38

Nadie pareció sorprenderse en lo más mínimo por las novedades. Aaron brindó por ellos durante el desayuno, y luego volvió a la biblioteca de First Street, donde catalogaba los ejemplares raros por sugerencia de Rowan.

Ryan, con su hablar sosegado y sus fríos ojos azules, pasó el martes por la tarde para estrechar la mano de Michael. En pocas palabras de agradable conversación, dejó claro que estaba impresionado por lo que Michael había conseguido, y eso, por supuesto, sólo podía significar que lo habían investigado a través de los canales financieros habituales, como si buscara trabajo.

—Es algo muy molesto, sin duda —admitió Ryan al fin—, investigar al prometido de la designada del legado Mayfair, pero, mira, en cuanto a esto no tengo alternativa…

—No me importa —dijo Michael, riendo—, si hay algo que no hayáis podido averiguar y queráis saber, pregúntamelo.

—En fin, para empezar, ¿cómo lo has conseguido sin cometer ningún delito?

Michael rió por la adulación.

—Cuando veas esta casa dentro de un par de meses lo comprenderás.

Pero no era tan necio como para pensar que su modesta fortuna había impresionado a este hombre. ¿Qué eran un par de millones en acciones selectas, comparados con el legado Mayfair? No, se trataba más bien de un pequeño comentario sobre la geografía de Nueva Orleans. Michael provenía del otro lado de Magazine Street y todavía tenía el deje del Canal Irlandés. Pero había vivido demasiado tiempo en el oeste para preocuparse por este tipo de cosas.

Pasearon por el césped recién cortado. El boj nuevo, pequeño y podado, estaba ahora en su sitio en el jardín. Se podían ver los macizos de flores tal como estaban hacía un siglo y las estatuas griegas en las cuatro esquinas del jardín.

Efectivamente, el proyecto clásico original volvía a emerger. La forma alargada y octogonal del terreno era la misma que la de la piscina. Las piedras, perfectamente cuadradas, dibujaban un diamante junto a las balaustradas de piedra caliza que dividían el patio en rectángulos, que eran a su vez el punto de partida de los distintos senderos que, en ángulo recto, cercaban tanto el jardín como la casa. Los viejos enrejados estaban otra vez rectos y definían las entradas. Y a medida que la pintura negra cubría la vieja verja, revivía el repetitivo diseño compuesto por rosetones y volutas.

Beatrice, muy teatral con su enorme sombrero rosa y unas gafas grandes y cuadradas de montura metálica, se encontró con Rowan a las dos para hablar sobre la boda. Rowan había fijado la fecha para el sábado de la semana siguiente.

—¡De la noche a la mañana! —declaró Beatrice, alarmada.

No, todo tenía que hacerse como era debido. ¿No comprendía Rowan lo que aquella boda significaría para la familia? Había gente de Atlanta y Nueva York que querrían venir.

No podían ni pensar en casarse hasta finales de octubre. Y, seguramente, ella querría que las obras estuvieran terminadas. Significaba tanto para todos volver a ver la casa.

De acuerdo, dijo Rowan, sin duda Michael y ella podrían esperar hasta entonces, si eso significaba pasar la noche de bodas en la casa y celebrar la fiesta allí.

Perfecto, dijo Michael; eso le daría ocho semanas más para dejar todo listo. Sin duda, la planta baja estaría terminada y el dormitorio principal de arriba también.

—Será entonces una celebración doble —le comentó Bea—: vuestra boda y la reinauguración de la casa. Queridos, haréis muy felices a todos.

Y sí, había que invitar a todos los Mayfair del mundo. Beatrice buscaría su lista de proveedores. Si se instalaban toldos alrededor de la piscina y por el jardín podrían recibir a cientos de invitados. No, no os preocupéis. Y los niños podrían nadar, ¿eh?

Sí, sería como en los viejos tiempos, como en la época de Mary Beth. ¿Le gustaría a Rowan tener algunas viejas fotos de las últimas fiestas celebradas antes de la muerte de Stella?

—Colgaremos todas las fotos para la boda —dijo Rowan—, así todo el mundo podrá verlas y disfrutarlas.

—Va a ser maravilloso.

De pronto Beatrice cogió la mano de Michael.

—¿Puedo hacerte una pregunta, querido, ahora que eres miembro de la familia? ¿Por qué demonios usas esos horribles guantes?

—Porque veo cosas si toco a la gente —respondió antes de poder evitarlo.

Los ojazos grises de Bea brillaron.

—Ah, es de lo más intrigante. ¿Sabías que Julien tenía el mismo poder? Por lo menos, eso es lo que siempre me han dicho, y Mary Beth también. Ah, cariño, permíteme. —Empezó a tironearle los guantes; sus uñas largas pintadas de rosa le arañaban suavemente la piel—. Por favor, ¿puedo? No te importa, ¿verdad? —Terminó de quitarle el guante y lo levantó con una sonrisa triunfante, pero al mismo tiempo inocente.

Él no hizo nada. Se quedó pasivo, con la mano abierta y los dedos algo curvados. Observó cómo ella apoyaba la mano sobre la suya y luego se la apretaba con fuerza. Un destello de imágenes al azar pasó por su mente. Una mezcla tan rápida que no pudo individualizar nada; apenas una atmósfera, un ambiente saludable, el equivalente a la luz del sol y al aire fresco, y una percepción nítida de «inocente, no es una de ellos».

—¿Qué has visto? —preguntó Bea.

Michael vio que sus labios dejaban de moverse antes de que entendiera las palabras.

—Nada —dijo, mientras se apartaba—. No ver nada es la confirmación absoluta de la bondad y la buena suerte. Nada. Nada de pena, ni tristeza, ni enfermedad, nada de nada. —Y, en cierta manera, era verdad.

—Ay, eres un amor —dijo, sincera, y se abalanzó para darle un beso—. ¿Dónde has encontrado a una persona tan maravillosa? —preguntó a Rowan, y sin esperar respuesta añadió—: ¡Me caéis muy bien! Y eso es mucho mejor que quereros, porque eso ya se da por sentado. Pero que me caigáis bien, vaya, qué sorpresa. Sois una pareja encantadora; tú, Michael, con esos ojos azules, y tú, Rowan, con esa maravillosa voz de caramelo.

—¿Puedo darte un beso en la mejilla, Beatrice? —preguntó Michael con ternura.

—Para ti, pedazo de hombre, prima Beatrice —dijo ella, y se dio una palmadita teatral sobre su robusto pecho—. ¡Adelante! —Cerró los ojos y volvió a abrirlos con una sonrisa radiante y familiar.

Rowan los observaba, absorta y lejana. Ahora Beatrice tenía que llevarla al centro, a la oficina de Ryan. Cuestiones legales interminables. Qué horror.

Cuando se fueron, Michael se dio cuenta de que el guante estaba tirado sobre el césped. Lo cogió y se lo puso.

«No es una de ellos».

¿Pero quién había hablado? ¿Quién asimilaba y transmitía aquella información? Quizá, sencillamente, él estuviera mejorando y aprendiendo a formular las preguntas, tal como Aaron había intentado enseñarle.

Levantó la mirada lentamente. Sin duda había alguien en el porche lateral, en la profundidad de las sombras, que lo vigilaba. Pero no vio nada. Sólo los pintores que trabajaban en la verja. El porche, sin la malla mosquitera y los andamios, tenía un aspecto espléndido. Era un puente entre el largo salón doble y el hermoso jardín.

Y se casaría aquí, pensó, soñador. Los mirtos, como si le respondieran, se agitaron al viento moviendo con gracia sus flores rosadas contra el cielo azul.

Aquella tarde, cuando regresó al hotel, lo esperaba un sobre de Aaron. Lo abrió antes de llegar a la suite y cuando la puerta se cerró sonoramente tras él, sacó la brillante fotografía en color que había dentro y la levantó a la luz.

Una encantadora mujer morena lo miraba desde las celestiales penumbras urdidas por Rembrandt: viva y sonriente, con la misma sonrisa que acababa de ver en los labios de Rowan. La esmeralda Mayfair brillaba en el magistral crepúsculo. Era una ilusión tan dolorosamente real que tuvo la sensación de que el papel de la foto se disolvería y dejaría que el rostro flotase en el aire, transparente como un fantasma.

Pero ¿era ésta su Deborah, la mujer que había visto en sus visiones? No lo sabía. Por mucho que la estudiara, no tuvo la impresión de reconocerla.

—¿Qué quieres de mí? —susurró.

La muchacha de cabello moreno, de expresión atemporal y carente de inocencia, sonreía. Una desconocida, captada para siempre en su breve y desesperada niñez. Una cría de bruja y nada más.

Pero hoy, al tocar la mano de Beatrice, ¡alguien le había dicho algo! Alguien había utilizado su poder con algún propósito. ¿O fue sencillamente su propia voz interior?

Se quitó los guantes, como acostumbraba a hacer ahora a solas, cogió su pluma y su cuaderno de notas, y empezó a escribir:

«Sí, creo que fue una facultad del poder ligeramente constructiva, porque las imágenes estaban subordinadas al mensaje. No estoy seguro de que sucediera antes, ni siquiera el día de los frascos. Aquellos mensajes estaban mezclados con imágenes, y el Impulsor me hablaba directamente, pero era todo muy confuso. Lo de hoy ha sido bastante diferente».

¿Y si esta noche le daba la mano a Ryan en la cena, cuando todos se reunieran alrededor de la mesa con velas del Restaurante Caribeño? ¿Qué le diría la voz interior? Por primera vez tenía ganas de usar el poder. Quizá porque el pequeño experimento con Beatrice había salido tan bien.

Beatrice le caía bien, y a lo mejor había visto lo que quería ver: un ser humano corriente, una parte del mundo real que tanto significaba para él y para Rowan.

«La boda fijada para el 1 de noviembre. Dios mío, tengo que llamar a tía Viv. Qué desilusión para ella si no lo hago».

Puso la foto en la mesilla de noche de Rowan para que ella la viera.

Había una flor muy bonita encima, una flor blanca que parecía un lirio; sin embargo, tenía algo peculiar. La levantó y la examinó, trataba de descubrir por qué era tan rara. Se dio cuenta de que era mucho más grande que los lirios que había visto y sus pétalos, mucho más frágiles que lo habitual.

Hermosa. Rowan la habría recogido al volver de la casa. Entró en el lavabo, llenó un vaso de agua, puso la flor dentro y volvió a dejarla sobre la mesilla.

No volvió a acordarse del tema de tocar la mano de Ryan hasta mucho después de que la cena hubiese terminado, cuando estaba otra vez solo con sus libros. Estaba contento de no haberlo hecho. La cena había sido muy divertida, el joven Pierce los deleitó con las viejas leyendas de Nueva Orleans (cuentos que él recordaba, pero que Rowan nunca había oído) y con anécdotas entretenidas sobre diferentes primos, todas ellas enlazadas de una manera natural y encantadora.

Para él, por supuesto, la cena había sido otro de esos momentos secretamente satisfactorios y la había comparado con aquella otra noche de su niñez, en que tía Viv vino de San Francisco para visitar a su madre, comió en un restaurante de verdad, el Caribeño, por primera vez.

A propósito, tía Viv llegaría antes del fin de semana próximo. Estaba desconcertada, pero vendría. Qué peso se había quitado de encima.

Alrededor de medianoche, dejó sus libros de arquitectura y entró en el dormitorio. Rowan acababa de apagar la luz.

—Rowan, si ves a ese ente me lo dirás, ¿de acuerdo?

—¿De qué estás hablando Michael?

—Si ves al Impulsor, dímelo enseguida.

—Claro —dijo ella—. ¿Por qué me preguntas algo así? ¿Por qué no dejas esos libros y vienes a la cama?

Michael vio el retrato de Deborah apoyado detrás de la lámpara y la hermosa flor blanca delante.

—Es preciosa, ¿verdad? —dijo ella—. Supongo que es imposible que Talamasca quiera desprenderse del original.

—No lo sé, probablemente no. ¿Sabes?, esa flor es increíble. Esta tarde, cuando la puse en el vaso, juraría que tenía sólo un capullo, pero ahora veo que son tres. Seguramente no vi los brotes.

Rowan parecía desconcertada. Sacó con cuidado la flor del agua y la estudió.

—¿Qué clase de lirio es? —preguntó.

—Bueno, es una especie de lo que aquí llamamos lirio de Pascua, pero ahora no están en flor. No sé. ¿Dónde lo encontraste?

—¿Yo? Es la primera vez que veo esta flor.

—Yo pensaba que la habías traído tú.

—No.

Sus ojos se encontraron. Ella fue la primera en apartar la mirada. Levantó las cejas e inclinó ligeramente la cabeza. Volvió a poner la flor en el vaso.

—A lo mejor es un regalito de alguien.

—Voy a tirarla —dijo él.

—No te enfades, Michael. Es sólo una flor. No olvides que él está lleno de pequeños trucos.

—No me enfado, Rowan. Simplemente, se está marchitando. Mira, se está volviendo marrón y tiene un aspecto raro. No me gusta.

—De acuerdo —dijo ella, tranquila—, tírala. —Sonrió—. ¡Y no te preocupes más, por favor!

—No, desde luego que no. Si no hay nada de que preocuparse. Sólo se trata de un demonio de trescientos años que piensa por sí mismo y puede hacer que las flores vuelen por el aire. ¿Por qué no me va a alegrar que un exótico lirio aparezca de la nada? Caramba, quizá lo haya hecho por Deborah. ¡Que detalle!

Se volvió y miró de nuevo la fotografía. Deborah, con su cabello oscuro, como cientos de modelos de Rembrandt, parecía mirarlo directamente.

Lo sobresaltó la risa ahogada de Rowan.

—¿Sabes?, cuando te enfadas te pones muy guapo —dijo—. Pero seguro que existe una explicación plausible sobre cómo llegó la flor aquí.

—Sí, eso es lo que siempre se dice en las películas y el público sabe que están locos.

Llevó el lirio al baño y lo tiró a la basura. Se estaba marchitando de verdad. No era una lástima tirarlo, viniera de donde demonios viniese.

Rowan lo esperaba con los brazos cruzados y una mirada serena e invitadora. Él se olvidó por completo de los libros de la sala.

Al día siguiente, al atardecer, caminó solo hasta First Street. Rowan había salido de compras con Cecilia y Clancy Mayfair a los centros comerciales de moda.

Cuando llegó, la casa estaba tranquila y en silencio. Hasta Eugenia había salido a pasar la noche con sus hijos y nietos. La tenía toda para sí mismo.

Entró en el salón y se detuvo para mirar su propia imagen en sombras en el espejo que había sobre la chimenea; la diminuta brasa de un cigarrillo era como una luciérnaga en la oscuridad.

Una casa como ésta nunca está en silencio, pensó. Incluso ahora se oía un murmullo suave de crujidos y chasquidos en las maderas del viejo parqué. Quien no lo supiera juraría que alguien se movía por el piso de arriba, o que en el otro extremo de la casa, en la cocina, acababan de cerrar una puerta. Y ese extraño sonido a lo lejos, como el llanto de un bebé…

Pero no había nadie. No era la primera noche que se escabullía hasta allí para probar la casa y probarse a sí mismo. Y sabía que no sería la última.

Cruzó el comedor y la cocina en sombras y salió por la puerta de cristal. Una luz suave, que se filtraba de la cabaña recién arreglada y de los focos de la piscina, bañaba la noche.

La piscina estaba ya terminada y llena hasta el borde. El largo rectángulo de agua azul oscuro que se rizaba y brillaba bajo las últimas luces del crepúsculo parecía muy sugestivo.

Se arrodilló y metió una mano en el agua. Demasiado caliente para la época a principios de septiembre, que en realidad no era más frío que agosto. Agradable para nadar en la oscuridad.

Se le ocurrió una idea: ¿por qué no se metía en la piscina? Pensó que no estaba bien hacerlo sin Rowan. La primera zambullida era uno de esos momentos que debían ser compartidos. Pero ¿por qué? Rowan seguro que se estaría divirtiendo con Cecilia y Clancy, y el agua era muy tentadora. Hacía años que no nadaba en una piscina.

Echó una mirada a las pocas ventanas iluminadas, dispersas por la oscura pared violeta de la casa. Nadie lo vería. Rápidamente se quitó la chaqueta, la camisa, los pantalones, los zapatos y los calcetines. Por último se sacó los calzoncillos, se dirigió hacia el lado profundo y, sin pensarlo más, se zambulló.

¡Dios, esto era vida! Se hundió hasta tocar el fondo azul con las manos y se dio la vuelta para poder ver las luces que titilaban sobre la superficie.

Tomó impulso hacia arriba, dejó que la natural tendencia a flotar lo llevara hasta la superficie y, una vez allí, agitó la cabeza para sacudirse el agua y miró las estrellas. ¡Había mucho ruido a su alrededor! Risas, charlas, gente que hablaba muy alto, voces que se animaban mutuamente y, al fondo, envolviéndolo todo, el rápido sonido de una banda de Dixieland.

Se volvió sorprendido y vio el jardín adornado con linternas y lleno de gente; había jóvenes parejas que bailaban por todas partes, sobre las lajas y el césped. Todas las ventanas de la casa estaban iluminadas. Un hombre joven con esmoquin se zambulló en la piscina, justo junto a él, cegándolo con una violenta salpicadura de agua.

Se le llenó la boca de agua. El ruido ahora era ensordecedor. Un anciano con frac y corbata blanca, de pie junto al borde de la piscina, lo miraba.

—Michael —gritó—, ¡vete inmediatamente, antes de que sea demasiado tarde!

Tenía acento británico; era Arthur Langtry. Michael se dirigió hacia el borde y antes de que hubiera dado tres brazadas se quedó sin aliento. Sentía un dolor agudo en las costillas y viró hacia un lado.

Se cogió del borde. La noche a su alrededor era tranquila y silenciosa.

Durante un instante no hizo nada. Se quedó allí; jadeaba, trataba de controlar los latidos de su corazón y esperaba que el dolor de los pulmones desapareciera. Sus ojos recorrieron el patio vacío, las ventanas a oscuras, el jardín desierto.

Trató de salir de la piscina de un salto. Le costó lo suyo, su cuerpo pesaba terriblemente. A pesar del calor, tenía frío. Se quedó temblando. Al final entró en la cabaña y cogió una de las toallas sucias que usaba durante el día para secarse las manos. Se secó y volvió a salir. Se encontró con el jardín vacío y la casa a oscuras. La nueva pintura violeta tenía ahora el mismo color que el cielo crepuscular.

El único sonido en medio del silencio era su ruidosa respiración. El dolor en el pecho se le había pasado y se obligó a respirar hondo un par de veces.

¿Estaba asustado? ¿Enfadado? En realidad no lo sabía. Probablemente estaba conmocionado. Pero tampoco estaba seguro. Se sentía como si hubiera corrido otra vez los mil quinientos metros, de eso estaba seguro, y le empezaba a doler la cabeza. Recogió su ropa y empezó a vestirse, negándose a darse prisa, negándose a que lo echaran.

Después se sentó durante un rato en el banco de hierro y, mientras se fumaba un cigarrillo, estudió todo lo que había a su alrededor y trató de recordar con exactitud lo que había visto. La última fiesta de Stella. Arthur Langtry.

¿Otra jugarreta del Impulsor?

A lo lejos, al otro lado del jardín, entre las camelias que había junto a la verja, le pareció ver a alguien que se movía. Oyó el eco de pasos. Pero sólo se trataba de algún transeúnte nocturno, alguien que quizás espiara a través de las hojas.

Siguió atento hasta que los distantes pasos se alejaron y se dio cuenta de que oía el tren de la ribera, y sonaba exactamente igual que cuando lo escuchaba de niño desde Annunciation Street. Y otra vez aquel ruido, un bebé que lloraba, igual que el silbido del tren.

Se puso de pie, apagó el cigarrillo y volvió a la casa.

—No me asustas —dijo, de improviso—. No creo que haya sido Arthur Langtry.

¿Había suspirado alguien en la oscuridad? Dio una vuelta. Sólo encontró el comedor vacío. Tan sólo el quicio de la puerta en forma de cerradura del pasillo. Lo cruzó y dejó que sus pasos retumbaran con fuerza.

Cuando regresó al hotel llamó a Aaron desde el vestíbulo y le pidió que bajara al bar a tomar una copa. Era un lugar pequeño y agradable, con algunas mesas acogedoras y una luz cálida. Pocas veces se llenaba.

Se sentaron a una mesa del rincón. Michael bebió media cerveza en tiempo récord y contó a Aaron lo que había sucedido. Le describió también al hombre canoso.

—¿Sabe?, ni siquiera quiero contárselo a Rowan —dijo.

—¿Por qué no? —preguntó Aaron.

—Porque no quiere saberlo. No quiere verme perturbado otra vez. La altera mucho. Trata de ser comprensiva, pero la verdad es que a ella no le afecta del mismo modo. Yo me vuelvo loco y ella se enfada.

—Cuénteselo. Explíquele sencilla y tranquilamente lo sucedido. Trate de no reaccionar de manera que a ella la afecte, a no ser, claro está, que ella quiera. Pero no guarde secretos, Michael sobre todo secretos como éste.

Se quedó en silencio durante un rato. Aaron casi había terminado su bebida.

—Aaron, ¿hay alguna manera de probar el poder que ella tiene, de trabajar con él o averiguar qué se puede hacer?

Aaron asintió.

—Sí, pero ella cree que lo ha utilizado toda su vida para curar. En cuanto al aspecto negativo, ella no quiere desarrollarlo, prefiere reprimirlo completamente.

—Sí, pero es posible que alguna vez quiera jugar con él, en una situación experimental, de laboratorio.

—Con el tiempo, quizás. Ahora mismo está concentrada en la idea del centro médico. Como ha dicho, quiere estar con la familia y hacer realidad sus planes. Tengo que admitir que la idea de un centro médico Mayfair es espléndida. Creo que Mayfair y Mayfair están impresionados, aunque no quieran admitirlo. —Aaron terminó su vino—. ¿Y usted, qué tal? —preguntó, señalándole las manos.

—Ah, estoy mejorando. Me quito los guantes cada vez más a menudo. No sé…

—¿Y cuando se tiró al agua?

—Bueno, creo que también me los quité. Dios mío, ni siquiera había pensado en ello. Creo… ¿No pensará que tiene algo que ver?

—No, no creo. Pero estoy de acuerdo en que haya pensado que podría no haber sido Langtry. Quizá no sea más que una sensación, pero no creo que Langtry se hubiera presentado de aquel modo. Pero dígaselo a Rowan. ¿Acaso no quiere que Rowan sea del todo honesta con usted? Cuénteselo.

Michael sabía que Aaron tenía razón. Se había vestido para la cena y esperaba en la sala de la suite cuando llegó ella. Le sirvió un trago y le explicó el incidente lo más breve y concisamente que pudo.

Vio de inmediato la ansiedad en el rostro de ella. Se sintió casi desilusionado de que algo feo, sombrío y horrible hubiera empañado una vez más la sólida sensación de que todo iba bien. Parecía incapaz de decir nada. Se limitó a quedarse sentada en el sofá, junto a los paquetes que acababa de traer. Ni siquiera tocó la copa.

—Creo que fue uno de sus trucos —dijo Michael—. Es la sensación que tengo. Como lo del lirio. Creo que deberíamos continuar sin hacer mucho caso.

Era lo que ella quería oír, ¿no?

—Sí, eso es exactamente lo que debemos hacer —dijo ella, un poco irritada—. ¿Te… perturbó mucho? —preguntó—. Creo que de haber visto algo así me habría vuelto loca.

—No —respondió él—. Fue algo impresionante, pero en cierto modo me fascinó. Creo que también me enfadé. Tuve una especie de… bueno, tuve uno de esos ataques de…

—Dios mío, Michael.

—¡No, no! Siéntate, doctora Mayfair. Estoy bien. Simplemente, cuando suceden este tipo de cosas, sufro un sobreesfuerzo, una reacción sistémica total, algo así. No lo sé. Quizás esté asustado y no lo sepa. Probablemente sea eso. Me ocurrió de niño, en las montañas rusas, en Pontchartrain Beach. Llegamos a lo alto y me imaginé que, bueno, que por una vez no me prepararía, que bajaría en picado completamente relajado. Pues bien, sucedió algo de lo más extraño. Sentí esos calambres en el estómago y en el pecho. ¡Dolor! Era como si mi cuerpo se tensara por mí, sin permiso. Algo así. En realidad, fue exactamente así.

Ella no lo comprendía. Estaba allí sentada, con los brazos cruzados y los labios apretados, y no lo comprendía. Al final dijo en voz baja:

—Hay personas que mueren de un ataque al corazón en las montañas rusas. Del mismo modo que mueren de otras formas de estrés.

—Yo no voy a morir.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque ya he muerto antes —dijo él—. Sé que no es el momento.

Rowan lanzó una sonrisa amarga.

—Muy gracioso —comentó.

—Hablo en serio.

—No vuelvas a ir solo nunca más. No le des la oportunidad de que te haga algo así.

—¡Tonterías, Rowan! No tengo miedo a ese maldito espíritu. Además, me gusta ir allí y…

—¿Y qué?

—El espíritu, tarde o temprano, aparecerá.

—¿Por qué estás tan seguro de que es el Impulsor? —preguntó en voz baja. Su rostro se había suavizado de repente—. ¿Y si en verdad Langtry era Langtry, que quiere que me dejes?

—Eso no tiene sentido.

—Por supuesto que lo tiene.

Michael lanzó un suspiro burlón.

Pero Rowan se había levantado y salía de la casa. Él nunca la había visto comportarse así. Al cabo de un momento volvió a aparecer con su maletín negro en la mano.

—Ábrete la camisa, por favor —le pidió. Sacó el estetoscopio.

—¡Qué! ¿Qué es esto? Estás bromeando, ¿verdad?

Permaneció de pie frente a él, mirando el techo. Luego bajó la mirada y sonrió.

—Vamos a jugar a doctores, ¿vale? ¿Te desabrochas la camisa?

—Sólo si te la desabrochas tú.

—Basta de tonterías. Respira hondo.

Michael hizo lo que le pedía.

—Bueno, ¿qué oyes?

Rowan se puso de pie y guardó el estetoscopio en el maletín. Volvió a sentarse y le tomó el pulso.

—¿Y?

—Parece que estás bien. No se oye ningún murmullo y no parece que haya ningún problema congénito, ni disfunción de ningún tipo.

—¡Así es el viejo Michael Curry de siempre! —exclamó—. ¿Y qué te dice tu sexto sentido?

Rowan apoyó la mano en el cuello de Michael y deslizó los dedos hacia abajo, acariciándole suavemente la piel. Era una caricia tan suave y distinta que le produjo escalofríos por toda la espalda, al tiempo que encendía su pasión con una llamarada rápida.

Estaba a un paso de la pasión puramente animal, sentado allí, junto a Rowan, y ella debió de sentirlo. Pero su rostro era como una máscara, lo miraba tan inmóvil, con esos ojos brillantes, mientras sus manos seguían apoyadas en él, que casi se asustó.

—¿Rowan? —murmuró.

Ella retiró las manos poco a poco. Otra vez volvía a ser ella misma, apoyó los dedos juguetona y amablemente sobre sus muslos y buscó el bulto debajo de los tejanos.

—¿Qué te dice tu sexto sentido? —preguntó otra vez, resistiendo la necesidad de arrancarle la ropa allí mismo.

—Que eres el hombre más guapo y seductor con el que me he acostado —dijo, con languidez—. Que enamorarme de ti ha sido una idea asombrosamente inteligente. Y que nuestro primer hijo será increíblemente hermoso, guapo y fuerte.

—¿Me tomas el pelo? No es eso lo que has visto.

—No, pero sucederá —dijo, y apoyó la cabeza sobre su hombro—. Pasarán cosas maravillosas porque nosotros haremos que pasen —añadió, mientras se acurrucaba contra él—. Vamos a la cama a hacer que algo maravilloso suceda entre las sábanas.

A finales de semana, Mayfair y Mayfair celebró su primera reunión seria dedicada en exclusiva a la creación de un centro médico. De común acuerdo con Rowan, se decidió autorizar la elaboración de varios estudios coordinados, en cuanto a viabilidad, tamaño óptimo del centro y posibles emplazamientos en Nueva Orleans.

Rowan dedicaba muchas horas a leer artículos técnicos sobre la atención hospitalaria en Estados Unidos. Hablaba durante horas por teléfono, conversaciones de larga distancia, con Larkin, su antiguo jefe, y con otros médicos de todo el país, para pedirles sugerencias e ideas.

Empezaba a resultarle evidente que sus sueños más espectaculares podían hacerse realidad sólo con una fracción de su capital, y tal vez no fuera necesario ni tocar el capital. Por lo menos así era como Lauren y Ryan Mayfair interpretaban sus sueños; y era mejor dejar que las cosas se hicieran partiendo de esa base.

—Pero ¿qué me dices si algún día hasta el último céntimo del legado va a parar a la medicina? —le dijo Rowan a Michael, en privado—. Al descubrimiento de vacunas y antibióticos, a la creación de camas hospitalarias y quirófanos.

Las obras de la casa iban tan bien que Michael tuvo tiempo incluso para ver un par de propiedades más. A mediados de septiembre había comprado una vieja tienda en Magazine Street, a pocas manzanas de First Street y de donde él había nacido. Era en un edificio antiguo, con un piso arriba y una galería de hierro forjado que daba a la acera. Otro de esos momentos perfectos.

Sí, todo iba estupendamente y era muy divertido. El salón estaba casi terminado. Algunas alfombras chinas de Julien y los sillones franceses habían vuelto a la casa, y el reloj de péndulo estaba otra vez en marcha.

Por supuesto, la familia insistía en que dejaran las habitaciones del Pontchartrain y se trasladaran a esta o aquella casa hasta la boda. Pero ellos estaban muy cómodos en la suite que daba a St. Charles Avenue.

Aaron también seguía en las habitaciones de arriba, y ambos se habían encariñado mucho con él. Un día no estaba completo sin un café, una copa o al menos una charla con Aaron. Y si seguía sufriendo esos pequeños accidentes, no lo decía.

Mientras, Beatrice y Lily Mayfair habían convencido a Rowan de una boda de blanco en la iglesia de St. Mary’s Assumption. Por lo visto, el legado estipulaba una ceremonia católica. Y el traje se consideraba del todo indispensable para la felicidad y satisfacción de todo el clan. Rowan parecía satisfecha cuando por fin aceptó.

Y Michael estaba secretamente entusiasmado.

Lo emocionaba más de lo que se atrevía a reconocer. Jamás había soñado con algo tan elegante y tradicional en su vida. Y, por supuesto, era una decisión de la mujer y no quiso presionar a Rowan en modo alguno. Pero, ah, pensar en una boda de blanco en la vieja iglesia en la que había servido de monaguillo…

Mientras pasaba el hermoso y balsámico octubre, y los días se volvían más fríos, Michael se dio cuenta de pronto de lo cerca que estaban de sus primeras Navidades juntos. Para entonces, estarían instalados en la nueva casa. Pensaba en el abeto que podrían poner en el enorme salón. Tía Viv estaba preocupada por sus cosas personales y Michael le prometió ir a San Francisco en algún momento a buscarlas; sabía que a ella le gustaba Nueva Orleans. Y le gustaban los Mayfair.

Sí, Navidad, como siempre había imaginado que debía ser: en una casa magnífica, con un árbol espléndido y un fuego ardiendo en una chimenea de mármol.

Navidad.

Inevitable, el recuerdo del Impulsor en la iglesia volvía a su memoria. La inconfundible presencia del Impulsor, mezclada con el olor a agujas de pino y velas de cera, y la visión del niño Jesús de yeso que sonreía en el pesebre.

¿Por qué razón el Impulsor parecía tan cariñoso aquel lejano día en que se le apareció junto al pesebre?

¿Por qué todo esto? A fin de cuentas, ésa era la pregunta.

Quizá nunca llegaría a saberlo. Quizá, quizá nada más, de algún modo ya había cumplido el propósito por el cual le habían devuelto la vida. Quizá sólo se trataba de regresar a Nueva Orleans, amar a Rowan y ser felices en esta casa.

Pero sabía que no podía ser algo tan sencillo. No tenía sentido. Sería un milagro que durara para siempre. Un milagro como la creación del Centro Médico Mayfair; un milagro que Rowan quisiera un hijo; un milagro que la casa pronto fuera el hogar de ellos dos… Un milagro como ver a un fantasma junto al pesebre de una iglesia o debajo de un mirto pelado una fría noche.