El legado.
Se le había metido en la cabeza en algún momento durante la noche: un semisueño poblado de hospitales, clínicas, maravillosos laboratorios llenos de brillantes investigadores…
«Y puedes convertirlo en realidad».
No lo comprenderían. Aaron y Michael sí, pero los demás no lo comprenderían porque no conocían los secretos del informe, ni sabían lo que había en los frascos.
Sabían algunas cosas, pero nada de la historia, a lo largo de los siglos, hasta Suzanne de Mayfair, curandera y comadrona en una sucia barraca de un pueblo escocés. Ni nada de Jan van Abel, sentado a su escritorio de Lieden, haciendo un aplicado dibujo en tinta de un torso sin piel que revelaba sus músculos y sus venas. Ni de Marguerite y el muerto que se desplomaba sobre la cama y rugía con la voz del espíritu. Ni de Julien observando, Julien, que había puesto los frascos en el ático en vez de destruirlos casi hacía un siglo.
Aaron y Michael sí sabían. Ellos comprenderían el sueño de hospitales, clínicas y laboratorios, de manos capaces de curar posándose sobre miles de heridas y cuerpos doloridos.
¡Qué chasco para ti, Impulsor!
Ojalá pudiera borrar de la casa el recuerdo de la vieja muerta. Porque para ella ése era el auténtico fantasma, no los que Michael había visto. Cuando pensaba en sus sufrimientos casi no podía soportarlo. Era como ver morir todo lo que ella amaba en él.
Si supiera cómo, habría apartado a todos los demonios del mundo de Michael.
Pero la vieja… La vieja seguía en la mecedora, como si fuera a quedarse allí para siempre. Y su olor era peor que el de los frascos, porque era su propio asesinato. El crimen perfecto.
El hedor corrompía la casa y la historia. Corrompía el sueño de los hospitales. Y Rowan esperaba en la puerta.
«Queremos entrar, Carlotta. Quiero mi casa y mi familia. Todos los frascos están rotos y el contenido ya no está aquí. Tengo la historia en mi mano, brillante como una joya. Expiaré mi culpa por todo ello. Déjame entrar para presentar batalla».
No tendría que haber presionado a Michael para que se quitara los guantes, y no volvería a hacerlo jamás, de eso estaba segura.
Él no soportaba el poder de sus manos ni los recuerdos de sus visiones. Lo hacían sufrir y a ella le asustaba verlo con miedo.
El accidente en el mar los había unido, y no las fuerzas misteriosas que acechaban en la casa: cabezas podridas que hablaban dentro de frascos, fantasmas de tafetán.
El origen de este amor era su propia fuerza y la de él, y el futuro era la casa, la familia y el legado que podía llevar el milagro de la medicina a miles de personas, a millones incluso.
¿Qué significaban esos sombríos fantasmas y todas las leyendas de la tierra comparadas con estas sólidas y brillantes realidades? En su sueño, había visto cómo se levantaban nuevos edificios. Había visto la inmensidad. Y las palabras de la historia se entremezclaban con sus sueños. No, jamás fue mi intención matar a la anciana, a ese horrible engendro; jamás quise matarla, hacer algo tan malo…
A las seis de la mañana trajeron el desayuno y el periódico.
SE DESCUBRE UN ESQUELETO EN UNA FAMOSA CASA DE GARDEN DISTRICT
Bueno, era inevitable, ¿no? Ryan le había advertido que no podían acallarlo. Aturdida, y divertida a pesar de sí misma, recorrió los párrafos del grotesco relato escrito en un curioso estilo periodístico pasado de moda.
¿Quién podía poner en duda que siempre se había relacionado la mansión Mayfair con la tragedia? ¿O que la única persona que podía arrojar luz sobre la muerte del tejano Stuart Townsend era Carlotta Mayfair, muerta tras una brillante carrera en el terreno del derecho, la misma noche en que se descubrió el cuerpo?
El resto era una elegía a Carlotta, que llenó a Rowan de una sensación fría y de culpabilidad.
Sin duda alguien de Talamasca recortaba en aquel momento el artículo. Quizás Aaron estuviera leyéndolo arriba, en su habitación. ¿Qué escribiría en el informe? La tranquilizaba pensar en el informe.
En realidad, se sentía mucho más tranquila de lo que cualquier persona cuerda se sentiría. Porque a pesar de lo que había sucedido, ella era una Mayfair, entre los demás Mayfair, y sus penas secretas se confundían con penas más antiguas e intrincadas.
No estaba sola, ni siquiera ante el asesinato de la anciana.
Después de leer el artículo se quedó sentada, tranquilamente, durante un rato, sosteniendo el periódico doblado. Fuera llovía a cántaros y el desayuno se enfriaba.
A pesar de sus otros sentimientos, debía soportar en silencio el dolor por Carlotta. Tenía que dejar que la pena cicatrizara en su alma. Además, en todo caso, la mujer permanecería muerta para siempre, ¿no?
La verdad era que le habían sucedido tantas cosas y tan rápidamente que ya no podía catalogar sus reacciones y, por momentos, ni siquiera reaccionar. Sufría terribles altibajos emocionales. El día anterior, cuando Michael estaba tumbado en la cama, con el pulso acelerado y el rostro ardiendo, se había sentido totalmente desesperada. Si pierdo a este hombre, pensaba, moriré con él. Lo juro. Y una hora más tarde, rompía un frasco tras otro, vertía su contenido en el fregadero blanco y lo examinaba todo con un punzón de hielo, antes de dárselo a Aaron para que lo congelara, con el mismo criterio clínico que cualquier médico. Ninguna diferencia.
En el ínterin de esos momentos de crisis, vagaba, observaba y recordaba. Todo era demasiado diferente, demasiado inhabitual, sencillamente demasiado.
Aquella mañana, al despertarse, a las cuatro, no sabía dónde estaba. Luego lo recordó todo de golpe, como un confuso torrente de maldiciones y bendiciones, el sueño de los hospitales, Michael junto a ella, y el deseo intenso que sentía por él, como una droga.
Se incorporó en la cama y, con las rodillas cogidas entre los brazos, se preguntó si el deseo no sería más fuerte en la mujer que en el hombre, porque una mujer podía hallar eróticos en un hombre hasta los detalles más insignificantes: la forma en que los rizos se aplastaban sobre su frente o se rizaban sobre la nuca.
¿Los hombres no eran un poco más directos? ¿Se volvían locos por el tobillo de una mujer? Dostoyevski decía que sí. Pero ella tenía sus dudas. Para ella era una tortura mirar el vello de la muñeca de Michael, ver cómo la correa de oro del reloj lo aplastaba, imaginar los puños de la camisa blanca arremangados, que por alguna razón era algo más sensual que el brazo desnudo, y sus dedos cuando encendía un cigarrillo. Todo erótico de un modo directo y genital. Todo con un borde afilado, una punzada. O su voz grave, profunda, llena de ternura, cuando hablaba con su tía Viv por teléfono.
Cuando Michael estaba arrodillado en aquella habitación horrible y asquerosa, parecía luchar agitando los brazos. Y ya en la cama cubierta de polvo, agotado, con sus manos grandes y fuertes arqueadas y vacías sobre la colcha, pensó que era irresistible. El cinturón desabrochado y la cremallera de sus tejanos abierta; era terriblemente erótico que este ser poderoso dependiera de ella. Pero luego, al tomarle el pulso, el terror se había apoderado de ella.
Se había quedado junto a él durante un rato tenso e interminable, hasta que el pulso volvió a la normalidad y le bajó la temperatura. Hasta que se quedó dormido y empezó a respirar con regularidad. Era varonil, de una belleza perfecta, con la camiseta blanca ceñida sobre su torso, un hombre de verdad, exquisito y misterioso, con ese vello oscuro en el pecho y los antebrazos, y esas manos mucho más grandes que las suyas.
Lo único que enfriaba su pasión era el miedo que él sentía, pero nunca duraba mucho.
Esa mañana le habría gustado despertarlo besándole el pene. Pero después de todo lo sucedido Michael necesitaba dormir. Lo necesitaba terriblemente. Ojalá soñara en paz. Además pensaba casarse con él y se lo pediría en cuanto se presentara la oportunidad. Tenían toda la vida por delante en la casa de First Street para ese tipo de cosas, ¿no?
Y ahora, dos horas más tarde, mientras la lluvia caía y el desayuno se enfriaba, se sentó soñadora al mismo tiempo que su mente recorría el pasado y sopesaba todas las posibilidades. Pensaba también en el encuentro crucial que muy pronto daría comienzo.
El teléfono la sobresaltó. Ryan y Pierce estaban en el vestíbulo, la esperaban para llevarla al centro.
Escribió deprisa una nota para Michael en la que le decía que había salido a arreglar asuntos legales y que volvería a la hora de la cena, no más tarde de las seis. «Por favor, quédate con Aaron y no vayas solo a la casa». Firmó con cariño.
—Quiero casarme contigo —dijo en voz alta, mientras dejaba la nota en la mesilla de noche. Él roncaba suavemente sobre la almohada—. El arcángel y la bruja —dijo en voz más alta. Michael continuó durmiendo. Le dio un beso en el hombro y le apretó con suavidad el bíceps. Si no paraba terminaría en la cama con él enseguida. Así que salió y cerró la puerta.
Los edificios de ladrillo de Carondelet Street, pequeños y deliciosos, se deslizaban en un curioso silencio a su paso, el cielo, tras el aguacero, parecía una piedra pulida; los relámpagos abrían una grieta en la piedra; los truenos retumbaban amenazadores y se desvanecían.
Al final se internaron en una zona de brillantes rascacielos, una América radiante de dos manzanas a la que siguió un aparcamiento subterráneo que podría haber estado en cualquier lugar del mundo.
Ninguna sorpresa en las espaciosas oficinas de Mayfair y Mayfair en el piso treinta, con sus muebles tradicionales y una moqueta mullida, ni siquiera por el hecho de que dos de los abogados Mayfair fueran mujeres, y otro, un hombre mayor. Ni que los altos ventanales dieran al río, gris como el cielo, lleno de atractivos remolcadores y barcazas debajo del velo plateado de la lluvia.
Luego café y una conversación de lo más vaga y frustrante con el canoso Ryan, sus ojos azul celestes opacos como el mármol, que hablaba sin cesar de algo así como «fondos considerables», «valores a largo plazo» e inversiones absolutamente seguras «mucho mayores de lo que esperas».
Ella aguardó. No era suficiente, tenían que darle más información, debían hacerlo. Luego, como un ordenador, analizó los preciosos nombres y detalles que él por último se decidió a soltar.
Aquí estaban al fin. Rowan vio los hospitales y las clínicas brillando en el soñado horizonte, aunque permaneció inmóvil, impasible, dejando que Ryan continuara hablando.
¿Bienes raíces en el centro de Manhattan y Los Ángeles? ¿Accionistas principales de Markham Harris Resorts? ¿Una cadena hotelera mundial? ¿Centros comerciales en Beverly Hills, Coconut Grove, Boca Raton y Palm Beach? ¿Propiedades inmobiliarias en Miami y Honolulú? Y otra vez referencias a inversiones «inmensas» y muy seguras en bonos del tesoro, francos suizos y oro.
Su mente viajaba, pero no se alejaba demasiado. De modo que los datos del informe de Aaron eran absolutamente correctos. Le había proporcionado el telón de fondo y el arco del proscenio para apreciar esta pequeña pieza teatral. En efecto, le había dado una información que ni soñaban estos abogados de rostro limpio, con sus pulcras ropas de oficina.
Rowan se bebió el café en silencio. Sus ojos se posaban en los otros Mayfair, que también estaban en silencio mientras Ryan continuaba esbozando su vaga descripción de bonos municipales, contratos petrolíferos, algunas inversiones seguras en la industria del espectáculo y lo último en tecnología informática. De vez en cuando, Rowan asentía y tomaba alguna nota con su estilográfica de plata.
Sí, por supuesto, comprendía que el bufete se ocupaba de todo desde hacía más de un siglo. Cosa que mereció un murmullo sincero de aprobación. Julien había fundado el despacho para ocuparse de la gestión del legado. Y desde luego ella podía ver muy bien de qué modo el legado iba unido a las finanzas de la familia en su conjunto… «todo en beneficio del legado, naturalmente. Porque el legado es lo primero y principal, y, de hecho, nunca ha habido conflictos, si entendemos por conflicto malinterpretar el alcance…».
—Comprendo.
—El nuestro siempre ha sido un enfoque conservador, pero para valorar en toda su amplitud lo que digo, habría que comprender qué significa tal enfoque cuando hablamos de una fortuna de este tamaño. Para ser realistas, tendríamos que pensar en términos de un pequeño país productor de petróleo, y no estoy exagerando, cuya política apunta a conservar y proteger más que a expandir y desarrollar, porque cuando un capital de esta naturaleza se protege contra la inflación o cualquier otra erosión o intrusión, la expansión es virtualmente imparable y el desarrollo en innumerables direcciones es inevitable, y hay que ocuparse de invertir día a día rentas tan enormes que…
—Estás hablando de miles de millones —dijo Rowan en voz baja.
Callados murmullos recorrieron la reunión. ¿Una salida desatinada? Rowan no percibió vibraciones de deshonestidad, sólo confusión y miedo por ella y por lo que haría. Después de todo, ellos eran Mayfair, ¿no? La estudiaban del mismo modo que ella los estudiaba a ellos.
Pero no hubo respuesta.
—Miles de millones —repitió— sólo en bienes raíces.
—Pues sí, en realidad, sí. Debo decir que se trata de miles de millones sólo en bienes raíces.
Qué turbados e incómodos parecían, como si hubieran revelado un secreto estratégico.
De pronto percibió el miedo, la aversión de Lauren Mayfair, la abogada rubia, de unos setenta años quizá, con el cutis arrugado cubierto por una fina capa de polvos, que la miraba desde el extremo de la mesa y la imaginaba trivial, malcriada y totalmente programada para ser desagradecida con el trabajo hecho por el bufete. A la derecha estaba Anne Marie Mayfair, morena, guapa, de unos cuarenta años o más, bien maquillada y elegantemente vestida, con su traje gris y su camisa de seda amarilla, que observaba a Rowan con franca curiosidad a través de unas gafas de carey, firmemente convencida de que sobrevendría algún tipo de desastre.
Y Randall Mayfair, nieto de Cortland, alto y delgado, con una mata de pelo blanco y un cuello flácido que asomaba por la camisa, que se limitaba a estar ahí, con ojos soñolientos debajo de unas tupidas cejas y unos párpados ligeramente morados, sin miedo, pero vigilante por naturaleza, y resignado.
Cuando los ojos de ambos se encontraron, Randall le respondió en silencio: «Claro que no comprendes. ¿Cómo vas a entender? ¿Cuánta gente puede hacerlo? Por eso quieres el control y por eso eres una necia».
—Me estáis subestimando —dijo en un tono neutro, recorriendo al grupo con la mirada—. Yo no os subestimo. Sólo quiero saber el alcance de la fortuna. No puedo permanecer pasiva. De hacerlo, sería una irresponsable.
Silencio. Pierce levantó su taza de café y bebió sin ruido.
—Para hablar en términos prácticos —dijo Ryan, tranquila y amablemente—, en realidad se puede vivir majestuosamente con una fracción de los intereses devengados por las inversiones de una fracción de los intereses devengados por las inversiones de… etcétera, no sé si me sigues, y todo ello sin tocar nunca el capital por ninguna contingencia ni por ninguna razón…
—Insisto en que no puedo permanecer pasiva, ni quedarme en la ignorancia por complacencia o negligencia. No creo que sea la actitud apropiada.
Un silencio que una vez más se encargó de romper Ryan.
—¿Qué es lo que quieres saber en concreto, Rowan? —preguntó en tono conciliador y educado.
—Todo, cada uno de los engranajes. O quizá debería decir la anatomía. Quiero ver el cuerpo entero como si estuviera extendido sobre la mesa. Quiero estudiar el organismo en su totalidad.
Un cruce de miradas rápido entre Randall y Ryan. Y otra vez Ryan.
—Bueno, es perfectamente razonable, pero puede que no sea tan sencillo como imaginas…
—Por ejemplo —dijo Rowan—, ¿qué parte de este dinero se invierte en medicina? ¿Hay instituciones médicas en el patrimonio?
Qué asustados estaban. Parecía una declaración de guerra, o por lo menos eso era lo que demostraba la cara de Anne Marie Mayfair, que lanzaba una mirada a Lauren y luego Randall, primera manifestación de hostilidad abierta que Rowan presenciaba desde que estaba en la ciudad.
La anciana Lauren, con un dedo sobre su labio inferior y los ojos entrecerrados, era demasiado educada para semejante exhibición y se limitaba a mirar fijamente a Rowan y, de vez en cuando, a Ryan, que empezaba a hablar otra vez:
—Nuestros esfuerzos filantrópicos no han estado hasta ahora dirigidos al campo específico de la medicina. La Fundación Mayfair se ocupa más bien de las artes y la educación, en concreto de la televisión educativa, y también se destinan fondos para becas en varias universidades. Desde luego, donamos enormes sumas a organizaciones benéficas.
—Ya sé cómo funciona todo esto —respondió Rowan en voz baja—. Pero estamos hablando de miles de millones, y los hospitales, las clínicas y los laboratorios son empresas con fines de lucro. No estaba pensando en asuntos benéficos. Pensaba en un área completa de acción que podría tener un impacto beneficioso y considerable sobre muchas vidas.
Qué extrañamente frío y excitante era este momento. Qué íntimo también. Bastante parecido a la primera vez que había entrado en un quirófano para tomar el instrumental en sus manos.
—No hemos pensado dedicarnos al campo de la medicina —dijo Ryan de modo concluyente—. Es un área que requiere un estudio complejo y exigiría una reestructuración completa. Rowan, ¿te das cuenta de que esta red de inversiones, si me permites llamarla así, se ha desarrollado durante más de un siglo? No se trata de una fortuna que pueda ir a pique si el mercado de la plata quiebra, o si Arabia Saudita inunda el mundo de petróleo gratis. Hablamos de una diversificación de inversiones casi única en los anales de las finanzas y de maniobras cuidadosamente planificadas que han resultado rentables y han sobrevivido a dos guerras mundiales y a infinidad de conflictos menores.
—Comprendo. De verdad, lo comprendo, pero quiero información. Quiero saberlo todo. Podemos empezar por las contribuciones impositivas y avanzar a partir de ahí. Quizá lo que desee sea un aprendizaje, una serie de reuniones en las que discutamos las diversas áreas de nuestras inversiones. Sobre todo quiero estadísticas, porque las estadísticas son la realidad que finalmente…
Silencio otra vez, confusión, miradas que van de uno a otro. Qué pequeño y lleno parecía de pronto el despacho.
—¿Quieres mi consejo? —preguntó Randall. Tenía una voz más profunda y ronca que la de Ryan, pero igual de paciente, con ese cadencioso acento sureño—. Bueno, en realidad pagas por él, así que es mejor que lo escuches.
—Sí, por favor —le respondió Rowan, abriendo los brazos.
—Vuelve a la neurocirugía. Retira la suma que quieras cada vez que lo necesites y olvídate de tratar de entender de dónde viene el dinero. A no ser que quieras dejar la medicina y convertirte en lo que somos nosotros: personas que se pasan la vida en reuniones de juntas, hablando con asesores financieros, agentes de bolsa, otros abogados y contables con pequeñas calculadoras, que es a fin de cuentas por lo que nos pagas.
Rowan estudió su descuidada cabellera gris, las bolsas debajo de sus ojos, las manos grandes y arrugadas cogidas ahora a la mesa. Un hombre agradable. Sí, agradable. No es un mentiroso. Ninguno de ellos lo es. Tampoco ladrones. La gestión inteligente de este dinero les exige todo su talento y les permite obtener unos beneficios que sobrepasan con creces los sueños de cualquier persona inclinada al robo.
Pero todos ellos son abogados, incluso Pierce, el joven guapo con ese cutis de porcelana; y los abogados tienen una definición de lo correcto notablemente flexible y reñida con la de todos los demás.
Apartó la mirada y la dirigió afuera, al río. La excitación la había cegado durante un momento. Ojalá se apagara el rubor de su rostro. Salvación, murmuró en lo profundo de su alma. No importaba si no lo comprendían. Lo importante era que lo comprendiera ella y ellos no se lo impidieran, y que mientras los dejaba sin el control de los bienes, no se sintieran heridos ni subestimados; también a ellos habría que salvarlos.
—¿A cuánto asciende el total? —preguntó Rowan con la mirada fija en el río, en la larga barcaza que un viejo remolcador llevaba a contracorriente.
Silencio.
—Es un error pensar de ese modo —insistió Randall—. Se trata de una gran red de…
—Me lo imagino. Pero quiero saberlo y no me podéis culpar por ello. ¿Cuánto valgo?
Silencio.
—Sin duda puedes dar alguna cifra.
—Bueno, preferiría no hacerlo porque podría resultar completamente irreal si lo consideramos desde…
—Siete mil quinientos millones —dijo ella—. Es lo que yo calculo.
Silencio prolongado. Cierta conmoción. Había estado bastante cerca, ¿no? Cerca, quizá, de la cifra de la declaración de renta que había surgido de una de esas mentes hostiles y parcialmente cerradas.
Lauren tomó la palabra; Lauren, cuya expresión había cambiado ligeramente mientras se acercaba a la mesa y levantaba su lápiz con ambas manos.
—Tienes derecho a esta información —dijo, con voz delicada y estereotipadamente femenina, una voz que hacía juego con el cabello rubio tan bien peinado y los pendientes de perla—. Te asiste todo el derecho legal para saber lo que es tuyo. Y no hablo sólo en nombre propio cuando te digo que cooperaremos contigo sin restricciones en todo aquello que éticamente nos corresponda. Pero yo, personalmente, debo decir que tu actitud me parece interesante, moralmente, y estoy dispuesta a discutir contigo todos los aspectos del legado, hasta los más pequeños detalles. Mi único miedo es que te canses mucho antes de que todas las cartas estén sobre la mesa. Pero estoy más que dispuesta a tomar la iniciativa y empezar.
¿Se daba cuenta de lo paternalista que era la oferta? Rowan lo dudaba. Pero a fin de cuentas el legado había pertenecido a esta gente durante más de cincuenta años, ¿no? Se merecían un poco de paciencia y ella no podía dejar de dársela.
—En realidad, es la única manera que tenemos de tratar este tema —dijo Rowan—. No es que sea sólo moralmente interesante, es un imperativo moral.
La mujer prefirió no responder. Sus delicados rasgos no perdieron la tranquilidad, apenas abrió sus ojos claros y el temblor de sus manos se reflejó de modo imperceptible en el lápiz que cogía por ambos extremos. Los demás la observaban, aunque cada uno a su manera trataba de disimularlo.
Rowan se dio cuenta: esta mujer, Lauren, es el cerebro del bufete. Siempre había creído que era Ryan. Comprendió en silencio su error y se preguntó si Lauren podía percibir lo que ella pensaba.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo la mujer, mirándola a los ojos—. Es una pregunta de negocios.
—Naturalmente.
—¿Puedes aceptar ser rica? Quiero decir, rica de verdad. ¿Puedes manejarlo?
Rowan se sintió tentada a sonreír. Era una pregunta muy refrescante, y, otra vez, muy paternalista e insultante. Un buen número de respuestas pasaron por su cabeza, pero se decidió por la más simple.
—Sí —dijo—, y quiero construir hospitales.
Silencio.
Lauren asintió. Cruzó los brazos por encima de la mesa y miró al resto del grupo.
—Bueno, yo no veo ningún problema en ello —dijo, con tranquilidad—. Parece una idea interesante. Y, desde luego, estamos aquí para hacer lo que tú desees.
Sí, ella era el cerebro del bufete y había permitido a Ryan y Randall que expusieran las cosas. Pero ella era la persona que podía ser la maestra y, quizás, el obstáculo.
—Creo que ahora podemos pasar a las cuestiones más inmediatas, ¿no? —preguntó Rowan—. Tendréis que hacer un inventario de las cosas de la casa, ¿verdad? Creo que alguien lo ha mencionado. De las cosas de Carlotta también. ¿Alguien puede ocuparse de que se las lleven?
—Sí, y con respecto a la casa —preguntó Ryan—, ¿has tomado alguna decisión?
—Quiero restaurarla y vivir allí. Voy a casarme con Michael Curry, probablemente antes de fin de año. Nos instalaremos en ella.
Era como si hubiera encendido una luz brillante que derramara su resplandor y tibieza sobre cada uno de ellos.
—Es estupendo —dijo Ryan.
—Me alegra mucho saberlo —comentó Anne Marie.
—No sabes lo que la casa significa para nosotros —dijo Pierce.
—No sé si sabrás lo felices que estarán todos cuando lo sepan —intervino Lauren.
Sólo Randall permaneció en silencio, Randall con sus ojeras fláccidas y sus manos carnosas.
—Sí, es maravilloso —dijo al fin, casi con tristeza.
—¿Pero puede alguien sacar todas las cosas de Carlotta? —insistió Rowan—. No quiero entrar en la casa hasta que se las hayan llevado.
—No hay ningún problema —dijo Ryan—. Mañana mismo empezaremos a hacer el inventario y Gerald Mayfair pasará lo antes posible a recoger las cosas de Carlotta.
—Y un equipo de limpieza, necesito profesionales que limpien a fondo la habitación del segundo piso. Cuando quiten ese olor y se lleven los colchones, empezaremos las obras. Todos los colchones, creo…
—Rowan, deja que yo me ocupe —dijo Pierce. Ya estaba de pie—. ¿Quieres que compre colchones nuevos? Esas camas antiguas son dobles, ¿verdad? Déjame pensar, hay cuatro. Puedo pedir que los envíen esta misma tarde.
—Perfecto —dijo Rowan—. No hace falta tocar los cuartos de servicio y la cama de Julien se puede desarmar y guardar.
—De acuerdo. ¿Puedo ayudarte en algo más?
—No, con esto es más que suficiente. Michael se ocupará del resto. Él se hará cargo de toda la restauración.
—Sí, es todo un experto en el tema, ¿no? —dijo Lauren en voz baja. Se dio cuenta en el acto del desliz. Bajó la cabeza y luego miró a Rowan, intentando disimular su ligera turbación.
¿Así que ya lo habían investigado? ¿Sabían también lo de sus manos?
—Nos gustaría que te quedaras un rato más —dijo Ryan, a continuación—. Queremos mostrarte algunos papeles relacionados con las propiedades y unos documentos referentes al legado…
—Sí, por supuesto, manos a la obra.
—Todo arreglado entonces. Luego iremos a almorzar. Nos gustaría llevarte a Galatoire’s, si no tienes otros planes.
—Me parece perfecto.
Y se pusieron a trabajar.
Eran las tres de la tarde cuando Rowan llegó a la casa. A pesar del calor intenso, el cielo todavía estaba nublado. Parecía que el bochorno se había estancado debajo de los robles.
En cuanto bajó del taxi, vio un enjambre de insectos en las manchas de sombra. Pero la casa la cautivó de inmediato. Otra vez sola en este lugar. Y los frascos, gracias a Dios, así como las muñecas, habían desaparecido y pronto desaparecerían también las pertenencias de Carlotta.
Tenía las llaves en la mano. Le habían enseñado las escrituras de la casa, incorporada al legado en 1888 por Katherine. Era de ella, de ella sola. Así como los miles de millones de los que ellos no querían hablar en voz alta. «Todo mío».
Gerald Mayfair, un joven bien parecido, de rostro dulce y rasgos indefinidos, salió por la puerta principal. Le explicó rápidamente que ya se iba y que acababa de guardar la última caja con los objetos personales de Carlotta en el maletero.
El equipo de limpieza había terminado su trabajo hacía una media hora.
El joven miró a Rowan con cierto nerviosismo cuando ésta le tendió la mano. No tendría más de veinticinco años y no se parecía a la familia de Ryan. Su perfil era más pequeño y le faltaba el aplomo que ella había observado en los demás. Pero parecía un muchacho agradable, lo que uno llamaría un buen chico.
Rowan le agradeció que hubiera venido tan rápido a buscar las cosas y le aseguró que asistiría a la misa de réquiem por Carlotta.
—¿No sabes si ya la han… enterrado? —¿Era ésa la palabra apropiada cuando a uno lo metían en uno de esos nichos de piedra?
Sí, respondió él, la habían inhumado aquella mañana. Él había estado allí con su madre y al volver a casa se habían encontrado el mensaje de que pasara a recoger las cosas.
Rowan volvió a darle las gracias y añadió que tenía muchas ganas de conocer a toda la familia. Gerald asintió.
—Ha sido un bonito detalle que fueran tus dos amigos.
—¿Mis amigos? ¿Que fueran dónde? —le preguntó Rowan.
—Esta mañana, al cementerio; el señor Lightner y el señor Curry.
—Ah, sí, claro… Yo también debería haber ido.
—No importa. Ella no quería ningún homenaje, y francamente…
Se quedó en silencio durante un momento, de pie sobre el sendero de piedra. Miraba la casa como si quisiera decir algo, pero, por lo visto, incapaz de hablar.
—¿Piensas vivir aquí? —preguntó de repente.
—Pienso arreglarla, devolverle su antiguo esplendor. Mi marido… el hombre con el que voy a casarme, es un experto en casas antiguas. Dice que es muy sólida. Está loco por empezar.
Seguía quieto, en medio del calor inclemente; su rostro brillaba ligeramente con una expresión llena de expectación y duda.
—¿Sabes que este lugar ha visto muchas tragedias? —dijo por fin—. Eso es lo que siempre decía tía Carlotta.
—Y también el periódico de esta mañana —añadió Rowan, sonriendo—. Pero también ha visto mucha felicidad, ¿no? En los viejos tiempos y durante muchas décadas. Quiero ver otra vez la felicidad en este lugar.
Rowan esperó, paciente, y al final preguntó:
—¿Que es lo que quieres decirme exactamente?
Los ojos del joven se posaron sobre su rostro, luego sobre sus hombros y, tras un suspiro, volvieron a la casa.
—Creo que debería decirte que Carlotta… quería que yo quemara la casa tras su muerte.
—¿Hablas en serio?
—Nunca tuve la intención de hacerlo. Se lo conté a Ryan y a Lauren, y también a mis padres. Pero creí que debía decírtelo. Era una persona muy obstinada. Me explicó cómo hacerlo. Me dijo que empezara el fuego por el último piso, con una lámpara de aceite, que siguiera por el primero con las cortinas y que, por último, lo hiciera en la planta baja. Me lo hizo prometer. Me dio una llave. —Le tendió la llave a Rowan—. En realidad, no hace falta —continuó—, la puerta principal no se ha cerrado en los últimos cincuenta años, pero ella temía que alguien la cerrara. Sabía que no moriría hasta que no lo hiciera Deirdre y me dejó estas instrucciones.
—¿Cuándo te lo pidió?
—Muchas veces. La última, hace una semana, quizá menos. Justo antes de que muriera Deirdre… cuando se enteraron de que se estaba muriendo. Me llamó por la noche, tarde, y me lo recordó. «Quémala», me dijo. —Gerald asintió con timidez y sus ojos volvieron a la casa—. Sólo quería que lo supieras —añadió—. Creí que debías saberlo.
—¿Y qué más puedes contarme?
—¿Qué más? —Se encogió de hombros. Parecía querer marcharse, pero no lo hizo. Se encerró en sí mismo—. Ten cuidado —dijo—, ten mucho cuidado. Es una casa vieja, sombría y no… quizá no es lo que parece.
—¿Cómo?
—No es una casa tan maravillosa. Es algo así como la morada de algo. Una trampa, se podría decir. Se le atribuyen todo tipo de tramas. Y juntas forman una especie de trampa. —Sacudió la cabeza—. No sé lo que estoy diciendo. Estoy hablando por hablar. Es que… bueno, todos nosotros tenemos un pequeño talento para sentir cosas…
—Lo sé.
—Y bueno, quería ponerte sobre aviso. Tú no sabes nada de nosotros.
—¿Te habló Carlotta de las tramas, de la trampa?
—No, es sólo mi opinión. Yo venía más que los demás. Era el único al que Carlotta quería ver en los últimos años. Le caía bien. No sé por qué. A veces venía sólo por curiosidad, pero en realidad también quería serle leal, de verdad. Ha sido como una carga sobre mis hombros.
—Y te alegra que haya terminado.
—Sí. Es horrible decirlo, pero de todas formas ella tampoco quería seguir viviendo. Eso es lo que decía. Estaba cansada. Quería morir. Pero una tarde, yo estaba solo, la esperaba, y me di cuenta de que era una trampa. Una trampa grandiosa, enorme. No sé muy bien lo que quiero decir. Lo único que te digo es que si alguna vez sientes algo, no descartes que…
—¿Has visto algo alguna vez?
Gerald pensó durante un momento; era evidente que había captado el sentido de la pregunta sin dificultad.
—Una vez, quizá —respondió—, en el pasillo. Pero también es posible que lo haya imaginado.
Se quedaron en silencio. Habían llegado al final; Gerald quería irse.
—Ha sido un placer hablar contigo, Rowan —dijo, con una sonrisa afable—. Si necesitas algo, llámame.
Rowan entró en la casa y observó de manera casi furtiva cómo Gerald se alejaba despacio en su Mercedes.
La casa estaba vacía ahora, en silencio.
Olía a aceite de pino. Rowan subió la escalera y fue de habitación en habitación. Colchones nuevos envueltos en plásticos brillantes en todas las camas. Sábanas y colchas cuidadosamente plegadas y apiladas a un lado. Suelos barridos.
Olor a desinfectante en el segundo piso.
Subió la escalera. La brisa entraba por la ventana del rellano. El suelo de la pequeña habitación de los frascos estaba impecable a excepción de una mancha oscura y profunda que, probablemente, no desaparecería nunca. No había ni una partícula de cristal.
El cuarto de Julien estaba limpio y arreglado, con cajas apiladas y la cama de hierro desarmada y apoyada contra la pared, debajo de las ventanas, limpias también. Los libros, acomodados en las estanterías. La sustancia oscura y pegajosa dejada por el cuerpo de Townsend había sido rascada.
Rowan bajó de nuevo y se dirigió a la cocina por el pasillo. Olor a cera, aceite de pino y a madera. Ese agradable olor a madera.
Sobre el mostrador de la despensa había un viejo teléfono negro.
Marcó el número del hotel.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Estoy aquí solo, tirado en la cama, sintiendo pena de mí mismo. Esta mañana he ido al cementerio con Aaron. Estoy agotado. Todavía me duele todo, como si me hubieran apaleado. ¿Dónde estás? ¿No estarás en la casa?
—Sí, y está vacía y agradable. Se han llevado las cosas de Carlotta y todos los colchones. Han fregado a fondo la habitación del ático.
—¿Estás sola?
—Sí, y es maravilloso. Hay sol por todas partes. —Echó un vistazo alrededor de ella. El sol entraba por los ventanales de la cocina y la luz del comedor se derramaba sobre el parqué—. Sí, estoy completamente sola.
—Ahora mismo voy.
—No, estoy a punto de irme. Quiero volver al hotel andando y quiero que tú descanses. Me gustaría que te hicieras un examen médico.
—No bromees.
—¿Te has hecho alguna vez un electrocardiograma?
—El infarto me lo producirás tú del susto. Me hicieron todo eso después del accidente. Mi corazón está en perfecto estado. Lo que necesito son ejercicios eróticos en grandes dosis durante un período continuado e interminable.
—Depende de las pulsaciones que tengas cuando llegue yo.
—Venga, Rowan, no necesito ningún examen. Si no estás aquí en diez minutos, iré a buscarte.
—Tardaré incluso menos.
Atravesó despacio la sala de estar, cruzó la puerta alta en forma de cerradura y entró en el vestíbulo. Se volvió para apreciar sus grandiosas dimensiones y lo pequeña que parecía ella en comparación. La luz del sol se derramaba por toda la habitación y se reflejaba en el brillante suelo.
Una enorme sensación de bienestar se apoderó de ella. «Todo mío».
Se quedó inmóvil durante unos segundos, escuchando, sintiendo. Trataba de captar el momento y de recordar la angustia de los dos últimos días. ¡Qué libre se sentía ahora! Y, una vez más, la espeluznante y trágica historia la consoló, porque con todos sus oscuros secretos tenía un sitio en ella. Y redimiría lo sucedido. Eso era lo más importante de todo. Se dio la vuelta para salir por la puerta principal y, en ese momento, vio un florero alto sobre la mesa del vestíbulo, con un ramo de rosas dentro. ¿Las había puesto Gerald? Quizás había olvidado decírselo.
Se entretuvo un instante para mirar los capullos cerrados, todos de color rojo sangre, perfectos, como las flores de floristería de los entierros, pensó, como si los hubieran quitado de esas coronas elegantes del cementerio.
Entonces, con un escalofrío, pensó en el Impulsor. Flores lanzadas a los pies de Deirdre. Flores sobre su tumba. En realidad, su sobresalto fue tan violento que incluso oyó en aquel silencio los latidos de su propio corazón. Pero era una idea absurda. Seguramente las había dejado Gerald, o Pierce, cuando se había ocupado de los colchones. Después de todo era un florero común y corriente, lleno de agua del grifo, con rosas de floristería.
A pesar de todo, tenían un aspecto fantasmagórico. De hecho, en cuanto los latidos de su corazón volvieron a la normalidad, se dio cuenta de que el ramo tenía algo en realidad extraño. No era experta en rosas, pero, por lo general, ¿no eran más pequeñas que éstas? Qué grandes y blandas parecían. Y tenían un color encarnado oscuro. Y qué tallos y qué hojas; la forma de las hojas de las rosas siempre era almendrada, ¿no?, y éstas tenían muchas puntas. En realidad, no había ni una sola hoja en todo el ramo que tuviera la misma forma ni el mismo número de puntas que otra. Qué extraño. Como si fuese una planta silvestre, genéticamente silvestre, llena de sorprendentes mutaciones casuales.
Enfiló hacia la entrada de la casa, trataba de recuperar la sensación de bienestar, de respirar la lujosa tibieza que la rodeaba. Esta casa, en cierto modo, era como un templo. Se volvió y miró la escalera, el mismo tramo en el que Arthur había visto a Stuart Townsend.
Bueno, ahora no había nadie.
Nadie. Nadie en el largo salón. Nadie fuera, en los porches, donde las enredaderas trepaban sobre las mallas mosquiteras.
Nadie.
—¿Tienes miedo de mí? —preguntó en voz alta. Las palabras le produjeron un curioso hormigueo de excitación—. ¿O esperabas que yo tuviera miedo de ti y, como no lo tengo, estás enfadado? Es eso, ¿verdad?
Con una débil sonrisa se dio la vuelta y se acercó a las rosas. Cogió una del florero, se la acercó suavemente a los labios para sentir la tersura de los pétalos y salió por la puerta principal.
Realmente era una rosa enorme. Cuántos pétalos tenía y qué disposición tan confusa y extraña. Las flores ya empezaban a marchitarse.
En verdad los pétalos tenían ya los bordes marrones y estaban arrugados.
Volvió a oler el dulce perfume durante un segundo, luego tiró la rosa al jardín y salió por la cancela.