28

Se quedó delante de la puerta de hierro mientras el taxi se alejaba, envuelta en el murmullo del silencio. Era imposible imaginar una casa más desoladora ni prohibida. La inclemente luz de las farolas de la calle se filtraba como si fuera la luna llena entre las ramas de los árboles, y se derramaba sobre las lajas cuarteadas, los escalones de mármol cubiertos por un lecho de hojas secas, las gruesas columnas acanaladas con la pintura blanca que se descascarillaba, con manchas negras de humedad, los ruinosos tablones del porche que llegaban irregulares hasta la puerta abierta por la que salía una luz débil que no paraba de parpadear.

Lentamente paseó sus ojos por los postigos cerrados y por el jardín salvaje. Caía una llovizna muy fina desde que había salido del hotel —casi tan fina como la neblina—, que dejaba el asfalto resplandeciente, y le llegaba con suavidad a la cara y los hombros.

«Aquí pasó mi madre toda su vida», pensó Rowan. Aquí había nacido su madre, y la madre de su madre. Aquí se sentó Ellie junto al ataúd de Stella.

¿La puerta estaba abierta para ella? ¿Para darle la bienvenida? El marco de madera parecía una boca gigante, ancho en la base y más estrecho en lo alto. ¿Dónde había visto este mismo tipo de quicio en forma de cerradura? En el panteón del cementerio de Lafayette. Qué irónico, porque esta casa también había sido la tumba de su madre.

Ni siquiera la suave y silenciosa llovizna mitigaba el calor. Pero ahora soplaba algo de brisa, la brisa del río la habían llamado ellos cuando la despidieron en el hotel, a pocas manzanas. Y la brisa, que olía a lluvia, se derramaba tan deliciosamente como el agua ¿El aire olía a flores? Un perfume salvaje e intenso, tan diferente a los olores de floristería del funeral.

No podía resistirlo. Se detuvo, soñadora, se sentía liviana y casi desnuda con la ropa ligera de seda que acababa de ponerse; trataba de ver la casa oscura, de respirar hondo, de detener el curso de todo lo que sucedía y que sólo comprendía a medias.

«Mi vida está partida en dos —pensó—; y todo el pasado es la parte descartada, como una barca que navega a la deriva y el agua fuera el tiempo y el horizonte la demarcación de lo que seguiría teniendo sentido.

»¿Por qué, Ellie? ¿Por qué nos separamos? ¿Por qué si todos lo sabían? ¡Sabían mi nombre, el tuyo, y que yo era su hija! ¿Qué es todo esto? ¿Todos estos cientos de personas repitiendo una y otra vez el apellido Mayfair?»

«Más tarde, después de haber hablado con ella, pasa por la oficina», le había dicho el joven Pierce; Pierce, con sus mejillas sonrosadas y que ya era socio del despacho fundado hacía mucho tiempo por su bisabuelo. «Era el abuelo de Ellie también, ¿lo sabías?», le había dicho Ryan, el primo hermano de Ellie, con su cabello blanco y su rostro cincelado. Ella no lo sabía. No sabía quién era quién ni de dónde venían, pero, sobre todo, por qué nadie se lo había dicho.

¿Estaban todas estas respuestas al otro lado de la puerta abierta? ¿Está el futuro al otro lado de la puerta abierta? A fin de cuentas, ¿por qué no podía convertir esto, a pesar de todo, en un simple capítulo de su vida, separado y apenas releído, una vez que volviera al mundo real en el que la habían mantenido durante todos estos años, lejos del hechizo y la magia que ahora la reclamaban? Pero no, no sería así. Porque cuando uno es presa de un hechizo tan fuerte, no puede volver a ser el mismo. Y cada minuto en el extraño mundo de la familia, en el sur, en su propia historia, en medio del amor que le ofrecían, la alejaba siglos de lo que había sido, o de lo que había querido ser.

Parientes. ¿Se imaginaban ellos lo exótico que podía resultar algo así después del mundo desierto y egoísta en el que había pasado su vida, como una planta de tiesto que nunca hubiera visto el sol y la tierra de verdad, ni oído la lluvia más que detrás de una ventana de doble cristal?

«Quise ser médica para encontrar el mundo visceral —pensó—, y sólo en los pasillos y en las salas de espera de urgencias vislumbré de lejos las reuniones de las familias, generaciones que lloraban, reían y murmuraban mientras el ángel de la muerte pasaba por encima de ellos».

«¿Quieres decir que Ellie nunca mencionó el nombre de su padre? ¿Nunca te habló de Sheffield, Ryan, Grady, ni…?» Una y otra vez había dicho que no.

Sin embargo, Ellie había vuelto para asistir al funeral de tía Nancy en ese mismo cementerio, fuera quien demonios fuese tía Nancy, y luego, en el mismo restaurante, les había enseñado la fotografía de Rowan. «¡Nuestra hija, la doctora!» y moribunda, narcotizada por la morfina, le había dicho: «Ojalá me llevaran de vuelta a casa, pero no pueden. No pueden hacerlo».

Hubo un momento, cuando la acompañaron al hotel y subió a ducharse y cambiarse por el bochorno que hacía, que la amargura que sentía le impedía razonar, comprender y hasta llorar. Por supuesto, sabía, con la misma certeza que sabía todo lo demás, que muchos de ellos hubieran dado cualquier cosa por escapar de esta inmensa telaraña de lazos de sangre y recuerdos, aunque le costaba imaginárselo.

¿Qué verdades yacían detrás de esa puerta abierta acerca de la mujer del ataúd? Durante un buen rato, mientras todos hablaban en el restaurante y las voces se entremezclaban como burbujas de champán, había pensado: «¿Alguien sabe por casualidad el nombre de mi padre?»

«Carlotta querrá que… bueno, que te lo diga ella».

«… tan joven cuando tú naciste».

Pero lo único que tenía que hacer era abrir la cancela, subir los escalones de mármol, atravesar la plataforma de madera podrida y empujar la puerta que habían dejado abierta. ¿Por qué no? Deseaba tanto saborear la oscuridad del interior que ahora ni siquiera echaba de menos a Michael. Él no podía ayudarla en esto.

De pronto vio que la luz dentro de la casa era más fuerte, que la puerta se abría y aparecía la figura de la anciana, menuda y delgada. Su voz sonaba firme y clara en la oscuridad, con un ligero toque irlandés.

—¿Entras o no, Rowan Mayfair? —preguntó en voz baja.

Ella empujó la cancela, pero no se abría, así que pasó por un lado. Los escalones estaban resbaladizos; subió con lentitud y sintió que la madera blanda del porche cedía ligeramente bajo su peso.

Carlotta había desaparecido, pero en el momento en que Rowan entró en el vestíbulo la vio en el otro extremo, una figura pequeña y oscura en la entrada de una habitación grande, con una sola luz encendida que iluminaba toda la estancia desde lo alto del techo.

Pasó junto a la escalera, que se elevaba recta y empinada hasta un oscuro primer piso del que no se veía nada, y junto a unas puertas que daban a una amplia sala de estar. Las luces de la calle brillaban a través de las ventanas de esta habitación, dándole un aire brumoso y lunar, e iluminaban un largo trecho de parqué brillante y algunos muebles dispersos e indefinidos.

Al final, pasó junto a una puerta cerrada, a la izquierda, avanzó hacia la luz y vio que estaba en un amplio comedor.

Había dos velas sobre la mesa ovalada, con unas llamas que titilaban débilmente; la única iluminación de la habitación. Aunque pareciera sorprendente, permitían ver los murales de las paredes, majestuosas escenas rurales con robles cubiertos de musgo y campos arados. Las puertas y las ventanas se elevaban unos cuatro metros. Al mirar atrás, hacia el vestíbulo, la puerta principal le pareció inmensa, con un marco que ocupaba toda la pared hasta el techo en sombras.

Se volvió y observó a la mujer sentada en un extremo de la mesa. Su cabellera espesa y ondeada parecía muy blanca en la oscuridad, mientras dos llamas se reflejaban nítidamente en los cristales redondos de sus gafas.

—Siéntate, Rowan Mayfair —dijo—. Tengo muchas cosas que contarte.

Un olor a polvo y moho se levantó del tapizado de las sillas labradas. ¿O quizá de la alfombra o de los tristes cortinajes?

No importaba. Estaba en todas partes. Pero había otro olor delicioso que le hacía pensar en madera y sol y, curiosamente, en Michael. Un olor que le gustaba. Y Michael, el carpintero, entendería este olor. Era el olor de la madera y del calor que había hecho en la casa todo el día, mezclado suavemente con el de la cera de las velas.

El deslustrado candelabro, en lo alto, se reflejaba en cientos de lágrimas de cristal de la araña.

—Se pueden poner velas —dijo la anciana—, pero estoy demasiado vieja para subir y cambiarlas. Eugenia también está muy vieja. No puede hacerlo. —Con un ligero gesto de la cabeza, señaló hacia el otro rincón.

Rowan se sobresaltó; allí, de pie, había una mujer negra, una especie de fantasma de cabello escaso, ojos amarillentos y con los brazos cruzados. Parecía muy delgada, pero con la oscuridad era difícil asegurarlo. Lo único que se veía era un delantal sucio.

—Puedes irte, querida —dijo Carlotta a la mujer negra—, a no ser que mi sobrina quiera algo de beber. Pero no quieres nada, ¿verdad?

—No, gracias, señorita Mayfair.

—Llámame Carlotta, o Carl si lo prefieres. Como quieras. Hay miles de señoritas Mayfair.

La anciana negra se apartó del rincón, pasó junto a la chimenea, rodeó la mesa y, por último, cruzó la puerta. Carlotta observó todo el proceso en silencio, como si quisiera estar completamente sola antes de decir nada más.

Su rostro parecía encogido y pequeño debajo de aquella mata de pelo. Levantó los ojos, miró a Rowan y señaló una silla a un lado de la mesa.

Rowan se acercó y se sentó de espaldas a las ventanas que daban al jardín. Giró la silla para quedar frente a Carlotta.

Vio entonces el resto de los murales. La casa de una plantación con columnas blancas y colinas detrás.

Volvió a mirar a la anciana, aliviada de que las diminutas llamas de las velas ya no se reflejaran en los cristales de sus gafas. Sólo la cara hundida y las gafas brillaban claramente a la luz, y la oscura tela floreada del vestido de mangas largas, con unas manos muy finas que emergían de los puños de encaje, sosteniendo entre los dedos nudosos lo que parecía ser un pequeño alhajero.

—Es tuyo —le dijo, y lo acercó con decisión hacia Rowan—. Es una esmeralda. Es tuya, así como esta casa, la tierra sobre la que se levanta y todas las cosas de valor que contiene. Además, hay una fortuna unas cincuenta veces mayor de la que posees ahora, quizá cien veces mayor, no sé, está fuera de mis cálculos. Pero escucha lo que voy a decirte antes de reclamar lo que es tuyo. Escucha todo lo que tengo que decirte.

Se detuvo; estudiaba el rostro de Rowan. La sensación de que la voz de la mujer era intemporal, sus modales incluso, se hizo más fuerte en Rowan. Era algo escalofriante, como si el espíritu de una persona joven habitara en su cuerpo y le proporcionara un vigor ferozmente contradictorio.

—No —dijo la mujer—, soy muy vieja. Lo que me ha mantenido con vida era esperar su muerte y el momento que más temía: el momento de tu llegada a esta casa. Recé para que Ellie viviera muchos años y te mantuviera alejada hasta que Deirdre se hubiera pudrido en su tumba y se hubiera roto la cadena. Pero el destino me ha dado otra pequeña sorpresa.

—Ella hizo todo lo que pudo para mantenerme alejada —explicó Rowan con calma—; insistió para que firmara un documento en el que prometía que nunca vendría. Pero yo decidí romperlo.

La anciana guardó silencio durante un rato.

—He querido venir —dijo Rowan. Luego preguntó, educadamente, implorante casi—: ¿Por qué quería que me mantuvieran apartada? ¿Era tan terrible la historia?

La mujer aún la observaba en silencio.

—Eres una mujer fuerte —dijo al fin—. Eres fuerte como mi madre.

Rowan no respondió.

—Tienes sus mismos ojos. ¿Te lo han dicho? ¿Alguno de ellos es lo bastante viejo como para recordarlos?

—No lo sé —respondió Rowan.

—¿Qué has visto con tus ojos? —dijo la anciana—. ¿Has visto algo que supieras que no debía estar donde estaba?

Rowan se sobresaltó. Al principio pensó que había malinterpretado sus palabras, pero luego, en una fracción de segundo, se dio cuenta de que no y pensó en el fantasma que se le había aparecido a las tres de la madrugada, y luego, repentinamente confundida, en el sueño del avión en el que un ser invisible la tocaba y la violaba.

En medio de su confusión vio una sonrisa en el rostro de la anciana; pero no era una sonrisa amarga o triunfal, tan sólo resignada. Su expresión volvió a suavizarse con un gesto de tristeza y curiosidad. Bajo la débil luz, su cabeza, por un momento, pareció una calavera.

—Así que ha ido a buscarte —dijo con un suspiro suave—, y ha puesto sus manos sobre ti.

—No lo sé —dijo Rowan—. Explíquemelo.

Pero la mujer simplemente la miró y esperó.

—Era un hombre, un hombre delgado y elegante. Vino a las tres en punto. A la hora en que murió mi madre. Lo vi con tanta claridad como ahora la veo a usted, pero durante un instante.

La mujer bajó los ojos. Rowan pensó que los había cerrado, pero vio entonces un ligero brillo debajo de los párpados. Carlotta entrelazó sus manos sobre la mesa.

—Era el hombre —dijo—, el hombre que volvió loca a tu madre y a la madre de tu madre. El hombre que estaba al servicio de mi madre, que era quien gobernaba la vida de cuantos la rodeaban. ¿Te han hablado los demás de él? ¿Te han advertido?

—No me han dicho nada —respondió Rowan.

—Eso es porque no saben, y al fin se dan cuenta de que no saben. Ahora nos dejan los secretos a nosotras, como deberían haber hecho siempre.

—¿Pero qué es lo que he visto? ¿Por qué vino a verme? —Una vez más volvió a pensar en el sueño del avión, y no pudo encontrar nada que relacionara una cosa con la otra.

—Porque él ahora cree que eres suya —dijo la mujer—, suya para amarte, tocarte y gobernar con promesas de servidumbre.

Rowan volvió a sentirse confusa; el rostro le ardía suavemente. Suya para tocarla. El encantado ambiente del sueño la rodeaba de nuevo.

—Él te dirá que no es así —explicó la anciana—, pero es mentira, querida, una mentira perversa. Te hará suya y te volverá loca si te niegas a cumplir su voluntad. Eso es lo que les ha hecho a todas —se detuvo y frunció el entrecejo, sus ojos recorrieron la superficie cubierta de polvo de la mesa—, salvo a las que tuvieron fuerza suficiente para detenerlo y obligarlo a ser el esclavo que afirma ser, y lo usaron para sus propios fines… —Su voz se apagó—. Para su propia maldad infinita.

—Explíquemelo.

—Te ha tocado, ¿verdad?

—No lo sé.

—Sí, sí que lo sabes. Tus mejillas se ruborizan, Rowan Mayfair. Bien, deja que te haga una pregunta, querida, que haga una pregunta a la joven independiente que ha tenido en su vida todos los hombres que ha querido: ¿te hizo gozar como un hombre mortal? Piensa antes de responder. Él te dirá que ningún mortal puede darte tanto placer como él. Pero ¿es verdad? Ese placer tiene un precio terrible.

—Pensé que era un sueño.

—Pero lo has visto.

—Eso fue la noche anterior. Me tocó durante un sueño, es diferente.

—Sé que a ella la tocó hasta el último momento —dijo la mujer—. No importaba cuántas drogas le diéramos, ni lo estúpida y vacía que fuera su mirada, ni que andara como una inválida; cuando a la noche se acostaba, él la tocaba. Y ella yacía bajo sus caricias como una ramera cualquiera… —Había bajado la voz y luego la sonrisa volvió a dibujarse en sus labios, como un rayo de luz—. ¿Te enfadas? ¿Te enfadas conmigo porque te lo cuento? ¿Crees que era un espectáculo agradable?

—Creía que estaba enferma, que había perdido la razón, que era algo humano.

—No, querida, sus fornicaciones nunca fueron humanas.

—Quiere hacerme creer que he visto al fantasma que tocaba a mi madre y que yo, de algún modo, lo he heredado.

—Sí, y trágate tu ira, tu peligrosa ira.

Rowan Mayfair estaba anonadada. Una oleada de miedo y confusión le recorrió el cuerpo.

—Me está leyendo el pensamiento. Lo ha estado haciendo desde que he llegado.

—Claro que sí, lo mejor que puedo. Ojalá pudiera hacerlo mejor. Tu madre no era la única mujer de esta casa con poder. Hace tres generaciones la esmeralda estaba destinada a mí. Vi al hombre cuando tenía tres años, tan clara y nítidamente que hasta podía deslizar su tibia mano entre las mías y levantarme en el aire, sí, levantar mi cuerpo, pero lo rechacé. Le di la espalda y le dije que regresara al infierno del que había salido y usé mi poder para combatirlo.

—¿Y esta esmeralda ahora me toca a mí porque puedo verlo?

—Te toca a ti porque eres la única hija mujer y no hay alternativa posible. Hubiera llegado a tus manos por muy débiles que hubieran sido tus poderes, pero no importa, porque tus poderes son fuertes, muy fuertes, y siempre lo han sido. —Se detuvo; estudiaba a Rowan otra vez. Su rostro era inescrutable, quizá se concentraba en alguna idea en concreto—. Imprecisos, sí, e inconstantes, naturalmente, y quizás incontrolables, pero fuertes.

—No los sobreestime —dijo Rowan en voz baja—, yo nunca lo hago.

—Ellie me habló de ellos hace mucho tiempo —continuó la anciana—; me dijo que podías marchitar las flores y hacer hervir el agua. «Es una bruja poderosa, mucho más fuerte que Antha y Deirdre», me dijo, llorando y rogándome que le aconsejara qué hacer. «¡Manténla apartada!», le respondí. «Ocúpate de que no venga nunca a esta casa y que nunca lo sepa. Ocúpate de que nunca aprenda a usar sus poderes».

—No quiero enfadarme con usted —dijo Rowan con un hilo de voz—, sólo intento comprender lo que dice, quiero saber por qué me alejaron de aquí…

La anciana se sumió de nuevo en un silencio profundo. Sus dedos se posaron sobre el alhajero y se cerraron con suavidad sobre él, como las fláccidas manos de Deirdre en el ataúd.

Rowan apartó la mirada y la dirigió al cielo del paisaje pintado en la pared, detrás de la chimenea.

—¿No te consuelan estas palabras aunque sea un poco? ¿No te has preguntado nunca si eras la única persona en el mundo capaz de adivinar el pensamiento, la única que sabía cuándo alguien cerca de ti iba a morir? ¿La única que podía alejar a una persona para siempre por medio de la ira? Mira estas velas. Puedes hacer que se apaguen y que se vuelvan a encender. Hazlo.

Rowan no hizo nada. Miró fijamente las pequeñas llamas. Sabía que temblaba. «Si supieras realmente, si supieras lo que podría hacerte ahora…»

—Lo sé, ¿comprendes?, puedo sentir tu fuerza porque yo también soy fuerte, más fuerte que Antha y Deirdre, así es como lo he mantenido a raya en esta casa, así es como he impedido que me hiciera daño. Así es como he puesto treinta años de distancia entre él y la hija de Deirdre. Apaga las velas y enciéndelas otra vez. Quiero ver cómo lo haces.

—No lo haré y quiero que deje de jugar conmigo. Dígame lo que tenga que decirme. Pero deje de jugar, deje de torturarme. Nunca le he hecho nada. Dígame quién es él y por qué me apartó usted de mi madre.

—Ya lo hago. Te he apartado de ella para apartarte de él, de la esmeralda y de este legado de maldiciones y riquezas adquiridas mediante su intervención y su poder. —Volvió a estudiar a Rowan y continuó, en voz más baja, pero sin perder un ápice de su determinación—: Te aparté de ella para doblegar su voluntad, y privarla de un sostén sobre el que apoyarse, de un oído sobre el que derramar el contenido de su alma torturada y de una compañía a la que pervertir con su debilidad y miseria.

Rowan, helada de ira, no contestó. Desconsolada, volvió a ver mentalmente a la mujer de pelo negro en el ataúd. Vio el cementerio de Lafayette, cubierto por el manto de la noche, tranquilo y desierto.

—Has tenido treinta años para crecer fuerte y recta, apartada de esta casa, lejos de esta historia de perversidad. ¿Y en qué te has convertido? En la mejor médica que tus colegas han visto. Y cuando has hecho daño con tu poder, te has apartado y condenado a ti misma, avergonzada, y te has entregado a tu labor con un sacrificio aún mayor.

—¿Cómo sabe todo eso?

—Lo veo, veo algo impreciso, pero lo veo. Veo el mal, aunque no puedo ver las acciones propiamente dichas, porque están ocultas bajo la culpabilidad y la vergüenza que entrañan.

—¿Qué quiere de mí? ¿Una confesión? Ha dicho usted que le dio la espalda y que yo he hecho algo malo. Yo busco algo más, algo infinitamente más exigente, más hermoso.

—«No matarás» —murmuró la anciana.

Un dolor agudo recorrió el cuerpo de Rowan y, consternada, miró a la mujer a los ojos, abiertos de par en par, burlones. Confundida, Rowan comprendió la trampa y se sintió indefensa. En una fracción de segundo, la anciana había provocado en la mente de Rowan la imagen que había estado buscando.

«Has matado. Has quitado la vida presa de la ira y la furia. Lo has hecho a propósito. Mira lo fuerte que eres».

Rowan se encerró profundamente en sí misma mientras observaba el resplandor de la luz que aparecía y desaparecía sobre las gafas redondas. Detrás, los ojos oscuros apenas se veían.

—¿Te he enseñado algo? —preguntó la mujer.

—Está poniendo a prueba mi paciencia —replicó Rowan—. Permítame recordarle que yo no le he hecho nada. No he venido aquí a exigirle ninguna respuesta, ni he condenado nada. No he venido a reclamar esta joya, esta casa ni nada. He venido a ver a mi madre en su descanso eterno, y entré por aquella puerta porque usted me invitó. Estoy aquí para escuchar, pero no dejaré que juegue conmigo ni por todos los secretos del infierno. No temo a su fantasma, aunque alardee de tener el miembro de un arcángel.

La anciana la miró durante un instante, luego levantó las cejas y se rió con una carcajada corta y súbita que sonó sorprendentemente femenina.

—Bien dicho, querida —sonrió—. Hace setenta y cinco años mi madre me dijo que cuando él entraba en su habitación era tan hermoso que podría haber hecho llorar de envidia a los dioses del Olimpo. —Se acomodó en su silla, frunció los labios y volvió a sonreír—. Pero nunca la apartó de sus bellos amantes mortales. Le gustaba el mismo tipo de hombres que a ti.

—¿Ellie también le habló de esto?

—Me contó muchas cosas, pero nunca me dijo que estuviera enferma, que iba a morir.

—Cuando la gente está a punto de morir tiene miedo —respondió Rowan—. Estamos completamente solos, nadie puede morir por nosotros.

La mujer bajó la mirada. Se quedó inmóvil durante un buen rato y luego sus manos empezaron a juguetear con la tapa del alhajero. De repente, lo abrió y lo giró muy lentamente, de modo que la luz de las velas se reflejara en la esmeralda que había dentro, apoyada sobre una cadena de oro enrollada. Era la joya más grande que Rowan había visto en su vida.

—Yo solía soñar con la muerte —dijo Carlotta; miraba la piedra—, rogaba por ella. —Levantó la mirada, poco a poco, midiendo a Rowan, y una vez más sus ojos se abrieron de par en par y la piel suave de la frente se cubrió de profundas arrugas sobre sus cejas grises. Su alma parecía cerrada y sumida en la tristeza, como si por un momento se hubiera olvidado de ocultarse ante Rowan detrás de la ruindad y la inteligencia.

—Ven —dijo, y se incorporó—; voy a mostrarte lo que tengo que mostrarte. Creo que ya no queda mucho tiempo.

—¿Por qué dice eso? —murmuró Rowan, angustiada. Algo en el cambio de comportamiento de la anciana la aterrorizaba—. ¿Por qué me mira así?

La mujer sonreía.

—Ven —repitió—. Trae una vela, por favor. Algunas bombillas todavía funcionan, otras se han quemado o los cables se han pelado hace mucho tiempo. Sígueme.

Se levantó de la silla, desenganchó con cuidado el bastón del respaldo, cruzó la habitación con sorprendente seguridad y pasó junto a Rowan, que estaba de pie y protegía la llama de la vela con la mano izquierda.

La diminuta llama se reflejó en la pared mientras pasaban por el vestíbulo. Durante un instante brilló sobre el antiguo retrato de un hombre que de pronto parecía vivo y miraba a Rowan. Ella se detuvo, giró la cabeza y levantó la mirada para comprobar si había sido sólo una ilusión.

—¿Qué pasa? —preguntó Carlotta.

—Creí que… —Miró el retrato, que por cierto estaba muy bien hecho y mostraba a un hombre de ojos negros, que sonreía, sin duda sin el menor rastro de vida, enterrado debajo de innumerables capas de un barniz quebradizo, agrietado.

—¿Qué?

—No importa —le dijo Rowan, y siguió avanzando; protegía la llama como antes—. Con esta luz me ha parecido que se movía.

La anciana miró el retrato mientras Rowan se detenía junto a ella.

—Verás muchas cosas raras en esta casa —respondió—. Pasarás por habitaciones vacías y querrás volver atrás porque te habrá parecido ver una figura que se movía o una persona que te miraba.

Rowan estudió su rostro. Ahora no parecía burlona ni perversa, sino solitaria, ausente y pensativa.

La mujer se dio la vuelta, avanzó hasta una puerta alta, al pie de la escalera, y apretó un botón. El ascensor bajó hasta la planta baja con un ruido apagado y se detuvo pesada y bruscamente. Carlotta hizo girar el pomo y abrió la puerta, había una portezuela metálica, que empujó con esfuerzo.

La cabina tenía un trozo de alfombra gastado, las paredes cubiertas de tela y una bombilla débil en el techo de metal.

—Cierra las puertas —dijo la mujer. Rowan obedeció; cerró primero la puerta de madera y empujó después las portezuelas.

El descansillo del primer piso estaba aún más oscuro que el pasillo del de abajo. El aire era más cálido. No había puertas ni ventanas que dejaran pasar ni un rayo de luz de la calle, y el débil destello de la vela se reflejaba sobre los vidrios blancos de las puertas y otra escalera empinada.

—Entra en esta habitación —dijo Carlotta, y abrió una puerta a la izquierda y guió la marcha con el bastón, que se hundía suavemente sobre la espesa alfombra floreada.

Había unos cortinajes oscuros y deshilachados, como los del comedor de abajo, y una cama estrecha de madera con un medio dosel con la figura de un águila, según parecía, y un cabezal con idéntico motivo tallado.

—Es la cama donde murió tu madre —explicó Carlotta.

Rowan miró el colchón desnudo. Vio una mancha grande y oscura sobre la tela rayada que brillaba con un resplandor que parecía animado en las sombras. ¡Insectos! Diminutos insectos negros trajinaban sobre la mancha. En el momento en que ella avanzó, huyeron de la luz, se escabulleron hacia los extremos del colchón. Rowan lanzó un suspiro y casi dejó caer la vela.

La anciana parecía sumida en sus pensamientos, ausente de algún modo de la fealdad de la escena.

—¡Esto es repugnante! —dijo en voz baja—. ¡Alguien debería limpiar esta habitación!

—Si quieres puedes hacer que la limpien —contestó la anciana—, ahora es tu cuarto.

El calor y los bichos le dieron náuseas. Retrocedió y se apoyó en el marco de la puerta. Otros olores que se mezclaban aumentaban su malestar.

—¿Qué más quiere mostrarme? —preguntó con calma. Contén tu ira, se dijo en silencio, mientras sus ojos recorrían las oscuras paredes, las mesillas de noche atestadas de estatuillas de yeso y velas. Espeluznante, feo, sucio. Muerta en medio de la suciedad. Muerta en este lugar. Descuidada.

—No —dijo la anciana—, descuidada no. Además, al final ni sabía dónde estaba. Por qué no lees tú misma los informes médicos.

Carlotta se dio la vuelta, pasó junto a ella y volvió al pasillo.

—Ahora tenemos que subir a pie —dijo—, porque el ascensor no sube a partir de aquí.

«Espero que no necesite mi ayuda», pensó Rowan. El mero hecho de tocar a aquella mujer le repugnaba. Respiró hondo para calmar la inquietud que había dentro de ella. El aire, pesado, viciado y lleno de olores débiles que recordaban olores peores, parecía adherirse a ella, a su ropa, a su cara.

Observó cómo la mujer se las arreglaba para subir peldaño a peldaño, poco a poco, y sin problemas.

—Ven, Rowan Mayfair —dijo, por encima del hombro—, trae la luz. Las viejas lámparas de gas de arriba están desconectadas desde hace mucho.

Rowan la siguió; el aire era cada vez más caluroso. Se detuvo en el pequeño descansillo y vio otro tramo de escalera que llevaba por fin al segundo piso. Continuó subiendo; parecía que todo el calor de la casa se hubiera concentrado allí.

La luz blanca de las farolas de la calle pasaba a través de una ventana desnuda, a la derecha. Había dos puertas: una enfrente y otra a la izquierda.

La anciana abrió la de la izquierda.

—Allí, sobre la mesa, hay una lámpara de aceite —dijo—. Enciéndela.

Rowan dejó la vela y levantó el cristal de la lámpara. El olor a aceite resultaba algo desagradable. Acercó la vela a la mecha. La llama se hizo más alta y brillante cuando bajó el cristal. Levantó la lámpara para iluminar una habitación de techo bajo, llena de polvo, humedad y telarañas. Una vez más, los insectos revolotearon por la luz. Un crujido la sobresaltó, pero el agradable olor a leña y calor era aquí más fuerte, más fuerte incluso que el olor a telas podridas y moho.

Vio una pila de troncos contra la pared y unas cajas de embalaje sobre una vieja cama de metal en el rincón opuesto, debajo de dos ventanas cuadradas. Una maraña de ramas de enredadera cubría hasta la mitad el cristal, y las hojas, todavía mojadas por la lluvia, reflejaban la luz. Hacía mucho tiempo que las cortinas se habían caído y yacían sobre el alféizar.

En la pared de la izquierda, flanqueando la repisa de la chimenea, había libros en una estantería que llegaba hasta el techo. También había libros apilados en desorden sobre viejas sillas con un tapizado blando y esponjoso, por la humedad y los años. La luz de la lámpara brilló sobre el metal deslustrado de la cama y sobre un par de zapatos de cuero, tirados sin más contra una alfombra enrollada cerca de la chimenea.

Había algo raro en aquellos zapatos, en aquella alfombra enrollada. ¿No estaba atada con una cadena oxidada? ¿No hubiera sido más normal una cuerda?

Rowan se dio cuenta de que la anciana la observaba.

—Ésta era la habitación de mi tío Julien —dijo—, y tu abuela Antha se cayó por esa ventana y se mató contra las lajas de abajo.

Rowan apretó más la lámpara por su base y siguió callada.

—Abre aquel baúl, a tu derecha —ordenó la mujer.

Rowan dudó un momento, sin saber muy bien por qué, se arrodilló sobre el parqué desnudo y cubierto de polvo, dejó la lámpara a un lado del baúl y examinó la tapa y la cerradura rota.

—¿Puedes ver lo que hay dentro?

—Muñecas —respondió Rowan—, muñecas hechas con… huesos y pelos.

—Sí, hueso y pelo humano, y piel humana, y trozos de uña… Muñecas de tus antepasadas, algunas tan antiguas que no tienen ni nombres. En cuanto las cojas se desharán.

Rowan las estudió, hilera tras hilera, dispuestas sobre una vieja tela basta. Cada una con un rostro cuidadosamente dibujado y el pelo largo. Algunas con piernas y brazos de palo, otras rellenas y casi sin forma. La más nueva de todas era de seda, con perlitas cosidas en el vestido, una cara de hueso pulido con la nariz y los ojos dibujados en tinta marrón, o sangre quizá.

—Sí, sangre —dijo la anciana—. Es tu bisabuela Stella.

La pequeña muñeca parecía sonreír con ironía a Rowan. Alguien había pegado con cola el pelo negro al cráneo. Unos huesos salían del dobladillo del vestido de seda.

—¿De dónde son los huesos?

—Son de Stella.

Rowan se inclinó hacia delante, estaba tensa, con los dedos arqueados. No se atrevía a tocarla. Levantó el borde de la tela y vio que debajo había otra tela. Las muñecas estaban hundidas en la tela y seguramente era imposible levantarlas intactas.

—Hay muñecas de antepasadas europeas, están todas las generaciones. Tócala. Coge la muñeca más vieja. ¿Sabes cuál es?

—Si la toco se romperá en pedazos sin remedio. Además, no sé cuál es. —Dejó la tela y la alisó con cuidado. Cuando sus dedos tocaron los huesos, sintió una súbita y violenta vibración. Era como si hubiera visto un chispazo frente a sus ojos. Su mente sopesó las posibilidades médicas… alteración del lóbulo temporal, ataque de apoplejía. Sin embargo, el diagnóstico parecía absurdo, pertenecía a otro reino.

Miró las diminutas caras.

—¿Quién ha hecho estas cosas?

—Todas ellas, lo han hecho desde siempre. Cortland, en secreto, una noche cortó el pie de mi madre, Mary Beth, cuando estaba en el ataúd. También cogió los huesos de Stella. Stella quiso que la enterraran en casa. Además, sabía que era Cortland quien lo haría porque Antha, tu abuela, era demasiado pequeña para hacerlo.

Rowan se estremeció. Bajó la tapa del baúl, levantó la lámpara con cuidado, se puso de pie y se sacudió las rodillas.

—Cortland, el hombre que hizo esto, ¿no era el abuelo de Ryan, el que estaba en el funeral?

—Sí, querida, el mismo —le respondió la anciana—. Cortland el hermoso, el perverso. Cortland, el instrumento de quien ha guiado a esta familia durante siglos. Cortland el que violó a tu madre cuando ella fue a pedirle ayuda. Me refiero al hombre que se apareó con Stella, y fue padre de Antha, la que dio a luz a Deirdre, que a su vez por medio de él te concibió a ti, su hija y su bisnieta.

Rowan permaneció en silencio, visualizaba en su mente el esquema de esta maraña de nacimientos.

—¿Y quién hará la muñeca de mi madre? —preguntó, mirando fijamente el rostro de la anciana, que parecía fantasmagórico a la luz de la lámpara.

—Nadie, a no ser que tú te ocupes de ir al cementerio, desatornillar la lápida y sacar sus manos del ataúd. ¿Crees que podrás hacerlo? Él te ayudará, ¿sabes?, el hombre al que ya has visto. Si te pones el collar y lo llamas, vendrá.

—Usted no tiene ninguna razón para herirme —dijo Rowan—, no, no formo parte de todo esto.

—Yo sólo te cuento lo que sé. Todos ellos practicaron la magia negra. Siempre. Te digo lo que debes saber para que puedas elegir. ¿Estarías dispuesta a tanta obscenidad? ¿Seguirías adelante? ¿Levantarías estas muñecas inmundas e invocarías el espíritu de los muertos para que todos los demonios del infierno jugaran a las muñecas contigo?

—Yo no creo en todo esto —protestó Rowan—. No creo en todo lo que ustedes hacen.

—Yo creo en lo que veo. Creo en lo que siento cuando las toco. Están dotadas de maldad, del mismo modo que las reliquias están dotadas de santidad. Pero las voces que hablan a través de ellas son sólo su voz, la voz del demonio. ¿Acaso no creíste en lo que veían tus ojos cuando él se apareció ante ti?

—Vi un hombre de cabello oscuro. No era un ser humano, sino una especie de alucinación.

—Era Satán. Él dirá que no y te dará un nombre hermoso. Te hablará poéticamente, pero es el diablo del infierno por una sola razón: miente y destruye, y para lograr sus propósitos te destruirá a ti y a tus descendientes, porque sus fines son lo único que importan.

—¿Y cuáles son?

—Estar vivo como nosotros. Ver y sentir lo que vemos y sentimos nosotros. —La mujer le dio la espalda, se apoyó en el bastón y avanzó hacia la pared de la izquierda, junto a la chimenea, donde estaba la alfombra enrollada, para dirigir la mirada hacia los libros alineados en las estanterías.

—Historias —dijo—, historias de todos los antepasados escritas por Julien. Ésta era la habitación de Julien, su retiro. Aquí escribió sus memorias. Cómo se acostó con su hermana Katherine para hacer a mi madre, Mary Beth, y luego con ella para hacer a mi hermana Stella. Y cómo le escupí en la cara cuando quiso acostarse conmigo. Le arañé los ojos y amenacé con matarlo. —Se volvió y miró fijamente a Rowan—. Magia negra, maleficios, relatos de sus despreciables triunfos, de cómo castigaba a sus enemigos y seducía a sus amantes. Ni todos los serafines del cielo habrían podido satisfacer su lujuria, no la de Julien.

—¿Está todo escrito aquí?

—Todo esto y más. Pero nunca he leído ni leeré sus libros. Ya tenía bastante con leer sus pensamientos mientras, día tras día, mojaba la pluma en la biblioteca de abajo, riéndose solo a medida que daba rienda suelta a sus fantasías.

—¿Y por qué siguen aún aquí? ¿Por qué no quemó los libros?

—Porque sabía que, si alguna vez venías, tendrías que verlos con tus propios ojos. ¡Ningún libro tiene tanto poder como un libro quemado! No… debes leerlos tú misma para saber quién era, porque sus propias palabras no pueden más que condenarlo. —Se detuvo—. Lee y elige —murmuró—. Antha no pudo elegir y Deirdre tampoco; pero tú puedes porque eres fuerte, inteligente y sensata. Puedo verlo en ti.

Apoyó las manos en la empuñadura del bastón y apartó la mirada, pensativa. La mata de pelo blanco parecía de nuevo demasiado pesada para su rostro pequeño.

—Yo elegí —continuó en voz baja, con tristeza—. Fui a la iglesia después de que Julien me tocara, me contara sus cuentos y mentiras. «Dios, no me abandones», dije, «Santa María, no me abandones. Permíteme usar mi poder para combatirlos, para castigarlos y vencerlos».

Los ojos otra vez vagaban, perdidos quizás en el pasado. Durante un rato se posaron sobre la alfombra enrollada a sus pies, en cada uno de los eslabones de la cadena oxidada.

—Incluso entonces sabía qué había más allá. Años más tarde aprendí lo necesario. Aprendí los mismos hechizos y secretos que ellos usaban. Aprendí a invocar a los mismos espíritus inferiores que ellos empleaban. Aprendí a luchar contra él, en toda su gloria, con espíritus aliados a los que luego podía despedir con un chasquido de dedos. En resumen, utilicé sus mismas armas contra ellos.

Parecía taciturna, remota. Estudiaba las reacciones de Rowan, y al mismo tiempo era indiferente a ellas.

—Le dije a Julien que no llevaría ningún hijo suyo, fruto de un incesto, que no se esforzara en tener fantasías, ni en hacer trucos para parecer un hombre joven en mis brazos, yo sentiría su carne fláccida y lo sabría a cada instante. Le prometí que si volvía a tocarme, usaría el poder que poseía para rechazarlo, y no necesitaba ninguna ayuda humana para hacerlo. Vi el miedo en sus ojos, miedo a pesar de que yo aún no sabía cómo cumplir mis amenazas. Quizá sólo era el miedo que le inspiraba alguien a quien no podía seducir ni confundir, a quien no podía vencer. —Sonrió. Sus labios finos revelaron una hilera brillante de dientes postizos—. Para alguien que sólo vive de la seducción es una cosa terrible.

Se sumió en el silencio, atrapada quizás en sus recuerdos.

Rowan respiró hondo, ignorando el sudor que le cubría la frente y el calor de la lámpara. Mientras miraba a la mujer, sintió una profunda desdicha, desdicha por la pérdida de tantos años en soledad. Años vacíos, años de monótona rutina, amargura, y la creencia feroz de que podía matar…

—Sí, matar —suspiró la anciana—. Yo lo he hecho. Para proteger a los vivos de él, que nunca fue un ser vivo y los hubiera poseído de haber podido.

—¿Ha hablado alguna vez con él? —preguntó Rowan—. Me ha dicho que él se le presentó cuando era aún una niña, que le decía palabras al oído que nadie podía oír. ¿Le preguntó alguna vez quién era y qué quería?

—¿Crees que me hubiera dicho la verdad? Recuerda mis palabras: nunca te dirá la verdad. Si le haces preguntas es como si lo alimentaras, como el aceite alimenta la llama de la lámpara.

La anciana se acercó de pronto a Rowan.

—¡Rompe la cadena, hija! ¡Tú eres la más fuerte de todas! Rompe la cadena y él volverá al infierno porque no tiene otro lugar en todo el ancho mundo donde encontrar una fortaleza como la tuya. ¿No lo ves? Él la ha creado, ha cruzado hermano y hermana, tío y sobrina, hijo y madre, sí, también eso hacía si lo necesitaba, para crear una bruja cada vez más poderosa. Fracasaba sólo de vez en cuando, y lo que perdía en una generación, lo doblaba en la siguiente.

—¿Bruja? ¿Ha mencionado la palabra bruja?

—Eran brujas, cada una de ellas. ¿No lo ves? —Los ojos de la anciana estudiaron la cara de Rowan—. Tu madre, su madre y la madre de su madre. Julien, incluso, el malvado y despreciable Julien, el padre de Cortland, tu padre. Yo también estaba marcada hasta que me rebelé.

Rowan cerró el puño izquierdo hasta clavarse las uñas en la palma. Miraba a la anciana a los ojos con repelencia, pero incapaz de apartarse de ella.

—El incesto, querida, era el menor de sus pecados, pero el más importante del esquema para fortalecer el linaje, para multiplicar por dos los poderes, para purificar la sangre, para dar a luz una bruja terrible y astuta en cada generación, que se remonta a tiempos inmemoriales de la historia europea. Pídele al inglés que te lo explique, al inglés que fue contigo a la iglesia y te cogía del brazo. Pregúntale el nombre de las mujeres cuyas muñecas están en el baúl. Él lo sabe. Te explicará sus artes negras, su genealogía.

Carlotta pasó junto a Rowan —el dobladillo de su vestido le rozó el tobillo—, ayudándose con el bastón. Se dirigió al descansillo y le hizo gestos de que la siguiera.

Entraron en la otra habitación del segundo piso, donde flotaba un hedor intenso. Rowan se echó hacia atrás, apenas podía respirar.

Levantó la lámpara y vio que era un pequeño cuarto trastero. Estaba lleno de frascos y botellas en unas estanterías rústicas. Los recipientes contenían un líquido negruzco y sustancias podridas. El hedor a alcohol, a productos químicos y sobre todo a carne putrefacta era terrible. La sola idea de pensar en el olor repugnante que habría si se rompía alguno de estos recipientes de vidrio era insoportable.

—Eran de Marguerite —explicó la anciana—, la madre de Julien y Katherine, mi abuela. No espero que recuerdes todos estos nombres. Pero recuerda bien lo que te digo: Marguerite llenó estos frascos de horrores, lo verás cuando los abras. Hazme caso, si no quieres problemas hazlo tú. Hay cosas horribles. ¡Era curandera! —Escupió la palabra casi con desprecio—. Tenía el mismo poder que tú, ponía las manos sobre el enfermo y regeneraba las células de una herida o un cáncer. Y esto es lo que hizo con su poder. Acerca la lámpara.

—No quiero verlo.

—¿Ah, no? Eres médica, ¿verdad? ¿No has diseccionado muertos de todas las edades? ¿No cortas y abres a las personas?

—Soy cirujana. Opero para conservar y alargar la vida. No quiero ver esto ahora…

Sin embargo, mientras lo decía empezó a estudiar los frascos. Se detuvo ante el más grande, en el que el líquido todavía era lo bastante claro como para ver algo blando y ligeramente redondo que flotaba entre sombras. No podía creer lo que veía: parecía una cabeza humana. Rowan retrocedió como si se hubiese quemado.

—Dime lo que has visto.

—¿Por qué me hace esto? —susurró mientras miraba los ojos oscuros, podridos, y el pelo que flotaba en el líquido del frasco. Se volvió hacia Carlotta—. He visto cómo enterraban hoy a mi madre. ¿Qué quiere de mí?

—Ya te lo he dicho.

—No, me castiga por haber venido, me castiga por querer saber, me castiga porque he alterado sus esquemas.

¿Había una sonrisa irónica en la cara de la mujer?

—¿No comprende que ahora estoy sola? Quiero conocer a mi familia. No me puede manejar a su antojo.

Silencio. La atmósfera era asfixiante. Rowan no sabía durante cuánto tiempo lo aguantaría.

—¿Es esto lo que le ha hecho a mi madre? —preguntó con una voz llena de ira—. ¿La obligó a hacer lo que usted quería?

Rowan retrocedió como si su ira la obligara a apartarse de la anciana, apretando la lámpara que ahora quemaba; casi no podía seguir sosteniéndola.

—Esta habitación me da náuseas.

—Pobrecita. Lo que has visto en el frasco es la cabeza de un hombre. Muy bien, míralo de cerca cuando llegue el momento, así como a todos los que encuentres aquí.

—Están podridos, deteriorados; son tan viejos que no sirven para nada, si es que alguna vez sirvieron para algo. Quiero salir de aquí.

Sin embargo, volvió a mirar el frasco, horrorizada. Se tapó la boca con la mano izquierda, como si tratara de protegerse, y en el líquido turbio vio otra vez el agujero de la boca, donde los labios se pudrían poco a poco y unos dientes brillaban con blancura. Vio también la viscosa gelatina de los ojos. No, no me mires. ¿Pero qué había en el frasco de al lado? Algo se movía en el líquido. ¡Gusanos! El precinto se había roto.

Se dio la vuelta y salió de la habitación. Se apoyó contra la pared con los ojos cerrados, la lámpara le quemaba la mano. Los latidos del corazón retumbaban en sus oídos y las náuseas y las arcadas empeoraban. Iba a vomitar ahí mismo, en el suelo, sobre aquella sucia escalera y al lado de esta vieja perversa. De un modo borroso vio que la mujer pasaba otra vez delante de ella y comenzaba a bajar la escalera, más despacio que antes.

—Baja, Rowan Mayfair —sugirió—. Apaga la lámpara, pero antes enciende la vela y tráela.

Rowan se enderezó poco a poco. Conteniendo otra oleada de náuseas, entró de nuevo en el dormitorio y apoyó la lámpara sobre la mesilla que había junto a la puerta, en el preciso momento en que empezaba a quemarse. Se llevó la mano a los labios para calmar el dolor. Luego levantó la vela y la acercó a la mecha. Apagó la lámpara y se quedó inmóvil durante un instante, con los ojos fijos en la alfombra enrollada y en los zapatos tirados contra ella.

«No, tirados no», pensó. No. Poco a poco se encaminó hacia los zapatos. Lentamente, también, acercó su pie izquierdo hasta tocar uno de los zapatos con la punta del suyo. Lo golpeó suavemente y se dio cuenta de que estaba sujeto a algo flojo. Era el hueso de una pierna, con la pernera del pantalón dentro de la alfombra.

Miró el hueso, paralizada, y la alfombra enrollada. Luego, dirigiéndose hacia la otra punta, vio algo que no había visto antes: el brillo de una cabellera castaña. Había alguien envuelto en la alfombra. Un muerto, alguien muerto hacía mucho tiempo; miró la mancha del suelo, la mancha negruzca a un lado de la alfombra, cerca del trasero, por donde habían salido los fluidos del cuerpo y se habían secado con el correr del tiempo. Hasta se veía una masa de insectos fatalmente atrapados en la viscosidad de la mancha.

«Rowan, prométeme que no regresarás jamás, prométemelo».

La voz de la anciana le llegó desde abajo, lejana y débil.

—Baja, Rowan Mayfair.

Rowan Mayfair, Rowan Mayfair, Rowan Mayfair…

Salió sin darse prisa, se volvió una vez más para ver el muerto atrapado en la alfombra y el delgado trozo de hueso que sobresalía. Cerró la puerta y bajó lentamente.

—Usted sabe lo que he visto —dijo Rowan. Se detuvo al llegar al final de la barandilla de la escalera. La pequeña llama de la vela bailaba dibujando sombras transparentes sobre el cielo raso.

—Has visto al muerto envuelto en la alfombra.

—¡Por el amor de Dios, qué ha pasado en esta casa! —exclamó Rowan, jadeando—. ¿Están todos locos?

Qué fría y controlada parecía la anciana, qué indiferente.

—Ven conmigo —dijo, señalando el ascensor—. No hay nada más que ver y poco más que decir…

—Hay mucho que decir —dijo Rowan—. Dígame, ¿le contó estas cosas a mi madre? ¿Le enseñó esos frascos horribles y esas muñecas?

—Yo no la volví loca, si eso es lo que intentas decir.

—Creo que cualquiera que se haya criado en esta casa se volvería loco.

—Yo también lo creo, por eso te saqué de aquí. Ahora ven.

—Dígame qué sucedió con mi madre.

Entró con la mujer en el sucio ascensor y cerró la puerta enfadada. Mientras bajaban, miraba fijamente el perfil de la anciana. Vieja, sí, era muy vieja. La piel era amarilla como un pergamino, el cuello fino y transparente, las venas visibles. Sí, era vieja y frágil.

El ascensor se detuvo bruscamente. La mujer empujó la puerta y salió al vestíbulo.

—Dígame qué sucedió —repitió con suavidad y amargura.

Cruzaron el largo salón principal, la mujer delante, algo inclinada hacia la izquierda, sobre su bastón, mientras Rowan la seguía pacientemente.

La luz pálida de la vela inundó poco a poco la habitación, iluminándola débilmente hasta el techo. A pesar de la decadencia, era una estancia hermosa, con chimeneas de mármol y espejos brillantes entre sombras tenebrosas. Todas las ventanas iban del suelo al techo. Los espejos enfrentados de los extremos reflejaban toda la habitación. Rowan vio borrosamente la imagen de los candelabros que se reflejaban hasta el infinito. Y hasta su propia figura estaba allí, repetida una y otra vez hasta desvanecerse en la oscuridad.

—Sí —dijo la anciana—, es una ilusión óptica interesante. Todos nosotros, una u otra vez, hemos visto nuestra imagen reflejada en estos espejos. Y ahora tú estás atrapada en el mismo marco.

Carlotta se acercó a una de las ventanas.

—Ábrela, por favor —dijo—. Tú tienes fuerza. —Cogió la vela de la mano de Rowan y la apoyó sobre una mesilla, junto a la chimenea.

Rowan quitó el pestillo y levantó la pesada hoja de nueve cristales, empujándola sin dificultad hasta que quedó a la altura de su cabeza.

Daba al porche, con su malla metálica y, más allá, a la noche. Entró un aire cálido y fresco, con olor a lluvia. Rowan sintió una oleada de gratitud y se quedó en silencio, dejando que el aire le besara la cara y las manos. La mujer pasó junto a ella y Rowan se apartó.

La vela, que había quedado atrás, se esforzaba por sobrevivir. Al final se apagó. Rowan salió a la oscuridad. Otra vez la brisa trajo un perfume fuerte, dulce y húmedo.

—Jazmín de noche —dijo la anciana.

Alrededor de la barandilla del porche crecían las enredaderas, los zarcillos bailaban al viento, las diminutas hojas se agitaban como pequeños insectos que batieran sus alas contra la malla. Las flores brillaban en la oscuridad, blancas, delicadas y hermosas.

—Aquí es donde tu madre se sentaba día tras día —explicó la anciana—. Y allí, sobre esas piedras murió su madre. Cayó de la habitación de arriba, del cuarto de Julien. Yo misma la llevé hasta la ventana. Y creo que la habría empujado con mis propias manos si ella misma no hubiera saltado. Le arañé los ojos con mis propias manos igual que a Julien.

Se detuvo. Miraba la noche a través de la malla metálica oxidada, quizás el difuso perfil de los árboles contra el cielo. La fría luz de las farolas de la calle brillaba sobre la parte delantera del jardín, se derramaba sobre el césped alto y abandonado. Iluminaba incluso el respaldo alto de la mecedora.

A Rowan la noche le parecía solitaria y terrible, y esta casa, angustiosa y deprimente, un lugar espantoso. Ay, Dios mío, vivir y morir aquí, pasarse la vida en estas habitaciones tristes, morir en la suciedad de arriba. Era indescriptible. El horror se apoderaba de ella como algo negro y espeso que amenazaba con cortarle la respiración. No tenía palabras para lo que sentía. No tenía palabras para el peso que tenía dentro, para esa anciana.

—Yo maté a Antha —explicó Carlotta, de espaldas a Rowan, con tono indiferente—. La maté como si la hubiera empujado. Quería que muriese. Mientras mecía a Deirdre en su cuna, él estaba allí, junto a ella, miraba la criatura y la hacía reír. Y Antha lo dejaba, le decía con esa vocecilla tonta y débil que tenía que él era su único amigo, ahora que su marido había muerto, el único amigo que tenía en el mundo. «Ésta es mi casa y si quiero puedo echarte», me amenazó.

»—Te arrancaré los ojos si no renuncias a él —le dije—. Sin ojos no podrás verlo. No permitas que el bebé lo vea.

La anciana hizo una pausa. Rowan, hastiada y acongojada, aguardó, en aquel silencio amortiguado de los ruidos de la noche y los movimientos de la oscuridad.

—¿Has visto alguna vez un ojo humano fuera de su cuenca, colgando sobre la mejilla de una mujer por sus nervios sanguinolentos? Yo le hice esto a Antha. Gritaba y lloraba como una niña, pero se lo hice. Lo hice y la perseguí escaleras arriba mientras huía de mí, tratando de sostener su querido ojo con las manos. ¿Y crees que él trató de detenerme?

—Yo lo hubiera hecho —dijo Rowan con amargura—. ¿Por qué me cuenta todo esto?

—¡Porque quieres saber! Y para saber lo que le ha sucedido a alguien, hay que saber lo que le sucedió al eslabón anterior. Y debes saber, sobre todo, que hice todo esto para romper la cadena.

La mujer se volvió y miró a Rowan, la luz fría y blanca se reflejaba en sus gafas, convertidas de repente en espejos ciegos.

—Lo hice por ti, por mí y por Dios, si es que existe. La saqué por la ventana. «Veamos si puedes verlo así, ciega», le grité. «¡Si puedes pedirle que venga!» Y tu madre chillaba en la cuna, en aquella misma habitación. Le tendría que haber quitado la vida. La tendría que haber asfixiado mientras Antha yacía muerta sobre las piedras de fuera. Ojalá hubiera tenido el valor. —Se detuvo otra vez—. Pero no podía matar algo tan pequeño —dijo, cansada—, no podía coger la almohada y ponerla sobre el rostro de Deirdre. Pensé en los viejos cuentos de brujas que sacrificaban bebés durante los sabats. Tiraban a los bebés gorditos en el caldero. Nosotras, las Mayfair, somos brujas. ¿Iba a sacrificar a esa criatura tan pequeña como hacían ellas? Ahí estaba yo, dispuesta a quitarle la vida a una criatura que lloraba, y no pude.

Silencio otra vez.

—¡Naturalmente que él sabía que no lo haría! Si lo intentaba, hubiera destrozado la casa.

Rowan esperó hasta que no pudo más, hasta que la ira y el odio se hicieron insoportables. Y preguntó con voz ronca:

—¿Y qué hizo con ella, con mi madre, para romper la cadena, como ha dicho?

Silencio.

—Dígamelo.

—Desde pequeña, cuando jugaba en el jardín, le imploré que luchara contra él —explicó—. Le pedí que no lo mirara, la eduqué para que lo rechazara. Y había ganado la batalla, la había ganado a pesar de sus ataques de melancolía, locura y llanto, a pesar de las nauseabundas confesiones en las que decía que había perdido la batalla y lo había dejado meterse en su cama, ¡había ganado hasta que Cortland la violó! Luego hice lo necesario para que te diera en adopción y no fuera tras de ti.

»Hice todo lo necesario para que jamás recobrara sus fuerzas y escapara para buscarte, para que no te reclamara otra vez y te arrastrara en su locura, su culpabilidad e histeria. Cuando ya no querían aplicarle electroshocks en un hospital, la llevaba a otro. Y les decía lo que tenía que decirles para que la ataran a la cama y le dieran fármacos. ¡Y a ella le decía lo que tenía que decirle para que gritara y le dieran más tranquilizantes!

—¡No me cuente nada más!

—¿Por qué no? Tú querías saberlo, ¿no? Sí, cuando ella se retorcía en la cama como una gata en celo, les decía que le dieran las inyecciones, que se las dieran…

—¡Basta!

—… dos o tres veces por día. No me importa si la matan, pero dénselas. No quería tenerla como juguete de aquel hombre allí tirada, retorciéndose en la oscuridad, no…

—¡Basta! ¡Basta!

—¿Por qué? Fue suya hasta el día en que murió. Su última y única palabra fue su nombre. Lo bueno de todo ello, Rowan, es que fue por ti, ¡por ti, Rowan!

—¡Basta! —gritó Rowan, levantando las manos, indefensa, con los dedos extendidos—. ¡Basta! ¡Podría matarla por esto que me está contando! Cómo se atreve a hablar de Dios y la vida después de hacerle algo así a una niña, a una chiquilla criada en esta casa inmunda, usted tiene la culpa, usted le ha hecho algo imperdonable a una niña desvalida y enferma, usted… Dios se apiade de su alma, la única bruja es usted, vieja enferma y malvada, cómo pudo hacer algo así. Que Dios se apiade de su alma, ¡y que Dios la maldiga!

Un gesto hosco recorrió la cara de la anciana. Por un instante, bajo la débil luz, pareció quedarse en blanco, con los ojos vidriosos brillando como dos botones y la boca floja, vacía.

Rowan gimió, apretó los labios para contener sus palabras, para reprimir su ira y su dolor.

—¡Después de lo que ha hecho no merece ni el infierno! —gritó, tratando de tragarse sus palabras, con el cuerpo tenso por la rabia que no podía contener.

La anciana frunció el entrecejo, extendió el brazo y el bastón cayó de su mano. Dio un único paso, tambaleante. Su mano derecha vaciló y se apoyó en la mecedora que tenía delante. Su cuerpo frágil se inclinó y se desplomó sobre la silla. En el momento en que su cabeza chocó contra el respaldo de madera dejó de moverse. Su brazo resbaló hacia un lado y quedó en el aire.

No había otros ruidos en la noche más que el zumbido continuo de los insectos, el croar de las ranas y el lejano murmullo de los coches, dondequiera que estuvieran. Un tren pasaba a lo lejos, con un traqueteo rítmico, que se sumaba al silencio. De pronto se oyó un débil y remoto silbido, como un sollozo gutural en la oscuridad.

Rowan se quedó inmóvil, con los brazos caídos a los lados, flojos e inútiles, mientras miraba en silencio el suave movimiento de los árboles contra el cielo, al otro lado de la malla oxidada. El croar profundo de las ranas pronto dio paso al resto de los ruidos nocturnos hasta desvanecerse. Un coche pasó por la calle vacía al otro lado de la verja, horadando con sus faros el espeso follaje.

Rowan sintió la luz sobre su piel. Vio un resplandor sobre el bastón de madera tirado en el porche, sobre la punta del zapato negro de Carlotta, torcido dolorosamente como si el tobillo fino se hubiera roto.

El momento de rabia había pasado, hasta el más mínimo rastro de amarga ira había desaparecido. Y allí estaba ella, sola y fría en la oscuridad, aferrada al dolor del mismo modo que asía con fuerza un mechón de su pelo con dedos temblorosos, fría como si el calor de la noche hubiera desaparecido, sola como si la oscuridad fuera el más negro de los abismos, sin ninguna promesa de luz, esperanza ni felicidad.

Lentamente se enjugó la boca con el dorso de la mano, con la misma torpeza que una niña, y se quedó mirando la mano fláccida de la muerta. Los dientes le castañeteaban como si el frío hubiera penetrado en su cuerpo y la congelara. Se puso de rodillas, levantó la mano de Carlotta para buscar el pulso, a pesar de que sabía que no lo encontraría, y la dejó sobre el regazo de la mujer. Vio entonces un hilo de sangre que le salía del oído y bajaba por el cuello hasta el vestido.

—No era mi intención… —murmuró, casi sin poder articular las palabras.

Detrás de ella esperaba la casa dormida. Rowan no se atrevía a darse la vuelta. Un sonido lejano e impreciso la sobresaltó y llenó de miedo, tenía miedo del lugar, un miedo real y terrible como nunca había sentido en su vida. Volvió a pensar en las habitaciones oscuras y no pudo volverse. No podía entrar en la casa y el porche cerrado la rodeaba como una trampa.

Se levantó poco a poco y miró el césped salvaje, la enredadera enmarañada que se aferraba a la malla con sus hojitas puntiagudas que se agitaban. Miró las nubes que se movían más allá de los árboles y oyó una especie de horrible y desesperado gemido que escapaba de sus propios labios.

—No era mi intención… —dijo otra vez.

«Parece una súplica —pensó—, una súplica dirigida a nadie para que te quite el terror por lo que has hecho, para que arregle las cosas como si nunca hubieras venido».

En alguna parte, muy lejos, en otro mundo, existía otra gente. Michael, el inglés, Rita Mae Lonigan, y los Mayfair reunidos alrededor de la mesa de un restaurante. Eugenia, incluso, perdida en aquella casa, durmiendo y quizá soñando. Todos los demás.

Y allí estaba ella, completamente sola. Ella, que acababa de matar a esta vieja cruel y malvada con un odio con el que nunca había matado a nadie. Y que Dios la maldiga, que Dios la maldiga en las llamas del infierno por todo lo que ha dicho y hecho. Que Dios la maldiga. Pero juro que no era mi intención…

Volvió a secarse la boca. Se cruzó de brazos y se encogió; temblaba. Tenía que volver, atravesar la casa oscura. Caminar hasta la puerta e irse de allí.

Ay, pero no podía hacerlo, tenía que llamar a alguien, tenía que llamar a esa mujer, a Eugenia, y hacer lo que debía hacerse, hacer lo apropiado en estos casos.

Sin embargo, la agonía de hablar con extraños, de decir las mentiras pertinentes, era más de lo que podía soportar.

Inclinó, indolente, la cabeza a un lado y miró hacia abajo, al cuerpo inerte, roto y hundido dentro del vestido holgado. El pelo blanco parecía muy limpio y suave. Toda su vida despreciable y mezquina en esta casa, toda su vida desdichada y amarga. Y así es como había acabado.

Rowan cerró los ojos, exhausta, y se cubrió la cara con las manos. Entonces surgieron las plegarias: ayúdame, porque no sé qué hacer, no sé qué he hecho y no puedo deshacerlo. Y todo lo que dijo la anciana era verdad, siempre lo he sabido, siempre he sabido que dentro de mí estaba el mal y también dentro de ellos, por eso Ellie me sacó de aquí. El mal.

Vio el pálido fantasma detrás de la ventana de Tiburón. Sintió sus manos invisibles que la tocaban en el avión.

—¿Dónde estás? —murmuró en la oscuridad—. ¿Por qué voy a tener miedo de volver a entrar en esta casa?

Levantó la cabeza. Oyó un ruido débil detrás, en el salón. Como si el viejo parqué crujiera bajo una pisada. Era tan débil que hasta podía ser una rata, en la oscuridad, que se arrastraba por las tablas con sus repulsivas patitas. Pero ella sabía que no. Con todo su instinto sentía una presencia, alguien que estaba cerca, en la oscuridad del salón. Tampoco era la vieja negra, arrastrando sus zapatillas.

—Deja que te vea —murmuró, e hizo que hasta el más pequeño de sus miedos se convirtiera en ira—. Deja que te vea ahora.

Volvió a oír el ruido y poco a poco se dio la vuelta. Silencio. Miró por última vez el cuerpo de la anciana y entró en el salón. Los espejos altos y estrechos se miraban uno al otro en la quietud de la penumbra.

«No te tengo miedo. No temo a nada de lo que hay aquí. Deja que te vea como antes».

Durante un peligroso instante hasta el mobiliario pareció cobrar vida, como si las pequeñas sillas redondeadas la observaran, como si la librería, con sus puertas de cristal, hubiera oído su vago desafío y quisiera ser testigo de lo que ocurría.

—¿Por qué no vienes? —murmuró otra vez en voz alta—. ¿Tienes miedo de mí? —El vacío total. Un crujido apagado que provenía de lo alto.

Rowan caminó muy despacio hasta el vestíbulo, consciente hasta el dolor del sonido de su forzada respiración. Miró ausente la puerta abierta de la casa, la luz blanca de la calle, la oscuridad y las hojas brillantes de los robles. Suspiró profunda y casi involuntariamente, y se apartó de la tranquilizadora luz del exterior. Volvió al vestíbulo y se sumergió de nuevo en la penumbra, en dirección al comedor, donde estaba la esmeralda, esperándola en su caja de terciopelo.

Él estaba aquí. Tenía que estar.

—¿Por qué no vienes? —murmuró, sorprendida por la fragilidad de su propia voz. Parecía como si las sombras se agitaran, aunque ninguna figura se había materializado. Quizás una suave corriente había movido las polvorientas cortinas. A medida que avanzaba, un crujido sordo y suave sonaba bajo sus pisadas.

Allí, sobre la mesa, estaba el alhajero. El olor a cera invadía el aire. Cuando levantó la tapa y tocó la piedra los dedos le temblaban.

—Ven, demonio —dijo. Levantó la esmeralda a pesar de su angustia, la sopesó, impresionada, la levantó hasta que la luz se reflejó en ella y luego se la puso, manipulando con facilidad el broche sobre la nuca.

En aquel preciso y extraño instante se vio a sí misma poniéndose el collar, Rowan Mayfair, arrancada del pasado que hasta ahora le habían negado, de pie, como un viajero perdido en esta casa oscura y extrañamente familiar.

Porque era familiar, ¿no? Estas puertas que se estrechaban en lo alto le resultaban conocidas, y los murales, como si sus ojos los hubieran recorrido miles de veces. Ellie había caminado por aquí. Su madre había vivido y muerto aquí. Qué irrecuperable, como de otro mundo, parecía la casa de vidrio y madera de secoya de la lejana California. ¿Por qué había esperado tanto para venir?

La esmeralda yacía sobre su blusa de seda. Sus dedos eran incapaces de evitar tocarla, como si fuera un imán.

—¿Es esto lo que quieres? —murmuró.

Detrás de ella, en el vestíbulo, le respondió un sonido inconfundible. Toda la casa vibró, se hizo eco de él, como si fuera la caja de resonancia de un piano de cola que vibrara al más ligero toque de una cuerda. Sintió, una vez más, suavemente pero con certeza, la presencia de alguien.

Los latidos de su corazón eran casi dolorosos. Se quedó indefensa, con la cabeza gacha, como en un ensueño y, entonces se volvió y levantó la mirada. Divisó una figura borrosa y oscura muy cerca de ella, la figura de un hombre alto.

Todos los sonidos de la noche cesaron, dejándola en un vacío, mientras se esforzaba por ver con claridad la figura difusa en las brumas de la penumbra. ¿Se engañaba a sí misma o era el perfil de una cara? Dos ojos oscuros parecían mirarla al tiempo que ella conseguía ver el contorno de una cabeza. ¿No era un cuello blanco lo que se dibujaba debajo?

—No juegues conmigo —murmuró. Una vez más toda la casa se hizo eco de vagos suspiros y crujidos. Entonces, prodigiosamente, la figura se hizo más brillante, confirmando su magia, y mientras Rowan jadeaba empezó a desvanecerse.

—¡No, no te vayas! —rogó; en ese instante dudaba si había visto algo en realidad.

Mientras miraba perdida la confusión de luz y sombras, buscando desesperadamente, una figura más oscura se recortó de repente contra la luz tenue de la puerta de entrada. Se acercó, atravesando el polvo que bailaba en el aire, con pasos nítidos. Sin la menor posibilidad de error, Rowan vio unos hombros anchos y el cabello negro y rizado.

—¿Rowan? ¿Eres tú?

Sólido, familiar, humano.

—¡Michael! —exclamó, con una voz suave, desgarrada, y se echó en sus brazos—. Michael, gracias a Dios.