El lunes por la mañana Rowan y Michael fueron a sacar sus respectivos permisos de conducir de Louisiana. En este estado no se podía comprar un coche sin tener el permiso de conducir local.
Cuando entregaron sus permisos de California para que se los canjearan por los de Luisiana, fue como una especie de ceremonia, algo curiosamente excitante. Como renunciar a un pasaporte o a una nacionalidad. Michael se sorprendió espiando a Rowan y vio su secreta sonrisa de satisfacción.
Tomaron una cena ligera en el Desire Oyster Bar un gumbo[6] tostado con muchos langostinos, salchicha ahumada y una cerveza helada. Las puertas del lugar estaban abiertas y daban a Bourbon Street, los ventiladores del techo agitaban el aire fresco a su alrededor y una alegre música de jazz salía del Mahogany Hall, justo enfrente.
—Éste es el sonido de Nueva Orleans —explicó Michael. Este jazz con auténtica poesía dentro, la joie de vivre. Nada siniestro. Nada gimiente. Ni siquiera cuando tocan en los funerales.
—¿Por qué no damos un paseo? —sugirió ella—. Quiero ver estos antros con mis propios ojos.
Pasaron la noche en el Barrio Francés, salieron al fin de las chillonas luces de Bourbon Street, pasearon luego junto a los escaparates de las elegantes tiendas de Royal y Chartres, y volvieron por último al mirador del río, al otro lado de Jackson Square.
Después de la larga caminata era muy agradable sentarse en un banco frente al río, para mirar tan sólo el resplandor del agua y los barcos convertidos en salas de fiestas, adornados con luces como un pastel de bodas, que se deslizaban a lo lejos junto a la otra orilla.
Se veía alegría en el rostro de los turistas que iban y venían por el mirador. Conversaciones en voz baja y suaves estallidos de risas. Parejas abrazadas en las sombras. Un saxofonista solitario que tocaba un tema áspero y sentimental para la gente que le echaba monedas en el sombrero que tenía a sus pies.
Por último, regresaron al tumulto del tráfico peatonal hasta el viejo Café Du Monde, famoso por su café con leche y las rosquillas azucaradas. Se sentaron durante un rato, mientras la gente pululaba por las pequeñas mesas pringosas, y luego vagaron por las rutilantes tiendas que ahora llenaban el viejo French Market, al otro lado de los tristes y elegantes edificios de Decatur Street, con sus balcones de hierro y sus esbeltas columnatas.
Qué bien se sentía Michael con dinero en el bolsillo en su vieja ciudad natal. Saber que podía comprar esas casas, tal como había soñado, desamparado y desesperado, en su lejana infancia.
Rowan parecía animada, feliz, curiosa ante todo lo que la rodeaba. Aparentemente sin arrepentimientos. Pero era tan pronto…
De vez en cuando echaba a hablar, y su voz profunda lo fascinaba como siempre y lo distraía de lo que ella decía. Sí, estaba de acuerdo, la gente aquí era increíblemente amable. Se tomaban su tiempo para todo; y era tal la ausencia de mezquindad que resultaba difícil creerlo. Los acentos de los miembros de la familia la deslumbraban. Beatrice y Ryan hablaban con un deje de Nueva York. Louisa tenía un acento completamente diferente, y el joven Pierce no hablaba como su padre. Y todos ellos, en algún momento u otro, tenían el mismo acento que Michael en algunas palabras.
—No se lo digas, querida —le advirtió él—. Soy del otro lado de Magazine Street y ellos lo saben. No creas que no.
—Les caes muy bien —dijo Rowan, sin hacer caso del comentario—. Pierce dice que eres un hombre de la vieja guardia.
—Vaya, qué cosa —se rió Michael—. Quizá lo sea.
Se quedaron despiertos hasta tarde, bebieron cerveza y hablaron. La vieja suite era grande como un apartamento, con cocina, despacho, una sala y un dormitorio. Él no se había emborrachado durante aquellos días y sabía que Rowan lo había advertido, aunque no había hecho ningún comentario; era de agradecer. Hablaron sobre la casa y de todo lo que se proponían hacer.
¿Echaba de menos el hospital? Sí, pero ahora mismo no importaba. Tenía un plan, un gran plan para el futuro que muy pronto revelaría.
—¿No dejarás la medicina? No te refieres a eso, ¿no es cierto?
—No, por supuesto que no —respondió, paciente, bajando la voz para dar mayor énfasis a la respuesta—, al contrario. He pensado en la medicina desde una perspectiva completamente diferente.
—¿Qué quieres decir?
—Todavía no puedo explicarlo. No estoy muy segura. Pero el tema del legado lo cambia todo, y cuanto más sepa sobre el legado, más cambiarán las cosas. Estoy aprendiendo cosas nuevas con Mayfair y Mayfair acerca del dinero. Y todo está saliendo bastante bien.
—¿De verdad quieres hacerlo?
—Michael, todo lo que hacemos en esta vida, lo hacemos con ciertas perspectivas. Yo me crié con dinero. Pero ahora mi fortuna ha cambiado radicalmente. Con una cantidad de dinero como la que poseo se pueden organizar proyectos de investigación y construir laboratorios enteros. Es posible incluso construir una clínica, junto a algún centro médico, para trabajar en algún campo de la neurocirugía. —Se encogió de hombros—. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Sí, pero si empiezas con todo esto, tendrás que abandonar el quirófano, ¿no? Tendrás que convertirte en administradora.
—Es posible —respondió—. El legado es un reto y he de usar mi imaginación, por decirlo así.
—Comprendo lo que dices —asintió Michael—. Pero ¿crees que te pondrán problemas?
—En última instancia, sí. Pero no importa. Cuando yo esté preparada para mover las piezas, no será un obstáculo. Introduciré los cambios con la mayor suavidad y tacto posibles.
—¿Qué cambios?
—Es demasiado pronto para decirlo. Todavía no estoy preparada para esbozar un proyecto completo. Pero pienso en un centro de neurología aquí, en Nueva Orleans, con el mejor equipamiento que sea posible y laboratorios de investigación independientes.
—Dios mío, jamás se me habría ocurrido algo así.
—Hasta ahora yo tampoco había tenido ni la más remota posibilidad de organizar un programa de investigación y controlarlo íntegramente. Me refiero a determinar sus objetivos, criterios y presupuesto. —Parecía como si mirara a lo lejos—. Lo importante es aprender a pensar de acuerdo al tamaño del legado. Y pensar por mi cuenta.
Un vago desasosiego se apoderó de él. No supo por qué, pero sintió que se le erizaba el vello de la nuca cuando oyó que ella decía:
—¿No sería una forma de redención, Michael, que el legado Mayfair se destinara a curar? Sin duda lo comprendes. Desde Suzanne y el cirujano Jan van Abel, hasta un centro médico enorme e innovador, dedicado, por supuesto, a salvar vidas.
Michael se incorporó, reflexionaba sobre el tema y era incapaz de responder.
—Todo es posible —dijo ella; escudriñó su reacción. Tenía las mejillas y la mirada encendidas.
—Muy cerca de la perfección —dijo él.
—¿Por qué pones esa cara, entonces? ¿Cuál es el problema?
—No lo sé.
—Michael, deja de pensar en las visiones. Deja de pensar en los seres invisibles del cielo que dan sentido a nuestra vida. ¡No hay fantasmas en el ático! Piensa por ti mismo.
—Lo hago, Rowan, lo hago. No te enfades. Es una idea asombrosa. Es perfecta. No sé por qué me intranquilizaba. Ten un poco de paciencia conmigo, cariño. Como has dicho, nuestros sueños tienen que ser proporcionales a nuestros recursos. Me resulta un poco por encima de mis posibilidades.
—Lo único que tienes que hacer es amarme y escucharme, y dejarme pensar en voz alta.
—Estoy contigo, Rowan. Siempre. Me parece fantástico.
—Comprendo, no es fácil imaginárselo —dijo ella—. Yo misma acabo de empezar. Pero, maldita sea, el dinero está, Michael. Y hay algo obsceno en semejante cantidad de dinero. Durante dos generaciones este bufete de abogados se ha ocupado de la fortuna, permitiendo que los alimentara y multiplicándola hasta proporciones monstruosas.
—Sí, lo sé.
—Hace mucho tiempo que han perdido la noción de que es el patrimonio de una persona. La fortuna, por así decirlo, pertenece a sí misma de una forma espantosa, y es mayor que lo que cualquier ser humano debería poseer o controlar.
—Mucha gente estaría de acuerdo contigo —dijo él.
Pero no podía apartar de su memoria aquella sensación que había tenido en la cama del hospital de San Francisco: creer que su vida entera tenía sentido, que todo lo que había hecho y sido estaba a punto de ser redimido.
—Sí, sería una redención completa —dijo él—, ¿no te parece?
¿Por qué entonces veía la tumba en su mente, con sus doce nichos y la puerta en lo alto, el apellido Mayfair grabado en letras grandes y las flores que se marchitaban bajo el calor sofocante?
Se obligó a pensar en otra cosa y se concentró en la mejor distracción que conocía: mirar a Rowan, mirarla y pensar en tocarla, y reprimir el impulso pese a que estaba a pocos centímetros de distancia y dispuesta, sí, casi con certeza, dispuesta a ser tocada.
Daba resultado. Una pequeña llave había accionado un mecanismo despiadado llamado cerebro. Pensaba en sus piernas desnudas a la luz de la lámpara y en los pechos suaves, llenos, debajo del camisón corto de seda.
Se inclinó sobre ella, le besó el cuello y lanzó un pequeño y resuelto gruñido.
—Vaya, al fin —murmuró ella.
—Sí, ya es hora —dijo él, con la misma voz profunda—. ¿Qué te parece si te llevo a la cama?
—Me encantaría. No lo has vuelto a hacer desde aquella primera vez.
—¡Dios mío! ¡Cómo he podido ser tan descuidado! —murmuró—. ¿Qué clase de hombre de la vieja guardia soy? —Le pasó el brazo izquierdo por debajo de los muslos tibios y sedosos, al tiempo que el derecho la cogía por debajo de los hombros, y la besó mientras la levantaba, secretamente exultante por no haber perdido el equilibrio. Ahí la tenía, asida a él, de repente dócil y ardiente. ¿Llevarla a la cama? Eso estaba hecho.
Los técnicos del aire acondicionado empezaron a trabajar el martes. Había suficiente espacio en los techos de las galerías para cada pieza del equipo. Joseph, el decorador, se había llevado todo el mobiliario francés que había que restaurar. Los juegos de dormitorio antiguos, todos de la época de la plantación, sólo necesitaban lustre, y las mujeres de la limpieza se ocuparían de ello.
Los estucadores habían terminado con la habitación principal. Los pintores habían cubierto toda la zona con plásticos, para poder hacer un trabajo limpio, pero el polvo iba a retrasar el resto de la casa. Rowan había elegido un color champán claro para las paredes del dormitorio y blanco para el techo y las molduras. Los hombres de las alfombras habían venido a medir el piso de arriba. Otros obreros lijaban el suelo del comedor, donde, por alguna razón, un elegante parqué de roble había sido tapado y sólo necesitaba una capa nueva de poliuretano.
Rowan se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, junto al decorador, rodeada de muestras de tela de colores brillantes. Quería algo de un damasco más oscuro para el comedor, algo que combinara con los murales de la plantación. Arriba, todo iba a ser alegre y luminoso.
Michael hojeaba muestrarios de pintura para elegir colores melocotón suave para el piso de abajo, un beige oscuro para el comedor que realzara el color de fondo de los murales, y blanco para la cocina y las despensas. Había pedido presupuestos para limpiar los cristales y las arañas. También habían mandado a reparar el reloj de péndulo del salón.
El viernes, a última hora de la mañana, Trina, la ama de llaves de Beatrice, ya había comprado juegos de cama nuevos para todos los dormitorios de arriba, incluyendo almohadas y colchas. Toda la ropa blanca se había guardado con bolsitas perfumadas en los armarios y cajones de las cómodas. La instalación de las tuberías en la buhardilla estaba terminada. Se había quitado todo el empapelado de las habitaciones de Millie, Deirdre y Carlotta, y los estucadores casi habían acabado de preparar el techo y las paredes para empezar a pintar.
Mientras tanto, otra cuadrilla de pintores trabajaba en el salón.
Quizás el único contratiempo del día había sido la discusión telefónica de Rowan con el doctor Larkin, de San Francisco. Le había dicho que iba a prolongar sus vacaciones. Él opinaba que ella actuaba de manera incorrecta, que una herencia y una casa elegante de Nueva Orleans la inducían a abandonar su verdadera vocación. Los vagos comentarios de ella acerca de sus planes y su futuro sólo consiguieron enfadarlo más. Al final, Rowan perdió la paciencia. No daba la espalda al trabajo al que había dedicado su vida. Pensaba en nuevos proyectos y cuando quisiera su opinión al respecto, se lo haría saber.
Cuando colgó el teléfono estaba agotada. No pensaba volver a California ni siquiera para cerrar definitivamente la casa de Tiburón.
—Sólo pensarlo me da escalofríos —comentó—. No sé por qué tengo esa sensación tan fuerte de que no quiero volver a ver aquel lugar. No puedo creer que haya conseguido escapar. Por momentos me pellizco para asegurarme que no estoy soñando.
Michael lo comprendía; sin embargo, le aconsejó que no vendiera la casa hasta que hubiera pasado algún tiempo.
El viernes, a eso de las dos, fueron al concesionario Mercedes Benz de St. Charles Avenue. Fue un paseo agradable. Estaba en la misma manzana que el hotel. De pequeño, cuando él volvía de la biblioteca de Lee Circle, solía entrar allí, abrir las portezuelas de los maravillosos coches alemanes y mirar embelesado el mayor tiempo posible antes de que los vendedores lo vieran. No le importó mencionarlo. En realidad, tenía recuerdos de todas las manzanas por las que pasaban.
Observó con gesto divertido cómo Rowan hacía un cheque por dos coches: un vistoso 500 SL, un descapotable de dos plazas, y un elegante turismo de cuatro puertas. Ambos color caramelo, con tapizados de cuero, porque ésos eran los modelos que tenían a la vista.
El día anterior, él había comprado una furgoneta americana, bonita, brillante y lujosa, en la que podría transportar todo lo que le hiciera falta y además circular cómoda y tranquilamente con el aire acondicionado y la radio a todo volumen. Le divirtió que para Rowan la experiencia de comprar estos dos coches no fuera algo notable. Ni siquiera parecía interesada en ello.
Le pidió al vendedor que llevaran el turismo a First Street, que lo entraran por la puerta trasera y que dejaran las llaves en Pontchartrain. El descapotable se lo llevarían ellos.
Ella misma lo sacó del concesionario y condujo por St. Charles Avenue hasta el hotel.
—¿Por qué no salimos este fin de semana? —sugirió—. Olvidémonos de la casa y de la familia.
—¿Ahora? —preguntó Michael. Había pensado cenar aquella noche en uno de esos cruceros por el río.
—Te diré por qué. He hecho un descubrimiento de lo más interesante: las mejores playas blancas de Florida están a menos de cuatro horas. ¿Lo sabías?
—Así es.
—Hay dos casas en venta en un pueblo llamado Destin, en Florida, y una de ellas tiene un embarcadero cerca. Me he enterado de todo esto por Wheatfield y Beatrice. Él y Pierce suelen ir a Destin en las vacaciones de primavera. Beatrice siempre va allí. Ryan ya ha llamado al agente de la propiedad de mi parte. ¿Qué dices?
—De acuerdo. ¿Por qué no?
«Otro recuerdo», pensó Michael. Aquel verano, cuando tenía quince años y la familia había ido a esas mismas playas blancas en el brazo de Florida. Aguas verdes bajo el crepúsculo rojo.
El día de su accidente en Ocean Beach, más o menos una hora antes de conocer a Rowan Mayfair, había pensado en aquel lugar.
—No sabía que estuviéramos tan cerca del Golfo —dijo ella—. Vaya, las aguas del Golfo son cosa seria. Quiero decir, igual de serias que las del Pacífico.
—Lo sé —se rió él—. Reconozco las aguas peligrosas en cuanto las veo. —De verdad estaba apesadumbrado.
—Sabes, es posible que encuentre a alguien que traiga el Dulce Cristina o, mejor aún, puedo comprar un barco nuevo. ¿Y navegar alguna vez por el Golfo o el Caribe?
—No —Michael sacudió la cabeza—, ¡cómo no me di cuenta después de haber visto esa casa de Tiburón!
—Vamos, Michael, son sólo cuatro horas —dijo ella—. En quince minutos prepararemos la maleta.
Hicieron una última parada en la casa.
Eugenia estaba en la mesa de la cocina, dando lustre a toda la plata de los cajones.
—Es un placer ver esta casa volver a la vida —comentó.
—Es cierto —contestó Michael, pasándole suavemente un brazo por los hombros delgados—. ¿Qué le parece volver a su vieja habitación, Eugenia? ¿Quiere?
Ay, sí, dijo ella, le encantaría. Se quedaría ese mismo fin de semana. Estaba demasiado vieja para aguantar a todos esos niños en casa de su hijo. Les gritaba sin cesar. Tenía muchas ganas de volver. Sí, todavía tenía las llaves.
—Pero aquí no hacen falta todas esas llaves.
Los pintores se quedarían trabajando hasta tarde y los jardineros, hasta el anochecer.
Dart Henley, el segundo de a bordo de Michael, estuvo de acuerdo en supervisarlo todo durante el fin de semana. No tenía que preocuparse.
—Mira, la piscina está casi terminada —dijo Rowan. Habían acabado con los remiendos y ahora la pintaban.
Toda la maleza de la superficie de piedra había sido quitada, la madera del trampolín restaurada y la elegante balaustrada de piedra caliza se veía por todo el jardín. También arrancaron el denso boj y aparecieron más sillas y mesas de hierro donde había estado el arbusto. Los escalones de piedra del porche lateral, cerrado con una malla mosquitera, también quedaron a la vista. De modo que quedaba claro que antes de la época de Deirdre había sido un porche abierto. Otra vez se podía salir por los ventanales laterales del salón y bajar al jardín.
—¿Crees que podrás separarte de la casa? —preguntó ella, mientras le lanzaba las llaves del coche—. ¿Por qué no conduces tú? Me parece que te pongo nervioso.
—Sólo cuando te saltas los semáforos y los stops a toda velocidad —respondió él—. Lo que me pone nervioso son las dos infracciones juntas.
—De acuerdo, guapo, mientras llegues en sólo cuatro horas…
Michael echó un último vistazo a la casa. La luz aquí era como la de Florencia, en eso Rowan tenía razón. Contempló la alta fachada sur que le hizo pensar en los palacios italianos. Todo marchaba tan bien, tan maravillosamente bien…
Sintió un extraño dolor en su interior, una punzada de tristeza y felicidad pura.
«Estoy aquí, de verdad estoy aquí —pensó en silencio—. No estoy soñando con este lugar desde lejos, sino aquí mismo». Las visiones parecían distantes, pálidas, irreales. Hasta ahora no había vuelto a verlas.
Pero Rowan y las blancas playas del sur esperaban. Recobraría otro trozo de su maravilloso viejo mundo. De pronto se le ocurrió que sería delicioso hacer el amor con ella en otra cama.