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Rowan tenía el sueño inquieto, se movía, se daba la vuelta, le pasaba el brazo por la espalda, metía las rodillas debajo de su cuerpo, tibia y cómoda de nuevo. El aire acondicionado era casi tan agradable como la brisa del Golfo de Florida. Pero ¿qué era lo que le tironeaba el cuello, le enmarañaba los cabellos y le hacía daño? Se movió para espantarlo, para quitárselo del pelo. Algo frío le apretaba el pecho. No le gustaba.

Se echó boca arriba, en sueños volvía a estar en el quirófano, y era una operación muy difícil. Tenía que tener claro qué se proponía hacer, guiar sus manos paso a paso con su mente, ordenar a la sangre que no fluyera, a los tejidos que se unieran. El hombre yacía abierto desde la entrepierna hasta la cabeza, con todos sus diminutos órganos a la vista, temblorosos, rojos, de un tamaño imposible, esperando que ella consiguiera hacerlos decrecer de algún modo.

«No puedo, es demasiado difícil —dijo—. ¡Soy neurocirujana, no bruja!»

Veía cada uno de los vasos sanguíneos de las piernas y brazos como si pertenecieran a uno de esos muñecos de plástico transparentes, con conductos rellenos de un líquido rojo para enseñar a los niños el sistema circulatorio. Los temblorosos pies también eran muy pequeños y él movía las puntas, tratando que crecieran. Su rostro estaba vacío de expresiones pero sus ojos la miraban.

Y esos tirones; otra vez le tiraban del pelo. De nuevo trató de espantar aquello y esta vez su dedo cogió algo. ¿Qué era? ¿Una cadena?

No quería perder el sueño. Ahora sabía que era un sueño, pero quería ver cómo terminaba la operación, qué pasaba con el hombre.

«Doctora Mayfair, deje el bisturí —decía el doctor Lemle—, ya no lo necesita».

«No, doctora Mayfair —ahora era Lark—, no lo puede usar aquí».

Tenían razón. Ya había pasado el momento para algo tan brutal como la delgada hoja de acero. No se trataba de cortar, sino de reconstruir. Miraba la herida larga y profunda y esos tiernos órganos temblorosos como plantas, como los monstruosos lirios del jardín. Su mente trabajaba deprisa, daba las instrucciones apropiadas y guiaba a las células, mientras explicaba lo que hacía para que los médicos jóvenes aprendieran.

«Aquí hay suficientes células, ¿ven?; en realidad abundan. Lo importante es proporcionarles un ADN superior, por así decirlo, que incentive de manera nueva e inesperada a los órganos para que alcancen el tamaño apropiado».

Y he aquí que la herida se cerraba sobre unos órganos de tamaño normal, mientras el hombre volvía la cabeza y sus ojos se abrían y cerraban como los de un muñeco.

Se oyeron aplausos alrededor de ella y, al levantar la mirada, vio que todos eran holandeses y estaban reunidos en Lieden; incluso ella llevaba un sombrero negro y aquellas curiosas mangas anchas. Una escena pintada, por supuesto, por Rembrandt: La lección de anatomía; por eso el cuerpo tenía ese aspecto increíblemente pulcro, aunque era difícil explicar por qué ella podía ver a través de él.

«Ah, tiene usted un don, hija mía, es usted una bruja», decía Lemle.

«Es verdad», añadía Rembrandt (qué anciano tan dulce), sentado en un rincón, con la cabeza ladeada y el pelo rojizo y ralo por la edad.

«No permita que se entere Petyr», comentaba ella.

«Rowan, quítate la esmeralda —decía Petyr. Estaba a los pies de la mesa de operaciones—. ¡Quítatela del cuello, Rowan, quítatela!»

¿La esmeralda?

Abrió los ojos. El sueño perdió tensión como un velo estirado de seda que se aflojara de golpe. La rodeaba una viva oscuridad.

Muy lentamente los objetos conocidos volvieron a la luz. Las puertas del armario, la mesilla de noche. Michael, su querido Michael, dormía junto a ella.

Sintió algo frío contra su pecho desnudo y también algo enredado en su pelo. Sabía lo que era.

—¡Dios mío! —Se tapó la boca, pero el grito ya se le había escapado; mientras, la mano derecha trataba de arrancar aquella cosa de su cuello como si fuera un insecto repugnante.

Se incorporó, acurrucada, y miró fijamente una especie de coágulo verde en la palma de su mano. Se le cortó la respiración y vio que había roto la vieja cadena y su mano temblaba de manera incontrolable.

¿Habría oído Michael su grito? Ni siquiera se movió cuando ella se inclinó sobre él.

—Impulsor —susurró, mientras levantaba la mirada como si fuera a encontrarlo en las sombras—. ¡Quieres que te odie! —Sus palabras eran sibilantes. Durante un instante volvió a ver con claridad la trama del sueño, como si otra vez hubiera descendido el velo. Todos los médicos se retiraban de la mesa.

«Bien hecho, Rowan. Magnífico, Rowan».

«Una nueva era, Rowan».

«Simplemente milagroso, querida», decía Lemle.

«Tírala, Rowan», decía Petyr.

Ella arrojó la esmeralda a los pies de la cama. Rebotó sobre la alfombra en algún lugar del pasillo con un sonido sordo e impotente.

Se cubrió el rostro con las manos y luego, febrilmente, se palpó el cuello y los pechos como si aquella cosa demoníaca hubiera dejado una capa de polvo o suciedad sobre ella.

—Te odio por esto que has hecho —murmuró otra vez, en la oscuridad—. ¿Es esto lo que quieres?

Creyó escuchar, a lo lejos, un suspiro y un crujido. A través de la puerta del pasillo consiguió entrever las cortinas de la sala que se movían a contraluz, como si una suave corriente las agitara. Éste era el crujido que oía, ¿no?

Eso y la respiración lenta y regular de Michael. Se sintió tonta por haber arrojado la esmeralda. Se sentó con las manos en la boca, las rodillas levantadas y la mirada clavada en las sombras.

¿Por qué tienes tanto miedo?

Se levantó, se puso el albornoz y se dirigió descalza al pasillo. Michael aún dormía tranquilamente.

Recogió la joya y enrolló cuidadosamente la cadena rota alrededor. Qué pena haber roto esos frágiles eslabones antiguos.

—¿Por qué lo has hecho? Has sido muy estúpida —susurró—. Ahora jamás me la pondré, no por propia voluntad.

Michael se dio la vuelta y los muelles crujieron levemente. ¿Había murmurado algo? ¿Su nombre tal vez?

Volvió de puntillas al dormitorio, se agachó y buscó su bolso en un rincón del armario. Guardó el collar en el bolsillo lateral y cerró la cremallera.

Ahora ya no temblaba. Pero su miedo se había transformado por obra y gracia de la alquimia en rabia. Sabía que ya no podría volver a dormirse.

Sentada a solas en la sala, mientras salía el sol, pensaba en los viejos retratos de la casa que había limpiado y preparado para colgar, y en los más viejos, que ni ella ni ningún miembro de la familia eran capaces de identificar. Charlotte, con su rubia cabellera tan descolorida debajo del barniz que parecía un fantasma. Y Jeanne Louise, con sus hermanos gemelos de pie detrás de ella. Y Marie Claudette, canosa, con la pequeña pintura de Riverbend en la pared, encima de ella.

Todas ellas llevaban la esmeralda. Tantas pinturas de esa joya única. Cerró los ojos; dormitaba en el sofá de terciopelo y suspiraba por un café, pero aún estaba demasiado dormida para preparárselo. Antes de que sucediera todo esto había tenido un sueño, pero ¿de qué se trataba? Algo relacionado con el hospital y una operación que ahora no lograba recordar. Lemle estaba allí. Lemle, a quien tanto odiaba…

Y aquel lirio de boca oscura que el Impulsor había hecho…

Sí, conozco tus artimañas. Has hecho que se hinchara y se quebrara por el tallo, ¿verdad? Ay, en realidad nadie comprende todo el poder que posees. Hacer que broten hojas del tallo de un rosal muerto. ¿De dónde sacas esa apuesta apariencia con la que te apareces? ¿Y por qué no te apareces ante mí? ¿Tienes miedo de desintegrarte a los cuatro vientos y no tener la fuerza para reconstruirte otra vez?

Soñaba otra vez, ¿no? Imagínate, una flor que se transforma como aquel lirio, delante de sus propios ojos, células que se multiplican y mutan…

Sí, soñaba. Todos caminaban por los salones de Lieden. Tú sabes lo que le hicieron a Miguel Servet en la calvinista ciudad de Ginebra, después de descubrir la circulación sanguínea, en 1553. Lo quemaron en la hoguera, junto con todos sus libros heréticos. Cuidado, doctor Van Abel.

Yo no soy un brujo.

Por supuesto, ninguno de nosotros lo es. Se trata de la constante reevaluación de nuestro concepto de los principios naturales.

Esas rosas no tienen nada de natural.

Y ahora entra aquí el aire, mueve las cortinas y las hace bailar, agita los papeles de la mesilla y sus cabellos, la refresca. Tus triquiñuelas. No quería seguir con este sueño. Los pacientes de Leiden, ¿se levantan siempre después de la lección de anatomía y se marchan a pie?

Pero no te atreverás a mostrarte, ¿verdad?

Rowan se encontró con Ryan a las diez y le habló de sus planes de matrimonio. Trató de que sonara como una cosa práctica y resuelta para evitar en lo posible las preguntas.

—Me gustaría pedirte un favor —dijo ella. Sacó la esmeralda de su bolso—. Podrías guardarla en alguna caja fuerte, bien cerrada, para que nadie pueda tocarla.

—Por supuesto. Puedo guardarla aquí, en el despacho —respondió—, pero hay algunas cosas que debería explicarte. Este legado es muy antiguo y tienes que tener un poco de paciencia. Las reglas y rúbricas, por así decirlo, son peculiares, extrañas, pero explícitas a pesar de todo. Me temo que tendrás que llevar la esmeralda en tu boda.

—¡Qué dices!

—Debes comprender que tal vez estos pequeños requisitos sean muy vulnerables y se puedan recurrir y revisar ante cualquier tribunal de justicia. Pero lo importante de seguirlos al pie de la letra es, y ha sido siempre, evitar la más remota posibilidad de que alguien pueda impugnar el derecho a la herencia. Con una fortuna personal de esta envergadura y este…

Ryan siguió y siguió con su jerga legal. Rowan lo comprendía: el Impulsor había ganado este asalto. Conocía los términos del legado, ¿no? Sencillamente le había hecho el regalo de boda adecuado.

Rowan sentía una ira fría, oscura y solitaria, como en sus peores momentos. Miró por la ventana, sin ver siquiera el cielo cubierto de nubes, ni el lecho del río, profundo y serpenteante, debajo.

—Llevaré a arreglar la cadena —dijo Ryan—. Parece que se ha roto.