A las once, Michael se incorporó y miró el reloj digital de la mesilla. ¿Cómo había dormido tanto? Había dejado las persianas abiertas para que la luz lo despertara, pero alguien las había cerrado. ¿Y sus guantes? ¿Dónde estaban sus guantes? No salió de la cama hasta que los encontró y se los puso.
El maletín había desaparecido. Lo supo antes de mirar detrás de la silla.
Se puso el albornoz de inmediato y se dirigió a la pequeña sala. No había nadie. Sólo aroma a café hecho hacía un rato, que venía de la cocina, y el persistente olor a tabaco.
Y allí, sobre la mesilla, el maletín vacío y, al lado, las carpetas apiladas en dos montones ordenados.
—¡Ah, Rowan! —gruñó. Aaron nunca se lo perdonaría. Rowan había leído la parte de Karen Garfield y del doctor Lemle, muertos después de verla a ella. Había leído todos los cotilleos vertidos a lo largo de los años por Ryan Mayfair, por Bea y por los demás; personas a las que con toda seguridad había visto en el funeral. Eso y mil cosas más en las que ahora mismo no podía ni pensar.
Si entraba en el dormitorio y descubría que toda la ropa de Rowan había desaparecido… Pero, en cualquier caso, su ropa no estaba aquí, sino en su habitación.
Se quedó inmóvil, rascándose la cabeza, sin saber qué hacer primero: llamar a la habitación de ella, llamar a Aaron o empezar a gritar como un loco. En aquel momento vio la nota.
Estaba justo al lado de las carpetas color manila, una hoja con membrete del hotel y una caligrafía clara y firme:
«Ocho y media de la mañana.
Michael:
He leído el informe. Te amo. No te preocupes. He quedado con Aaron a las nueve. ¿Puedes venir a las tres a la casa? Necesito estar un rato sola. A eso de las tres saldré a buscarte. Si no puedes, déjame un mensaje en el hotel.
La bruja de Endor».
«La bruja de Endor». ¿Quién era? Ah, sí, la mujer a la que el rey Saúl había acudido para invocar a sus antepasados. No exageres. Significa que Rowan ha sobrevivido al archivo. Rowan, el fenómeno, la neurocirujana, ya se ha leído el informe. ¡Él había tardado dos días y ella ya lo había leído!
Llamó al servicio de habitaciones.
—Tráigame un buen desayuno: huevos, cereales, sí, un bol grande de cereales, una ración extra de jamón, tostadas, y una cafetera llena. Y dígale al camarero que entre con su llave porque estaré vistiéndome. Añada un veinte por ciento de propina para él. Y tráigame también agua helada.
Volvió a leer la nota. Aaron y Rowan estaban juntos ahora. Esa idea lo llenó de aprensión. Ahora comprendía el miedo de Aaron cuando él había empezado a leer el material. Él tampoco había querido escuchar a Aaron, sólo quería leer el informe. Bueno, no podía culpar a Rowan.
Tampoco podía quitarse de encima la sensación de inquietud. Ella no comprendía a Aaron y éste sin duda no comprendía a Rowan. Ella, además, pensaba que Aaron era un ingenuo; Michael sacudió la cabeza. Y, para colmo, estaba el Impulsor. ¿Qué pensaba el espíritu?
La noche anterior, antes de marcharse de Oak Haven, Aaron le había dicho:
—Era el hombre. Lo vi gracias a la luz de los faros delanteros. Sabía que era una trampa pero no podía arriesgarme.
—¿Qué piensa hacer? —le preguntó Michael.
—Tener cuidado. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Y ahora Rowan lo esperaba a las tres en la casa porque quería estar un rato sola. ¿Con el Impulsor? ¿Cómo conseguiría controlar sus emociones hasta las tres?
Bueno, estás en Nueva Orleans, ¿no es cierto, compañero? Todavía no has visitado tu barrio. Quizás ha llegado el momento.
Salió del hotel a las doce menos cuarto. El aire cálido de la calle lo envolvió con sorprendente placer en cuanto puso un pie fuera. Después de treinta años en San Francisco esperaba encontrar casi por reflejo frío y viento.
Mientras se dirigía a los barrios altos, esperaba encontrar aquellas calles con subidas y bajadas de la misma manera subconsciente. Las calles planas le encantaban. Como si todo fuera más fácil: cada bocanada de aire limpio que respiraba, cada paso, cruzar las calles, el aspecto acogedor de los robles de corteza negra que cambiaban el panorama de la ciudad nada más atravesar Jackson Avenue. No había viento que azotara su rostro, ni lo deslumbraba el resplandor del cielo del Pacífico.
Eligió Philip Street para enfilar hacia el Canal Irlandés y aflojó el paso como solía hacer en los viejos tiempos, porque sabía que el calor muy pronto sería peor, que empezaría a pesarle la ropa, que hasta sus zapatos se humedecerían al cabo de un rato y que, tarde o temprano, se quitaría la chaqueta caqui para llevarla colgada del hombro.
Pero enseguida se olvidó de todo; éste era un paisaje de recuerdos felices. Le hacía olvidar sus preocupaciones por Rowan y por el hombre. Poco a poco se deslizaba hacia el pasado, arrastrado por los muros cubiertos de hiedra y los jóvenes mirtos que crecían, espesos, llenos de capullos grandes y tiernos. Tuvo que pasar su mano por ellos mientras seguía su camino. Y volvió a sentir, con la misma fuerza de antes, que el paso del tiempo no había embellecido la ciudad.
Finalmente cruzó Magazine, llena de tráfico, y se internó en el Canal Irlandés. Las casas parecían encogidas. Las columnas daban paso a pilares, ya no había robles, y los gigantescos almeces ni siquiera pasaban de la esquina de Constance Street. Pero daba igual; ésta era su parte de la ciudad, o por lo menos lo había sido.
Annunciation Street le rompió el corazón. Había basura y neumáticos viejos esparcidos por los solares vacíos. La casa en la que se había criado estaba abandonada: todas las puertas y ventanas estaban tapiadas con planchas de madera contrachapada, hinchadas por la humedad, y el jardín en el que había jugado era ahora una selva de hierbajos encerrada por una horrible cerca de zinc. No quedaba nada de los dondiego de noche que daban unas flores rosas y fragantes en invierno y verano, así como de los plátanos que crecían junto al viejo cobertizo, al fondo del sendero lateral. La pequeña tienda de ultramarinos de la esquina estaba abandonada y cerrada con candado. Y el viejo bar de la otra esquina no mostraba señales de vida.
Poco a poco se dio cuenta de que era el único blanco que había por allí.
Cada vez se internaba más en la tristeza y el abandono. De vez en cuando veía alguna casa bien pintada, alguna niña negra con trenzas y unos ojos redondos y silenciosos que lo miraban junto a una puerta. Pero toda la gente que había conocido se había marchado hacía mucho tiempo.
Ahora era un barrio negro de la ciudad. Mientras se dirigía por Josephine Street en dirección a las viejas iglesias y a la escuela, se sentía el blanco de miradas frías. Vio más barracas de madera, el piso de abajo de una casa de inquilinato completamente destruido, muebles rotos e hinchados apilados en el bordillo.
Pese a lo que ya había visto, el abandono de la vieja escuela lo impresionó. Los cristales de las ventanas de las aulas en las que había estudiado hacía tantos años estaban todos rotos. Y el gimnasio que había ayudado a construir, parecía tan desolado, tan viejo, tan olvidado…
Sólo las iglesias de St. Mary y St. Alphonsus se alzaban orgullosas, por lo visto, indestructibles. Pero tenían las puertas cerradas. Y en el jardín de la sacristía de St. Alphonsus la hierba le llegaba hasta las rodillas. Vio las viejas cajas eléctricas abiertas y oxidadas, con los fusibles quitados.
—¿Quiere ver la iglesia?
Michael se volvió. Un hombre bajito y calvo, con una tripa redonda y la cara roja y sudorosa, se dirigía a él.
—Vaya a la rectoría y lo dejarán entrar —comentó.
Michael asintió.
Incluso la rectoría estaba cerrada. Había que tocar el timbre y esperar. La mujeruca con gafas gruesas que lo atendió hablaba desde detrás de un cristal.
Michael sacó un puñado de billetes de veinte dólares.
—Quiero hacer una donación —dijo— y, si es posible, me gustaría ver las dos iglesias.
—No se puede visitar St. Alphonsus —le respondió ella—. Está fuera de uso y es peligrosa, el revoque se está viniendo abajo.
¡El revoque! Recordó los gloriosos murales del techo, los santos que lo espiaban desde el cielo azul. Bajo aquel techo lo habían bautizado, había tomado la primera comunión y recibido la confirmación. Y la última vez que había estado, llevaba un gorro blanco y una túnica y avanzaba por la nave en compañía del resto de los graduados del instituto. Ni siquiera se había detenido a echar un último vistazo alrededor porque estaba demasiado entusiasmado con la idea de irse al oeste con su madre.
—¿Dónde se ha ido todo el mundo? —preguntó.
—Se han marchado —respondió la mujer, mientras le hacía señas para que la siguiera. Lo llevaba por la mismísima casa del párroco hacia St. Mary— y la gente de color no viene.
—¿Pero por qué está todo cerrado?
—Porque hay un robo detrás de otro.
Lo llevó por el santuario. Aquí había sido monaguillo y preparaba el vino de misa. Sintió un suave latido de felicidad al ver las hileras de santos de madera y la nave larga con todos sus arcos góticos. Espléndido, todo intacto.
No le resultó difícil volver a ver los estudiantes de uniforme haciendo fila para comulgar. Las chicas, con sus blusas blancas y sus faldas de lana azul; los chicos, con camisas caqui y pantalones. Pero la memoria recorría los años pasados; cuando tenía ocho años llevaba el inciensario para la bendición por estos mismos escalones.
—Tómese su tiempo —dijo la mujer—. Cuando termine, regrese por la rectoría.
Se sentó durante media hora en el primer reclinatorio. No sabía muy bien lo que hacía. Memorizaba, quizá, los detalles que no conseguía recordar para no volver a olvidar los nombres, grabados en el suelo de mármol, de las personas enterradas debajo del altar, ni los ángeles pintados en lo alto. Ni los vitrales de la derecha en los que los santos llevaban… ¡zuecos! Pensándolo bien, nunca lo había visto a pesar de todas las horas que había pasado en esta iglesia.
Pensaba en Marie Louise, con sus grandes pechos debajo de la blusa almidonada del uniforme, leyendo el misal. Y en Rita Mae Dwyer, que ya parecía una adulta a los catorce, con sus zapatos de tacón, sus pendientes de oro y su vestido rojo de domingo. El padre de Michael era uno de los que pasaba el cepillo, fila tras fila, con cara de circunstancias. En aquella época, no se cuchicheaba en una iglesia católica a menos que tuviera que hacerse por fuerza.
¿Qué esperaba, que los iba a encontrar a todos allí? ¿Una docena de Ritas con vestidos floreados haciendo una visita de mediodía?
«No vuelvas al barrio, Mike, mejor recuérdalo como era», le había dicho Rita Mae la noche anterior.
Al final se puso de pie y vagó por la nave hasta los viejos confesionarios. Vio una placa en la pared con los nombres de las últimas personas que habían contribuido a la restauración de la iglesia. Cerró los ojos y por un momento se imaginó el ruido de los niños jugando en el patio del recreo, el murmullo de voces entremezcladas del mediodía.
Pero no había ningún ruido. Ni siquiera se oía el roce de las puertas cuando la gente entraba y salía. Era sólo un lugar solemnemente vacío. Y la Virgen debajo de su corona, en el altar.
De lejos parecía una figura pequeña. Se le ocurrió, intelectualmente, que debía rezar. Preguntarle a la Virgen o a Dios por qué estaba otra vez allí, qué significaba que lo hubieran arrancado de las frías garras de la muerte. Pero no creía en las imágenes del altar. Ningún recuerdo de sus creencias infantiles llegó hasta él.
Sí recordó, en cambio, algo concreto e incómodo, ruin y cruel. Se había encontrado con Marie Louise al lado de una de esas puertas altas de la entrada para intercambiar secretos. Llovía torrencialmente. Marie Louise le había confesado de mala gana que no estaba encinta, le enfadaba tener que decírselo y verlo tan aliviado. «¿No quieres casarte? ¡Por qué hacemos estos juegos tan estúpidos!»
¿Qué habría sucedido si se hubiera casado con ella? Volvió a ver sus malhumorados ojos marrones, a sentir su irritación y desilusión. No podía imaginárselo.
«Tarde o temprano te casarás conmigo —le llegó la voz de Marie Louise—. Estamos hechos el uno para el otro».
¿Hechos? ¿Estaba hecho para marcharse de aquí, para hacer lo que hizo, para viajar tan lejos? ¿Para caerse de la roca al mar y alejarse poco a poco de la costa?
Pensó en Rowan, no sólo en su imagen, sino en todo lo que ella significaba ahora para él. Pensó en su dulzura, su sensualidad y sus misterios, en su cuerpo delgado y tenso, acurrucado contra él, debajo de las mantas, en su voz aterciopelada y sus ojos fríos. Pensó en el aspecto que tenía antes de hacer el amor, tan libre y entregada a su cuerpo, cuando lo miraba de la misma manera que un hombre mira a una mujer, con el mismo grado de enfado y agresividad, y, al mismo tiempo, mágicamente complaciente entre sus brazos.
Todavía miraba el altar y los espléndidos ornamentos de toda la iglesia.
Ojalá creyera en algo. Se dio cuenta entonces de que sí creía. Aún creía en las visiones, en la bondad de sus visiones. Creía en ellas con la misma fe con que la gente creía en Dios o en los santos, o en la virtud de un camino señalado por Dios, con la misma devoción con que creían en una vocación.
Y parecía tan tonta como todas las creencias. «Pero vi, pero sentí, pero recuerdo, pero sé…» Tantos balbuceos. A fin de cuentas, aún no conseguía recordar. Nada en toda la historia de los Mayfair había logrado devolverle esos preciosos instantes, salvo la imagen de Deborah, y a pesar de la certeza de que había sido ella la que se le había presentado, no tenía detalles reales, ni recordaba de verdad momentos o palabras.
Miró fijamente el altar y se persignó por impulso.
¿Cuántos años hacía que no se persignaba tres veces por día? Pensativo, con curiosidad, repitió el gesto: «En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», sin apartar los ojos de la Virgen.
Se quedó un rato más en silencio, con las manos enguantadas metidas en los bolsillos, y luego, muy despacio, avanzó de nuevo por la nave hasta el altar, subió los peldaños de mármol, cruzó el santuario y volvió a salir por la rectoría.
El sol caía como siempre sobre Constance Street, inmisericorde y desagradable. Aquí no había árboles. El jardín de la casa del párroco, oculto detrás del muro de ladrillos, así como el terreno contiguo a St. Mary, estaba abandonado, sucio y quemado.
El hombrecillo calvo de rostro rojizo y sudoroso estaba sentado en los escalones de la rectoría, con los brazos alrededor de las rodillas, mientras sus ojos seguían el batir de alas de unas palomas grises.
—Habría que matar a estos pájaros —dijo—; lo ponen todo perdido.
Michael encendió un cigarrillo y le ofreció uno al hombre.
Éste lo aceptó con un movimiento de cabeza. Luego le pasó una caja de cerillas casi vacía.
—Muchacho, ¿por qué no te quitas el reló de oro y te lo metes en el bolsillo? Es peligroso ir por aquí con eso en la muñeca.
—Si quieren mi reloj —dijo Michael—, tendrán que llevarse también la muñeca y el puño.
El viejo se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
En la esquina de Magazine y Jackson entró en un bar de mala muerte, una especie de banaca de madera, en un estado calamitoso. En todos sus años en San Francisco no había visto nunca un lugar tan tirado. Un blanco apoyado como una sombra en la punta de la barra lo miró con unos ojos brillantes que surgían de una cara hundida y cuarteada. El camarero también era blanco.
—Déme una cerveza —pidió Michael.
—¿Cuál?
—Me da lo mismo.
Calculó el tiempo perfectamente.
A las tres en punto estaba ante el portal abierto. Era la primera vez que veía la casa a plena luz del día y el pulso se le aceleró. «Aquí está, sí». Incluso en medio del abandono era digna, majestuosa, apenas adormilada bajo las enredaderas, detrás de los postigos con la pintura verde descascarillada, aunque todavía rectos en sus goznes de hierro. A la espera…
Una sensación de vértigo se apoderó de él mientras la miraba, un placer repentino que le decía que, fuera por lo que fuese, había vuelto. «Estoy haciendo lo que tengo que hacer…»
Subió la escalinata de mármol, empujó la puerta y entró en el espacioso vestíbulo. En San Francisco nunca había visto una estructura tan sólida, unos techos tan altos, ni entradas tan elegantes y majestuosas. Un brillo profundo surgía del parqué de pino a pesar de la suciedad incrustada junto a las paredes. La pintura se caía de las molduras, pero éstas en sí eran sólidas. Le fascinaba todo lo que veía: el trabajo de los marcos escalonados, las barandillas y los postes de la escalera empinada. Le gustaba la sensación del suelo bajo sus pies, tan sólido. Y el tibio aroma a madera lo llenaba de súbita satisfacción. No había otra casa en el mundo que oliera como ésta.
—¿Michael? Entra, Michael.
Se dirigió hacia una de las puertas de la sala, todavía oscura, en sombras, aunque Rowan había corrido todas las cortinas. La luz se filtraba por los postigos y por la malla de alambre sucia del porche, detrás de las ventanas laterales.
Rowan estaba sentada, pequeña y hermosa, en el sofá de terciopelo marrón, de espaldas a la fachada de la casa. El pelo le caía con gracia sobre las mejillas. Llevaba puesto uno de estos chalecos amplios y arrugados, ligeros como la seda, y una camiseta blanca debajo que resaltaba el bronceado de su rostro y su cuello. Unos pantalones blancos cubrían sus piernas largas, y unas sandalias, blancas también, con los dedos al aire; esa sutil mancha rosada que resultaba increíblemente sensual.
—La bruja de Endor —dijo él, y se inclinó para besarle la mejilla, mientras su mano izquierda acariciaba su rostro, tibio, suave.
Ella lo cogió de las muñecas y lo besó en la boca, con fuerza y dulzura al mismo tiempo. Michael sintió el temblor en ella, su ardor.
—¿Has estado sola?
Ella se echó hacia atrás, mientras él se sentaba a su lado.
—¿Y por qué no? —preguntó con su voz suave, profunda—. Esta tarde me he despedido oficialmente del hospital. Voy a buscar trabajo aquí. Pienso quedarme en Nueva Orleans, en esta casa.
Michael dejó escapar un silbido prolongado y sonrió.
—¿De verdad?
—Bueno, ¿qué piensas?
—No lo sé. Todo el camino hasta aquí, mientras volvía del Canal Irlandés, pensaba que quizá te encontraría con la maleta hecha, a punto de marcharte.
—No, de ninguna manera. Ya he hablado con mi antiguo jefe de la posibilidad de trabajar en tres o cuatro hospitales aquí. Ahora mismo está haciendo algunas llamadas. Pero, ¿y tú?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Michael—. Sabes muy bien por qué estoy aquí. ¿Adónde voy a ir? Me han traído aquí. No me dicen que vaya a ningún otro sitio. No me dicen nada. Todavía puedo recordar. Vi a Deborah, eso lo sé, pero no sé qué me dijo.
—Estás cansado y acalorado —dijo Rowan tocándole la frente—. Estás diciendo locuras.
Michael lanzó una carcajada, sorprendido.
—Escucha a la bruja de Endor —dijo—. ¿No has leído la historia? Estamos en medio de una enorme telaraña, y no sabemos quién la teje. —Estiró sus manos enguantadas y se miró los dedos—. No lo sabemos.
Rowan le lanzó una mirada silenciosa y lejana, su rostro, pese a estar ruborizado parecía frío. Sus ojos grises brillaban maravillosamente.
—Bueno, ¿lo has leído o no? ¿Qué has pensado después de leerlo? Dime.
—Michael, cálmate —dijo ella—. Ya te he dicho lo que pienso. No estamos atrapados en ninguna telaraña y nadie la teje. ¿Quieres que te dé un consejo? Olvídate de ellos. Olvídate de lo que quieren las personas que has visto en tus visiones. De ahora en adelante, olvídate.
—¿Qué quieres decir con que me olvide?
—Muy bien. He estado aquí sentada pensando durante horas, pensando en todo. Ésta es mi decisión: me quedo aquí porque ésta es mi casa y me gusta. Y me gusta la familia que conocí ayer. Me cae bien. Quiero conocerlos. Quiero oír sus voces, reconocer sus rostros y aprender lo que tienen que enseñarme. Además, sé que vaya adonde vaya, no podré olvidar a aquella anciana y lo que le hice. —Se calló. Una súbita emoción transfiguró su rostro, pero al cabo de un instante retomó su rigidez y frialdad. Cruzó los brazos y apoyó un pie sobre el borde de la mesilla—. ¿Me escuchas?
—Por supuesto.
—Muy bien. Quiero que tú también te quedes aquí. Espero que te quedes y ruego porque así sea. Pero no por esta trama o esta araña o como quieras llamarla. No por las visiones ni el hombre. Porque es absolutamente imposible descubrir qué significa todo esto, Michael, o por que tú y yo nos encontramos. No hay forma de saberlo.
Michael asintió.
—Te escucho —dijo.
—Lo que te digo es que me quedo a pesar del hombre, de esta aparente telaraña, de la coincidencia de que te sacara del agua y que tú seas quien eres.
Michael asintió con recelo, se reclinó sobre el sofá y respiró hondo sin apartar los ojos de ella.
—Pero no puedes decirme que no quieres comunicarte con ese ser, que no quieres comprender el sentido de todo este…
—Quiero comprender —interrumpió Rowan—, claro. Pero no me quedaría sólo por eso. Además, a este ser no le importa si estamos en Montcleve, Francia; Tiburón, California, o Donnelaith, Escocia. Y en lo que respecta a aquellos seres que has visto, tendrán que volver y decirte que es lo importante. Tú no lo sabes.
Se detuvo, trataba deliberada y obviamente de suavizar sus palabras, como si temiera haber sido demasiado brusca.
—Michael —continuó—, si quieres quedarte toma la decisión en base a otra cosa. Porque quieres estar conmigo o porque has nacido aquí. O porque crees que aquí serás feliz, porque este vecindario es el primer lugar que has amado y que podrías volver a amar.
—No dejé de amarlo nunca.
—¡Pero no hagas nada más por ellos! Haz las cosas a pesar de ellos.
—Rowan, estoy aquí en esta habitación por ellos. No pierdas de vista los hechos. No nos conocimos en el club náutico.
Rowan suspiró.
—Insisto en perder de vista todo aquello —dijo.
—¿Has hablado con Aaron de esto? ¿Fue ése su consejo?
—No le pedí consejo —dijo ella, con paciencia—. Lo cité por dos razones. Primero, porque quería hablar con él otra vez y confirmar por mí misma que era un hombre honesto.
—¿Y? ¿Te lo ha parecido?
Rowan asintió.
—Ahora lo conozco. No es muy diferente de ti y de mí.
—¿Qué quieres decir?
—Es una persona dedicada —dijo. Se encogió ligeramente de hombros—. Del mismo modo que yo me dedico a la cirugía y tú a devolver la vida a casas como ésta. —Se quedó pensativa durante un instante—. Tiene ilusiones, del mismo modo que tú y yo.
—Comprendo.
—Segundo, quería agradecerle lo que su trabajo me había proporcionado y decirle que no se preocupara, que no sentía rencor y no traicionaría su confianza.
Michael se sintió tan aliviado y confuso al mismo tiempo que no quiso interrumpirla.
—Llenó el vacío más importante y crucial de mi vida —siguió Rowan—, creo que ni siquiera comprende lo que significa para mí. Hace dos días era una persona sin pasado ni familia. Y ahora tengo ambas cosas. Las preguntas más angustiosas de mi vida han quedado respondidas. Pienso en mi casa de Tiburón y cada vez me doy más cuenta de que ya no tengo que volver, de que no hace falta que me quede allí, sola. Es una sensación maravillosa.
—Tengo que admitir que nunca pensé que reaccionarías de este modo. Pensé que te enfadarías, que quizá te ofenderías.
—Michael, no me importa lo que haya hecho Aaron para obtener la información, ni lo que hayan hecho sus colegas. Lo importante es que no existiría si ellos no la hubieran recogido y yo me habría quedado sólo con las cosas perversas que me dijo Carlotta y con la cara resplandeciente de los primos, que me ofrecen sonrisas y consuelo, pero que son incapaces de contarme toda la historia porque no la saben. Sólo saben las partes más vistosas. —Respiró hondo—. Mira, Michael, hay gente que no sabe recibir regalos. Esta casa es un regalo. La historia que he leído es un regalo y hace posible que yo pueda aceptar a la familia. Y, Dios mío, ¡ellos son el mayor regalo!
Michael volvió a sentirse aliviado, profundamente aliviado. Las palabras de ella lo llenaban de placer. Sin embargo, no conseguía quitarse de encima la sorpresa.
—¿Y la parte del informe sobre Karen Garfield? —preguntó—. ¿Y la del doctor Lemle? Tenía miedo de que la leyeras.
Esta vez el rostro de Rowan reflejó un dolor más fuerte, más intenso. Michael se arrepintió de inmediato de la brusquedad de sus palabras. De pronto le parecieron imperdonables.
—Tú no me comprendes —respondió ella, con el mismo tono tranquilo de antes—. Tú no comprendes la clase de persona que soy. ¡Quería saber si tenía o no ese poder! Fui a verte porque creí que si me tocabas podrías decirme si el poder era auténtico o no. Pero Aaron me lo ha dicho, me lo ha confirmado. No hay nada peor que sospechar y no estar segura.
—Comprendo —dijo él, en voz baja.
Rowan se esforzó por guardar la compostura. Al cabo de un rato, cuando volvió a hablar, su voz sonaba cansada e irritada.
—Hay otra razón por la que quería ver a Aaron.
—¿Cuál?
—No estoy en contacto con el espíritu —dijo, tras pensar un momento—, y esto significa que no puedo controlarlo. En realidad, no se ha revelado ante mí y puede que no lo haga.
—Ya lo has visto y, además… te está esperando.
Rowan reflexionaba, entretenida con un hilo de la camisa.
—Le soy hostil —dijo, al fin—, ese espíritu no me gusta. Y creo que lo sabe. Estuve aquí durante horas, lo invité a venir, aunque al mismo tiempo lo odiaba o lo temía.
Michael caviló durante un momento.
—Creo que se le ha ido la mano —continuó ella.
—Te refieres a la forma en que te tocó…
—No, me refiero a mí, creo que se le fue la mano. Quizás haya contribuido a crear una médium a la que no puede seducir o volver loca por él. Michael, si puedo matar a un ser humano con este poder invisible, ¿cómo crees que sentirá el Impulsor mi hostilidad hacia él?
Se apartó el cabello de la cara con un gesto rápido. El sol le dio de lleno y lo iluminó haciéndolo más rubio aún.
—Ese espíritu me repugna. Recuerdas lo que dijiste anoche sobre querer hablar con él, razonar con él, preguntarle qué quiere. Bueno, ahora mismo el rechazo que me produce es aún mayor que el deseo de comunicarme.
Michael la observó en silencio durante un rato. Sintió, de un modo extraño y casi inexplicable, que su amor por ella se avivaba.
—Tienes razón. De verdad, no te comprendo, ni comprendo el tipo de persona que eres. Te amo pero no te comprendo.
—Piensas con el corazón —dijo ella, y le acarició el pecho con el puño izquierdo—. Por eso eres tan bueno y tan ingenuo. Pero yo no soy así. Hay cierta maldad dentro de mí, al igual que en la gente que me rodea. Por eso pocas veces me sorprende; aunque me enfade.
Michael no quería discutir con ella ¡pero él no era ingenuo!
—He pensado durante horas —dijo ella— en mi capacidad de romper los vasos sanguíneos, la aorta, y matar a la gente como si echara un maleficio. Si este poder que tengo sirve para algo, quizá sea para destruir a ese ser. Quizá pueda actuar sobre la energía controlada por él con la misma eficacia que actúa sobre los tejidos y las células de la sangre.
—Jamás se me hubiera ocurrido.
—Ante todo soy médica. En segundo lugar, persona y mujer. Como médica me resulta muy fácil ver que este ser existe en un continuo relacionado con nuestro mundo físico. Tiene una existencia reconocible, del mismo modo que en el año setecientos de nuestra era se podía reconocer el fenómeno de la electricidad aunque todavía nadie lo hubiera hecho.
Michael asintió.
—Sus parámetros. Anoche empleaste esa palabra. Sigo pensando en sus parámetros, en si será lo bastante sólido cuando se materialice como para que pueda tocarlo —dijo él.
—Así es, exactamente. ¿Qué es cuando se materializa? Tengo que descubrir sus parámetros. Mi poder también funciona de acuerdo a reglas de nuestro mundo físico. Así pues, tengo que descubrir también mis parámetros.
El dolor volvió a reflejarse en el rostro de Rowan, como un destello que distorsionaba de algún modo su expresión y que se extendía hasta alterar la suavidad de sus rasgos como si fuera una muñeca en llamas.
—Quiero contarte algo sobre Carlotta y sobre el poder… —dijo.
—Si no quieres no tienes por qué hacerlo.
—Ella sabía lo que yo iba a hacer. Lo presentía, y lo provocó… Podría jurarlo.
—¿Por qué?
—Era parte de su esquema. No paro de pensar en ella. Quizá quería vencerme, destruir mi confianza. Siempre usó el sentimiento de culpabilidad para hacer daño a Deirdre y probablemente a Antha. Pero no me voy a dejar arrastrar al tedioso ejercicio de reflexionar sobre su esquema. Es lo que no debemos hacer: hablar de ello, del Impulsor, las visiones, la anciana, y de lo que quieren; han trazado innumerables círculos a nuestro alrededor y yo no quiero caminar en círculos.
—Sí, sé muy bien lo que quieres decir.
Michael apartó lentamente la mirada y rebuscó los cigarrillos en el bolsillo. Le quedaban tres. Le ofreció uno a Rowan, pero ella lo rechazó mientras lo observaba.
—Algún día nos sentaremos a la mesa —le comentó ella—, tomaremos vino blanco, cerveza o lo que sea, y hablaremos de ellos: de Petyr van Abel, de Charlotte, de Julien y de todo lo sucedido, pero ahora no. Ahora quiero separar lo que vale la pena de lo que no, lo importante de las mistificaciones. Espero que tú hagas lo mismo.
—Te sigo —dijo Michael. Ahora buscaba las cerillas. Ah, no tenía, se las había dado a aquel hombre.
Rowan metió la mano en el bolsillo de sus pantalones, sacó un encendedor estrecho de oro y le dio fuego.
—Gracias.
—Siempre que hablamos de ellos —continuó—, los efectos son iguales: nos convertimos en personas pasivas y confundidas.
—Tienes razón —le dijo Michael. Pensaba en el tiempo que había pasado en el dormitorio a oscuras de su casa de Liberty Street, tratando de recordar, de comprender.
—En personas pasivas y confundidas —repitió Rowan— que no piensan por sí mismas, que es precisamente lo que debemos hacer.
—Estoy de acuerdo. Ojalá tuviera tu tranquilidad. Ojalá supiera estas verdades a medias para no tener que meditar en la oscuridad tratando de explicar las cosas.
—No te conviertas en el peón del juego de nadie —explicó ella—. Trata de encontrar una actitud que te brinde la máxima fortaleza y dignidad, pase lo que pase.
—¿Te refieres a que aspire a la perfección? —preguntó.
—¿Qué?
—En California me dijiste que pensabas que debíamos aspirar a la perfección.
—¿Ah, sí? Pues sí. Sí, creo que sí, y trato de descubrir qué es lo más perfecto que podemos hacer. Así que no te comportes como si fuera un monstruo si no me echo a llorar, Michael. No creas que no sé lo que le hice a Karen Garfield, o al doctor Lemle o a aquella chiquilla. Lo sé, lo sé muy bien.
—Rowan, yo no…
—Estuve llorando un año entero antes de conocerte. Empecé a llorar cuando murió Ellie y continué llorando en tus brazos. Lloré cuando me llamaron de Nueva Orleans para decirme que Deirdre había muerto, y ni siquiera la conocía. Y lo hice ayer cuando la vi en el ataúd. Y lloré por ella anoche. Y también por Carlotta. Pues bien, no quiero seguir llorando. Ahora tengo esta casa, la familia y la historia que me dio Aaron. Y te tengo a ti. Tengo una auténtica oportunidad contigo, así que me gustaría saber por qué tengo que llorar.
Lo miraba iracunda, con sus brillantes ojos grises, obviamente acalorada, enfadada, por el conflicto que existía dentro de ella.
—Rowan, si no paras me vas a hacer llorar.
Ella rió a pesar de sí misma. Su rostro se suavizó en un gesto bello y su boca se curvó de mala gana en una sonrisa.
—De acuerdo —dijo—. Hay algo más que podría hacerme llorar y te lo diré para ser del todo sincera: podría llorar si te perdiera.
—Así me gusta —contestó él, y la besó rápidamente antes de que ella lo detuviera.
Rowan le indicó que se apoyara contra el respaldo, que permaneciera serio y escuchara. Michael asintió y se encogió de hombros.
—Ahora dime, ¿qué es lo que tú quieres hacer? No me refiero a lo que esos seres quieren que hagas, sino a lo que tú quieres hacer.
—Quiero quedarme —respondió—. Ojalá no hubiera estado tanto tiempo lejos de aquí. No sé por qué lo hice.
—Muy bien, ahora hablas de algo real. —Sonrió y la luz se reflejó en la curva de sus pómulos y en el perfil de sus labios.
—¿Sabes?, no paro de pensar que estoy en casa. Y me da igual lo que pase con todo lo demás, no quiero irme.
—¡Al diablo con ellos, Michael! ¡Al diablo con ellos, sean quienes sean, hasta que nos den una razón para pensar de otro modo!
Qué misteriosa era, qué desconcertante mezcla de dureza y dulzura. Quizá su error era haber confundido siempre en las mujeres la fortaleza con la frialdad. Tal vez la mayoría de los hombres lo hacían.
—Volverán —dijo ella—. Tienen que hacerlo. Y cuando lo hagan pensaremos y decidiremos qué hacer.
—Muy bien, de acuerdo —contestó Michael. ¿Y si me quito los guantes? ¿Vendrán ahora?
—Pero no nos quedaremos esperando hasta entonces.
—No —rió él.
Cada vez estaba más tranquilo, entusiasmado; y aunque cada una de sus palabras lo alegraba y le hacía sentir que la ansiedad se disiparía en cualquier momento, no podía olvidar su preocupación.
Se sorprendió mirando la imagen diminuta de ellos dos en el espejo del extremo de la habitación, junto con la imagen de los candelabros atrapados entre los espejos enfrentados, que se repetía hasta la eternidad en una bruma de luz plateada.
—¿Te gusta estar enamorado de mí? —le preguntó Rowan.
—¿Cómo?
—¿Te gusta? —Su voz, por primera vez, tenía un temblor inconfundible.
—Sí, me encanta amarte. Pero me asusta, porque eres diferente de todas las personas que he conocido. Eres fuerte.
—Sí, así es —dijo ella con voz apagada—, porque si quisiera podría matarte ahora mismo. Toda tu fuerza masculina no te serviría de nada.
—No, no me refería a eso. —Se volvió y la miró. Su rostro, en las sombras, pareció por un instante inexplicablemente frío y calculador, con los párpados entrecerrados y los ojos brillantes. Tenía el mismo aspecto de maldad que él había visto en la casa de Tiburón, cuando la fría luz que entraba por la ventana le iluminaba el rostro en medio de la oscuridad.
Rowan se enderezó poco a poco, y la tela crujió con suavidad. Michael se encogió de modo instintivo, sentía que se le erizaban todos los pelos, con la misma sensación que se tiene al ver una serpiente en la hierba, a pocos centímetros del zapato, o cuando un hombre sentado junto a ti, en el taburete de al lado de la barra del bar, acaba de sacar una navaja automática.
—¿Qué demonios te pasa? —preguntó él.
Y entonces comprendió. Vio que Rowan se sacudía, que sus mejillas se llenaban de manchas rosadas sobre una palidez mortal, que extendía los brazos hacia él, luego los retiraba y los cruzaba apretados sobre su pecho, como si tratara de contener algo inexpresable.
—Dios mío, ni siquiera odiaba a Karen Garfield —murmuró—. ¡No la odiaba! Dios mío, ayúdame, yo…
Michael quería ayudarla, con desesperación, pero no sabía cómo. Ella temblaba como una llama en la oscuridad, se mordía el labio superior, su mano derecha apretaba con fuerza la izquierda.
—No llores, cariño, no llores… te estás haciendo daño —le dijo. Pero al tocarla, sintió que estaba rígida como el acero.
—Te juro que no lo creía. Es como un impulso, lo sabes pero no terminas de creer que puedes… Estaba tan enfadada con Karen Garfield. ¡Era un insulto que se presentara en casa de Ellie, un insulto tan estúpido!
—Lo sé, lo comprendo.
Rowan se apartó de él, levantó las rodillas y observó la oscura habitación a su alrededor. Ahora estaba un poco más tranquila, aunque sus ojos seguían exageradamente abiertos y sus manos se movían nerviosas.
—Me sorprende que no hayas pensado en la respuesta más obvia —dijo—, en la más clara y precisa.
—¿Qué quieres decir?
—Quizá tu propósito, la misión que te encomendaron sea, simplemente, matarme.
—¡Dios mío! ¿Cómo puedes pensar algo así? —Michael se acercó a ella, le apartó el pelo de la cara y la atrajo hacia sí.
Ella lo miró como si estuviera muy lejos.
—Querida, escúchame —le pidió—. Cualquiera puede matar. Es muy fácil. Muy fácil. Hay miles de formas. Tú sabes algunas que yo no conozco porque eres médica. Esa mujer, Carlotta, con lo pequeña que era mató a un hombre lo bastante fuerte para estrangularla con una sola mano. Cada vez que estoy dormido junto a una mujer, si quiere, puede matarme. Tú lo sabes. Un escalpelo, un alfiler de sombrero, un poco de veneno letal. Es fácil, pero no lo hacemos, nada en el mundo puede obligar a que la mayoría siquiera piense en hacer esas cosas, y así ha sido para ti durante toda tu vida. Ahora descubres que tienes un poder mutante, algo por encima de las leyes de libre elección, impulso y autocontrol, algo que exige una comprensión más sutil. Tú tienes esa comprensión. Tú tienes la fortaleza para conocer tu propia fuerza.
Ella asintió, a pesar de que seguía agitada.
—Rowan, la primera noche que nos vimos me pediste que me quitara los guantes, que cogiera tus manos. He hecho el amor contigo sin guantes. Sólo tu cuerpo y el mío, tus manos me tocaban y las mías te tocaban. ¿Y qué vi? ¿Qué sentí? Sentí bondad, amor.
La besó en la mejilla y el pelo y la despeinó con la mano.
—Rowan, tienes razón en muchas de las cosas que has dicho, pero no en ésta. No es mi propósito hacerte daño, te debo la vida. —La atrajo hacia sí y la besó, pero ella seguía fría, distante, muy lejos de él.
Le apartó las manos y se las bajó con suavidad. Lo besó dulcemente, pero no quería que la tocara, no le hacían bien sus caricias.
Michael se quedó pensativo durante un rato; dirigió la mirada hacia los adornos de la sala. Los espejos altos con sus oscuros marcos labrados, el viejo piano Bösendorfer cubierto de polvo, los cortinajes descoloridos en la penumbra.
Luego se puso de pie, no podía seguir sentado, inmóvil. Se alejó del sofá, se dirigió a la ventana lateral y se puso a mirar a través de la malla sucia del porche.
—¿Qué has dicho hace un momento? —preguntó, volviéndose—. Has dicho algo de la pasividad y la confusión. Bueno, Rowan, esto es confusión.
Ella no contestó. Estaba acurrucada en el sofá y miraba el suelo.
Michael volvió al sofá, la levantó y la abrazó. Todavía tenía las mejillas teñidas de rojo y estaba muy pálida. Las pestañas parecían muy largas y oscuras cuando miraba hacía abajo.
Michael apretó con suavidad sus labios contra su boca, y esta vez no sintió resistencia; era como si besara la boca de alguien inconsciente o dormido. Luego, poco a poco, volvió a la vida, deslizó las manos por su cuello y le devolvió el beso.
—Rowan, hay una trama —le susurró al oído—. Hay una gran telaraña y estamos en ella, pero creo ahora, como creí entonces, que la gente que hizo que nos encontráramos es buena. Y lo que quieren de mí es bueno. Lo descubriré, Rowan, debo hacerlo. Pero sé que es bueno, del mismo modo que sé que tú también eres buena.
Oyó que suspiraba junto a él, sintió la presión de sus senos contra su pecho. Cuando al final se apartó de él, lo hizo con gran ternura, besándole los dedos antes de soltarlos.
—¡A quién le importa! —murmuró para sí misma; parecía frágil, insegura.
Un rayo de sol entró a través de la malla metálica e iluminó las tablas ámbar brillante del viejo parqué. Las motas de polvo bailaban a su alrededor.
—Palabras, palabras, palabras —dijo ella—, pero son ellos quienes han de dar el siguiente paso. Tú ya has hecho todo lo que has podido. Y yo también. Dejemos que sean ellos los que vengan a nosotros.
—De acuerdo.
Rowan se volvió hacia él, en una invitación silenciosa a acercarse, con una expresión implorante y triste. Un súbito temor recorrió el cuerpo de Michael y lo dejó vacío. La amaba mucho, y era un amor precioso para él, pero al mismo tiempo estaba asustado. Sí, tenía miedo.
—¿Qué vamos a hacer, Michael? —De repente sonrió, una sonrisa muy hermosa y cálida.
Michael rió.
—No lo sé, querida —dijo, y se encogió de hombros y ladeó la cabeza—, no lo sé.
—¿Sabes lo que quiero de ti ahora?
—No, pero sea lo que fuere te lo prometo.
Rowan le cogió la mano.
—Háblame de esta casa —dijo, levantando la mirada—, dime todo lo que sepas de este tipo de casas. Dime si en realidad se puede salvar.
—Cariño, está esperando que la salve. Es tan sólida como cualquier castillo de Montcleve o Donnelaith.
—¿Puedes hacerlo tú? No me refiero con tus manos…
—Me encantaría hacerlo con mis propias manos. —De pronto se las miró. Estas vergonzosas manos enguantadas… ¿Cuánto hacía que no cogía un martillo y clavos, o el mango de una sierra, o un cepillo de madera? Levantó los ojos y miró el arco que había encima y la superficie del techo con su pintura cuarteada y descascarillada—. Ah, cómo me gustaría.
Se preguntó si ella comprendería todo lo que significaba para él. Trabajar en una casa como ésta siempre había sido su sueño, no solo una casa como ésta, sino esta misma casa. Retrocedió en su memoria hasta su infancia, y se vio en la puerta exterior, un niño que iba a la biblioteca a mirar viejos libros con ilustraciones de esta casa, esta misma sala y el vestíbulo; nunca había soñado con ver estas habitaciones como no fuera en los libros.
Y en la visión, aquella mujer le había dicho: «Que convergen en este mismo momento, en esta casa, en este momento crucial en que…»
—¿Michael, quieres hacerlo?
Vio el rostro de ella, iluminado como el de una niña, como a través de un velo. Aunque parecía lejana, brillante y alegre, pero muy distante.
«¿Eres tú, Deborah?»
—Michael, quítate los guantes —le pidió Rowan. Su súbita vehemencia lo sobresaltó—. ¡Vuelve a trabajar! Vuelve a ser tú mismo. ¡Hace cincuenta años que nadie es feliz en esta casa, que nadie ama en esta casa, que nadie vence! Ha llegado el momento de que podamos amar y vencer aquí, ha llegado el momento de que podamos recuperar la casa. Lo supe en cuanto terminé de leer el informe sobre las brujas Mayfair. Michael, ésta es nuestra casa.
«Pero tú puedes transformar… No pienses ni por un instante que no tienes el poder, porque el poder deriva de…»
—Michael, respóndeme.
«¿Transformar qué? No me dejes así. ¡Dímelo!»
Pero la visión había desaparecido como si nunca hubiera existido. Y allí estaba él, con Rowan; el sol brillaba sobre el tibio parqué color ámbar y ella esperaba que le respondiera.
Y la casa esperaba, esta hermosa casa, debajo de sus capas de óxido y suciedad, esperaba debajo de sus sombras, su maraña de enredaderas, su calor y su humedad.
—Sí, querida, sí —dijo, como si despertara de un sueño, con sus sentidos súbitamente inundados por la fragancia de la madreselva, el canto de los pájaros y la tibieza del sol que se derramaba sobre ellos.
Se dio la vuelta en medio de la habitación.
—Luz, Rowan, tenemos que dejar entrar la luz. Ven —dijo, y la cogió de la mano—, vamos a ver si estos viejos postigos todavía se pueden abrir.