Sólo ve por ahí. Cruza Magazine Street, baja por First Street y pasa por la suntuosa mansión en ruinas. Comprueba con tus propios ojos si los cristales de las ventanas del frente están rotos. Si Deirdre Mayfair sigue sentada en el porche lateral. No tienes que entrar y preguntar para verla.
¿Qué demonios crees que va a pasar?
El padre Mattingly estaba enfadado consigo mismo. Era un deber visitar a esa familia antes de irse al norte. En una época fue su párroco y las conocía a todas. Hacía más de un año que no veía a la señorita Carl, desde el funeral de la señorita Nancy.
Un joven sacerdote le había escrito hacía meses para decirle que Deirdre Mayfair había decaído mucho. Tenía los brazos encogidos contra el pecho y la atrofia característica en semejantes casos.
Los cheques de la señorita Carl para la parroquia llegaban con la misma regularidad de siempre —ahora, uno por mes, creía— extendidos a nombre de la Parroquia Redentorista, por mil dólares, sin condiciones. A lo largo de los años había donado una fortuna.
El padre Mattingly debía ir, de verdad, sólo para presentar sus respetos y agradecerlo personalmente como acostumbraba hacer años atrás.
Los sacerdotes actuales de la rectoría no conocían a la familia Mayfair. No conocían las viejas historias. Nunca habían sido invitados a la casa. Hacía pocos años que estaban en esta parroquia vieja y triste, con una congregación menguada y los hermosos edificios de las iglesias en ruinas por culpa de los gamberros.
Le alegraba saber que iba a estar poco tiempo, porque cada vez que iba se sentía más triste. Al pensar en ello, el lugar le parecía un puesto misionero. Ojalá ésta fuera su última visita al sur.
Pero no podía irse sin ver a la familia.
Sí, ve. Debes ir. Debes hacer una pequeña visita a Deirdre Mayfair. ¿Después de todo no es una feligresa?
Y, además, no tenía nada de malo querer saber si las habladurías eran ciertas, si era verdad que habían tratado de internar a Deirdre en el sanatorio y a ella le había dado un ataque y había roto los cristales de las ventanas antes de volver a caer en su catatonia. Decían que había ocurrido el 13 de agosto, hacía dos días.
Quién sabe, a lo mejor a la señorita Carl le gustaba la visita.
Pero el padre Mattingly sabía que eran excusas. No había razón para que la señorita Carl tuviera ahora más interés que antes en recibirlo. Hacía años que no lo invitaba. Y Deirdre Mayfair era «un bonito manojo de zanahorias», como había dicho una vez la enfermera.
Pero ¿cómo demonios era posible que «un bonito manojo de zanahorias» se levantara y rompiera todos los cristales de dos ventanas, de tres metros de altura? No parecía muy lógico. ¿Y por qué no se la habían llevado los hombres del sanatorio? Sin duda podrían haberle puesto una camisa de fuerza. ¿No era lo normal en esos casos?
Sin embargo, la enfermera de Deirdre los había detenido en la puerta y había gritado que se fueran, que ella y la señorita Carl cuidarían de la enferma.
Jerry Lonigan, el de la funeraria, le había contado al padre toda la historia. El conductor de la ambulancia del sanatorio a menudo conducía los coches fúnebres de Lonigan e Hijos y lo había visto todo. Los cristales rotos de las ventanas que daban al porche. Con tanto ruido que parecía como si hubiera roto todo lo que había en aquel salón. Y Deirdre, que lanzaba unos aullidos terribles. Algo horrible, como ver a alguien que se despierta de la muerte.
Bueno, no era asunto del padre Mattingly. ¿O quizá sí?
Dios mío. La señorita Carl tenía más de ochenta años, a pesar de que todavía iba a trabajar cada día, y ahora estaba sola en aquella casa con Deirdre y la asistenta.
Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que debía ir, pese a que odiara aquella casa, a Carl y todo lo que sabía de aquella gente. Sí, debía ir.
Por supuesto, no siempre había sentido lo mismo. Cuarenta y dos años atrás, cuando acababa de llegar a esta parroquia ribereña procedente de Saint Louis, las Mayfair le habían caído bien, incluso la malhumorada y voluminosa Nancy, la dulce señorita Belle y la bella señorita Millie. Le habían encantado aquellos enormes y empañados espejos y los retratos de los antepasados antillanos detrás de los cristales sucios.
Y también le gustó la pequeña Deirdre, aquella chiquilla tan bonita de seis años que apenas llegó a conocer y que sufrió una situación tan trágica sólo doce años más tarde. ¿No decían los libros de texto que los electroshocks podían borrar completamente la memoria de una mujer adulta y convertirla en un silencioso armazón? Ella permanecía encerrada en sí misma, con la mirada fija en la lluvia que caía, mientras una enfermera le daba de comer con una cuchara de plata.
¿Por qué lo habían hecho? No se había atrevido a preguntarlo, pero le habían explicado varias veces que era para curarla de los «delirios», pues gritaba «tú lo has hecho» en una habitación vacía a alguien que no estaba allí, a alguien a quien maldecía sin cesar por la muerte del padre de su hija ilegítima.
Deirdre. Llorar por Deirdre. Él había llorado mucho por ella, y nadie excepto Dios sabía cuánto y por qué, pero el padre Mattingly nunca lo olvidaría. Toda su vida recordaría la historia que la muchachita le había contado en el confesionario, una muchachita que había desperdiciado su vida en aquella casa enmarañadamente misteriosa mientras el mundo exterior galopaba hacia su propia condena.
Sólo pasa por allí. Haz la visita. Quizá como homenaje silencioso en memoria de aquella muchachita. No trates de comprenderlo todo. ¡Después de todos estos años aún resonaba en sus oídos aquella historia sobre demonios surgida de los labios de una muchachita! «Una vez que has visto al hombre, estás perdido».
El padre Mattingly se decidió. Se puso el abrigo negro se acomodó el cuello y la pechera de la camisa y salió de la rectoría refrigerada al calor del pavimento de Constance Street. No miró los hierbajos que cubrían los escalones de St. Alphonsus ni las pintadas en los muros de la vieja escuela.
Veía el pasado —si es que veía algo— mientras avanzaba por Josephine Street y giraba en la esquina. Dos manzanas más adelante se entraba en otro mundo. El sol resplandeciente desaparecía y con él el polvo y el estrépito del tráfico.
Los postigos cerrados de las ventanas, los porches en sombra. El silbido suave de los aspersores para el césped detrás de las cercas ornamentales. El olor profundo de la tierra esparcida sobre las raíces de los rosales bien cuidados.
Muy bien, ¿y qué dirás cuando llegues?
Continuó andando hasta que por encima de la copa de los árboles vio la casa Mayfair, descolorida y descascarada, con su chimenea doble recortada contra las nubes en movimiento. Parecía como si las enredaderas estuvieran socavando la vieja estructura. ¿No estaban más combados los porches que la última vez que los había visto? El jardín parecía una jungla.
Aflojó el paso. Y lo aflojó porque realmente no quería entrar. No quería ver de cerca el jardín deteriorado, el cinamomo y el oleandro pugnar con un césped tan alto como los hierbajos, y los porches con la pintura descascarada, con ese color gris sucio que la humedad de Luisiana daba a todas las maderas descuidadas.
Ni siquiera quería estar en aquel vecindario tranquilo y desierto. Allí sólo se agitaban los insectos, los pájaros y las plantas que poco a poco devoraban la luz y el azul del cielo. En una época debió de haber sido un pantano. Un caldo de cultivo del mal.
No podía evitar pensar en todas las historias que había oído sobre las mujeres Mayfair. ¿Qué era el vudú sino un culto al demonio? ¿Y qué pecado era peor: el asesinato o el suicidio? Sí, allí medraba el mal. Oía a la muchachita Deirdre hablándole al oído y percibía el mal mientras se apoyaba en la verja de hierro, mientras miraba la corteza áspera y oscura de las ramas de roble que se agitaban en lo alto.
Se secó la frente con el pañuelo. ¡La pequeña Deirdre le había dicho que había visto al demonio! Ahora oía su voz con tanta claridad como la había oído en el confesionario décadas atrás. Y también oía sus pasos cuando huía corriendo de la iglesia, de él, de su incapacidad para ayudarla.
Pero todo eso había empezado antes. Había empezado un melancólico viernes por la tarde, cuando la hermana Bridget Marie pidió por favor que un sacerdote acudiera al patio de la escuela. Se trataba de Deirdre Mayfair otra vez.
El padre Mattingly no sabía nada de Deirdre Mayfair. Acababa de llegar al sur, del seminario de Kirkwood, Misuri.
Al poco rato se encontró con la hermana Bridget Marie en el patio de cemento, detrás del viejo edificio del convento, que en aquella época le parecía muy europeo, pintoresco y exótico, con sus muros rotos, sus retorcidos árboles y los bancos de madera dispuestos alrededor.
Al acercarse, la sombra le pareció acogedora. Vio entonces que las niñas sentadas en el banco estaban llorando. La hermana Bridget Marie sostenía a una chiquilla temblorosa por el brazo. La niña estaba pálida por el miedo. Era bonita, a pesar de los ojos azules demasiado grandes para su menudo rostro, tenía unos largos y cuidados bucles negros que se agitaban junto a sus mejillas y una figura delicada y bien proporcionada.
Había flores esparcidas por el suelo, gladiolos enormes, azucenas, largas hojas de helecho y unas rosas grandes, perfectas. Flores de floristería, sin duda, pero había tantas…
—¿Ha visto esto, padre? —exclamó la hermana Bridget Marie—. ¡Y las pequeñas ladronas tienen la desfachatez de decirme que fue el amigo invisible de ella, el diablo en persona, quien puso estas flores aquí, que las trajo y las puso en sus brazos! ¡Robaron las flores del mismísimo altar de St. Alphonsus!…
Las chiquillas empezaron a gritar. Una de ellas pateó el suelo mientras decían furiosas a coro:
—¡Lo hemos visto! ¡Lo hemos visto! —Y se animaban las unas a las otras con sus ahogados sollozos.
La hermana Bridget Marie les gritó que se callaran y sacudió a la niña que tenía cogida del brazo, pese a que ésta no había dicho nada. La chiquilla abrió la boca y volvió la mirada hacia el padre Mattingly en un silencio suplicante.
—Bueno, hermana, por favor —dijo el padre Mattingly. Había soltado a la niña, que estaba como atontada, completamente dócil. Quiso levantarla y secarle la cara donde las lágrimas habían dejado dos goterones sucios, pero no lo hizo.
—Dicen que tiene un amigo invisible —le explicó la monja—, uno que encuentra todo lo que se pierde, padre. ¡El que le pone monedas en los bolsillos para caramelos! Y todas los comen, se llenan la boca con caramelos comprados con monedas robadas, ¡puede estar seguro!
Las niñas lloraban más fuerte y el padre Mattingly se dio cuenta de que estaba pisando las flores, mientras la niña silenciosa y pálida miraba sus zapatos y las rosas aplastadas.
—Haga entrar a las niñas —dijo. Era esencial que asumiera el mando. Sólo entonces podría comprender lo que la hermana le estaba explicando.
Pero cuando se quedaron a solas, la historia no fue menos fantástica. Las niñas afirmaban que habían visto las flores volar por el aire y luego llegar a los brazos de Deirdre. Se habían reído a carcajadas. Decían que el amigo mágico de Deirdre siempre las hacía reír. Si una perdía la libreta o el lápiz, el amigo de Deirdre lo encontraba. Había que pedírselo a ella y él se lo entregaba. Así era. Hasta decían que ellas también lo habían visto, un hombre agradable, de cabello y ojos castaños que se quedaba sólo un segundo junto a Deirdre.
—Hay que mandarla de vuelta a casa, padre —le había dicho la hermana Bridget Marie—. Siempre pasa lo mismo. Cuando llamo a su tía abuela Carl, o a Nancy, se corrige durante un tiempo, pero luego empieza otra vez.
—Y usted no cree…
—Padre, le digo que esa niña no tiene remedio, o es el diablo en persona o una mentirosa del diablo. Hace creer a las otras todos esos cuentos absurdos como si las tuviera embrujadas. No se puede quedar en St. Alphonsus.
El padre Mattingly la había llevado a casa lenta y tranquilamente por estas mismas calles. No hablaron ni una palabra. Llamaron a la señorita Carl a su oficina del centro. Ella y la señorita Millie los esperaban en la escalinata de entrada de la mansión.
—Imaginación hiperactiva, padre —había dicho la señorita Carl sin una pizca de preocupación—. Millie, lo que Deirdre necesita es un baño caliente. —La niña se retiró sin decir palabra y la señorita Carl lo acompañó por primera vez a la galería, a tomar café au lait en la mesa de mimbre. La señorita Nancy, hosca y fea, había puesto las tazas y las cucharas de plata.
Porcelana con bordes dorados y servilletas de hilo, con una «M» bordada. Y qué mujer la señorita Carl, qué inteligencia tan despierta. El traje de seda y la blusa de volantes, el cabello ligeramente canoso recogido en un moño cuidado y los labios pulcramente pintados de rosa suave le daban un aspecto severo y recatado. Su sonrisa inteligente lo había hecho sentir cómodo enseguida.
—Podría decirse que este exceso de imaginación es la maldición de la familia. —Sirvió el café y la leche caliente de dos recipientes de plata—. Nos entregamos a nuestros sueños, vemos visiones; tendríamos que haber sido poetas o pintores, en lugar de abogados como yo. —Había reído sin dificultad, suavemente—. Cuando Deirdre aprenda a diferenciar la realidad de la fantasía, será una niña estupenda.
Carl le explicó que Deirdre iría a las hermanas del Sagrado Corazón en cuanto hubiera vacantes. Sentía mucho la tonta molestia que había ocasionado en St. Alphonsus y, por supuesto, se quedaría en casa si ése era el deseo de la hermana Bridget Marie.
El padre Mattingly había empezado a hacer algunas objeciones, pero estaba todo decidido. Simplemente le pondrían una institutriz, alguien que comprendiera a los niños, ¿por qué no?
Caminaron junto a los porches en sombra.
—Somos una familia añeja, padre —le dijo Carl mientras regresaban al salón—. Ni siquiera conocemos con exactitud nuestros orígenes. En la actualidad no hay nadie que pueda identificar algunos de los retratos que ve aquí colgados. —Su voz tenía un tono entre divertido y fatigado—. Provenimos de las islas, de eso no hay duda, de una plantación de Santo Domingo, y si vamos más allá, de algún oscuro pasado europeo que ahora se ha perdido por completo. La casa está llena de reliquias inexplicables. A veces la veo como un gran caparazón que debo cargar sobre mis espaldas.
Acarició con suavidad el piano de cola y un arpa dorada. No tenía gran estima por todo aquello, dijo, qué ironía que el destino la hubiera convertido en la custodia. La señorita Millie asentía con una sonrisa.
Así habían zanjado el problema y la chiquilla pálida de bucles morenos dejó St. Alphonsus.
Pero en los días siguientes, el asunto de las flores no dejó de intrigar al padre Mattingly.
Era imposible imaginar que un grupo de chiquillas trepara por las barandillas de las comuniones y robara los altares de una iglesia tan enorme e impresionante como St. Alphonsus. Ni siquiera los gamberros que el padre Mattingly había conocido de pequeño se habrían atrevido.
¿Qué le hacía pensar a la hermana Bridget Marie que había sido así? ¿De verdad las niñas habían robado las flores? La monja, menuda, de cara redonda, lo estudió durante un momento antes de responder. Luego dijo que no.
—Padre, pongo a Dios por testigo de que la familia Mayfair está maldita. La abuela de la niña, Stella se llamaba, contaba las mismas historias en el patio de esta misma escuela hace muchos años. Stella Mayfair tenía un poder aterrador sobre quienes la rodeaban. Había monjas que tenían un miedo mortal a cruzarse con ella, en aquella época decían que era bruja, y ahora también.
—¡Supersticiones, hermana! —respondió él con gran autoridad—. ¿Y la madre de la pequeña Deirdre, qué, también me va a decir que era bruja?
La hermana Bridget Marie negó con la cabeza.
—Se llamaba Antha, un caso perdido; vergonzosa, dulce, asustada hasta de su propia sombra, no se parecía en nada a su madre, con decirle que ésta fue asesinada. Tendría que haber visto la cara de la señorita Carlotta cuando enterraron a Stella, y la misma expresión doce años más tarde, cuando enterraron a Antha. Ahora bien, Carl siempre ha sido muy inteligente, incluso de niña, cuando iba a las ursulinas. Es la columna vertebral de la familia. Pero a su madre nunca le importó un bledo. A Mary Beth Mayfair la única que le importaba era Stella. Y al señor Julien, el tío de Mary Beth, lo mismo: Stella, Stella. Y Antha, al final, se volvió completamente loca, dicen, tenía sólo veinte años cuando subió las escaleras de la vieja casa y saltó por la ventana de la buhardilla y se rompió la cabeza contra las piedras de abajo.
—¡Qué joven! —había murmurado él. Recordaba el rostro lívido y asustado de Deirdre Mayfair. ¿Qué edad tendría cuando su madre hizo semejante cosa?
—Enterraron a Antha en tierra consagrada, Dios se apiade de su alma. ¿Quién puede juzgar el estado mental de una persona así? Cuando se estrelló contra la terraza, se le abrió la cabeza como una sandía. Y Deirdre, que era un bebé, lloraba con todas sus fuerzas en la cuna. E incluso Antha era alguien que inspiraba miedo.
El padre Mattingly cavilaba en silencio. Era el tipo de conversación que había escuchado toda su vida en casa, la incesante dramatización irlandesa de lo mórbido, el poderoso tributo a lo trágico. Quiso preguntarle algo…
Pero había sonado la campana. Los niños formaban fila ordenadamente para entrar. La hermana tenía que irse, pero de repente se volvió.
—Déjeme contarle una historia sobre Antha —dijo, en voz baja, por el silencio del patio de la escuela—, la mejor que conozco. En aquella época, cuando las hermanas se sentaban a comer, a las doce, los niños se quedaban en silencio en el patio hasta que se rezaba el Ángelus y se bendecían los alimentos. Hoy en día ya nadie respeta estas cosas, pero entonces era la costumbre. Un día de primavera, durante aquel momento de silencio, una niña muy mala llamada Jenny Simpson se acercó para asustar a la pobre y tímida Antha con una rata muerta que había encontrado debajo del seto. Antha miró el cuerpo de la rata y lanzó un grito escalofriante. Padre, ¡no puede imaginarse qué grito! Como comprenderá, nosotras nos levantamos de la mesa y fuimos corriendo, y ¿qué cree que vimos? ¡A la malvada Jenny Simpson caída de espaldas, padre, con la cara llena de sangre y a la rata que salía volando de su mano y pasaba por encima del seto! ¿Y cree usted que fue la pequeña Antha la que había hecho eso, padre? ¿Una chiquilla tan delicada como lo es su hija Deirdre? ¡Oh, no! Fue el mismo amigo invisible, padre, el diablo en persona, el que trajo esas flores volando para Deirdre en este mismo patio la semana pasada.
—Hermana —rió el padre Mattingly—, ¿cree que soy un ingenuo para creerme algo así?
Y, en efecto, ella también se había reído, pero él sabía por experiencia que una irlandesa podía reírse de lo que decía y al mismo tiempo creer cada palabra.
Al domingo siguiente volvió a llamar a la casa Mayfair. Una vez más le ofrecieron café y una conversación agradable; parecía todo muy distinto de los cuentos de la hermana Bridget Marie. En la radio sonaba Rudy Vallee. La anciana señorita Belle regaba los tiestos de orquídeas. De la cocina llegaba el aroma del pollo asado. Una casa perfectamente agradable.
Al irse vio fugazmente a Deirdre en el jardín: una carita pálida que lo miraba escondida detrás de un retorcido árbol. Él la había saludado con la mano sin detenerse, pero más tarde volvió a pensar en su aspecto y se dio cuenta de que había algo en ella que le preocupaba. ¿Eran los rizos enredados? ¿Esa mirada distraída? ¿O el hecho de que jugara en aquel patio descuidado al que se había arrojado su madre años atrás?
Locura, eso era lo que la hermana Bridget Marie le había descrito, y le preocupaba pensar que fuera eso lo que amenazaba a aquella chiquilla pálida. Para el padre Mattingly la auténtica locura no tenía nada de romántico. Hacía mucho tiempo que pensaba que los locos vivían en un infierno inconexo, sin comprender la vida a su alrededor.
Pero la señorita Carlotta era una mujer sensible y moderna. La niña no estaba destinada a seguir los pasos de su madre. Tendría, por el contrario, todas las oportunidades.
Pasó un mes antes de que su opinión sobre los Mayfair cambiara para siempre, aquella tarde de sábado en que Deirdre Mayfair se confesó en la iglesia de St. Alphonsus.
Era el día en que los buenos católicos irlandeses y alemanes iban a aligerar su conciencia antes de la misa y de la comunión del domingo.
Y ahí estaba él, sentado en la silla estrecha del ornado confesionario de madera, detrás de unas cortinas verdes de sarga, oyendo a los penitentes que se arrodillaban alternativamente a derecha e izquierda. Sus voces y pecados podrían haber sido de Boston o de Nueva York, los mismos acentos, las mismas preocupaciones, las mismas ideas.
Lo sorprendió una voz infantil, que le llegaba clara y precipitadamente a través de la rejilla oscura y sucia, una voz de una elocuente e inteligente precocidad. Al principio no la reconoció; después de todo, Deirdre Mayfair no había dicho ni una palabra en su presencia.
—Bendígame, padre, porque he pecado. Hace muchas semanas que no me confieso. Padre, ayúdeme, por favor. No puedo vencer al diablo. Lo intento y siempre fracaso. Y voy a ir al infierno.
¿Qué era aquello, otra vez la influencia de la hermana Bridget Marie? Pero antes de que pudiera decir nada, la niña continuó y él supo que se trataba de Deirdre Mayfair.
—No le dije al diablo que se marchara cuando me trajo las flores. Quería hacerlo y sé que debí haberlo hecho, y tía Carl está muy, muy enfadada conmigo. Pero, padre, él sólo quiere hacernos felices. Se lo juro, padre, no es malo conmigo. Y si no lo miro ni lo escucho, llora. ¡Yo no sabía que sacaba las flores del altar! A veces hace cosas muy tontas, padre, cosas de niño pequeño, cosas que incluso alguien con menos inteligencia no haría. Pero no quiere hacer daño a nadie.
—Bueno, espera un momento, querida, ¿qué te hace pensar que el diablo en persona quiera angustiar a una niña? ¿No quieres contarme lo que pasó de verdad?
—Padre, él no es como dice la Biblia, se lo juro. No es feo. Es alto y hermoso. Como un hombre de verdad. Y no dice mentiras. Y siempre hace cosas bonitas. Cuando tengo miedo, viene, se sienta a mi lado en la cama y me da un beso. De veras. ¡Y asusta a la gente que trata de hacerme daño!
—Entonces ¿por qué dices que es el diablo? ¿No sería mejor decir que es un amigo imaginario, alguien que te acompaña para que nunca estés sola?
—No, padre, es el diablo. —Parecía muy convencida—. No es real, pero tampoco es inventado. —La vocecilla ahora sonaba triste, cansada. Una pequeña mujer disfrazada de niña que se enfrentaba a un enorme problema, casi al borde de la desesperación—. Sé que está allí cuando nadie lo ve, y lo miro y lo miro y entonces todos pueden verlo. —Era una voz quebrantada—. Intento no mirarlo, digo Jesús, María y José, e intento no mirarlo. Sé que es un pecado mortal. Pero se pone tan triste, llora en silencio y yo puedo oírlo.
—Dime, hijita, ¿has hablado con tu tía Carl sobre todo esto? —Procuró que su voz sonara tranquila, pero el detallado relato de la niña había empezado a asustarlo. Era algo más que «exceso de imaginación» o cualquier otro tipo de exceso que él conociera.
—Padre, ella lo sabe todo respecto a él. Todas mis tías lo conocen. Lo llaman «el hombre», pero tía Carl dice que es el diablo. Es ella la que dice que es pecado, como tocarse entre las piernas o tener pensamientos sucios. Como cuando me besa y siento escalofríos. Dice que es impuro mirar al hombre y dejar que se meta en la cama debajo de la manta. Dice que puede matarme. Mi madre también lo vio durante toda su vida, por eso se murió y se fue al cielo, para apartarse de él.
El padre Mattingly estaba horrorizado. ¿No decían que era imposible impresionar a un cura en el confesionario?
—Sí, mi madre también lo veía —continuó la niña, deprisa y agitada—. Ella era muy muy mala, él la hizo mala, y se murió por culpa de él. Probablemente se fue al infierno, en lugar del cielo, como me va a pasar a mí.
—Por Dios, espera un minuto, hija. ¿Quién te ha dicho eso?
—Mi tía Carl, padre —insistió la niña—. Ella no quiere que me vaya al infierno como Stella. Me dice que rece y lo eche, y que si lo intento, si rezo el rosario y no lo miro, puedo hacerlo. Pero, padre, mi tía se enfada mucho si dejo que él venga… —La niña se detuvo. Lloraba, aunque era evidente que trataba de ahogar sus sollozos—. Tía Millie está muy asustada y tía Nancy ni me mira, dice que en nuestra familia cuando has visto al hombre estás perdida.
El padre Mattingly estaba demasiado impresionado para hablar, pero se aclaró la garganta rápidamente.
—¿Quieres decir que tus tías creen que es algo real…?
—Ellas lo conocen desde siempre, padre, y cualquiera puede verlo si yo dejo que coja fuerza. Es verdad, padre, cualquiera. Pero ¿sabe?, yo tengo que dejarlo aparecer. Que lo vean los demás no es pecado mortal porque es culpa mía. Es culpa mía. Nadie puede verlo si yo no dejo que ocurra. Y, padre, de veras no comprendo cómo el diablo puede ser tan bueno conmigo y llorar tanto cuando está triste y desea tanto estar sólo a mi lado… —La voz se quebró en sollozos suaves.
—¡No llores, Deirdre! —dijo él con firmeza. ¡Era inconcebible que esa mujer sensible, «moderna», con su traje sastre, le contara semejantes supersticiones! ¿Y las otras qué?, por el amor de Dios. A su lado personas como la hermana Bridget Marie parecían Sigmund Freud en persona.
—Tía Carl dice que incluso es pecado mortal pensar en él o en su nombre —continuó de repente la agitada vocecilla llena de angustia—. ¡Pronunciar su nombre lo hace aparecer inmediatamente! Pero, padre, cuando ella está hablando él se pone a mi lado y dice que son mentiras, y, padre, sé que decir algo así es terrible, pero tía Carl a veces miente. Lo sé aunque él no me lo diga. Pero lo peor es cuando él aparece y la asusta. Entonces ella lo amenaza, le dice que si no me deja tranquila, ¡ella misma va a hacerme daño! —Su voz volvía a expresar quebranto, los sollozos apenas se oían.
—Hija, ahora piensa con cuidado antes de responder. ¿Ha dicho tu tía Carl que ella también lo ha visto?
—Padre, ella lo vio cuando yo era un bebé y todavía ni sabía que podía hacerlo aparecer. Lo vio el día en que mi madre murió. Estaba meciendo mi cuna. Y cuando mi abuela Stella era pequeña, solía ponerse detrás de ella durante la cena. Padre, le voy a contar un gran secreto: en casa hay un retrato de mi madre y él está de pie junto a ella. Conozco ese retrato porque él lo encontró y me lo dio, pese a que lo habían escondido. Abrió el cajón de la cómoda sin tocarlo y puso el retrato en mi mano. Hace cosas así cuando tiene fuerza, cuando estamos mucho rato juntos y pienso todo el día en él. Es entonces cuando todo el mundo sabe que está en casa, y tía Nancy espera a tía Carl en la puerta y le dice al oído: «El hombre está aquí; acabo de verlo». Y tía Carl se enfada muchísimo. ¡Es culpa mía, padre! Y tengo miedo de no poder pararlo. ¡Y están todas muy enfadadas!
Su irritación iba en aumento. ¿Qué ocurría con esas mujeres, se habían vuelto locas? ¿No había ni una en toda la familia con un poco de sentido común como para llevar a la pequeña a un psiquiatra?
—Querida, escúchame. Quiero que me des permiso para hablar sobre esto fuera del confesionario con tu tía Carl. ¿Me das permiso?
—¡Oh, no, padre, por favor, no lo haga!
—Hija, sin tu permiso no lo haré, pero necesito hablar con tu tía Carl sobre todo esto. Deirdre, ella y yo juntos podemos apartar de ti este problema.
—Padre, ella nunca me perdonaría que lo contara. Nunca. Es un pecado mortal hablar de ello. Tía Nancy tampoco me perdonaría. Hasta tía Millie se enfadaría. Padre, ¡no le diga que he hablado de esto con usted! —La niña estaba histérica.
—Yo puedo redimirte de ese pecado mortal, hija —le había explicado—, puedo darte la absolución y a partir de ese momento tu alma será blanca como la nieve, Deirdre. Confía en mí. Dame permiso para hablar con ella.
Durante un tenso minuto el llanto fue la única respuesta. Luego, e incluso antes de que oyera el ruido del picaporte de la pequeña puerta de madera, se dio cuenta de que la había perdido. Al cabo de unos segundos oyó los pasos que se alejaban a toda carrera por la nave, que huían de él.
Nunca olvidó aquel momento, la impotencia con la que escuchó sentado los pasos que retumbaban en la iglesia, la claustrofobia y el calor sofocante del confesionario. «Dios mío, ¿qué iba a hacer ahora?»
Pasó semanas completamente obsesionado: esas mujeres, esa casa…
Pero no podía hacer nada acerca de lo que había oído y mucho menos repetirlo. El secreto de confesión lo ataba de palabra y obra.
Tampoco se atrevió a interrogar a la hermana Bridget Marie, pese a que ella le ofrecía de buen grado suficiente información cada vez que se encontraban por casualidad en el patio de la escuela. Él se sentía culpable por prestarle atención, pero no se decidía a dejar de hacerlo.
—Sí, han llevado a Deirdre al Sagrado Corazón. Pero ¿cree que durará? Cuando su madre, Antha, tenía ocho años, la expulsaron. También la expulsaron de las ursulinas. Al final encontraron una escuela privada, uno de esos colegios absurdos que dejan que los niños hagan lo que quieran. Y qué niña más triste era; siempre escribía poesías, hablaba sola y preguntaba cómo había muerto su madre. Sabe que la asesinaron, ¿no? A Stella Mayfair la mató su hermano Lionel de un tiro. La mató en medio de un baile de etiqueta en la casa. Provocó el pánico. Una vez que pasó todo, los espejos, los relojes, las ventanas estaban rotos y Stella yacía muerta en el suelo.
El padre Mattingly sólo movió la cabeza, piadosamente.
—No es de extrañar que después de eso Antha se volviera loca, y que diez años después se liara nada menos que con un pintor, que nunca se molestó en casarse con ella y que la abandonó en pleno invierno, en un apartamento cochambroso del Greenwich Village, sin dinero y con la pequeña Deirdre, de modo que tuvo que volver a casa avergonzada. Fue entonces cuando saltó por la ventana, pobrecita; y qué vida infernal, con esas tías que la reñían y vigilaban cada uno de sus movimientos, y la encerraban de noche para que no se fuera al Barrio Francés a beber, ¿se imagina?, a su edad, con poetas y escritores para que leyeran sus cosas. Voy a contarle un secreto muy extraño, padre. Después de su muerte, durante meses, seguían llegando cartas para ella, y manuscritos suyos que le devolvía gente de Nueva York a quien ella se los había enviado. Qué agonía para la señorita Carlotta, el cartero le traía restos de algo tan doloroso y triste cada vez que llamaba a la puerta.
El padre Mattingly se detuvo en la iglesia de vuelta a la rectoría. Se quedó largo rato en la sacristía, mirando en silencio el altar mayor.
No le costaba perdonar a las Mayfair por la sordidez de la historia. Después de todo, habían llegado a este mundo en la ignorancia, como todos. Pero ¿trastornar a una niña con mentiras, diciéndole que el diablo había obligado a su madre a suicidarse? Lo único que podía hacer era rezar por Deirdre, como hacía ahora.
Deirdre fue expulsada de la academia privada St. Margaret por Navidad y sus tías la enviaron a una escuela privada del norte.
Tiempo después se enteró de que estaba otra vez en casa, enferma, y que estudiaba con una institutriz. Una vez la vio en misa de diez, con la iglesia llena. No comulgó, pero la vio sentada entre sus tías.
Poco a poco, con pequeños relatos, se fue enterando de más cosas sobre las Mayfair. Parecía que todos en la parroquia supieran que él había estado en aquella casa.
—Me he enterado que han echado a Deirdre Mayfair y que usted estuvo en la casa por ella, ¿no es así, padre? —preguntó la abuela Lucy O’Hara, cogiéndole la mano por encima de la mesa de la cocina.
¿Qué demonios le iba a decir? No le quedaba más remedio que escuchar.
—Vaya, yo conozco a esa familia. Mary Beth era una gran dama, lo sabía todo acerca de cómo era la vida en las viejas plantaciones, nació en una, poco después de la guerra civil, pero no llegó a Nueva Orleans hasta 1880, cuando su tío Julien la trajo. Era un antiguo caballero del sur. Todavía recuerdo al señor Julien montar a caballo por St. Charles Avenue, el anciano más guapo que he visto en mi vida. La plantación de Riverbend sí que era señorial, según dicen, hasta había fotos en los libros, incluso cuando todo se estaba cayendo. El señor Julien y la señorita Mary Beth hicieron todo lo posible por salvarla. Pero nadie puede parar al río cuando decide llevarse una casa.
»Mary Beth era muy bella, morena, de aspecto salvaje. No era delicada como Stella, ni fea como Carlotta. Dicen que Antha también era muy bella, aunque nunca llegué a verla. Pobre Deirdre. Pero Stella era una auténtica reina del vudú. Sí, Stella, padre. Sabía de polvos, pociones, hechizos. También sabía echar las cartas. Se las echó a mi nieto Sean y lo asustó hasta volverlo medio loco con las cosas que le dijo. Fue en una de esas fiestas desenfrenadas en First Street en las que se emborrachaban con esas bebidas de contrabando y había orquesta de baile en el mismo salón.
»A ella le gustaba mucho mi Billy —hizo un gesto hacia la foto descolorida que había sobre la cómoda—, el que murió en la guerra. Yo siempre le decía: “Billy, hazme caso, no te acerques a las Mayfair”. Le gustaban todos los jóvenes guapos. Por eso la mató su hermano. Stella podía hacer que un día despejado se nublara completamente, es la pura verdad, padre. Solía asustar a las hermanas de St. Alphonsus provocando tormentas sobre el jardín. Y la noche en que murió, tendría que haber visto la tormenta que se levantó sobre la casa. Vaya, dicen que se rompieron todas las ventanas. La lluvia y el viento huracanado azotaron todo el lugar. Stella hizo que los cielos lloraran por ella.
No volvió a llamar a la familia Mayfair, no se atrevía. No podía permitir que la niña pensara —si es que estaba allí— que él iba a contar lo que debía guardar para siempre en secreto. Buscaba a las Mayfair en misa, aunque pocas veces las veía. Pero, claro, la parroquia era grande y podían haber ido a cualquiera de las dos iglesias o a la pequeña capilla para los ricos que había en Garden District.
Sin embargo, él sabía que los cheques de la señorita Carlotta seguían llegando. El padre Lafferty, que llevaba la contabilidad de la parroquia, le enseñó un cheque por Navidad —de dos mil dólares—, dando a entender que Carlotta Mayfair usaba su dinero para mantener tranquilo y en silencio el mundo a su alrededor.
—Supongo que sabrá que han devuelto a su sobrinita de la escuela de Boston.
El padre Mattingly dijo que no lo sabía. Estaba en la puerta de la oficina del padre Lafferty, esperando…
—Ah, pensaba que tenía buenas relaciones con ellas —dijo el padre Lafferty. No era un chismoso, más bien un hombre franco, de más de sesenta años.
—Las he visitado sólo una o dos veces —comentó el padre Mattingly.
—Ahora dicen que la pequeña Deirdre está mal —dijo el padre Lafferty. Había dejado el cheque sobre el tapete verde de su escritorio y lo miraba—. Y no puede ir a una escuela normal, tiene que quedarse en casa con un tutor privado.
—Qué lástima.
—Eso parece. Pero nadie va a ir a preguntar nada. Nadie va a ir a ver si la niña recibe una educación decente.
—Tienen suficiente dinero…
—En efecto, suficiente como para mantener todo en silencio, como han hecho siempre. Hasta podrían cometer un asesinato impunemente.
—¿Usted cree?
El padre Lafferty parecía debatirse consigo mismo mientras continuaba mirando el cheque.
—Supongo que le habrán contado que Lionel Mayfair disparó contra su hermana Stella. Pues no pasó ni un día en la cárcel. La señorita Carlotta lo arregló todo. El señor Cortland, el hijo de Julien, también intervino; entre los dos lo solucionaron. No se hicieron preguntas.
—Pero ¿cómo diantres pudieron…?
—Fue al manicomio, por supuesto, y allí Lionel se quitó la vida, aunque nadie sabe cómo, porque estaba con una camisa de fuerza.
—¿No querrá decir que…?
El padre Lafferty asintió.
—Sí, eso es exactamente lo que estoy diciendo, y tampoco se hicieron preguntas. Una misa de réquiem, como siempre. Y luego vino aquí la pequeña Antha, la hija de Stella, ya sabe, lloró, gritó y dijo que la señorita Carlotta había obligado a Lionel a matar a su madre. Todos lo oímos.
El padre Mattingly escuchaba en silencio.
—La pequeña Antha decía que tenía miedo de ir a casa. Miedo de la señorita Carlotta. Contó que la señorita Carlotta le había dicho a Lionel: «No eres hombre si no pones fin a lo que está pasando», hasta le había dado una pistola del calibre treinta y ocho para que disparara contra Stella. Yo sé de alguien que hubiera hecho algunas preguntas sobre el asunto, pero el párroco no lo hizo. Simplemente cogió el teléfono y llamó a la señorita Carlotta. Al cabo de unos minutos llegó un lujoso coche negro y se llevó a Antha.
El padre Mattingly miró fijamente al hombrecillo sentado ante su escritorio. «A mí tampoco nadie me hizo ninguna pregunta».
—Más tarde el párroco dijo que la niña estaba loca, que había dicho a sus compañeros que oía a la gente hablar a través de las paredes y que podía leer el pensamiento. También dijo que se pondría mejor, que tan sólo había enloquecido por la muerte de su madre.
—Pero después empeoró, ¿verdad?
—Se tiró por la ventana de la buhardilla a los veinte años, eso fue lo que hizo. No se hicieron preguntas. No estaba en su sano juicio y, además, era sólo una muchacha. Misa de réquiem, como siempre.
El padre Lafferty dio la vuelta al cheque y le puso el sello con el endoso de la parroquia.
—Padre, ¿me está diciendo que debería llamar a la familia Mayfair?
—No, padre. Si quiere que le diga la verdad, no sé qué estoy diciendo. Pero ojalá la señorita Carlotta hubiera dado esa niña en adopción, la hubiera sacado de aquella casa. Hay demasiados recuerdos bajo ese techo. No es lugar para una criatura.
Cuando Deirdre Mayfair tenía diez años se escapó de casa, la encontraron dos días más tarde caminando por el canal de St. John, bajo la lluvia, con la ropa empapada. Luego la mandaron a otro internado —Country Cork, Irlanda— y otra vez volvió a casa. Las monjas dijeron que tenía pesadillas, que caminaba en sueños y decía cosas extrañas.
Luego llegó la noticia de que Deirdre estaba en California. Las Mayfair tenían primos allí que se ocupaban de ella. Quizás el cambio de clima le haría bien.
El padre Mattingly sabía que nunca conseguiría quitarse de la cabeza el llanto de esa niña. ¿Por qué, en nombre de Dios, no había seguido otra línea de conducta con ella? Rezaba para que ella le contara a algún maestro o médico las cosas que le había contado a él, para que alguien la ayudara allí donde él había fallado.
Nunca pudo recordar cómo se enteró de que Deirdre había vuelto de California, pero en algún momento del año 1956 supo que estaba interna en la escuela Santa Rosa de Lima del centro de la ciudad. Luego le llegaron rumores de que la habían expulsado y había huido a Nueva York.
Una tarde, la señorita Kellerman le contó todo al padre Lafferty en la escalera. Ella lo sabía por su criada, que conocía a la «chica de color» que ayudaba a veces en aquella casa.
Deirdre había encontrado los cuentos escritos por su madre en un baúl de la buhardilla, «todas esas ridiculeces sobre el Greenwich Village». Deirdre se había escapado para buscar a su padre, del que no se sabía nada.
Su búsqueda había terminado en Bellevue, y la señorita Carlotta cogió un avión a Nueva York para traerla de vuelta.
Luego, una tarde de verano de 1959, el padre Mattingly se enteró del «escándalo» en la mesa de la cocina. A los dieciocho años, Deirdre Mayfair se había quedado encinta. Había dejado los estudios en una universidad de Texas. ¿Y el padre? Un profesor, quién lo diría, casado y protestante, además. ¡Quería divorciarse de su mujer después de diez años de matrimonio para casarse con Deirdre!
Parecía como si toda la parroquia no tuviera otra cosa de que hablar. Decían que la señorita Carlotta no quería saber nada del tema, pero que la señorita Nancy había llevado a Deirdre a Guy Mayer para comprarle un hermoso vestido para la boda en el ayuntamiento. Deirdre era una muchacha muy bella, igual que Antha y Stella. Hermosa, decían, como la señorita Mary Beth.
El padre Mattingly sólo recordaba a esa pálida niña asustada y las flores aplastadas bajo su pie.
La boda nunca se llevó a cabo.
Cuando Deirdre estaba de cinco meses, el padre de la criatura murió en un accidente de coche camino de Nueva Orleans. Se rompió la dirección de su viejo Ford 52 y perdió el control del vehículo. El coche se estrelló contra un roble y se incendió en el acto.
Más tarde, una calurosa noche de julio, mientras el padre Mattingly daba vueltas entre la gente que asistía a la feria de la iglesia, se enteró de una extrañísima historia sobre los Mayfair que lo perseguiría durante años, igual que la confesión.
El patio estaba completamente iluminado. Los asistentes, en mangas de camisa, iban de tenderete en tenderete probando suerte con los juegos. Gane un pastel de chocolate haciendo girar la rueda por cinco céntimos. Gane un oso de peluche. El asfalto del patio estaba blando por el calor. En el bar, montado con tablones sobre barriles, corría la cerveza. El padre Mattingly tenía la sensación de que en todas partes la gente cuchicheaba sobre lo que ocurría en casa de los Mayfair.
El canoso Red Lonigan, el mayor de la familia de la funeraria, escuchaba a Dave Collins, que le contaba que tenían a Deirdre encerrada en su habitación. El padre Lafferty estaba sentado y miraba malhumorado a Dave por encima de su cerveza. Éste afirmaba que conocía a la familia Mayfair desde hacía más tiempo que nadie, incluso desde antes que Red.
El padre Mattingly pidió una botella fría de Jax en el bar y tomó asiento en un extremo del banco.
Dave Collins estaba en la gloria, con dos sacerdotes entre su audiencia.
—Nací en 1901, padre —señaló, pese a que el padre Mattingly ni siquiera levantó la vista—. El mismo año que Stella Mayfair, y me acuerdo de cuando la echaron de la academia de las ursulinas en el barrio alto y la señorita Mary Beth la mandó a esta escuela.
—Hay demasiados cotilleos sobre esa familia —dijo Red con tristeza.
—Stella era una reina del vudú, de eso no hay duda —continuó Dave—, todo el mundo lo sabía, pero más vale olvidarse de los hechizos y conjuros menores, no eran para ella. Tenía una bolsa con monedas de oro que nunca se vaciaba.
Red sonrió en voz baja con amargura.
—Al final lo único que tuvo fue mala suerte.
—Pero disfrutó de la vida antes de que Lionel la matara —dijo Dave, entrecerrando los ojos y apoyándose sobre su brazo derecho; la mano izquierda apretaba una botella de cerveza—. Y en cuanto se murió, la bolsa apareció precisamente junto a la cama de Antha. Y la escondieran donde la escondiesen, siempre volvía a ella.
—Pura fantasía —dijo Red.
—Había monedas de todo el mundo, italianas, francesas, españolas.
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Red.
—El padre Lafferty las vio, ¿verdad, padre, que vio las monedas? La señorita Mary Beth las ponía en el cepillo cada domingo, usted lo sabe, y también sabe que siempre decía: «Gástelas rápido, padre, despréndase de ellas antes de la puesta del sol porque siempre vuelven».
—¿Qué quiere decir con que siempre volvían? —preguntó el padre Mattingly.
—¡Quería decir que siempre volvían a su bolsa! —respondió Dave alzando las cejas. Bebió un buen trago de la botella y dejó sólo la espuma—. Volvían a su bolsa aunque las regalara. —Lanzó una carcajada ronca—. Y lo mismo le dijo a mi madre hace cincuenta años, cuando le pagó por la colada, así es, por la colada; mi madre era lavandera de muchas de esas mansiones y nunca se avergonzó de ello. La señorita Mary Beth siempre le pagaba con esas monedas.
—Pura fantasía —dijo Red.
—Y te diré algo más —continuó Dave, apoyado sobre el codo y achicando los ojos hacia Red Lonigan—: la casa, las joyas, la bolsa, todo está relacionado. Lo mismo que el nombre Mayfair y la forma en que siempre lo conservan, aunque se casen. Al final, siempre Mayfair. ¿Y quieres saber por qué? ¡Porque todas esas mujeres son brujas!
Red sacudió la cabeza. Le pasó a Dave su botella de cerveza llena y observó cómo éste la cogía.
—Te juro que es verdad. El poder de la brujería les viene de generación en generación, y en aquella época se hablaba mucho de eso. La señorita Mary Beth era más poderosa que Stella —tomó un trago de la cerveza de Red—, y lo bastante lista como para mantener su boca cerrada, cosa que Stella no hizo.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Red.
—Lo sé porque mi madre me contó lo que le dijo la señorita Mary Beth en 1921, cuando la señorita Carlotta se graduó en Loyola y todo el mundo se deshacía en elogios, qué mujer tan inteligente, una abogada, y todo eso. «Ella no es la elegida», le dijo la señorita Mary Beth a mi madre. «Es Stella. Stella ha recibido el don y cuando yo muera, será ella la que dominará todo». «¿Y cuál es el don, señorita Mary Beth?», le preguntó mi madre. «Pues que Stella ha visto al hombre», le respondió ella, «y la que ve al hombre cuando está sola, lo hereda todo».
El padre Mattingly sintió un escalofrío que le bajaba por la espalda. Hacía once años que había oído la confesión inconclusa de la niña, pero no había olvidado ni una palabra. «Ellas lo llaman el hombre…»
Pero el padre Lafferty miraba a Dave con el entrecejo fruncido.
—¿Ver al hombre? —preguntó con disgusto—, pero en nombre del cielo, ¿qué significa este galimatías?
—Pues mire usted, padre, yo pensaba que un buen irlandés como usted sabría qué significa. ¿No es cierto que las brujas al diablo lo llaman el hombre? ¿No es cierto que lo llaman así cuando se aparece en medio de la noche para ofrecerles la tentación del mal? —Lanzó otra de sus carcajadas roncas, poco saludables, y sacó un pañuelo pringoso para sonarse la nariz—. Brujas, y usted lo sabe, padre. Eso es lo que eran y eso es lo que son. Un legado de brujería. ¿Recuerda al viejo Julien Mayfair, padre? Yo sí. Él lo sabía todo, eso fue lo que me dijo mi madre. Usted sabe que es verdad, padre.
—Sí, es un legado, de acuerdo —respondió el padre Lafferty, y se levantó, enfadado—, ¡un legado de ignorancia, celos y enfermedad mental! ¿Nunca has oído hablar de ese tipo de cosas, Dave Collins? ¡Nunca has oído hablar de odio entre hermanas, envidia y ambición despiadada! —El sacerdote se volvió y se alejó entre el gentío sin esperar respuesta.
Aquella noche, antes de dormirse, el padre Mattingly recordó los libros que había leído en el seminario. El alto, el oscuro, el bello, el íncubo que llega por la noche… ¡el gigante que dirige el sábat! Se acordó de las sombrías ilustraciones de un libro, minuciosamente dibujadas, horrendas. Brujas, pronunció la palabra al tiempo que se dormía. «Ella dice que él es el diablo, padre, que es pecado incluso mirarlo».
Se despertó poco antes del alba, con la voz irritada del padre Lafferty en la cabeza. «Envidia, enfermedad mental». ¿Era ésa la verdad oculta entre líneas? Parecía la pieza clave que encajaba en el rompecabezas. Casi podía ver la imagen completa. Una casa gobernada con mano firme, una casa en la que unas mujeres hermosas y vivaces habían hallado la tragedia. Y, sin embargo, había algo que aún lo perturbaba… «Todas ellas lo ven, padre». Flores aplastadas bajo el pie, tallos largos de gladiolos blancos y delicadas hojas de helecho. Vio su zapato aplastándolas.
Deirdre Mayfair entregó la criatura en adopción. Nació en el Hospital de la Misericordia el 7 de noviembre, y aquel mismo día, la besó y la puso en manos del padre Lafferty, que se ocupó de bautizarla y entregarla a los primos de California que se harían cargo de la niña.
Pero fue Deirdre quien estableció que la niña llevaría el apellido Mayfair. Si le ponían algún otro, no firmaría los papeles. Su viejo tío Cortland Mayfair la había apoyado y ni siquiera el padre Lafferty fue capaz de hacerla cambiar de idea. Pidió ver escrito el apellido en el certificado de bautismo. El pobre Cortland Mayfair, un caballero elegante, murió por aquel entonces de una horrible caída escaleras abajo.
El padre Mattingly no recordaba cuándo había escuchado por primera vez la palabra «incurable». Deirdre se había vuelto loca antes de abandonar el hospital. Decían que hablaba sola en voz alta y repetía sin parar: «Tú lo hiciste. Tú lo mataste». Las enfermeras tenían miedo de entrar en la habitación. Ella vagaba en camisón por la capilla del hospital; reía y hablaba en voz alta en plena misa, lanzando acusaciones al aire por la muerte de su amado, por separarla de su hija y dejarla sola en medio de los «enemigos». Cuando las monjas trataban de contenerla, perdía los estribos y tenían que acudir los enfermeros para llevársela, mientras gritaba y pataleaba.
En primavera, cuando murió el padre Lafferty, la encerraron en algún lugar lejano. Nadie sabía dónde. Rita Lonigan se lo preguntó a su suegro, Red, porque tenía muchas ganas de escribirle, pero la señorita Carlotta dijo que era mejor que no lo hiciera. Nada de cartas para Deirdre.
Para ella, sólo oraciones. Y así pasaron los años.
El padre Mattingly dejó la parroquia. Trabajó de misionero en el extranjero y luego en Nueva York. La distancia alejó Nueva Orleans de sus pensamientos, aunque de vez en cuando un súbito recuerdo lo avergonzaba: Deirdre Mayfair, aquella a quien no había podido ayudar, su perdida Deirdre.
Una tarde de 1976, cuando el padre Mattingly fue a pasar una breve temporada en la rectoría, se acercó a la casa y vio a una mujer joven, delgada y pálida sentada en una mecedora en el porche lateral, una imagen velada detrás del mosquitero de alambre oxidado. Parecía un espectro en camisón, pero él supo inmediatamente que era Deirdre. Reconoció esos rizos morenos que le caían sobre los hombros. Mientras se acercaba por el sendero de lajas, vio que hasta la expresión de la cara era la misma, sí, era la misma Deirdre que había acompañado treinta años atrás a esta casa.
Un rostro inexpresivo detrás del mosquitero que se combaba sobre el liviano marco de madera.
—Deirdre —murmuró, pero no recibió respuesta.
Llevaba una cadena con una esmeralda alrededor del cuello, una piedra hermosa, y un anillo de rubí. ¿Eran éstas las joyas de las que había oído hablar? Qué incongruentes parecían en esta mujer silenciosa, vestida con un camisón blanco y holgado. No dio muestras de haberlo visto ni oído.
—Ha perdido el juicio —dijo Nancy, con una sonrisa amarga—. Los electroshocks afectan primero la memoria y luego todo lo demás. Aunque la casa se incendiara, no sabría levantarse para salvarse. De vez en cuando se retuerce las manos y trata de hablar, pero no puede…
—¡Ya está bien! —murmuró Millie; sacudió la cabeza e hizo una mueca con la boca, como si no fuera de buen gusto hablar de esas cosas. Estaba vieja, vieja y agradablemente canosa, y tenía la misma delicadeza que la señorita Belle, que había muerto hacía tiempo—. ¿Un poco más de café, padre?
Pero la mujer sentada en el porche seguía siendo hermosa. Los electroshocks no habían encanecido su cabello. Y los ojos todavía eran de un azul intenso, pese a que estaban completamente vacíos. Parecía una de las estatuas de la iglesia. «Padre, ayúdeme». La esmeralda reflejó un rayo de luz que explotó como una estrella diminuta.
El padre Mattingly no volvió al sur con mucha frecuencia desde entonces, y durante los años siguientes, cada vez que llamaba al timbre, lo recibían mal. Ya no le ofrecían café en el jardín de invierno, sólo unas pocas palabras rápidas en el vasto salón cubierto de polvo. ¿Ya no encendían las luces? Las arañas estaban todas sucias.
Naturalmente, las mujeres eran bastante viejas. Millie murió en 1979 y le hicieron un funeral impresionante, con primos llegados de todo el país.
Y el año pasado había fallecido Nancy. El padre Mattingly estaba en Baton Rouge y había ido en coche para asistir al entierro.
La señorita Carl tenía más de ochenta años, estaba en los huesos, con el pelo completamente blanco y su nariz ganchuda sostenía unas gafas gruesas que le aumentaban el tamaño de los ojos hasta lo desagradable. Por encima de los zapatos negros abotinados se veían unos tobillos hinchados; al final de la ceremonia en el cementerio había tenido que sentarse sobre una tumba.
La casa se desmoronaba poco a poco. El padre Mattingly lo había visto con sus propios ojos al pasar en coche por delante.
Deirdre también había cambiado, era inevitable. Era evidente que su frágil y delicada belleza al fin había desaparecido, y a pesar de las enfermeras que la paseaban de un lado a otro, estaba encorvada y con las manos torcidas y dobladas en las muñecas, como las de una artrítica. Decían que tenía la cabeza permanentemente inclinada hacia un lado y la boca siempre abierta.
Era un espectáculo triste, incluso vista desde lejos. Y las joyas sólo ayudaban a darle un aspecto aún más siniestro. Pendientes de diamantes en una inválida insensible. ¡Y una esmeralda grande como la uña del pulgar! Hasta el padre Mattingly, que creía por sobre todas las cosas en el carácter sagrado de la vida humana, pensaba que la muerte de Deirdre hubiera sido una bendición.
A la tarde siguiente del funeral de Nancy, mientras daba un silencioso paseo por el viejo lugar, se encontró con un inglés, junto a un extremo de la verja, un hombre muy agradable, que se había presentado al sacerdote como Aaron Lightner.
—¿Sabe usted algo sobre esa pobre mujer? —le preguntó Lightner con franqueza—. ¿Sabe?, hace más de diez años que la veo en el porche y me preocupa.
—A mí también —confesó el padre Mattingly—, pero dicen que no se puede hacer nada por ella.
—Qué familia tan extraña —dijo el inglés, compasivo—. Hace mucho calor; me pregunto si lo sentirá. Podrían arreglar el ventilador del techo, ¿no cree?, parece roto.
Al cabo de un rato, el padre Mattingly conversaba amistosamente en voz baja con el inglés, debajo de los robles, acerca de todo lo que «se sabía» y que aquel hombre parecía conocer tan bien: los electroshocks, las clínicas psiquiátricas, la niña adoptada hacía tiempo y llevada a California. Pero al padre Mattingly ni se le hubiera ocurrido mencionar los chismes de Dave Collins sobre Stella ni al «hombre». Repetir semejante insensatez hubiera sido un error garrafal. Y, además, significaba acercarse demasiado a esos dolorosos secretos que le había confiado Deirdre.
No sabía muy bien cómo, pero había terminado almorzando en el Commander’s Palace invitado por el inglés. Qué placer para el sacerdote, hacía mucho tiempo que no comía en un restaurante de Nueva Orleans tan elegante, con manteles y servilletas de hilo. Y el inglés había pedido un vino excelente.
El hombre admitió con sencillez que estaba interesado en historias de familias como la Mayfair.
—Ya sabrá que tenían una plantación en Haití cuando todavía se llamaba Santo Domingo. Maye Faire era el nombre del lugar, creo. Hicieron una fortuna con el café y el azúcar antes del levantamiento de los esclavos.
—Así que tiene noticias de ellos desde tiempos tan remotos —dijo el sacerdote, sorprendido.
—En efecto, así es —respondió Lightner—. Consta en los libros de historia. Una mujer poderosa dirigía el lugar, Marie Claudette Mayfair Landry, que seguía los pasos de su madre, Angélique Mayfair. Pero hacía cuatro generaciones que estaban allí. La primera en llegar de Francia fue Charlotte, en 1789. Sí, Charlotte, que dio a luz mellizos, Peter y Jeanne Louise, que vivieron hasta los ochenta y un años.
—¡No me diga! Nunca oí nada de ellos que se remontara tanto tiempo.
—Simplemente, son hechos de los que hay constancia. —El inglés se encogió de hombros—. Ni siquiera los rebeldes negros se atrevieron a incendiar la plantación. Marie Claudette se las arregló para emigrar junto con toda su familia con una fortuna en propiedades. Luego tuvieron La Victoire de Riverbend, río abajo, en Nueva Orleans. Creo que la llamaban simplemente Riverbend.
—La señorita Mary Beth nació allí.
—Sí, exactamente. En… déjeme pensar, creo que fue en 1871. Al final, el río se encargó de devorar esa vieja casa. Era hermosa, toda rodeada de columnas. Hay fotografías en las viejas guías de Luisiana.
—Me gustaría verlas —comentó el cura.
—Antes de la guerra civil habían construido la casa de First Street —continuó Lightner—. En realidad, fue Katherine Mayfair quien la mandó levantar y más tarde se instalaron en ella sus hermanos Julien y Rémy Mayfair. Más adelante Mary Beth la convirtió en su hogar. No le gustaba el campo.
—Me dijeron que la señorita Mary Beth… —dijo el sacerdote.
—Sí, la señorita Mary Beth se casó con el juez McIntyre, aunque por entonces era sólo un joven abogado. Su hija Carlotta es ahora la jefa de la casa, parece…
El padre Mattingly se sentía subyugado. No sólo era su vieja y dolorosa curiosidad sobre los Mayfair, sino la cautivadora urbanidad de Lightner y el agradable sonido de su acento británico. Todo aquello no eran chismes, sino historia, y bastante inocente. Hacía tiempo que el padre Mattingly no hablaba con una persona tan culta. No, lo que contaba el inglés no eran chismes.
Y a pesar de sus convicciones, el sacerdote se encontró contando con voz vacilante la historia de la niña y las misteriosas flores en el patio de la escuela. Aunque no era lo que había oído en el confesionario, se recordó a sí mismo, era aterrador que después de media docena de tragos de vino se le escapara. El padre Mattingly estaba avergonzado. No podía sacarse la confesión de la cabeza. Había perdido el hilo. Pensaba en Dave Collins y todas las cosas extrañas que había contado y la manera en que el padre Lafferty se había enfadado aquella noche de julio en la feria. El padre Lafferty, que se había ocupado de la adopción del bebé de Deirdre.
El inglés era paciente con el ensoñado silencio del sacerdote. En realidad, ocurría algo de lo más extraño. El padre Mattingly tenía la sensación de que el hombre leía sus pensamientos. Pero eso era imposible; además, si una persona podía enterarse de los secretos de una confesión de ese modo, ¿qué podía hacer un sacerdote?
Qué larga le había parecido aquella tarde. Qué placentera y relajada. Al final, el padre Mattingly terminó repitiendo las antiguas historias de Dave Collins e incluso habló de las ilustraciones en los libros del «hombre sombrío» y de las brujas que bailaban.
Y el inglés parecía muy interesado, sólo se movía de vez en cuando para servir vino u ofrecer un cigarrillo, nunca interrumpía.
—¿Qué le parece todo esto? —murmuró el sacerdote al fin. ¿Había respondido algo el hombre?—. ¿Sabe?, el viejo Dave Collins está muerto, pero la hermana Bridget Marie parece que va a vivir eternamente, tiene casi cien años.
El inglés sonrió.
—Se refiere a la hermana que estaba en el patio de la escuela aquel día.
El sacerdote se había perdido otra vez. Pensaba en Deirdre y en su confesión. El inglés le tocó el dorso de la mano y murmuró:
—No debe preocuparse por eso.
El padre Mattingly se asustó, y a continuación casi se rió de la idea de que alguien pudiera leer su mente. ¿No era eso lo que había dicho la hermana Bridget Marie sobre Antha? ¿Que podía oír a la gente hablar a través de las paredes y leer el pensamiento? ¿Le había contado esa parte al inglés?
—Sí, lo ha hecho. Quiero agradecerle…
El padre Mattingly se había despedido del inglés a las seis, en la entrada del cementerio de Lafayette. A esa hora dorada en que se pone el sol y todas las cosas devuelven la luz que han absorbido durante el día. Pero qué abandonado estaba todo, los viejos muros blancos, y los magnolios gigantes que rompían el pavimento.
—Ya sabrá que todos los Mayfair están enterrados aquí —había dicho el padre Mattingly, mirando las puertas de hierro—, en un panteón del sendero central, a la derecha, rodeado de una pequeña cerca de hierro forjado. La señorita Carlotta se ocupa de que esté bien cuidado. Se pueden leer todos los nombres que acabamos de mencionar.
El cura se lo habría enseñado, pero había llegado el momento de regresar a la rectoría, después a Baton Rouge y de ahí a St. Louis.
Lightner le dio su dirección en Londres.
—Si se entera de algo más con respecto a esta familia, algo que usted quiera contarme, bueno, ¿me llamará?
Por supuesto, el padre Mattingly nunca lo hizo. Había perdido el nombre y la dirección hacía meses. Pero guardaba un buen recuerdo de aquel inglés, aunque a veces se preguntaba quién era en realidad aquel hombre y qué quería exactamente. Qué maravilla si todos los sacerdotes del mundo fueran tan reconfortantes como él. Aquel caballero daba la sensación de comprenderlo todo.
Ahora, mientras se acercaba a la vieja esquina, el padre Mattingly volvió a pensar en lo que el joven sacerdote le había escrito: que Deirdre Mayfair se estaba consumiendo, ya casi no podía caminar.
Entonces, por el amor de Dios, ¿cómo era posible que hubiera enloquecido de aquella manera el 13 de agosto? ¿Cómo había conseguido romper las ventanas y asustar a los hombres del asilo?
Al cura le costaba creerlo.
Pero ahí estaba la prueba.
Al acercarse a la puerta en esa calurosa tarde de agosto vio al cristalero de uniforme blanco subido a una escalera sobre el porche del frente. Espátula en mano, colocaba masilla y cada una de las altas ventanas lucía brillantes cristales completamente nuevos que todavía llevaban pegada la etiqueta.
A cierta distancia de allí, en el extremo sur de la casa, detrás de la malla oxidada del mosquitero, estaba Deirdre, con las manos retorcidas y la cabeza caída a un lado, contra el respaldo de la mecedora. La esmeralda, durante un instante, lanzó un destello de luz verde.
¿Qué habría significado para ella romper esas ventanas? ¿Sentir esa fuerza que surgía de todos sus miembros, sentirse en posesión de semejante poder? Incluso emitió sonidos, ¡vaya!, debió de ser magnífico.
Pero qué extraño era pensar algo así, ¿no? A pesar de todo se sentía invadido por una vaga tristeza, una melancolía enorme. Ay, Deirdre, pobre Deirdre.
La verdad era que se sentía triste y amargado, como siempre que la veía. Y sabía que no subiría por el sendero de lajas hasta la escalinata de entrada, que no tocaría el timbre para que le volvieran a decir que la señorita Carl no estaba en casa, o que en aquel momento no podía recibirlo.
Se quedó un rato junto a la verja, oyendo el ruido de la espátula del cristalero, curiosamente nítido en medio de la dulce quietud tropical. Sentía cómo el calor penetraba por sus zapatos y le atravesaba la ropa, mientras dejaba que los colores suaves de aquel mundo húmedo se apoderaran de él.
Era un lugar extraño, pero sin duda mejor para ella que cualquier habitación estéril de hospital, o que el panorama de un césped bien cortado sin mayor aliciente que una alfombra sintética. ¿Qué le hacía pensar que él podría haber hecho por ella lo que tantos doctores no habían podido hacer? Quizás estuviera perdida de antemano. Sólo Dios lo sabía.
De repente divisó a un visitante detrás de la malla oxidada, sentado junto a la pobre mujer. Parecía un hombre joven y guapo, alto, de cabello oscuro, bien vestido a pesar del calor sofocante. Quizás uno de esos primos de Nueva York o California.
Seguramente acababa de salir al porche, porque un minuto antes no había nadie.
Parecía muy solícito. El modo en que se inclinaba hacia ella era claramente cariñoso, como si le besara la mejilla. Sí, eso era lo que hacía. El sacerdote lo vio con claridad, a pesar de la densa sombra, y lo conmovió profundamente.
El cristalero ya terminaba. Cogió su escalera, bajó la escalinata de entrada y dio la vuelta por el sendero, pasó por delante del porche y usó la escalera para abrirse paso entre los plátanos y el olendro que sobresalía.
El cura también había terminado. Había cumplido su penitencia. Ahora podía irse a casa, volver a las calurosas aceras de Constance Street y a la fresca reclusión de la rectoría. Dio la vuelta lentamente y se encaminó hacia la esquina.
Se volvió sólo una vez, y vio que en el porche sólo estaba Deirdre, aunque seguramente el agradable joven volvería a salir. Ver ese beso tierno, saber que alguien, incluso ahora, todavía quería a esa alma perdida que él no había podido salvar, le había llegado directamente al corazón.