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Todo continuó con la misma peculiaridad y esa quietud exótica y ensoñada, como un rito de otro país, pintoresco y sombríamente hermoso. La comitiva se internó en el calor de la calle mientras el cortejo de lujosos automóviles avanzaba en silencio por estrechas callejuelas repletas de gente pero sin un solo árbol.

La larga hilera de coches brillantes se detuvo ante una iglesia alta de ladrillos, la Asunción de Santa María. Los coches paraban, uno detrás de otro, ajenos al abandono de los edificios de la escuela, con las ventanas rotas y malas hierbas que se erguían triunfales en cada una de las grietas.

Carlotta esperaba en la escalinata de la iglesia, alta, rígida, con una mano huesuda y manchada cerrada sobre la empuñadura de un brillante bastón de madera. Junto a ella, había un hombre atractivo de cabello blanco y ojos azules, quizá no mucho mayor que Michael, al que la anciana despidió con un gesto irritado al tiempo que le hacía señas a Rowan de que la siguiera.

El hombre retrocedió y se situó junto al joven Pierce, después de estrechar rápidamente la mano de Rowan. Había algo furtivo en la manera en que se presentó, «Ryan Mayfair», echando una mirada ansiosa a la anciana. Rowan vio que era el padre del joven Pierce.

Toda la comitiva entró en la inmensa nave, siguiendo el féretro que avanzaba sobre un catafalco. Las pisadas resonaban bajo los elegantes arcos góticos, la luz se reflejaba sobre los magníficos vitrales y las estatuas de santos exquisitamente pintadas.

Debía de haber unas mil personas reunidas. Los niños lloraban con voz chillona antes de que sus padres los hicieran callar y las palabras del sacerdote retumbaban en el vasto silencio como si fueran una letanía.

La anciana de espalda tiesa que había junto a ella no le dijo nada. Sostenía con maravillosa destreza entre sus manos huesudas y frágiles un pesado libro lleno de brillantes y espeluznantes imágenes de santos. El pelo blanco, recogido hacia atrás en un moño, parecía denso y pesado sobre su cabeza pequeña, cubierta por un sombrero de fieltro negro sin ala. Aaron Lightner se había rezagado en las sombras, junto a la puerta, pese a que Rowan hubiera deseado que se quedara a su lado. Beatrice Mayfair sollozaba suavemente en el segundo banco. Pierce, sentado al otro lado de Rowan con los brazos cruzados, miraba soñador las estatuas del altar y las imágenes de santos en lo alto. Su padre parecía haber caído en el mismo trance, pero por un momento se volvió y sus penetrantes ojos azules se posaron de modo deliberado y como distraídos sobre Rowan.

Cientos de personas se levantaron para comulgar viejos, jóvenes, niños. Carlotta se negó a que la ayudaran, tanto para abrirse paso hasta el altar, apoyando con fuerza el taco de goma de su bastón, como para regresar a su sitio y hundirse sobre el banco con la cabeza inclinada mientras decía sus oraciones. Era tan delgada que su traje oscuro de gabardina parecía vacío, como una prenda colgada en un armario, sin ninguna figura dibujada. Sus piernas eran como dos palillos que se hundían en unos rígidos zapatos abotinados.

El olor a incienso se elevaba del pebetero de plata mientras el cura daba vueltas alrededor del ataúd. Al final, la comitiva se dirigió al cortejo de coches que esperaba en la calle sin árboles. Montones de chiquillos negros, algunos descalzos o sin camisa, observaban desde las aceras rotas, delante de un miserable gimnasio abandonado. Mujeres negras miraban con el entrecejo fruncido por el sol y los brazos cruzados y desnudos.

¿Era posible que aquello también fuera Estados Unidos? A continuación la caravana se puso en marcha por las sombras de Garden District, parachoques contra parachoques, con montones de personas que caminaban a ambos lados y chiquillos que corrían. Todos avanzaban en medio de una luz verde, profunda.

El cementerio era una auténtica ciudad de panteones de techos puntiagudos, algunos con sus propios jardincillos, y senderos que discurrían entre una cripta que se venía abajo, un monumento grandioso para honrar a luchadores de otra era, o a los huérfanos de este o aquel asilo, o al rico que había tenido tiempo y dinero para grabar poesías en las lápidas, palabras ahora llenas de polvo que el tiempo empezaba a borrar lentamente.

El panteón Mayfair era enorme y estaba lleno de flores. Una pequeña verja de hierro rodeaba el edificio con urnas de mármol en cada uno de los ángulos del peristilo, cubierto por un techo ligeramente inclinado. Los tres compartimentos entre las columnas contenían doce nichos del tamaño de un ataúd, y de uno de ellos había sido retirada la tapa de mármol pulido, de modo que esperaba como una boca abierta, oscura y vacía, a que colocaran el ataúd de Deirdre Mayfair como un largo molde de pan.

Rowan, empujada educadamente hacia la primera fila, seguía junto a la anciana. El sol se reflejaba sobre sus pequeñas gafas redondas de montura de plata, mientras miraba ceñuda la palabra «Mayfair» grabada en letras gigantes en el triángulo inferior del peristilo.

Rowan también miró hacia allí, con los ojos deslumbrados otra vez por las flores y los rostros que la rodeaban, mientras el joven Pierce, con un susurro respetuoso, le explicaba que aunque había sólo doce nichos, muchos Mayfair estaban enterrados allí, como las lápidas indicaban.

Llegado el momento, se rompían los viejos ataúdes para poder realizar nuevos entierros, y los trozos, junto con los restos, eran depositados en una cripta debajo del panteón.

Rowan suspiró suavemente.

—Así que están todos aquí abajo —murmuró, sorprendida—, todos revueltos aquí abajo.

—No, están en el cielo o en el infierno —dijo Carlotta Mayfair con una voz tajante y sin edad, como sus ojos. Ni siquiera se había vuelto.

Pierce retrocedió un poco, como si tuviera miedo de Carlotta, mientras una sonrisa rápida e incómoda iluminaba su rostro. Ryan miraba fijamente a la anciana.

Pero en aquel momento los hombres levantaron el ataúd que llevaban sobre los hombros, con el rostro rojo por el esfuerzo y gotas de sudor cubriéndoles la frente.

Era el momento de las últimas oraciones. El sacerdote estaba otra vez con el monaguillo. De repente, el calor era muy pesado, inaguantable. Beatrice se secaba sus mejillas con un pañuelo doblado. Los ancianos, salvo Carlotta, se sentaban donde podían.

Rowan recorrió con la mirada la cúpula del panteón, el bajorrelieve con las letras «Mayfair» que adornaban el peristilo y, más abajo, una puerta abierta, alargada.

Cuando una brisa, débil y húmeda, agitó las rígidas hojas de los árboles, le pareció un milagro. A lo lejos, junto a la puerta principal, el tráfico circulaba velozmente detrás de Aaron Lightner, que estaba con Rita Mae Lonigan, que no había parado de llorar y parecía sencillamente desolada, como aquellos que pasan toda la noche en los pasillos del hospital con un moribundo.

Hasta la nota final tuvo algo de pintoresca locura para Rowan, porque mientras enfilaban hacia la entrada principal, se dio cuenta de que algunos se dirigían a un restaurante que había justo enfrente.

El señor Lightner se despidió en voz baja, y le prometió que Michael llegaría cuanto antes. Rowan quería hacerle más preguntas, pero vio que la anciana lo miraba con frialdad enfadada. Él, obviamente, se había dado cuenta y quería retirarse. Rowan, confundida, lo saludó con la mano. Se sentía mal otra vez por el calor. Rita Mae Lonigan murmuró un triste adiós. Y luego, multitud de personas empezaron a despedirse conforme pasaban a su lado y cientos besaban a la anciana; parecía que no acabarían nunca. El calor apretaba y los árboles gigantescos daban una sombra moteada.

—Nos veremos otra vez, Rowan.

—¿Te quedas unos días?

—Adiós, tía Carl. ¿Tú te ocupas de ella?

—Hasta pronto, tía Carl. Tienes que venir a Metairie.

—Tía Carl, te llamaré la semana que viene.

—¿Estás bien, tía Carl?

Al final la calle quedó desierta, sólo con el tráfico ruidoso e indiferente y unas pocas personas bien vestidas que salían del restaurante de enfrente —sin duda muy caro—, deslumbradas por la brillante luz del día.

—No me apetece entrar —dijo la anciana, mirando indiferente la marquesina azul y blanca.

—Vamos, tía Carl, entra sólo un rato —le pidió Beatrice Mayfair.

—No, quiero estar sola —respondió Carlotta—, prefiero ir andando a casa. —Sus ojos se posaron sobre Rowan con una inteligencia sin edad, sobrenatural, que surgía de un rostro ajado y cansado—. Quédate con ellos el tiempo que quieras —dijo como si fuera una orden—, y luego ven a verme. Te estaré esperando en la casa de First Street.

—¿A qué hora quiere que vaya? —preguntó Rowan, educada.

Una sonrisa fría e irónica se asomó a los labios de la anciana, unos labios sin edad, como los ojos y la voz.

—Cuando quieras. Tengo cosas que decirte. Estaré allí.

Cuando las puertas de cristal del restaurante se cerraron a sus espaldas y Rowan se dio cuenta de que volvía a estar en el borroso mundo uniforme y familiar de camareros y manteles blancos, miró hacia fuera y vio la pared encalada del cementerio y los techos en punta de los panteones que asomaban por encima de la pared.

«Los muertos están tan cerca que pueden oírnos», pensó.

—Ah, pero sabes una cosa —dijo Ryan, el hombre alto de cabello blanco, como si le hubiera adivinado el pensamiento—, en realidad, en Nueva Orleans nunca nos olvidamos de ellos.