31

Empezaron a explorar la casa con tranquilidad y reverencia. Al principio parecía como si hubieran entrado en un museo a escondidas de los guardias y no se atrevieran a abusar de su suerte accidental.

Pero, poco a poco, a medida que la intangible tibieza se les hacía más familiar, se volvieron más intrépidos.

Sólo en la biblioteca curiosearon durante una hora, examinaron los lomos de cuero de los clásicos y los libros mayores de la vieja plantación de Riverbend, entristecidos al descubrir las páginas húmedas y estropeadas. Las viejas cuentas casi no se podían leer.

No tocaron los papeles que había sobre el escritorio y que Ryan Mayfair pasaría a recoger para examinar. Estudiaron los retratos de la pared.

—Éste es Julien Mayfair, tiene que ser él. —Una belleza sombría que les sonreía desde el vestíbulo—. ¿Qué hay detrás? —Estaba tan borroso que Michael no lograba distinguirlo. Entonces se dio cuenta: Julien estaba de pie en el porche delantero de la casa.

—Sí, y allí, en aquella vieja fotografía, están Julien y sus hijos. El que está junto a él es Cortland, mi padre. —Una vez más estaban todos juntos en el porche, sonreían, con el sepia descolorido de fondo. Qué alegres, qué animados parecían.

«¿Y qué verás, Michael, si tocas los retratos? ¿Cómo sabrás que no es lo que Deborah quiere que hagas?»

En la pequeña despensa de techos altos descubrieron estantes, en lo alto, con espléndida porcelana: Milton, Lenox, Wedgwood, Royal Doulton… con dibujos de flores, motivos orientales, filigranas en azul y oro. Vieja loza blanca, porcelana oriental, antiguas piezas Blue Willow y Spode.

Había cajas y más cajas con cientos de finas piezas decoradas, envueltas en fieltro, juegos muy antiguos de marcas inglesas con la inicial «M» grabada, al viejo estilo europeo, en la parte de abajo.

Encontraron candelabros de plata, elaborados boles para ponche y fuentes, paneras, platos para mantequilla, viejas jarras de agua, teteras, cafeteras y garrafas. Todo exquisitamente cincelado y de plata pura, que se revelaba como por arte de magia al frotar la superficie ennegrecida con el dedo.

Boles de cristal tallado de todas las medidas salieron del fondo de las vitrinas, dejando paso a platos, también de cristal, y cubertería.

Sólo los manteles y las viejas servilletas estaban completamente estropeados. El hilo y el encaje, podrido por la inevitable humedad, mientras la letra «M» aún brillaba orgullosa debajo de las manchas de moho.

Sin embargo, parte de la mantelería se había conservado en un cajón de cedro seco, envuelta en papel azul. El pesado encaje antiguo estaba amarillento. Esparcidos por el cajón había aros de plata, hueso y oro para las servilletas.

A última hora de la tarde el sol se filtraba por las ventanas del comedor. Mírala en medio de este decorado. Ella, Rowan Mayfair. De los murales surgía la vida, se veía toda una población de pequeñas figuras perdidas en los campos ensoñados de la plantación. La majestuosa mesa oblonga estaba plantada, sólida y elegante, quizá desde hacía un siglo. Las sillas Chippendale, con sus respaldos intrincadamente labrados, alineadas contra la pared.

¿Cenaremos aquí, a la luz de altas velas?

—Sí —murmuró Rowan—. ¡Sí!

Luego, en el cuarto de servicio de mesa, encontraron delicada cristalería como para un banquete real. Copas de cristal fino y vasos de base gruesa con flores talladas, copas de jerez, de coñac, de champán, de vino blanco y vino tinto, copas de postre, garrafas de licor a juego con tapones de cristal, jarras de cristal tallado y otra vez hermosos platos, pilas y pilas brillando a la luz.

Tantos tesoros, pensó Michael, todos ellos esperando el toque de la varita mágica que los devuelva otra vez al servicio.

—Sueño con las fiestas —dijo Rowan—, fiestas como en los viejos tiempos, todos reunidos y las mesas llenas de comida. La casa llena de Mayfair.

Michael observó en silencio su perfil. Tenía una copa delicada en su mano derecha y la hacía girar a la débil luz del sol.

—Todo es tan estético y seductor —dijo Rowan—, no sabía que la vida pudiera ser como parece ser aquí. No sabía que existieran casas como ésta en América. Qué extraño me resulta todo esto. He viajado por todo el mundo y nunca he estado en un sitio así. Es como si el tiempo se hubiera olvidado por completo de este lugar.

Michael no pudo evitar sonreír.

—Las cosas aquí cambian muy lentamente —comentó—, gracias a Dios.

Vagaron juntos bajo los rayos del sol de la tarde, caminaron alrededor de la vieja piscina y por la cabaña en ruinas.

—Todo es muy sólido —le explicó Michael, mientras examinaba las puertas correderas y las duchas—, se puede reparar. Mira, está hecha de madera de ciprés y las cañerías son de cobre. El ciprés es indestructible y puedo reparar las cañerías en un par de días.

Anduvieron otra vez en medio de la hierba salvaje hasta el lugar donde se habían alzado en una época las construcciones anexas. No quedaba nada más que una triste y destartalada estructura de madera al fondo del jardín.

—No está tan mal, nada mal —dijo Michael; espiaba por la malla metálica cubierta de polvo—, probablemente los criados vivían aquí, es una especie de garçonnière.

Aquí estaba el roble en el que Deirdre solía buscar refugio. Se elevaba unos dos metros y medio por encima de ellos. El follaje era denso, polvoriento, y azotado por el calor del verano. En primavera se transformaría en un verde menta. Grandiosos conjuntos de plátanos surgían como manchas de hierba monstruosa bajo el sol. Un hermoso muro largo de ladrillos se extendía al fondo de la propiedad, cubierto de hiedra y glicinas enmarañadas que llegaban hasta los goznes del portón que daba a Chestnut Street.

—La glicina todavía está en flor —dijo Michael—, me encantan estos capullos púrpura… ah, cómo me gustaba tocarlos, cuando pasaba por aquí, para ver temblar los pétalos.

«¿Por qué demonios no te quitas los guantes un momento para sentir esos pétalos suaves en tu mano?»

Rowan tenía los ojos cerrados. ¿Escuchaba el canto de los pájaros? Michael posó su mirada en el ala posterior de la casa, en los porches de los criados, con sus barandillas blancas y la privacidad, blanca también, de la celosía. La visión de la celosía lo cautivó y lo hizo sentir feliz. Éstos eran los colores y texturas de su hogar.

Su hogar. Como si siempre hubiera vivido en un lugar así. Bueno, ¿qué otro paseante casual había querido esta casa más que él? De algún modo siempre había vivido en ella, era el lugar que siempre había deseado para sí al marcharse, el lugar con el que siempre había soñado…

«No puedes imaginar la fuerza del ataque…»

—¿Michael?

—¿Qué pasa, querida? —La besó, y olió el perfume del sol en su pelo. El calor daba brillo a su piel. El escalofrío de las visiones se diluyó. Abrió bien los ojos y dejó que la luz de la tarde lo llenara y el suave zumbido de los insectos lo arrullara.

«Maraña de mentiras…»

—Hay piedras aquí debajo. —La voz de Rowan le llegó débil, amortiguada en la inmensidad del terreno—. Todo esto es piedra, pero lo cubre la hierba.

Michael la siguió hasta el jardín del frente. Encontraron pequeñas estatuas griegas, sátiros de cemento erosionados por el tiempo que espiaban con ojos ciegos debajo del boj, una ninfa de mármol perdida entre las hojas oscuras y brillantes de las camelias y una diminuta lantana amarilla en flor.

—Aquí, en Nueva Orleans, esta enredadera se llama rosa de Montana.

Veían ahora las rayas blancas de la vieja mecedora de Deirdre por entre las ramas de las enredaderas.

—¿Debieron de podarla para que ella pudiera ver el paisaje? —comentó—. ¿Ves cómo ha crecido hacia el otro lado, empujando a la buganvilla? Ah, pero es la reina de la pared, ¿verdad?

Las brácteas eran de un color púrpura fosforescente, casi violento. Todo el mundo las tomaba por flores.

—Todo esto también es tuyo —dijo Rowan—, tuyo y mío. —Qué inocente parecía ahora, con esa sonrisa tan llena de anhelante sinceridad. Volvió a cogerlo del hombro y apretó sus dedos enguantados entre los suyos—. Pero ¿y si todo se viene abajo, Michael? ¿Se podrá reparar todo esto?

—Ven aquí, apártate un poco y mira —respondió—. ¿Ves?, el porche de los criados está recto. Los cimientos de esta casa son muy sólidos. No hay grietas visibles en toda la planta baja, ni manchas de humedad. ¡Nada! Antiguamente estos porches eran los pasillos por los que los sirvientes iban y venían. Por eso hay tantos ventanales y puertas. A propósito, todas las puertas y ventanas que he probado están en escuadra.

Rowan levantó los ojos y miró las ventanas de la vieja habitación de Julien. ¿Pensaba otra vez en Antha?

—Siento que la maldición abandona esta casa —murmuró Rowan—. Era esto lo planeado: que viniéramos tú y yo y nos amáramos aquí.

«Sí, lo creo», pensó él, pero por una razón u otra no lo dijo. Quizá la quietud que lo rodeaba parecía demasiado viva; quizá tenía miedo de desafiar a algo invisible que vigilaba y escuchaba.

—Todas estas paredes son de ladrillos y muy sólidas, Rowan, y algunas son de veinticinco centímetros de espesor. Las medí con la mano al pasar por el vano de las puertas. Veinticinco centímetros de espesor. Las revocaron para que parecieran de piedra porque era la moda de la época. ¿Ves las rayas hechas en la pintura para que parezca una villa de grandes bloques de piedra?

»Es una casa de muchos estilos —continuó—, con sus verjas de hierro forjado, columnas corintias, dóricas y jónicas, entradas en forma de cerradura…

—Sí, cerraduras —dijo ella—. Quería hablarte de otro lugar donde vi una entrada como aquélla. En una tumba. En lo más alto del sepulcro de los Mayfair.

—¿Qué quieres decir en lo más alto?

—Sí, una talla con forma de entrada, como las de esta casa. Estoy segura. Te la enseñaré. Podemos ir hoy o mañana. Está junto al sendero principal.

¿Por qué lo inquietaba? ¿Una entrada tallada en una tumba? Él odiaba los cementerios, y las tumbas. Pero tarde o temprano tenía que verla, ¿no? Continuó hablando, tratando de ahogar aquella sensación, y deseoso de tener una vista general de la casa bañada por la luz del sol.

—Esas ventanas arqueadas de estilo italiano que dan al norte tienen otra influencia arquitectónica. Pero, a fin de cuentas, es todo una sola pieza. Funciona porque sirve. Fue construida para este clima, con sus techos de más de cuatro metros de alto. Es una trampa para la luz y las brisas frescas, es una ciudadela contra el calor.

Rowan deslizó su brazo alrededor del cuerpo de Michael y lo siguió otra vez dentro de la casa, por la escalera en sombras.

—Mira, todo este revoque está firme —explicó—, me atrevería a decir que es el original, hecho por un maestro en el oficio. Hay menos grietas por hundimiento de las que cabría esperar. Cuando me meta debajo de la casa seguramente descubriré que son paredes dentadas que penetran profundamente en el terreno y que las soleras que soportan esta casa son enormes. Tienen que serlo. Todo está en escuadra, es sólido.

—Y yo que la primera vez que la vi pensé que era irrecuperable.

—Quita el viejo empapelado, imagínalo —dijo él—, pinta las paredes con colores cálidos, brillantes. Piensa en toda esta madera limpia y lustrada.

—Ahora es nuestra —murmuró ella—. Tuya y mía. A partir de ahora somos nosotros quienes escribiremos el informe.

—Informe sobre Rowan y Michael —dijo él, y sonrió. Se detuvo en lo alto de la escalera—. El trabajo en el primer piso es más sencillo. Los techos son un poco más bajos y no tienen todas esas molduras de adorno. Es todo a menor escala.

Rowan rió y movió la cabeza.

—¿Y qué altura tienen estas pequeñas habitaciones, cuatro metros, quizá?

Giraron y se dirigieron por el pasillo hasta el primer dormitorio, que daba a la fachada de la casa. Las ventanas se abrían sobre los porches del frente y del lateral. El misal de Belle descansaba sobre una cómoda, con su nombre grabado en letras doradas. Había fotografías enmarcadas detrás de cristales sucios que colgaban de cadenas oxidadas.

—Otra vez Julien. Tiene que ser él —dijo Michael—. Y Mary Beth, mira, se parece a ti.

—Sí, eso me dijeron —dijo Rowan en voz baja.

El rosario de Belle, con su nombre grabado en el dorso de la cruz, todavía seguía sobre la almohada de la cama con dosel. Una nube de polvo se levantó de la colcha de plumas cuando Michael la tocó. Una guirnalda de rosas pendía en lo alto del dosel de satén.

—Michael, ésta es la mejor habitación —explicó Rowan a sus espaldas—. Da al sur y al oeste. Ayúdame con las ventanas.

Forcejearon los dos con la hoja atrancada de la ventana.

—Es como estar en una casa construida en un árbol —continuó ella mientras salía a la galería del frente. Tocó la columna corintia, ligeramente cónica, y miró a través de las ramas de los robles—. Mira, los helechos crecen en las ramas, cientos de pequeños helechos verdes. Y allí, una ardilla. No, son dos. Las hemos asustado. Es tan extraño, como si estuviéramos en el bosque y pudiéramos saltar y empezar a trepar. Por este árbol podríamos llegar al cielo.

Michael comprobó las tablas de abajo.

—Sólidas, como todo lo demás. Y la barandilla de hierro en realidad no está oxidada, lo único que necesita es una mano de pintura. —Tampoco había grietas en el techo.

Miró el portón de entrada a través de las pequeñas hojas de los olivos y se vio de niño, de pie, en la acera Se vio con tanta claridad a sí mismo que súbitamente se apretó las manos y volvió a entrar.

—Mira, Michael, esa puerta da a otra habitación. Podría ser una sala de estar. Las dos dan al porche lateral.

Él, mientras tanto, miraba una de las fotos ovaladas. ¿Stella? Sí, debía de ser Stella.

—¿No sería maravilloso? —decía Rowan—. Tiene que ser una sala de estar.

Michael miraba el misal con el nombre Belle Mayfair grabado en letras doradas que estaba sobre la colcha blanca. «Tócalo —pensó—, sólo un instante. Tócalo. Pensándolo bien, Belle era tan dulce, tan buena…

»¿Cómo va a hacerte daño alguien así? Estás en esta casa y no usas tu poder».

—¿Michael?

Pero no podía; si empezaba, ¿cómo pararía? Todos esos impulsos eléctricos que recorrían su cuerpo lo matarían, y la ceguera, la inevitable ceguera cuando las imágenes daban vueltas a su alrededor y lo invadía la cacofonía de todas aquellas voces. No. No tienes por qué hacerlo. Nadie te ha dicho que lo hagas.

La súbita idea de que alguien pudiera obligarlo, que pudiera arrancarle el guante y empujar su mano sobre esos objetos lo atemorizó. Se sintió cobarde. Y Rowan lo llamaba. Volvió a mirar el misal mientras se alejaba.

—Michael, ésta debió de ser la habitación de Millie. También tiene una chimenea. —Estaba delante de un tocador alto y sostenía un pañuelo con un monograma bordado—. Estas habitaciones son como santuarios.

—Sí, todas estas habitaciones tienen chimenea —dijo, ausente, con la mirada fija en las flores púrpura de la buganvilla—. Voy a echar un vistazo a los ladrillos de las chimeneas. Estos hogares planos no son para leña, sino para carbón.

Ahora había estufas de gas; él las prefería porque en todo este tiempo no había visto una estufa de gas arder, con sus pequeñas llamas azules y doradas, en la acogedora oscuridad del invierno.

Rowan estaba ante la puerta del armario.

—¿Qué es este olor, Michael?

—Dios mío, Rowan, ¿no conoces el olor a alcanfor de los viejos armarios?

Ella rió en voz baja.

—Nunca he visto un viejo armario, Michael Curry. Nunca he vivido en una casa antigua, ni he estado en un viejo hotel. Siempre lo más moderno, era el lema de mi padre adoptivo. Restaurantes de metal y cristal, con vistas panorámicas. Imagínate hasta qué extremos llegaba para mantener ese nivel. Y Ellie no soportaba ver nada viejo o usado. Tiraba toda la ropa de un año a otro.

—Debes de pensar que estás en otro mundo.

—No, más bien en otra interpretación del mismo —dijo ella; su voz se desvanecía. Tocó pensativa las viejas ropas colgadas. Lo único que veía eran sombras—. Pensar que el siglo está casi terminado —murmuró— y ella pasó toda su vida en esta habitación. —Dio un paso atrás—. Dios mío, este empapelado es horrible. Mira, hay una grieta ahí arriba.

—Bueno, haremos un techo nuevo —respondió él y se encogió de hombros—. Dos días de trabajo.

—Eres un genio.

Michael rió y sacudió la cabeza.

—Mira, allí hay un cuarto de baño —señaló Rowan—. Cada habitación tiene su propio baño. Estoy tratando de imaginarme todo terminado y limpio…

—Yo lo veo —dijo él—, lo veo a cada paso que doy.

El cuarto de Carlotta era la última habitación principal al final del pasillo. Parecía una gran caverna sombría, con su cama negra con dosel, su tafetán desteñido con volantes y algunas sillas con fundas. Había también un rancio olor a rosas. Una estantería sostenía libros de leyes y de consulta. El rosario y el misal estaban sobre el tocador, como si acabara de dejarlos, así como sus guantes blancos, arrugados, un camafeo y un collar de cuentas de azabache.

—Solíamos llamarlas las cuentas de la abuela —explicó Michael, un poco sorprendido—. Me había olvidado por completo. —Se acercó para tocar el collar, pero retiró la mano de golpe, como si fuera a quemarse.

—A mí tampoco me gusta este sitio —murmuró Rowan. Tenía los brazos encogidos contra su pecho, con expresión de frío, de pena. De miedo, quizá—. No quiero tocar ninguna de sus pertenencias —dijo, miraba con asco los objetos desparramados sobre el tocador y los viejos muebles, por bonitos que fueran—. Ryan se ocupará de todo esto —murmuró cada vez más inquieta—. Dijo que Gerald Mayfair vendría a llevarse sus cosas. Carlotta dejó sus objetos personales a la abuela de Gerald. —Se volvió como si algo la hubiera asustado, luego miró con cierto enfado el espejo que había entre las dos ventanas—. Aquí huele también a alcanfor, y a otra cosa.

Avanzaron hacia la puerta del fondo de la habitación, que daba a un pequeño corredor con una escalera corta y a dos cuartos pequeños, uno detrás del otro.

—Antiguamente las doncellas dormían aquí —explicó Michael—. Ahora el cuarto de Eugenia es el de atrás. En realidad, estamos en el ala de servicio. Esta puerta es bastante reciente, la abrieron no hace mucho. Antes, los sirvientes tenían que pasar por los porches para entrar en el ala principal de la casa.

Se dieron la vuelta y penetraron otra vez en la habitación más grande. Rowan cruzó despacio por encima de la alfombra descolorida y Michael la siguió hasta la ventana. Descorrió la delicada cortina. Miraron las aceras de ladrillos de Chestnut Street y la imponente fachada de la casa de enfrente.

—Mira, da al río —dijo Michael; observaba la otra casa—. Mira los robles que tiene. Incluso los viejos establos siguen en pie. ¿Ves el revoque que se cae de los ladrillos? Esta casa también se hizo tratando de imitar la piedra.

—Los robles se ven desde todas las ventanas —le comentó Rowan, en voz muy baja, como para no molestar al polvo—. Y el cielo es muy azul. Hasta la luz es diferente aquí. Es como la luz suave de Florencia o Venecia.

—Así es.

Michael se sorprendió mirando otra vez con aprensión los objetos de Carlotta. Quizá Rowan le había contagiado su intranquilidad. Se imaginó, de modo compulsivo y doloroso, sin los guantes y tocando todas aquellas cosas con la mano descubierta.

—¿Qué pasa, Michael?

—Salgamos de aquí —respondió; la cogió de la mano y volvieron al pasillo.

Rowan lo siguió con reticencia hasta el viejo cuarto de Deirdre. Allí su repugnancia y su confusión se hicieron más intensas. No obstante, Michael sabía que ella se sentía obligada a hacer aquel recorrido. Vio enfado en sus ojos cuando encontró las fotografías enmarcadas y las pequeñas sillas victorianas. Al volver a ver ella la desagradable mancha del colchón, la abrazó con fuerza.

—¡Qué asco! —dijo él—. Voy a llamar a alguien para que limpie todo esto.

Michael miró la mancha, ovalada, marrón y pegajosa. ¿Había sufrido una hemorragia al morir? ¿O la habían dejado allí, sobre sus excrementos, en aquella vieja habitación horrible y calurosa?

—No lo sé —murmuró Rowan, pese a que él no había hecho la pregunta en voz alta. Suspiró con rabia—. Ya he pedido los informes. Ryan lo ha solicitado todo por canales legales. Hoy he hablado con él. He llamado también al médico y he hablado con la enfermera; Viola, una mujer mayor, muy agradable. Habla como un personaje de Dickens. Lo único que me dijo el médico es que no había motivo para llevarla al hospital. Una locura. Le sentó fatal que le hiciera preguntas. Me dio a entender que era un error que lo interrogara. Me dijo que dejarla morir era humano.

Michael la apretó más, y rozó sus mejillas con los labios.

—¿Qué son esas velas? —preguntó; había un pequeño altar junto a la cama—. ¿Y esa horrible estatuilla?

—Es la Santa Virgen —respondió Michael—. Cuando tiene el corazón así, a la vista, creo que se llama el Inmaculado Corazón de la Virgen María, no recuerdo muy bien. Las velas están benditas. Yo las vi encendidas la primera noche que estuve ahí fuera. No podía imaginar que se estuviera muriendo. Si lo hubiera sabido… no lo sé. Bueno, ni siquiera sabía quién vivía aquí.

—¿Pero para que encienden estas velas benditas?

—Para aliviar a los moribundos. Viene el sacerdote y le da los Santos Sacramentos. Cuando era monaguillo lo hice un par de veces con el cura.

—Le dieron los Santos Sacramentos pero no la llevaron al hospital.

—Rowan, si lo hubieras sabido, si hubieras venido, ¿crees que ella se habría recuperado? Yo creo que no, querida. Creo que ahora no importa.

—Ryan dice que no. Que era un caso sin esperanzas. Que hace unos diez años Carlotta ordenó que le retiraran la medicación y no respondió a ningún estímulo, salvo algún acto reflejo. Dice que hicieron todo lo posible, pero supongo que Ryan trata de cubrirse las espaldas, ¿no? Pero lo sabré en cuanto vea los informes y, entonces, me sentiré mejor… o peor.

Se apartó de la cama y poco a poco recorrió la habitación con la mirada. Es posible que se obligara a estudiarla de la misma manera que había hecho con todo lo demás.

—Detuvo el tiempo, ¿verdad?

—¿Quién?

—Esa horrible Carlotta. Aquí detuvo el tiempo. Hizo que todo se parara. Piensa en esas niñas creciendo en una casa como ésta. No hay ni un solo detalle que revele que poseyeran alguna vez algo hermoso, especial o moderno. Bueno, su reinado ha terminado —dijo Rowan, pero no había triunfo ni firmeza en su voz.

De pronto se acercó a la mesilla, cogió la estatuilla de la Virgen y la arrojó con todas sus fuerzas. Se estrelló contra el suelo de mármol del cuarto de baño. El cuerpo se rompió en tres trozos desiguales. Rowan los miró fijamente, como si estuviera impresionada por lo que acababa de hacer.

Michael estaba asombrado. Algo puramente irracional y supersticioso se apoderó de él. La Virgen María rota en el suelo del baño. Quería decir algo, alguna palabra mágica o alguna plegaria para deshacer lo hecho, algo así como lanzar sal por encima del hombro o tocar madera. En aquel momento vislumbró algo que brillaba en las sombras. Un montón de pequeños objetos brillantes en la mesilla, al otro lado de la cama.

—Mira, Rowan —dijo, tocándole suavemente la nuca—, mira, sobre la otra mesilla, allí.

Era el joyero con la tapa abierta y, dentro, la bolsa de terciopelo. Estaba lleno de monedas de oro, collares de perlas, piedras preciosas, cientos de pequeñas piedras brillantes.

—Dios mío —murmuró ella. Dio la vuelta a la cama y miró el joyero como si estuviera vivo.

—No lo creías, ¿verdad? —le preguntó. Pero él tampoco estaba seguro de haberlo creído—. Parecen falsas, ¿no? Como un tesoro de película que no puede ser auténtico.

—Michael —susurró; lo miraba desde el otro lado de la cama—, ¿por qué no tocas algo de Deirdre? Su camisón. Quizá su cama.

—No quiero, Rowan. Dijimos que no…

Ella agachó la cabeza y el pelo le cubrió los ojos, de modo que él no podía verlos.

—Rowan, no puedo interpretar lo que veo, no sería más que confusión. Veré a la enfermera que la vestía, o quizás al médico o algún coche que pasaba mientras ella observaba sentada en el porche. No sé cómo usar mi poder. Aaron me enseñó un poco. Pero todavía no soy muy bueno. Veré algo desagradable y no quiero. Me asusta, Rowan, porque ella está muerta. Al principio tocaba todo tipo de cosas para la gente que me lo pedía, pero ahora no puedo. Créeme, lo… lo haré cuando Aaron me enseñe…

—¿Y si ves felicidad? ¿Y si ves algo maravilloso, como aquella mujer de Londres, la que tocó el vestido que le dio Aaron?

Su voz era tierna, sin ningún desafío. Michael comprendía lo que ella sentía. Volvió a mirar las velas benditas y luego la estatuilla rota en el suelo del baño. Una imagen de la procesión de mayo y una estatua gigante de la Virgen que se ladeaba mientras la llevaban por las calles. Miles de flores. Volvió a pensar en Deirdre, Deirdre en el jardín botánico hablando con Aaron en la oscuridad. «Quiero una vida normal».

Rodeó la cama y se acercó a la vieja cómoda. Abrió el cajón de arriba. Camisones de franela blanca y un suave olor a un perfume muy dulce. Camisones de verano más ligeros, de seda auténtica.

Levantó uno, una prenda delicada, sin mangas, con flores de colores muy claros. Lo dejó sobre la cómoda hecho un montón y se quitó los guantes. Durante un instante se apretó las manos y luego cogió el camisón. Cerró los ojos.

—Deirdre —dijo—, sólo Deirdre.

Un lugar enorme se abrió ante él. A través de un resplandor tenue vio cientos de caras, oyó voces que gemían y gritaban. Un ruido insoportable. Un hombre se acercaba a él caminando por encima de… ¡los cuerpos de los demás! «¡No, para!», y dejó caer la prenda. Se quedó allí, con los ojos cerrados, tratando de recordar lo que acababa de ver, aunque sabía que no soportaría que todo aquello volviera a rodearlo. Cientos de personas se movían de un lado a otro, dando vueltas. Alguien que hablaba en un desagradable tono apremiante, con voz burlona.

—Dios mío, ¿qué era todo aquello? —Se miró las manos. Había oído el sonido de un tambor, detrás, con la cadencia de un desfile, un sonido que conocía.

Un carnaval de hacía años. Corría por las calles, en invierno, con su madre. «Vamos a ver el desfile de carnaval». Sí, era el mismo sonido de tambor. Y el resplandor, las titilantes antorchas que humeaban.

—No comprendo —dijo.

—¿Qué dices?

—Lo que he visto no tiene ningún sentido. —Miró enfadado el camisón. Se agachó lentamente para recogerlo—. Deirdre en sus últimos días —dijo—. Sólo Deirdre en sus últimos días. —Tocó la tela arrugada con suavidad—. Veo una imagen desde el porche, el jardín —murmuró—. El Impulsor está allí, ella está contenta de que él esté. Está junto a ella. —Si giraba la cabeza y levantaba la mirada de la mecedora vería al Impulsor. Volvió a dejar el camisón—. Brillaba el sol, había muchas flores y ella… ella estaba muy bien.

—Gracias, Michael.

—No quiero hacerlo de nuevo. Rowan, lo siento, pero no puedo. No quiero.

Sin embargo, estaba aquí, dentro de esta casa, y tenía el poder, el poder que presumiblemente le habían otorgado ellos. Y él, Michael Curry, era un cobarde con el poder, un cobarde que no paraba de decir que se proponía hacer lo que ellos querían que hiciera.

Estiró la mano y tocó la pata de la cama de Deirdre. La luz del mediodía, enfermeras, una mujer de la limpieza que empujaba fatigada un aspirador, alguien que se quejaba sin cesar, un gemido. Surgió todo con tal rapidez que se convirtió en una mancha borrosa. Michael deslizó sus dedos por el colchón: una pierna blanca que parecía de yeso, y Jerry Lonigan allí, la levantaba, mientras decía en voz baja a su ayudante: «Mira este lugar, qué espanto». Sus dedos ahora recorrían la pared y de repente la cara de Deirdre: sonrisa de idiota, baba que le caía por el mentón. Tocó la puerta del baño: una enfermera de blanco que parloteaba, que decía que viniera, que podía mover sus pies, que ella sabía que podía, dolor dentro de Deirdre, dolor que la devoraba por dentro, una voz de hombre, la mujer de la limpieza que iba y venía, el ruido de la cadena del inodoro, zumbido de mosquitos, una herida en su espalda, Dios mío, mira qué herida, una irritación producida por la mecedora tras años de roce en el mismo lugar, una herida que supuraba, con talco pegoteado encima, ¿están locos? y la enfermera que la sostenía sobre el inodoro. No puedo…

Michael se volvió y pasó deprisa junto a Rowan, retirando su mano con violencia mientras ella trataba de detenerlo. Tocó la barandilla de la escalera. El roce súbito de un vestido de algodón, ruido de pisadas sobre la vieja alfombra. Alguien que grita y llora.

—¡Michael!

Corrió escaleras arriba detrás de ellas. El bebé llora en la cuna. El llanto retumba por los tres tramos de escalera desde la sala.

Hedor a productos químicos, algo podrido en esos frascos. Anoche apenas los había visto; Rowan le había hablado de ellos, pero ahora tenía que verlos, ¿no?, y tocarlos. Tocar los asquerosos frascos de Marguerite. Ya había percibido el olor la noche anterior, al subir, cuando encontró el cuerpo de Townsend, pero no se trataba del hedor del cuerpo. Su mano en la barandilla: una imagen de Rowan con la lámpara en la mano. Rowan enfadada y desesperada que trataba de huir de la vieja que la fustigaba con palabras perversas. Luego, la mujer negra, con un paño en la mano, quitaba el polvo, y un carpintero que cambiaba el cristal de una claraboya. Dios, qué olor tan asqueroso hay aquí arriba. Ocúpate simplemente de tu trabajo. El dormitorio de Deirdre, el sonido de otras voces chillonas que se elevaba hasta aquí arriba y luego se desvanecía. Y la puerta, la puerta justo enfrente, alguien que reía, un hombre hablando en francés; qué dice, me gustaría entender aunque sólo fuera una palabra. El hedor está detrás de la puerta.

Pero no, primero la habitación de Julien, su cama. La risa era cada vez más fuerte y el llanto del bebé se confundía con ella, alguien corre escaleras arriba detrás de él. La puerta le devuelve otra vez la imagen de Eugenia, quitando el polvo y quejándose del olor a podrido, la voz de Carlotta que dice algo incomprensible, y esa horrible mancha, ahí, en la oscuridad, donde Townsend murió, lanzando su último suspiro por el agujero de la alfombra, y la chimenea, una imagen fugaz de Julien. Sí, el mismo hombre que había visto al coger el camisón de Deirdre, sí, Julien que lo miraba, «te veo», y luego el ruido de pasos que corrían, no, no quiero verlo, pero estiró la mano para tocar el alféizar de la ventana, cogió la cuerda de la persiana, la levantó de un tirón y quedaron a la vista los cristales sucios.

Antha pasa veloz junto a él a través del cristal y sale despedida al techo, aterrorizada, el cabello enmarañado sobre su rostro sudoroso y su ojo, Dios mío, qué ojo, está colgando sobre la mejilla. Llantos. «¡No me hagas daño, no me hagas daño! ¡Impulsor, ayúdame!»

—¡Rowan!

Y Julien, ¿por qué no hace algo? ¿Por qué está allí y solloza en silencio, sin hacer nada? «Puedes llamar al demonio del infierno y a los santos del cielo que no te ayudarán», gruñe Carlotta, mientras se asoma por la ventana.

Y Julien impotente. «Mátate, guarra, mátate, tú no…»

Ha desaparecido, se ha caído, su grito se aleja como una enorme bandera roja que flamea contra el cielo azul. Julien con el rostro entre sus manos. Impotente. Un testigo fantasmagórico que desaparece poco a poco. Otra vez el caos. Carlotta que se esfuma en el aire. Él se agarra al cabezal de la cama de hierro. Julien, sentado, tembloroso pero claro durante un instante. Te conozco, ojos oscuros, boca sonriente, cabello blanco, sí, eres tú, ¡no me toques! «Eh, bien, ¡Michael, al fin has llegado!»

Sus manos golpearon las cajas de embalaje que estaban sobre la cama, pero él no podía verlas. No podía ver nada más que la luz que reverberaba y formaba la imagen de un hombre debajo de las mantas, que desaparecía y volvía a aparecer a intervalos. Julien trataba de salir de la cama… No, apártate de mí.

—¡Michael!

Había tirado las cajas de la cama y tropezaba con los libros. Las muñecas, ¿dónde estaban las muñecas? En el arcón. Lo había dicho Julien, ¿no? Lo había dicho en francés. Risas, un coro de risas. Crujido de faldas a su alrededor. Su rodilla golpea contra algo afilado, pero a pesar de todo se arrastra hasta el arcón. Los pasadores oxidados, pero no importa, empuja la tapa hacia arriba.

La figura de Julien vacilante, desvaneciéndose, estaba junto a él señalando el arcón.

Las bisagras oxidadas saltaron mientras la tapa golpeaba con violencia contra la pared. ¿Qué era aquel crujido, como de tafetán, que oía a su alrededor? Siluetas que se inclinaban sobre él y arrastraban los pies, como destellos de luz a través de los postigos. Aparecían y desaparecían, dejadme respirar, dejadme ver. Igual que aquel rumor producido por el hábito de las monjas cuando él iba a la escuela y las hermanas se acercaban a paso firme por el pasillo para pegar a los niños, para hacerlos formar en filas, ruido de rosarios, tela y enaguas…

Aquí están las muñecas.

¡Mira, las muñecas! No las rompas, son tan viejas y frágiles, con esas caritas torpemente dibujadas que te miran. Y mira aquélla, con ojos de botones, trenzas grises y un diminuto traje de mezclilla perfectamente cortado. Dios mío, tiene huesos de verdad.

La coge. ¡Mary Beth! El vuelo de la falda le roza la mano. Si levantara la cabeza vería cómo ella lo miraba desde arriba. La vio; lo que podía llegar a ver no tenía límites. Les veía la nuca a medida que las cogía, pero ninguna imagen permanecía más de un segundo. Era como una gasa muy fina que flotaba durante un instante y luego nada, la habitación llena de una nada densa, repleta a rebosar. Rowan se acercaba en esa densidad como si atravesara un agujero en una tela y lo cogía del brazo. Vio a Charlotte en un destello, sabía que era Charlotte. ¿Había tocado la muñeca? Miró abajo; eran repugnantes y frágiles sobre esas capas de arpillera.

Pero ¿dónde está Deborah? Deborah tiene que decirme… Echó hacia atrás la tela y empujó las muñecas más nuevas. ¿Lloraban? Alguien lloraba, no, era la criatura, que lloraba en la cuna, o Antha en el techo. O las dos. Otra imagen súbita de Julien hablando rápido en francés, con una rodilla apoyada en el suelo, junto a él. «No te entiendo». Una fracción de segundo y había desaparecido. Me estás volviendo loco. Si estoy loco no te serviré ni a ti ni a nadie.

¡Quitad esas faldas de mi lado! Me recuerdan a las monjas.

—¡Michael!

Palpó debajo de la tela. ¿Dónde está? Era fácil saberlo porque ahí estaba la más vieja, una porción de hueso y, más allá, el pelo rubio de Charlotte. Es decir, la frágil muñeca del medio era su Deborah. Unos escarabajos muy pequeños salieron por debajo mientras la tocaba. Su pelo se desintegraba, ay, Dios, hasta los huesos se convertían en polvo. Se echó hacia atrás, espantado. Había dejado la huella de su dedo sobre la cara de hueso. La explosión de un fuego llegó hasta él, hasta podía olerlo. El cuerpo de ella se deshacía en lo alto de una pira, como una muñeca de cera. Y esa voz en francés que le ordenaba que hiciera algo. ¿Pero qué?

—Deborah —dijo, y la tocó de nuevo, toco su vestidito de terciopelo hecho jirones.

—¡Deborah! —Era tan vieja que sus palabras se esfumaban. Stella se reía. Stella la sostenía. «Háblame», decía ésta con los ojos bien cerrados, el joven que estaba junto a ella se reía. «No creerás que esto va a dar resultado».

«¿Qué quieres de mí?»

Las faldas lo rodeaban y se acercaron cada vez más, voces mezcladas en francés e inglés. Esta vez trató de atrapar a Julien. Era como tratar de coger una idea, un recuerdo, algo que cruza por tu cabeza cuando escuchas música. Su mano apoyada sobre la muñequita de Deborah, aplastándola contra el arcón, la muñeca rubia que se cae sobre su mano. Las estoy destruyendo.

—¡Deborah!

Nada, nada.

«¡Qué he hecho para que no quieras decírmelo!»

Rowan lo llamaba, lo sacudía. Él estaba a punto de pegarle.

—¡Déjame! —le gritó—. ¡Están todos en esta casa! ¿No los ves? Están esperando, están… están… hay una palabra, están revoloteando… alrededor de la tierra.

¡Qué fuerza tenía! No lo dejaba. Lo levantó de un tirón.

—¡Déjame! —Los veía por todas partes, como si estuvieran adheridos a un velo movido por el viento.

—Michael, basta, ya es suficiente, basta…

Tenía que salir de allí. Se cogió al marco de la puerta y al volverse sólo vio las cajas de embalaje sobre la cama. Miró los libros. No los había tocado. El sudor le cubría el rostro, la ropa; se pasó las manos por la ropa, los dedos se deslizaban por la camisa, temblaba, una imagen súbita de Rowan, y otra vez todos ellos confusamente a su alrededor, sólo que no podía verles la cara. Estaba cansado de buscarles la cara, cansado de esos cambios vertiginosos y de esas sensaciones agotadoras.

—¡No puedo hacerlo, maldición! —gritó. Era como estar debajo del agua; hasta las voces que escuchaba cuando se tapó los oídos eran como aullidos que se propagaran debajo del agua. Y ese olor asqueroso, imposible evitarlo. El olor de los frascos que esperaban, los frascos…

«¿Era esto lo que querías de mí, que volviera para que lo tocara todo y supiera y lo descubriera? Deborah, ¿dónde estás?»

¿Se reían de él? Otra imagen de Eugenia con la bayeta. ¡Tú no, vete! Quiero ver a los muertos, no a los vivos. Era la risa de Julien, ¿no? Sin duda alguien lloraba, un bebé lloraba en la cuna, y una voz sombría y grave maldecía en inglés, mátate, mátate, mátate.

—Basta ya. Es suficiente…

—No, no lo es. Los frascos están ahí. No es suficiente. Déjame hacerlo de una vez por todas, quiero tocarlo todo.

Michael la apartó, sorprendido una vez más de la fuerza con la que ella trataba de detenerlo, y abrió de golpe la puerta de la habitación de los frascos. Ojalá se callaran, ojalá aquel bebé dejara de llorar y la vieja de maldecir y aquella voz en francés…

—No puedo…

Los frascos.

Aquel olor bastaría para matar a cualquiera, pero no puede… De verdad no puede hacerme daño. Mira. Y ahora, bajo aquella luz difusa y desagradable, apoyó su mano sobre el cristal sucio y a través de sus dedos extendidos vio un ojo que lo miraba.

—¡Dios mío!

Es una cabeza humana. Pero ¿qué consigue ver del mismo frasco? Nada. Nada más que imágenes tan borrosas como lo que había dentro, una nube que lo rodeaba en la que lo visual y lo auditivo se mezclaban, se disolvía incluso, y trataba de materializarse, pero al instante se desvanecía otra vez. El frasco estaba allí, brillaba.

Y éstos eran sus dedos que arañaban el sello de cera de la tapa.

Y la bella mujer de carne y hueso de la puerta era Rowan.

Al fin abrió el frasco y sumergió la mano en el líquido, mientras los vapores le subían por la nariz como un gas venenoso. Sintió náuseas, pero no se detuvo. Agarró la cabeza por el pelo, pese a que era escurridizo como un alga marina.

La cabeza era viscosa y se deshacía. Los trozos empujaban contra el cristal y su muñeca. Pero había conseguido cogerla, metiendo el pulgar en la carne pútrida de la mejilla. La sacó de golpe; el frasco se cayó al suelo y se derramó un líquido pestilente, que lo salpicó. Michael sostenía la cabeza —imagen fugaz de la cabeza que hablaba, reía, unos rasgos en movimiento y el cabello castaño, los ojos pardos inyectados en sangre y un hilo de sangre que se deslizaba por una boca muerta que hablaba.

«Ay, Michael, carne y sangre cuando tú ya no seas más que huesos».

El hombre, completo, sentado en la cama, desnudo y muerto, aunque vivo con el Impulsor dentro de él, sacudiendo los brazos y abriendo la boca. Y Marguerite a su lado, el cabello desgreñado, las manos sobre los hombros y sus faldas amplias de tafetán rodeándola como un círculo rojo de luz, cogiendo a ese muerto como Rowan trataba de cogerlo a él.

La cabeza se le resbaló de las manos. Se deslizó sobre la porquería del suelo. Michael se arrodilló. ¡Dios! Tenía náuseas, iba a vomitar. Sintió las arcadas y el dolor en sus costillas. Vomitar. No puedo evitarlo. Se volvió hacia el rincón, trató de salir a gatas… Pero se le escapó sin poder hacer nada.

Rowan lo cogía por el hombro. Cuando estás vomitando no te importa quién te toca, pero otra vez volvió a ver a ese muerto en la cama. Trató de decírselo a Rowan. Tenía la boca ácida y llena de vómito. Dios mío, mira sus manos y toda esa inmundicia en el suelo, sobre su ropa.

—El Impulsor —le dijo a Rowan, mientras se secaba la boca—. El Impulsor en esta cabeza, en el cuerpo del muerto.

«Ay, Michael, cuando de ti ya no queden ni los huesos, como los huesos que sostienes en tus manos».

—¿Es esto carne? —gritó—. ¡Es esto carne! —Dio una patada a la cabeza podrida. Parecía de goma—. No podrás poseerla de ninguna de las maneras.

—¡Michael!

Otra vez sentía náuseas, pero ahora no vomitaría. Sus manos se cogieron al borde del estante. Otra vez la imagen de Eugenia.

«Me da asco el olor del ático, señorita Carlotta». «Déjalo, Eugenia».

Se dio la vuelta y restregó, furioso, las manos sobre su chaqueta.

—Entraba en el cuerpo de los muertos —le dijo a Rowan—. Los poseía. Miraba a través de sus ojos, hablaba con sus cuerdas vocales, los utilizaba, pero no podía devolverles la vida, no podía hacer que las células empezaran de nuevo a multiplicarse. Y ella conservaba las cabezas. Él entraba en las cabezas mucho después de que los cuerpos hubieran desaparecido y miraba a través de sus ojos.

Se volvió otra vez y tocó un frasco detrás de otro. Rowan estaba junto a él. Ellos lo espiaban a través del cristal, el oscuro brillo de las imágenes casi lo cegaba y le impedía ver lo que quería, pero estaba decidido a ver. Cabezas de pelo castaño y, mira, una cabeza rubia con mechones morenos. Y la cara de un negro, con trozos de piel blancos y cabellos más claros, y otro más, con el cabello blanco y mechones castaños.

—¡Dios mío! ¿No lo ves? No sólo entraba en ellos sino que también transformaba sus tejidos, hacía que las células reaccionaran, los transformaba pero no podía mantenerlos vivos.

Apretó en un puño los dedos viscosos. Golpeó uno de los frascos y vio cómo se rompía. Rowan no intentó detenerlo, pero lo cogía entre sus brazos y trataba de sacarlo de la habitación a la fuerza. Si no tenía cuidado seguro que ambos caerían entre la porquería, en esa inmundicia.

—¡Pero, mira! ¿Lo ves?

Al fondo del estante, detrás de donde se había roto el frasco, había otro, el más frágil de todos, con un líquido transparente y el sello de brea intacto. A través de la oscilación de imágenes y sonidos confusos y sin sentido oyó que ella le decía:

—Ábrelo, rómpelo.

Y así lo hizo. El cristal se rompió, sin que el ruido se oyera por la cenicienta capa de voces que murmuraban.

Michael cogió la cabeza, ya no le importaba el hedor ni la textura viscosa de esa cosa que sostenía y se desintegraba.

Otra vez el dormitorio, Marguerite ante el tocador, una cintura estrecha, faldas amplias, se daba la vuelta para sonreír, sin dientes, ojos oscuros y huidizos, el cabello como una gran cascada de musgo, y Julien, delgado como un junco, canoso y joven, con los brazos cruzados. Tú eres el demonio. «Déjame verte, Impulsor». Y luego, el cuerpo, en la cama, hacía señas a ella para que se acercara. Y ella se tumbaba junto a él y los dedos podridos del muerto le abrían el corpiño y le acariciaban los senos vivos. Y el falo del muerto erecto entre sus piernas. «Mírame, cámbiame, mírame, cámbiame».

¿Se había vuelto Julien de espaldas? ¡Ni mucho menos! Estaba a los pies de la cama, con las manos apoyadas sobre los pilares, su rostro iluminado por la débil luz de las velas, que oscilaban al viento que entraba por las ventanas abiertas. Fascinado, sin miedo.

Sí, y mira lo que tienes ahora entre tus manos, ésta es su cara, ¿verdad? ¡Su cara! La cara que viste en el jardín, en la iglesia, en el auditorio, la cara que viste tantas veces. Y el cabello castaño, sí, el cabello castaño.

La tiró al suelo con las demás. Retrocedió y se alejó de ella, pero las cuencas de los ojos lo miraban y los labios se movían. ¿Rowan también lo veía?

—¿Oyes cómo habla?

Había voces a su alrededor, pero ahí estaba la única voz clara, una voz silenciosa y marchita.

«No puedes detenerme. No puedes detenerla. Tú obedeces mis órdenes. Mi paciencia es como la paciencia del Todopoderoso. Veo el final. Veo el trece. Yo seré carne cuando tú estés muerto».

—¡Me está hablando, el diablo me está hablando! ¿Lo oyes?

Había salido de la habitación y corría escaleras abajo antes de darse cuenta de lo que hacía, de que los latidos de su corazón le retumbaban en los oídos y que no podía respirar. No podía soportarlo más; siempre había sabido que sería como sumergirse en una pesadilla. Basta, ya era suficiente, ¿qué querían de él, qué quería ella? ¡Ese cabrón le había hablado! ¡Esa cosa que había visto en el jardín le había hablado a través de una cabeza putrefacta! No era un cobarde, simplemente era un ser humano y no aguantaba más.

Se quitó la chaqueta y la arrojó a un rincón del pasillo. Ay, esa porquería en sus dedos, no podía quitársela.

La habitación de Belle, tan tranquila y limpia. Perdón por esta inmundicia, pero tengo que tumbarme en la cama. Rowan lo ayudaba, gracias a Dios, no intentaba detenerlo.

La colcha era blanca y estaba limpia, llena de polvo, pero el polvo era limpio. El sol que entraba por las ventanas abiertas era hermoso y estaba lleno de polvo. Belle. Belle era lo que tocaba ahora, el dulce y suave espíritu de Belle.

Estaba tumbado boca arriba. Rowan tenía sus guantes. Le limpiaba cariñosamente las manos con un paño y se veía la preocupación en su rostro. Lo cogía por las muñecas.

—Descansa tranquilo, Michael. Aquí están tus guantes. Descansa.

¿Qué era esa cosa fría que tenía junto a su mejilla? La tocó. El rosario de Belle, que se había enredado en su pelo. Le dolió cuando se lo arrancó de un tirón. Pero no importaba, quería sostenerlo.

Y allí estaba Belle. Ah, qué encantadora.

«Descansa, Michael —le decía con una voz dulce y trémula, como la de tía Viv. Su imagen se desvanecía pero él todavía la veía—. No tengas miedo de mí, Michael, no soy una de ellos, no es ésa la razón de mi presencia».

«Diles que hablen conmigo, diles que me digan lo que quieren. No ellos, sino los que vinieron a verme. ¿Fue Deborah?»

«Descansa, Michael, por favor».

«¿Estarás aquí cuando despierte?»

«No, querido, en realidad ahora tampoco estoy aquí, pero ésta es su casa, Michael, y yo no soy una de ellos. Duerme».

Se aferró a las cuentas del rosario. Es hora de ir a la iglesia, decía Millie Dear. Sus cuartos son tranquilos y están muy limpios. Ellas se quieren. Prendas gris perla. Se ha convertido en nuestra casa. Por eso a mí me gustaba de pequeño y siempre venía a pasear aquí. Nuestra casa. La quiero. Nunca se pelearon Belle y Millie Dear. Tan agradables… Belle tenía algo encantador, con ese hermoso rostro de anciana, como una flor seca entre las hojas de un libro, con todo su color y su fragancia.

Deborah decía: «… un poder incalculable, poder de trasmutar…»

Michael tembló.

«… no es fácil, es tan difícil que te asustaría imaginarlo, lo más duro es que quizá tú…»

«¡Puedo hacerlo!»

Duerme.

Y a través de su sueño oyó el ruido consolador de cristales que se rompían.

Cuando se despertó, Aaron estaba allí. Rowan le había traído una muda de ropa del hotel y Aaron lo ayudó a ir al cuarto de baño para que se lavara y se cambiara.

Le dolían todos los músculos y la espalda. Le ardían las manos. Sentía el mismo horrible nerviosismo que había sufrido durante todas aquellas semanas en Liberty Street, hasta que se puso los guantes y tomó un sorbo de la cerveza que le había pedido a Aaron. El dolor de los músculos era terrible y hasta tenía la vista cansada, como si hubiera estado leyendo durante horas con poca luz.

—No me voy a emborrachar —les dijo a ambos.

Rowan le explicó que su corazón se había acelerado, que independientemente de lo sucedido había hecho un esfuerzo físico extremo que había aumentado las pulsaciones, como si hubiera corrido mil quinientos metros en cuatro minutos. Era importante que descansara y que no volviera a quitarse los guantes.

Estaba de acuerdo. ¡Ojalá pudiera cubrirse las manos de cemento!

Volvieron juntos al hotel, pidieron la cena y se sentaron tranquilamente en la sala de la suite. Durante dos horas les contó todo lo que había visto.

—No sé por qué estoy involucrado en todo esto; no lo tengo más claro que antes —dijo—. Pero sé que están en aquella casa. ¿Recuerdas que Cortland dijo que no era uno de ellos? Belle me dijo lo mismo… por si no lo sabía… Bueno, ¡los que sí forman parte están allí! Y ese espíritu altera la materia, sólo un poco, pero lo hace, se apodera del cuerpo de los muertos y actúa sobre las células. Quiere a Rowan; lo sé. ¡Quiere a Rowan para utilizar su poder para alterar la materia! Rowan tiene más poder que todas sus antecesoras. ¡Maldición, ella sabe lo que son las células, cómo funcionan, cómo están estructuradas!

Rowan parecía impresionada por lo que acababa de oír. Aaron le explicó a Michael que cuando él se durmió y Rowan se aseguró de que su pulso volvía a la normalidad, lo había llamado para pedirle que fuera a la casa. Él llevó cajas con hielo para guardar los especímenes del ático, juntos habían abierto cada uno de los frascos para fotografiar el contenido y luego los sacaron de allí.

Los especímenes estaban ahora en Oak Haven, donde los habían congelado. Por la mañana los enviarían a Amsterdam, que era lo que Rowan deseaba. También se llevaron los libros de Julien y el arcón con las muñecas, para enviarlos a la casa matriz.

Hasta ahora, no parecían más que simples libros de contabilidad, con algunas crípticas notas en francés. Si existía alguna autobiografía, tal como Richard Llewellyn había indicado, no estaba en aquella habitación.

Michael, al saber que todo aquello ya no estaba en la casa, sintió un alivio irracional. Iba por su cuarta cerveza y seguían sentados en los sillones de terciopelo. No le importaba lo que pensaran. Por el amor de Dios, se dijo, sólo deseo una noche tranquila. Además, no iba a emborracharse. No quería emborracharse.

Al final se quedaron en silencio. Rowan miraba a Michael y él, de repente, se sintió terriblemente avergonzado por todo aquel desastre.

—¿Y tú, querida, cómo estás después de toda esta locura? —le preguntó—. No he sido de gran ayuda para ti, ¿verdad? Te habré asustado terriblemente. ¿Hubieras preferido seguir el consejo de tu madre adoptiva y haberte quedado en California?

—No me has asustado —dijo ella, con cariño— y me gusta ocuparme de ti. Ya te lo he dicho una vez. Pero estoy pensando. Todos los engranajes de mi cabeza están en funcionamiento. Todo esto es la mezcla de elementos más extraña que he visto.

—Explícamelo.

—Quiero a mi familia —dijo ella—. Quiero a mis novecientos primos, o lo que sean. Quiero mi casa. Quiero mi historia, y me refiero a la que nos ha proporcionado Aaron. Pero no quiero a ese maldito ser, esa criatura secreta, misteriosa y perversa. No lo quiero, pero al mismo tiempo es… es tan seductor.

Michael sacudió la cabeza.

—Es como te he explicado anoche: irresistible.

—No, irresistible no, seductor.

—¿Y peligroso no? —sugirió Aaron—. Creo que ahora estamos más seguros que nunca. Creo que sabemos que hablamos de una criatura que puede transformar la materia.

—Yo no estoy tan segura —dijo Rowan—. Examiné esas cosas asquerosas lo mejor que pude. Los cambios eran insignificantes, afectaban sólo a los tejidos superficiales.

—Muy bien —intervino Michael—, ¿y eso qué? ¿Has oído alguna vez que un espíritu pueda hacer algo así? No estamos hablando de un rubor fugaz, sino de algo permanente. ¡Algo que existe desde hace más de un siglo!

—Tú sabes de lo que es capaz la mente —explicó Rowan—. No hace falta que te diga que hay gente que puede controlar su cuerpo mediante el pensamiento hasta extremos sorprendentes. Algunas personas pueden morirse si quieren, y si das crédito a pruebas poco científicas se dice que hasta pueden levitar. Detener los latidos del corazón, aumentar la temperatura corporal, está todo muy bien documentado. Así pues, ese ser cambia el tejido subcutáneo de un cadáver. ¿Y qué? Ni siquiera se trataba de un cuerpo con vida, por lo que me has dicho. Es todo bastante tosco e impreciso.

—Me sorprendes —le respondió Michael, casi con frialdad.

—¿Por qué?

—No lo sé, lo siento. Pero tengo la horrible sensación de que está todo planeado, de que tú seas lo que eres: ¡una médica brillante! Está todo planeado.

—Cálmate, Michael, hay demasiadas lagunas en esta historia para que todo esté planeado. Teniendo en cuenta la historia, nada está planeado en esta familia.

—Rowan, él desea ser humano —dijo Michael—; ése es el significado de lo que le pidió a Petyr van Abel y a mí. Quiere ser humano y quiere que tú lo ayudes. ¿Qué fue lo que le dijo el fantasma de Stuart Townsend, Aaron? Dijo: «Está todo planeado».

—Sí —respondió Aaron, pensativo—, pero es un error interpretar aquel sueño al pie de la letra. Creo que Rowan tiene razón. No puede usted dar por sentado que sabe lo que está planeado. A propósito, y por si le interesa, no creo que pueda volverse humano. Quizá quiera tener un cuerpo, pero no creo que alguna vez llegue a ser humano.

—Sí, sí, muy bonito —contestó Michael—, muy bonito. Yo sí creo que él lo planifica todo. Concibió que alejaran a Rowan de Deirdre. Por eso mató a Cortland. Planeó que mantuvieran a Rowan alejada hasta que se convirtiera no sólo en una bruja, sino en una bruja médica. Pensó incluso en el momento de su regreso.

—Yo voy a continuar con mi propio plan —dijo Rowan, con calma—. Voy a reclamar el legado y la casa, tal como te he dicho. Todavía quiero restaurarla y vivir en ella. No me lo impedirán. —Lo miró, esperando que él dijera algo—. Y ese ser, por muy misterioso que sea, no se va a interponer en mi camino, si puedo impedirlo. Ya te lo he dicho, se le fue la mano. —Miró a Michael casi enfadada—. ¿Estás conmigo? —preguntó.

—Sí, Rowan, estoy contigo. Y creo que tienes razón en querer continuar. Podemos empezar con la casa cuando quieras. Yo también lo deseo.

Ella se sentía satisfecha, enormemente satisfecha, pero había algo en su tranquilidad que perturbaba a Michael.

—¿Qué piensa usted, Aaron? —le preguntó—. ¿Qué piensa de lo que dijo el espíritu de mi papel en todo esto? Tiene que tener alguna interpretación.

—Michael, lo importante es lo que interprete usted, que pueda comprender lo que le ha sucedido. Yo no tengo interpretaciones seguras sobre nada.

—Todos ustedes son una pandilla de monjes —dijo, malhumorado. Levantó la cerveza, en un brindis desenfadado—. «Vigilamos y siempre estamos aquí». Aaron, ¿por qué ha sucedido todo esto?

Aaron se rió de buena gana, pero sacudió la cabeza.

—Michael, los católicos siempre nos piden el consuelo que ofrece la iglesia. Y no podemos ofrecerlo. No sé por qué sucedió. Lo que sí puedo enseñarle es a controlar el poder de sus manos, para que pueda bloquearlo a voluntad de modo que deje de atormentarlo.

—Quizá —dijo Michael, cansado—. Ahora mismo no me quitaría los guantes ni para darle la mano al presidente de Estados Unidos.

—Cuando quiera trabajar en ello, estoy a su servicio —le dijo Aaron—. Estoy aquí para ayudarlos a ambos. —Miró a Rowan durante un rato y luego otra vez a Michael—. No hace falta que les diga que tengan cuidado, ¿verdad?

—No —dijo Rowan—. Pero ¿y usted? ¿Le ha ocurrido algo más desde el accidente de tráfico?

—Pequeñas cosas, nada importante. Y bien pudo ser mi imaginación. Soy tan humano como cualquier otro. Sin embargo, siento que me vigilan y me amenazan de una manera bastante sutil.

Rowan casi lo interrumpió, pero Aaron le hizo gestos de que esperara.

—Estoy en guardia. No es la primera vez que me hallo en una situación semejante. Lo más extraño de todo esto es que cuando estoy con ustedes, con cualquiera de los dos, no siento esta… esta presencia cerca de mí. Me siento completamente a salvo.

—Si él le hace daño —dijo Rowan—, será su último y trágico error, porque nunca me dirigiré a él ni lo reconoceré en modo alguno. Y trataré de matarlo en cuanto lo vea. Toda su trama habrá sido vana.

Aaron reflexionó durante un momento.

—¿Cree que él lo sabe? —preguntó Rowan.

—Es posible —respondió Aaron—. Honestamente, no sé qué es lo que sabe. Creo que Michael tiene razón: quiere un cuerpo humano. Sobre esto parece no haber dudas. Pero no puedo decir qué sabe y qué no. En realidad, no sé qué es. Y supongo que no lo sabe nadie. —Tomó un sorbo de café y apartó la taza. Luego miró a Rowan—. Por supuesto, tratará de acercarse a usted, es indudable, y usted lo sabe. Esta antipatía que siente hacia él no lo mantendrá a raya para siempre. Dudo incluso que ahora lo mantenga a raya. Creo que sólo está esperando el momento oportuno.

—Dios mío —murmuró Michael. Era como saber que un asaltante atacaría pronto a la persona que más amaba en el mundo. Sintió celos y una ira debilitadora.

—¿Qué haría usted si estuviera en mi lugar? —preguntó Rowan, mirando a Aaron.

—No estoy seguro —respondió éste—, pero no está de más insistir en que es muy peligroso.

—La historia que he leído ya me lo advirtió.

—Y traicionero.

—También lo sé. ¿Cree que debería intentar ponerme en contacto con él?

—No, no me parece lo mejor. Creo que lo más sensato es dejar que sea él quien lo haga. Y, por el amor de Dios, trate de no perder el control en ningún momento.

—No hay escapatoria, ¿verdad?

—No creo. Y puedo adivinar lo que hará cuando se acerque a usted.

—¿Qué?

—Le pedirá su confidencialidad y cooperación. De lo contrario, se negará a mostrarse y a revelar sus propósitos.

—Querrá separarte de nosotros —intervino Michael.

—Exactamente —continuó Aaron.

—¿Por qué cree que es eso lo que hará?

Aaron se encogió de hombros.

—Porque eso es lo que haría yo si estuviera en su lugar.

Rowan sonrió.

—Es muy astuto e imprevisible —añadió Aaron—. Ahora mismo yo estaría muerto si él quisiera. Sin embargo, no me mata.

—Sabe que si le hace daño, yo lo odiaría —dijo Rowan.

—Sí, eso puede explicar por qué no ha llegado tan lejos. Pero estamos otra vez como al principio. Rowan, haga lo que haga, no pierda de vista la historia que ha leído. Tenga en cuenta el destino de Suzanne, Deborah, Stella, Antha y Deirdre. Si conociéramos la historia completa de Marguerite, Katherine, Marie Claudette o las demás, a lo mejor resultarían tan trágicas como las otras. Si hay algún personaje en este drama al que pueda responsabilizar de tanto sufrimiento y muerte es el Impulsor.

Rowan parecía perdida en sus pensamientos.

—Dios mío, ojalá se fuera —murmuró.

—Creo que eso sería pedir demasiado —dijo Aaron. Suspiró, sacó el reloj de su bolsillo y se puso de pie—. Bueno, ahora debo irme. Si me necesitan, estaré arriba, en mi suite.

—Permítame hacerle una última pregunta —dijo Michael—. ¿Qué sintió cuando estaba en la casa?

Aaron sonrió y sacudió la cabeza. Pensó la respuesta durante un minuto.

—Creo que puede imaginarlo —dijo, bondadosamente—. Pero me sorprendió una cosa: su belleza; tan majestuosa y al mismo tiempo tan acogedora, con todas las ventanas abiertas y el sol que entraba a través de ellas. Pensé que sería repugnante, pero nada más lejos de la verdad.

—Sí, es una casa hermosa —dijo Rowan— y ya está cambiando. Empieza a ser nuestra. Michael, ¿cuánto tiempo llevará ponerla en condiciones?

—No mucho, dos o tres meses, quizá menos. Para Navidad puede estar terminada. Estoy ansioso por empezar. Ojalá pudiera quitarme de encima esta sensación de…

—¿De qué?

—De que todo está planeado.

—Olvídate de ello —dijo Rowan, enfadada.

—Permítanme hacerles una sugerencia —intervino Aaron—. Duerman bien y luego hagan lo que realmente quieren hacer: los trámites legales más urgentes, arreglar el tema de la herencia, la casa quizá, todas las cosas buenas que deseen. Pero estén alertas, siempre en guardia. Cuando nuestro misterioso amigo aparezca, insistan en que sea bajo las condiciones que ustedes establezcan.

Michael se quedó mirando taciturno la cerveza mientras Rowan acompañaba a Aaron a la puerta. Cuando ella regresó, se sentó junto a Michael y deslizó el brazo alrededor de él.

—Estoy asustado, Rowan. Lo odio. Sin duda lo odio.

—Lo sé, Michael, pero vamos a ganar.

Aquella noche, cuando hacía horas que Rowan dormía, Michael se levantó, se dirigió a la sala de estar y sacó su cuaderno de notas de su maleta. En ese momento se sentía normal y todas las anormalidades del día parecían extrañamente distantes. Aunque todavía le dolía todo el cuerpo, se sentía descansado. Además, lo tranquilizaba saber que Rowan estaba a pocos metros y que Aaron dormía en la suite de arriba. Apuntó las cosas que habían pasado por su cabeza antes de quitarse los guantes y que aún recordaba. Y no le sorprendió comprobar que no recordaba prácticamente casi nada. Luego describió cómo había empezado aquel horror, cuando tocó el camisón de Deirdre:

«Ruido de tambores en el desfile de carnaval. O cualquier otro desfile similar. Lo importante es que era horrible, un sonido que tiene que ver con una energía sombría y con fuerza destructiva».

Se detuvo y luego continuó:

«Ahora recuerdo algo más. En casa de Rowan, en Tiburón. Después de hacer el amor. Me desperté pensando que el lugar estaba en llamas y había gente de todo tipo abajo. Ahora lo recuerdo. Se trataba del mismo ambiente, el mismo tipo de luz tenue, la misma atmósfera siniestra.

Y la verdad es que Rowan estaba sola, junto al fuego que acababa de encender en la chimenea.

Pero era la misma sensación. Fuego y gente, mucha, mucha gente, una multitud a la luz de las llamas.

Cuando vi a Julien arriba no tuve la sensación de reconocerlo, ni cuando vi a Charlotte, o a Mary Beth o a Antha, pobre, la trágica Antha, arrastrándose por el techo. No estaban en mis visiones. Ninguno de ellos. Y Deborah era sólo un cuerpo calcinado en la pira. Ella no estaba con los demás. Sin duda, significaba algo».

Releyó lo escrito. Quería añadir algo más, pero desconfiaba de los adornos. Desconfiaba de la lógica. ¿Deborah no es una de ellos? ¿Por eso no estaba allí?

Continuó describiendo el resto:

«Antha llevaba un vestido de algodón. Vi el cinturón de cuero que usaba. Cuando se arrastraba por el techo se desgarró los calcetines. Las rodillas le sangraban. Pero lo inolvidable era su cara, ese ojo arrancado de su cuenca. Y el sonido de su voz. Recordaré esa voz mientras viva. Y Julien. Julien, mientras la miraba, parecía tan sólido como ella. Iba vestido de negro y era joven. No un muchacho, sino un hombre en su plenitud. En modo alguno un anciano. Tampoco en la cama era viejo».

Se detuvo otra vez.

«¿Y qué otra cosa nueva dijo el Impulsor? Algo sobre la paciencia, sobre la espera… y luego mencionó el número trece.

¿Pero qué número trece? Si es el número de una puerta, no lo he visto. Tampoco había trece frascos. Eran más de veinte; pero lo consultaré con Rowan».

Dejó de escribir otra vez. Pensó en los adornos pero decidió no añadirlos.

«El alegre espectro no mencionó ninguna puerta. Sólo dijo que yo estaría muerto cuando él fuera de carne y hueso».

Muerte. Tumbas. Rowan había dicho algo el día anterior. Algo sobre un portal en forma de cerradura cincelada en la tumba Mayfair.

«Mañana iré a verla. Si el número trece está grabado sobre ese portal, espero de corazón aclarar algo de lo sucedido hoy».

Dejó el cuaderno sobre la mesa y volvió a la cama.

Rowan, dormida, aparecía tan suave e inexpresiva que, debajo de las sábanas, parecía una muñeca perfecta de cera. La tibieza de su piel lo sorprendió al besarla. Ella se movió con suavidad, lo abrazó y se acurrucó contra su cuello.

—Michael… —murmuró, adormilada—. San Miguel, arcángel… —Le rozó los labios con los dedos, como si comprobara en la oscuridad que él estaba realmente allí—. Te amo…

—Yo también te amo, querida —susurró él—. Eres mía, Rowan. —Y sintió el calor de los pechos contra su brazo mientras la atraía hacia sí. Ella se dio la vuelta y apoyó el sexo suave y ardiente contra su muslo mientras volvía a hundirse en el sueño.