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Sus horas privadas todavía seguían siendo las primeras de la mañana. Aunque leyera hasta muy tarde, Rowan abría los ojos a las cuatro. Y Michael, por más que se acostara muy temprano, dormía como un tronco hasta las nueve, a no ser que alguien lo sacudiera o le gritara.

Era perfecto. Le daba el margen de tranquilidad que necesitaba su alma.

Jamás había conocido un hombre que la aceptara tan completamente como él; sin embargo, había momentos en los que tenía que apartarse de todos.

—Quiero pasar el resto de mi vida contigo —le susurró esa mañana mientras le acariciaba la barba negra crecida, que le cubría el mentón y la garganta, sabiendo que él no se movería—. Sí, mi mente y mi cuerpo te necesitan, y todo en mí te necesita.

Lo besó, segura de no correr el menor riesgo de despertarlo.

Pero ésta era su hora de soledad, con él a salvo, fuera de su vista y de su mente.

Era también una hora extraordinaria para caminar por las calles desiertas, mientras salía el sol, para ver las ardillas que se escabullían por los robles y escuchar el violento y casi desesperado canto de los pájaros.

El rocío cubría las aceras y las verjas de hierro brillaban por la humedad. El cielo se teñía de rojo, como un crepúsculo encarnado, que se desvanecía lentamente con la azulada luz del día.

A esta hora la casa estaba fría.

Y esta mañana, en particular, lo agradecía porque el calor empezaba a afectarla y tenía que hacer algo que no le gustaba.

Habría tenido que hacerlo antes, pero era una de esas pequeñas cosas que prefería ignorar, apartar de todo lo que le estaba ocurriendo.

Sin embargo, ahora, mientras subía la escalera, se dio cuenta de que estaba casi ansiosa. Sintió una inesperada punzada de excitación. Entró en el viejo dormitorio principal, el que había pertenecido a su madre, se acercó a la mesilla al otro lado de la cama, donde aún estaba la bolsa de terciopelo olvidada sobre el mármol, junto al alhajero. En todo aquel jaleo nadie se había atrevido a tocarlo.

Miró el montón de monedas de oro deslustrado que salían de la vieja bolsa de terciopelo. Sólo Dios sabía de dónde procedían.

Luego metió en la bolsa las monedas desparramadas, levantó el alhajero y se lo llevó a su habitación favorita: el comedor.

La suave luz de la mañana empezaba a entrar por las sucias ventanas. Un trapo puesto por los albañiles cubría la mitad del suelo, una alta escalera llegaba hasta el techo, todavía sin terminar.

Apartó la lona que cubría la mesa, quitó la funda de la silla y se sentó con su tesoro delante.

—Estás aquí —murmuró—. Sé que estás aquí y me vigilas. —Lo dijo con indiferencia.

Sacó un puñado de monedas y las esparció para verlas mejor a la luz. Monedas romanas. No hacía falta ser un experto para verlo. Y esta otra, una moneda española, con los números y las letras asombrosamente claros. Metió los dedos en la bolsa y sacó otro pequeño tesoro. ¿Monedas griegas? No estaba muy segura. Una capa de suciedad las cubría. Tenía ganas de bruñirlas.

De repente se le ocurrió que podía ser un buen trabajo para Eugenia, sacar brillo a todas esas monedas.

Se rió de la ocurrencia y en aquel preciso instante creyó oír un ruido en la casa. Un vago crujido. Serán las maderas, habría dicho Michael. Ella no le dio importancia.

Recogió todas las monedas y volvió a meterlas en la bolsa, la apartó y cogió el alhajero. Era muy viejo, rectangular, y tenía las bisagras oxidadas. El terciopelo estaba raído en algunos rincones y debajo se veía la madera. Era profundo y tenía seis compartimentos grandes.

Sin embargo, las diferentes joyas no guardaban ningún orden. Los pendientes, los collares, los anillos y los broches estaban todos revueltos. Y en el fondo de la caja, como si fueran guijarros, brillaban débilmente unas piedras sin pulir. ¿Eran rubíes auténticos? ¿Esmeraldas? No lo sabía. Ella no diferenciaba una piedra natural de una falsa, ni el oro de una imitación. Pero estos collares eran muy finos y estaban diestramente montados, una sensación de respeto y tristeza se apoderó de ella.

Pensó en Antha y la imaginaba corriendo por las calles de Nueva York para vender un puñado de monedas; y sintió una punzada de dolor. Pensó en su madre, sentada en la mecedora del porche, con la baba que le caía por el mentón y la esmeralda Mayfair colgada al cuello como una chuchería para niños, y toda esa riqueza a mano.

La esmeralda Mayfair. No había vuelto a pensar en ella desde la primera noche en que la había metido en el armario de la porcelana. Se levantó y se dirigió a la despensa (el armario estaba abierto como todo lo demás), y ahí estaba la pequeña caja de terciopelo, sobre un estante de madera, detrás de las puertas acristaladas, entre las tazas y los platillos Wedgwood, tal como ella la había dejado.

Se la llevó al comedor, la puso sobre la mesa y la abrió. Una joya entre todas las joyas, grande, rectangular, que brillaba exquisitamente sobre su montura de oro. Ahora que sabía la historia, cómo había cambiado su percepción de la joya.

La primera noche le había parecido irreal, algo repulsiva. Ahora la veía como algo vivo, con una historia propia que contar. Dudaba si sacarla o no del terciopelo sucio ¡Por supuesto que no pertenecía a ella! Había pertenecido a aquellas que creyeron en la esmeralda, a aquellas que la habían lucido con orgullo, a las que querían que él se acercara a ellas.

Durante un instante sintió que ansiaba ser una de ellas. Trató de negarlo, pero era una realidad: ansiaba aceptar de todo corazón la herencia completa.

Desear al diablo como una bruja. Se rió en voz baja.

De pronto le pareció injusto, muy injusto que él fuera su peor enemigo antes de conocerlo.

—¿A qué esperas? —preguntó en voz alta—. ¿Eres como el vampiro tímido del mito al que hay que invitar a entrar? Supongo que no. Éste es tu hogar. Estás aquí. Me escuchas y me vigilas.

Se reclinó contra el respaldo de la silla mientras sus ojos recorrían los murales que, poco a poco, volvían a la vida bajo la tenue luz del sol. Por primera vez veía una diminuta mujer desnuda en la ventana de la oscura casa de la plantación. Y otra, desnuda también, sentada en la orilla verde oscuro de la laguna. La hicieron sonreír. Era como descubrir un secreto. Se preguntó si Michael también habría visto a estas dos bellezas oscuras. Ah, la casa estaba llena de cosas sin descubrir y su triste y melancólico jardín también.

Al otro lado de las ventanas, el laurel real se agitó repentinamente al viento. En realidad, empezó a danzar como si el viento se hubiera apoderado de sus rígidas ramas. Oyó cómo golpeaba la barandilla del porche, arañaba el tejado y volvía a su posición original al tiempo que el viento parecía alejarse hacia el lejano mirto.

Era embelesador ver cómo las altas y delgadas ramas, llenas de flores rosadas, sucumbían a la danza, y el árbol entero se aplastaba contra el muro gris de la casa vecina y dejaba caer una lluvia ondulante de hojas moteadas, como si la luz se desintegrara en diminutas partículas.

Sus ojos se empañaron ligeramente; era consciente de lo relajados que estaban sus miembros, de que se entregaba a un vago ensueño. Sí, mira la danza del árbol. Mira otra vez el laurel real y la lluvia verde que cae sobre los maderos del porche. Mira las ramas que se arquean y arañan los cristales de las ventanas.

Un poco sorprendida su mirada se dirigió allí y estudió los movimientos armónicos y deliberados de las ramas que golpeaban los cristales.

—Tú —murmuró.

El Impulsor en los árboles, el Impulsor tal como acompañaba a Deirdre en el jardín del internado. Rita Mae en realidad nunca supo lo que le había descrito a Aaron Lightner.

Rowan estaba ahora tensa en la silla. El árbol se doblaba y se enderezaba de golpe; esta vez las ramas realmente taparon el sol y las hojas cayeron sobre el cristal. Sin embargo, la habitación estaba tibia y no había corriente.

Rowan estaba de pie, pese a que no recordaba haberse levantado, pero ahí estaba, de pie. Sí, él se encontraba allí y movía los árboles, porque nada en el mundo podía moverlos de aquella manera. Se le erizó el vello del brazo mientras un vago escalofrío le recorría la cabeza, como si algo la tocara.

—¿Por qué no hablas? —dijo—. Estoy sola.

Qué extraña sonaba su voz.

Pero ahora se mezclaban otros sonidos. Oyó voces fuera. Un camión se había detenido; oyó el crujido del portal cuando lo abrían los trabajadores y, al cabo de un momento, el picaporte que giraba.

—Hola, doctora Mayfair…

—Buenos días, Dart. Buenos días, Rob. Buenos días, Billy.

Pisadas fuertes por la escalera. El pequeño ascensor bajaba con una suave y profunda vibración y la puerta de metal se abrió con el familiar chirrido.

Ella se volvió poco a poco, casi con obstinación, y recogió el lote de tesoros. Los llevó al armario de la porcelana y los guardó en el cajón donde antes estaban los manteles que habían tirado. La vieja llave seguía en la cerradura, le dio una vuelta y se la guardó en el bolsillo.

Salió de la casa a paso lento, inquieta, para dejarla a los demás.

Al llegar al portal se volvió para mirar. En el jardín no soplaba ni una brisa ligera. Se dio la vuelta y siguió por el sendero, pasó junto al porche de su madre y por la galería trasera de los sirvientes, la que daba al comedor, sólo para asegurarse de lo que acababa de ver.

Un silencio total pareció descender en torno a ella. Ni un ruido la había seguido hasta allí. El follaje espeso se elevaba sobre la barandilla.

—¿Por qué no me hablas? —murmuró—. ¿De verdad tienes miedo?

No se movió nada. El calor parecía emerger de las piedras. Diminutos mosquitos se congregaban en las sombras. Los lirios blancos y tersos se inclinaban junto a su rostro y un débil crujido atrajo lentamente su atención al fondo del jardín, a una oscura maraña de la que sobresalía un lirio morado, salvaje y tembloroso, una flor que parecía una boca horrible, cuyo tallo se inclinaba hacia atrás como si un gato hubiera pasado corriendo por la maleza y lo hubiera doblado sin querer.

Lo miró fijamente; el calor le pesaba en los párpados, los mosquitos zumbaban a su alrededor y los espantó con la mano. ¿Estaba creciendo esa flor?

No. Algo la había dañado y tenía el tallo roto, eso era todo. Qué monstruosa parecía, qué enorme; pero eso era todo lo que veía. El calor, el silencio, la súbita llegada de los trabajadores a sus dominios, como intrusos, justo en el momento de mayor paz. No estaba segura de nada.

Sacó el pañuelo de su bolsillo, se secó las mejillas y se encaminó por el sendero hacia la puerta. Se sentía confusa, insegura… culpable de haber venido sola. En realidad, no sabía si había sucedido algo inusual.

Volvieron a su memoria los planes que tenía para la jornada. Tenía mucho que hacer, cosas reales. Michael estaría levantándose. Si se daba prisa, podrían desayunar juntos.