Entraron en Fort Walton a las ocho, después de una lenta y larga caravana desde Pensacola. Aquella noche todo el mundo había decidido ir a la playa, parachoques con parachoques. Si seguían hasta Destin corrían el riesgo de no encontrar hotel.
Así que lo único que encontraron fue una habitación en la parte vieja del Holiday Inn. Ni con todo el oro del mundo habrían conseguido una suite en los hoteles más elegantes. La alborotada ciudad, con todas sus luces de neón, resultaba un poco depresiva, una especie de subproducto de autopista.
La habitación era casi insoportable, maloliente y mal iluminada, con muebles viejos y colchones apelmazados. Pero después de ponerse los trajes de baño, salieron por la puerta de cristal al fondo del pasillo y llegaron a la playa.
El mundo se abrió, cálido y maravilloso, bajo un cielo cubierto de estrellas. Hasta el verde cristalino del agua se veía a la luz de la luna. La brisa era tibia, sin un rastro de frío. Era incluso más suave que la del río de Nueva Orleans. La arena, de un blanco surreal, fina como el azúcar bajo sus pies.
Caminaron hacia las olas. Michael, por un momento, no pudo creer la deliciosa temperatura del agua, ni su transparencia y suave brillo mientras se arremolinaba alrededor de sus tobillos. En un extraño instante de tiempo circular se vio a sí mismo en Ocean Beach, en la otra punta del continente, con los dedos helados y el fuerte viento del Pacífico azotándole el rostro, mientras pensaba en este mismo lugar, en este lugar de apariencia mítica e irreal, bajo las estrellas del sur.
Ojalá pudieran apoderarse de todo esto, guardarlo en sus pechos y conservarlo, dejar de lado todo lo sombrío que aguardaba, que se cernía sobre ellos y sin duda terminaría revelándose…
Las dunas brillaban a lo lejos, blancas como la nieve a la luz de la luna, y las luces remotas de los grandes hoteles titilaban con suavidad y en silencio bajo el cielo negro cubierto de estrellas. El mundo parecía completamente irreal: algo imaginario lleno de serenidad, carente de barreras, crueldad, sin ninguna violencia contra los sentidos ni el cuerpo.
—Es el paraíso —dijo ella—, de verdad. Dios mío, Michael, ¿cómo pudiste dejarlo? —Se separó de él sin esperar la respuesta y se alejó hacia el horizonte a brazadas largas.
Él se quedó donde estaba: escudriñó los cielos, buscó las grandes constelaciones; Orión con su cinturón, con su cinturón de pedrería. Si alguna vez había sido tan feliz como ahora no lo recordaba.
«Sí, estoy otra vez en casa, y ella está conmigo. Todo lo demás no me importa. Ahora no…», pensó.
Pasaron el sábado viendo las casas que había en venta. La mayor parte de la costa, desde Fort Walton hasta Seaside, estaba ocupada por grandes urbanizaciones y edificios altos. Las casas particulares eran pocas y carísimas.
A eso de las tres entraron en «la casa», una moderna construcción espartana de techos bajos y austeras paredes blancas. Las ventanas rectangulares convertían el paisaje del Golfo en una serie de cuadros sencillamente enmarcados. El horizonte cortaba las pinturas exactamente por la mitad. Las dunas estaban precisamente debajo de las altas terrazas. Había que conservarlas, les explicaron, como protección contra las grandes olas cuando había huracanes.
Caminaron por un largo muelle, sobre las dunas, y descendieron por unos escalones de madera húmeda hasta la playa. Bajo la cegadora luz del sol, la blancura era otra vez increíble. El agua parecía un espejo perfectamente verde cubierto de espuma.
A Michael le gustaba. Se lo dijo de inmediato, sí, realmente le gustaba. La casa estaba muy bien.
Sobre todo le gustaba el contraste con la frondosidad de Nueva Orleans. Era una casa nueva, con suelos de baldosas de gres y alfombras espesas, y una cocina brillante de acero inoxidable. Sí, cubista y austera y, a su modo, hermosa de un modo inexplicable.
Mientras Rowan y el agente concretaban la oferta de compra, Michael paseó por la terraza de madera. Se puso la mano a modo de visera para observar el agua. Trató de analizar la sensación de serenidad que le producía, que sin duda tenía que ver con el calor y la brillante profundidad de los colores. Retrospectivamente, le parecía que los matices y tonos de San Francisco siempre estaban mezclados con ceniza, y el cielo aparecía sólo a medias detrás de la niebla, la llovizna persistente o una capa de nubes difusas.
No podía relacionar este brillante paisaje marítimo con el Pacífico, frío y gris, ni con sus escasos y horribles recuerdos del helicóptero de rescate, ni con las imágenes de sí mismo tirado en la cubierta, dolorido y con la ropa empapada. Ésta era su playa y éstas sus aguas, y no le harían daño. Qué demonios, a lo mejor hasta llegaba a gustarle navegar aquí en el Dulce Cristina. Pero tenía que reconocerlo, sólo pensar en ello le producía ligeras náuseas.
Comieron tarde en una pequeña taberna marinera, cerca de la dársena, muy modesta y ruidosa, en la que se servía la cerveza en vasos de plástico. El pescado fresco era excelente. Para la puesta de sol ya estaban de vuelta en la playa del motel, repantigados sobre las tumbonas de madera. Michael tomaba notas sobre cosas de First Street. Rowan dormía, su piel se había bronceado bastante durante la última semana de vida al aire libre y durante la hora que habían pasado en esta playa ardiente. Su pelo estaba iluminado por mechones dorados. Sintió dolor al mirarla y advertir lo joven que era aún.
La despertó con suavidad cuando el sol empezó a ponerse. Enorme, rojo y ardiente, mientras se abría paso espectacularmente sobre el mar esmeralda.
Al final cerró los ojos; era demasiado hermoso. Debía alejarse. La brisa cálida le agitaba el cabello mientras regresaba.
A las nueve, después de disfrutar de una comida tolerable en un restaurante de la bahía, llamó el agente. Habían aceptado la oferta de Rowan. Ningún problema. Firmarían y cerrarían el trato lo antes posible. En dos semanas tendrían las llaves.
El domingo por la tarde fueron a Destin Marina. Había una fabulosa oferta de barcos, pero Rowan sopesaba aún la idea de que le trajeran el Dulce Cristina. Quería un barco muy marinero y aquí no había nada que sobrepasara en lujo y solidez a su vieja embarcación.
Emprendieron el regreso a última hora de la tarde. Vieron el atardecer mientras circulaban por Mobile Bay, con la radio puesta, escuchando a Vivaldi. El cielo parecía no tener fin y brillaba con una luz mágica más allá de la capa infinita de nubes que se oscurecían. El olor a lluvia se mezclaba con el calor.
Estoy en casa. Éste es mi sitio. Aquí el cielo es como lo recuerdo. Los bajíos se extienden hasta el infinito. Y la brisa es mi amiga.
El tráfico de vehículos era fluido y silencioso en la autopista interestatal. El Mercedes, cómodo y bajo, avanzaba fácilmente a ciento cuarenta. La música desgarraba el aire con los trinos del violín. Por fin el sol se ocultó y dejó un cielo dorado, cegador. Los bosques pantanosos los rodeaban a medida que se internaban en Misisipí; las luces de los pueblos titilaban durante un momento y después desaparecían, mientras los últimos vestigios del día se apagaban.
Al cabo de un buen rato ya era de noche y lo único que se veía eran los faros traseros de los coches que tenían delante; Rowan dijo:
—Ésta es nuestra luna de miel, ¿no?
—Creo que sí.
—Quiero decir que es la parte fácil, antes de que te des cuenta de qué tipo de persona soy en realidad.
—¿Y qué tipo de persona eres?
—¿Quieres estropear la luna de miel?
—No, de ninguna manera. —Le echó un vistazo—. Rowan, ¿de qué estás hablando?
Silencio.
—Sabes que eres la única persona en el mundo que ahora mismo conozco de verdad —continuó—. Eres la única persona a la que no trato con guante blanco. Sé mucho más de ti de lo que tú misma te imaginas.
—¿Qué haría sin ti? —se preguntó ella, recostada contra el asiento y sus piernas largas estiradas.
—¿A qué te refieres?
—No lo sé, pero he descubierto algo.
—Me da miedo preguntártelo.
—Él no aparecerá hasta que esté preparado.
—Lo sé.
—Quiere que tú estés aquí ahora. Se retira para cederte el paso. Aquella primera noche se mostró ante ti para atraerte.
—Me da pavor. ¿Por qué tiene tantas ganas de compartirte?
—No lo sé. Pero le he dado oportunidades y no se ha presentado. Han ocurrido cosas extrañas, muy raras, pero no estoy segura de…
—¿Qué cosas?
—No vale la pena seguir con esto. Pareces cansado. ¿Quieres que conduzca yo?
—No, por favor. No estoy cansado. Sencillamente no quiero que él esté aquí con nosotros, en esta conversación. Tengo la sensación de que aparecerá dentro de muy poco.
Aquella noche, tarde, se despertó en la cama grande del hotel, solo. Se encontró a Rowan sentada en la sala y se dio cuenta de que había estado llorando.
—Rowan, ¿qué pasa?
—Nada, Michael. Nada que no le suceda a una mujer una vez por mes —dijo. Su sonrisa era forzada—. Sencillamente… bueno, pensarás que estoy loca pero tenía la esperanza de estar embarazada.
Le cogió la mano, no sabía si besarla o no. Él también estaba desilusionado, pero lo más significativo era que se sentía feliz porque ella deseaba un hijo. Durante este tiempo había tenido miedo de preguntarle qué pensaba al respecto.
—Hubiera sido maravilloso, cariño —le respondió—, simplemente maravilloso.
—¿Tú crees? ¿Te hubiera gustado?
—Sí, por supuesto que sí.
—Michael, hagámoslo entonces. Casémonos.
—Rowan, me haría muy feliz. Pero ¿estás segura de que eso es lo que quieres?
Ella le lanzó una sonrisa lenta y paciente.
—Michael, no te escaparás —dijo, y frunció el entrecejo juguetonamente—. ¿Para qué esperar?
Él no pudo evitar reírse.
—¿Y qué pasa con Mayfair Sociedad Limitada, Rowan? —preguntó—. Los primos y compañía. ¿Sabes lo que van a decir, cariño?
Ella sacudió la cabeza con la misma sonrisa de antes.
—¿Quieres escuchar lo que tengo que decirte? Si no lo hacemos seremos unos tontos.
Los ojos grises todavía estaban rojos, pero su rostro ahora aparecía muy sereno, y era hermoso y suave. Una cara tan distinta de todas las que él había visto, amado o soñado.
—Casémonos en First Street, Michael —dijo, con suavidad, con esa voz ronca y los ojos ligeramente entrecerrados—. ¿Qué piensas? ¿No sería perfecto? En ese hermoso jardín.
Perfecto. Como el plan de construir hospitales con el legado Mayfair. Perfecto.
Michael no sabía por qué dudaba. No podía evitarlo. Con todo, era demasiado perfecto para ser verdad, demasiado hermoso que esta mujer, entre todas las mujeres, lo amara y lo necesitara del mismo modo que él a ella.
De repente tomó conciencia, de una manera grandiosa, deliciosamente: casarse. Casarse con Rowan. Y la promesa, la promesa siempre asombrosa de un hijo. Este tipo de felicidad le resultaba tan extraña que casi le daba miedo. Casi, pero no del todo.
Parecía, precisamente, aquello que debían hacer a cualquier precio: preservar lo que tenían y querían de la corriente sombría que los había unido. Cuando pensaba a diez años vista, en todas las sencillas y conmovedoras posibilidades, su felicidad era tan grande que no podía expresarla.
Ya en la cama, Rowan le dijo que quería pasar la noche de bodas en la casa y luego ir de luna de miel a Florida. ¿No era lo mejor acaso? Una noche de bodas bajo el techo de First Street y después salir de viaje.
Seguramente los operarios habrían terminado el dormitorio principal en un par de semanas.
—Te lo garantizo —dijo él.
En esa antigua cama del dormitorio principal, Michael casi oía al fantasma de Belle que decía: «Qué dicha para vosotros dos».