33

La locura de las obras comenzó el jueves por la mañana, aunque la noche anterior, durante la cena en Oak Haven con Aaron y Rowan, Michael había empezado a esbozar los pasos que seguiría.

Todas sus ideas con respecto a la tumba, la entrada y el número trece habían ido a parar a su cuaderno de notas y no deseaba seguir cavilando sobre el asunto.

El viaje al cementerio había sido siniestro. La mañana, por ejemplo, aunque hermosa, había estado nublada. Michael prefirió ir a pie con Aaron, y durante el camino éste le había mostrado cómo bloquear algunas sensaciones que percibía a través de sus manos. Se había quitado los guantes para practicar y de vez en cuando tocaba algún pilar, cogía alguna ramita de lantana silvestre y conseguía interrumpir las imágenes, de la misma manera que se puede interrumpir un pensamiento obsesivo, y, para su sorpresa, más o menos daba resultado.

Pero el cementerio le había desagradado profundamente. Le molestaba su decadente belleza romántica, el montón de flores marchitas del funeral de Deirdre que todavía rodeaban la cripta y el agujero abierto donde Carlotta Mayfair pronto descansaría, por así decirlo.

Luego, mientras estaba allí, de pie, en un estado de triste sopor, cayó en la cuenta de que había doce criptas en el panteón y que, con la puerta cincelada en lo alto, sumaban en total trece. A continuación llegó su amigo Jerry Lonigan, con algunos Mayfair pálidos y un ataúd con ruedas que solamente podía ser el de Carlotta. Lo deslizaron en el nicho abierto con una breve ceremonia oficiada por un sacerdote.

Doce criptas, la puerta en forma de cerradura y luego aquel ataúd que se deslizaba dentro. Y sus ojos que se movían de nuevo hasta la puerta de arriba, que tenía la misma forma que las de la casa. Pero ¿por qué? Al final todos se despidieron con un rápido intercambio de cumplidos; los Mayfair aceptaron la asistencia de Aaron y de él mismo a la ceremonia y mostraron su reconocimiento al irse.

El cementerio quedó entonces en un silencio confuso y vibrante. Ni una sola de las cosas que había visto desde el comienzo de esta odisea, ni siquiera las imágenes de los frascos, le habían producido el pavor que la vista de esta tumba.

—Ahí está el trece —le dijo a Aaron.

—Pero han enterrado a muchas personas en estas criptas —le explicó él—. Ya sabe cómo es el procedimiento.

—Es una trama —murmuró Michael, con frialdad; sentía que palidecía de repente—. Mire, doce criptas y una entrada. Es una trama. Sabía que el número trece y la puerta estaban relacionados. Pero no sé qué significan.

No le había gustado la sensación. Ni siquiera el espíritu que intentaba ser humano lo había llenado de semejante aprensión.

Pero mientras cenaban en el patio de Oak Haven, en medio de un crepúsculo ceniciento y a la luz de las velas que oscilaban tras sus pantallas de vidrio, habían decidido no perder más tiempo con interpretaciones sobre el tema. Continuarían con lo suyo tal como habían dicho. Rowan y él habían pasado la noche en la habitación delantera de la plantación, un cambio agradable después del hotel. A las seis de la mañana, cuando Michael se despertó con el sol bañándole el rostro, Rowan ya estaba en la galería y tomaba su segundo café, deseosa de comenzar.

En cuanto llegaron a Nueva Orleans, a las nueve, pusieron manos a la obra.

Él nunca se había divertido tanto.

Alquiló un coche y dio vueltas por la ciudad averiguando los nombres de las cuadrillas que trabajaban en las casas más elegantes de los barrios altos, y de los artesanos que se dedicaban a restauraciones de lujo en el Barrio Francés. Bajó del coche y habló con los jefes y con los hombres. Los obreros más comunicativos le mostraban los avances de su trabajo. Michael discutió con ellos los jornales locales y sus pretensiones y les pidió los nombres de pintores y carpinteros que necesitaran trabajo.

Pasó por los estudios de arquitectura locales, famosos por tratar con las grandes familias, y les pidió algunas recomendaciones. La sencilla amabilidad de la gente lo sorprendía. La sola mención de la casa Mayfair los llenaba de entusiasmo. Sencillamente, estaban ansiosos por asesorarlo.

A la una ya había contratado tres cuadrillas de excelentes pintores y uno de los mejores equipos de albañiles de la ciudad, mulatos descendientes de familias de color, hombres libres desde mucho antes de la Guerra Civil que hacía más de siete u ocho generaciones que revocaban los techos y las paredes de Nueva Orleans.

También había encontrado dos equipos de fontaneros, una compañía especializada en techos y un experto en jardinería ornamental de gran reputación en los barrios altos, para que empezara la limpieza y arreglo del jardín. A las dos de la tarde, éste último daba un paseo con Michael por el terreno de la casa señalando las camelias gigantes, las azaleas, la espirea y los rosales antiguos, plantas todas que se podían salvar.

Una cuadrilla especial tenía que venir el viernes por la mañana para empezar a vaciar la piscina y comprobar qué había que hacer para reformarla y reparar su anticuado equipo. Un especialista en cocinas también vendría el viernes. Los ingenieros revisarían las estructuras y los porches. Un excelente carpintero, y un poco experto en todo, además, llamado Dart Henley, estaba deseoso por convertirse en el segundo de a bordo de Michael.

Mientras tanto, Ryan Mayfair recorrió la casa para hacer el inventario legal y oficial de los bienes de Deirdre y Carlotta Mayfair. Un equipo de jóvenes abogados, que incluía a Pierce, Franklin, Isaac y Wheatfield Mayfair, todos ellos descendientes de los hermanos fundadores del bufete, acompañaron a un grupo de tasadores y anticuarios que identificaron, tasaron y etiquetaron todos los candelabros, pinturas, espejos y sillones.

Bajaron antigüedades francesas de un valor incalculable de la buhardilla, incluyendo algunas sillas a las que sólo había que tapizar y mesas en perfecto estado. Los tesoros art déco de Stella, muy delicados y en óptimo estado de conservación, también fueron sacados a la luz.

Descubrieron docenas de pinturas al óleo, así como alfombras enrolladas con bolas de alcanfor, viejos tapices y todos los candelabros de Riverbend, embalados y etiquetados.

Ya era de noche cuando Ryan terminó su trabajo.

—Bueno, querida, me alegra informarte de que no hay más cadáveres.

Una llamada suya más tarde aquella noche le confirmó que el voluminoso inventario era prácticamente igual al que se había realizado tras la muerte de Antha. Nadie había tocado nada.

—En la mayoría de los casos, lo único que tuvimos que hacer fue comprobar los objetos en la lista —dijo.

Hasta el recuento de monedas de oro y joyas era el mismo. Tendría una copia del inventario para ella a la mañana siguiente.

Michael ya estaba de regreso y se había hecho subir a la habitación una opípara cena del Restaurante Caribeño del hotel. Hojeaba todos los libros de arquitectura que había conseguido en las librerías locales, mientras le mostraba a Rowan fotografías de casas aledañas a la suya y de otras mansiones dispersas por Garden District.

Rowan leía algunos de los papeles que tenía que firmar. Esa tarde abrió una cuenta conjunta en el Whitney Bank para las obras de la casa y depositó trescientos mil dólares en ella. Tenía las tarjetas y un talonario de cheques para Michael.

—Puedes gastar todo el dinero que haga falta en esta casa —le dijo—; se merece lo mejor.

Michael sonrió, encantado. Trabajar sin presupuesto y tomar cada una de las decisiones como si se tratara de una obra de arte siempre había sido su sueño.

A las ocho, Rowan bajó al bar a tomar una copa con Beatrice y Sandra Mayfair. Al cabo de una hora ya estaba de regreso. Al día siguiente desayunaría con otra pareja de primos. Todo había sido bastante agradable y fácil. Ellas se habían ocupado de hablar y a Rowan le gustaba el sonido de sus voces. Siempre le había gustado escuchar a la gente, en especial cuando hablaban tanto que ella no tenía que preocuparse por decir nada.

—Verás —le dijo a Michael—, saben algunas cosas y no me dicen lo que saben. Y saben que los ancianos saben más. Son ellos con quienes tengo que hablar. Debo ganarme su confianza.

El viernes, mientras los fontaneros y los albañiles pululaban por la propiedad, los yeseros entraban sus cubos, sus escaleras y cubrían el suelo con trapos y una ruidosa máquina empezaba a vaciar la piscina, Rowan se fue al centro a firmar papeles.

Michael se puso a trabajar con una cuadrilla en los azulejos del baño principal. Habían decidido empezar primero por el baño y el dormitorio, de modo que él y Rowan pudieran mudarse lo antes posible. Rowan quería que se añadiera una ducha, conservando la vieja bañera. Eso significaba sacar algunos azulejos, hacer algunas reformas y cerrar la bañera con una mampara de cristal.

—En tres días estará terminado —le prometió un operario.

Las personas que se ocupaban del enlucido sacaban todo el empapelado del techo. Había que llamar a un electricista porque la vieja conexión de la araña nunca se había aislado correctamente. Rowan y Michael querían un ventilador de techo en el lugar del viejo. Más notas.

Alrededor de las once, Michael deambulaba por el porche al que daba el salón. Dos mujeres de la limpieza trabajaban ruidosa y alegremente en la habitación. El decorador recomendado por Bea medía las ventanas para las nuevas cortinas.

«Olvídate de estas viejas mallas metálicas», pensó Michael. Lo apuntó en su cuaderno de notas. Miró la vieja mecedora. La habían fregado. El porche también estaba barrido.

Respiró hondo, mirando el mirto a lo lejos.

—Todavía no se ha caído ninguna escalera, ¿verdad, Impulsor? —Su murmullo pareció desvanecerse en el aire.

Nada. Sólo el zumbido de las abejas, mezclado con el ruido de los trabajadores, el crujido seco de una máquina de cortar césped y el sonido de una cortadora diesel sobre las piedras del sendero. Miró su reloj. Los técnicos del aire acondicionado llegarían en cualquier momento. Había hecho el boceto de un sistema de ocho bombas que proporcionaría tanto refrigeración como calefacción, el problema mayor era el emplazamiento del equipo. Las buhardillas estaban llenas de cajas, muebles y objetos diversos.

También estaba el tema de los suelos. Tenía que tomar una decisión en ese instante. El suelo del salón todavía estaba en muy buenas condiciones y muy bien terminado, probablemente de la época en que Stella lo usaba como pista de baile. Pero los demás estaban muy sucios y deslustrados. Claro que nadie empezaría a pintar el interior ni a acabar ningún suelo hasta que los enlucidos estuvieran terminados. Era un trabajo que llenaba todo de polvo. Tenía que ir a ver los progresos de los pintores en el exterior. Tendrían que esperar hasta que los albañiles del techo fijaran los parapetos en lo alto. Pero los pintores ya tenían bastante trabajo con lijar y preparar los marcos de las ventanas y los postigos.

Ah, era divertido. ¿Pero por qué se salía con la suya? Ésa era la pregunta. ¿Quién jugaba con el tiempo de quién?

No quiso confesar a Rowan que no conseguía quitarse de la cabeza una preocupación que perduraba en la certeza de que los vigilaban. Esta casa en sí misma era como algo vivo. Quizá sólo se tratara de la persistente impresión de las imágenes vistas en el ático: todas esas faldas a su alrededor y todos ellos allí, ligados a la tierra. En realidad, no creía en ese tipo de fantasmas. Pero la casa había absorbido la personalidad de todos los Mayfair, ¿no?, algo típico de las viejas casas. Y cada vez que se daba la vuelta, le parecía que iba a ver algo o a alguien que en realidad no estaba allí.

—¿Necesitaba algo, señor Mike? —le preguntó una mujer de la limpieza. Él negó con la cabeza.

Se volvió y miró la mecedora vacía. ¿Se había movido? Qué tontería. Era como si él mismo quisiera que sucediera algo. Cerró su cuaderno de notas y volvió al trabajo.

Joseph, el decorador, lo esperaba en el comedor.

Y Eugenia estaba allí. También quería trabajar. Seguramente habría algo que ella pudiera hacer. Nadie conocía esta casa tan bien como ella. Había trabajado aquí cinco años. Esa misma mañana le había dicho a su hijo que no era demasiado vieja para trabajar, que seguiría trabajando hasta caerse muerta.

«¿La doctora Mayfair quiere cortinas de seda? —preguntó el decorador—. ¿Estaba segura?» Él tenía un muestrario de damascos y terciopelos que no le costarían ni la mitad.

Cuando Michael fue a buscarla al bufete de Mayfair y Mayfair para almorzar, ella todavía seguía firmando papeles. Le sorprendió la familiaridad y confianza con la que Ryan lo recibió y empezó a explicarle cosas.

—Antes de la muerte de Antha y Deirdre era costumbre hacer donaciones en un acontecimiento como éste —le explicó—, y Rowan quiere recuperar la costumbre. Ahora estamos haciendo una lista de los Mayfair que aceptarían una donación. Ahora mismo Beatrice está al teléfono hablando con toda la familia. No es tan absurdo como parece. La mayoría de los Mayfair tienen dinero en el banco, y siempre lo han tenido. Sin embargo, hay primos en la universidad, algunos en la facultad de medicina, y otros que están ahorrando para comprar su primera vivienda. Ya sabes ese tipo de cosas. Pienso que es loable que Rowan quiera revivir la costumbre. Y, claro, si tenemos en cuenta las dimensiones del patrimonio…

Sin embargo, algo sonaba a certero en el tono de Ryan, algo calculador y velado, que no era tan natural. Parecía como si probara a Michael con estos retazos de información. Éste asentía, se encogía de hombros y sólo decía: «Me parece muy bien».

A última hora de la tarde Rowan y Michael volvieron a la casa para hablar con los hombres que trabajaban en la piscina. El hedor del lodo dragado del fondo era insoportable. Los hombres, con el pecho al aire y descalzos, lo llevaban en carretilla. No había grietas importantes en el viejo cemento. El capataz le dijo a Michael que la reparación y el nuevo revoque estarían listos a mediados de la semana siguiente.

—A lo mejor pueden terminarlo antes —sugirió Rowan—; no me importa pagar horas extras si trabajan durante el fin de semana. Háganlo rápido. No soporto ver todo esto así.

Los albañiles estaban encantados con la paga extra. De hecho, casi todos los trabajadores de la casa estaban contentos de trabajar el fin de semana.

Michael contrató por teléfono a otro equipo de pintores para que se ocupara de la cabaña. No tenían problemas en trabajar el sábado a precio de hora extra. No tardarían mucho en pintar las puertas de madera y reparar las duchas, los lavabos y las cabinas para cambiarse.

—¿De qué color quieres el exterior de la casa? —preguntó Michael—. Empezarán más rápido de lo que te imaginas. Además, supongo que querrás la cabaña y la garçonnière del mismo color, ¿no?

—Dime de qué color lo quieres tú.

—Me encantaría que fuera el mismo violeta de siempre. Los postigos verde oscuro combinan perfecto. En realidad, conservaría el mismo esquema: azul para el techo de los porches, gris para el suelo y negro para la cerca de hierro. A propósito, he encontrado un hombre que puede reemplazar las piezas de hierro que faltan. Ya está haciendo los moldes.

—Contrata toda la gente que necesites —respondió ella—. El color violeta es perfecto. Y si tienes que tomar alguna decisión sin mí, tómala. Devuélvele el aspecto que creas que debe tener. Gasta lo que haga falta.

—Eres el patrón perfecto, querida. Estamos haciendo algo colosal. Tengo que irme. ¿Ves aquel hombre que acaba de salir por la puerta de atrás? Viene a decirme que tiene problemas con las paredes del baño de arriba. Sabía que pasaría.

—No trabajes demasiado —le dijo ella al oído, con esa voz grave y aterciopelada que le producía escalofríos. Michael sintió una suave y agradable excitación entre sus piernas mientras ella apretaba los senos contra su brazo. No había tiempo para aquello.

—¿Trabajar demasiado? Apenas estoy calentándome. Y te diré algo más, Rowan: hay un par de casas endemoniadamente irresistibles en esta ciudad a las que me gustaría echar mano cuando terminemos con ésta. Podría restaurarlas poco a poco, con cuidado, y no sería mal negocio. Ésta es sólo la primera.

—¿Cuánto necesitarías?

—Querida, yo tengo el dinero para hacerlo —respondió él, y la besó rápidamente—. Tengo bastante dinero. Si no me crees pregúntaselo a tu primo Ryan. Si no ha hecho ya un balance completo de lo que tengo, me sorprendería mucho.

—Michael, si te dice una sola palabra inapropiada…

—Rowan, estoy en la gloria. ¡Tranquilízate!

El sábado y el domingo transcurrieron al mismo ritmo. Los jardineros trabajaron hasta el anochecer, cortaron la hierba y desenterraron de entre los arbustos los viejos muebles de hierro del jardín.

Michael, Rowan y Aaron pusieron la mesa y las sillas en medio del césped y allí almorzaban todos los días.

Aaron hacía algunos progresos con los libros de Julien, pero en su mayor parte se trataban de listas de nombres con algunos comentarios breves y enigmáticos. No era una auténtica biografía.

—Hasta ahora tengo la poco generosa sospecha de que se trata de listas de vendettas llevadas a cabo con éxito. —Leyó algunos ejemplos—: «Cuatro de abril de 1889, Hendrickson ha recibido su merecido». «Nueve de mayo de 1889, a Carlos se le ha pagado con la misma moneda». «Siete de junio de 1889, furioso con Wendell por su salida de tono de anoche. Le he demostrado un par de cosas. No más preocupaciones al respecto».

»Sigue así página tras página, libro tras libro —añadió—. De vez en cuando hay algún mapa pequeño, dibujos o notas financieras. Pero la mayor parte es así. Diría que hay unas veintidós entradas por año. Hasta ahora no he encontrado ni un párrafo totalmente coherente. Si es que existe una autobiografía, no es ésta.

—¿Y en la buhardilla qué? ¿Se anima a subir? —preguntó Rowan.

—Ahora no. Anoche me caí.

—¿Qué dice?

—En la escalera del hotel. No tuve paciencia para esperar el ascensor. Me caí en el primer rellano. Podría haber sido peor.

—Aaron, ¿por qué no me lo dijo?

—Bueno, se lo digo ahora. No fue nada del otro mundo, sólo que no recuerdo haber tropezado. Pero tengo el tobillo hinchado, así que dejaremos lo de la buhardilla para otro momento.

—Lo empujaron, ¿no? —preguntó Rowan en voz baja. Michael vio su rabia, la crispación de la ira en sus facciones.

—Quizá —respondió Aaron.

—Es él quien lo está molestando, ¿no?

—Creo que sí —respondió Aaron, asintiendo suavemente con la cabeza—. También le gusta revolver los libros de Julien cuando tiene la oportunidad, que parece ser cada vez que salgo de la habitación.

—¿Por qué lo hace?

—Quizá quiera llamar su atención, Rowan —respondió Aaron—. Pero no lo sé. Sea como fuere, esté segura que puedo cuidar de mí mismo. El trabajo aquí parece ir a las mil maravillas.

—No hay ningún problema —dijo Michael, pero se sentía triste.

Después de la comida acompañó a Aaron hasta la puerta.

—Me estoy divirtiendo demasiado, ¿verdad? —preguntó.

—Por supuesto que no —respondió Aaron—. ¡Que cosa tan rara de decir!

—Ojalá pasara algo —dijo—. Creo que cuando suceda, ganaré. Pero la espera me está volviendo loco. A fin de cuentas, ¿qué es lo que espera él?

—¿Y sus manos qué? Espero que practique un poco el ir sin guantes.

—Lo hago. Me los quito un par de horas al día. Pero no logro acostumbrarme a la sensación de calor, al hormigueo, aunque bloquee todo lo demás. ¿Quiere que lo acompañe hasta el hotel?

—Por supuesto que no. Lo veré esta noche allí y, si tiene tiempo, tomaremos una copa. —Sí, es como un sueño que se hace realidad, ¿no? —preguntó pensativo—. Para mí, digo.

—No, para los dos, para mí también.

—¿Tiene confianza en mí?

—¿Por qué me pregunta algo así?

—¿Cree que voy a ganar? ¿Cree que voy a hacer lo que ellos esperan que haga?

—¿Qué cree usted?

—Creo que ella me ama y lo que suceda será maravilloso.

—Yo también.