INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR
Décima parte
Rowan Mayfair
Resumen estrictamente confidencial, puesto al día en 1989
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Rowan Mayfair fue adoptada legalmente por Ellen Louise Mayfair y su marido, Graham Frankin, el día de su nacimiento, el 7 de noviembre de 1959.
Inmediatamente se la llevaron en avión a Los Ángeles, donde vivió con sus padres adoptivos hasta los tres años de edad. La familia se trasladó entonces a San Francisco, California, y vivió durante dos años en Pacific Heights.
Cuando Rowan tenía cinco años, la familia se mudó por última vez a una casa en la costa de Tiburón, California —al otro lado de la bahía de San Francisco—, diseñada especialmente para Graham, Ellie y su hija. La casa es maravillosa, con grandes ventanales, vigas a la vista de madera de secoya y servicios e instalaciones modernos. Tiene también enormes terrazas, un embarcadero propio de unos veinticinco metros y un canal de navegación que se draga dos veces al año. Tiene vistas a Sausalito, al otro lado de la bahía Richardson, y a San Francisco, hacia el sur. En la actualidad, Rowan vive sola en la casa.
En el momento en que esto se escribe, tiene casi treinta años. Mide un metro setenta y cinco, es rubia, de pelo corto, y grandes ojos grises. Es una persona indiscutiblemente atractiva, de cejas rectas, oscuras, pestañas oscuras también y una boca muy hermosa. Sin embargo, a efectos comparativos, se puede decir que no tiene el encanto de Stella, ni la dulce belleza de Antha, ni la oscura sensualidad de Deirdre. Rowan es delicada, pero algo varonil; en algunas fotos su expresión recuerda un poco a Mary Beth.
Yo creo que se parece a Petyr van Abel, aunque con diferencias notables. No tiene los ojos hundidos, y el rubio de su pelo no es dorado, sino ceniza. Pero su rostro es ovalado, como el de Petyr, y tiene el mismo aspecto nórdico que éste en los retratos.
Resumen del material sobre los padres adoptivos de Rowan, Ellie Mayfair y Graham Franklin
Ellen Louise Mayfair era hija única de Sheffield, hijo a su vez de Cortland Mayfair. Nació en 1923 y tenía seis años cuando murió Stella. A partir de los dieciocho, cuando ingresó en la Stanford University, vivió casi exclusivamente en California. Se casó con Graham Franklin, licenciado en derecho por Stanford, a los treinta y un años. Graham tenía ocho menos que su mujer. Parece que Ellie tuvo muy poco contacto con su familia, incluso antes de ir a California, ya que la enviaron a un internado en Canadá a los ocho años, seis meses después de la muerte de su madre.
Todo parece indicar que su padre, Sheffield Mayfair, no se recuperó nunca de la pérdida de su esposa, y aunque visitaba a menudo a su hija y la llevaba a hacer muchísimas compras a Nueva York, la mantenía alejada del hogar. Era el más introvertido y retraído de los hijos de Cortland, y posiblemente el más desilusionado, porque a pesar de que trabajaba mucho en el despacho de la familia casi nunca sobresalía o participaba de las decisiones importantes. Todos dependían de él, dijo Cortland después de su muerte.
Graham Franklin, por lo visto, no sabía nada de la familia de Ellie y algunos de los comentarios hechos en el transcurso de los años eran de lo más extravagantes. «Procede de una gran plantación del sur». «Son ese tipo de gente que esconde oro debajo de las tablas del suelo». «Creo que eran descendientes de bucaneros». «Ah, ¿la familia de mi mujer? Eran tratantes de esclavos, ¿verdad, cariño?» «Todos tienen sangre de color».
En la familia se cuenta que en la época de la adopción Carlotta Mayfair hizo firmar unos papeles a Ellie que decían que nunca dejaría que Rowan descubriera nada sobre su auténtico origen, ni le permitiría regresar jamás a Luisiana.
En efecto, estos papeles forman parte de los documentos oficiales de adopción que formalizan el acuerdo entre las partes y establecen asombrosas transferencias de dinero.
Durante los cinco primeros años de la vida de Rowan, se transfirió en entregas la suma de cinco millones de dólares de la cuenta de Carlotta Mayfair, en Nueva Orleans, a la de Ellie Mayfair del Bank of America y el Wells Fargo Bank de California.
Ellie, rica ya de por sí por los bienes que le dejó su padre y más tarde su abuelo, Cortland, estableció un inmenso fondo fiduciario para su hija adoptiva al que añadió la mitad de los cinco millones en los siguientes dos años.
La otra mitad fue transferida, nada más llegar, a Graham Franklin, que la invirtió con éxito y prudencia, sobre todo en bienes raíces (una mina de oro en California), al mismo tiempo que invertía el dinero de Ellie, que recibía pagos regulares por sus bienes. Aunque como abogado de éxito ganaba un sueldo muy alto, Graham carecía de fortuna propia y la que poseía en común con su mujer en el momento de su muerte era el resultado de su talento como inversor del dinero heredado por su mujer.
Hay muchas pruebas que indican que Graham estaba resentido con su mujer y le molestaba depender de ella tanto afectiva como financieramente. Con su salario no se hubiera podido permitir el ritmo de vida que llevaba: yates, coches deportivos, vacaciones exóticas, una mansión moderna en Tiburón. Por otra parte, sacaba enormes sumas de dinero de la cuenta conjunta para ponerlas en manos de las diversas amantes que tuvo a lo largo de los años.
Cuando descubrió que Ellie tenía un cáncer terminal sintió pánico. Sus socios y amigos han descrito en detalle «su incapacidad total» para afrontar la enfermedad de su mujer. No quería hablar del tema con ella, ni escuchar a los médicos, y se negó a entrar en su habitación del hospital. Trasladó a su amante a un apartamento en Jackson Street, justo enfrente de su oficina, y la iba a ver por lo menos tres veces por día.
De inmediato, puso en marcha un elaborado plan para despojar a Ellie de todas las propiedades familiares —que en aquel momento ya eran una auténtica fortuna—, y estaba a punto de intentar que la declararan incapacitada para vender la casa de Tiburón a su amante, cuando murió repentinamente de una embolia, dos meses antes que su esposa. Ellie heredó toda su parte.
La última amante de Graham, Karen Garfield, una modelo joven y deliciosa de Nueva York, contó todas sus desdichas a uno de nuestros investigadores entre cóctel y cóctel. Sólo le había dejado medio millón, eso era todo, pero con Graham habían planeado toda una vida juntos: «Las islas Vírgenes, la Riviera, trabajos».
Karen murió tras una serie de infartos, el primero de los cuales sobrevino una hora después de que visitara la casa de Graham en Tiburón para tratar de «aclarar algunas cosas» con su hija Rowan. «¡Esa bruja! ¡No me dejó llevarme nada, sólo quería algunos recuerdos! “Salga de la casa de mi madre”, me dijo».
Tras aquella visita vivió dos semanas más, lo suficiente para decir muchas cosas desagradables sobre Rowan, aunque, por lo visto, nunca relacionó su súbito e inexplicable trastorno cardíaco con la visita. ¿Por qué iba a hacerlo?
Nosotros establecimos la relación, tal como la siguiente reseña demostrará.
Cuando murió Ellie, Rowan dijo a los amigos más íntimos de su madre que había perdido a su mejor y única amiga. Lo que era probablemente cierto. Ellie Mayfair fue durante toda su vida un ser humano muy cariñoso y frágil. Según estos amigos, siempre había tenido algo de encanto y belleza sureña, pese a ser una californiana moderna y atlética en todos los aspectos, que aparentaba veinte años menos de los que tenía, cosa nada rara en sus contemporáneas. En realidad, parece que su única obsesión era conservarse joven, además del bienestar de su hija Rowan.
A los cincuenta y tantos se hizo dos operaciones de cirugía estética (estiramiento facial), frecuentaba salones de belleza caros y se teñía el pelo a menudo. En las fotos tomadas junto a su marido un año antes de su muerte, ella parece la más joven de los dos. Dedicada por completo a Graham y dependiente en todo de él, ignoraba sus aventuras amorosas, y con razón. Como dijo a una amiga: «Siempre está en casa a las seis para cenar y siempre está cuando apago la luz».
El elemento que hacía de Graham una persona encantadora para Ellie y los demás era, además de su apariencia, su gran entusiasmo vital y la facilidad de mostrarse cariñoso con quienes lo rodeaban incluida su mujer.
Uno de sus amigos de toda la vida, un abogado de edad, lo explicó así a uno de nuestros investigadores: «Siempre salió bien parado de sus aventuras porque nunca fue desatento con Ellie. Cosa que muchos hombres deberían aprender. Lo que les molesta a las mujeres es que uno sea frío con ellas. Trátalas como reinas, y te dejarán tener una amante o dos fuera del palacio».
La última vez que vi a Ellie en persona fue en el funeral de Nancy Mayfair, en Nueva Orleans, en enero de 1988; tenía sesenta y tres o sesenta y cuatro años, era una mujer de uno sesenta y cinco de estatura, cabello negro y muy bronceada. Ocultaba sus ojos azules detrás de unas gafas de sol de montura blanca. Iba con un vestido a la moda que favorecía su esbelta figura; en realidad, tenía algo de actriz de cine, la pátina de encanto de California. Murió al cabo de seis meses.
Rowan heredó todo, incluido el fondo fiduciario de la familia de Ellie y el que ésta había dispuesto al nacer Rowan y del que ella misma no sabía nada.
Teniendo en cuenta que Rowan era entonces, y sigue siéndolo, una médica muy trabajadora, la herencia no significó ningún cambio notable en su vida cotidiana. Pero volveremos sobre el tema a su debido tiempo.
Rowan Mayfair desde la niñez hasta el presente
La discreta vigilancia a la que fue sometida Rowan nos indica que desde el principio fue una niña extremadamente precoz y que quizás haya tenido una gran variedad de poderes psíquicos, de los cuales sus padres adoptivos no eran conscientes. Existen también evidencias de que Ellie Mayfair se negara a reconocer que su hija tuviera algo «extraño». Sea como fuese, por lo visto Rowan era «la alegría y el orgullo» tanto de Ellie como de Graham.
Rowan compartía la pasión de sus padres por la navegación. Desde pequeña acompañaba a la familia en sus viajes y aprendió a pilotar el velero de Graham, El Canto del Viento, a los catorce años. Cuando Graham compró un yate de navegación oceánica, el Gran Ángela, la familia empezó a hacer largos viajes varias veces al año.
A la edad de dieciséis años, Graham ya le había comprado su propio yate bimotor, muy marinero, que Rowan llamó Dulce Cristina. En aquella época, el Gran Ángela ya estaba retirado y toda la familia usaba el Dulce Cristina, aunque Rowan era el patrón indiscutible.
Rowan, a pesar de ser una buena nadadora, no es una navegante temeraria, por así decirlo. El Dulce Cristina es un yate de construcción holandesa, sólido, lento, de doce metros de eslora. No ha sido diseñado para correr, sino para ser estable con mala mar.
Rowan parece disfrutar navegando sola, con cualquier tipo de tiempo, lejos de tierra firme. Como a mucha gente adaptada al clima de California norte, le gusta la niebla, el viento y el frío.
Todos cuantos han observado a Rowan están de acuerdo en que es una persona solitaria y muy reservada, que prefiere trabajar a divertirse. En la escuela era una estudiante compulsiva, y en la universidad, una investigadora compulsiva. Aunque su guardarropa era la envidia de sus compañeras, se debía, según dijo siempre, a Ellie.
A ella, personalmente, casi no le interesaba la ropa. El atuendo de sus días libres fue durante años bastante náutico: tejanos, zapatillas, jerseys grandes, gorros marineros y chaquetones azul marino.
En el mundo de la medicina, en especial en el de la neurocirugía, sus hábitos compulsivos eran menos visibles dada la naturaleza de la profesión. Sin embargo, incluso en este campo, era considerada como una «obsesiva». En realidad, parecía nacida para la medicina, aunque su elección de la neurocirugía en lugar de la investigación sorprendió a mucha gente que la conocía. «Cuando estaba en el laboratorio», decía uno de sus colegas, «su madre tenía que llamarla para recordarle que comiera o durmiera».
Poderes telepáticos
Los poderes psíquicos de Rowan empezaron a manifestarse en la escuela a partir de los seis años de edad. De hecho, es posible que se hayan manifestado incluso antes, pero no tenemos constancia. Los maestros interrogados de manera informal (o tendenciosa) sobre Rowan cuentan historias increíblemente sorprendentes sobre la capacidad de la niña para adivinar el pensamiento.
Sin embargo, no hemos descubierto nada que nos sugiera que Rowan fuera considerada alguna vez un bicho raro, una fracasada o una inadaptada. Fue durante todos sus años de escuela una triunfadora de incalificable éxito. Las fotos de la infancia muestran una niña muy bonita, siempre bronceada, de pelo rubio desteñido por el sol. Parece una persona retraída y reservada, como si no le gustara la intromisión de la cámara, pero nunca afectada ni incómoda.
Los maestros notaron la capacidad telepática de Rowan antes que los alumnos.
«Mi madre había muerto —nos contó una maestra de primer grado—, yo no podía ir a Vermont para el funeral y me sentía fatal. Nadie lo sabía, ¿comprende?, pero Rowan se acercó a mí en el recreo, se sentó a mi lado y me cogió de la mano. Yo casi rompo a llorar por su ternura. “Siento lo de su madre”, me dijo, y se quedó junto a mí en silencio. Más tarde, cuando le pregunté cómo lo sabía, me dijo: “Se me ocurrió de repente”. Creo que la niña se enteraba de muchas cosas de ese modo, sabía cuándo otros niños la envidiaban. ¡Qué sola estaba!»
En otra ocasión en que una niña faltó a la escuela durante tres días sin ninguna explicación y las autoridades no conseguían dar con la familia, Rowan explicó tranquilamente a la directora que no había razón para preocuparse. La abuela de la niña había muerto, la familia había salido del estado para asistir al funeral y se habían olvidado de llamar a la escuela. Resultó ser verdad. De nuevo, Rowan no supo explicar cómo lo había sabido, lo único que pudo decir fue: «Me vino a la cabeza».
En 1966, cuando Rowan tenía ocho años, utilizó por última vez sus poderes telepáticos, por lo menos que sepamos nosotros. Durante el curso de cuarto grado le dijo a la directora que una de las niñas estaba muy enferma y que había que llevarla al doctor. Rowan no sabía cómo explicar que lo sabía, pero la niña estaba a punto de morir.
La directora, horrorizada, llamó a la madre de Rowan e insistió para que la llevara al psiquiatra. Sólo una niña profundamente perturbada podía decir «algo semejante». Ellie prometió hablar con Rowan y ésta no volvió a decir nada.
Sin embargo, a la chiquilla en cuestión le diagnosticaron al cabo de una semana un extraño cáncer de huesos y murió antes de fin de curso.
Es posible que fuera Ellie quien atajara este tipo de incidentes en la vida de Rowan. Todos sus amigos estaban enterados del tema. «Ellie estaba al borde de la histeria. Quería que Rowan fuera normal. Decía que no quería una hija con extraños poderes».
Graham, según la directora, pensaba que todo eso era una coincidencia. Cuando la mujer llamó para avisar que la pobre niña había muerto, se enfadó con ella.
Coincidencia o no, lo cierto es que todo este tema puso fin a las demostraciones de sus poderes. Es de suponer que Rowan decidió, inteligentemente, «pasar a la clandestinidad» como vidente. O que incluso haya anulado de modo deliberado su capacidad hasta un punto en que desapareciera o se tornara extremadamente débil. Por mucho que lo intentamos, no hemos descubierto nada acerca de su capacidad telepática a partir de entonces. Los recuerdos de la gente sobre ella tienen que ver con su callada inteligencia, su infatigable energía y su amor a la ciencia y la medicina.
«Era ese tipo de chica que en el colegio colecciona insectos y piedras y los llama con un nombre largo en latín».
«Impresionante, absolutamente impresionante —dijo su profesor de química del colegio—. No me habría sorprendido que esta chica hubiera vuelto a inventar la bomba de hidrógeno en un fin de semana libre».
El único novio que tuvo durante su adolescencia también era un chico retraído y brillante. Parece que él no pudo soportar su superioridad. Cuando admitieron a Rowan en la Universidad de Berkeley y a él no, rompieron con amargura. Los amigos lo culparon a él. Más adelante se marchó a Nueva York y se convirtió en científico.
Uno de nuestros investigadores lo «conoció por casualidad» en la inauguración de un museo y sacó el tema de las personas con poderes psíquicos. El hombre empezó a hablar de su antigua novia del colegio que tenía dones de ese tipo. Todavía sentía amargura por lo que había sucedido. «La quería, realmente la quería. Se llamaba Rowan Mayfair y tenía un aspecto muy particular. No era bonita de una manera corriente, pero era una persona imposible. Sabía lo que yo pensaba incluso antes de que lo supiera yo. Sabía si yo había salido con otra, pero no decía nada, era pavoroso. Me he enterado de que es neurocirujana. Da miedo, ¿qué pasaría si el paciente piensa algo negativo sobre ella antes de que lo anestesien? ¿Extirpará ese pensamiento directamente de la cabeza?»
Cuando Rowan ingresó en la Universidad de Berkeley, en 1976, ya sabía que quería ser médica. Fue una de las mejores estudiantes en el programa de premedicina, hacía cursos todos los veranos (a pesar de que seguía saliendo a menudo de vacaciones con Graham y Ellie), se adelantó un curso entero y se graduó con matrícula de honor en 1979. Entró en la escuela de medicina a los veinte años, por lo visto, con intenciones de dedicar toda su vida a la investigación neurológica.
Su progreso académico durante este período fue impresionante. Muchos profesores se refieren a ella como «la alumna más brillante que tuve en mi vida».
«Sus compañeros le habían puesto un mote, doctora Frankenstein, porque hablaba sin cesar de trasplantes de cerebro y de la creación de cerebros nuevos con diferentes partes de otros. Pero lo más importante de ella es que es un auténtico ser humano. No se trata de una inteligencia sin corazón».
«No es brillante. Eso es lo que la gente cree, es algo más: una especie de mutante. De verdad. Puede estudiar a los animales de laboratorio y explicar lo que les va a pasar. Apoyaba las manos sobre ellos y decía: “La droga no va a funcionar”. Y le cuento algo más, podía curarlos. De verdad. Uno de los médicos con más experiencia me dijo una vez que si ella no tenía cuidado, podía alterar los resultados de los experimentos usando sus poderes para curar. Yo lo creo. Salí con ella una vez, y no me curó de nada, pero, verá, siempre estaba ardiendo. Quiero decir literalmente caliente. Era como hacer el amor con alguien con fiebre. Y eso es lo que dicen de los curanderos las personas que los han estudiado, que se puede sentir el calor que desprenden de sus manos. Y yo lo creo. Supongo que habría sido mejor que se dedicara a la oncología en lugar de la cirugía. Podría haber curado a la gente. ¿Cirugía? Cualquiera puede abrir a un paciente».
El poder curativo de Rowan
En cuanto Rowan entró en el hospital como residente, los comentarios sobre su capacidad curativa y diagnóstica se hicieron tan comunes que nuestros investigadores podían seleccionar las que les interesaba registrar.
En resumen, Rowan es la primera Mayfair, desde Marguerite Mayfair, en Riverbend en 1835, a la que se le atribuye capacidad para curar.
Casi todas las enfermeras interrogadas sobre Rowan tienen alguna historia «increíble» que contar. Rowan podía diagnosticar cualquier cosa y siempre sabía qué hacer. Podía «arreglar» a cualquier paciente aunque pareciera ya en las últimas.
«Paraba las hemorragias. La he visto hacerlo. Cogió la cabeza de un niño y miró fijamente la nariz: “Basta” —murmuró—. Yo la oí. Y la hemorragia se detuvo».
Los colegas más escépticos —incluidos algunos médicos y médicas— atribuyen sus logros al «poder de sugestión». «En fin, es como si hiciera vudú, les dice a los pacientes: “Ahora haremos que este dolor desaparezca”, y, claro que cesa, prácticamente los hipnotiza».
Las viejas enfermeras negras del hospital saben que Rowan posee «poder» y, a veces, cuando tienen artritis o algún otro dolor, le piden directamente que «apoye esas manos» sobre ellas. Tienen fe absoluta en Rowan.
«Te mira a los ojos y te pregunta: “¿Dónde le duele?”, ¡entonces te frota con aquellas manos el lugar y el dolor desaparece! Es un hecho».
Según el decir general, a Rowan le encantaba trabajar en el hospital y enseguida entró en conflicto entre su devoción por el laboratorio y el recién descubierto placer que le proporcionaba el trabajo en las salas.
Hay indicios que señalan que la decisión de Rowan de abandonar la investigación fue difícil, por no decir traumática. Durante el otoño de 1983 pasó mucho tiempo con el doctor Karl Lemle, del Instituto Keplinger de San Francisco, que investigaba sobre el mal de Parkinson.
Los rumores del hospital indican que Lemle trataba de tentar a Rowan con un salario muy alto y condiciones de trabajo ideales para que dejara el Universitario, pero que ella no se sentía preparada para dejar la sala de urgencias ni el quirófano.
Durante la Navidad de 1983, Rowan tuvo un violento enfrentamiento con Lemle, tras lo cual no contestaría más a sus llamadas, o por lo menos eso fue lo que él dijo a todo el mundo del Universitario durante los meses siguientes.
Nunca logramos saber qué sucedió entre ambos. Por lo visto, ella accedió a almorzar con él en la primavera de 1984. Los testigos que los vieron en la cafetería del hospital dicen que tuvieron una especie de discusión. Una semana más tarde, Lemle ingresaba en el hospital privado del Instituto Keplinger con un pequeño derrame, que fue seguido de un segundo y luego de un tercero. Murió al cabo de un mes.
Que sepamos, nadie relacionó su muerte con Rowan. Sin embargo, nosotros sí lo hicimos.
Pasara lo que pasase entre ella y su mentor —antes de la pelea solía referirse a él de este modo—, poco después de 1983 Rowan se entregó a la neurocirugía y en 1985 empezaría a dedicarse exclusivamente a las operaciones de cerebro. En el momento en que esto se escribe, está terminando su residencia en neurocirugía, sin duda obtendrá matrícula de honor y con toda probabilidad el Hospital Universitario la contratará antes de que pase un año como adjunta del equipo de neurocirugía.
Abundan los relatos de vidas salvadas por Rowan en la mesa de operaciones, de su extraña capacidad para saber si una operación salvaría o no al paciente, de su talento para curar heridas de bala o arma blanca y fracturas de cráneo producidas en caídas o accidentes de tráfico, de su aguante en el quirófano —podía operar diez horas seguidas sin desfallecer—, de la forma silenciosa y experta con la que trataba a residentes asustados y enfermeras cascarrabias, de la actitud descalificadora que tenía con los colegas y administradores que le advertían que se arriesgaba demasiado.
Rowan, la milagrosa, se ha convertido en un epíteto corriente.
A pesar de su éxito como cirujana residente, todo el mundo la quiere en el hospital. Es una doctora en la que los demás confían. Además, las enfermeras que trabajan con ella le profesan auténtica devoción. En realidad, su relación con estas mujeres es tan excepcional que merece una explicación.
Parece que Rowan se aparta de lo corriente en lo tocante a establecer contacto personal con las enfermeras, y que, en efecto, demuestra la misma sensibilidad extraordinaria con respecto a los problemas personales de éstas que con sus maestras años atrás. Aunque ninguna de ellas menciona incidentes telepáticos, todas coinciden en que Rowan parece saber cuándo se sienten mal y se muestra muy comprensiva con sus problemas familiares, que sabe expresar su agradecimiento por algún servicio especial, al mismo tiempo que es una profesional inflexible que espera el más alto rendimiento de su equipo.
Rowan ha conquistado a las enfermeras de quirófano, incluso a aquellas que son famosas por su falta de cooperación con las cirujanas, algo así como una especie de leyenda en el hospital. Mientras que otras cirujanas son criticadas por «quisquillosas», «arrogantes» o simplemente por «brujas» —comentarios que, pensándolo bien, parecen reflejar considerables prejuicios—, las mismas enfermeras hablan de Rowan como de una santa.
Para decirlo con claridad, todavía vivimos en un mundo en el que las enfermeras de quirófano a veces se niegan a pasar el instrumental a otras mujeres y los pacientes de las salas de urgencias prefieren que los atienda un joven residente varón en lugar de una médica más experta y competente.
Rowan parece haber superado por completo este tipo de prejuicios. Si hay alguna queja contra ella entre sus compañeros de trabajo es la de ser muy callada. No explica demasiado lo que hace a los jóvenes médicos que tienen que aprender de ella. Le cuesta mucho, pero trata de hacerlo lo mejor posible.
Por lo que a 1984 se refiere, parece haber escapado completamente de la maldición de los Mayfair, de las fantasmales experiencias que plagaron las vidas de su madre y su abuela, y tener por delante una brillante carrera.
Una investigación exhaustiva de su vida no ha revelado ningún indicio de la presencia del Impulsor, ni ninguna conexión de Rowan con fantasmas, espíritus o apariciones.
Por lo demás, ha puesto sus poderes telepáticos y curativos al servicio de un fin extraordinariamente noble con su brillante carrera de cirujana.
Aunque todos los que la rodean la admiran por sus excepcionales logros, nadie la considera «rara», «extraña» ni relacionada en modo alguno con lo sobrenatural.
«Es un genio. ¿Qué más se puede decir?», como dijo un médico cuando se le pidió que explicara la reputación de Rowan.
El poder telequinético de Rowan
Otro aspecto de la vida de Rowan, descubierto recientemente, es mucho más significativo y representa uno de los capítulos más perturbadores de toda la historia de la familia Mayfair. Apenas hemos empezado a documentar este segundo aspecto secreto de la vida de Rowan, y nos sentimos obligados a continuar nuestras investigaciones y a considerar la posibilidad de ponernos en contacto con Rowan en un futuro próximo, aunque nos preocupa mucho molestarla, teniendo en cuenta que ignora todo lo referente a su familia y no podemos ponernos en contacto con ella sin rasgar el velo de su ignorancia. La responsabilidad que esto implica es enorme.
En 1988, cuando Graham Franklin murió a causa de una hemorragia cerebral, nuestro investigador de San Francisco nos describió de modo conciso el suceso, añadiendo únicamente algunos detalles, sobre todo porque el hombre había muerto en brazos de Rowan.
Como sabíamos del gran distanciamiento que había entre Graham y su moribunda esposa Ellie, leímos este informe con cuidado. ¿Era posible que Rowan fuera de alguna manera la responsable de su muerte? Teníamos curiosidad por saberlo.
Mientras nuestros investigadores recababan más información sobre los planes de Graham de divorciarse de su mujer, establecieron contacto con su amante, Karen Garfield, y nos informaron en su debido momento que había tenido varios infartos. Más tarde nos avisaron de su muerte, dos meses después de la de Graham.
Sin atribuirle ningún tipo de relevancia, nos informaron también del encuentro entre Rowan y Karen el mismo día de su primer infarto. Karen había hablado con nuestro investigador («Eres un chico encantador, me caes muy bien») pocas horas después de ver a Rowan. De hecho, estaba hablando con nuestro hombre cuando lo dejó para otro día porque no se sentía bien.
Los investigadores no relacionaron una cosa con otra, pero nosotros sí lo hicimos. Karen Garfield tenía sólo veintisiete años. El informe de la autopsia, que conseguimos sin dificultad, indicaba que, por lo visto, sufría una debilidad congénita del músculo cardíaco y de la pared de la arteria. Sufrió una hemorragia y luego un infarto. Tras esta primera lesión del músculo cardíaco, sencillamente no pudo recuperarse. Los sucesivos infartos fueron debilitándola poco a poco hasta que al final murió.
Sólo un trasplante de corazón podría haberla salvado, y puesto que tenía un grupo sanguíneo poco corriente, no había posibilidades. Además, no hubo tiempo.
El caso nos pareció muy raro, sobre todo porque Karen nunca había tenido problemas de ningún tipo. Cuando estudiamos la muerte de Graham también vimos que había muerto de un aneurisma, de debilidad de la pared arterial. Una hemorragia grave lo había matado casi instantáneamente.
Ordenamos a nuestros investigadores que estudiaran el pasado de Rowan del modo más minucioso que pudieran, que buscaran algún caso de muerte súbita entre la gente de su entorno producida por fallo cardíaco, accidente cerebrovascular o cualquier otra causa traumática interna. En resumidas cuentas, esto significaba interrogar de modo casual y discreto a los maestros y compañeros que recordaran a Rowan y a los alumnos de Berkeley y del Universitario. Una tarea no muy fácil de cumplir, aunque bastante más sencilla de lo que pueda suponer alguien no familiarizado con nuestros métodos.
A decir verdad, yo no esperaba ningún resultado de esta investigación.
Las personas con este tipo de poder telequinético —el poder de infligir graves lesiones internas— son casi inexistentes, incluso en los anales de Talamasca. Sin duda no sabemos de ningún miembro de la familia Mayfair capaz de matar a alguien de ese modo.
Muchos Mayfair podían mover objetos, dar portazos, hacer vibrar ventanas, pero en casi todos estos incidentes es posible que se empleara pura brujería, es decir, que se manipulara al Impulsor u otros espíritus menores, en lugar de poderes telequinéticos. Y si se trataba de telequinesia, era sólo de la más corriente.
En realidad, la historia de los Mayfair es historia de brujería, con suaves toques de telepatía, curanderismo y otros poderes psíquicos mezclados.
Mientras tanto, yo estudié los expedientes que teníamos sobre Rowan.
A fin de cuentas, proporcionarle algo de información sobre su pasado podía cambiar el curso de su vida. No podíamos arriesgarnos a semejante intervención. En realidad, yo creía que debíamos prepararnos para cerrar el archivo de Rowan y sobre las brujas Mayfair en cuanto muriera Deirdre.
Quizás ella nunca llegaría a ver la casa de First Street. Quizá «la maldición» se había roto de algún modo y al final Carlotta Mayfair había triunfado.
Por otro lado, aún era demasiado pronto para saberlo. Cómo evitar que el Impulsor se apareciera ante esta joven con enormes poderes psíquicos, capaz de adivinar el pensamiento mejor que su madre y su abuela, y cuya enorme ambición y fuerza recordaban a antepasados como Marie Claudette, Julien, o Mary Beth, de los cuales ella nada sabía, pero sobre quienes muy pronto podía descubrir muchas cosas.
Mientras consideraba todo esto, me di cuenta que pensaba en Petyr van Abel cada vez más a menudo; Petyr, hijo de un gran cirujano de Leiden, estudioso de la anatomía, todo un nombre en los libros de historia de la medicina. Ansiaba decirle a Rowan Mayfair: «Este médico holandés, famoso por sus estudios de anatomía, es antepasado tuyo. Su sangre, y quizá su talento, han llegado a ti a través de los años y de todas las generaciones».
Éstos eran mis pensamientos cuando en otoño de 1988 nuestros investigadores empezaron a informar sobre algunos descubrimientos sorprendentes respecto a muertes traumáticas en el pasado de Rowan. Parece que una niña, mientras se peleaba con Rowan en el patio de la escuela de San Francisco, había muerto de una violenta hemorragia cerebral a pocos metros de una histérica Rowan, antes de que pudieran siquiera llamar a una ambulancia.
Más tarde, en 1974, cuando Rowan era una adolescente, consiguió salvarse de un intento de violación perpetrado por un violador convicto gracias a un ataque al corazón que sufriría el hombre mientras forcejeaba con ella.
En 1984, la tarde en que el doctor Karl Lemle, del Instituto Keplinger, se quejó por primera vez de fuertes dolores de cabeza, le dijo a su secretaria que acababa de ver a Rowan por casualidad y que no comprendía la animosidad que ésta sentía contra él. Lemle trató de hablar con Rowan, pero ella se enfadó mucho y lo dejó con la palabra en la boca delante de otros médicos del Universitario. Le provocó un dolor de cabeza terrible. En realidad, necesitaba una aspirina. Aquella noche ingresó en el hospital con la primera de una serie de hemorragias y murió en cuestión de semanas.
Con ésta, sumaban cinco las muertes por accidentes cerebrovasculares o cardiovasculares en un entorno cercano a Rowan. Tres de estas personas habían muerto en presencia de ella. Las otras dos la habían visto pocas horas antes de caer enfermas.
Encargué a mis investigadores que hicieran un examen exhaustivo de cada uno de los compañeros de clase y colegas de Rowan y que buscaran esos nombres en los registros de defunciones de San Francisco y de sus respectivas ciudades natales. Esta tarea, naturalmente, llevaría meses.
Sin embargo, a las pocas semanas encontraron otra muerte. Me llamó Owen Gander, uno de los investigadores más fiables y mejores que tenemos.
Informó que en 1978, en la Universidad de Berkeley, Rowan tuvo una discusión terrible con otra estudiante sobre un trabajo del laboratorio. Rowan creía que la chica había tocado a propósito sus aparatos. Perdió los estribos (cosa extremadamente rara en ella), rompió un tubo y le dio la espalda. La chica empezó entonces a hacerle burla, hasta que otros estudiantes intervinieron y la hicieron callar.
Aquella noche la chica se marchó a su casa de Palo Alto, California, las vacaciones de primavera comenzaban al día siguiente. Murió de una hemorragia cerebral antes de que acabaran las vacaciones. El informe indicaba que no existían pruebas de que Rowan siquiera se enterara de lo sucedido.
Cuando lo leí, llamé de inmediato a Gander desde Londres.
—¿Qué le hace pensar que Rowan no lo sabía? —le pregunté.
—Ninguno de sus amigos lo sabía. Cuando encontré el certificado de la muerte de la chica en el registro de Palo Alto, investigué entre los amigos de Rowan. Todos recordaban la pelea, pero nadie sabía qué había sido de la chica. Nadie. Al insistir, sólo obtuvo respuestas como: «No he vuelto a verla». «Supongo que habrá dejado la universidad». «No la conocía mucho. No sé qué fue de ella, quizá volvió a Stanford». Tal cual. Berkeley es una universidad enorme, es posible que sea verdad.
Le pedí entonces a nuestro investigador que, con la máxima discreción, tratara de averiguar si Rowan sabía lo que le había sucedido a Karen Garfield, la amante de Graham.
—Llámela por la noche y pregunte por Graham Franklin. Cuando ella le diga que ha muerto, explíquele que está tratando de localizar a Karen Garfield. Trate de no irritarla y permanezca en la línea lo menos posible.
El investigador me volvió a llamar a la noche siguiente.
—Tenía razón.
—¿Sobre qué? —pregunté.
—¡Ella no sabe que lo hace! No tiene ni idea de la muerte de Karen. Me dijo que la chica vivía en Jackson Street, en San Francisco. Me sugirió que llamara a la vieja secretaria de Graham y se lo preguntara. Aaron, no lo sabe.
—¿Qué voz tenía?
—Cansada, algo aburrida, pero educada. Tiene una voz muy bonita, de verdad. Una voz excepcional. Le pregunté si había visto a Karen. Quería que hablara, ésa es la verdad. Me contestó que ella no la conocía, que era amiga de su padre. Creo que fue absolutamente sincera.
—Muy bien, pero tiene que saber lo que ocurrió con su padrastro y con la niña en el patio del recreo y con el violador.
—Sí, Aaron, pero probablemente ninguna de estas muertes fue deliberada. ¿No le parece? Cuando murió la chiquilla se puso histérica y otro tanto pasó después del intento de violación. En cuanto a su padrastro, cuando llegó la ambulancia estaba haciendo todo lo posible por salvarlo. No lo sabe. Y si lo sabe, no puede controlarlo. Es posible que este poder la asuste terriblemente.
—Tiene que saberlo. Es una médica demasiado buena para ignorarlo —repliqué—. Recuerde que esta joven es un genio del diagnóstico. Tiene que haberse enterado con lo de su padrastro. A no ser, por supuesto, que estemos completamente equivocados.
—No estamos equivocados —afirmó Gander—, salta a la vista, Aaron, es una brillante neurocirujana que desciende de una familia de brujas, ¿quién, sino, puede matar gente sólo con mirarla? A algún nivel ella lo sabe, tiene que saberlo, y se pasa todos los días de su vida tratando de remediarlo en el quirófano. Cada vez que sale lo hace acompañada de algún héroe que acaba de salvar a un niño de un ático en llamas, o de un poli que ha detenido a un borracho que iba a apuñalar a su mujer. Esta señora es una especie de loca. Quizá tan loca como todos los demás.
En diciembre de 1988 fui a California. Había estado en Estados Unidos en enero para asistir al funeral de Nancy Mayfair, y sentí no haber ido aquella vez al oeste para tratar de ver a Rowan, pero por entonces nadie sospechaba que tanto Graham como Ellie morirían en menos de seis meses.
Rowan vivía sola en la casa de Tiburón. Quería verla aunque fuera de lejos. Quería saber qué impresión me producía el verla en persona.
Por entonces, gracias a Dios, no habíamos descubierto más muertes en su pasado. Rowan terminaba su residencia en neurocirugía y trabajaba en el hospital a un ritmo desenfrenado, por no decir inhumano. Descubrí que verla era mucho más difícil de lo que había imaginado. Salía del hospital desde un aparcamiento subterráneo y conducía hasta un garaje cerrado en su casa. El Dulce Cristina estaba, como quien dice, en el mismísimo umbral, oculto por un seto alto de secoya.
Decidí seguirla desde el hospital, pero me di cuenta de que no había ningún medio de saber cuándo saldría. La hora de llegada también era otro misterio. Tampoco había ninguna forma discreta de interrogar a nadie para conseguir detalles. No podía arriesgarme a dar vueltas por la zona adyacente a los quirófanos, no estaba abierta al público. La sala de espera para los familiares de las personas operadas estaba estrictamente controlada y el resto del hospital era como un laberinto. No sabía qué hacer.
Incapaz de tomar ninguna decisión, invité a Gander a tomar una copa al hotel. Él tenía la sensación de que Rowan pasaba por una crisis profunda. La había vigilado durante más de quince años. La muerte de sus padres la había dejado como ausente, decía. Y ahora podíamos afirmar casi con certeza que sus fortuitos contactos con los «chicos de uniforme», como él llamaba a sus amantes, habían disminuido en los últimos meses.
Le dije a Gander que no podía irme de California sin verla, aunque tuviera que revolotear por el aparcamiento subterráneo —la peor manera posible de lograr mi objetivo— hasta que apareciera.
—Yo ni lo intentaría, viejo amigo —me dijo Gander—. Los aparcamientos subterráneos son los lugares más espantosos. Su pequeña antena psíquica detectaría su presencia de inmediato. Rowan podría malinterpretar su enorme interés en ella y, al cabo de un instante, sentiría usted una punzada en la cabeza y luego, de repente…
—Comprendo por dónde va, Owen —dije desconsolado—, pero debo verla en algún lugar público donde ella no advierta mi presencia.
—Muy bien, provoque usted el encuentro —respondió Gander—. Haga un poco de brujería. ¿Sincronización? ¿Es así como lo llaman?
Al día siguiente resolví hacer mi trabajo de rutina. Fui al cementerio donde estaban enterrados Graham y Ellie, para fotografiar la inscripción de las lápidas. Dos veces le había pedido a Gander que lo hiciera, pero por una razón u otra no había podido. Creo que prefería otros aspectos de la investigación.
Mientras estaba en el lugar, sucedió algo de lo más significativo: apareció Rowan Mayfair.
Yo estaba de rodillas, al sol, y tomaba notas de las inscripciones; ya había sacado las fotos cuando vi una joven alta, vestida con un mono desteñido y un chaquetón azul marino que subía por la colina. Por un instante pareció sólo un par de piernas largas y unos cabellos que se agitaban al viento, una cara muy fresca y agradable de persona joven. Era casi imposible creer que tenía treinta años.
Su cara era de lo más tersa, tenía exactamente el mismo aspecto que en las fotografías que le habían sacado hacía años. Sin embargo, era tan parecida a alguien que el mismo parecido me impedía saber a quién. Entonces me di cuenta: a Petyr van Abel. Tenía el mismo cabello rubio y los mismos ojos claros, un aspecto muy escandinavo, parecía una persona en extremo independiente y fuerte.
Se acercó a la tumba y se detuvo al lado de donde yo estaba arrodillado, obviamente tomando notas de la lápida de su madrastra.
Me dirigí a ella de inmediato. No recuerdo muy bien qué le dije. Estaba tan confundido que no sabía cómo explicar mi presencia en el lugar, y, poco a poco, empecé a percibir el peligro con la misma certeza que lo había sentido años atrás con Cortland. Sentí un peligro enorme. En realidad, su rostro pálido y terso y sus ojazos grises parecieron llenarse de maldad. Luego su rostro se tornó impasible, como si fuera un aparato que se hubiera desconectado de repente.
Me di cuenta, horrorizado, de que había hablado de su familia. Le había dicho que yo conocía a los Mayfair de Nueva Orleans. Fue la endeble excusa que se me ocurrió para justificar mi presencia. ¿Quería tomar algo conmigo, hablar de viejos asuntos de familia? ¡Dios mío, y sí decía que sí!
Pero no dijo nada. Nada en absoluto, por lo menos no con palabras. Pero juraría, sin embargo, que me había comunicado, de forma deliberada incluso, que no podía aceptar mi invitación, que algo oscuro, terrible y doloroso le impedía hacerlo. Luego pareció perdida y confusa, en realidad, perdida en su desdicha. Nunca en mi vida había sentido semejante dolor.
Entonces llegó a mí una imagen muda y comprendí que ella sabía que había matado gente. Sabía que era alguien diferente, de una manera horrible y mortal. Lo sabía y lo tenía guardado, como si estuviera enterrada viva dentro de sí misma.
Quizá no había sido maldad lo que había sentido hacía un momento, pero fuera lo que fuese ahora había concluido. La estaba perdiendo. Empezaba a darse la vuelta. Nunca supe por qué había venido ni a qué.
Le ofrecí enseguida mi tarjeta, pero me la devolvió. No fue grosera, simplemente me la devolvió. La maldad había desaparecido de su rostro como un rayo de luz de una cerradura. Luego su cuerpo se tensó y se marchó.
Yo estaba tan impresionado que me quedé inmóvil durante un rato, observando cómo se alejaba por la colina del cementerio. Vi cómo entraba en un Jaguar verde y partía sin mirar atrás.
¿Estaba enfermo? ¿Había tenido algún dolor agudo? ¿Iba a morirme? No, por supuesto que no. No había sucedido nada semejante. Sin embargo, yo sabía lo que ella era capaz de hacer. Yo lo sabía, ella lo sabía y me lo había dicho. Pero ¿por qué?
Cuando llegué al hotel Campton Place de San Francisco, estaba completamente confundido. Decidí no hacer nada más por el momento.
Cuando me encontré con Gander, le dije:
—Mantenga la vigilancia. Acérquese todo lo posible. Vigile por si hay alguna indicación de que utiliza el poder e infórmeme de inmediato.
—Entonces no va a ponerse en contacto con ella.
—Por ahora no. No se justifica. No hasta que suceda algo más; y pueden pasar dos cosas: o que mate a alguien, accidental o deliberadamente, o que su madre muera en Nueva Orleans y ella decida volver.
—Aaron, ¡es una locura! Tiene que ponerse en contacto con ella. No puede esperar a que vuelva a Nueva Orleans. Escuche, amigo, no digo que yo sepa tanto como ustedes sobre el asunto, pero por lo que me ha dicho, ella es la persona con mayores poderes psíquicos que ha dado la familia. ¿Quién puede decir que no sea también una bruja poderosa? Cuando su madre se marche para siempre, ¿por qué va a desaprovechar el Impulsor una oportunidad como ésta?
Llamé a Scott Reynolds a Londres. Scott ya no es nuestro director, pero es la persona de la orden, después de mí, que más sabe sobre las brujas Mayfair.
—Estoy de acuerdo con Owen. Tienes que ponerte en contacto con ella. Debes hacerlo. Lo que le has dicho en el cementerio es exactamente lo que debías decirle, y de algún modo lo sabías. Por eso le dijiste que conocías a su familia, por eso le diste tu tarjeta. Habla con ella, tienes que hacerlo.
—No, no estoy de acuerdo. No se justifica.
—Aaron, esta mujer es una médica consciente, pero, a pesar de todo, ¡mata gente! ¿Crees que quiere hacerlo? Por otra parte…
—¿… qué?
—Si ella lo sabe, ponerse en contacto podría ser peligroso. Tengo que admitir que no sé cómo me sentiría si estuviera allí, si estuviera en tu lugar.
Lo pensé detenidamente y decidí no hacerlo. Todo lo que Scott y Owen habían dicho era verdad, pero también eran conjeturas. No sabíamos si Rowan había matado alguna vez deliberadamente. Era posible que no fuera responsable de las seis muertes. No podíamos saber si alguna vez llegaría a poner sus manos sobre la esmeralda, ni si iría a Nueva Orleans. No sabíamos si su poder incluía la capacidad de ver a un espíritu ni si podía ayudar al Impulsor a materializarse… Ah, pero podíamos muy bien conjeturar que Rowan era capaz de hacerlo… Pero era sólo eso, una conjetura.
Y aquí estaba esta doctora que trabajaba duramente para salvar vidas en la sala de operaciones de una gran ciudad. Una mujer a quien las penumbras que cubrían la casa de First Street no alcanzaban. Era cierto que poseía un poder oculto y que podía volver a emplearlo, de modo deliberado o sin darse cuenta. Y si lo hacía, yo me pondría en contacto con ella.
—Ah, ya veo, quiere otro cuerpo en la tumba —dijo Owen.
—No creo que vaya a haber otro —respondí, enfadado—. Además, si ella no sabe que lo hace, ¿por qué razón va a creernos?
—Conjeturas —dijo Owen—, como todo lo demás.
Recapitulación
Hasta enero de 1989, no hemos relacionado a Rowan con ninguna otra muerte sospechosa. Por el contrario, ha trabajado incansablemente en el Hospital Universitario «realizando milagros», y es muy probable que la nombren médica adjunta de neurocirugía antes de fin de año.
En Nueva Orleans, Deirdre Mayfair continúa sentada en su mecedora, con la vista fija en el descuidado jardín. La última vez que se ha visto al Impulsor («un joven apuesto junto a ella») fue hace dos semanas.
Carlotta Mayfair tiene casi noventa años y el cabello blanco, aunque su peinado no ha cambiado en los últimos cincuenta. Tiene la piel fláccida y lechosa y unos tobillos siempre hinchados que asoman por encima de unos zapatos negros. Pero su voz sigue siendo bastante firme y va todavía a la oficina todas las mañanas cuatro horas. A veces almuerza con algunos abogados más jóvenes, antes de regresar a casa en taxi.
Los domingos va andando a misa a la capilla de la Madre del Perpetuo Socorro. La gente de la parroquia le ha ofrecido llevarla en coche a misa o a cualquier otro sitio que desee, pero ella dice que le gusta caminar, que necesita tomar el aire porque la mantiene sana.
Por lo que sabemos, Rowan Mayfair no conoce a ninguna de estas personas. Hoy por hoy, sabe lo mismo sobre su familia que de pequeña.
Anoche, antes de terminar el borrador final de este resumen, soñé con Stuart Townsend, al que sólo vi una vez cuando yo era aún un niño. En el sueño, estaba en mi habitación y me habló durante horas. Sin embargo, cuando me desperté sólo recordaba las últimas palabras: «¿Comprendes lo que te estoy diciendo? ¡Está todo planeado!»
No comprendo, ésa es la verdad. No se por qué Cortland trató de matarme. No sé por qué razón aquel hombre llegó a un extremo tan horrible. No sé qué ocurrió en realidad con Stuart. Ni siquiera sé por qué a Stella la desesperaba tanto que Arthur Langtry se la llevara. No sé qué fue lo que Carlotta hizo a Antha, ni si Cortland era el padre de Stella, Antha y el bebé de Deirdre. ¡No comprendo!
Pero hay algo de lo que estoy seguro: es posible que Rowan Mayfair regrese a Nueva Orleans algún día a pesar de lo que le haya prometido a Ellie Mayfair; y si lo hace, querrá respuestas. Cientos de respuestas.
Hasta entonces, me conformo con vigilar y esperar.
Aaron Lightner
Talamasca
Londres
15 de enero de 1989