El aire acondicionado era reconfortante después del calor de las calles. Pero mientras esperaba en silencio en el salón de entrada de Lonigan e Hijos, de forma anónima y discreta, se dio cuenta de que el calor le producía ligeras náuseas. El aire helado ahora le hacía sentir escalofríos, el tipo de temblores que se siente cuando se tiene fiebre. El gentío que se apretujaba a pocos metros aparecía borroso como en un sueño.
Desde su posición no podía ver el contenido del ataúd. Estaba en un extremo de la segunda sala, contra la pared más alejada. Mientras la ruidosa aglomeración se desplazaba de un lado a otro, conseguía divisar fugazmente la madera pulida, las manijas plateadas y el forro acolchado de satén del interior de la tapa.
Sintió una contracción involuntaria en los músculos faciales. «Está en aquel ataúd —pensó—. Tienes que atravesar esta sala y la próxima, y mirar». Sentía su cara extrañamente rígida, al igual que su cuerpo. Simplemente acércate al ataúd. ¿Acaso no es eso lo que hace la gente?
Veía cómo los demás lo hacían. Una persona detrás de otra se acercaban al féretro y miraban hacia abajo, a la mujer que había dentro.
De todas formas, tarde o temprano alguien notaría su presencia. Alguien, quizá, preguntaría quién era. «Dime, ¿quiénes son todas estas personas? ¿Lo saben? ¿Quién es Rowan Mayfair?»
Pero por ahora —mientras observaba a los hombres de traje claro y a las mujeres con bonitos vestidos, muchas con sombreros y algunas incluso con guantes— era invisible. Hacía años que no veía mujeres con colores alegres y vestidos entallados con faldas amplias y elegantes. Debía de haber doscientas personas dando vueltas, gente de todas las edades.
Veía ancianos con calvas rosadas, traje de lino y bastón, jóvenes ligeramente incómodos con cuello y corbata. Las nucas, tanto de los jóvenes como de los viejos, parecían todas vulnerables. Hasta había chiquillos que correteaban entre los adultos, y bebés con ropa de encaje en brazos de sus padres, y niños que gateaban por la alfombra roja.
Y una niña, de unos doce años, que la miraba fijamente y llevaba una cinta en su cabello pelirrojo. Nunca en su vida había visto en California a una niña de esa edad, ni de ninguna otra, con un auténtico lazo en el pelo, y éste en concreto era grande, de raso amarillo.
Todo el mundo de punta en blanco. ¿Se decía así? Y la charla era casi festiva. Como en una boda, pensó, aunque tenía que reconocer que nunca había estado en ese tipo de bodas. La habitación no tenía ventanas, aunque era posible que estuvieran ocultas por los cortinajes de damasco blanco.
El gentío se movió y se dispersó, de modo que pudo ver el ataúd casi entero. Un anciano frágil, con traje gris a rayas, miraba a la muerta, alejado de todos. Con gran esfuerzo, el hombre se arrodilló sobre un reclinatorio. ¿Cómo llamaba Ellie a esas cosas? «Quiero que haya un prie-dieu junto a mi féretro». Rowan no había visto un traje gris a rayas de verano en su vida. Pero los conocía de las películas, las viejas películas en blanco y negro, en las que había viejos ventiladores de aspas y un loro que chasqueaba en su palo, mientras Sidney Greenstreet decía algo siniestro a Humphrey Bogart.
Y esto era así; no por lo siniestro, sino por la atmósfera de época. Se había sumergido en el pasado, en una época que en California estaba enterrada. Y quizá por ello era inesperadamente acogedor, como en aquel episodio de la serie de televisión Dimensión desconocida, en el que un apresurado hombre de negocios se apea del tren en un pueblo felizmente detenido en el tranquilo siglo XIX.
«Nuestros funerales en Nueva Orleans eran como deben ser. Dile a mis amigos que vengan». Pero la austera ceremonia de Ellie no se parecía en nada a ésta, con sus amigos esqueléticos y bronceados, turbados por la muerte, sentados incómodos en el borde de las sillas plegables. «No hemos mandado flores porque a ella no le hubiera gustado, ¿verdad?» Una cruz de acero inoxidable, palabras sin sentido, y el hombre que las decía, un desconocido total.
¡Ah, y mira estas flores! Mirara adonde mirase las veía, deslumbradores ramos de rosas, lirios, gladiolos. Incluso había algunas cuyos nombres no conocía. Arreglos bien dispuestos entre las sillas de patas labradas, coronas grandiosas detrás y cinco o seis ramos en los rincones. Todas ellas con gotitas de rocío que brillaban mientras se agitaban en el aire helado, repletas de cintas y lazos blancos, algunas con el nombre Deirdre en letras plateadas. Deirdre.
De repente lo vio por todas partes. Deirdre, Deirdre, Deirdre, las cintas mudas lloraban el nombre de su madre. Las damas, con sus bonitos vestidos, bebían vino blanco en copas empañadas y la niña con el lazo la miraba, y una monja, hasta una monja con un hábito azul oscuro, velo blanco y calcetines negros, estaba sentada en el borde de una silla, encorvada sobre su bastón, con la cabeza levantada y una pequeña nariz aquilina que brillaba, mientras un hombre le hablaba al oído y unas chiquillas la rodeaban.
Y el aroma de todos estos ramos invadía la habitación. Ellie solía decir que en California las flores no olían. Un perfume suave y agradable flotaba por la sala. Ahora Rowan comprendía. La tibieza del aire de fuera era tibia, y húmeda la humedad de la brisa. Parecía como si todos los colores que la rodeaban fueran cada vez más intensos.
Pero volvía a sentir náuseas y el fuerte perfume la hacía sentir peor. El ataúd estaba lejos. La gente ahora lo tapaba. Volvió a pensar en la casa, esa casa alta y oscura en una «esquina de Garden District», como se la había descrito el conserje del hotel. Tenía que ser la casa que a Michael tanto le gustaba ir a ver. A no ser que hubiera cientos de ese tipo, cientos con una verja de hierro con dibujos de rosas, con una buganvilla que caía en cascada por el muro gris descolorido. Ah, qué casa tan hermosa.
De pronto la gente se separó y una vez más ella vio el flanco del ataúd. Desde donde estaba, ¿no veía el perfil de una mujer sobre la almohada de satén? El ataúd de Ellie estaba cerrado. Graham ni siquiera había tenido funeral. Sus amigos se reunieron en un bar del centro.
Vas a tener que acercarte a aquel ataúd. Vas a tener que mirar dentro. Para eso has venido y por eso has roto con Ellie y con el papel de la caja fuerte, para ver el rostro de tu madre con tus propios ojos. ¿Pero todo esto sucede en realidad o estoy soñando? Mira esa niña de vestido blanco que coge a la anciana por el hombro, ¡lleva una faja y calcetines blancos!
Ojalá Michael estuviera aquí. Éste era el mundo de Michael. Ojalá pudiera quitarse los guantes y tocar la mano de la difunta. ¿Pero qué vería? ¿Un empleado de la funeraria inyectándole líquido de embalsamar en las venas? ¿O la sangre que desagua por la canaladura de la mesa de mármol de embalsamar?
Bueno, ¿qué esperas? ¿Por qué no te mueves?
Rowan retrocedió y se apoyó contra el marco de la puerta, mientras observaba a una anciana de pelo amarillento que abría los brazos ante tres niños pequeños. La fueron besando de uno en uno en sus fláccidas mejillas; ella asentía con la cabeza. ¿Toda esta gente es pariente de mi madre?
Volvió a ver la casa despojada de todos los detalles, oscura e increíblemente grande. Comprendía por qué Michael amaba aquella casa y amaba este lugar. Él no sabía que todo esto estaba sucediendo. Se había marchado. Y quizás eso sería todo, sólo un fin de semana, y luego la interminable sensación…
La puerta se abrió detrás de ella y Rowan se apartó en silencio. Una pareja de ancianos pasó junto a ella como si no existiera. Una mujer imponente de hermoso cabello gris oscuro avanzó majestuosamente, con un andar contoneante y un impecable vestido camisero de seda, acompañada de un hombre con un traje blanco arrugado, cuello ancho y una voz suave.
«¡Beatrice!», la saludó alguien. Un joven muy guapo besó a la hermosa dama de cabello gris. «Pasa, querida —dijo una voz de mujer—. No, nadie la ha visto, supongo que llegará en cualquier momento». Voces como la de Michael, pero diferentes. Dos hombres que conversaban en voz baja, con copas de vino, se interpusieron entre ella y la pareja que acababa de entrar, mientras se dirigían al segundo salón. Otra vez estaba abierta la puerta que daba a la calle. Una ráfaga de calor, tráfico.
Rowan se colocó en el rincón. Ahora veía el ataúd con claridad; media tapa estaba cerrada sobre la parte superior del cuerpo. No sabía por qué pero le parecía algo grotesco. No veía la cabeza de la mujer, pero sabía que estaba allí, apenas divisaba el color de la piel sobre el blanco resplandor del satén blanco. Vamos, Rowan, adelante.
Acércate al ataúd. ¿Es más difícil que entrar en el quirófano? Por supuesto, todos te verán, pero no sabrán quién eres. Otra vez esa contracción, esa rigidez en los músculos de la cara y la garganta. No podía moverse.
En aquel momento alguien le decía algo, y sabía que tenía que volverse y responder, pero no lo hizo. La niña del lazo la miraba. ¿Por qué no contesta?, pensaría la niña.
—… Jerry Lonigan, ¿en qué puedo servirla? ¿No será usted la doctora Mayfair?
Rowan lo miró de un modo estúpido.
Mandíbulas fuertes y unos bellísimos ojos azules, como de porcelana; no, como de mármol, unos ojos perfectamente redondos y azules.
—¿Doctora Mayfair?
Ella bajó la mirada y vio su mano: grande, pesada, una garra. Cógela. Responde, si puedes. La contracción de su rostro era cada vez peor, empezaba a afectarle los ojos. Hizo un pequeño gesto con la cabeza, señalando el lejano ataúd. Quiero… pero no salía ni una palabra. Vamos, Rowan, no has volado tres mil kilómetros para esto.
El hombre la cogió por el hombro, y la empujó suavemente hacia delante.
—¿Quiere verla, doctora Mayfair?
Mírala, habla con ella, conócela, ámala, deja que ella te ame… Sentía su rostro como una estatua de hielo. Y sus ojos estaban exageradamente abiertos, lo sabía.
Miró hacia los ojos azules de aquel hombre y asintió con la cabeza. Parecía que el silencio se hubiera apoderado de todos. ¿Tan alto había hablado? Pero no, no había dicho ni una palabra. Seguramente no sabían quién era, aunque parecía que todos se volvían para mirarla, y mientras entraba con este hombre a la segunda sala, un murmullo viajaba de boca en boca.
Hasta los niños habían dejado de jugar. La habitación parecía oscurecerse mientras todos se movían en silencio unos pocos pasos.
—¿Quiere sentarse, doctora Mayfair? —preguntó el señor Lonigan.
Rowan miraba la alfombra. El ataúd estaba a cinco metros. «No levantes la mirada —pensó—, no levantes la mirada hasta que llegues al féretro. No veas algo horrible de lejos». Pero qué tenía de tan horrible, cómo iba a ser peor que una mesa de autopsias, salvo por el hecho de que… se trataba de su madre.
Una mujer se levantó detrás de la niña del lazo y puso la mano sobre el hombro de ésta.
—¿Rowan? Rowan, soy Alicia Mayfair, prima cuarta de Deirdre, y ésta es mi hija.
—Rowan, soy Pierce Mayfair —le dijo el joven guapo de su derecha; tendiéndole la mano—. Soy bisnieto de Cortland.
—Querida, soy Beatrice, tu prima. —Un vaho de perfume. La mujer de cabello gris oscuro. Una piel suave en contacto con la mejilla de Rowan. Enormes ojos grises.
—… Cecilia Mayfair, nieta de Barclay, mi abuelo era hijo de Julien y nació en la casa de First Street. Y aquí está… hermana, venga, ella es la hermana Marie Claire. Hermana, ésta es Rowan, la hija de Deirdre.
—… un placer conocerla en esta triste…
—Peter Mayfair, hablaremos más tarde. Soy hijo de Garland. ¿Le ha hablado Ellie alguna vez de mi padre?
Dios mío, eran todos Mayfair. Polly Mayfair y Agnes Mayfair, y las hijas de Philip Mayfair, y otro y otro… ¿Cuántos había? No era una familia, sino una legión. Rowan estrechaba una mano tras otra, al tiempo que se abría paso con el rollizo señor Lonigan, que la sostenía con firmeza. ¿Temblaba? No, no temblaba, es lo que llaman estremecerse.
Labios que rozaban su mejilla… Clancy Mayfair, bisnieta de Clay. Clay nació en First Street antes de la guerra civil. Aquí está mi madre, Trudy Mayfair; madre, ven, dejad pasar a…
—Encantada de conocerte, querida. ¿Has visto a Carlotta?
—La señorita Carlotta no se encuentra bien —dijo el señor Lonigan—, nos espera en la iglesia…
—… noventa años, ya sabes.
—¿Quieres un vaso de agua? Está blanca como el papel, Pierce, tráele un vaso de agua.
—Magdalene Mayfair, bisnieta de Rémy. Rémy vivió en First Street durante años. Éste es mi hijo, Garvey, y mi hija, Lindsey. Y aquí está Dan. Dan, saluda a la doctora Mayfair. Dan es el bisnieto de Vincent. ¿Le ha hablado Ellie de Clay y Vincent y…
No, nunca. Nunca me habló de nadie. «Prométeme que nunca regresarás, que nunca tratarás de averiguar». Pero ¿por qué? ¿Dios mío, por qué? Toda esta gente… ¿Por qué aquel papel y el secreto?
—¿Se encuentra bien?
—Lily, querida, Lily Mayfair, pero es imposible recordar tantos nombres, ni lo intentes.
—… aquí, por si nos necesitas. ¿Te encuentras bien?
«Sí, estoy bien, simplemente no puedo hablar. No puedo moverme. No…»
Otra vez esa contracción de los músculos faciales. Una rigidez completa de todo el cuerpo. Rowan apretó la mano del señor Lonigan, que en aquel momento les decía que ahora ella tenía que presentar sus respetos. ¿Les decía que se fueran? Un hombre le tocó la mano izquierda.
—Soy Guy Mayfair, el hijo de Andrea, y ésta es mi mujer, Stephanie, la hija de Grady, primo hermano de Ellie.
Quería corresponderles. ¿Les estrechaba la mano como correspondía? ¿Asentía como era debido? ¿Besaba a las ancianas que la besaban? Otro hombre le decía algo, pero en voz demasiado baja. Era muy viejo y le explicaba algo de un tal Sheffield. El ataúd estaba a cinco metros, como mucho. No se atrevía a levantar la mirada, ni a mirarlos a ellos por miedo a verla sin querer.
«Pero has venido para esto y debes hacerlo. Y están todos aquí, hay cientos de ellos…»
—Rowan —dijo alguien a su izquierda—, éste es Fielding Mayfair, el hijo de Clay. —Un hombre muy viejo, tan viejo que se le veían todos los huesos del cráneo debajo de una piel apergaminada, con unas ojeras profundas alrededor de ojos hundidos. Lo sostenían; no podía tenerse en pie por sí solo. Y todo este esfuerzo, ¿era para verla a ella? Rowan extendió la mano—. Quiere darte un beso, querida. —Ella le rozó la mejilla con sus labios.
Hablaba muy bajo, mientras levantaba unos ojos amarillentos hacia ella. Rowan intentaba escuchar lo que le decía: algo sobre Lestan Mayfair y Riverbend. ¿Qué era Riverbend? Cuando le estrechó la mano, la sintió suave, huesuda y fuerte.
—Creo que se va a desmayar —murmuró alguien. Seguramente no se referían a ella.
—¿Quieres que te acompañe hasta el féretro? —Otra vez el joven, el guapo, con esa cara limpia de estudiante y ojos brillantes—. Soy Pierce, nos hemos presentado hace un momento. —Unos dientes perfectos—. Primo hermano de Ellie.
Sí, el ataúd. Ha llegado el momento, ¿no? Levantó la mirada y la dirigió hacia allí, creyó que alguien se apartaba para que pudiera ver, y, en aquel preciso instante, sus ojos se movieron rápidamente hacía arriba, al otro lado del rostro que descansaba sobre la almohada. Vio las flores alrededor de la tapa levantada, un bosque de flores, y en el extremo derecho, al pie del féretro, un hombre de cabello blanco a quien conocía. La mujer morena que estaba junto a él lloraba y rezaba el rosario, y ambos la miraban. ¿Cómo era posible que conociera a alguna de estas personas? ¡Pero lo conocía! Sabía que era inglés, fuera quien fuese, y sabía qué timbre tendría su voz cuando hablara.
Jerry Lonigan la ayudó a avanzar. El guapo, Pierce, estaba junto a ella.
—Rowan no se encuentra bien, Monty —dijo la anciana, majestuosa—. Tráele un vaso de agua.
—Querida, quizá sería mejor que te sentaras.
Rowan negó con la cabeza, sin pronunciar palabra. Volvió a mirar al inglés de pelo blanco, el que estaba junto a la mujer que rezaba. La mujer lloraba y se sonaba la nariz, mientras el hombre murmuraba algo a su lado pero con los ojos fijos en Rowan. «Te conozco». Él la miraba como si ella le hablara, entonces, en aquel momento, se acordó: el cementerio de Sonoma County donde estaban enterrados Graham y Ellie; era el hombre que había visto ese día junto a la tumba. «Conozco a tu familia de Nueva Orleans». E, inesperadamente, encajó en su sitio otra pieza de aquel rompecabezas. Éste era el hombre que hacía dos noches había visto fuera de la casa de Michael de Liberty Street.
—Hija, ¿quiere un vaso de agua? —preguntó Jerry Lonigan.
¿Pero cómo era posible? ¿Cómo podía ser que este hombre estuviera allí y ahora aquí? ¿Qué tenía que ver todo esto con Michael?
Pierce dijo que iba a traer una silla.
—Que se siente aquí mismo.
Tenía que moverse. No podía quedarse allí en medio, mirando al inglés de pelo blanco, pidiéndole que explicara su presencia allí y en Liberty Street. Y fuera de su campo de visión había algo que no soportaba ver, algo que la esperaba en el ataúd.
—Aquí tienes, Rowan, agua fresca. —Olía a vino—. Toma un trago, querida.
Me gustaría tomarla, de verdad, pero no puedo mover la boca. Sacudió la cabeza y trató de sonreír. Creo que tampoco podría mover la mano. Y todos vosotros esperáis que me mueva, debo hacerlo. Siempre había pensado que los médicos que se desmayaban en las autopsias eran unos tontos. ¿Cómo una cosa así podía afectar tanto físicamente a alguien? Uno puede perder el conocimiento si lo golpean con un bate de béisbol. Ay, Dios mío, lo que aún no sabes de la vida está empezando a revelarse en esta habitación. Y tu madre está en el ataúd.
¿Qué esperabas, que te aguardara viva hasta que llegaras? Hasta que al fin te dieras cuenta… ¡aquí, en esta extraña región! Vaya, esto es como otro país.
El inglés de cabello blanco se acercó a ella. Sí, ¿quién es usted? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué está tan grotesca y teatralmente fuera de lugar? Pero en realidad no era así. Era como todos ellos, como todos los habitantes de esta extraña región, correcto y cortés, sin un toque de ironía, sin falta de naturalidad ni falsos sentimientos en su bondadoso rostro. Se colocó junto a ella y apartó con suavidad al joven guapo.
Rowan bajó los ojos. Había montones de flores a ambos lados del reclinatorio de terciopelo. Avanzó, y sin poder evitarlo clavaba las uñas en el brazo del señor Lonigan. Se esforzó por relajar la mano y, ante su sorpresa, sintió que estaba a punto de caerse. El inglés la cogió del brazo izquierdo para sostenerla mientras el señor Lonigan lo hacía del derecho.
—Rowan, escúcheme —le dijo el inglés en voz baja al oído, con ese acento cortante y melódico al mismo tiempo—, si Michael hubiera podido estaría aquí. He venido en su lugar. Llegará esta noche, en cuanto pueda.
Ella lo miró, impresionada, y una sensación de alivio casi la hizo estremecer. Michael vendría. Estaba cerca. ¿Pero cómo era posible?
—Sí, muy cerca, pero tiene unos compromisos impostergables —dijo el inglés, con tal sinceridad que parecía que hubiera inventado las palabras—; realmente no ha podido venir…
Rowan volvió a ver la silueta de la casa de First Street, esa casa de la que Michael le había hablado tanto. Recordó la primera vez que lo había visto, en el agua; parecía un diminuto montón de ropas que flotaba en la superficie, no podía ser un hombre ahogado, allí, a kilómetros y kilómetros de tierra firme…
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó el inglés, con una voz muy queda, secreta y de lo más solícita—. ¿Quiere acercarse al ataúd?
Sí, por favor, lléveme hasta allí. ¡Ayúdeme, por favor! Haga que mis piernas se muevan. Aunque en realidad ya se movían. Él la había cogido del hombro y la guiaba tranquilamente. Gracias a Dios, la gente seguía conversando alrededor de ella, aunque con un murmullo respetuoso. Ella captaba frases sueltas, al azar. «… Ella no ha querido venir al velatorio, ésa es la verdad. Está furiosa de que estemos todos nosotros». «No digas eso, tiene noventa años y está en otro mundo». «Lo sé, lo sé. Bueno, todos pueden venir a casa después. Te he dicho…»
Rowan seguía con la mirada baja, enfocada en las manijas plateadas, las flores, el reclinatorio de terciopelo que ahora estaba justo delante. Otra vez tenía náuseas. Náuseas por el calor y aquel aire fresco, inmóvil, que mezclado con el olor de las flores la envolvía como una nube de rocío. Pero tienes que hacerlo. Tienes que hacerlo tranquila y en silencio. No puedes dejar de hacerlo. «Prométeme que nunca regresarás, que nunca tratarás de averiguar».
Se obligó a levantar los ojos, lentamente, hasta ver el rostro de la muerta que descansaba sobre la almohada de satén y, poco a poco, su boca empezó a hacer un esfuerzo para hablar, transformando la rigidez en un espasmo. Luchó con todas su fuerzas para no abrir la boca y apretó los dientes. El temblor que recorría su cuerpo era ahora tan violento que el inglés la cogió con más fuerza. Él también miraba. ¡Él había conocido a su madre!
Mírala. Ahora es lo único que importa. No tienes por qué darte prisa, pensar en otra cosa ni preocuparte. Simplemente mírala, mira su cara con todos sus secretos guardados para siempre.
«Y Stella estaba tan bonita en el ataúd. Tenía una cabellera negra tan hermosa…»
—Se va a desmayar, ayúdala. ¡Pierce, ayúdala!
—No, no, nosotros la sostenemos, está bien —dijo Jerry Lonigan.
Estaba tan perfecta y horriblemente muerta, y tan encantadora. Acicalada para la eternidad, con el carmín rosado que brillaba en sus labios bien dibujados, colorete en sus impecables mejillas, y la cabellera cepillada sobre el satén, como el pelo de una niña, suelto y hermoso, y las cuentas de un rosario, sí, de un rosario entre sus dedos.
En todos aquellos años Rowan no había visto nunca nada semejante. Había visto ahogados, apuñalados y gente que había muerto en la sala del hospital mientras dormía. Los había visto en la clase de anatomía, pálidos y conservados con productos químicos, abiertos en canal después de días, meses o incluso años. Los había visto en las autopsias, con los órganos sangrantes en las manos enguantadas de los médicos.
Pero nunca así. Nunca esta muerte hermosa rodeada de seda azul y encaje, con olor a maquillaje y los dedos cruzados sobre las cuentas de un rosario. Parecía una mujer sin edad, casi una niña pequeña, con aquella inocente cabellera, con una cara sin arrugas y un carmín brillante color pétalo de rosa.
Ay, ¡ojalá pudiera abrirle los ojos! ¡Ojalá pudiera ver los ojos de mi madre! Y en esta habitación llena de ancianos, ella parece tan joven todavía…
Rowan se inclinó sobre el cuerpo y liberó con suavidad sus brazos de la mano del inglés.
Apoyó las manos sobre las de su madre. ¡Pálidas y duras! Duras como las cuentas del rosario. Frías y duras. Cerró los ojos y apretó los dedos sobre la carne rígida y blanca. Absolutamente muerta, más allá de cualquier rastro de vida, totalmente muerta.
Si Michael estuviera aquí, ¿sabría al tocarle las manos si murió sin miedo ni dolor? ¿Sabría los motivos del secreto? ¿Podría tocar esta carne horriblemente muerta y oír el canto de la vida? Ay, Dios mío, fuera quien fuese mi madre, ¿por qué me abandonó? Espero que haya muerto sin miedo ni dolor. En paz, con dulzura, como su rostro ahora. Mira sus ojos cerrados, su frente lisa.
Lentamente, levantó su mano y se enjugó las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. Se dio cuenta entonces de que ahora su rostro estaba relajado.
Dio un paso atrás, con los ojos fijos en la mujer del ataúd. Dejó que el inglés volviera a guiarla hacia una pequeña habitación que la esperaba.
El señor Lonigan decía que había llegado el momento de que se acercaran uno por uno, que había llegado el sacerdote y estaba preparado.
Rowan, sorprendida, vio a un hombre alto que se inclinaba con elegancia y besaba la frente de la difunta. Beatrice, la hermosa mujer de cabello gris, se acercó a continuación y murmuró algo mientras besaba a la mujer de igual modo. Después se inclinó un joven y luego el anciano calvo, con cierta dificultad debido a su barriga prominente, y murmuró con voz ronca, para que todos lo oyeran, mientras la besaba: «Adiós, querida».
El señor Lonigan la hizo sentar en una silla y en el momento en que se volvía una mujer morena, que lloraba, se acercó de repente a Rowan, se inclinó sobre ella y la miró a los ojos.
—Ella no quiso abandonarla —dijo con un hilillo de voz suave y rápido.
—¡Rita Mae! —la hizo callar el señor Lonigan, al tiempo que la apartaba y la sacaba al pasillo.
El inglés la miró desde su silla, inclinó ligeramente la cabeza y levantó las cejas en un gesto lleno de tristeza y sorpresa.
«No quiso abandonarla».
¿Qué sensación tendrán al besar su piel suave y dura? Y lo hacían como si fuera lo más natural, la cosa más sencilla del mundo: se inclinaba ahora la madre con el bebé en brazos, el hombre que se acercaba deprisa, y a continuación otro, muy viejo, con las manos llenas de manchas y casi sin pelo. «Ayúdame a levantarme, Cecil», decía una mujer arrodillada sobre el reclinatorio de terciopelo. Y la niña de doce años con el lazo se acercaba de puntillas.
—Rowan, ¿quiere estar a solas con ella nuevamente? Cuando todos hayan pasado, puede hacerlo usted. El sacerdote esperará. Pero no tiene por qué hacerlo si no quiere.
Rowan miró los dulces ojos grises del inglés, pero no era él quien había hablado, sino Lonigan, con el rostro brillante y rojo y esos ojos azules. En el extremo de otro salón estaba su mujer, Rita Mae, que no se atrevía a acercarse.
—Sí, a solas, una vez más —murmuró Rowan. Sus ojos buscaron los de Rita en las sombras del pequeño salón. «Es verdad», dijo ésta con los labios mientras asentía con seriedad.
Sí, darle un beso de despedida, como lo han hecho ellos…