«Bueno —pensó Rowan, sentada a solas y en silencio, inclinada sobre la mesa del comedor (ella, la supuesta víctima de los horrores de esta casa sombría), me estoy convirtiendo en una de esas mujeres que se derrumban en los brazos de un hombre y dejan que él se ocupe de todo».
Pero era maravilloso ver a Michael en acción. Había llamado a Ryan Mayfair, a la policía y a Lonigan e Hijos. Hablaba el mismo idioma que los detectives que se presentaron. Si alguien advirtió los guantes negros que llevaba, por lo menos no lo dijo, quizá porque él hablaba demasiado rápido, explicaba lo sucedido e iba de una cosa a otra para precipitar las inevitables conclusiones.
—Ella acaba de llegar, no tiene la menor idea de quién demonios es el hombre que está en el ático. La anciana no se lo dijo. Ahora está bajo una fuerte conmoción. La anciana acaba de morir ahí fuera. El cuerpo del ático hace mucho tiempo que está allí; lo único que les pido es que se lleven los restos y no revuelvan la habitación. A ella le gustaría saber quién es ese hombre tanto como a ustedes.
»Ah, miren, ahora llega Ryan Mayfair. Ryan, Rowan está allí. Está muy mal. Carlotta, antes de morir, le mostró un cadáver en el piso de arriba.
—¿Un cadáver? ¿Hablas en serio?
—Tienen que llevárselo. Pierce, ¿podrías subir con ellos y ocuparte de que no toquen los viejos documentos que hay en el cuarto? Rowan está dentro. Está agotada. Por la mañana podrá hablar.
Michael se había mostrado protector incluso con la vieja Eugenia. La había cogido del hombro para acompañarla a ver a la «vieja señorita Carlotta» antes de que Lonigan sacara el cuerpo de la mecedora. Pobre Eugenia, lloraba sin un solo sonido.
—Querida, ¿quiere que llame a alguien para que venga? No querrá quedarse sola esta noche en la casa, ¿verdad? Dígame qué quiere hacer. Puedo buscar una persona para que venga y se quede con usted.
Con Lonigan, su viejo amigo, se sentía en su elemento. Michael había perdido todo vestigio de acento californiano y hablaba como Jerry, y como Rita, que había venido con él en el coche fúnebre. Viejos amigos. Jerry solía beber cerveza con el padre de Michael delante de casa treinta y cinco años atrás, y Rita había salido con él dos veces en la época de Elvis Presley. Al verlo, lo abrazó con un sonoro «¡Michael Curry!».
Rowan, ausente, se había acercado hasta la puerta principal y los había observado bajo el resplandor de las luces. Pierce hablaba por teléfono en la biblioteca. Rowan ni siquiera había visto la biblioteca. Una débil bombilla eléctrica iluminaba los viejos sillones de cuero y la alfombra china de la habitación.
—… claro, Michael —decía Lonigan—, tienes que decirle a la doctora Mayfair que era una mujer de noventa años. Lo único que la mantenía con vida era Deirdre. Sabíamos que una vez muerta Deirdre, era sólo cuestión de tiempo. No puede culparse por lo sucedido esta noche. Quiero decir que ella es médica, pero no podía hacer milagros.
«No, no muchos», había pensado Rowan.
—¿Mike Curry? ¿No serás el hijo de Tim Curry? —preguntó el policía de uniforme—. Me dijeron que eras tú. Vaya, qué casualidad, mi padre y el tuyo eran primos terceros, ¿lo sabías? Caramba, mi padre conocía muy bien al tuyo, tomaba cerveza con él en Corona’s.
Al final se llevaron los restos del ático, envueltos y etiquetados, y trasladaron el menudo cuerpo de la anciana en una camilla hasta el coche fúnebre, probablemente para depositarlo sobre la misma mesa de embalsamamiento en que había estado Deirdre el día anterior.
Nada de velatorio, ni ceremonia de entierro, había dicho Ryan. Ella misma se lo había sugerido el día anterior. También se lo comunicó a Lonigan.
—Dentro de una semana haremos una misa —dijo Ryan—. ¿Estarás aquí todavía?
—¿Dónde voy a ir? ¿Por qué? Al fin encontré mi sitio: esta casa. Soy una bruja, una asesina. Y esta vez lo he hecho a propósito.
Rowan vagó hasta el comedor y oyó que el joven Pierce decía desde la puerta de la biblioteca:
—Bueno, supongo que ella no se quedará esta noche en la casa, ¿no?
—No, volveremos al hotel —respondió Michael.
—Es que no debería quedarse aquí sola. Esta casa puede ser muy perturbadora. Creerá que estoy loco, pero al entrar en la biblioteca vi un retrato sobre la chimenea y ahora resulta que es un espejo.
—¡Pierce! —gritó Ryan, furioso.
—Perdona, papá, pero…
—Ahora no, hijo, por favor.
—Te creo —dijo Michael, con una sonrisa—. Yo me quedaré con ella.
—¿Rowan? —Ryan se dirigió a ella con cuidado. Rowan, la desolada, la víctima, cuando en realidad era la asesina. Agatha Christie lo hubiera sabido, pero entonces la tendría que haber matado con un candelabro.
—Dime, Ryan.
Ryan se sentó a la mesa, procurando no tocar la superficie cubierta de polvo con la manga de su traje perfectamente cortado. Era el traje del funeral. La luz iluminaba su rostro de buena casta, sus fríos ojos azules, mucho más claros que los de Michael.
—¿Sabes que esta casa es tuya?
—Sí, me lo dijo ella.
—Bueno, hay mucho más.
—¿Hipotecas, embargos?
—No —dijo, con un movimiento de la cabeza—, no creo que tengas que preocuparte por ese tipo de cosas en toda tu vida. Bueno, lo que quiero decirte es que cuando lo desees puedes pasar por mi oficina y hablaremos del tema.
—¡Dios mío! —exclamó Pierce—. ¿Es ésta la esmeralda? —Había espiado el contenido de la caja, en el otro extremo de la habitación—. Y con toda esta gente dando vueltas por aquí.
El padre le echó una mirada tranquila y paciente.
—Nadie va a robar la esmeralda, hijo —dijo con un suspiro. Miró a Rowan con ansiedad. Levantó la caja y la miró como si no supiera qué hacer con ella.
—¿Qué pasa? —preguntó Rowan—. ¿Cuál es el problema?
—¿Te ha hablado sobre la piedra?
—¿Alguien te ha hablado a ti? —preguntó ella con tranquilidad, sin tono de desafío.
—Bueno, es toda una historia —respondió Ryan, con una sonrisa sutil y forzada. Dejó la caja delante de ella y le dio una palmadita.
—¿Quién era el hombre del ático, lo saben? —preguntó Rowan.
—Lo sabrán pronto. Había un pasaporte y otros papeles junto al cadáver, o lo que quedaba de él.
—¿Dónde está Michael? —preguntó ella.
—Aquí estoy, querida. Escucha, ¿quieres que te deje sola? —Sus manos enguantadas parecían invisibles en la oscuridad.
—Estoy cansada, ¿podemos irnos? Ryan, te llamaré mañana.
—Cuando quieras, Rowan.
Ryan y Pierce se inclinaron para darle un beso en la mejilla. Como si besaran a un cadáver, pensó Rowan de repente. Entonces se dio cuenta de que era al revés: aquí besaban a los muertos del mismo modo que a los vivos.
Manos tibias y la sonrisa de despedida de Pierce en la oscuridad. Mañana, teléfono, comida, hablamos, etcétera.
El ruido del ascensor en su infernal descenso. En las películas la gente se iba al infierno en ascensor.
—Bueno, Eugenia, usted tiene su llave. Si le hace falta algo vuelva mañana y entre con toda tranquilidad. ¿Necesita dinero?
—Ya me han pagado, señor Mike. Gracias, señor Mike.
El policía mayor volvió a entrar. Debía de estar en el vestíbulo porque Rowan apenas lo oía.
—Sí, Townsend.
—… pasaporte, billetero, todo en el bolsillo de la camisa.
Puertas que se cerraban. Oscuridad. Silencio.
Michael regresaba por el pasillo.
Ahora somos dos en esta casa vacía. Él se quedó en el vano de la puerta del comedor, mirándola.
Silencio. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y volvió a guardarlo. No debía de ser fácil con los guantes, pero se las arreglaba bien.
—¿Qué te parece? —preguntó—. ¿Nos vamos de aquí ya? Golpeteó el cigarrillo sobre la esfera de su reloj. Se oyó el ruido de la cerilla y el resplandor de la llama iluminó sus ojos azules mientras él levantaba la mirada y volvía a observar el comedor, los murales.
Hay ojos azules y ojos azules. ¿Le había crecido tanto el pelo en tan poco tiempo? ¿O parecían más rizados y espesos por la humedad?
El silencio sonaba en sus oídos. Se habían marchado todos. La casa entera estaba ante Rowan, vacía y vulnerable, con sus cajones, cómodas, armarios, frascos y cajas. La idea de tocar algo, sin embargo, le parecía repugnante. Todo aquello no era suyo, sino de la vieja. Húmedo, rancio y horrible como ella. Y Rowan no tenía fuerzas para moverse, para subir las escaleras y ver nada.
—¿Se llamaba Townsend? —preguntó.
—Sí, Stuart Townsend —respondió Michael.
—¿Y quién demonios era, tienen alguna idea?
Michael pensó durante un momento; se quitó una hebra de tabaco del labio y cambió el peso de su cuerpo de una cadera a la otra. «Qué bueno está —pensó Rowan—. Francamente pornográfico».
—Yo sé quien era —asintió él con un suspiro—. Aaron Lightner, ¿te acuerdas de él?, sabe muy bien quién era.
—¿De qué estás hablando?
—¿Quieres que hablemos aquí? —Sus ojos se posaron sobre el techo como si fueran antenas—. Fuera tengo el coche de Aaron. Podemos volver al hotel o ir a alguna parte, al centro.
Su mirada se detuvo, fascinada, en el rosetón de yeso y en el candelabro. La forma en que admiraba la casa, en medio de la crisis, tenía algo de culpable y furtiva. Pero no había razón para que se lo ocultara.
—Ésta es la casa de la que me hablaste en California, ¿verdad? —preguntó Rowan.
Sus ojos volvieron a ella, herméticos.
—Sí, es ésta. —Sonrió con tristeza y movió con suavidad la cabeza—. Esta misma. —Echó la ceniza en su mano y se dirigió hacia la chimenea. El pesado balanceo de sus caderas, el movimiento de su pesado cinturón de cuero, todo en él era una distracción erótica. Observó cómo echaba la ceniza en la chimenea, unas partículas invisibles que hubiera dado igual que las tirase en el suelo cubierto de polvo.
—¿Qué significa que el señor Lightner sabe quién era aquel hombre?
Michael la miró, incómodo. Extremadamente sensual e incómodo. Dio otra calada a su cigarrillo y miró a su alrededor, pensativo.
—Lightner pertenece a una organización —dijo. Se palpó el bolsillo de la camisa y sacó una tarjeta. La puso sobre la mesa—. Dicen que es una orden, como una orden religiosa, pero no es religiosa. Se llama Talamasca.
Rowan tembló.
—Tengo frío y tengo calor al mismo tiempo —dijo—. Ya he visto una de esas tarjetas. Me dio una en California. ¿Te ha dicho que nos vimos en California?
Michael asintió, inquieto.
—Sí, en la tumba de Ellie.
—¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que sea amigo tuyo y que sepa quién era el hombre del ático? Estoy cansada, Michael. Tengo ganas de gritar, pero creo que si empiezo no podré parar. Me parece que si no comienzas a contarme… —Se calló; miraba la mesa con indiferencia—. No sé lo que estoy diciendo.
—Aquel hombre, Townsend —explicó Michael con cierta aprensión—, era miembro de la orden. Vino aquí en 1929 para intentar ponerse en contacto con la familia Mayfair.
—¿Por qué?
—Hace trescientos años que ellos observaban a esta familia y recopilan datos históricos —dijo Michael—. No te resultará fácil comprender todo esto…
—Y da la casualidad de que Lightner es amigo tuyo.
—No, tranquila. Nada es una coincidencia. Me lo encontré aquí fuera la noche que llegué y también lo vi en San Francisco. Tú también lo viste, ¿recuerdas?, la noche que me pasaste a buscar por mi casa. Pero los dos pensamos que era un periodista. Nunca había hablado con él y hasta aquella noche tampoco lo había visto.
—Lo recuerdo.
—Me lo encontré aquí fuera. Yo estaba borracho, me había emborrachado en el avión. Recuerdas que te prometí que no lo haría, pues lo hice. Vine aquí y vi… bueno, al otro hombre en el jardín. Pero no era un hombre real. Yo creía que sí, pero en aquel momento me di cuenta de que no. Yo había visto a ese hombre de niño. Lo veía cada vez que pasaba delante de esta casa. ¿Recuerdas que te lo conté? Bueno, lo que intento explicar es que… no es un hombre de verdad.
—Lo sé —dijo Rowan—, lo he visto. —Una sensación eléctrica le recorrió el cuerpo—. Sigue hablando, por favor. Te lo contaré cuando termines.
Michael la miró, ansioso. Se sentía frustrado, preocupado. Estaba apoyado contra la chimenea y observaba el rostro de Rowan, iluminado a medias por la luz del pasillo. Ella, al notar la actitud protectora de Michael, la amabilidad de su tono de voz, el miedo a hacerle daño, sintió una oleada de ternura.
—Cuéntame el resto —rogó—. Mira, tengo cosas terribles que decirte, eres la única persona a la que puedo explicárselas. Termina tu historia porque así me haces más fácil las cosas. No sabía cómo contarte que había visto a aquel hombre. Lo vi en la terraza de Tiburón cuando te fuiste, en el preciso instante en que mi madre moría en Nueva Orleans. Yo no sabía que se estaba muriendo, ni siquiera sabía que existía.
Michael asintió, pero seguía confundido y bloqueado.
—Por si te interesa, te diré que si no puedo confiar en ti entonces no puedo hablar con nadie. ¿Qué es lo que te guardas? Dímelo. Dime por qué Aaron Lightner fue tan bondadoso conmigo esta tarde en el funeral. Quiero saber quién es y cómo lo has conocido. ¿Tengo derecho a saberlo?
—Confía en mí, querida. Por favor, no te enfades.
—No te preocupes, me hace falta un poco más que una discusión de amantes para reventarle la carótida a alguien.
—Rowan, yo no quería decir…
—¡Lo sé! ¡Lo sé! —murmuró—. Pero tú sabes que asesiné a la anciana.
Michael hizo una pequeña mueca de desagrado y sacudió la cabeza.
—Tú sabes que he sido yo. —Levantó la mirada—. Eres el único que lo sabe. —Una terrible sospecha se apoderó de su mente—. ¿Le has contado a Lightner las cosas que te dije? ¿Le has hablado de lo que soy capaz de hacer?
—No —respondió Michael; movía la cabeza con fuerza, rogando en silencio, pero con elocuencia, que le creyera—, no, pero lo sabe.
—¿Sabe qué?
No contestó. Se encogió ligeramente de hombros y sacó un cigarrillo, en silencio. Trataba de sopesar la situación mientras sostenía la caja de cerillas.
—No sé por dónde empezar —dijo—. Quizá sea mejor que lo haga por el principio. —Lanzó una bocanada de humo y apoyó de nuevo el codo sobre la chimenea—. Te amo, Rowan, de verdad. No sé cómo ha sucedido todo esto. Me hago muchas preguntas y estoy asustado, pero te amo. Si así estaba escrito, quiero decir, si estaba planeado, pues bien, entonces estoy perdido. Perdido porque no puedo aceptar que estuviera planeado. Pero no voy a renunciar al amor que siento por ti. No me importa lo que suceda. ¿Me escuchas?
Rowan asintió.
—Tienes que decirme todo lo que sepas de esa gente —dijo ella, y añadió, sin palabras: «¿Sabes cuánto te amo y cuánto te deseo?»
Michael cogió una de las sillas que estaban junto a la pared, le dio la vuelta de modo que el respaldo quedara frente a Rowan y se sentó a horcajadas, cruzando los brazos sobre el respaldo mientras la miraba.
—Durante los últimos dos días estuve encerrado en un lugar a unos cien kilómetros de aquí, leyendo la historia de la familia Mayfair recopilada por esa gente.
—Talamasca.
Michael asintió.
—Deja que te lo explique. Hace trescientos años hubo un hombre llamado Petyr van Abel. Su padre, Jan van Abel, fue un famoso cirujano de la Universidad de Leiden, Holanda, que escribió algunos libros.
—Sé quién es —dijo ella—. Fue un especialista en anatomía.
Michael sonrió y movió la cabeza.
—Bueno, es un antepasado tuyo, querida. Tú te pareces a su hijo. Por lo menos eso es lo que dice Aaron. Pues bien, cuando Jan van Abel murió, Petyr se quedó huérfano y se convirtió en miembro de Talamasca. Tenía poder para adivinar el pensamiento y ver espectros. Era lo que otra gente podría haber llamado brujo, pero Talamasca lo acogió. Con el tiempo empezó a trabajar para la orden y parte de su trabajo consistió en salvar a personas acusadas de brujería en otros países.
»Petyr van Abel fue a Escocia para tratar de intervenir en el proceso a una bruja llamada Suzanne Mayfair, pero llegó tarde y lo único que pudo hacer, que resultó bastante, fue llevarse a su hija Deborah a Holanda para evitar que también la quemaran. Antes de marcharse, sin embargo, vio a aquel hombre, al espíritu. También notó que la niña, Deborah, lo había visto, y supuso que era ella quien lo había hecho aparecer. Cosa que resultó cierta.
»Deborah no se quedó en la orden. Pasado un tiempo sedujo a Petyr y tuvo una hija de él llamada Charlotte. Esta joven se marchó al Nuevo Mundo y fue la fundadora de la familia Mayfair.
»Por lo tanto, todos los Mayfair son descendientes de Charlotte. Desde entonces, y en cada generación hasta el presente, hay por lo menos una mujer que hereda los poderes de Suzanne y Deborah, que consisten, entre otras cosas, en la capacidad de ver a un hombre de cabello castaño, a ese espíritu. Ellas son lo que Talamasca llama las brujas Mayfair.
Rowan lanzó un pequeño suspiro, mezcla de sorpresa y divertida incredulidad. Se incorporó en la silla y observó la transformación en el rostro de Michael, mientras él seleccionaba en silencio todas las cosas que quería decirle.
—Talamasca —continuó, escogiendo con cuidado las palabras— está integrada por estudiosos e historiadores. Tienen perfectamente documentadas más de mil apariciones del hombre de pelo castaño en esta casa y sus alrededores. Hace trescientos años cuando Petyr van Abel fue a Santo Domingo a hablar con su hija Charlotte, este espíritu le hizo perder la razón. Luego lo mató.
Dio otra calada al cigarrillo. Recorrió la habitación con la mirada, pero esta vez sin verla, concentrado más bien en algo lejano.
—Como ya te he explicado antes —siguió—, yo he visto a este hombre desde los seis años. Lo veía cada vez que pasaba por aquí, y a diferencia de otras personas entrevistadas por Talamasca, lo he visto en otros lugares. Pero lo importante es que… la otra noche, cuando volví a venir aquí después de todos estos años, lo vi de nuevo. Cuando le conté a Aaron lo que veía, cuando le dije que había visto a aquel hombre desde que yo era así de pequeño, cuando le comenté que eras tú la que me había salvado en el agua, bueno, entonces me enseñó el informe de Talamasca sobre las brujas Mayfair.
—¿Él no sabía que era yo quien te había rescatado en el mar?
Michael negó con la cabeza.
—Había ido a verme a San Francisco por el tema de las manos. Por así decirlo, ése es su campo de trabajo: personas que tienen poderes especiales. Un trabajo de rutina. Casualmente trataba de ponerse en contacto conmigo, quizá del mismo modo en que Petyr van Abel había intentado intervenir en la ejecución de Suzanne Mayfair, cuando te vio en la puerta de mi casa. Vio que me pasabas a buscar y pensó que me querías contratar. Creyó que querías contratar a un vidente para llevarlo a Nueva Orleans a investigar tu pasado.
Dio una última calada a su cigarrillo y lo tiró en la chimenea.
—Bueno, lo pensó hasta que yo le expliqué el motivo por el que habías venido a verme y que nunca habías visto esta casa ni en fotografías. Lo que tienes que hacer ahora es leer el informe. Pero hay algo más… por lo menos en lo que a mí respecta.
—Las visiones.
—Exacto. —Sonrió, con ese rostro afectuoso y bello—. ¡Exacto! ¿Recuerdas que te dije que había visto una mujer y que había una joya…?
—¿Crees que es la esmeralda?
—No lo sé, Rowan. No lo sé. Pero hay algo que sí sé, lo sé con la misma certeza con la que sé que estoy aquí sentado: vi de lejos a Deborah Mayfair. Llevaba la esmeralda al cuello y me envió aquí para hacer algo.
—¿Para combatir al espíritu?
Michael negó con la cabeza.
—Es más complicado. Por eso tienes que leer el informe. Tienes que leerlo, Rowan. La existencia de ese informe no tiene que ofenderte. Tienes que leerlo.
—¿Qué saca Talamasca de todo esto? —preguntó ella.
—Nada. Conocimientos. Quieren saber, comprender. Es como si fueran detectives de fenómenos ocultos.
—Y asquerosamente ricos, supongo.
—Sí —asintió Michael—, muy ricos, cargados de dinero.
—Estás bromeando.
—No, tienen mucho dinero, como tú o como la Iglesia católica. Como el Vaticano. Mira, esto no tiene nada que ver, no quieren nada de ti.
—De acuerdo, te creo, pero eres muy ingenuo. De verdad, eres muy ingenuo.
—¡Por qué demonios dices eso, Rowan! Dios mío, ¿de dónde has sacado que soy ingenuo? No es la primera vez que lo dices y es absurdo.
—Michael, eres ingenuo, en serio. Dime la verdad, ¿todavía crees que las visiones estaban llenas de bondad? ¿Que esa gente que se te apareció eran seres superiores?
—Sí, lo creo.
—La mujer morena con la esmeralda, la bruja convicta como la has llamado, era buena… la que te tiró de la roca al océano Pacífico donde…
—Rowan, nadie puede probar una sucesión de acontecimientos como aquellos. Lo único que sé…
—Es que viste a ese espíritu cuando tenías seis años. Michael, deja que te diga algo: ese hombre no es bueno. ¿Y tú lo has visto aquí hace dos noches? La mujer morena tampoco es buena.
—Rowan, es demasiado pronto para que hagas interpretaciones de ese tipo.
—De acuerdo. No quiero enloquecerte y no quiero que te enfades ni un segundo. Estoy muy contenta de que estés aquí, no te lo puedes imaginar, de verdad, muy contenta de que estés aquí, conmigo, en esta casa y que comprendas todo esto. Contenta de… es terrible decirlo, contenta de no estar sola. Y quiero que te quedes conmigo, ésa es la pura verdad.
—Lo sé.
—Pero tú tampoco te precipites a hacer interpretaciones. Hay algo terriblemente perverso en este lugar, algo que me hace sentir mi propia maldad. No, no digas nada. Escúchame. Hay algo tan malo que puede desbordarse y herir a mucha gente, herir mucho más que en el pasado. ¡Y tú eres como una especie de caballero de ojos brillantes que cabalga por el puente levadizo del castillo!
—Rowan, eso no es verdad.
—De acuerdo… de acuerdo. Ellos no te ahogaron, no lo hicieron. Y el hecho de que conocieras a toda esa gente, a Rita Mae y a Jerry Lonigan, no tiene ninguna relación.
—Está relacionado, pero la pregunta es: ¿de qué manera? Es vital no precipitarse a sacar conclusiones.
Rowan se volvió hacia la mesa y apoyó los codos para sostenerse la cabeza con las manos. No tenía ni idea de la hora. La noche parecía más silenciosa que antes, de vez en cuando se oía algún crujido. Pero estaban solos, completamente solos.
—¿Sabes? —dijo Rowan—, pienso en aquella anciana y es como si una nube de maldad descendiera sobre mí. Estar con ella era como caminar codo a codo con el mal, y ella pensaba que era la buena. Pensaba que combatía al diablo. Es una maraña, pero una maraña más oscura de lo que parece.
—Ella mató a Townsend —dijo él.
—¿Estás seguro? —le preguntó Rowan, volviéndose otra vez.
—Apoyé mis manos sobre los restos. Palpé los huesos. Fue ella. Lo envolvió en la alfombra y lo ató, quizá también lo drogó, no lo sé. Lo que si sé es que murió en la alfombra. Townsend hizo un agujero con los dientes.
—Dios mío —exclamó. Cerró los ojos; su imaginación veía la escena con demasiado realismo.
—Y había gente en esta casa todo el tiempo y no lo oyeron. No sabían que estaba muriendo ahí arriba, y si lo sabían no hicieron nada.
—¿Por qué hizo algo así?
—Porque nos odiaba. Quiero decir, odiaba a Talamasca.
—Has dicho «nos».
—Ha sido un lapsus, pero un lapsus muy sugerente. Me siento parte de la organización. Más o menos me lo han pedido. Han depositado su confianza en mí. Quizá, lo que en realidad quería decir es que ella odiaba a cualquier extraño que supiera algo. Todavía existen peligros para cualquier persona de fuera. Hay peligros para Aaron. Me preguntaste qué es lo que teme Talamasca. Teme perder otro miembro.
—Explícate.
—Cuando Aaron regresaba del funeral, vio a un hombre en la carretera, lo esquivó bruscamente y dio dos vueltas de campana. Consiguió salir del maldito coche antes de que explotara. Era ese espíritu. Sé que era él y Aaron también.
—¿Está herido?
Michael negó con la cabeza.
—Sabía lo que sucedía, pero no podía correr el riesgo. Supón que hubiera atropellado a un hombre en lugar de a un espíritu. Simplemente, no podía correr el riesgo. Tenía el cinturón puesto, pero se dio un buen golpe en la cabeza.
—¿Lo han llevado al hospital?
—Sí, doctora. Está bien. Por eso he tardado tanto en venir. No quería dejarme. Quería que tú fueras allí y leyeras el informe en su casa de campo. Y a pesar de todo he venido. Sabía que el espíritu no me haría daño. Todavía no he cumplido mi propósito.
—Ellos quieren que tú rompas la cadena —le dijo Rowan—. Eso fue lo que me dijo la anciana. «Rompe la cadena», y se refería al legado que procede de Charlotte, supongo, aunque ella no mencionó ningún nombre tan lejano. Me dijo que ella había tratado de hacerlo y que yo lo conseguiría.
—La respuesta evidente es «sí». Pero tiene que haber algo más, algo relacionado con él y el porqué se me aparece a mí.
—De acuerdo. Ahora escúchame. Voy a leer el informe, página por página. Pero yo también he visto a ese ser, y no se trata sólo de una aparición, influye sobre lo material.
—¿Cuándo lo has visto?
—La noche en que murió mi madre, a la misma hora. Traté de llamarte al hotel, pero no estabas. Me asusté terriblemente. Pero lo más importante no fue la aparición en sí, sino todo lo demás. Alteró las aguas alrededor de la casa. El mar estaba tan turbulento que la casa entera vibraba sobre los pilones. Aquella noche no hubo tormenta en la bahía Richardson ni en San Francisco, ni ningún terremoto u otra causa natural que provocara algo semejante. Y hay algo más: la vez siguiente sentí que me tocaba.
—¿Cuándo?
—En el avión. Pensé que era un sueño, pero no lo fue. Descubrí que tenía una ligera irritación entre las piernas, como si hubiera estado con un hombre generosamente dotado.
—¿Quieres decir que…?
—Pensé que estaba dormida; pero lo que trato de decir es que no se limita a aparecer. En cierto modo hay implicaciones físicas. Y lo que trato de comprender son sus parámetros.
—Vaya, es una actitud científica loable. Puedo preguntarte si aquel contacto produjo en ti una respuesta menos científica.
—Por supuesto que sí. Sentí placer porque estaba medio dormida, pero cuando me desperté me sentí como si me hubieran violado. Me dio asco.
—Encantador —dijo Michael, ansioso—, sencillamente encantador. Mira, tú tienes el poder de evitar que esa cosa te viole.
—Lo sé, y ahora que sé lo que es, lo haré. Pero si anteayer alguien me hubiera dicho que un ser invisible se iba a deslizar debajo de mi ropa en el vuelo a Nueva Orleans, no hubiera servido de mucho porque no lo habría creído. Ahora sabemos que no quiere hacerme daño y que tampoco quiere hacerte daño a ti. Lo que no debemos olvidar es que tratará de hacer daño a cualquiera que de algún modo interfiera en sus planes, y eso incluye a tu amigo Aaron.
—Así es —asintió Michael.
—Pareces cansado, parece que eres tú el que necesita que lo lleven al hotel y lo acuesten —dijo Rowan—. ¿Por qué no nos vamos?
Michael no contestó. Se enderezó y se frotó la nuca con las manos.
—Hay algo que no dices.
—¿Qué?
—Y que yo tampoco digo.
—Pues dilo entonces —pidió ella, en voz baja, paciente.
—¿No te gustaría hablar con él? ¿Preguntarle quién es, qué es? ¿No crees que podrías comunicarte con él, mejor y con mayor franqueza que el resto de ellos? Quizá tú no, pero yo sí. Yo quiero hablar con él. Quiero saber por qué se aparecía ante mí cuando era un niño. Quiero saber por qué la otra noche se me acercó tanto que casi pude tocarle la punta del zapato. Quiero saber qué es. Y sé, a pesar de lo que me haya dicho o me diga Aaron, que soy lo bastante inteligente para conseguir comunicarme con ese ser, razonar con él; quizás éste sea el tipo de orgullo que espera encontrar en la gente que lo ve. Quizá confía en ello.
»Y si no te has dado cuenta, bueno… entonces es que eres muchísimo más inteligente y fuerte que yo… Mira, nunca hablé con un fantasma o un espíritu, o lo que sea, y… qué quieres que te diga, no pienso dejar pasar la oportunidad, ni siquiera sabiendo lo que sé, ni lo que le ha hecho a Aaron.
Michael se incorporó y deslizó el joyero por la pulida superficie de la mesa. Abrió la tapa y se quedó mirando la esmeralda.
—Adelante —dijo ella—, tócala.
—La verdad es que no se parece al dibujo que hice —murmuró—; en realidad, cuando hice el dibujo la imaginaba, no la recordaba. —Sacudió otra vez la cabeza. Parecía a punto de cerrar la tapa de la caja, pero se quitó el guante y apoyó los dedos sobre la piedra.
Ella esperó en silencio. Pero vio por su rostro que estaba desilusionado y ansioso. Cuando cerró la caja ella no lo acosó a preguntas.
—Vi una imagen de ti —explicó—; te ponías la esmeralda al cuello. Y me vi a mí mismo de pie, frente a ti. —Volvió a ponerse el guante con cuidado.
—Es lo que viste al llegar.
—Sí —asintió Michael—, ni me di cuenta de que la llevabas puesta.
—¿Has visto alguna otra cosa?
Movió la cabeza.
—Que me amas —le dijo con un susurro—. De verdad.
—Sólo tienes que tocarme para descubrirlo.
Michael sonrió, pero era una sonrisa triste y confusa. Metió las manos en los bolsillos, como si tratara de deshacerse de ellas, e inclinó la cabeza. Rowan esperó en silencio, no le gustaba verlo tan apenado.
—Anda, vámonos —dijo ella—. Este lugar te está perjudicando más a ti que a mí. Volvamos al hotel.
Michael asintió.
—Necesito un vaso de agua —dijo—. ¿Crees que habrá agua fresca en esta casa? Tengo sed y tengo calor.
—No lo sé. Ni siquiera sé si hay cocina. Quizás haya un pozo con un cubo cubierto de moho o a lo mejor un manantial mágico.
—Ven, vamos a ver si encontramos un poco de agua —dijo Michael, sonriendo.
Rowan se levantó y salió detrás de él por la puerta del fondo del comedor.
Entraron en una especie de despensa, con un pequeño fregadero y vitrinas llenas de porcelana. Michael se tomó su tiempo para cruzarlo, como si midiera el espesor de las paredes con sus manos.
—Por aquí —dijo él, y salió por otra puerta. Apretó un viejo botón negro sobre la pared y se encendió una bombilla débil, de luz mortecina, que reveló una habitación dividida en dos niveles, la parte de arriba, con la cocina propiamente dicha, y la de abajo, separada por dos escalones, un pequeño comedor diario con chimenea.
Las dos partes estaban muy limpias y habían sido reformadas en un estilo que en su momento fue moderno y que ahora estaba pasado de moda.
Era todo muy funcional.
Una nevera empotrada cubría la mitad de una pared y tenía una puerta grande y pesada, parecida a las puertas vaivén de los restaurantes.
—No me digas que hay un cadáver en la nevera. No quiero saberlo —dijo Rowan, cansada.
—No, sólo hay comida —respondió Michael, sonriendo— y agua helada. —Sacó una jarra de cristal—. Es algo típico del sur: siempre hay una jarra de agua helada. —Rebuscó en los armarios que había sobre el fregadero del rincón y sacó dos vasos, que apoyó sobre el mostrador inmaculado.
El agua helada estaba muy buena. Entonces Rowan recordó a la anciana. Ésta es su casa y éste, quizá, su vaso. Un vaso del que había bebido. Una sensación de asco se apoderó de ella y la obligó a dejar el vaso en el fregadero de acero inoxidable.
«Sí, parece un restaurante», pensó con rebeldía, para distanciarse de todo aquello. El lugar estaba demasiado bien equipado, hacía tiempo que habían eliminado todo rastro victoriano, tan de moda ahora en San Francisco, para colocar aquel acero inoxidable.
—¿Qué vamos a hacer, Michael? —preguntó.
Él miraba el vaso fijamente y levantó los ojos. Toda su ternura y la expresión protectora de sus ojos le llegó directamente al corazón.
—Amarnos, Rowan, amarnos mutuamente. Mira, estoy tan seguro de las visiones como de que nuestro amor no forma parte del plan de nadie.
Rowan se acercó y le rodeó el pecho con sus brazos. Sintió cómo sus manos le recorrían la espalda y subían con ternura por el cuello y el cabello. Michael la apretó con placer, hundió su cabeza en el cuello y la besó en los labios con suavidad.
—Ámame, Rowan, confía en mí y ámame —dijo con una voz cargada de sinceridad. Se separó, como encerrándose en sí mismo, la cogió de la mano y se encaminó hacia la puerta vidriera. Se detuvo y miró la oscuridad de fuera.
Luego la abrió. No tenía cerradura. Quizá ninguna puerta la tenía.
—¿Podemos salir? —preguntó.
—Claro que podemos. ¿Por qué me lo preguntas?
Salieron a otro porche rodeado por una malla mosquitera, mucho más pequeño que aquel donde había muerto la anciana.
Pasaron por otra puerta, vieja, similar a todas las de su tipo, hasta en la manera de cerrarse de golpe tras su paso. Bajaron por unos peldaños de madera hasta las lajas del jardín.
—Esta parte está bastante bien conservada —le dijo Michael.
—Sí, ¿pero qué hay de la casa? ¿Se puede salvar o está demasiado destruida?
—¿Esta casa? —Michael sonrió y movió la cabeza; sus ojos azules brillaban de una manera maravillosa cuando la miró; levantó la mirada hacia el estrecho porche de arriba—. Querida, esta casa está muy bien, perfectamente, y seguirá aquí cuando tú y yo ya no estemos. Jamás entré en una casa como ésta en todos mis años en San Francisco. —Se interrumpió, avergonzado por su placer, y otra vez se sumió en la tristeza y la pena por la anciana, igual que ella.
—Te gusta, ¿verdad?
—Me gusta desde niño —respondió él—. Y hace dos noches, al verla, volví a sentir lo mismo. Me gusta a pesar de saber todo lo que ha sucedido aquí, a pesar de lo que ha pasado con aquel hombre del ático. Y me gusta porque es tu casa. Y porque… porque es hermosa pese a todo lo que hicieron con ella o en ella. Era hermosa cuando la construyeron y lo seguirá siendo dentro de cien años.
Michael la cogió por el hombro y ella se acurrucó contra su cuerpo; él volvió a besarle el pelo. Su mano enguantada le acariciaba la mejilla. Rowan hubiera querido quitarle el guante, pero no lo dijo.
—¿Sabes una cosa extraña? —comentó—, durante todos mis años en California trabajé en muchas casas y todas me gustaron, pero ninguna me hizo sentir mi condición de mortal. Nunca me hicieron sentir tan pequeño. Esta casa me hace sentir que seguirá aquí cuando yo ya no esté.
Se internaron en el jardín, siguiendo el sendero de lajas a pesar de la maleza que las cubría y las hojas afiladas de los plátanos que crecían apretadas y les golpeaban el rostro a su paso.
Un olor verde y rancio flotaba en el aire, parecido al olor de los pantanos. Rowan se sorprendió observando una piscina a lo lejos. La oscura superficie apenas reflejaba unos destellos de luz. Los lirios de agua brillaban bajo el mortecino cielo. Los insectos zumbaban, invisibles. Las ranas croaban y el agua se agitaba por momentos, debajo de toda la vegetación. A lo lejos se oía un goteo de agua, como si hubiera fuentes que alimentaran el estanque. Rowan miró hacia allí y vio unos chorros de agua que surgían de las fuentes.
—Stella construyó todo esto —explicó Michael— hace más de cincuenta años. No era ésta su intención, en realidad era una piscina. Pero ahora el jardín la ha cubierto, es como si la tierra volviera a tragársela.
Qué tristeza había en su voz. Era como si hubiera confirmado algo que no acababa de creer. Y cuánto la había impresionado a ella aquel nombre cuando Ellie lo pronunció en sus últimas semanas de delirio: «Stella en el ataúd».
Michael miraba a lo lejos, hacia la fachada de la casa; ella siguió su mirada y se encontró con el frontón del segundo piso, rematado con dos chimeneas gemelas que se recortaban contra el cielo, y con el reflejo de la luna o las estrellas, no sabía muy bien, contra las ventanas del cuarto en el que había muerto el hombre y Antha había huido de Carlotta. En su caída había pasado junto a las barandillas de hierro para terminar con el cráneo aplastado contra las piedras, y el frágil tejido del cerebro desgarrado.
Rowan se apretó más contra Michael.
Entrelazó sus manos a la altura de su espalda y apoyó todo su peso en él.
Miró el pálido cielo con sus escasas y brillantes estrellas, y la anciana volvió a su memoria; como si la nube de maldad no quisiera apartarse de ella. Recordó la expresión de su cara mientras moría. Recordó sus palabras. Y el rostro de su madre en el ataúd, durmiendo para siempre sobre satén blanco.
—¿Qué pasa, querida? —preguntó Michael; un susurro grave que le salía del pecho.
Rowan apretó la cara contra su camisa. Empezó a temblar como había hecho toda la noche y en el momento en que él la abrazó con fuerza se sintió mejor.
Pero no podía librarse de la sensación de maleficio. Parecía parte del cielo, del árbol gigantesco que se recortaba sobre su cabeza y del agua que fluía a lo lejos entre la hierba espesa y salvaje. Pero no formaba parte del lugar, sino de ella. Mientras seguía con su cabeza apoyada en él, se dio cuenta de que no se trataba sólo del recuerdo de la anciana y de su amarga maldad personal, sino de un presentimiento. Todos los esfuerzos de Ellie habían sido vanos; ella ya conocía aquel presentimiento hacía mucho tiempo. Supo, quizá durante toda su vida, que un secreto espantoso y oscuro la aguardaba, un secreto enorme, codicioso, con muchas facetas superpuestas, que una vez descubierto seguiría revelándose hasta el infinito.
La primera revelación había sido este día en la balsámica ciudad tropical llena de cortesías y ritos pasados de moda. Hasta los secretos de la anciana no eran más que el principio.
Y este secreto extrae sus fuerzas de las mismas raíces que yo, tanto del bien como del mal, porque al final ambas cosas no pueden separarse.
—Rowan, déjame sacarte de aquí —rogó Michael—. Tendríamos que habernos marchado hace rato, es culpa mía.
—No, no importa —murmuró ella—. Me gusta este lugar. Da igual adonde vaya, ¿por qué entonces no quedarnos en esta bella oscuridad, en silencio?
El intenso perfume de aquella flor volvió a llenar el aire, la misma fragancia que la anciana había llamado jazmín de noche.
—Ah, ¿hueles el perfume, Michael? —preguntó, mirando los lirios de agua que brillaban en la oscuridad.
—Es el perfume de las noches de verano en Nueva Orleans, de los paseos en solitario, silbando y golpeando los barrotes de hierro con una rama. —Rowan disfrutaba de la vibración profunda que salía de su pecho—. Es el perfume de los paseos por estas calles.
Él la miró, esforzándose por descifrar su rostro.
—Rowan, pase lo que pase no te deshagas de esta casa. Aunque tengas que irte de aquí o aunque llegues a detestarla. No te deshagas de ella. No permitas que vaya a parar a manos de personas que no la quieran. Es demasiado bella. Tiene que sobrevivir a todo esto, igual que nosotros.
Ella no respondió. No confesó su oscuro temor de no sobrevivir, de que todo lo que alguna vez le había dado consuelo se perdería. Y luego recordó la cara de la anciana en la habitación del muerto, en la habitación en la que aquel hombre había muerto hacía tantos años. «Puedes elegir. ¡Puedes romper la cadena!», le decía. La vieja trataba de abrirse paso a través de su faceta de maldad, perversión y frialdad, trataba de ofrecer a Rowan algo que ella veía brillante y puro. En la misma habitación en la que aquel hombre había muerto indefenso, atado y enrollado en una alfombra mientras la vida continuaba su curso en las habitaciones de abajo.
—Vámonos, querida —dijo él—. Volvamos al hotel, insisto. Metámonos en una de esas camas mullidas y enormes para acurrucarnos juntos.
—¿Por qué no vamos a pie, Michael? ¿No podemos andar despacio por la oscuridad?
—Sí, querida, si quieres.
No tenían llaves para cerrar. Dejaron las luces encendidas detrás de los cristales sucios o de los postigos cerrados. Siguieron por el sendero y salieron por la cancela oxidada.
Michael abrió el coche y sacó un maletín para mostrárselo. Era la historia completa, le explicó, pero ella no podía leerla hasta que él le explicara algunas cosas. Había cosas escritas que la impresionarían, quizás hasta la perturbarían. Mañana, durante el desayuno, hablarían de ello. Le había prometido a Aaron que no pondría el informe en sus manos sin explicarle algunas cosas, por su bien. Aaron quería que ella comprendiera.
Rowan asintió. No desconfiaba de Aaron Lightner. La gente no podía engañarla y menos él que no tenía necesidad de engañar a nadie. Y ahora, mientras pensaba en él y recordaba la forma en que la había cogido por el brazo en el funeral, tuvo la inquietante sensación de que él también era un inocente, un inocente como Michael. Y lo que hacía de ellos un par de inocentes era que no comprendían la maldad de la gente.
Estaba muy cansada. Hay momentos en que no importa lo que ves, sientes o llegas a saber, el cansancio te invade de todos modos. Nadie puede sufrir hora tras hora, día tras día. Sin embargo, al mirar atrás, hacia la casa, pensó en la anciana, fría y pequeña, muerta en la mecedora, una muerte que nunca se comprendería ni se vengaría.
Michael se quedó inmóvil, mirando la puerta principal. Dio un ligero tirón a su manga mientras ella se acercaba.
—Parece una cerradura gigante, ¿verdad? —preguntó Rowan.
Él asintió, pero parecía ausente, perdido en sus pensamientos.
—Sí, es un estilo muy característico —murmuró—, una mescolanza egipcia, griega e italiana muy apreciada en la época en que se construyó esta casa.
—Bueno, por lo menos les salió bien —añadió Rowan, fatigada. Quería hablarle de la puerta del panteón del cementerio, pero estaba demasiado cansada.
Caminaron lentamente, giraron por Philip Street, siguieron por Prytania y más adelante por Jackson Avenue. Al final tomaron St. Charles en dirección al hotel, pasaron por tiendas y bares cerrados, por grandes edificios de apartamentos. De vez en cuando algún coche pasaba junto a ellos. En todo el trayecto sólo vieron un tranvía, con su traqueteo metálico y sus ventanas vacías iluminadas con una luz amarillenta, mientras giraba hasta perderse de vista.
Hicieron el amor en la ducha, se besaron y tocaron ansiosa y confusamente; el tacto de los guantes de cuero excitaba a Rowan hasta la locura, en especial cuando los sentía en sus senos y se perdían entre sus piernas. La casa ahora había desaparecido, así como la anciana y la pobre Deirdre, hermosa y triste. Ahora sólo existía Michael, su pecho robusto con el que tanto había soñado, el miembro erecto que sostenía entre sus manos y se elevaba de su nido de brillante vello oscuro.
Más tarde, cuando se metieron en la cama, tibia y seca, con el aire acondicionado ronroneando con suavidad, Michael se quitó los guantes y empezaron otra vez.
—No puedo dejar de tocarte —dijo él—. No puedo soportar la idea de que aquel ser te haya tocado; me gustaría preguntarte qué sentiste cuando sucedió, pero sé que no debo hacerlo. Es como si hubiera visto la cara del hombre que te tocó…
Ella se recostó contra la almohada, mirándolo en la oscuridad. Le gustaba sentir el delicioso peso de su cuerpo contra ella, y sus manos que casi le tiraban del pelo. Rowan apretó el puño y frotó los nudillos contra la sombra de barba de su mentón.
—Era como si me lo hiciera a mí misma —dijo ella en voz baja; le cogió la mano izquierda para besarle la palma. Michael se puso rígido; su miembro empujaba el muslo de Rowan—. No era la fuerza y el peso de otra persona. No eran células vivas contra células vivas.
—Mmmmm… me encantan estas células vivas —le susurró al oído, besándola con rudeza. Él la hería con sus besos, y la boca de ella respondía irrespetuosa, hambrienta y exigente.
Cuando se despertó eran las cuatro. «Hora de ir al hospital. No».
Michael estaba tan profundamente dormido que ni sintió el beso muy suave que ella le dio en la mejilla. Rowan se puso el albornoz que encontró colgado en el armario y se dirigió en silencio hacia la sala de la suite. La única luz que había era la de la avenida.
Estaba desierta, silenciosa, era como una puesta en escena teatral. Le encantaban las calles así, de madrugada, cuando una sentía que podía bajar y bailar allí mismo si quería.
Parecía una escenografía porque los pasos cebra y los semáforos no significaban nada.
Se sentía muy bien, despejada y a salvo. La casa esperaba, pero ya había esperado durante mucho tiempo.
En recepción le dijeron que todavía no había café, pero que el señor Lightner había dejado un mensaje para ella y el señor Curry: durante la mañana podían encontrarlo en la casa de retiro y más tarde regresaría al hotel. Rowan apuntó el número.
Entró en la pequeña cocina de la suite, buscó café y se lo preparó ella misma. Regresó de puntillas y cerró con cuidado la puerta del dormitorio y del pequeño pasillo que llevaba a la sala.
¿Dónde estaba el «Informe sobre las brujas Mayfair»? ¿Dónde había metido Michael el maletín?
Buscó por la sala, entre las sillas, en el sofá, en los armarios e incluso en la cocina. Luego volvió de puntillas hasta el dormitorio y observó cómo dormía, iluminado por la luz que entraba por la ventana. Los rizos le caían por la nuca.
En el armario, nada. En el baño, nada.
«Muy listo, Michael, pero voy a encontrarlo». En aquel momento vio una esquina del maletín detrás de una silla.
«No eres muy confiado. Pero la verdad es que estoy haciendo más o menos lo que prometí que no haría», pensó. Levantó el maletín y se detuvo para escuchar su profunda y regular respiración. Luego cerró la puerta, cruzó el pasillo otra vez de puntillas y cerró la segunda puerta. Dejó el maletín sobre la mesilla, junto a la lámpara.
Cogió su café y los cigarrillos, se sentó en el sofá y miró el reloj. Eran las cuatro y cuarto. Abrió el maletín, sacó el fajo de carpetas, cada una con un curioso título, «Informe sobre las brujas Mayfair», que la hizo sonreír.
Era todo muy literal.
—Ingenuo —murmuró—. Son todos tan inocentes. El hombre del ático probablemente también era un inocente. Y la vieja, una bruja de los pies a la cabeza.
Dio una calada al cigarrillo y se preguntó por qué razón ella comprendía todo aquello y por qué estaba tan segura de que ellos, Aaron y Michael, no.
Hojeó rápidamente las carpetas y levantó el manuscrito como haría con un texto científico que estuviera dispuesta a devorar en un par de horas.
Acabaría en cuatro horas. Con suerte, Michael no se despertaría, el mundo entero seguiría durmiendo. Se apoltronó en el sofá, puso los pies descalzos contra el borde de la mesilla y empezó a leer.
A las nueve de la mañana caminaba despacio por First Street en dirección a la esquina de Chestnut. El sol ya estaba alto en el cielo y los pajarillos cantaban casi furiosos en las ramas cubiertas de espeso follaje. El áspero graznido de un cuervo se inmiscuía en el suave coro. Las ardillas se escabullían por las ramas gruesas y pesadas que traspasaban las verjas y los muros de ladrillos. Las aceras, limpias, estaban desiertas. Todo el lugar parecía propiedad de sus flores, sus árboles y sus casas. Hasta el sonido de algún coche era absorbido por el silencio y el verdor.
Aaron Lightner la esperaba en la puerta.
Lo había llamado a las ocho y le había pedido que viniera. De lejos veía que estaba profundamente preocupado por lo que ella había leído.
Rowan se tomó su tiempo para cruzar la calle. Se acercó a él con lentitud, la mirada baja, mientras su mente todavía se recreaba en todos los detalles de la historia que había devorado tan aprisa.
Cuando estuvo frente a él le dio la mano. No había preparado lo que pensaba decir. Era difícil, aunque de todas formas se sentía bien, le gustaba el contacto de su mano tibia mientras estudiaba la expresión de su rostro franco y agradable.
—Gracias —le dijo. La voz le sonó débil e inadecuada—. Usted ha respondido las peores preguntas de mi vida, las que más me atormentaban. En realidad, no puede imaginarse lo que ha hecho por mí. Usted y sus vigilantes… han encontrado la parte más oscura de mi persona; usted sabía cuál era y la ha iluminado… y la ha unido a algo más grande y más antiguo, absolutamente real. —Movió la cabeza sin soltarle la mano, esforzándose por continuar—. No sé cómo expresar lo que quiero decir —confesó—. ¡Ya no estoy sola! Me refiero a mí misma, a toda mi persona, no sólo al nombre y a la parte que la familia quiere. Me refiero a todo mi ser, a lo que soy. —Suspiró. Las palabras eran muy confusas, y grandes los sentimientos que albergaban, como grande era su alivio.
Vio la sorpresa en el rostro de Lightner, al mismo tiempo que una ligera confusión. Él asintió lentamente y ella percibió su bondad y, sobre todo, su predisposición a confiar.
—¿Qué puedo hacer por usted ahora? —preguntó con un candor que desarmaba por completo.
—Pase, por favor —lo invitó ella—. Tenemos mucho de que hablar.