39

Muy bien, aquí estamos otra vez, pensó Rowan. ¿Cuántas eran con ésta? ¿La quinta reunión en honor a los prometidos? Habían asistido al té de Lily, al almuerzo de Beatrice, a la cena de Cecilia en Antoine’s y a la pequeña fiesta de Lauren en esa maravillosa casa antigua de Esplanade Avenue.

Esta vez era en Metairie, en casa de Cortland, como la llamaban todavía pese a que hacía años que vivían en ella Gifford y Ryan, y el hijo menor de ambos, Pierce. El bonito día de octubre era perfecto para una fiesta en el jardín de unas doscientas personas.

No importaba que la boda se celebrase al cabo de diez días, el primero de noviembre, día de Todos los Santos. Los Mayfair iban a organizar de todos modos dos tés más y un almuerzo en alguna parte. La fecha y el lugar se confirmarían más adelante.

—¡Cualquier excusa para una fiesta es buena! —había dicho Claire Mayfair—. Querida, no sabes cuánto hemos esperado una ocasión como ésta.

Los invitados se arremolinaban en el jardín, debajo de los magnolios pulcramente podados, y por las espaciosas habitaciones de techos bajos de la casa estilo Williamsburg de ladrillos a la vista. La morena Anne Marie, un personaje exageradamente honesto y que ahora parecía muy encantada con los planes de Rowan de construir hospitales, le presentó a numerosas personas que ella ya había visto en el funeral y a muchas otras que no había visto nunca.

Un camarero muy negro, de cabeza perfectamente redonda y un acento haitiano extremadamente musical, servía bourbon y vino blanco en las copas de cristal. Dos cocineras mulatas de uniforme almidonado se ocupaban de darle la vuelta a unos rosados langostinos a la pimienta que se asaban sobre una parrilla humeante. Las mujeres Mayfair, vestidas en suaves tonos pastel, parecían flores entre los hombres de traje blanco. Unos chiquillos correteaban por el césped o se mojaban sus manitas rosadas con el agua que surgía de la fuente en medio del jardín.

Rowan se había instalado en una cómoda silla, debajo del magnolio más grande. Bebía su bourbon y estrechaba la mano a un primo u otro. Le había empezado a gustar el sabor de aquel veneno. Incluso estaba un poco achispada.

Aquel mismo día, más temprano, al probarse el vestido de novia por última vez, una inesperada excitación por toda esa pompa se había apoderado de ella hasta el punto de sentirse agradecida de que más o menos la hubieran obligado.

Sería una «princesa por un día», que entraba y salía de un magnífico espectáculo. Ni siquiera el hecho de tener que llevar la esmeralda sería tan penoso, sobre todo después de haberla guardado en la caja fuerte, tras aquella noche espantosa. Aún no había conseguido hablar con Michael sobre la misteriosa y desagradable aparición de la joya. Sabía que debería habérselo contado, y varias veces había estado a punto de hacerlo, pero no podía.

Además, no había vuelto a suceder nada desde entonces. Nada de flores deformadas en su mesilla de noche. En realidad, el tiempo había volado entre las obras de la casa, que iban a toda marcha, y la casa de Florida, amueblada ya y lista para la luna de miel oficial.

Otro golpe de suerte había sido que la familia hubiera aceptado a Aaron sin reparos. Ahora lo invitaban a todas las reuniones. Beatrice se había prendado de él, sólo había que oírla, y le tomaba el pelo despiadadamente con todas las viudas Mayfair, por sus costumbres de soltero británico. Había llegado incluso a llevarlo a un concierto con Agnes Mayfair, una prima mayor, muy bella, que había perdido a su marido hacía un año.

Cómo se las arreglaría con ella, se preguntaba Rowan, aunque ya sabía que Aaron podía caer en gracia a Dios y al diablo al mismo tiempo. Hasta Lauren, la glacial abogada, parecía encariñada con él.

Era también un compañero infatigable de Vivian, la tía de Michael. Todo el mundo debería tener una tía Vivian, tal como la veía Rowan: una frágil muñequita rebosante de amor y dulzura que idolatraba todo lo que decía Michael. Le recordaba a Millie Dear y a tía Belle, según la descripción de Aaron en el informe.

Pero el traslado no había sido fácil para tía Vivian. Aunque los Mayfair la agasajaban y la invitaban con todo cariño, a ella le costaba mantener su frenético ritmo y la animada conversación. Esa tarde había preferido quedarse en casa, ordenando las pocas cosas que había traído consigo. Suplicaba a Michael que fuera a cerrar la casa de Liberty Street, y él lo postergaba, pese a que tanto él como Rowan sabían que el viaje era inevitable.

Pero ver a Michael con tía Viv era amarlo por toda una serie de razones nuevas. Nadie podía ser más bondadoso o paciente. «Ella es mi única familia, Rowan —le explicó en una ocasión—. Todos los demás han muerto. ¿Sabes?, si las cosas entre tú y yo no hubieran funcionado, habría entrado en Talamasca, ellos se habrían convertido en mi familia».

¡Dios, cómo deseaba que todo saliera bien! Y el fantasma de First Street guardaba silencio, como si él también deseara que todo saliera bien. ¿O acaso su ira lo mantenía alejado? Después de la aparición del collar, ella se pasó días enteros maldiciéndolo en voz baja.

Hasta la familia había aceptado la idea de Talamasca, a pesar de que Aaron era bastante reacio a explicar qué era en realidad. Quizá lo único que pensaran era que Aaron era un estudioso y un viajero, y que se había interesado en la historia de los Mayfair porque era una vieja y distinguida familia del sur.

Y cualquier erudito que pudiera sacar a la luz una antepasada de una belleza soberbia llamada Deborah, inmortalizada nada menos que por el gran Rembrandt, y legitimada fuera de toda duda por la presencia de la inconfundible esmeralda Mayfair sobre su pecho, era la clase de historiador que apreciaban. Estaban deslumbrados por los fragmentos de la historia de Deborah que Aaron les había revelado. Y pensar que ellos creían que todas esas tonterías de antepasados procedentes de Escocia eran inventos de Julien.

Si sabían algo de lo sucedido años atrás entre Aaron, Cortland y Carlotta, no dijeron ni una palabra. Tampoco sabían que Stuart Townsend había sido miembro de Talamasca; en realidad, se mostraron de lo más confundidos por el descubrimiento de aquel misterioso cuerpo. Poco a poco empezó a resultar evidente que pensaban que Stella había sido la responsable del hallazgo.

«Probablemente murió a causa del opio y la bebida, en una de aquellas fiestas salvajes, y ella lo envolvió en la alfombra y se olvidó de él».

«O quizá lo estranguló. ¿Recuerdas las fiestas que solía dar?»

A Rowan la divertía oírlos hablar, oír sus despreocupadas carcajadas. Nunca percibió telepáticamente la menor vibración de maldad. Sentía sus buenas intenciones y su alegría.

Pero algunos tenían sus secretos, en especial los más viejos. En cada nueva reunión ella detectaba indicios más fuertes. De hecho, a medida que se acercaba la fecha de la boda, se sentía cada vez más segura de que algo estaba sucediendo.

Los viejos no habían pasado por First Street para felicitarlos ni para maravillarse por las obras. Tenían curiosidad y estaban asustados. Había secretos que querían confiar, o advertencias que quizá querían hacer. O preguntas que deseaban formular. Tal vez querían probar sus poderes, porque ellos también tenían los suyos. Ella nunca había conocido gente tan amable y tan hábil para ocultar sus emociones negativas. Era algo muy extraño.

Pero a lo mejor aquél sería el día en que sucediera algo inusual.

Muchos de estos viejos estaban allí, corría la bebida y tras una serie de días frescos el tiempo volvía a ser cálido y apacible. El cielo era perfectamente azul y unas nubes bien dibujadas se movían deprisa, como graciosos galeones empujados por los vientos alisios.

Rowan bebió otro trago de bourbon —le gustaba el ardor que le producía en el pecho— y miró a su alrededor, buscando a Michael.

Ahí estaba, atrapado desde hacía una hora por la arrolladora Beatrice y por Gifford, una belleza espectacular, descendiente de Lestan Mayfair por parte de madre y de Clay Mayfair por parte de padre, casada, por supuesto, con Ryan, nieto de Cortland. Parece que también había otras líneas Mayfair que se cruzaban, pero Rowan se había apartado en aquel punto de la explicación al ver, mientras la sangre le bullía, los pálidos dedos de Gifford alrededor del brazo de Michael sin ninguna razón.

¿Por qué motivo su novio les resultaba tan fascinante que no podían soltarlo de sus garras? Y para empezar, ¿por qué diablos estaba Gifford tan nerviosa? Pobre Michael. No se enteraba de lo que pasaba. Allí sentado, con las manos enguantadas metidas en los bolsillos, asentía y sonreía a sus bromas. No detectaba el coqueteo sutil en su gestos, ni el brillo encendido de sus ojos, ni el tintineo seductor de sus risas.

«Acostúmbrate. Este bastardo es irresistible para una mujer refinada. Todas acaban de descubrirlo, han caído en la cuenta de que es el guardaespaldas que lee a Dickens».

Y estaba seductor con el nuevo traje de hilo («¿Que me vista como un vendedor de helados?»), que Beatrice lo había obligado a comprarse en Perlis. «Querido, ¡ahora eres un caballero del sur!»

Porno puro, eso es lo que era. Caminaba de modo pornográfico. Se tomaba su tiempo para arremangarse la camisa, fumaba sus Camel con el brazo derecho doblado, se ponía un lápiz en la oreja, ponía un pie delante de otro y levantaba la mano con violencia cuando discutía con algún carpintero o pintor, como si fuera a lanzarle un gancho directo a la mandíbula.

Y esas zambullidas en la piscina cuando ya no quedaba nadie en la casa (no más fantasmas desde aquella primera vez), y el fin de semana en que habían ido a Florida a hacerse cargo de la casa, y él dormía desnudo en la terraza, sólo con el reloj de oro en la muñeca y esa pequeña cadena al cuello. Un desnudo total, terriblemente seductor.

¡Y era tan feliz! Quizás era la única persona en el mundo que amaba esa casa más que los Mayfair. Estaba obsesionado con ella. No perdía oportunidad de trabajar con sus hombres. Cada vez se quitaba los guantes más a menudo. Parecía que podía eliminar las imágenes de un objeto si se lo proponía, y, si lo mantenía apartado de otras manos, estaba a salvo, por así decirlo. Tenía también un juego completo de herramientas sólo para él, que usaba con regularidad sin guantes.

Gracias a Dios, los fantasmas y los espectros los estaban dejando tranquilos. Y ahora, lo mejor que podía hacer ella era dejar de preocuparse por él y el harén que lo rodeaba.

Mejor ocuparse del grupo que la rodeaba: la majestuosa anciana Felice, que acababa de acercar una silla, la bonita y parlanchina Margaret Ann, sentada sobre la hierba, y la hosca Magdalene, la que parecía joven pero no lo era, que hacía rato que estaba allí y observaba a las demás en desacostumbrado silencio.

De vez en cuando alguna cabeza se volvía y alguien la miraba. Rowan recibía un vago resplandor de saber clandestino, y quizás una pregunta que luego se desvanecía. Pero siempre era uno de los mayores: Felice, la hija menor de Barclay, de setenta y cinco años; o Lily, de sesenta y ocho, decían, nieta de Vincent, o el anciano y calvo Peter Mayfair, con esos ojos siempre húmedos y el cuello hinchado, pese a que su cuerpo se conservaba fuerte y erguido, el hijo menor de Garland, sin duda un viejo precavido y sagaz.

Y también estaba Randall, mayor quizá que su tío Peter, de ojos hundidos y en apariencia sensatos, apoltronado en un banco de hierro en la otra punta, que la miraba fijamente, aunque de vez en cuando otras personas se interponían, como si quisiera decirle algo muy importante pero no supiera cómo empezar.

«Quiero saber. Quiero saberlo todo».

Pierce la miraba ahora con un abierto temor reverencial, obviamente conquistado por el sueño del Centro Médico Mayfair, y casi tan ansioso como ella de que se hiciera realidad. Era una lástima que hubiera perdido algo de la simpatía que solía tener, y que casi se disculpara cuando le presentaba a otros jóvenes, mientras le explicaba brevemente el linaje y la ocupación actual de cada uno. Ella quería que él volviera a sentirse cómodo. La suya era una amabilidad detrás de la cual no se ocultaba ni una sombra de egocentrismo.

Notó con placer que después de presentárselos a ella, se los presentaba a Michael con sencilla cordialidad. En realidad, todos ellos eran muy amables con Michael. Gifford no paraba de servirle bourbon, y Anne Marie se había acomodado a su lado y hablaba efusivamente con él mientras le rozaba el hombro.

Desconecta, Rowan. No puedes encerrar a esta hermosa fiera en la buhardilla.

La rodeaban en grupos que se disolvían hasta que se formaba uno nuevo. Y siempre hablaban de la casa de First Street, sobre todo de la casa.

First Street era su sello de origen, de marca. Los disgustaba ver cómo se había venido abajo y odiaban a Carlotta por ello. Ella lo notaba detrás de las palabras de felicitación. Lo percibía cuando los miraba a los ojos. Por fin la casa estaba libre de aquel despreciable cautiverio. Era asombroso ver todo lo que sabían sobre los últimos cambios. Estaban incluso al corriente de los colores que Rowan había elegido para habitaciones que ni siquiera habían visto.

¿Qué pensaban sobre su proyecto de fundar un gran hospital? En las pocas conversaciones que había tenido fuera del bufete le parecían asombrosamente receptivos. El nombre, Centro Médico Mayfair, les encantaba.

Para ella era vital que el centro abriera un nuevo campo, había explicado la semana anterior a Bea y Cecilia, para que cubriera necesidades que otros centros no cubrían. Un marco ideal para la investigación, sí, eso era imperativo, pero no como una torre de marfil. Sería un auténtico hospital, con una gran proporción de camas gratuitas. Un centro para el tratamiento de problemas neurológicos que reuniera a los especialistas y cirujanos más importantes del país, innovador, eficaz y completo, de una comodidad incomparable, con los últimos adelantos de la técnica. Sería su sueño hecho realidad.

Y día tras día su proyecto adquiría nuevos bríos. Soñaba con un programa de aprendizaje humanizado que corrigiera todos los horrores y abusos de la medicina moderna. Planeaba una nueva escuela de enfermería, que diera a luz un nuevo tipo de superenfermera capaz de asumir una gama completa de responsabilidades diferentes.

Las palabras «Centro Médico Mayfair» se convertirían en sinónimo de la práctica más exquisita, humana y sensible de la profesión.

Sí, todos se sentirían orgullosos. ¿Cómo no?

—¿Otra copa?

—Sí, gracias. Un bourbon.

El bourbon era mejor muy frío, pero también era más peligroso. Y sabía que estaba bebiendo demasiado. Tomó otro trago, agradeciendo un pequeño brindis que venía de la otra punta del jardín. Un brindis detrás de otro por la casa y por la boda. ¿Alguien hablaba de alguna otra cosa?

—Rowan, tengo fotos que se remontan a…

—… y mi madre guardó todos los artículos de los periódicos…

—¿Sabes?, está en los libros sobre Nueva Orleans, sí, sí, tengo algunos muy antiguos, te los puedo dejar en el hotel…

—… una caja con daguerrotipos… Katherine, Darcy y Julien. ¿Sabes que Julien siempre se fotografiaba en la puerta de entrada? Tengo siete fotos diferentes de él en la puerta de entrada.

«La puerta de entrada».

Más y más Mayfair pasaban a su lado. Y al fin traían al anciano Fielding, el hijo de Clay, completamente calvo, con una piel casi transparente y ojos enrojecidos, para que se sentara junto a ella.

En cuanto se sentó, los más jóvenes se acercaron a saludarlo, como habían hecho con ella.

Hércules, el criado haitiano, puso un vaso de bourbon en la mano del anciano.

—¿Algo más, señor Fielding?

—No, Hércules, ¡nada de comida! Estoy harto de comer. Ya he comido bastante, para toda una vida.

Tenía una voz profunda, sin edad, como la de Carlotta.

—Así que nos hemos quedado sin Carlotta —dijo, con tono hosco, a Beatrice, que se había acercado a besarlo—. Soy el único que queda.

—No hables así, te tendremos mucho tiempo más —dijo Bea. Su perfume flotaba alrededor de ellos, dulce y floral, y caro como su vestido rojo de seda.

Fielding se volvió hacia Rowan.

—Así que estás arreglando la casa de First Street y vais a vivir en ella. ¿Ha salido todo bien hasta ahora?

—Sí, ¿por qué no iba a salir bien? —preguntó Rowan, con una amable sonrisa.

De pronto simpatizó con el anciano; acababa de apoyar una mano sobre la suya.

—Una noticia estupenda, Rowan —comentó. Su voz, ahora que había recobrado el aliento tras la larga odisea desde la puerta de entrada, era aún más sonora—. Una noticia estupenda. —El blanco de los ojos era amarillento, aunque la dentadura postiza brillaba—. Durante todos estos años ella no ha dejado que nadie tocara la casa —dijo con un toque de ira—. Una vieja bruja, eso es lo que era.

Suaves exclamaciones brotaron de los labios de las mujeres reunidas a la izquierda. Ah, pero eso era lo que Rowan quería, que se resquebrajara la superficie de cortesía.

—Abuelo, por el amor de Dios. —Era Gifford, que estaba junto a él. Recogió el bastón caído sobre la hierba y lo enganchó en el respaldo de la silla.

—Bueno, es la verdad —dijo—. ¡Dejó que se convirtiera en una ruina! Me sorprende que aún se pueda arreglar.

—¡Abuelo! —insistió Gifford, casi desesperada.

—Déjalo hablar, querida —intervino Lily, con la cabeza rígida, ojos brillantes y una mano fina que sostenía con fuerza la copa.

—Crees que cualquiera puede hacerme callar —respondió el anciano—. Ella decía que él no la dejaba, le echaba la culpa de todo. Creía en él y lo usaba, pero ella tenía sus propias razones.

El silencio cayó sobre el grupo que los rodeaba. Parecía como si hubiera menos luz a medida que los demás se acercaban. Rowan percibía la figura gris oscura de Randall, que se movía casi fuera de su campo de visión.

—Abuelo, ojalá no… —dijo Gifford.

«¡Ah, pero yo quiero que sí!»

—¡Era ella! —continuó Fielding—. Quería que todo se derrumbara a su alrededor. A veces me pregunto por qué no la quemó, como hizo esa maldita ama de llaves de la película Rebeca. Yo temía que lo hiciera, que quemara los viejos retratos de Julien. ¿Has visto los retratos? ¿Has visto a Julien y a sus hijos en la puerta de entrada?

—¿En la entrada? ¿Se refiere a la puerta principal, la que tiene forma de cerradura?

¿Lo había oído Michael? Sí, ahora se acercaba, era evidente que trataba de callar a Cecilia, que no paraba de decirle algo al oído, inconsciente de la asombrada expresión de su rostro. Aaron estaba bajo el magnolio, no muy lejos, discreto, con la mirada fija en el grupo. Ojalá ella pudiera hechizarlos para que no lo vieran.

Pero ellos no notaban nada más que su mutua presencia. Fielding asentía, Felice levantó la voz y señaló a Fielding. Sus pulseras de plata tintinearon.

—Cuéntaselo —dijo Felice—. Creo que deberías hacerlo. ¿Te interesa mi opinión? Carlotta deseaba aquella casa. Quería mandar en ella y fue su señora hasta el día en que murió.

—Ella no deseaba nada ni a nadie —gruñó Fielding, e hizo un gesto de desdén con su mano izquierda—. Ésa era su maldición. Sólo quería destruir.

—¿Qué pasa con aquella entrada? —preguntó Rowan.

—Abuelo, voy a llevarte a…

—No me vas a llevar a ninguna parte, Gifford —dijo éste. Su voz sonaba decidida, casi juvenil—. Rowan se va a mudar a la casa y tengo cosas que contarle.

—Es una casa hermosa, ¡seguro que estará muy bien allí! —intervino Magdalene, algo huraña—. ¿Qué tratas de hacer? ¿Asustarla?

Randall estaba detrás de Magdalene, las cejas levantadas, los labios ligeramente fruncidos y todas las arrugas de su rostro viejo y fláccido muy pronunciadas mientras miraba a Fielding.

—Pero ¿qué iba a decirme? —preguntó Rowan.

—Sólo se trata de un montón de viejas leyendas —dijo Fielding, con un toque de ligera irritación, pese a que empezó a hablar más despacio con la intención de acallarla—. Viejas leyendas estúpidas acerca de una entrada que no significan nada.

Michael se detuvo detrás de Fielding y Aaron se acercó un poco. A pesar de todo no lo notaron.

—En realidad me gustaría saberlo —dijo Pierce. Estaba a la izquierda, detrás de Felice y al lado de Randall. Felice miraba fijamente a Fielding, su cabeza se balanceaba un poco, estaba borracha—. Hay un retrato de mi bisabuelo frente a la puerta —continuó Pierce—. Está en la casa. Siempre pintaban a todos frente a esa entrada.

—¿Y por qué no se ponían en el porche delantero para esos cuadros? —preguntó Ryan—. Hay que recordar que la casa antes de ser de Carlotta era de nuestro tatarabuelo.

—Eso es —murmuró Michael—. Ahí es donde yo vi la entrada. En los retratos. Dios mío, debo mirar detenidamente esas imágenes…

Ryan le dirigió una mirada. Rowan le tendió la mano y le hizo gestos de que se acercara a ella. Los ojos de Ryan lo siguieron mientras él pasaba por detrás del respaldo de la silla de Rowan y se sentaba en la hierba, de modo que ella pudo cogerlo por el hombro. Aaron estaba ahora bastante cerca.

—Pero hasta las viejas fotos —siguió Pierce— se hicieron en la puerta de entrada. Siempre hay una puerta en forma de cerradura. Ya sea la principal o una de las…

—Sí, la puerta —dijo Lily—. Y la puerta del panteón. La misma forma de cerradura labrada en lo alto de las criptas. Nadie sabe quién la hizo.

—Bueno, fue Julien, por supuesto —dijo Randall, tajante, en voz baja—. Y sabía muy bien lo que hacía, porque esa puerta tenía un significado especial para él, y para todos ellos en aquel entonces.

—Si le cuentas todas esas locuras —intervino Anne Marie—, Rowan no va a…

—Pero yo quiero saberlo —interrumpió ésta—. Además, nada impedirá que nos mudemos a la casa.

—No estés tan segura —dijo Randall, con solemnidad.

Lauren le lanzó una fría mirada de censura.

—No es momento para cuentos de terror —murmuró.

—¿Tenemos que desenterrar toda esta basura? —exclamó Gifford. La mujer estaba claramente enfadada.

Rowan vio la preocupación de Pierce, que estaba justo frente a su madre. Ryan estaba junto a él, le cogió el brazo y le dijo algo al oído.

—¿Qué significa la entrada? —preguntó Rowan—. ¿Por qué se ponían siempre delante?

—No me gusta hablar de ello —exclamó Gifford—. No sé por qué tenemos que desenterrar el pasado cada vez que nos reunimos. Deberíamos pensar en el futuro.

—Estamos hablando del futuro —intervino Randall—. La joven debería saber ciertas cosas.

—Me gustaría saber algo sobre la puerta —insistió Rowan.

—Muy bien, adelante, viejos retrógrados —dijo Felice—. Si tenéis la intención de contar algo después de tantos años de comportaros como gatitos miedosos…

—La entrada tiene que ver con el pacto y la promesa —dijo Fielding—. Ha sido un secreto que ha pasado de generación en generación desde el principio.

Rowan bajó la cabeza y observó a Michael, que estaba sentado con las rodillas levantadas y los brazos apoyados en ellas y a su vez miraba a Fielding. Pero incluso desde arriba veía la expresión de miedo y confusión que tenía su rostro, la misma maldita expresión que tenía cada vez que hablaba de las visiones. Una expresión tan rara que no parecía él.

—Yo nunca los oí hablar de ninguna promesa —dijo Cecilia—, de ningún pacto ni de ninguna entrada.

Peter Mayfair se acercó a ellos, calvo como Fielding y con los mismos ojos inteligentes. De hecho, estaban todos reunidos en círculos, de tres o de cuatro.

—Porque no hablaban de ello —respondió Peter, con voz temblorosa y algo teatral—. Era un secreto y no querían que nadie lo supiera.

—¿Pero a quién te refieres? —preguntó Ryan—. ¿A mi abuelo? —Tenía la voz un poco pastosa por la bebida. Tomó otro trago—. Estás hablando de Cortland, ¿no?

—No quiero que… —murmuró Gifford, pero Ryan le indicó que se callara.

—Cortland era uno de ellos, por supuesto —respondió Fielding, mirando al calvo Peter—; y todos lo sabían.

—Bah, es espantoso decir algo así —comentó Magdalene, enfadada—. Yo quería mucho a Cortland.

—Muchos de nosotros lo queríamos —interrumpió Peter, de mal humor—. Yo habría hecho cualquier cosa por él, pero Cortland era uno de ellos. Es verdad, como tu padre, Ryan. Pierce también lo fue mientras vivió Stella, y también el padre de Randall. ¿No es cierto?

Randall asintió y tomó muy lentamente un trago de bourbon.

—¿Qué significa «uno de ellos»? —preguntó Pierce—. Lo he estado oyendo toda mi vida: «uno de ellos», «no es uno de ellos». ¿Qué significa?

—Nada —dijo Ryan—. Tenían un club, un club social.

—Sin duda alguna —comentó Randall.

—Murieron todos con Stella —intervino Magdalene—. Mi madre era muy amiga de ella, iba a esas fiestas, ¡no había trece brujas! Eran puras habladurías.

—¿Trece brujas? —preguntó Rowan. Sentía la preocupación de Michael. A través de un pequeño claro en el círculo veía a Aaron, de espaldas al árbol, que miraba el cielo como si no los oyera. Pero Rowan sabía que lo hacía.

—Es parte de la leyenda —dijo Fielding, indiferente, resuelto, como si no tuviera nada que ver con los demás—, parte de la historia de la entrada y el pacto.

—¿Qué decía la leyenda? —preguntó Rowan.

—Que todos serían salvados por la entrada y las trece brujas —respondió Fielding; miraba otra vez a Peter—. Ésa era la historia, ésa era la promesa.

Randall sacudió la cabeza.

—Era un enigma. Stella nunca supo qué significaba en realidad.

—¿Trataba de reunir a las trece brujas en aquellas fiestas? —preguntó Rowan.

—Sí —respondió Fielding—, eso era exactamente lo que trataba de hacer. Ella decía que era bruja, igual que Mary Beth, su madre, que no se andaba con rodeos sobre el asunto y afirmaba que tenía el poder y podía ver al hombre.

—No voy a permitir que… —dijo Gifford, en un tono que rayaba la histeria.

—¿Por qué? ¿Por qué os asusta tanto? —preguntó Rowan, tranquilamente—. ¿No son sólo viejas leyendas?

Silencio. Todos la estudiaban. Quizá todos esperaban que respondiera otro. Lauren la miraba casi enfadada. Lily, con ligera sospecha. Sabían que los engañaba.

—Tú sabes que no son viejas leyendas —dijo Fielding en voz baja.

—¡Porque creyeron en ellas! —dijo Gifford con la barbilla levantada y labios temblorosos—. Porque la gente ha hecho cosas horribles en nombre de la creencia en esas viejas ridiculeces.

—¿Qué cosas? —preguntó Rowan—. ¿Te refieres a lo que hizo Carlotta con mi madre?

—Me refiero a las cosas que hizo Cortland —respondió Gifford. Ahora se sacudía, estaba claramente al borde de la histeria—. Eso es lo que quiero decir. —Echó una mirada a Ryan, a su hijo Pierce y después otra vez a Rowan—. Sí, y a Carlotta también. Todos ellos traicionaron a tu madre. Ay, hay tantas cosas que no sabes.

—Shhh, Gifford, has bebido demasiado —murmuró Lily.

—Vete adentro, Gifford —sugirió Randall.

Ryan cogió a su esposa del brazo y se inclinó para decirle algo al oído. Pierce dejó su sitio y se acercó a ayudarlo. Juntos se llevaron a Gifford.

—Creían en la magia negra, es eso —le explicó Fielding—, y creían en las trece brujas y la entrada. Pero nunca descubrieron cómo hacer que todo aquello funcionara.

—Bueno, ¿y qué pensaban que significaba? —preguntó Beatrice—. A mí todo esto me parece fascinante. Cuenta.

—Sí, y se lo contarás a todo el club de campo —comentó Randall—, como haces siempre.

Ryan obligó a Gifford a entrar en la casa, mientras Pierce cerraba la puerta vidriera detrás de ellos.

—No, sólo quiero saberlo —dijo Beatrice, y dio un paso hacia delante, cruzando los brazos—. Si Stella no sabía el significado, ¿quién lo sabía entonces?

—Julien —respondió Peter—, mi abuelo. Él lo sabía y se lo dijo a Mary Beth. Lo dejó escrito, pero ésta destruyó el informe. Mary Beth se lo explicó a Stella, pero la muchacha nunca lo entendió de verdad.

—Stella nunca prestaba atención a nada —añadió Fielding.

—No, a nada —comentó Lily con tristeza—. Pobre Stella, sólo pensaba en fiestas, alcohol ilegal y esos amigos locos.

—En realidad no acababa de creérselo —continuó Fielding—. Ése era el problema. Quería jugar con todo aquello y, cuando algo salía mal, se asustaba y ahogaba su miedo en champán. Vio cosas que habrían convencido a cualquiera, pero siguió sin creer en la entrada, la promesa y las trece brujas hasta que fue demasiado tarde: Julien y Mary Beth ya habían muerto.

—¿Así rompió la cadena de información? —preguntó Rowan—. ¿Es eso lo que está diciendo? ¿Que transmitían sus secretos junto con el collar y todo lo demás?

—El collar nunca fue tan importante —dijo Lily—. Carlotta le dio mucha importancia al tema. Se trata, simplemente, de que no se le puede quitar el collar… bueno, que no se le puede quitar a quien lo hereda, y Carlotta pensaba que si guardaba el collar bajo llave, terminaría con todos esos extraños sucesos, lo convirtió en otra de sus inútiles batallitas.

—Y Carlotta lo sabía —dijo Peter, mirando con cierto desdén a Fielding—. Sabía lo que significaba la entrada y las trece brujas.

—¿Cómo lo sabes? —Era Lauren la que hablaba, desde cierta distancia—. Ella nunca dijo tal cosa.

—Por supuesto que no. ¿Cómo iba a hacer algo semejante? —respondió Peter—. Lo sé porque Stella se lo contó a mi madre. Carlotta lo sabía y no quiso ayudarla. Stella trataba de cumplir la vieja profecía. Que, por otra parte, no tenía nada que ver con la salvación y los aleluyas. No se trataba de eso.

—¿Quién lo dice? —preguntó Fielding.

—Lo digo yo.

—Bueno, ¿y qué sabes tú del asunto? —preguntó Randall en voz baja, con un tono de ligero sarcasmo—. El mismo Cortland me dijo que cuando consiguieran reunir a las trece brujas se abriría la puerta entre los mundos.

—¡Entre los mundos! —se burló Peter—. Me gustaría saber qué tiene que ver con la salvación. Cortland no sabía nada. Sabía lo mismo que Stella; si no, la hubiera ayudado. Cortland estuvo allí y yo también.

—¿Allí, dónde? —preguntó Fielding, despectivo.

—Stella hacía esas fiestas para tratar de descubrir el significado —dijo Peter—, y yo estuve allí.

—¿Cómo ibas a estar allí? —le preguntó Margaret Ann—. Si fueron hace cien años.

—No, no. Hubo una en 1928 y yo estuve allí —insistió Peter—. Tenía doce años y mi padre estaba furioso con mi madre por haberme llevado. Lauren también estuvo, tenía cuatro años.

Lauren asintió con un pequeño gesto. Sus ojos tenían una expresión soñadora, como si recordara, pero no dijo nada.

—Stella escogió a trece de nosotros —continuó Peter—, basándose en nuestros poderes, ya sabéis, los viejos dones: adivinar el pensamiento, ver espíritus, mover objetos. Nos reunimos todos en la casa con el propósito de abrir la puerta. Cuando formáramos un círculo y empezáramos a visualizar el propósito, él aparecería, vendría y se quedaría entre nosotros. Y ya no sería un fantasma, entraría en este mundo.

El grupo se quedó en silencio. Beatrice miraba a Peter como si él fuera el fantasma. Fielding también lo observaba con aparente incredulidad, quizá con desprecio.

El rostro de Randall permanecía impasible debajo de sus profundas arrugas.

—Rowan no sabe de qué estás hablando —dijo Lily.

—No, creo que deberíamos terminar con todo esto —comentó Anne Marie.

—Ella lo sabe —dijo Randall, mirando a Rowan directamente.

Rowan se dirigió a Peter.

—¿Qué quiere decir con que «él» entraría en este mundo? —preguntó.

—Que ya no sería un espíritu. Que no sólo aparecería, sino que se quedaría, que sería… material.

Randall estudiaba a Rowan como si hubiera algo en ella que no acabara de comprender del todo.

Fielding lanzó una carcajada seca, de superioridad.

—Stella debió de inventarse esa parte. Eso no fue lo que me contó mi padre. Salvados, eso fue lo que me dijo. Que todos los que formaban parte del pacto iban a ser salvados. ¡Recuerdo que se lo contó a mi madre!

—¡Ah!, ¿no creeréis en estas cosas? —dijo Beatrice—. ¡Dios mío!

Fielding sacudió la cabeza.

—Salvados, eso fue lo que dijo mi padre, que todos se salvarían cuando se abriera la entrada. Era un enigma y Mary Beth tampoco sabía el auténtico significado. Carlotta juraba que lo había descubierto, pero no era verdad. Sólo quería atormentar a Stella. Ni siquiera creo que lo supiera Julien.

—¿Sabe cuáles son las palabras del enigma? —preguntó Michael.

Fielding se volvió a la izquierda y lo miró. De pronto, parecía que todos percibieran la presencia de Michael y le prestaban atención.

—Sí, ¿cuáles eran las palabras del enigma? —preguntó Rowan.

Randall miró a Peter y ambos miraron a Fielding.

Éste volvió a sacudir la cabeza.

—Nunca las supe. Nunca supe que hubiera palabras específicas. Sólo sé que cuando hubiera trece brujas al fin se abriría la puerta. La noche en que murió Julien, mi padre dijo: «Ahora nunca conseguirán reunir las trece, imposible sin Julien».

—¿Y quién les habló a ellos del enigma? —preguntó Rowan—. ¿Fue el hombre?

Todos volvieron a mirarla. Anne Marie parecía temerosa y Beatrice incómoda, como si alguien hubiera roto el precinto. Lauren la miraba de un modo de lo más extraño.

—Ella nunca ha sabido de qué iba todo esto —declaró Beatrice.

—Creo que deberíamos olvidarnos del tema —dijo Felice.

—¿Por qué? ¿Por qué vamos a olvidarnos? —preguntó Fielding—. ¿No crees que el hombre se aparecerá ante ella como hizo con todas las demás? ¿Qué ha cambiado?

—¡La estás asustando! —exclamó Cecilia—. Y, francamente, también me asustas a mí.

—¿Fue el hombre quien les habló del enigma? —preguntó Rowan de nuevo.

Nadie respondió.

¿Qué podía decirles para que empezaran a hablar otra vez, para que revelaran lo que sabían?

—Carlotta me habló del hombre —dijo—, y no le tengo miedo.

Qué inmóviles estaban todos. Cada uno ocupaba su sitio en el círculo, menos Ryan, que se había llevado a Gifford. Hasta Pierce había regresado y estaba detrás de Peter. El sol empezaba a ponerse y hasta los sirvientes habían desaparecido, como si supieran que nadie deseaba su presencia.

Anne Marie cogió una botella de la mesa cercana y llenó un vaso con un sonoro gorgoteo. Alguien más cogió la botella, y luego otro. Pero todos los ojos siguieron fijos en Rowan.

—¿Alguno de vosotros ha visto al hombre? —preguntó ella.

La cara de Peter era solemne e inescrutable. Ni siquiera pareció darse cuenta de que Lauren le servía bourbon.

—Dios mío, ojalá pudiera verlo —dijo Pierce—, ¡aunque sólo fuera una vez!

—¡Yo también! —exclamó Beatrice—. Ni se me ocurriría tratar de deshacerme de él, le hablaría…

—¡Ah, cállate, Bea! —gritó Peter, de pronto—. No sabes lo que estás diciendo. ¡No tienes ni idea!

—Tú sí, ¿no? —dijo Lily, mordaz, en defensa de Bea—. Ven, Bea, siéntate con nosotras. Si va a haber guerra, es mejor estar en el bando correcto.

Beatrice se sentó en el césped, junto a la silla de Lily.

—Viejo idiota, te odio —le dijo a Peter—. Me gustaría saber lo que harías si vieras al hombre.

Él no le hizo caso y, levantando una ceja, tomó otro trago de bourbon.

Fielding sonrió despectivamente mientras decía algo entre dientes.

—He ido a First Street —dijo Pierce— y he dado vueltas junto a la verja durante horas para ver si lo veía, aunque sólo fuera un instante.

—Por el amor de Dios —exclamó Anne Marie—, como si no tuvieras nada mejor que hacer.

—Mejor que tu madre no lo sepa —murmuró Isaac.

—Todos vosotros creéis en él —dijo Rowan—, así que alguno lo habrá visto.

—¿Qué te hace pensar eso? —rió Felice.

—Mi padre dice que es una fantasía, una vieja leyenda —dijo Pierce.

—Él existe —afirmó Peter con seriedad—. Es tan real como el relámpago y el viento. —Se volvió, lanzó una mirada al joven Pierce y después a Rowan, como si le exigiera toda su atención y fe en él. Luego posó su mirada en Michael—. Yo lo he visto; la noche en que Stella nos reunió. Y lo veo desde entonces. Lily lo ha visto, y Lauren también: Y tú también, Felice, lo sé. Lo viste la noche de la muerte de Mary Beth, en First Street. Tú sabes que lo has visto. ¿Quiénes de los que están aquí no lo han visto? Sólo los jóvenes. —Miró otra vez a Rowan—. Pregúntales y te lo dirán.

—Dígame qué es lo que ha visto usted —pidió Rowan, dirigiéndose a Peter—. ¿No dice que entró por la puerta la noche que Stella los reunió?

Peter se tomó su tiempo. Miró a su alrededor, se detuvo en Margaret Ann y en Michael durante un momento y, por último, en Rowan. Levantó su vaso y tomó un trago.

—Él estaba allí —dijo—, una presencia luminosa, y durante aquel breve instante, hubiera jurado que era tan sólido como cualquier hombre de carne y hueso. Vi cómo se materializaba. Sentí el calor que desprendía al hacerlo y oí sus pasos. Sí, oí sus pasos retumbar por el pasillo principal mientras se acercaba a nosotros. Se quedó de pie, tan real como tú o yo, y nos miró uno por uno. —Volvió a levantar el vaso, tomó un trago y lo dejó mientras su mirada recorría a todos los presentes. Suspiró—. Y se desvaneció, como hace siempre. Otra vez aquel calor. Olor a humo; una brisa recorrió toda la casa y agitó con violencia las cortinas de las ventanas. Pero se había marchado. No podía mantenerse. Y nosotros no éramos lo suficientemente poderosos para ayudarle a que se quedara. Trece, sí, éramos trece, los trece brujos, como nos llamaba Stella, pero no éramos de la misma cepa que Julien o Mary Beth, ni que la vieja grandmère Marguerite de Riverbend. No podíamos hacerlo. Y Carlotta, que era más poderosa que Stella, sí, es verdad, toma nota de mis palabras, Carlotta no quería ayudar. Estaba arriba, en su cama, mirando el techo y rezando el rosario. Después de cada avemaría, repetía: «Devuélvelo al infierno, mándalo de nuevo al infierno».

Frunció los labios y miró ceñudo el vaso vacío; lo agitó para hacer tintinear los cubitos de hielo.

—Lauren y Lily pueden hablar por sí mismas. Lo mismo que Randall. Pero para que lo sepas yo lo he visto, y es algo que podrás contar a tus nietos.

Otra pausa. Estaba cada vez más oscuro; el canto de las cigarras se oía a lo lejos. Ni una pizca de brisa llegaba al jardín. La casa estaba ahora iluminada por una luz amarillenta que salía de cada una de las ventanas.

—Sí —dijo Lily con un suspiro—. Es posible que tú también lo conozcas, querida. —Tenía los ojos fijos en Rowan, y sonreía. Él está allí y todos nosotros lo hemos visto más de una vez. Lo hemos visto en aquel porche, con Deirdre. —Miró a Lauren—. Lo hemos visto al pasar por la casa. Lo hemos visto aunque no quisiéramos verlo.

—No permitas que te echen de la casa —intervino Magdalene rápidamente.

—No, no nos dejes —dijo Felice—, y si quieres mi consejo: olvida las leyendas. Olvida todas esas viejas tonterías sobre las trece brujas y la entrada. ¡Y olvídate de él! Es sólo un fantasma, nada más. Pensarás que es extraño decir algo así, pero en realidad no lo es.

—No puede hacerte nada —insistió Lauren, con gesto burlón.

—No, no puede —añadió Felice—. Es como la brisa.

—¿Y quién sabe? —se preguntó Cecilia—. A lo mejor ya no está allí.

Todos la miraron.

—Bueno, nadie lo ha visto desde la muerte de Deirdre.

Se oyó un violento portazo, un tintineo sonoro de vidrios que se rompían. El círculo se abrió, conmocionado. La gente se movía, se apartaba. Gifford se abrió paso hasta el centro con rostro sudoroso y manos temblorosas.

—¡No puede hacerte nada! ¡No puede hacer daño a nadie! ¿Es eso lo que le estás diciendo? ¡No puede hacer nada! Él mató a Cortland, eso fue lo que hizo. ¡Después de que Cortland hubiera violado a tu madre! ¿Lo sabías, Rowan?

—Cállate, Gifford —rugió Fielding.

—Cortland era tu padre —gritó Gifford—. ¡Una mierda que no puede hacerte nada! ¡Échalo, Rowan! ¡Usa tu fuerza contra él y échalo! ¡Exorciza aquella casa! Quémala si es necesario… ¡Quémala!

Un rugido de protestas surgió de todas partes y vagas expresiones de menosprecio o ultraje. Ryan había aparecido y trataba de nuevo de contener a Gifford. Ésta se volvió y le dio una bofetada. Se oyeron exclamaciones. Pierce se mostraba mortificado y se sentía impotente.

Lily se levantó y dejó al grupo. Y también Felice, que a punto estuvo de caerse con las prisas. Anne Marie se puso de pie y ayudó a Felice. Pero los demás siguieron en su sitio, incluido Ryan, que simplemente se pasó un pañuelo por la cara, como para recuperar su compostura, mientras Gifford apretaba los puños con labios trémulos. Beatrice parecía desesperada por ayudar, pero no sabía qué hacer.

Rowan se levantó y se acercó a Gifford.

—Gifford, escúchame —le dijo—. No tengas miedo. Nos preocupamos por el futuro, no por el pasado. —La cogió por los brazos y Gifford la miró a los ojos de mala gana—. Yo haré sólo lo correcto, lo que está bien y es bueno para la familia. ¿Comprendes lo que digo?

Gifford se echó a llorar, cabizbaja, como si el cuello fuera demasiado débil para sostener la cabeza. El cabello le cubría los ojos.

—Sólo las malas personas pueden ser felices en aquella casa —dijo—. ¡Y ellos eran malos! ¡Cortland era malo!

—Ha bebido demasiado —comentó Cecilia.

Alguien había encendido las luces del jardín.

Gifford parecía a punto de derrumbarse, pero Rowan la sostuvo.

—No, escúchame, por favor —le dijo Rowan, aunque en realidad estaba hablando para los demás. Vio a Beatrice, que fijaba la mirada en ella, y a Michael, de pie, que la observaba, detrás de la silla de Fielding—. Yo os he escuchado a todos y he tratado de aprender de vosotros. Pero tengo algo que decir. La manera de sobrevivir a ese espíritu y a sus extrañas maquinaciones es verlo en la debida perspectiva. Ahora bien, la familia y la vida misma son partes de esa perspectiva y no debemos permitirle que acobarde a la familia ni que limite las posibilidades de vida.

»Creo que Mary Beth y Julien lo sabían. Quiero decir que hay que seguir su ejemplo. Si algo surge de las sombras de First Street y se me aparece, no importa lo misterioso que sea, no va a eclipsar el esquema de vida, la luz más poderosa. Sin duda comprendéis lo que quiero decir.

Gifford parecía casi hechizada. Y, poco a poco, Rowan se dio cuenta de la peculiaridad del momento. Se dio cuenta de lo extrañas que sonaban sus palabras y de lo extraña que ella misma debía de parecerles a los demás, al pronunciar ese insólito discurso, mientras sostenía por ambos brazos a esa mujer frágil e histérica.

La soltó poco a poco. Gifford retrocedió y buscó refugio en los brazos de Ryan, pero sus ojos, grandes y vacíos, seguían fijos en Rowan.

—Te asusto, ¿verdad? —preguntó.

Pero Gifford guardó silencio. Todos estaban perplejos. Cuando Rowan miró a Michael, vio la misma expresión de asombro, y detrás, la vieja aflicción, sombría y turbulenta, de siempre.

De pronto Peter cogió la mano de Rowan.

—Lo que has dicho es muy sensato. Si dejas que esta cuestión te absorba, echarás a perder tu vida.

—Así es —añadió Randall—. Eso es lo que le sucedió a Stella y a Carlotta. ¡Desperdiciaron su vida! —Estaba ansioso, y con ganas de irse. Se dio la vuelta y se marchó, sin despedirse.

—Ven, muchacho, ayúdame —le dijo Fielding a Michael—. La fiesta ha terminado. A propósito, felicitaciones por la boda. Quizá viva lo suficiente para ver la ceremonia. Y, por favor, no invitéis al fantasma.

Michael parecía perdido. Echó una mirada a Rowan y al anciano, y después lo ayudó a ponerse de pie con toda amabilidad. Volvió a mirar a Rowan. La confusión y el miedo seguían allí.

Varios jóvenes se acercaron para decirle a Rowan que no se desanimara por todas esas locuras de los Mayfair. Anne Marie le rogó que siguiera adelante con sus planes. Una brisa suave recorrió el jardín y refrescó un poco el aire.

—Si no te instalas en la casa, nos destrozarás el corazón a todos —dijo Margaret Ann.

—¿No piensas abandonar? —preguntó Clay.

—No, por supuesto que no —respondió Rowan con una sonrisa—. Qué idea tan absurda.

Aaron la observaba, impasible. Beatrice volvió con un montón de disculpas para Gifford, pidiéndole a Rowan que no se enfadara.

Los demás volvían a salir. Ahora con sus gabardinas, chaquetas y bolsos. Ya era completamente de noche y había refrescado; el aire era delicioso, agradable. La fiesta había terminado.

Las despedidas de los primos duraron treinta minutos. Todos repetían los mismos consejos: quédate, no te vayas, arregla la casa, olvídate de las viejas murmuraciones.

Ryan se disculpó por Gifford, por las cosas horribles que había dicho. Sin duda no se lo tomaría en serio. Rowan se despidió.

—Serás muy feliz en First Street —dijo Ryan— y cambiarás la imagen de la casa.

En el momento en que Michael se acercó, le estrechó la mano.

Se dieron la vuelta para marcharse y Rowan vio a Aaron en la puerta principal hablando con Gifford y Beatrice. Aquélla parecía bastante repuesta.

—No se preocupe por nada —le decía Aaron, con su seductor acento británico.

De improviso, Gifford lo rodeó con sus brazos. Él le devolvió educadamente el abrazo y le besó la mano mientras se apartaba. Beatrice apenas fue menos efusiva. Ambas se quedaron allí, Gifford pálida y agotada, mientras el coche negro de Aaron se acercaba al bordillo.

—No te preocupes por nada, Rowan —dijo Beatrice, alegre—. No te olvides que mañana almorzamos juntas. ¡Será una boda preciosa!

Rowan sonrió.

—No te preocupes, Bea.

Rowan y Michael se instalaron en el asiento trasero y Aaron lo hizo en su sitio favorito, de espaldas al conductor. El lujoso coche se alejó suavemente.

La corriente de aire fresco era como una bendición para ella. La prolongada humedad y la atmósfera del jardín al atardecer se habían pegado a su cuerpo. Cerró los ojos y respiró hondo.

Cuando levantó los párpados, vio que estaban en Metairie Road, pasaban deprisa junto a los cementerios más nuevos de la ciudad, siniestros y nada románticos a través de las ventanillas ahumadas. El mundo siempre parecía fantasmagórico a través de los cristales de un coche, pensó. La peor pantalla de oscuridad imaginable. Le crispaba los nervios.

—Las cosas no han cambiado —dijo—. Tarde o temprano vendrá, luchará conmigo por lo que desea y perderá. Lo único que hemos hecho ha sido conseguir más información sobre el número y la entrada, y eso es lo que queríamos.

Michael no contestó.

—Pero no ha cambiado nada —insistió ella—. Nada de nada.

Michael siguió en silencio.

—No sigas cavilando —dijo Rowan, cortante—. Puedes estar seguro de que yo nunca haré ninguna reunión de trece brujas. Tengo cosas más importantes que hacer. No era mi intención asustar a nadie en la fiesta. Creo que no dije lo apropiado. Creo que usé las palabras incorrectas.

—Te malinterpretaron —dijo Michael, en voz muy baja. Miraba a Aaron, que seguía impasible y los miraba. Por el tono de voz, parecía muy enfadado.

—¿De qué estás hablando?

No lo había vuelto a ver tan excitado desde el día de los frascos. Sabía que tenía taquicardia sin tener que tomarle el pulso. No quería verlo así, con la sangre afluyéndole al rostro.

—¡Michael, por el amor de Dios!

—¡Rowan, cuenta tus antepasadas! Aquel ser ha esperado desde Suzanne a que hubiera trece brujas. ¡Tú eres la decimotercera! Cuéntalas. Suzanne, Deborah y Charlotte, Jeanne Louise, Angélique y Marie Claudette; seguidas por Marguerite, Katherine y Mary Beth en Luisiana. Luego Stella, Antha y Deirdre. ¡Y, por último, tú, Rowan! La decimotercera, sencillamente, es la más fuerte, Rowan, la que puede ser la entrada por la que entre el espíritu. Tú eres la entrada, Rowan. Por eso hay doce nichos y no trece. La decimotercera es una entrada.

—De acuerdo —dijo ella; se esforzó por ser paciente y levantó las manos en un amable ruego—. Ya lo sabíamos antes, ¿no? Esto es lo que el diablo previó. El diablo ve a largo plazo, como te dijo, él ve la número trece. Pero no lo ve todo. No se da cuenta de quién soy yo.

—No, ésas no fueron sus palabras —dijo Michael—, ¡dijo que él veía hasta el final! Y dijo también que yo no podría detenerte, ni detenerlo a él. Dijo que su paciencia era como la del Todopoderoso.

—Michael —interrumpió Aaron—, ese ser no está obligado a decirle la verdad. No caiga en su trampa. Juega con las palabras. Es un mentiroso.

—Lo sé, Aaron. El diablo miente. ¡Lo sé! Lo he oído desde que era así de pequeño. Pero, Dios mío, ¿qué espera? ¿Por qué nos permite seguir día tras día mientras él aguarda su oportunidad? Me está volviendo loco.

Rowan lo cogió por la muñeca, pero en cuanto él se dio cuenta de que le tomaba el pulso la retiró de un tirón.

—Cuando me haga falta un médico, te lo diré, ¿de acuerdo?

Se miró impotente las manos fláccidas sobre su falda. «Yo seré carne y hueso cuando tú estés muerto», había dicho el espíritu. Lo único que oía era el latido acelerado del corazón de Michael. Aunque él tenía la cabeza vuelta hacia un lado, ella sabía que estaba mareado, con náuseas, incluso. «Cuando tú estés muerto». Su sexto sentido le decía que era fuerte, sano y vigoroso como un hombre con la mitad de sus años, pero aquí estaban otra vez los inconfundibles síntomas de un enorme estrés que causaba estragos.

Dios, qué horrible había resultado toda la experiencia. Los terribles secretos del pasado lo habían envenenado todo. Lo contrario a lo que ella quería. Quizás hubiera sido mejor no decir nada, que Gifford se saliera con la suya y continuaran con aquel sueño luminoso, hablando de la casa y de la boda.

—Michael —dijo Aaron, con su característico tono tranquilo—, él se burla y miente. ¿Qué derecho tiene a profetizar? ¿Qué objeto tiene, además, tratar de convertir sus profecías en realidad a través de sus mentiras?

—¿Dónde demonios está? —preguntó Michael—. Aaron, a lo mejor me estoy cogiendo a un clavo ardiente, pero aquella primera noche en la casa, ¿me habría hablado si usted no hubiera estado allí? ¿Por qué se apareció ante mí para desvanecerse inmediatamente como humo?

—Michael, puedo dar explicaciones de cada una de sus apariciones, pero no me parece acertado. Lo importante es mantener un rumbo sensato, comprender que es un tramposo.

—Exacto —dijo Rowan.

—Dios mío, ¿pero qué juego es éste? —murmuró Michael—. Poseo todo lo que siempre he deseado: la mujer que amo, mi ciudad, la casa de mis sueños desde que era un niño. ¡Rowan y yo queremos tener un hijo! ¿Qué juego es éste? Él habla y los otros que se me han aparecido permanecen en silencio. Dios mío, ojalá pudiera quitarme de encima la sensación de que está todo planeado, como dijo Townsend en su sueño, todo planeado. Pero ¿quién lo planea?

—Michael, has de tener algo a lo que agarrarte —dijo Rowan—. Todo está saliendo estupendamente, y somos nosotros quienes lo estamos haciendo así. Todo empezó a ir bien al día siguiente de la muerte de Carlotta. ¿Sabes?, a veces creo que es lo que mi madre hubiera querido. ¿Te parece una locura? Creo que estoy haciendo lo que Deirdre soñó todos estos años.

Silencio.

—Michael, ¿no has oído lo que dije a los demás? —preguntó—. ¿No crees en mí?

—Prométeme una cosa, Rowan —dijo, y le cogió la mano y enlazó sus dedos con los de ella—. Prométeme que si ves a aquel ser no guardarás el secreto, que me lo dirás, que no te lo guardarás para ti.

—Michael, por Dios, te comportas como un marido celoso.

—¿Sabe lo que me dijo el viejo cuando lo ayudé a entrar al coche? —preguntó.

—¿Te refieres a Fielding?

—Sí. Me dijo. «Cuidado, joven». ¿Qué demonios quiso decir?

—¡Qué te importa lo que diga! —murmuró. Estaba furiosa. Retiró su mano de la de Michael—. ¡Quién se cree que es, viejo de mierda! ¡Cómo se atreve a decirte algo así! No vendrá a nuestra boda, ni cruzará el umbral de nuestra casa. —Contuvo sus palabras. Su ira era demasiado amarga. Había confiado tan abiertamente en la familia, los había aceptado con tanto entusiasmo, con tanto amor, y ahora se sentía como si Fielding la hubiese apuñalado, y otra vez estaba llorando, maldita sea, y no tenía pañuelo. Tenía ganas de… pegarle una bofetada a Michael. Pero, en realidad, quería golpear a ese viejo. ¿Cómo se atreve?

—Lo siento, Rowan —dijo Michael.

—¡Vete al infierno, Michael! —dijo—. Sería mejor que te enfrentaras a ellos y dejaras de darle vueltas al asunto como un maldito peón cada vez que otra pieza de este rompecabezas encaja. ¡No viste a la bendita Virgen María en tus visiones, sino solamente a ellos y sus engaños!

—No, eso no es verdad.

Parecía triste y arrepentido, incluso herido. Le rompía el corazón oírlo, pero ella no tenía la intención de rendirse. Tenía miedo de decir lo que realmente pensaba: «Escucha, te amo, ¿pero nunca se te ha ocurrido pensar que tu papel en todo esto fuera sólo ocuparte de que yo regresara, me quedara y tuviera un hijo para heredar el legado? El espíritu pudo haber dispuesto que te ahogaras y que yo te rescatara, que tuvieras las visiones y todo lo demás. Por esa razón, Arthur Langtry se te presentó en sueños, para advertirte que te alejaras antes de que fuera demasiado tarde».

Se quedó sentada y guardó sus pensamientos para sí, envenenada por la idea, asustada y deseosa de que no fuera verdad.

—Por favor, Rowan, no siga con el tema —le pidió Aaron, con amabilidad—. Fue una tontería por parte del anciano decir algo así. —Su voz era como música suave que eliminaba toda la tensión que había dentro de ella—. Fielding quería sentirse importante. Todo ha sido como un juego de jactancias entre Randall, Peter y él. No sea dura con él. Simplemente es… demasiado viejo. Créame, lo sé. Yo también lo soy.

Rowan se limpió la nariz y miró a Aaron. Le sonreía y ella le devolvió la sonrisa.

—¿Son buenas personas, Aaron? ¿Qué cree? —De modo deliberado ignoró a Michael.

—Sí, Rowan, son buenas personas. Mejores que muchos, querida. Y la quieren. La quieren mucho. El anciano también la quiere; usted es lo más interesante que le ha sucedido en los últimos diez años. Los demás no lo invitan mucho. Estaba encantado con la atención. Y con respecto a todos los secretos, bueno, no saben qué es lo que usted sabe.

—Tiene razón —murmuró ella. Estaba agotada y triste. Las explosiones emocionales nunca tenían efecto catártico en ella; al contrario, siempre la dejaban conmocionada y apenada—. Maldita sea, le pediría a Fielding que me llevara hasta el altar en la ceremonia si no fuera porque tengo otro amigo muy querido en mente. —Se secó los ojos y los labios con un pañuelo doblado—. Me refiero a usted, Aaron. Sé que es un poco tarde para decírselo, pero ¿quiere ser mi padrino de bodas?

—Querida, será un honor —respondió—. Me hará muy feliz. —Y le cogió la mano con fuerza—. Ahora, por favor, no piense más en esa tontería del anciano.

—Gracias, Aaron.

Rowan se echó hacia atrás y respiró hondo antes de volverse hacia Michael. De hecho, lo había dejado fuera deliberadamente y de pronto se sintió arrepentida. Parecía tan acongojado y tierno…

—Bueno, ¿te has calmado ya o has tenido un infarto y por eso estás tan callado?

Michael se rió en voz baja y se puso de buen humor enseguida. Tenía unos ojos muy brillantes y azules cuando reía.

—¿Sabes?, de niño creía que tener un fantasma en la familia sería maravilloso —dijo, y le cogió la mano—. «¡Ojalá pudiera ver un fantasma!», pensaba. «¡Qué maravilla vivir en una casa encantada!»

Volvía a ser él mismo, alegre y fuerte, aunque tuviera los nervios a flor de piel. Ella se inclinó sobre él y apretó los labios contra su mejilla áspera.

—Perdona por haberme enfadado —le dijo.

Aaron los observaba con una ligera sonrisa. Todos estaban cansados y conmocionados, aquella conversación había acabado con sus últimos restos de energía.

La melancolía volvía a cernirse sobre Rowan. Ojalá estos cristales no fueran tan oscuros.

¿Cómo podía decirles que todo saldría bien, que ella triunfaría al final, que no había tentación en el mundo capaz de atraerla y apartarla de su amor, sus sueños y sus planes?

Aquel ser vendría y trataría de utilizar su encanto —como el diablo y la vieja de pueblo— para que ella sucumbiera, pero ella no lo haría, y el poder que poseía, alimentado por doce brujas, sería suficiente para destruirlo. Trece es un numero de mala suerte, demonio. Y la puerta es la entrada al infierno.

Pero Michael no lo creería hasta que hubiera acabado.

Volvió a recordar las rosas del florero del vestíbulo. Qué horribles eran, y el lirio, con esa negra boca oscura y trémula. Espantoso. Y lo peor de todo: la esmeralda en su cuello en la oscuridad, fría y pesada, sobre su pecho desnudo. No, ni se te ocurra contárselo. No vuelvas a hablar sobre todo aquello.

Michael era un hombre valiente y bueno, pero ahora le tocaba a ella ocuparse de él, era evidente que él no podía protegerla a ella. Se dio cuenta, por primera vez, que cuando todo aquello empezara a suceder de verdad, probablemente estaría sola. ¿Pero no era algo inevitable, desde siempre?