles conectados a monitores sonoros en medio de un sinfín de cables y diales.

Se encendió una lucecita en la cabeza de Rowan. Fuera de esta sala ya no existía nada, tampoco fuera del quirófano.

Se acercó al escritorio y tocó suavemente el hombro de la enfermera, inclinada sobre una pila de papeles debajo de la luz fluorescente.

—Buenas noches, Laurel —dijo Rowan en voz baja.

La mujer se sobresaltó. Luego, al reconocer a Rowan, su rostro se iluminó.

—Doctora Mayfair, ¿todavía por aquí?

—Vengo a echar un vistazo.

El trato de Rowan con las enfermeras era muchísimo más amable que el que tenía con los médicos. Desde el principio de su residencia siempre las había adulado, haciendo un esfuerzo extraordinario por mitigar el proverbial rencor que éstas sentían por las médicas y despertar todo el entusiasmo posible. Para ella era una ciencia, calculada y refinada hasta la crueldad, que, sin embargo, resultaba profundamente sincera, como cualquiera de las incisiones practicadas en los tejidos cerebrales de los pacientes.

Entró en la primera habitación y se detuvo junto a una cama de metal alta y brillante —parecía un monstruoso potro de torturas con ruedas—, mientras oía a la enfermera que se acercaba, pendiente de ella, por así decirlo, para quitar el carrito que había a los pies de la cama. Rowan movió la cabeza. No, no se moleste.

La última víctima del día de un accidente de coche yacía pálida y aparentemente sin vida, con la cabeza envuelta en un enorme turbante de vendajes blancos y con un tubo transparente que le salía de la nariz. Las máquinas revelaban la única muestra de vitalidad con sus suaves y monótonas señales acústicas y luminosas. La glucosa fluía por la pequeña aguja pinchada a la muñeca atada.

Como un cadáver que revivía sobre la mesa de embalsamamiento, la mujer abrió los ojos debajo de las sábanas blancas.

—Doctora Mayfair —murmuró.

Una agradable sensación de alivio invadió a Rowan. Ella y la enfermera volvieron a cruzar una mirada. Rowan sonrió.

—Estoy aquí, señora Trent —dijo en voz baja—. Está mejor. —Le cogió la mano derecha con suavidad. «Sí, muy bien».

La mujer cerró los ojos tan despacio como los pétalos de las flores. No hubo cambios en el sonido de las máquinas que las rodeaban. Rowan se retiró tan silenciosamente como había entrado.

A través de las ventanas de la segunda habitación vio otra figura aparentemente inconsciente, un muchacho cetrino, un chiquillo en realidad, que había perdido la vista de repente y se cayó de un andén al paso de un tren de cercanías.

Había trabajado cuatro horas con este paciente, suturando con una aguja diminuta la hemorragia capilar que había provocado la ceguera, y reparando las lesiones del cráneo. En la sala de recuperación, el chico había bromeado en medio del círculo de médicos que lo rodeaba.

—Está mejor, doctora —susurró la enfermera a su lado.

Rowan asintió, pero sabía que dentro de algunas semanas sufriría ataques. Lo tratarían con Dilantin para controlarlos, pero sería epiléptico el resto de su vida. Sin duda, eso era mejor que la muerte y la ceguera. Esperaría y vigilaría antes de dar explicaciones o hacer pronósticos, después de todo siempre existía la posibilidad de que estuviera equivocada.

—Estaré fuera hasta el lunes, Laurel. No sé si me gusta este nuevo horario.

La enfermera sonrió.

—Se merece el descanso, doctora Mayfair.

—¿De verdad? —murmuró Rowan—. El doctor Simmons me llamará si hay algún problema. Y usted también puede pedirle que me llame, ¿de acuerdo?

Rowan salió por la puerta doble, dejando que se cerrara suavemente tras su paso. Sí, había sido un buen día.

En realidad ya no había excusa para quedarse allí más tiempo, excepto tomar algunas notas en el diario privado que tenía en su oficina y escuchar las llamadas de su contestador personal. Quizá podría descansar un rato en el sofá de cuero. La oficina de adjunto era mucho más lujosa que las estrechas y maltrechas habitaciones de guardia donde había pasado tantos años.

Pero sabía que debía irse a casa. Que tenía que dejar vagar las sombras de Ellie y Graham a su antojo.

¿Y Michael Curry? Vaya, se había vuelto a olvidar de él, y ahora eran casi las diez. Tenía que llamar al doctor Morris cuanto antes.

Ahora no dejes que tu corazón salte por Curry, pensó mientras caminaba lentamente por el corredor y elegía otra vez la escalera al ascensor, trazando una ruta irregular por el gigante hospital adormilado que la llevaría a la puerta de su oficina.

Sin embargo, estaba ansiosa por saber lo que Morris tenía que decirle, impaciente por tener noticias de su único hombre en ese momento, un hombre que no conocía y al que no había visto desde aquella violenta escena, enloquecida y fortuita, de esfuerzos desesperados y victoria final en el mar turbulento hacía casi cuatro meses…

Aquella noche estaba casi aturdida por el cansancio. Una guardia de rutina en su último mes de residencia significaba treinta y seis horas seguidas de servicio durante las cuales dormía quizás una. Y todo iba bien hasta que divisó a un hombre ahogado en el agua.

El Dulce Cristina avanzaba lentamente por el océano turbulento, bajo un cielo plomizo y borrascoso, mientras el viento rugía contras las ventanas de la timonera. Las advertencias de peligro para las embarcaciones menores no importaban para este poderoso bimotor de doce metros de eslora de fabricación holandesa; su casco, si bien con lentitud, se desplazaba con suavidad y sin saltos a través del oleaje agitado. Era, para ser sinceros, demasiado barco para una sola persona, pero Rowan lo había pilotado sola desde los dieciséis años.

El cielo encapotado oscurecía la luz del día aquella tarde de mayo ya en el momento en que Rowan pasaba debajo del Golden Gate. Cuando perdió de vista el puente, el largo crepúsculo se había desvanecido por completo.

La oscuridad caía con una monotonía metálica; el océano se fundía con el cielo y hacía tanto frío que Rowan llevaba los guantes y el gorro de lana incluso en la timonera, y bebía una taza tras otra de café hirviendo, que no hacían mella en su inmenso cansancio. La mirada, como siempre, estaba fija en el mar cambiante.

Entonces apareció Michael Curry, esa mancha a lo lejos. ¿Era un hombre?

Boca abajo sobre las olas, los brazos extendidos y fláccidos, las manos que flotaban cerca de la cabeza y la mata de pelo negra que contrastaba con el brillante gris del agua; el resto era una masa de ropa ligeramente inflada sobre una forma inerte. Una gabardina con cinturón, zapatos marrones. Aspecto de muerto.

Lo único que supo en aquellos primeros momentos fue que no se trataba de un cadáver en descomposición. La palidez de sus manos revelaba que el cuerpo no estaba anegado de agua. Era posible que se hubiera caído de algún barco pocos minutos o pocas horas antes. Lo más importante era avisar inmediatamente y dar sus coordenadas, y luego tratar de subirlo a bordo.

El destino quiso que los barcos guardacostas estuvieran a millas de distancia y los helicópteros de rescate todos ocupados. No había ni un velero a causa de los avisos de mal tiempo y la niebla empezaba a cubrir toda la zona. La ayuda llegaría lo antes posible, pero nadie sabía cuándo.

—Trataré de sacarlo del agua —dijo—. Estoy sola. Intenten llegar lo antes posible.

Y ésa era la parte más difícil, porque nunca había hecho algo así sola. Aunque tenía el equipo necesario, los aparejos conectados a una cuerda de nilón resistente que se accionaba con un motor desde el puente de mando; en otras palabras, los medios suficientes para subirlo a bordo si conseguía llegar a él, y ahí estaba el problema.

Sin pérdida de tiempo se puso los guantes de goma y el chaleco salvavidas, luego se colocó su propio arnés y preparó el segundo para él. Comprobó el cordaje, incluido el cabo unido al bote de goma, y vio que era seguro. Arrojó el bote por la borda del Dulce Cristina y bajó por la escalerilla, ignorando la furia del mar, el balanceo de la escalerilla y el agua fría que salpicaba su rostro.

El cuerpo flotaba en dirección a ella mientras Rowan avanzaba remando, pero el bote se estaba llenando de agua. Por un instante pensó que era imposible, pero se negó a darse por vencida. Al final, y casi con medio cuerpo fuera de la embarcación, consiguió cogerlo de la mano y atraerlo hacia ella. Pero ¿cómo demonios iba a colocarle el arnés correctamente alrededor del pecho?

El agua volvió a inundar el bote y ella casi se cayó. Entonces una ola la levantó y perdió la mano del hombre. Lo había perdido. Pero el cuerpo volvió a aparecer, flotando como un corcho. Esta vez lo cogió por el brazo izquierdo y pasó el arnés por la cabeza y el hombro izquierdo; era fundamental que consiguiera pasar también el brazo derecho. Si quería subirlo a bordo, el arnés tenía que estar bien puesto, el hombre pesaba mucho con la ropa mojada.

En esos instantes, mientras miraba el rostro sumergido a medias y sentía el frío de su mano, su sentido clínico estaba funcionando. «Sí, está aquí. Puede regresar. Súbelo a cubierta».

Una sucesión de olas violentas le impedía hacer otra cosa que sostenerlo. Luego, consiguió asir la manga derecha y tirar del brazo para pasarlo por el arnés, que cerró inmediatamente.

El bote volcó y cayó al mar junto con él. Tragó agua y emergió a la superficie. Le costaba respirar y el frío le penetraba la ropa. ¿Cuántos minutos resistiría a esa temperatura antes de perder el conocimiento? Pero ambos estaban bien atados. Si conseguía llegar hasta la escalerilla sin perder el conocimiento podría izarlo. Sin darse por vencida, empezó a avanzar, tirando con las manos de la cuerda, hacia la borda de estribor del Dulce Cristina, una mancha blanca que aparecía y desaparecía mientras las olas pasaban por encima de ella.

Al final dio de lleno contra el barco. El impacto la devolvió a su estado de alerta. Los dedos, cubiertos por los guantes, se negaban a aferrarse al travesaño de la escalerilla, pero les dio la orden: cerraos, maldición, apretaos bien, y vio cómo su mano derecha obedecía, y también la mano izquierda. Rowan daba órdenes a su cuerpo entumecido y, sin terminar de creérselo, vio cómo subía travesaño a travesaño.

Durante un momento, echada sobre la cubierta, fue incapaz de moverse. El aire tibio que salía del puente humeaba como una bocanada de vapor. Empezó entonces a masajearse los dedos para desentumecerlos. Pero no tenía tiempo para entrar en calor, ni para hacer nada más que ponerse de pie y llegar al cabrestante.

Le dolían las manos, pero respondían automáticamente a lo que ella les ordenaba mientras encendía el motor. Los aparejos chirriaron mientras izaban la cuerda de nilón. De repente vio el cuerpo del hombre que se alzaba sobre la barandilla de la cubierta, la cabeza caída hacia delante, los brazos flojos y extendidos por encima de la cuerda del arnés, el agua que chorreaba de la ropa empapada. Finalmente cayó sobre la cubierta.

El cabrestante soltó un chirrido más agudo al arrastrar al hombre hacia la timonera. Un último tirón dejó el cuerpo a un metro de la puerta. Rowan apagó el motor. El cuerpo yacía mojado, sin vida, demasiado lejos del aire tibio que tanto bien podía hacerle, pero ella sabía que no podía llevarlo adentro a rastras ni seguir perdiendo tiempo con las cuerdas y los aparejos.

Le dio la vuelta con gran esfuerzo y sacó un buen litro de agua de los pulmones. Luego lo levantó, empujándolo con su propio cuerpo, y lo dejó de espaldas. Se quitó los guantes porque eran un estorbo y deslizó su mano por debajo del cuello, le cerró los orificios de la nariz con la mano derecha y practicó el boca a boca. Su mente trató de identificarse con él, imaginándose el aire tibio que entraba en sus pulmones. Pero a pesar del aire que entraba, nada cambiaba en la masa inerte que yacía debajo.

Pasó al pecho, y apretó con toda su fuerza el esternón, para luego soltarlo, y así unas quince veces.

—¡Vamos, respira! —dijo como si estuviera en una carrera—. ¡Maldición, respira! —Y volvió a la respiración boca a boca.

Imposible saber cuánto tiempo había pasado, había perdido la noción del tiempo, como cuando estaba en el quirófano. Simplemente continuaba, pasaba del masaje al esternón a la respiración boca a boca, parando sólo para sentir la arteria carótida inerte y para comprobar que el mensaje seguía siendo el mismo —vivo— antes de continuar.

—¡Sé que puedes oírme! —gritó mientras apretaba el esternón.

Se imaginó el corazón y los pulmones, hasta el último detalle anatómico. Luego, mientras volvía a levantarle el cuello, el hombre abrió los ojos y su rostro se iluminó de vida. Ella sintió que el pecho se movía con esfuerzo; el aire caliente que salía de su boca le alcanzaba el rostro.

—¡Eso es, respira! —gritó al viento. ¿Por qué estaba tan sorprendida de que estuviera vivo, de que la mirara, si en ningún momento había pensado en abandonar?

El hombre cerró su mano derecha y le cogió la suya. Murmuró algo incoherente, algo que parecía un nombre propio.

Lo abofeteó con suavidad. Su respiración llegaba entrecortada y rápida, su rostro se contrajo de dolor. Qué ojos tan azules tenía, qué vivos estaban. Era como si nunca hubiera visto esos ojos en un ser humano.

—Sigue respirando. Escucha, voy a buscar unas mantas abajo.

Él volvió a cogerle la mano y empezó a temblar violentamente. Mientras Rowan trataba de soltarse, vio que el hombre miraba hacia el cielo y levantaba la mano izquierda. Señalaba algo. Una luz barría la cubierta. Dios, la niebla era cada vez más espesa, parecía humo. El helicóptero había llegado a tiempo. El viento le entraba en los ojos y casi no veía las hélices que giraban.

Rowan cayó de espaldas y casi perdió el conocimiento, consciente sin embargo de la presión de sus dedos. Él trataba de decirle algo.

—Está bien, no te preocupes, ahora cuidarán de ti —lo tranquilizó, palmeándole suavemente la mano.

A medianoche había renunciado a dormir, pero otra vez estaba abrigada y cómoda. El Dulce Cristina se mecía como una cuna enorme sobre el oscuro mar, mientras sus faros barrían la niebla y el radar y el piloto automático mantenían el mismo rumbo circular. Rowan, sentada tranquilamente en un rincón de la litera, con ropa seca, bebía café hirviendo.

Sentía curiosidad por el hombre, por esa mirada. Los guardacostas le habían dicho que se llamaba Michael Curry. Había pasado en el agua por lo menos una hora antes de que ella lo encontrara; sin embargo, todo había salido según lo previsto: «Ningún problema neurológico». La prensa decía que era un milagro.

Por desgracia, en la ambulancia se había desorientado y tuvo una reacción violenta —quizá por todos esos periodistas en el embarcadero— y lo habían tenido que sedar (¡estúpidos!) y eso había complicado un poco las cosas (¡claro!). A pesar de todo, ahora estaba «muy bien».

—No den mi nombre a nadie —había dicho—, quiero que se respete mi derecho a la intimidad.

De acuerdo. Los periodistas eran un fastidio. Y, para ser sinceros, su petición de auxilio había llegado en mal momento y no había sido registrada como correspondía. No tenían ni su nombre ni el número de matrícula del barco. Si era tan amable, podía darles esa información ahora…

—Corto y fuera, muchas gracias —respondió, y apagó la radio.

El Dulce Cristina iba a la deriva. Volvió a ver a Michael Curry tirado en la cubierta, las arrugas de su frente al despertarse, el reflejo de la luz del puente en sus ojos. ¿Qué palabra había dicho? Parecía un apellido, pero si lo había oído bien, no conseguía recordarlo.

Y qué bello era. Hasta ahogado era algo digno de ver. La combinación de rasgos que hacen que un hombre sea hermoso siempre había sido un misterio. Sin duda era un rostro irlandés: cuadrado, con esa nariz corta y redondeada que muchas veces podía afear una cara. Pero nadie habría dicho que él fuera feo. No, con esos ojazos y esa boca. No, imposible.

Pero no estaba bien pensar en él en esos términos. Cuando ella ligaba no era la doctora, era Rowan, que buscaba un compañero anónimo y que cerraba la puerta y se dormía una vez que todo había terminado. Pero ahora era Rowan la médica quien se preocupaba por él.

¿Y quién mejor que ella para saber qué pudo quedar afectado en la química del cerebro durante aquella hora crucial?

A la mañana siguiente, temprano, cuando volvió con el barco, llamó al Hospital General de San Francisco. El doctor Morris, el jefe de residentes, todavía estaba de guardia.

—Está bien… ha tenido una suerte del demonio —le dijo el doctor Morris. Sí, por supuesto, ésa era una llamada de médico a médico, absolutamente confidencial. Lo único que les faltaba a esos chacales del pasillo era saber que una neurocirujana sola en medio del mar lo había rescatado. Por supuesto, estaba algo alterado psíquicamente, no paraba de hablar sobre las visiones que había tenido y además le pasaba algo en las manos, algo extraordinario…

—¿En las manos?

—No es una parálisis ni nada semejante. Perdone, pero me están llamando.

—De acuerdo. Escuche, éste es mi último mes como residente, si me necesita, llámeme.

Rowan colgó. ¿Qué demonios había querido decir con eso de las manos? Recordó la forma en que la había cogido Michael Curry, cómo se aferraba y la miraba fijamente a los ojos, sin dejarla marchar.

—No hice nada con ellas —murmuró—; no pasa nada con las manos de ese hombre.

A la tarde siguiente, cuando abrió el Examiner, comprendió lo de las manos.

Había tenido una «experiencia mística», explicaba él. Desde algún lugar lejano había visto su cuerpo flotando en el Pacífico. Le habían ocurrido muchas cosas más que no conseguía recordar y aquella especie de amnesia lo estaba volviendo loco.

Con respecto a los rumores que circulaban sobre sus manos, sí, era cierto que siempre llevaba guantes negros porque cada vez que tocaba algo veía imágenes. No podía levantar una cuchara ni tocar una pastilla de jabón, sin ver alguna imagen relacionada con el último ser humano que había tocado aquel objeto.

Quería irse del hospital, en serio. Y ojalá recordara lo que le había pasado ahí fuera en lugar de tener ese poder en las manos.

Rowan estudió la foto, una instantánea grande en blanco y negro de Michael sentado en la cama. El encanto proletario era inconfundible y su sonrisa era sencillamente maravillosa. Hasta llevaba un pequeño crucifijo de oro al cuello que resaltaba la musculatura de los hombros. Muchos policías y bomberos llevaban cadenas como ésa. A Rowan le encantaban, sobre todo cuando la pequeña cruz, medalla o lo que fuera, colgaba sobre su rostro en la cama y la rozaba como un beso en los párpados.

Pero las manos enfundadas en los guantes negros y apoyadas sobre la colcha blanca tenían un aspecto siniestro en la foto. ¿Era posible lo que decía el artículo? No lo dudó ni por un momento. Había visto cosas más extrañas que ésa; sí, mucho más extrañas.

«No vayas a ver a ese hombre. No te necesita, y tú no tienes por qué preguntar por sus manos».

Arrancó la página, la dobló y la guardó en el bolsillo. A la mañana siguiente, cuando entró tambaleándose de cansancio en la cafetería, después de una noche completa en el Centro de Traumatismos Neurológicos, abrió el Chronicle y lo volvió a encontrar.

Curry estaba en la tercera página, una buena foto en primer plano, un poco más ceñudo que antes, quizá menos confiado. Mucha gente había sido testigo entonces de su extraño poder de adivinación por contacto. Decía que ojalá la gente comprendiera que era sólo «magia de salón», que no podía evitarlo.

Ahora lo único que le importaba era la aventura que había olvidado, es decir, los mundos que había visitado durante la muerte. «He vuelto por una razón. Lo sé. Me dieron a elegir, y tomé la decisión de volver. Se trataba de algo muy importante que debía hacer. Sabía, sabía muy bien cuál era el propósito. Tenía algo que ver con una puerta y un número, pero no puedo recordar el número ni lo que significaba. En realidad, no consigo recordar nada. Como si la experiencia más importante de mi vida hubiera sido borrada. Y no sé cómo hacer para recuperarla».

«Lo hacen pasar por loco —pensó Rowan, y probablemente es una de esas—, “experiencias cercanas a la muerte”. Sabemos que eso ocurre con algunas personas. ¿Qué le pasa a la gente que lo rodea?»

Y con respecto a sus manos, ella estaba fascinada por esa parte de su cuerpo. Leyó detenidamente los relatos de varios testigos. Ojalá tuviera cinco minutos para echar un vistazo a las pruebas que le habían hecho.

Volvió a pensar en él, cuando estaba en la cubierta del barco, en la firmeza de su mano, en la expresión de su cara.

¿Había sentido algo a través de su mano en aquel momento? ¿Y qué sentiría ahora? ¿Debería ir a verlo, contarle lo que recordaba sobre el accidente, sentarse en la cama junto a él y pedirle que le mostrara su «truco de salón», en otras palabras, intercambiar su escasa información por lo que todo el mundo le pedía? No.

Era inadmisible pedirle algo así. Era inadmisible que ella, una médica, no pensara en lo que él pudiera necesitar, sino en lo que ella quería. Era peor que preguntarse qué tal sería llevárselo a la cama y tomar café con él en el camarote a las tres de la mañana.

Quizá debía dejar a Michael Curry tranquilo. Quizá fuera lo mejor para ambos.

Al final de la semana el Chronicle de San Francisco publicó un reportaje especial en primera página.

¿QUÉ LE HA PASADO A MICHAEL CURRY?

Tenía cuarenta y ocho años, era contratista profesional, especialista en la restauración de viejas casas victorianas. Parecía que era toda una leyenda en San Francisco por convertir ruinas en mansiones, un maniático de la autenticidad, desde los ganchos a los clavos. Sus detallados proyectos de restauración eran famosos. En realidad, hasta se había publicado un libro sobre ellos, El estilo victoriano por dentro y por fuera.

Pero no hacía nada ahora. Su empresa estaba cerrada temporalmente. El dueño estaba demasiado ocupado tratando de recordar la revelación que había tenido durante esa hora crucial en la que había estado «muerto en el agua».

Y con respecto a su nuevo poder, afirmaba que no tenía nada que ver con aquello. Parecía sólo un efecto colateral, accidental. «Lo único que veo es una cara, un nombre. Es totalmente irrelevante».

Aquella noche, en la cafetería del hospital, Rowan lo vio en las noticias de la televisión: una imagen vívida y tridimensional del hombre. Ahí estaban otra vez esos inolvidables ojos azules y esa sonrisa encantadora. En realidad, había inocencia en él, sus gestos francos revelaban a una persona que había renunciado a la deshonestidad o a tratar de huir de las complicaciones del mundo hacía mucho tiempo.

—Tengo que volver a mi casa —explicó—. No a mi casa de aquí, sino a mi hogar, al lugar donde nací; tengo que regresar a Nueva Orleans. Juraría que tiene algo que ver con lo que me ha ocurrido. No dejo de tener imágenes de mi ciudad. —Se encogió de hombros. Parecía un sujeto condenadamente agradable.

—Háblenos sobre su poder, Michael.

—No quiero hablar de eso. —Otra vez se encogía de hombros y miraba sus manos con guantes negros—. Quiero dirigirme a la gente que me rescató: a los guardacostas que me trajeron y al patrón del barco que me sacó del mar. Me gustaría que se pusieran en contacto conmigo. Ésa es la razón de que acepte esta entrevista.

La cámara pasó en aquel momento a un par de periodistas del estudio, que hacían bromas sobre el «poder». Ambos habían sido testigos.

Rowan se quedó inmóvil durante un instante sin pensar en nada. Nueva Orleans… y Michael le pedía que se pusiera en contacto con él. Nueva Orleans… Bueno, eso aclaraba un poco las cosas. Rowan se sentía obligada. Había oído su súplica. Y tenía que aclarar lo de Nueva Orleans. Tenía que llamarlo… o escribirle.

Aquella noche, nada más llegar a casa, se dirigió al viejo escritorio de Graham, sacó un papel y le escribió una carta.

Le explicó en detalle todo lo que había observado sobre el accidente desde el momento en que lo había visto en el mar hasta que lo subieron en la camilla. Luego, tras un momento de duda, añadió su número de teléfono particular y una pequeña posdata.

«Señor Curry: Yo también soy de Nueva Orleans, aunque nunca he vivido allí. Me adoptaron el día en que nací y me llevaron lejos de la ciudad. Probablemente sólo se trate de una coincidencia que los dos seamos del sur, pero pensé que debía saberlo. En el barco me apretó la mano con fuerza durante un rato. No me gustaría que en su situación estuviera confundido por algún vago mensaje telepático recibido en aquel momento, algo que pudiera ser completamente irrelevante.

Si necesita hablar conmigo —terminaba—, llámeme al Hospital Universitario o a mi casa».

Era una carta amable y, sin duda, lo suficientemente neutra. Tan sólo indicaba que creía en sus poderes y que podía contar con ella si la necesitaba. Sólo eso, ninguna petición. Y procuraría hacerse cargo, no importaba lo que sucediera.

Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la idea de poner sus manos entre las de Curry y preguntarle: «Voy a pensar en algo, algo específico que me ocurrió una vez, no, tres veces en mi vida. Lo único que quiero es que me digas qué ves. ¿Lo harás? No puedo decir que me lo debas por haber salvado tu vida…»

«Eso es. Pero no puedes. ¡Así que no lo hagas!»

Envió la carta directamente al doctor Morris.

El doctor Morris la llamó al día siguiente. Curry se había marchado del hospital la tarde anterior, después de la entrevista de la televisión.

—Está loco de atar, doctora Mayfair, pero no tenemos fundamentos legales para retenerlo aquí. A propósito, le transmití lo que me había dicho usted: que él no había dicho nada. Pero está demasiado obsesionado como para dejarlo correr. Está convencido de que recordará lo que vio allí, ya sabe, la gran razón de todo, el secreto del universo, su misión, la puerta, el número, la joya. Todas esas tonterías. Le mandaré la carta a su casa, pero existe la posibilidad de que no la lea. Recibe sacos enteros de cartas.

—¿Es verdad lo que le ocurre con las manos?

Silencio.

—¿Quiere que le diga la verdad? Por lo que he visto, es ciento por ciento auténtico. Si llega a verlo, créame, se asustará.

La historia apareció en la prensa sensacionalista a la semana siguiente. Dos semanas más tarde salió en People y en Time con algunas variaciones. Rowan recortaba los textos y las fotos. Era evidente que los fotógrafos lo seguían a todas partes. Fotos de él en la puerta de su negocio de Castro Street, en las escaleras de su casa.

La primera semana de junio se hizo evidente que ya no concedía más entrevistas. La prensa amarilla se alimentaba de testigos de su poder: «Tocó mi bolso y me dijo todo lo que mi hermana me había dicho al dármelo. Yo sentía escalofríos, y entonces añadió: “Su hermana está muerta”».

Por último, el canal local de la CBS dijo que Curry estaba escondido e incomunicado en su casa de Liberty Street. Sus amigos estaban preocupados. «Está desilusionado, enfadado —explicó un ex compañero de facultad—. Creo que se ha retirado del mundo».

En julio, un periodista de televisión de las «Noticias de las once» apareció delante de una mansión victoriana señalando un cubo de basura con un montón de cartas sin abrir junto a la puerta.

«¿Se esconde Curry en la mansión victoriana de Liberty Street que él mismo restauró con tanto cariño años atrás? En aquel ático iluminado, ¿hay un hombre sentado a solas?»

Rowan, molesta, quitó el programa. La había hecho sentir como una chismosa. Era algo horrible que llevaran un equipo de televisión a la mismísima puerta de su casa.

Pero en su mente quedó grabado aquel cubo de basura lleno de cartas sin abrir. ¿Había ido a parar la suya inevitablemente a aquel montón? No podía soportar la idea de Michael encerrado en aquella casa, asustado del mundo.

Al atardecer, cuando volvía a casa desde el hospital y sacaba el barco, siempre pensaba en él. En las abrigadas aguas de Tiburón casi hacía calor y se tomaba su tiempo antes de enfilar hacia las aguas más frías de la bahía de San Francisco. Chocaba allí contra la corriente violenta del océano. Ese cambio brusco era algo erótico; ponía entonces rumbo al oeste y volvía la cabeza hacia atrás para mirar los pilares elevados del Golden Gate. El yate, pesado y sólido, avanzaba con lentitud y firmeza, abriéndose paso hacia el borroso horizonte.

El Pacífico seguía oscuro, ondulado e indiferente. Al mirar la interminable superficie teselada, pesada y cambiante bajo un crepúsculo incoloro en el que el cielo se fundía con el agua en una niebla brillante, era imposible creer en nada más que en uno mismo.

Curry creía que lo habían devuelto a la vida con un propósito; este hombre que restauraba hermosas moradas, que hacía dibujos que habían publicado en un libro, un hombre al que seguramente le resultaría difícil creer en algo así.

Pero entonces ¿había muerto de verdad? Había tenido esa experiencia sobre la que tanta gente había escrito: elevarse ingrávidamente y contemplar el mundo desde arriba con sublime desprendimiento.

No, a ella nunca le había pasado algo semejante. Pero había experimentado otras cosas igual de extrañas. Y mientras todo el mundo conocía la aventura de Curry, nadie conocía los extraños secretos que ella sabía.

Pero pensar que la vida tenía un sentido concreto, un esquema ordenado, bueno, eso estaba más allá de sus posibilidades filosóficas. Siempre había temido que todo se redujera a la soledad, al trabajo duro y a esforzarse por dar importancia a cosas que no la tenían. La cirugía la fascinaba porque la gente podía levantarse, vivir y darle las gracias. Una era útil a la vida y hacía retroceder a la muerte, y era el único valor incontrovertible al que podía entregarse de lleno. «Doctora, pensábamos que nunca volvería a caminar».

¿Pero que hubiera alguna gran razón para vivir, para renacer? ¿Cuál sería? ¿Qué sentido tenía que una mujer muriera de un ataque en la mesa de partos mientras el recién nacido lloraba en brazos del médico? ¿Qué sentido tenía que un hombre fuera arrollado por un conductor borracho cuando regresaba de la iglesia?

Si tenía sentido el feto que había visto una vez, una cosilla viva que respiraba con los ojos aún cerrados, con una boquita de pescado, y cables que le salían de esa horrenda cabeza desproporcionadamente grande y esos brazos diminutos, mientras dormía en la incubadora especial a la espera de que le quitaran un tejido —mientras siguiera vivo y respirara, por supuesto— para el receptor del trasplante que esperaba dos pisos más arriba.

Pero si eso tenía sentido, descubrir que se podía —a pesar de todas las leyes que lo prohibían— mantener a esas pequeñas criaturas abortadas con vida en un laboratorio secreto en un hospital privado gigante, cortarlas a voluntad en beneficio de un enfermo de Parkinson, que ya había tenido la oportunidad de vivir sus buenos sesenta años antes de empezar a morir de la enfermedad que el trasplante de tejido fetal podía curar, bien, entonces cualquier día ella empezaría a cortar a un herido de bala en la sala de urgencias.

Nunca olvidaría aquella Nochebuena fría y oscura y al doctor Lemle que la llevaba por esos pisos desiertos del Instituto Keplinger.

—Rowan, nos hace falta. No se preocupe, sé lo que puedo decirle a Larkin para que deje el Hospital Universitario. Quiero que venga a trabajar aquí. Ahora le enseñaré algo que usted sabrá apreciar y que Larkin nunca comprendería, algo que nunca verá en el Universitario, algo que comprenderá.

Pero ella no lo comprendió. O, mejor dicho, comprendió perfectamente el horror de lo que vio.

—No es un ser viable, en el estricto sentido de la palabra —le había explicado el doctor Karl Lemle, cuyo prestigio la había seducido; prestigio y ambición, y visión, sí, eso también—. Desde luego, técnicamente ni siquiera está vivo. Está muerto, bastante muerto, puesto que su madre lo abortó, ¿comprende?, en la clínica de abajo, así pues, técnicamente no es una persona, no es un ser humano. No se nos puede obligar, Rowan, a que lo metamos en una bolsa de basura, cuando sabemos que si mantenemos este cuerpecito con vida, y otros como él, auténticas minas de un tejido inimitable, tan adaptable, tan diferente a cualquier otro tejido humano, compuesto por infinidad de células extrañas que en el proceso fetal normal habrían sido eliminadas, podemos hacer descubrimientos en el campo de los trasplantes neurológicos que harían del Frankenstein de Mary Shelley un cuento para niños.

Sí, por lo que a eso se refería, tenía razón. Y no había dudas de que hablaba en serio cuando predecía un futuro de trasplantes de cerebro completos, en los que el órgano del pensamiento sería extirpado sin problemas de un cuerpo gastado para ponerlo en otro joven, un mundo en el que se crearían cerebros completamente nuevos y se añadirían tejidos aquí y allá para suplir las deficiencias de la naturaleza.

—Mire usted, lo más importante de los tejidos fetales es que el organismo no los rechaza. ¿Ha pensado en ello, en lo que significa? Un implante diminuto de células fetales en el ojo de un adulto y el ojo lo acepta; las células se desarrollan y se adaptan al nuevo tejido. Dios mío, ¿se da cuenta de que es algo que nos permite participar en el proceso evolutivo? Estamos a punto de…

—Estamos no, Karl. Usted está.

—Rowan, usted es la cirujana más brillante con la que he trabajado. Si…

—¡No pienso hacer algo así! No pienso matar. —«Y si no salgo de aquí ahora mismo, voy a empezar a gritar. Tengo que irme, porque ya he matado».

Por supuesto, no había denunciado a Lemle. Los médicos no hacen cosas así a otros médicos, sobre todo cuando ellos son residentes y los enemigos son investigadores famosos y poderosos. Simplemente, cerró los ojos.

—Y además —había dicho él más tarde, junto al fuego de Tiburón, mientras las luces de Navidad se reflejaban en los ventanales de la casa—, en todas partes se hacen investigaciones con fetos vivos. No habría una ley contra ello si no se hiciera.

En realidad no era de extrañar, era algo muy tentador. De hecho, tenía tanto de tentador como de repugnante. ¿Qué científico —y los neurólogos eran científicos por excelencia— no había soñado con algo así?

Aquella revelación fue un regalo de Navidad horrible, y a pesar de todo había redoblado su dedicación a la cirugía de traumatismos. Ver a esos diminutos monstruos que trataban de respirar bajo la luz artificial, la había hecho renacer, y mientras su propia vida se estrechaba, un poder inestimable ganaba terreno: poco a poco se convertía en la hacedora de milagros del Hospital Universitario, la que llamaban cuando los cerebros se iban extinguiendo en la camilla.

Quizás el cerebro dañado era para ella el microcosmos de toda tragedia: vida mutilada de forma continua y fortuita por la vida. Las veces que había matado, y ciertamente lo había hecho, había sido un acto traumático: el cerebro agredido, el tejido despedazado de la misma manera que a menudo lo veía en víctimas de quienes no sabía nada. Nadie podía haber salvado a los que había matado.

Pero no quería ver a Michael Curry para discutir sobre el sentido de estas cosas, ni tampoco para llevárselo a la cama. Quería de él lo mismo que todos y por esa razón no había ido al Hospital General de San Francisco a comprobar cómo se recuperaba.

Quería saber sobre esa forma de matar, y no precisamente lo que revelaban las autopsias. Quería saber qué veía y sentía él —cuando le cogiera la mano, si es que se la cogía—, mientras ella pensaba en esas muertes. Él había percibido algo la primera vez que la había tocado. Pero quizás eso también se había borrado de su memoria junto con lo que había visto mientras permanecía muerto.

Pero qué importancia podría tener para Curry que ella dijera: soy médica y creo en sus visiones así como en el poder de sus manos, porque personalmente sé que existen cosas de ese tipo, poderes psíquicos que nadie puede explicar. Yo misma tengo a veces un poder ilícito y confuso y a veces completamente incontrolable, el poder de matar a voluntad.

¿Por qué iba a importarle? Estaba rodeado de gente que creía en su poder, ¿no?, pero eso no lo ayudaba. Había muerto y vuelto a la vida y se estaba volviendo loco. Pero aun así, si le contara su historia… La idea era ahora una obsesión permanente, a lo mejor él era la única persona en el mundo capaz de creer lo que ella decía.

Aquellos treinta años de silencio la destrozarían, tarde o temprano, si no empezaba a hablar, con un grito interminable que borrase todas las palabras.

Al fin y al cabo, a pesar de todas las cabezas que había reparado, no podía olvidar esos tres asesinatos. La cara de Graham mientras la vida se extinguía en él; la chiquilla con convulsiones sobre el asfalto; el hombre que caía de cabeza contra la rueda de un Jeep.

Nada más empezar su residencia, se las había arreglado para conseguir los informes de las tres autopsias a través de canales oficiales. Accidente cerebrovascular, hemorragia subaracnoides, aneurisma congénito. Había leído con cuidado todos los detalles.

Lo que en lenguaje profano significaba, simplemente, una debilidad en la pared de una arteria, que por alguna razón inexplicable se rompía y causaba una muerte súbita y totalmente inesperada. En otras palabras, no había modo de predecir que una niña de seis años tuviera un ataque en el patio del recreo, una niña de seis años lo suficientemente sana como para haber dado una patada y tirado del pelo a una Rowan de seis años un minuto antes. Nadie había podido hacer nada por la chiquilla cuando su sangre empezó a manar por la nariz y los oídos y se le pusieron los ojos en blanco. Por el contrario, todos se habían ocupado de proteger a los otros niños, les taparon los ojos para que no vieran aquel desagradable espectáculo y se los llevaron al aula.

—Pobre Rowan —dijo más tarde la maestra—. Querida, quiero que sepas que se murió de algo que tenía en la cabeza. Una enfermedad. No tiene nada que ver con vuestra pelea.

Pero Rowan sabía lo que la maestra nunca sabría: que lo había hecho ella, que ella la había matado.

Aunque cualquiera diría que se trataba sólo del sentimiento de culpabilidad natural de una criatura por un accidente que no terminaba de comprender. Pero Rowan sintió algo cuando ocurrió, algo dentro de ella, una sensación penetrante que, cuando la recordaba, no se diferenciaba mucho del sexo, como una corriente que la atravesaba y fluía de ella en el momento en que la niña caía hacia atrás. Y a continuación su percepción diagnóstica, activa ya entonces, que le había dicho que la niña moriría.

A pesar de todo olvidó el incidente. Graham y Ellie, como buenos padres californianos, la llevaron al psiquiatra. Jugó con sus muñequitas y dijo lo que él quería que dijera. Además, la gente suele morir de estos «ataques».

Pasaron ocho años antes de que un hombre bajara de su Jeep en aquel camino solitario de las colinas de Tiburón, le tapara la boca y le ordenara con ese horrible tono íntimo e insolente: «¡No grites!»

Sus padres adoptivos nunca relacionaron a aquella chiquilla con el violador que había muerto mientras Rowan forcejeaba y la misma ira ciega la electrizaba, dando lugar a esa exquisita sensación que tensaba su cuerpo mientras el hombre la soltaba y caía de cabeza contra la rueda.

Pero ella sí lo relacionó. No en aquel momento, cuando el hombre la había obligado a abrir la puerta del Jeep ni cuando corría por el camino, gritando, sin saber que estaba a salvo. Lo supo más tarde, acostada a solas en la oscuridad, cuando se marcharon los policías de tráfico y los detectives de homicidios.

Pasó casi una década y media antes de que ocurriera con Graham. Para entonces Ellie estaba demasiado enferma de cáncer como para pensar en nada. Y sin duda, no tenía intención de sentarse en una silla junto a su cama y decirle: «Mamá, creo que lo he matado. Te engañaba constantemente y quería divorciarse de ti. No podía esperar los condenados dos meses que te faltan para morirte».

«No debes hacerlo. No matarás». Recordar el bofetón a la chiquilla y el forcejeo con el hombre en el Jeep, era recordar la herejía. Y recordar la pelea con Graham también era espantoso.

—¿Qué quieres decir con que vas a empezar los trámites de divorcio? ¡Se está muriendo! Aguantarás conmigo hasta el final.

Él la había cogido de los brazos y trató de besarla.

—Rowan, te quiero, pero ella no es la mujer con la que me casé…

—¿No? ¿No es la mujer a la que has engañado durante treinta años?

—Es una sombra, quiero recordarla como era…

—¡Cómo se te ocurre decirme una mentira así!

Fue en aquel instante cuando los ojos de Graham se quedaron inmóviles y desapareció de su rostro toda expresión. La gente siempre muere con un semblante de lo más sereno. El hombre del Jeep, a punto de violarla, simplemente mostraba una expresión vacía.

Antes de que llegara la ambulancia, Rowan se había arrodillado junto a Graham y le había puesto el estetoscopio en la cabeza. Ahí estaba aquel sonido, un sonido tan débil que algunos médicos no alcanzaban a oír, pero ella sí, el ruido de un caudal de sangre que se precipitaba hacia un punto.

Nunca nadie la había acusado de nada. ¿Cómo iban a hacerlo? Además, era médica y estaba con él cuando ocurrió esa «escena espantosa»; Dios sabía que había hecho todo lo posible.

Todo el mundo sabía que Graham era un ser humano de lo peor en todos los aspectos: sus socios, sus secretarias y hasta su última amante, Karen Garfield, esa estúpida tipeja, que había aparecido en busca de algún recuerdo, todos lo sabían. Salvo, naturalmente, su mujer. Pero no hubo ni la más mínima sospecha. ¿Cómo iban a sospechar? Había muerto de muerte natural cuando estaba a punto de largarse con una idiota de veintiocho años, después de vender sus muebles y comprar un billete de avión a St. Croix, con una fortuna hecha gracias al dinero heredado por su esposa.

Pero no fue una muerte natural.

Por entonces ya conocía y comprendía su percepción diagnóstica; la había practicado y desarrollado. Y al colocar la mano sobre el hombro de Graham, su capacidad de diagnóstico le había dicho que no era una muerte natural.

Quizá la repetición era sólo una apariencia engañosa llamada casualidad.

Pero esta noche, mientras vagaba lentamente, casi sin rumbo, por el hospital, se dio cuenta de que desde hacía mucho tiempo sentía un deseo arrollador de hablar con Michael Curry. Se sentía unida a él, tanto por el accidente en el mar como por esos secretos psíquicos. Quería, quizá por razones que no terminaba de comprender, contarle a él y sólo a él lo que había hecho.

Toda su vida había sido una persona solitaria, atenta pero invariablemente fría con aquellos que la rodeaban. Esa facultad especial que tanto la ayudaba como médica, le permitía asimismo ser profundamente perceptiva a los auténticos sentimientos de los demás.

No descubrió hasta los diez o doce años que las demás personas no la tenían, a veces ni siquiera una partícula. Su querida Ellie, por ejemplo, no tenía la más mínima idea de que Graham no la amaba. La necesitaba para denigrarla, mentirle y estar seguro de tenerla siempre a su lado y hacerla sentir inferior.

Rowan a veces deseaba ese tipo de ignorancia, no saber cuándo los demás la envidiaban o le tenían manía. No saber que mucha gente mentía sin cesar. Le gustaban los policías y los bomberos porque hasta cierto punto eran perfectamente previsibles. O quizá porque la ausencia de honestidad en ellos no la molestaba demasiado, parecía inofensiva comparada con la compleja inseguridad maliciosa, insidiosa e interminable de hombres más educados.

Por supuesto, la utilidad para el diagnóstico de esa especial facultad la justificaba por completo.

Pero ¿había algo capaz de justificar la capacidad de matar a voluntad? Expiarla era otra cosa. ¿Qué utilidad podía tener estar dotada de semejante capacidad telequinética?

Y un poder así no estaba fuera del alcance de la ciencia, ésa era la parte realmente aterradora. Como la capacidad adivinatoria por contacto de Michael Curry. Eran cosas que podían tener algo que ver con una energía mensurable, complejos talentos físicos que algún día se podrían definir, como la electricidad o las microondas.

Pero la parapsicología no era la debilidad de Rowan. Antes bien, se sentía hipnotizada por lo que podía ver en un tubo de ensayo, una diapositiva o un gráfico. No le importaba comprobar ni analizar su propia capacidad de matar. Lo único que quería era pensar que nunca la había usado y que quizás había alguna otra explicación para lo ocurrido; que a lo mejor, en cierto modo, era inocente.

Lo más trágico era que tal vez nadie le diría lo que había pasado con Graham, con el hombre del Jeep y con la niña en el patio del colegio. Lo único que podía esperar era contárselo a alguien, desahogarse y exorcizarlo, como hacía todo el mundo, compartiéndolo.

Sólo una vez se había sentido dominada por este deseo de hacer confidencias, algo bastante raro en ella. En realidad, había estado a punto de contar toda la historia a un perfecto desconocido, y desde entonces muchas veces deseó haberlo hecho.

Había sido a finales del año pasado, seis meses después de la muerte de Ellie. Rowan se sentía más sola que nunca, como si la gran referencia llamada «familia» hubiera desaparecido de la noche a la mañana. Hasta que Ellie enfermó, la vida familiar había sido bastante agradable. Ni siquiera las infidelidades de Graham conseguían echarla a perder, porque Ellie fingía que no existían. Y aunque Graham era un ser humano al que nadie hubiera considerado una buena persona, poseía una energía personal permanente y contagiosa que mantenía a la familia en marcha.

Ahora, la casa de ensueño de Tiburón estaba vacía como una concha en la playa.

Una noche, tras la muerte de Ellie, Rowan se quedó sola en la enorme sala de estar de vigas altas, hablando sola, en voz alta, se rió incluso, pensando que no había nadie, nadie que la conociera, nadie que la oyera. Los ventanales, oscuros por el reflejo de la alfombra y los muebles, no dejaban ver las olas que bañaban sin cesar los postes. El fuego empezaba a apagarse. El frío eterno de las noches de la costa penetraba poco a poco por las habitaciones. Pensó que había aprendido una lección dolorosa: que a medida que morían los seres queridos, perdíamos nuestros testigos, nuestros observadores, aquellos que conocían y comprendían las insignificantes tramas de nuestra vida, esas palabras escritas en el agua con un palo. Y sólo quedaba la corriente incesante.

Poco después ocurrió aquel episodio tan raro en el que estuvo a punto de confiar en un extraño y contarle toda la historia.

Era un caballero mayor de pelo blanco y, por el acento, evidentemente británico. Se habían encontrado nada menos que en el cementerio donde descansaban sus padres adoptivos.

Se trataba de un antiguo y extraño cementerio con algunos monumentos dispersos y erosionados por la intemperie, en las afueras de una pequeña ciudad del norte de California, donde la familia de Graham había vivido en otra época. Gente a la que no le unía ningún lazo de sangre, completamente desconocida. Tras la muerte de Ellie, Rowan había ido varias veces al cementerio, aunque no sabía muy bien por qué. Aquel día, sin embargo, su presencia se debía a una sencilla razón: habían terminado la lápida y quería ver si los nombres y las fechas eran correctos.

Muchas veces había pensado que la lápida duraría mientras ella viviera y entonces se resquebrajaría y caería entre los hierbajos. Los parientes de Graham Franklin ni siquiera habían sido avisados del funeral y los de Ellie, en el lejano sur, ni siquiera sabían que había muerto. Dentro de diez años nadie iba a preocuparse por Graham ni por Ellie Mayfair Franklin, y al final de la vida de Rowan, cualquiera que los hubiera conocido estaría muerto.

Telarañas rotas y desgarradas por el viento, indiferentes a la belleza. ¿Para qué molestarse en arreglarlo? Pero Ellie así lo quiso, le había pedido una lápida y flores porque ésa era la costumbre en Nueva Orleans cuando era niña. En su lecho de muerte por fin había hablado de su familia y dicho cosas muy extrañas: que habían amortajado a Stella en el salón, que la gente iba a verla y la besaba a pesar de que su hermano la había asesinado; que Lonigan e Hijos le habían cerrado la herida en la cabeza.

—Y el rostro de Stella era tan bonito en el ataúd… Tenía una hermosa cabellera negra, ondulada, ¿sabes?, y estaba tan bella como en el retrato de la sala. ¡Yo la quería tanto! Me dejaba sostener su collar. Me senté en una silla junto al ataúd, balanceaba las piernas y tía Carlotta me dijo que parara.

Cada palabra de ese extraño discurso había quedado grabada en la memoria de Rowan —Stella, su hermano, tía Carlotta, hasta el apellido Lonigan— porque durante un precioso instante hubo un destello de color en el abismo.

Toda aquella gente era su familia —en realidad, ella era prima tercera de Ellie—, pero Rowan no sabía nada de ellos y debía continuar sin saber nada, como había prometido a Ellie.

Hasta se lo había recordado en esas horas dolorosas.

—No vuelvas allá, Rowan, recuerda que me lo has prometido. Yo he quemado todas las fotos, las cartas. No vuelvas nunca, Rowan, tu hogar está aquí.

—Lo sé, Ellie. Lo recordaré.

Y no hubo más charlas sobre Stella, su hermano, tía Carlotta ni el retrato de la sala, sino sólo el impresionante documento que el albacea le presentó a Rowan tras la muerte de Ellie —una promesa cuidadosamente redactada sin ninguna validez legal—, por el que ella se comprometía a no volver nunca a la ciudad de Nueva Orleans ni a intentar averiguar quién era su familia.

A pesar de todo, en sus últimos días Ellie había hablado de ellos. Del retrato de Stella.

Y como Ellie también había hablado de lápidas y flores, del deseo que su hija adoptiva la recordara, Rowan —para mantener la promesa— se había dirigido aquella tarde al pequeño cementerio del norte y había conocido al inglés de cabello blanco.

Apoyaba una rodilla en tierra, como en una genuflexión, delante de la tumba de Ellie, y copiaba los nombres que acababan de ser cincelados en la piedra.

El individuo pareció turbado cuando Rowan lo interrumpió, aunque ella no dijo ni una palabra. En realidad, la miró durante un instante como si fuera un fantasma. Rowan estuvo a punto de reírse, después de todo ella era una mujer delgada, a pesar de su altura, y vestía sus ropas habituales de navegar, un chaquetón azul marino y unos tejanos. Él sí parecía casi un anacronismo, con su elegante traje de tres piezas gris de mezclilla.

Pero su especial percepción le dijo que el hombre tenía buenas intenciones y cuando le explicó que había conocido a la familia de Ellie de Nueva Orleans se sintió muy confundida. Porque ella también quería conocer a aquella gente.

Rowan no dijo nada mientras el hombre se explayaba con su lirismo británico sobre el agradable calor del sol y la belleza del pequeño cementerio. El silencio era su respuesta habitual, aunque confundiera a los demás y los hiciera sentir incómodos. Así pues, por costumbre, no dijo nada, a pesar de sus pensamientos íntimos. «¿Conoce a mi familia? ¿A gente de mi propia sangre?»

—Me llamo Aaron Lightner —se presentó el hombre, mientras le tendía una pequeña tarjeta—. Si alguna vez quiere saber algo sobre la familia Mayfair de Nueva Orleans, por favor no deje de llamarme. Puede encontrarme en Londres. Si lo desea, llámeme a cobro revertido. Me complacerá contarle todo lo que sé sobre la familia Mayfair. Toda una historia, ya verá.

Sorprendentes palabras, tan involuntariamente hirientes para su soledad, tan inesperadas en esa pequeña y extraña colina desierta. ¿Había dado impresión de desamparo quedándose allí, incapaz de contestar, de hacer el menor gesto en respuesta? Esperaba que no. Tampoco quería pensar que había parecido fría y antipática.

Pero no venía al caso explicar que era adoptada, que se la habían llevado de Nueva Orleans el día en que nació. Imposible explicar que había prometido no regresar nunca ni indagar nada acerca de la mujer que la había dado a luz. Vaya, ni siquiera sabía el nombre de pila de su madre. De pronto se sorprendió preguntándose: ¿Lo sabrá él? ¿Sabrá por casualidad la identidad de alguna Mayfair que hubiera quedado encinta soltera y dado la criatura en adopción?

Sin duda lo mejor era no decir nada, no fuera que el hombre recordara algunos chismes. A lo mejor su madre auténtica se había casado y tenía siete hijos y ponerse en contacto con ella, ahora, sólo haría sufrir a la mujer. Con el tiempo y la distancia, Rowan no sentía rencor por ese ser sin rostro ni nombre, sino sólo una añoranza triste y sin esperanzas. No, mejor no decir nada.

El hombre la estudió tranquilamente, sin inquietarse por su rostro impasible y su inevitable silencio. Cuando ella le devolvió la tarjeta, la cogió con elegancia, pero la sostuvo tentadoramente como si esperara que volviera a pedírsela.

—Me gustaría mucho hablar con usted —continuó—. Me gustaría descubrir cómo ha sido la vida de una persona extrañada tan lejos de su tierra. —Dudó un instante y añadió—: Conocí a su madre hace años…

Se detuvo como si percibiera el efecto causado por sus palabras. Quizás el brusco cambio de ella lo había confundido. Rowan no lo sabía. La había impresionado y el momento no podía ser más angustioso. Sin embargo, no se fue, se había quedado simplemente inmóvil, con las manos metidas en los bolsillos. «¿Conoció a mi madre?»

Qué fantasmal había sido todo. Y ese hombre de brillantes ojos azules que la miraba con tanta paciencia, y el silencio en el que ella siempre se refugiaba. Pero la verdad era que no podía pronunciar palabra.

—Me gustaría que almorzara conmigo, o que tomáramos algo si no tiene tiempo. Ya ve, no soy una persona terrible. Es una larga historia…

¡Su especial percepción le dijo que el hombre decía la verdad!

Había estado a punto de aceptar su invitación, a todo, a hablar sobre ella y a preguntarle por ellos. A fin de cuentas ella no lo había buscado, era él quien le ofrecía información. Pero en aquel momento sintió la compulsión de revelárselo todo, hasta la historia de su extraño poder, como si él la hubiera invitado en silencio a hacerlo, ejerciendo sobre su mente una especie de presión que le haría abrir los compartimentos más recónditos.

Imágenes, testimonios, todos esos remotos pensamientos pasaron súbitamente a primer plano.

«He matado a tres personas en mi vida. Puedo matar de ira. Sé que puedo. Ya ve, eso es lo que ha ocurrido con una persona extrañada, como me ha llamado. ¿Hay sitio en la historia de la familia para algo así?»

¿Había retrocedido ligeramente mientras la miraba? ¿O era sólo el reflejo del sol en sus ojos?

La atmósfera del cuarto de la enferma apareció entonces en su mente, con el sonido de los ahogados y casi inhumanos gritos de dolor.

—Prométemelo, Rowan, incluso aunque te escriban. Nunca… nunca…

—Tú eres mi madre, Ellie, mi única madre. ¿Acaso puedo pedir más?

Durante aquellas últimas semanas de agonía tuvo más miedo que nunca de su poder destructivo, ¿y si su rabia y dolor hacían que se volviera contra Ellie para poner fin a su sufrimiento estúpido e inútil de una vez por todas? «Podría matarte, Ellie podría liberarte. Sé que puedo. Siento dentro de mí, latente, el poder para hacerlo».

¿Qué soy? ¡Soy una bruja, por el amor de Dios! No, soy un alma constructiva, no un ser destructivo. ¡Puedo elegir, como el resto de los seres humanos!

Y ahí estaba el inglés, estudiándola fascinado, como si en lugar de quedarse callada ella hubiera hablado. Parecía como si le dijera: la comprendo. Aunque, por supuesto sólo era una ilusión, el hombre no había dicho nada.

Rowan, atormentada y confusa, dio la vuelta y se alejó. El hombre debió de pensar que era una mal educada o, incluso, una loca. Pero qué importaba. Aaron Lightner. Ni siquiera había echado un vistazo a la tarjeta antes de devolvérsela y no sabía por qué recordaba el nombre. Sin embargo, se acordaba de él y de las cosas extrañas que le había dicho.

Rowan a veces se preguntaba si la vida de Michael Curry también había pasado ante sus ojos como ahora pasaba la de ella. A menudo miraba su rostro sonriente en la foto arrancada del periódico y que ahora tenía pegada en su espejo.

Sabía que si lo veía seguramente el dique se rompería. Soñaba con ello, con hablar con Michael Curry, como si ya hubiera pasado, como si ya lo hubiera llevado a su casa de Tiburón, hubieran tomado café y ella le hubiera tocado la mano enguantada.

Ah, qué idea tan romántica. Un hombre fuerte que adoraba las casas hermosas y hacía dibujos maravillosos. Quizás escuchara a Vivaldi, y a lo mejor hasta había leído a Dickens de verdad. ¿Cómo sería tener a semejante hombre en su cama completamente desnudo, sólo con sus guantes negros de piel?

Ah, qué fantasía. Era como imaginar que los bomberos que se llevaba a casa se volvían poetas, que los policías que había seducido resultaban ser grandes novelistas, que el guardia forestal que conoció en el bar de Bolinas era en realidad un gran pintor y que el fornido veterano de Vietnam que la había llevado a su cabaña en el bosque era un gran director de cine oculto del exigente mundo del éxito.

Se imaginaba estas cosas y, por supuesto, eran perfectamente posibles. Pero era el cuerpo el que mandaba: el bulto en los tejanos tenía que ser lo bastante grande; el cuello, fuerte; la voz, profunda, y la barbilla lo bastante áspera como para que arañara.

Pero ¿y si…?

¿Y si Michael Curry había vuelto al sur? A lo mejor eso era exactamente lo que había pasado. Nueva Orleans, el único sitio en el mundo al que Rowan Mayfair no podía ir.

El teléfono estaba sonando cuando abrió la puerta de su oficina.

—¿Doctora Mayfair?

—¿Doctor Morris?

—Sí, he tratado de localizarla. Es sobre Michael Curry.

—Sí, lo sé. He recibido su mensaje, ahora iba a llamarlo.

—Quiere hablar con usted.

—Entonces todavía está en San Francisco.

—Está escondido en su casa de Liberty Street.

—La he visto en las noticias.

—Quiere encontrarse con usted. Bueno, para decirlo claramente, quiere verla en persona. Tiene la idea de…

—¿Sí?

—Bueno, usted pensará que esto es una locura, pero simplemente le transmito el mensaje. ¿Hay alguna posibilidad de que Michael se encuentre con usted en su barco? ¿Era su barco, verdad, en el que estaba cuando lo rescató?

—No hay ningún problema para llevarlo otra vez al barco.

—¿Qué ha dicho?

—Que no tengo ningún inconveniente en verlo y que lo llevaré al barco si eso es lo que quiere.

—Es usted muy amable, doctora, pero debo explicarle algo. Sé que parece una locura, pero quiere quitarse los guantes y tocar las maderas de la cubierta donde usted lo reanimó.

—No hay ningún problema. No sé cómo no se me ocurrió a mí antes.

—¿Habla en serio? Dios mío, no sabe qué alivio siento. Déjeme decirle algo, doctora, Michael Curry es una excelente persona.

—Lo sé.

—Y usted es una médica muy especial, doctora Mayfair. Pero ¿sabe en qué se está metiendo? Yo le rogué, de verdad, le rogué que volviera a ingresar en el hospital. Me volvió a llamar anoche y me pidió que la localizara de inmediato, que tenía que poner las manos sobre la cubierta del barco, se está volviendo loco. «Deje de beber, Michael, y lo intentaré», le dije. Volvió a llamarme hace veinte minutos, justo antes de que la llamara. «No quiero mentirle», me dijo. «Hoy me he bebido una caja de cerveza, pero no he tocado ni el vodka ni el whisky. Más sobrio que esto no puedo estar».

Rowan sonrió.

—Es una pena por sus neuronas —dijo.

—Es verdad, pero lo que quiero decir es que está desesperado. Y no mejora. Nunca le pediría algo así si no fuera una de las personas más agradables…

—Pasaré a recogerlo. ¿Puede llamarlo y decirle que estoy en camino?

—Estupendo, no sé cómo agradecérselo.

—Llámelo, doctor Morris, y dígale que dentro de una hora estaré en la puerta de su casa.

Colgó el teléfono y lo miró durante un rato. Luego se quitó la etiqueta con su nombre, la bata blanca y una por una las horquillas del pelo.