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INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR

Novena parte

La historia de Deirdre Mayfair revisada íntegramente en 1989

Llegué a Nueva Orleans en julio de 1958 y me alojé en un hotel pequeño e informal del Barrio Francés. Luego me reuní con nuestros investigadores privados más capaces y me dediqué a consultar algunos expedientes públicos y a satisfacer mi curiosidad en otros aspectos.

Con el correr de los años habíamos conseguido los nombres de algunas personas cercanas a la familia Mayfair e intenté ponerme en contacto con ellas. Con Richard Llewellyn tuve bastante éxito, como ya ha sido explicado. Por otra parte, este informe también me mantuvo ocupado durante algunos días.

Además, me las arreglé para «conocer por casualidad» a una maestra laica de Santa Rosa de Lima, que había conocido a Deirdre y que me aclaró más o menos las razones de su expulsión. Por desgracia, esta mujer creía que Deirdre había tenido una aventura con un «hombre mayor» y que era vil y mentirosa. Algunas chicas habían visto la esmeralda Mayfair y en la escuela llegaron a la conclusión de que se la había robado a su tía. ¿Cómo si no iba a tener la chica una joya de semejante valor en la escuela?

Cuanto más hablaba con la mujer, más me daba cuenta de que el halo de sensualidad de Deirdre había causado gran impresión en quienes la rodeaban. «Era tan… madura, no sé si me explico. Verá, una chica de dieciséis años no tiene por qué tener unos pechos tan enormes».

Pobre Deirdre. Estuve a punto de preguntarle si creía que en tales circunstancias era aconsejable la mutilación, y di por terminada la entrevista. Volví al hotel, tomé un trago de coñac y me di un sermón sobre los peligros de involucrarme emocionalmente.

Por desgracia no estaba menos sensible cuando al día siguiente, y al otro, visité Garden District y pasé horas caminando por las tranquilas calles del barrio al tiempo que observaba la casa de First Street desde todos los ángulos. Después de haber leído sobre el lugar y sus habitantes durante años, me sentía de lo más excitado. Pero si alguna vez una casa rezumó maldad, era ésta.

¿Por qué?, me pregunté.

Por entonces, ya estaba muy descuidada. La pintura violeta de las paredes se había desteñido por completo. Las malas hierbas y los diminutos helechos crecían en las grietas de los parapetos. Las enredaderas en flor cubrían las galerías laterales de modo que los adornos de hierro forjado apenas se veían. Los laurocerasos silvestres tapaban el jardín.

A pesar de todo, debió de ser romántica. Incluso bajo el pesado calor del verano, con el sol ardiente que brillaba soñoliento y difuso a través de las ramas de los árboles, el lugar parecía húmedo y oscuro, decididamente desagradable. Durante las horas ociosas que contemplé la casa, noté que los transeúntes indefectiblemente cruzaban la calle y cambiaban de acera al acercarse.

Algo maligno moraba en aquella casa, vivía y respiraba, esperaba y quizá gemía.

Me recriminaba, y con razón, por dejarme llevar por las emociones y traté de definir mis propios términos. Ese «algo» era maligno porque era destructivo. «Vivía y respiraba» en el sentido de que influía a su entorno y se podía sentir su presencia. En cuanto a mi creencia de que este «algo» gemía, sólo tenía que recordar que, desde la muerte de Stella, ningún trabajador había podido reparar nada en el lugar. Desde su muerte, la decadencia de la casa había sido firme y continua. ¿Acaso no quería este «algo» que la mansión se pudriera igual que se descomponía el cuerpo de Stella en la tumba?

Tantas preguntas sin respuesta… Me dirigí al cementerio de Lafayette a visitar el panteón Mayfair. Un amable cuidador me explicó que siempre había flores frescas en los floreros de piedra delante de la cripta, aunque jamás se había visto a nadie ponerlas.

—¿Cree que es algún viejo amante de Stella Mayfair? —le pregunté.

—No —me dijo el anciano con una risa ronca—. Por Dios, no. Es él, el fantasma Mayfair. Él pone las flores. ¿Y quiere que le diga algo? A veces las saca del altar de la capilla. ¿Conoce la capilla de Prytania y Third Street? El padre Morgan vino una vez, echando chispas, parece que acababa de poner unos gladiolos y aquí estaban, delante de la tumba de los Mayfair. Se marchó directamente a tocar el timbre de First Street. Me contaron que la señorita Carl lo mandó al infierno. —El hombre no paraba de reírse de que… alguien mandara a un cura al infierno.

Alquilé un coche y me dirigí a Riverbend por la carretera del río para ver qué quedaba de la plantación. Luego llamé a nuestra investigadora de sociedad, Juliette Milton, y la invité a almorzar.

Se mostró más que dispuesta a presentarme a Beatrice Mayfair. Esta última accedió a comer conmigo y aceptó sin recelos mi superficial explicación de que estaba interesado en la historia del sur y, por ende, en la familia Mayfair.

Era una mujer de treinta y cinco años, morena y bien vestida, con un agradable acento sureño de Nueva Orleans y cierta «rebeldía» en lo tocante a la familia.

Me habló sin parar durante tres horas y me contó todo tipo de pequeñas anécdotas sobre la familia, con lo que me demostró lo que yo ya sospechaba: que en la actualidad se sabía poco y nada del pasado lejano de los Mayfair. Se trataba de una especie de leyenda de lo más vaga, en la que los nombres se mezclaban y los escándalos se habían convertido en algo casi ridículo.

Beatrice no sabía quién había construido Riverbend ni cuándo, tampoco quién había construido First Street. Creía que la había encargado Julien. En cuanto a las historias de fantasmas y de bolsas llenas de monedas, de niña las había creído, pero ahora no. Su madre había nacido en First Street y contaba algunas cosas horribles sobre aquella casa. Pero a los diecisiete años se fue de allí para casarse con Aldrich Mayfair, un bisnieto de Maurice Mayfair, al que no le gustaba que su mujer hablara de la casa.

—Mis padres eran muy reservados —explicó Beatrice—. No creo que mi padre se acuerde ya de nada. Tiene más de ochenta años; y mi madre, simplemente no quiere contarme nada. Yo no me casé con un Mayfair, así que mi marido en realidad no sabe nada de la familia.

»No recuerdo a Mary Beth; yo tenía sólo dos años cuando murió. Tengo algunas fotos mías, sentada a sus pies, en alguna de aquellas reuniones, con todos los demás chiquillos Mayfair. Pero recuerdo a Stella. Ah, me encantaba. La quería mucho.

—¿Cree usted que la casa está embrujada, que haya algo maligno…?

—Ah, Carlotta. ¡Ella sí que es mala! Pero si busca algo de ese tipo, es una lástima que no haya podido hablar con Amanda Grady Mayfair. Era la mujer de Cortland. Murió hace años. ¡Pensaba unas cosas increíbles! Pero, bueno… en cierto modo eran interesantes. Se comenta que por eso había abandonado a Cortland; ella decía que Cortland sabía que la casa estaba embrujada y que él veía y hablaba con espíritus. ¡Siempre me impresionó que una mujer adulta creyera en semejantes cosas! Pero estaba completamente convencida de que existía una especie de complot satánico. Creo que Stella provocó todo aquello de forma involuntaria. Yo era muy joven para comprenderlo. ¡Pero Stella no era una persona mala! No era ninguna reina del vudú. Simplemente se iba a la cama con el que le apetecía, y si eso es brujería, bueno, pues habría que quemar a media ciudad de Nueva Orleans.

Y así continuó la conversación. Por momentos, mientras Beatrice comía y fumaba Pall Mall, se tornaba un poco más íntima y temeraria.

—Deirdre es una persona hipersexual. Éste es su único problema. La han protegido hasta un punto ridículo. No me sorprende que se interese por cualquier extraño. Yo confío en que Cortland cuide de ella. Se ha convertido en el venerable anciano de la familia y es el único que le puede plantar cara a Carlotta. Para mí ella es la bruja del cuento. Me da escalofríos. Deberían alejar a Deirdre de ella.

Hablamos un rato más sobre una universidad de Tejas, una institución pequeña a la que asistiría Deirdre en otoño. Se trataba en realidad de una pequeña universidad estatal para mujeres, muy bien equipada y con las mismas tradiciones e instalaciones que las universidades privadas caras. La pregunta era si la horrible Carlotta la dejaría ir.

—¡Esa Carlotta sí que es una bruja!

De nuevo se dedicó a criticar a Carlotta, su forma de vestir (siempre con trajes sastres), su forma de hablar (como una empresaria), cuando de pronto se inclinó sobre la mesa y me dijo:

—¿Y sabe que esa bruja mató a Irwin Dandrich?

No, no lo sabía, jamás había oído el más mínimo comentario al respecto. En 1952 nos habían informado que Dandrich había muerto en su apartamento de un ataque al corazón, pasadas las cuatro de la tarde. Todo el mundo sabía que tenía problemas cardíacos.

—Hablé con él —me dijo Beatrice, dándose importancia y con aires dramáticos apenas ocultos— el día de su muerte. Me contó que Carlotta lo había llamado y lo acusó de espiar a la familia. «Pues bien, si quiere saber algo sobre nosotros, venga a First Street», le dijo. Yo le advertí que no fuera: «Es capaz de demandarte, de hacerte algo terrible». Pero Irwin no quiso escucharme. «Voy a ver la casa por mí mismo —dijo—, nadie ha estado allí desde la muerte de Stella». Le hice prometer que me llamaría en cuanto volviese. Pues bien, no me llamó nunca. Murió aquella misma tarde. Ella lo envenenó. Sé que lo hizo. Lo envenenó. Y cuando lo encontraron dijeron que había sido un infarto. Lo envenenó de modo que pudiera regresar a su casa y morir en su cama.

—¿Por qué está tan segura? —le pregunté.

—Porque no es la primera vez que ocurre algo así. Deirdre le contó a Cortland que había un cadáver en la buhardilla de la casa de First Street. Sí, un cadáver.

—¿Se lo dijo Cortland?

Ella asintió con seriedad.

—Pobre Deirdre, ¡cuando cuenta esas cosas a los médicos le aplican electroshocks! ¡Cortland cree que son visiones! —Beatrice sacudió la cabeza—. Así es él. Cree que la casa está embrujada, que hay fantasmas con los que se puede hablar. ¿Pero un cadáver en la buhardilla? ¡Ah, no, algo así es imposible! —Se rió en voz baja y luego se puso muy seria—. Pero apuesto a que es verdad. Recuerdo que un joven desapareció justo antes de la muerte de Stella. Me enteré años después. Me lo contó Dandrich. Un tejano de Inglaterra, decía Irwin, que había pasado una noche con Stella y luego desapareció. Le diré quién más lo sabía: Amanda. La última vez que la vi en Nueva York me dijo: «¿Y aquel hombre que desapareció de manera tan extraña?» Ella, naturalmente, lo relacionaba con lo de Cornell, el que murió en el hotel del centro después de visitar a Carlotta. Le juro que los envenena, y luego se van a casa y se mueren. Debe de ser algún producto químico de efecto retardado. El tejano era una especie de historiador, de Inglaterra. Conocía el pasado de nuestra familia…

De repente cayó en la cuenta. Yo era historiador, de Inglaterra. Se rió.

—Señor Lightner, ¡tenga cuidado! —dijo, y se echó hacia atrás, en su silla, riendo suavemente.

—Supongo que tiene razón. ¿Pero no creerá usted en todo esto, señora Mayfair?

—Pues… sí y no al mismo tiempo —respondió; tras pensar un instante sonrió—. De Carlotta me creo cualquier cosa. Pero en honor a la verdad, es demasiado tonta para envenenar a alguien. ¡Pero seguro que lo he llegado a pensar! Yo lo creí cuando murió Irwin Dandrich. Lo quería mucho. Y murió inmediatamente después de verla. Espero que Deirdre vaya a esa universidad de Tejas. Y si Carlotta lo invita a tomar el té, ¡no vaya!

Nos separamos en la esquina; la ayudé a subir a un taxi.

—Si habla con Cortland, no le diga que ha hablado conmigo. Piensa que soy una chismosa horrible. Pero pregúntele por el tejano, nunca se sabe lo que podría decir.

En cuanto nos separamos llamé a Juliette Milton, nuestra espía de sociedad.

—No se le ocurra acercarse a la casa —le pedí—, ni tener nada que ver con Carlotta Mayfair. No vuelva a almorzar con Beatrice. Le daremos un cheque muy generoso. Déjelo correr.

—¿Pero qué he hecho? ¿Qué he dicho? Beatrice es una chismosa terrible, cuenta cosas a todo el mundo. Yo no he contado nada que ya no fuera del dominio público.

—Ha hecho un excelente trabajo, Juliette. Pero hay peligro, un peligro real. Haga lo que le digo.

—Ya, le ha hablado de que Carlotta asesina gente. Es absurdo. Es sólo una vieja arpía. Mire que decir que Carlotta fue a Nueva York y asesinó a Sean Lacy, el padre de Deirdre, ¡es un auténtico disparate!

Repetí mis advertencias, o mis órdenes, por si acaso.

Al día siguiente conduje hasta Metairie, aparqué el coche y di un paseo por las tranquilas calles adyacentes a la casa de Cortland. A no ser por los enormes robles y por la aterciopelada alfombra de césped, el vecindario no tenía nada de Nueva Orleans. Podría haber sido un rico suburbio de Houston o de la ciudad de Oklahoma. Muy bonito, muy tranquilo y, aparentemente, muy seguro. No vi ni rastros de Deirdre. Ojalá estuviera contenta en este lugar tan saludable.

Estaba convencido de que debía verla bastante antes de intentar ponerme en contacto con ella. Mientras tanto, trataba de hablar con Cortland, pero él no respondía a mis llamadas. Al final, su secretaria me dijo que no quería hablar conmigo, que se había enterado de que había hablado con sus primos y que deseaba que dejara en paz a la familia.

A la semana siguiente me enteré por Juliette que Deirdre acababa de irse a la Universidad de Mujeres de Tejas, en Denton, donde el marido de Rondha Mayfair, Ellis Clement, daba clase de lengua a grupos pequeños de chicas de buena familia. Carlotta estaba absolutamente en contra; la decisión se había tomado sin su permiso y no se hablaba con Cortland.

No nos resultó difícil averiguar que habían admitido a Deirdre como «alumna especial», educada en su casa. Le habían asignado un cuarto privado en el dormitorio de alumnas de primero y se había matriculado en todas las asignaturas del curso.

Llegué a Denton dos días más tarde. La Universidad de Mujeres de Tejas era pequeña y muy bonita. Estaba situada sobre unas suaves y verdes colinas, tenía unos edificios de ladrillos cubiertos de enredaderas y unos jardines muy cuidados. Resultaba casi imposible creer que se trataba de una institución estatal.

A los treinta y seis años de edad, con prematuras canas en mi cabello y afición a los trajes de lino bien cortados, descubrí que me resultaba muy fácil dar vueltas por el campus y pasar sin problemas por un miembro del claustro docente. Me sentaba en los bancos durante largo rato y tomaba notas en mi libreta. Curioseaba en la pequeña biblioteca y vagaba por los pasillos de los viejos edificios intercambiando amables bromas con algunas profesoras y con las jóvenes estudiantes de blusas y faldas plisadas.

Vi inesperadamente a Deirdre al segundo día de mi llegada. Salía del dormitorio de primer curso, un modesto edificio estilo georgiano, y paseó por el campus durante una hora; una encantadora joven de larga cabellera negra que recorría sin rumbo los senderos serpenteantes que discurrían debajo de árboles frondosos. Llevaba la habitual blusa de algodón y la falda plisada.

Poder verla al fin me produjo cierta confusión. Observaba a toda una celebridad. Y mientras la seguía, a intervalos, sufría inesperadas agonías por lo que estaba haciendo. ¿Debía dejar a la chica en paz? ¿Debía contarle lo que sabía sobre su historia? ¿Qué derecho tenía yo de estar allí?

Observé en silencio cómo regresaba a su dormitorio. A la mañana siguiente la seguí a su primera clase, y luego a un espacioso bar en el sótano donde se tomó un café, sentada sola a una pequeña mesa, mientras ponía monedas una y otra vez en una gramola para escuchar repetidamente una triste melodía de Gershwin cantada por Nina Simone.

Me pareció que disfrutaba de su libertad. Leyó durante un rato y luego se quedó sentada mirando a su alrededor. Yo me sentía absolutamente incapaz de levantarme de mi silla e ir a su encuentro. Me marché antes que ella a mi pequeño hotel del centro.

Aquella tarde volví a vagar por el campus y tan pronto como me acerqué a su dormitorio apareció Deirdre. Esta vez llevaba un vestido de algodón blanco de manga corta ceñido al torso y una camisa bastante holgada.

Parecía caminar otra vez sin rumbo fijo, sin embargo, de forma inesperada se encaminó hacia el fondo del campus por así decirlo, alejándose de los jardines cuidados y del tráfico. Pronto me descubrí siguiéndola por un jardín botánico grande y muy descuidado, un lugar sombrío y salvaje que me hizo temer por ella a medida que se internaba por el accidentado sendero.

Al final, las altas matas de bambú borraron todo rastro de los lejanos dormitorios y de los ruidos de las calles más lejanas aún. El aire era pesado como en Nueva Orleans, aunque algo más seco.

Yo seguí por el sendero que iba a dar a un puentecillo y levanté la mirada para encontrarme con Deirdre, de pie, inmóvil bajo un árbol en flor. Levantó su mano derecha y me hizo señas de que me acercara.

—Señor Lightner —dijo—, ¿qué quiere? —Su voz era suave y ligeramente tímida. No parecía ni enfadada ni asustada. Yo no podía articular palabra. De repente me di cuenta de que llevaba la esmeralda Mayfair al cuello. Debía de tenerla debajo del vestido al salir del dormitorio.

Una señal de alarma sonó dentro de mí. Me esforcé por decir algo sencillo, honesto y educado, pero sólo pude decir:

—La he estado siguiendo, Deirdre.

—Sí, ya lo sé.

Se dio la vuelta y me hizo señas de que la siguiera. Bajó unos peldaños estrechos, cubiertos de hierba, que daban a un círculo de bancos de cemento, ocultos desde el sendero principal. El bambú crujía suavemente mecido por la brisa. El olor del estanque cercano era fétido, pero el lugar era de una belleza indiscutible.

Se sentó en uno de los bancos, la blancura de su vestido destacaba en las sombras y la esmeralda brillaba sobre su pecho.

Peligro, Lightner, me dije. Estás en peligro.

—Señor Lightner —dijo, mientras me sentaba en el banco de enfrente—, simplemente dígame que es lo que quiere.

—Deirdre, yo sé muchas cosas. Cosas sobre ti y tu madre, y la madre de tu madre, y la madre de ésta. Historias, secretos, rumores, genealogía… de verdad, todo tipo de cosas. En una casa de Amsterdam hay un retrato de una mujer, una antepasada tuya. Se llamaba Deborah. Ella fue quien compró la esmeralda en una joyería de Holanda hace cientos de años.

Nada de aquello pareció sorprenderla. Me estudiaba; era obvio que trataba de descubrir si mentía o albergaba malas intenciones.

—Deirdre —continué—, dime si te interesa que te cuente lo que sé. ¿Quieres ver las cartas de un hombre que amó a tu antepasada Deborah? ¿Quieres saber cómo murió en Francia y cómo llegó su hija a Santo Domingo? El día de su muerte, el Impulsor provocó una tormenta sobre el pueblo…

Me detuve, como si las palabras se hubieran congelado en mi boca. Su rostro había sufrido un cambio sobrecogedor. Por un momento pensé que la ira se había apoderado de ella. Luego comprendí que se consumía en una lucha interna.

—Señor Lightner —murmuró—, no quiero saber nada. Quiero olvidar lo que sé. He venido aquí para alejarme.

—Ya. —No dije nada más durante un rato.

Sentí que empezaba a calmarse. El que estaba completamente perdido era yo.

—Señor Lightner —añadió con voz firme, pero cargada de emoción—, mi tía dice que usted nos estudia porque cree que somos personas especiales, que, si pudiera, favorecería el mal que hay en nosotros por curiosidad. No, no me malinterprete. Ella quiere decir que al hablar del mal, uno lo fortalece. Que al estudiarlo, le da vida. —Sus ojos azules me imploraban comprensión. Qué aplomo demostraba, qué serenidad—. Es como los espiritistas, señor Lightner —continuó en el mismo tono educado y compasivo—, quieren hablar con los espíritus de los antepasados muertos, y a pesar de sus buenas intenciones, simplemente fortalecen a demonios sobre los que no comprenden nada…

—Sí, entiendo lo que dices, créeme que lo sé. Sólo quería darte la información, decirte que sí…

—Pero es que no quiero. Quiero dejar atrás el pasado. —Su voz titubeó ligeramente—. No quiero volver nunca más a casa.

—De acuerdo. Lo comprendo perfectamente. Pero quiero que hagas algo por mí. Memoriza mi nombre. Coge esta tarjeta y memoriza el número de teléfono. Si alguna vez me necesitas, llámame.

Cogió la tarjeta, la estudió durante un rato y luego se la metió en el bolsillo.

Yo me quedé mirando en silencio sus inocentes ojazos azules, intentando no pensar en la belleza de su cuerpo joven, en sus pechos exquisitamente moldeados por el vestido de algodón. Su rostro en la sombra me pareció lleno de infinita tristeza.

—Él es el diablo, señor Lightner —murmuró—, de verdad.

—¿Por qué llevas la esmeralda entonces? —le pregunté impulsivamente.

Una sonrisa se dibujó en su boca. Tocó la piedra, la guardó en su mano derecha y luego, de un tirón, rompió la cadena.

—Por una única razón, señor Lightner, era la manera más simple de traerla aquí. Quiero dársela. —Me la tendió y la dejó caer en mi mano.

Bajé la vista y la miré. Casi no creía que tuviera en mis manos esa joya.

—Él va a matarme —conseguí decir—. Me matará y te la devolverá.

—¡No, no puede hacer algo así! —dijo. Me miraba con expresión vacía, impresionada.

—Claro que puede.

—Dios mío —murmuró; cerró los ojos por un instante—. No puede hacer algo así —volvió a repetir, sin convicción—. No puede hacer algo así, no lo creo.

—Correré el riesgo —dije—. Me llevaré la esmeralda. Algunas personas tienen armas propias, por así decirlo. Yo puedo ayudarte a comprender tus armas. ¿Lo ha intentado tu tía? Dime lo que quieres que haga.

—Que se vaya —dijo con tristeza—, que… que nunca… que nunca vuelva a hablarme de estas cosas.

—Deirdre, ¿se aparece ante ti aunque no quieras verlo?

—Basta ya, señor Lightner. Si no pienso en él, si no hablo de él —se puso las manos en las sienes—, si me niego a mirarlo, quizá…

—¿Pero qué es lo que deseas?

—Vida, señor Lightner, vida normal y corriente. ¡No puede imaginarse lo que esas palabras significan para mí! Vida normal y corriente. Una vida como la que tiene el resto de las chicas del dormitorio, una vida con osos de peluche, novios y besos en el asiento de atrás de los coches. ¡Ni más ni menos que vida!

Deirdre estaba ahora tan enfadada que yo también empezaba a estarlo. Y todo esto era imperdonablemente peligroso. A pesar de todo, me había dado la esmeralda. La sentía en mi mano, la tocaba con el pulgar. Era tan fría y dura…

—Señor Lightner, ¿puede hacer que él se vaya? ¿Puede hacerlo su gente? Mis tías dicen que no, que sólo el sacerdote puede, pero no cree en él, señor Lightner. Y no se puede exorcizar un demonio si no se tiene fe.

—Él no se muestra ante el sacerdote, ¿verdad?

—No —dijo con amargura y una mueca que quería ser sonrisa—. ¿De qué le serviría? No es un espíritu inferior al que se pueda echar con un poco de agua bendita y unos avemarías. Él se burla de ellos.

Había empezado a llorar. Cogió la cadena de la esmeralda, me la arrancó de la mano y la tiró lo más lejos que pudo entre la maleza. Oí el ruido de agua que salpicaba, un sonido sordo y corto. Deirdre temblaba con violencia.

—Volverá —dijo—. ¡Volverá! Siempre vuelve.

—¡Quizá puedas exorcizarlo tú! Tú sola.

—Ah, sí, eso es lo que ella dice, lo que dice siempre. «¡No lo mires, no le hables, no dejes que te toque!» Pero él siempre regresa. ¡No me pide permiso! Y…

—¿Sí?

—Cuando me siento sola, cuando me siento triste…

—Aparece.

—Sí, allí está él.

La chica estaba angustiada. ¡Había que hacer algo!

—¿Y cuál es el problema si viene, Deirdre? Lo que quiero decir es, ¿qué pasa si no te opones a él, si dejas que se presente y se haga visible? ¿Cuál es el problema?

Me miró sorprendida y herida.

—No sabe lo que está diciendo.

—Sé que oponerte a él te está volviendo loca. ¿Y si dejaras de luchar?

—Me moriría —respondió— y moriría el mundo a mi alrededor. Sólo quedaría él. —Se limpió la boca con el dorso de la mano.

Cuánto tiempo había vivido con este desconsuelo, pensé, y qué fuerte es, qué desvalida y asustada está.

—Sí, señor Lightner, es verdad —dijo—. Tengo miedo. Pero no voy a morirme, lucharé con él y ganaré. Déjeme, por favor, no se me acerque nunca más. Nunca más volveré a pronunciar el nombre de ese ser, ni a mirarlo, ni a invitarlo a venir. Y él me dejará, se marchará. Encontrará a otra persona que lo vea. Alguien que… lo ame.

—¿Te ama, Deirdre?

—Sí —murmuró. Empezaba a oscurecer y ya no podía ver sus rasgos tan claramente.

—¿Qué es lo que quiere, Deirdre?

—¡Usted sabe muy bien lo que quiere! —respondió—. Me quiere a mí, señor Lightner. ¡Quiere lo mismo que usted! Porque soy yo quien lo hace real.

Se sacó del bolsillo un pañuelo arrugado y se sonó la nariz.

—Él me dijo que usted vendría. Me dijo algo extraño, algo que no puedo recordar. Algo como una maldición. «Comeré carne, beberé vino y poseeré a una mujer cuando él no sea más que polvo en su tumba».

—Ya he oído esas palabras —respondí.

—Quiero que se vaya, señor Lightner —dijo—. Es usted un buen hombre. Me cae bien. No quiero que él le haga daño. Le diré que no debe… —Se interrumpió, confundida.

—Deirdre, creo que puedo ayudarte…

—¡No!

Esperé y luego añadí con dulzura:

—Si alguna vez necesitas mi ayuda, llámame. —No me respondió. Comprendía su agotamiento, su desesperación. Le dije dónde me alojaba en Denton, que me quedaría hasta el día siguiente y que si no tenía noticias de ella, me marcharía. Sentía que había fracasado por completo, ¡pero no quería seguir haciéndole daño! Eché una mirada a los bambúes que se agitaban. Cada vez oscurecía más y en aquel frondoso jardín no había luces—. Pero tu tía se equivoca con nosotros —añadí, inseguro de su atención. Miré el trozo de cielo que se elevaba sobre nosotros, blanco en aquel momento—. Queremos decirte lo que sabemos. Queremos darte lo que tenemos. Es cierto que nos preocupamos por ti porque eres una persona especial, pero tú nos interesas muchísimo más que él. Puedes venir a nuestra casa en Londres y quedarte allí el tiempo que quieras. Te presentaremos otras personas que han visto cosas semejantes y las han combatido. Te ayudaremos. Y quién sabe, quizá podamos echarlo.

La miré, asustado al ver el dolor que reflejaba su rostro. Me miraba fijamente, del mismo modo que antes, con profunda tristeza, los ojos llenos de lágrimas y las manos inertes sobre su regazo. Y allí, justo detrás de ella, estaba él, perfectamente formado, mirándome con sus ojos pardos.

No pude evitar un grito; me puse en pie de un salto, como un tonto.

—¿Qué pasa? —exclamó Deirdre, aterrorizada, al tiempo que se ponía de pie y se echaba en mis brazos—. Dígame, ¿qué pasa?

El espíritu se había marchado. Una ráfaga de brisa cálida agitaba los altos brotes de bambú. No había nada más que sombras. Nada más que la envolvente frondosidad del jardín. La temperatura empezó a bajar poco a poco, como si se hubiera cerrado de golpe la puerta de una caldera.

Cerré mis ojos, sostuve a Deirdre lo más firmemente que pude, intenté consolarla y no temblar mientras memorizaba lo que había visto. Un hombre joven y malvado que sonreía con frialdad, de pie detrás de ella, vestido con ropa formal y oscura, poco visible, como si toda su energía se hubiese concentrado en sus centelleantes ojos, en la blancura de los dientes y en la luminosidad de la piel. Por lo demás, era el mismo personaje que tantos otros habían descrito.

Deirdre estaba histérica, se tapaba la mano con la boca y trataba de contener los sollozos. De repente, me apartó de un empujón y echó a correr por los escalones hacia el sendero.

—¡Deirdre! —la llamé. Pero se había perdido de vista en la oscuridad. Por un momento divisé una mancha blanca entre los lejanos árboles, y por último dejé de oír el ruido de sus pisadas.

Estaba solo en el viejo jardín botánico, era de noche y por primera vez en mi vida sentí pánico. Me enfadaba tener tanto miedo. Empecé a seguirla o, mejor dicho, empecé a seguir el sendero que había tomado ella, y me obligué a no correr, sino a andar a paso firme hasta que al final divisé a lo lejos las luces de los dormitorios y la carretera que había detrás. Al oír el ruido del tráfico sentí que volvía a estar a salvo.

Llegué al hotel sin ningún contratiempo, me dirigí a mi habitación y llamé a Londres. Tardaban una hora en comunicar la llamada, así que me tendí en la cama al lado del teléfono con un solo pensamiento en la cabeza: lo he visto, he visto al hombre. He visto lo que vieron Petyr y Arthur. He visto al Impulsor con mis propios ojos.

Cuando al fin conseguí la comunicación, Scott Reynolds, nuestro director, se mostró sereno pero inflexible.

—Vete inmediatamente. Vuelve a casa.

—Scott, tómatelo con calma. No he venido hasta aquí para que me asuste el espíritu al que estudiamos desde hace trescientos años.

—¿Así es como usas tu sentido común, Aaron? ¿Precisamente tú que conoces la historia de las brujas Mayfair de principio a fin? El ser no está tratando de asustarte, sino de tentarte. Quiere que atormentes a la muchacha con tus preguntas. Él la está perdiendo y tú eres su esperanza para recuperarla. La tía, sea lo que fuere tiene razón: haz que la muchacha hable de lo que le ha sucedido, y le darás a aquel espíritu la energía que desea.

Scott estaba a punto de ordenarme que volviese cuando corté. Yo era mayor que él y había rechazado el nombramiento de director. En consecuencia, lo habían nombrado a él. No iba a dejar que me apartara de este caso.

Al día siguiente dejé una nota para Deirdre en la que le decía que estaría en el Royal Court de Nueva Orleans. Conduje hasta Dallas un coche alquilado y allí tomé el tren a Nueva Orleans. Era sólo un viaje de ocho horas y pude escribir en mi diario durante el camino.

Intenté, finalmente, ordenar lo sucedido. La chica había renunciado a su historia y a sus poderes psíquicos. Su tía la había educado para que rechazara al Impulsor. Pero era evidente que hacía años que perdía la batalla. Pero ¿y si la ayudábamos? ¿No se podría romper la cadena hereditaria? ¿No abandonaría el Impulsor a la familia del mismo modo que huye un espíritu de una casa embrujada en llamas?

Incluso mientras escribía estas conjeturas, me acosaban los recuerdos de la aparición. ¡Era algo tan poderoso! Aparentemente era más corpóreo y tenía más fuerza que ningún otro fantasma que hubiera visto y, a pesar de todo, era una imagen fragmentada.

En mi experiencia, solamente los fantasmas de personas muertas recientemente tenían un aspecto tan corpóreo. Por ejemplo, el fantasma de un piloto derribado en combate puede aparecer aquel mismo día en el salón de su hermana y ésta decir luego: «¡Era tan real que hasta se veía el barro de sus zapatos!»

Los fantasmas de los muertos lejanos nunca tenían semejante densidad e intensidad.

¿Y las entidades inmateriales? Sí, podían poseer cuerpos de personas vivas o muertas, ¿pero aparecer por su cuenta con semejante solidez e intensidad?

A este ser le gustaba aparecerse, ¿no? Por supuesto, por eso lo había visto tanta gente. Le gustaba tener un cuerpo aunque sólo fuera por un instante. No hablaba con voz insonora que sólo la bruja podía oír, ni producía una imagen que existía sólo en su mente. No, de alguna manera se materializaba de modo que los demás pudieran verlo e incluso oírlo. Y, con gran esfuerzo, quizá con un esfuerzo enorme, podía parecer que lloraba o sonreía.

¿Cuáles eran sus planes entonces? ¿Disponer cada vez de más fuerza para poder tener apariciones cada vez de mayor duración y perfección? Pero, ante todo, ¿cuál era el significado del maleficio que Petyr había mencionado en su carta? «Beberé vino, comeré carne y conoceré el calor de una mujer cuando de ti ya no queden ni los huesos».

Por último, ¿por qué no me atormentaba ni me tentaba? ¿Se había servido de la energía de Deirdre para aparecer, o de la mía?

Quizás, ingenuamente, yo tenía la impresión de que mientras me mantuviera apartado de Deirdre no me haría daño. Lo que le había sucedido a Petyr van Abel tenía que ver con sus poderes de médium y la forma en que el ser los había manipulado. Yo casi carecía de poderes de este tipo.

Pero sería un error muy grave subestimar al espíritu. En lo sucesivo debía estar en guardia.

Llegué a Nueva Orleans a las ocho de la tarde, y de inmediato empezaron a ocurrir pequeños y desagradables contratiempos. Casi me atropella un taxi en la puerta de la estación. Luego, el taxi que me llevó al hotel estuvo a punto de chocar con otro vehículo cuando nos deteníamos junto a la acera.

«Coincidencias», pensé. Sin embargo, mientras subía la escalera hacia mi cuarto, en el primer piso, un trozo de la vieja barandilla de madera se rompió y casi pierdo el equilibrio. El botones se deshizo en disculpas. Una hora más tarde, cuando escribía todo esto en mi diario, se declaró un incendio en el tercer piso del hotel.

Esperé casi una hora en una calle atestada del Barrio Francés, junto con otros desdichados huéspedes, hasta que apagaron el pequeño incendio. «¿Cuál fue la causa?», pregunté. Un avergonzado empleado murmuró algo sobre un cubo de basura en un armario del pasillo y me aseguró que todo estaba perfectamente controlado.

Consideré la situación durante un buen rato. Era posible que todo fuera una coincidencia. Yo estaba ileso, al igual que todas las personas involucradas en estos pequeños incidentes, lo que necesitaba era una mente clara y firme. Decidí moverme por el mundo un poco más despacio, mirar a mi alrededor con más cuidado y tratar de no perder de vista todo lo que sucedía en torno a mí en todo momento.

Pasé la noche sin ningún otro percance, pero dormí inquieto y me desperté varias veces. A la mañana siguiente llamé a nuestros detectives de Londres y les pedí que contrataran un investigador privado de Tejas para que averiguara con discreción todo lo posible sobre Deirdre Mayfair.

Luego me senté y escribí una larga carta a Cortland. Le expliqué quién era yo, qué era Talamasca y cómo habíamos seguido la historia de la familia desde el siglo XVII, cuando uno de nuestros miembros había rescatado a Deborah Mayfair de un grave peligro en su Donnelaith natal. Le hablé también del Rembrandt de Deborah que teníamos en Amsterdam. Le expliqué que estábamos interesados en los descendientes de Deborah porque parecían tener poderes psíquicos que se manifestaban en cada generación. Estábamos deseosos de ponernos en contacto con la familia con la perspectiva de compartir el material que poseíamos con quienes también estuvieran interesados.

A continuación copié textualmente la carta para enviársela también a Carlotta Mayfair y, después de pensarlo con calma, puse al pie la dirección y el número de teléfono de mi hotel. A fin de cuentas, ¿para qué me iba a ocultar bajo un apartado de correos?

Fui en coche hasta First Street y puse la carta en el buzón de la casa. Luego me dirigí a Metairie y la eché por la ranura de la puerta. A partir de entonces me invadieron los presentimientos, así que regresé al hotel, pero no subí a mi habitación. Dejé dicho en recepción que estaría en el bar, donde pasé el resto de la tarde, saboreando una buena muestra de whisky de Kentucky mientras escribía sobre todo este asunto en mi diario.

El bar era pequeño y tranquilo y daba a un jardín muy bonito. Aunque yo estaba de espaldas a esta vista, de cara a las puertas que daban al vestíbulo, por razones que no puedo explicar muy bien, el lugar me gustaba. Poco a poco los presentimientos empezaron a desaparecer.

A eso de las ocho, levanté la mirada de mi diario y vi a alguien de pie, a mi lado. Se trataba de Cortland.

Yo acababa de terminar mi relato del informe Mayfair, como ya he dicho, y había visto muchas fotografías de Cortland. Pero no era una foto de Cortland lo que me vino a la cabeza cuando nuestras miradas se encontraron.

El hombre alto de cabello oscuro que me sonreía era la viva imagen de Julien Mayfair, muerto en 1914. Las diferencias entre ellos eran insignificantes. Era Julien, con ojos más grandes, el cabello un poco más oscuro y, quizás, una boca más generosa, pero Julien al fin. De repente la sonrisa me pareció grotesca, una máscara.

«Gracias a Dios que no es Carlotta», pensé.

—No creo que tenga noticias de mi prima Carlotta —me replicó el hombre en el acto—. Pero creo que ha llegado el momento de que usted y yo hablemos. —Tenía una voz agradable y completamente hipócrita, con un acento típico de Nueva Orleans. El brillo de sus ojos era encantador y bastante impresionante.

Este hombre o me odiaba o me consideraba un estorbo molesto.

—Otro trago para el señor Lightner, por favor, y un jerez para mí —dijo al camarero.

Se sentó frente a mí, al otro lado de la pequeña mesa de mármol, con sus largas piernas cruzadas y echadas hacia un lado.

—¿Le molesta que fume, señor Lightner? Gracias. —Y sacó una hermosa pitillera de oro del bolsillo, la abrió, me ofreció un cigarrillo que no acepté y encendió uno para él. Su alegre proceder volvió a darme la impresión de algo completamente falso. Me pregunté cómo lo vería una persona corriente.

—Me alegra mucho que haya venido, señor Mayfair —dije.

—Llámeme Cortland —respondió—, después de todo, hay demasiados señores Mayfair.

Sentí un pálpito de peligro que emanaba de él, y me esforcé por ocultar mis pensamientos.

—Con mucho gusto. Usted también puede llamarme Aaron.

Hizo un pequeño gesto afirmativo con la cabeza, sonrió espontáneamente a la camarera que nos sirvió las copas y tomó un trago de jerez.

Era una persona atractiva por fuerza. Pensé en Llewellyn y en la descripción de Julien que había oído pocos días antes. Pero debía apartar todo aquello de mi mente. Estaba en peligro. Ésa era la intuición dominante, y el discreto encanto del hombre era en parte responsable. Se consideraba muy atractivo e inteligente. Y en realidad lo era.

Miré el whisky con agua que acababan de traerme. De repente me fijé en la posición de su mano, sobre la pitillera de oro, a pocos centímetros del vaso, y supe, sin lugar a dudas, que aquel hombre tenía la intención de hacerme daño. ¡Qué extraño! Hasta entonces, siempre había pensado que la que quería hacerme daño era Carlotta.

—Ah, perdóneme —dijo con cara de súbita sorpresa, como si hubiera recordado algo—, tengo que tomar un medicamento, si consigo encontrarlo, claro. —Se palpó los bolsillos y sacó un frasco de pastillas de su abrigo—. Qué fastidio —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¿Ha disfrutado de su estancia en Nueva Orleans? —Se volvió para pedir un vaso de agua—. Sé que ha estado en Tejas y ha visitado a mi sobrina, pero sin duda habrá paseado por la ciudad. ¿Qué le parece este jardín? —preguntó, y señaló la ventana—. Tiene su historia. ¿Se la han contado?

Me volví sobre mi silla y eché un vistazo al jardín por encima del hombro. Vi las lajas desiguales, una fuente y, más allá, en sombras, un hombre de pie ante una puerta. Un hombre alto y delgado, a contraluz. Sin rostro, inmóvil. El escalofrío que me recorrió el espinazo fue casi delicioso. Seguí mirando al hombre y la figura lentamente se desvaneció.

Esperaba una ráfaga de aire caliente, pero no sentí nada. Quizás estaba demasiado lejos. O quizá me equivocaba por completo y no sabía lo que había visto ni a quién.

Tuve la sensación de que había pasado una eternidad. Luego, mientras me volvía otra vez, Cortland dijo:

—Una mujer se suicidó en este jardín. Dicen que una vez al año el agua de la fuente se tiñe de rojo por su sangre.

—Encantador —comenté en voz baja. Vi que levantaba el vaso de agua y se tomaba la mitad. ¿Estaba tragando las pastillas? El botellín había desaparecido. Eché un vistazo a mi bourbon con agua. No pensaba tocarlo por nada del mundo. Miré mi pluma, distraído, junto a mi diario, y la guardé en el bolsillo. Estaba tan concentrado en todo lo que oía y veía que no sentía la menor necesidad de hablar.

—Pues bien, señor Lightner, vayamos a lo nuestro. —Otra vez esa radiante sonrisa.

—Por supuesto —dije. ¿Qué sentía? Una curiosa excitación. Estaba sentado con Cortland, el hijo de Julien, que acababa de echar una droga, sin duda letal, en mi bebida. Pensaba que se saldría con la suya. De repente toda la oscura historia de esta familia brillaba en mi mente. Yo estaba en ella, pero no leyendo, en Inglaterra, sino aquí.

Es posible que sonriera. Sabía que a este clímax de emoción seguiría inevitablemente una abrumadora tristeza. El maldito cabrón trataba de asesinarme.

—He examinado todo lo referente a Talamasca, etcétera —dijo con una voz brillante y artificial—, y no podemos hacer nada contra ustedes. No podemos obligarlos a revelar la información que poseen sobre nuestra familia, porque, por lo visto, es de carácter enteramente privado y no pretenden publicarla ni utilizarla en contra de nosotros. Siempre que no violen ninguna ley, tampoco podemos obligarlos a detener la investigación.

—Sí, supongo que así es.

—Sin embargo, podemos crearles problemas a ustedes y a sus representantes, muchos problemas. Podemos hacer que resulte legalmente imposible que se acerquen a nosotros o a nuestras propiedades, pero nos resultaría costoso y, en realidad, no los detendría, por lo menos si son lo que dicen ser.

Se calló, dio una calada al cigarrillo y echó una mirada al bourbon con agua.

—¿Le he pedido una bebida equivocada, señor Lightner? —preguntó.

—No, no ha pedido ninguna bebida en especial —respondí—, el camarero simplemente ha traído otra copa de lo mismo que he bebido toda la tarde. Tendría que haber rechazado su invitación. Ya he bebido bastante.

Sus ojos, mientras me miraban, se endurecieron. En realidad, la máscara de su sonrisa se desvaneció por completo. Durante un momento su falta de afectación lo hizo parecer casi joven.

—No tendría que haber ido a Tejas, señor Lightner —dijo, con frialdad—. No tendría que haber molestado a mi sobrina.

—Estoy de acuerdo con usted. No debí molestarla y estoy preocupado por ella. Quería ofrecerle mi ayuda.

—Eso es muy presuntuoso por su parte, por la suya y por la de sus amigos de Londres. —Un toque de irritación o, simplemente, fastidio, porque no pensaba beber el bourbon. Lo miré durante un buen rato, mi mente se vació de tal modo que ningún sonido se interponía, ningún movimiento, ningún color… sólo su rostro estaba allí, y una vocecilla en mi cabeza que me decía lo que quería saber.

—Sí, es presuntuoso, ¿verdad? —dije—. Pero, verá, el padre de Charlotte Mayfair, nacida en Francia, en 1664, fue nuestro representante, Petyr van Abel. Cuando más adelante viajó a Santo Domingo para ver a su hija, ésta lo encerró. Y antes de que su espíritu, el Impulsor, lo matara, había copulado con su propia hija Charlotte, y como consecuencia se convirtió en el padre de la hija de esta última, Jeanne Louise. Lo que significa que fue el abuelo de Angélique y el bisabuelo de Marie Claudette el que construyó Riverbend y creó el legado que usted ahora administra en nombre de Deirdre. ¿Me sigue?

Sin lugar a dudas no podía pronunciar palabra. Se quedó sentado, inmóvil, mirándome con el cigarrillo en la mano. No percibí rastros de enfado ni de malicia. Proseguí, mientras lo observaba con cuidado.

—Sus antepasados son descendientes de nuestro representante, Petyr van Abel. Estamos muy ligados, Talamasca y las brujas Mayfair. Hay otros asuntos que en el transcurso de los años nos han unido. Stuart Townsend, otro representante nuestro, que desapareció en 1929, en Nueva Orleans, después de visitar a Stella. ¿Lo recuerda? El caso de su desaparición nunca se resolvió.

—Señor Lightner, usted está loco —afirmó, sin cambio perceptible de expresión. Apagó su cigarrillo en el cenicero, aunque ni siquiera había fumado la mitad.

—Ese espíritu de ustedes, el Impulsor, mató a Petyr van Abel —dije con tranquilidad—. ¿No era el Impulsor el que acabo de ver hace un instante? —pregunté, señalando el jardín—. ¿No es él el que está volviendo loca a su sobrina?

Cortland había sufrido un cambio notable. Su rostro, enmarcado por el cabello negro, tenía ahora un aspecto completamente inocente y perplejo.

—¿Me habla en serio? —preguntó. Eran las primeras palabras sinceras que pronunciaba desde su llegada.

—Por supuesto. ¿Para qué voy a tratar de engañar a personas que pueden adivinar el pensamiento? —Miré el vaso—. Sería algo estúpido, ¿no? Como esperar que me tomara este bourbon y sucumbiera a la droga que echó dentro, de la misma forma que Stuart Townsend o que Cornell Mayfair.

Trató de ocultar su sorpresa con una expresión vacía y tonta.

—Está usted formulando una acusación muy seria —dijo en voz baja.

—Durante mucho tiempo pensé que era Carlotta. Pero no era ella, sino usted.

—¡A quién le importa lo que usted piense! —murmuró—. ¿Cómo se atreve a decirme algo así? —En aquel momento controló su ira. Se movió ligeramente en la silla y mantuvo su mirada fija en mí mientras abría la pitillera y sacaba otro cigarrillo. Su completa hipocresía se transformó en honesta curiosidad—. ¿Qué demonios quiere, señor Lightner? —preguntó en voz baja, ansioso—. Se lo pregunto en serio, ¿qué quiere?

—¡Queremos conocerlo! —dije, bastante sorprendido al oír lo que yo mismo acababa de decir—. Queremos conocerlo, porque sabemos mucho de usted y, con todo, no sabemos nada. Queremos decirle lo que sabemos sobre usted, queremos transmitirle todos los fragmentos de información que poseemos, todo lo que sabemos sobre el lejano pasado. Queremos decirle todo lo que sabemos sobre el misterio de quiénes son ustedes y quién es él. Esperamos que usted quiera hablar con nosotros. ¡Ojalá confíe en nosotros y nos permita entrar! Y, por último, queremos llegar a Deirdre Mayfair y decirle: «Hay otras personas como tú, otras personas que ven espíritus. Sabemos que sufres y queremos ayudarte. No estás sola».

Me estudiaba con los ojos abiertos y una expresión en el rostro bastante alejada de la hipocresía. Luego se echó hacia atrás, tiró la ceniza en el cenicero y pidió otra copa.

—¿Por qué no se toma el bourbon? —pregunté—. No lo he tocado. —Otra vez me sorprendí de mí mismo. Pero la pregunta estaba en el aire.

—No me gusta el bourbon —respondió—. Gracias.

—¿Qué puso dentro?

Se sumió en sus pensamientos. Parecía triste mientras observaba al chico que le servía el trago. Jerez, como antes, en copa de cristal.

—¿Es verdad lo del retrato de Deborah Mayfair en Amsterdam que mencionó en su carta? —preguntó, levantando la mirada.

Asentí.

—Tenemos retratos de Charlotte, Jeanne Louise, Angélique, Marie Claudette, Marguerite, Katherine, Mary Beth, Julien, Stella, Antha y Deirdre…

Con un gesto de impaciencia trató de acallarme.

—Mire, he venido aquí por Deirdre —le expliqué—. He venido porque se está volviendo loca. La chica con la que he hablado en Tejas está al borde de una crisis.

—¿Cree que la ha ayudado?

—No, y siento profundamente no haberlo hecho. Si usted no quiere tener contacto con nosotros, lo comprenderé perfectamente. ¿Por qué iba a querer? Pero podemos ayudar a Deirdre, de verdad.

No hubo respuesta. Se terminó su jerez. Intenté ver los hechos desde su punto de vista, pero no pude. Yo nunca había tratado de envenenar a nadie. No tenía la menor idea de quién era este hombre. El hombre cuya historia yo conocía no era éste.

—¿Julien, su padre, hubiera hablado conmigo? —pregunté.

—De ninguna manera —dijo, y alzó la mirada como despertando de su ensimismamiento. Parecía profundamente angustiado—. ¿Pero no se ha dado cuenta, con todas sus observaciones, de que él era uno de ellos? —Se puso completamente serio y su mirada buscó la mía como si tratara de cerciorarse de mi seriedad.

—¿Y usted no es uno de ellos? —pregunté.

—No —dijo con sereno énfasis, negando suavemente con la cabeza—. De verdad, no. ¡Jamás! —Parecía terriblemente triste y avejentado—. Mire, espíenos si lo desea. Tómenos como si fuéramos una familia real…

—Exactamente.

—Ustedes son historiadores, eso por lo menos es lo que me han informado mis contactos en Londres. Historiadores, investigadores, del todo inofensivos, respetables…

—Se lo agradezco.

—Pero deje en paz a mi sobrina. Ella tiene ahora la oportunidad de ser feliz. Todo esto debe acabar, ¿comprende? Debe acabar. Y quizás ella tenga la oportunidad de ver que acaba.

—¿Es ella una de ellos? —pregunté en el mismo tono que él había usado.

—¡Por supuesto que no! ¡De eso se trata! ¡Ahora ya no queda ninguno de ellos! ¿No se da cuenta? ¿Qué es lo que han estudiado de nosotros? ¿No han visto acaso la desintegración del poder? ¡Stella tampoco era una de ellos! La última fue Mary Beth. Julien, o sea, mi padre, y luego Mary Beth.

—Lo he visto. Pero su amigo, el espectro, ¿permitirá que se termine?

—¿Usted cree en él? —Levantó la cabeza con una débil sonrisa, mientras el rabillo de sus ojos oscuros se arrugaba en silenciosa carcajada—. Vaya, ¿de verdad, señor Lightner? ¡Usted cree en el Impulsor!

—Lo he visto —contesté con sencillez.

—Imaginación, caballero. Mi sobrina me dijo que el jardín era muy frondoso y estaba muy oscuro.

—Por favor, ¿hemos llegado tan lejos para decirnos estas cosas? Lo he visto, Cortland, y sonrió cuando lo vi. Parecía muy sólido y real.

La sonrisa de Cortland se hizo más pequeña e irónica. Levantó las cejas y lanzó un suspiro suave.

—Seguro que a él le encantaría su descripción, señor Lightner.

—¿Puede Deirdre apartarlo de su lado y que la deje tranquila?

—Por supuesto que no, pero puede ignorarlo. Puede vivir su vida como si él no existiera. Antha no podía. Stella no quería. Pero Deirdre es más fuerte que Antha y que Stella. Deirdre tiene mucho de Mary Beth. Eso es lo que los demás a menudo no comprenden. —De repente pareció sorprenderse, como si dijera más de lo que tenía intenciones de decir.

Me miró a los ojos durante un momento, se guardó la pitillera y el encendedor y se puso de pie.

—Envíeme su historia. Envíemela y la leeré. Y quizá volvamos a hablar más adelante, pero no se acerque de nuevo a mi sobrina, señor Lightner. Tenga en cuenta que haré cualquier cosa para protegerla de aquellos que se proponen explotarla y hacerle daño. ¡Todo lo que haga falta!

Se dio la vuelta para marcharse.

—¿Y qué pasa con el whisky? —pregunté, y me puse de pie—. ¿Suponga que llamo a la policía y les ofrezco la bebida como prueba?

—¡Señor Lightner, esto es Nueva Orleans! —Sonrió y me guiñó un ojo con simpatía—. ¡Ahora, váyase a casa, a su garita con el telescopio y espíenos de lejos!

Observé cómo se marchaba. Tenía un andar elegante, con pasos largos y ligeros. Cuando llegó a la puerta se volvió y me hizo un gesto rápido y agradable con la mano.

Estaba a punto de recoger mi diario y mi pluma y dirigirme a la escalera, cuando levanté la mirada y me encontré con el botones en el vestíbulo, justo al otro lado de la puerta.

—Su equipaje está listo, señor Lightner —dijo, viniendo a mi encuentro—, y el coche ya está aquí. —Una cara brillante, simpática. Nadie le había dicho que él sería el encargado de echarme de la ciudad.

—¿Está todo? —pregunté—. Bien, ¿ha preparado usted el equipaje? —Y miré las dos maletas. El diario, por supuesto, lo llevaba conmigo. Pasé al vestíbulo. Vi un viejo y lujoso coche negro estacionado frente a la estrecha calle del Barrio Francés—. ¿Aquél es mi coche?

—Sí, señor, el señor Cortland dijo que nos ocupáramos de que cogiera el vuelo de las diez a Nueva York. Dijo que habría alguien en el aeropuerto con el billete. No se preocupe, tiene tiempo de sobra.

—Qué considerado. —Busqué en mi bolsillo para darle un par de billetes, pero el chico los rechazó.

—El señor Cortland se ocupará de todo, señor. Dése prisa, si no perderá el avión.

—Es verdad. Pero soy supersticioso y no me gustan los coches negros grandes. Pídame un taxi y acepte esta propina por el servicio, por favor.

El taxi, en lugar de llevarme al aeropuerto, me llevó a la estación. Me las arreglé para conseguir un camarote a St. Louis y continuar a Nueva York desde allí. Cuando hablé con Scott se mostró inflexible. Estos datos requerían una nueva evaluación. Tenía que interrumpir la investigación y regresar a casa.

Durante la travesía del Atlántico, a mitad de camino, me puse enfermo. Cuando llegué a Londres tenía mucha fiebre. Una ambulancia me esperaba para llevarme al hospital y Scott estaba allí para acompañarme. Perdía el conocimiento y lo recuperaba por momentos. «Creo que me han envenenado», dije.

Éstas fueron las últimas palabras que pronuncié durante ocho horas. Cuando recobré el conocimiento, todavía tenía fiebre y me sentía mal, pero me tranquilicé al ver que seguía con vida y que Scott y dos buenos amigos más estaban en la habitación.

—Te han envenenado, pero lo peor ya ha pasado. ¿Recuerdas lo último que has tomado antes de subir al avión?

—Aquella mujer —dije.

—Cuéntamelo.

—Estaba en el aeropuerto de Nueva York y pedí un whisky con soda. Ella estaba sola y llevaba una maleta enorme. Me pidió que llamara a un mozo de cuerda. Tosía como una tuberculosa, tenía aspecto de enferma. Se sentó a mi mesa mientras llamaba al mozo. Probablemente la habrán sacado de la calle y le habrán pagado.

—Te puso un veneno llamado ricina; se extrae de la semilla del ricino. Es muy fuerte y muy común. El mismo que probablemente Cortland puso en tu bourbon. Estás fuera de peligro, pero seguirás enfermo durante dos días.

—Dios mío. —Tenía otra vez cólicos.

—No hablarán con nosotros, Aaron —dijo Scott—. ¿Cómo van a hacerlo? ¿No ves que asesinan gente? Se ha acabado, por lo menos por ahora.

—Siempre han matado gente, Scott —comenté, aún débil—, pero Deirdre Mayfair no ha matado a nadie. Quiero mi diario. —Los cólicos eran insoportables. El médico entró en el cuarto para darme una inyección. Yo me negué.

—Aaron, es el jefe de toxicología, su reputación es impecable. También hemos controlado a las enfermeras. Además, estamos aquí, en el cuarto.

No pude regresar a la casa matriz hasta el fin de semana.

Durante mi convalecencia revisé toda la historia de la familia Mayfair, incluido el testimonio de Richard Llewellyn y el de otras personas con las que había hablado antes de ir a Tejas a ver a Deirdre.

Llegué a la conclusión de que Cortland había eliminado a Stuart y probablemente a Cornell. Todo encajaba. Sin embargo, aún quedaban muchos misterios. ¿Qué era lo que Cortland protegía cuando cometía estos crímenes? ¿Y por qué estaba siempre en conflicto con Carlotta?

Mientras, recibimos noticias de Carlotta: un aluvión de amenazadoras cartas legales de su despacho de abogados al de los nuestros en Londres, en las que nos exigía que «cesáramos y desistiéramos» de nuestra «invasión» a su vida privada, y que hiciéramos una «declaración completa» de todas las informaciones personales que teníamos sobre ella y su familia, «que nos mantuviéramos a una distancia prudencial de cien metros de cualquier miembro de su familia y de todas las propiedades familiares, y que no intentáramos de ningún modo ponernos en contacto con Deirdre Mayfair», etcétera. Continuaba en este tono hasta el hartazgo, pese a que ninguna de estas exigencias legales tenía el más mínimo valor.

Nuestros representantes legales recibieron instrucciones de no responder.

El consejo se reunió para discutir el problema.

Una vez más habíamos tratado de establecer contacto y nos habían rechazado. Seguiríamos investigando y a estos efectos me dieron carta blanca, pero nadie se acercaría a la familia en el futuro inmediato. «Si es que alguna vez nos volvemos a acercar», añadió Reynolds con mucho énfasis.

Yo no discutí la decisión. Ni siquiera podía tomar un vaso de leche sin preguntarme si me mataría, y no conseguía borrar de mi mente la sonrisa hipócrita de Cortland.

Continuación de la historia de Deirdre

Mis investigadores de Tejas eran tres detectives privados muy profesionales, dos de los cuales habían trabajado para el gobierno de Estados Unidos. Los tres tenían especial cuidado en no molestar ni asustar a Deirdre con lo que estaban haciendo.

«Me preocupa mucho la felicidad de la chica y su tranquilidad. Pero comprendan que es telépata. Si alguien se acerca a un radio de quince metros de ella, es muy probable que se dé cuenta de que la vigilan. Por favor, tengan cuidado».

No sé si me creyeron o no, pero siguieron mis instrucciones.

Deirdre no tuvo problemas en la universidad durante todo el semestre, sacó notas excelentes, tenía buena relación con sus compañeras y los profesores la apreciaban. Cada seis semanas, más o menos, constaba en el registro del dormitorio que salía a cenar con su prima Rhonda Mayfair y el marido de ésta, el profesor Ellis Clement, que también era su profesor de literatura.

El mismo registro indicaba que Cortland la visitaba a menudo y con frecuencia pasaban la noche del viernes y el sábado en Dallas.

Según los empleados del despacho, Cortland y Carlotta seguían sin hablarse. Ésta no respondía a las llamadas rutinarias de negocios de aquél y ambos cruzaban ásperas cartas sobre detalles financieros insignificantes concernientes a Deirdre.

«Él intenta hacerse con el control de todos los asuntos de Deirdre, por el bien de la chica —comentó una secretaria a un amigo—, pero la vieja no lo deja y lo amenaza con llevarlo a juicio».

Fueran cuales fuesen los detalles de la disputa, sabemos que Deirdre empezó a empeorar durante el semestre de primavera. Comenzó a faltar a clase. Las compañeras de dormitorio decían que a veces lloraba toda la noche, pero que no respondía a las llamadas a la puerta. Una noche la recogieron los vigilantes del campus en un pequeño parque del centro de la ciudad, por lo visto sin saber muy bien dónde estaba.

Al final la llamaron al despacho del decano para recriminarle su actitud. Había perdido muchas clases y, cuando asistía a ellas, los profesores informaban que estaba distraída, enferma quizás.

En abril, Deirdre empezó a tener náuseas todas las mañanas. Las chicas que iban y venían por el pasillo la oían vomitar en el cuarto de baño común. Al final fueron a ver al responsable del dormitorio.

«No es que quisiéramos ir con el cuento, pero teníamos miedo. ¿Y si intentaba hacerse daño?»

Cuando la responsable del dormitorio sugirió que era posible que estuviera encinta, Deirdre se echó a llorar y tuvieron que llevarla al hospital hasta que Cortland fue a buscarla, el 1 de mayo.

Qué sucedió después ha sido para nosotros un misterio hasta el día de hoy. Los archivos del Mercy Hospital de Nueva Orleans indican que Deirdre ingresó con toda probabilidad así que llegó de Tejas y que le dieron una habitación privada. Los cotilleos de las viejas monjas, la mayoría de las cuales eran maestras jubiladas de la escuela de St. Alphonsus que recordaban a Deirdre, corroboraron rápidamente que el doctor Gallager, el médico de cabecera de Carlotta, atendía a Deirdre, y confirmaron que sí, que esperaba un hijo.

«La muchacha va a casarse —explicó el doctor a las hermanas—, y no quiero que se hagan comentarios crueles sobre ella. El padre es un profesor universitario de Denton, Tejas, y ahora está camino de Nueva Orleans».

Tres semanas después, cuando la llevaron en ambulancia a First Street, fuertemente sedada y con una enfermera de guardia, la noticia de que Deirdre estaba embarazada, que se casaría pronto con un profesor universitario y que además era «un hombre casado», ya circulaba por toda la parroquia.

Para los que conocían a la familia de generaciones anteriores, fue un escándalo. Las ancianas cuchicheaban sobre el tema en las escaleras de la iglesia. ¡Deirdre Mayfair y un hombre casado! La gente miraba de reojo a la señorita Millie y a la señorita Belle. Algunos decían que Carlotta no lo consentiría. Pero un día, las señoritas Belle y Nancy llevaron a Deirdre a Gus Mayer para comprarle un hermoso vestido azul y unos zapatos de satén a juego, un bolso blanco y un sombrero, todo para la boda.

«Estaba tan sedada que creo que no sabía ni dónde estaba —explicó una de las vendedoras—. La señorita Millie lo eligió todo, mientras ella estaba sentada, blanca como un papel, diciendo “Sí, tía Millie”, con voz pastosa».

Existen pruebas que indican que Deirdre no tuvo alternativa. La medicina de entonces creía que la placenta protegía al feto de las drogas que se administraban a la madre. Y las enfermeras dicen que estaba tan sedada cuando se fue del hospital que ni siquiera sabía lo que sucedía. Carlotta se había presentado en el hospital un día de semana, por la tarde temprano, y había conseguido que le dieran el alta.

Cortland fue a buscarla aquella misma tarde —me contó más tarde la hermana Bridget Marie—, ¡y cuando descubrió que la chica ya no estaba casi se muere!

Los informes del despacho de abogados aumentaban el misterio. Cortland y Carlotta se peleaban a gritos por teléfono, a puertas cerradas. Cortland comentó a su secretaria que Carlotta creía que podía cerrarle las puertas de la casa donde había nacido. Pues bien, ¡estaba loca si pensaba que podía hacerlo!

El 1 de julio, otra noticia conmovió los cotilleos de la parroquia: el futuro marido de Deirdre, «el profesor universitario» que iba a dejar a su mujer para casarse con ella, había muerto en un accidente de circulación en la carretera del río. Con la dirección rota, el coche había dado un giro a la derecha a gran velocidad y se estrelló contra un roble. A continuación, el vehículo explotó y se incendió. Deirdre Mayfair, soltera y menor de edad, iba a dar al niño en adopción. Se trataría de una adopción familiar y Carlotta ya lo estaba arreglando.

«Cuando mi abuelo se enteró de la adopción lo tomó como una ofensa —explicó Ryan Mayfair muchos años después—. Quería hablar con Deirdre, oír de sus propios labios que quería dar la criatura en adopción. Pero no lo dejaron entrar en First Street. Al final, recurrió al padre Lafferty, el párroco, pero Carlotta lo tenía en el bolsillo, estaba absolutamente de parte de ella».

Todo esto suena de lo más trágico. Parece como si Deirdre, de no haberse matado el padre de la criatura, que venía de Tejas para casarse con ella, habría podido escapar a la maldición de First Street. La historia de este triste escándalo se repitió durante años por toda la parroquia. Rita Mae Lonigan me la llegó a contar en 1988. Según todo parece indicar, el padre Lafferty creyó la historia del padre de la criatura e innumerables informes señalan que los primos Mayfair también, así como Beatrice y Pierce Mayfair. Incluso Rhonda Mayfair y su marido, Ellis Clement de Denton, Tejas, parecen haberla creído, o al menos la vaga versión que con el tiempo les contaron.

Pero esta historia no es cierta.

Casi desde el principio, nuestros investigadores se echaron las manos a la cabeza, perplejos. ¿Un profesor de la universidad con Deirdre Mayfair? ¿Quién? La vigilancia constante descartaba por completo la posibilidad de Ellis Clement, el marido de Rhonda Mayfair. Apenas conocía a Deirdre Mayfair.

En realidad, jamás existió ningún hombre de Denton, Tejas, que saliera con Deirdre Mayfair, ni nadie al que se viera con ella. Y ningún profesor de aquella universidad, ni de ninguna otra de los alrededores, murió en un accidente de coche en la carretera del río de Luisiana. Para ser exactos, por lo que sabemos, nadie murió en ningún accidente en esa carretera en 1959.

¿No se ocultaría tras ese engaño una historia más trágica y escandalosa aún? Tardamos mucho en reunir todas las piezas. En realidad, cuando nos enteramos del accidente de coche en la carretera del río, la adopción del bebé de Deirdre ya estaba legalmente casi a punto. Cuando supimos que no había habido ningún accidente en aquella carretera, la adopción ya era un hecho consumado.

Documentos judiciales posteriores indican que en algún momento del mes de agosto, Ellie Mayfair fue a Nueva Orleans y firmó los papeles de adopción en la oficina de Carlotta, aunque todo parece indicar que ningún miembro de la familia supo que Ellie estaba allí.

Graham Franklin, el marido de Ellie, comentó a uno de sus socios, años más tarde, que la adopción había sido un auténtico follón. «Mi mujer dejó de dirigir la palabra a su abuelo. Él no quería que adoptásemos a Rowan. Por suerte, el desgraciado murió antes de que la criatura naciera».

La señorita Millie y la señorita Belle compraron en Gus Mayer bonitos camisones y batines para Deirdre. Las vendedoras les preguntaron por «la pobre Deirdre».

«Ay, se sobrepone lo mejor que puede —explicó la señorita Millie—, ha sido un golpe terrible, terrible». La señorita Belle comentó a una mujer de la capilla que Deirdre tenía esos «ataques horribles otra vez».

¿Qué sucedió entre bastidores durante todos aquellos meses en First Street? Apremiamos a nuestros investigadores para que averiguaran todo lo que pudieran. Por lo que sabemos, sólo una persona vio a Deirdre durante los últimos meses de su embarazo, que de hecho fue un confinamiento, y no hablamos con ella hasta 1988.

El médico que la atendía entraba y salía en silencio, al igual que la enfermera que la cuidaba ocho horas diarias.

El padre Lafferty decía que Deirdre se había resignado a la adopción.

Beatrice Mayfair pasó a visitarla pero le dijeron que no podía verla; a pesar de todo, Millie Dear la invitó a una copa de vino y le dijo que todo aquello era realmente desgarrador.

El 1 de octubre, Cortland estaba preocupado, casi desesperado, por toda la situación. Sus secretarias informaron que llamaba constantemente a Carlotta, y que intentó entrar en First Street, pero lo despidieron una y otra vez. Al final, la tarde del 20 de octubre, dijo a su secretaria que entraría en aquella casa y vería a su sobrina aunque tuviera que romper la puerta.

A las cinco de aquella tarde, una vecina lo vio sentado en el bordillo de la esquina de First Street y Chestnut Street, con la ropa desgarrada y una herida en la cabeza de la que sangraba.

«Llame a una ambulancia —me dijo—, ¡me han tirado por las escaleras!»

Aunque la vecina se sentó con él hasta que llegó la ambulancia, Cortland no dijo nada más. Lo llevaron de First Street hasta el cercano dispensario de Touro. El médico de guardia comprobó que tenía golpes graves, la muñeca rota y que sangraba por la boca. «Este hombre tiene heridas internas», dijo, y pidió ayuda inmediata.

Cortland le cogió la mano y le dijo que lo escuchara, que era muy importante ayudar a Deirdre Mayfair, pues estaba presa en su propia casa. «Le van a quitar a la criatura contra su voluntad. ¡Ayúdela!» Y se murió.

Un examen post mórtem superficial reveló hemorragias internas generalizadas y contusiones muy graves en la cabeza.

Cuando el joven residente insistió en que se llevara a cabo algún tipo de investigación policial, los hijos de Cortland lo silenciaron inmediatamente. Habían hablado con su prima Carlotta Mayfair. El padre se había caído por la escalera, no quiso que llamaran al médico y salió de la casa por su propio pie. Carlotta no podía imaginar que estuviera tan malherido. Tampoco se enteró de que se hubiera sentado en el bordillo. Estaba fuera de sí, apenadísima. La vecina tendría que haberla avisado.

En el funeral de Cortland, la familia recibió la misma versión de los hechos. Mientras la señorita Belle y la señorita Millie se sentaban en silencio en un rincón, Pierce, el hijo de Cortland, explicó a todo el mundo que seguramente estaba bajo el efecto de una conmoción cuando dijo a la vecina que un hombre lo había empujado por las escaleras. En realidad, en First Street no había ningún hombre. Carlotta misma vio la caída, al igual que Nancy, que trató de evitarla, aunque no llegó a tiempo.

En cuanto a la adopción, Pierce estaba completamente a favor. Su sobrina Ellie proporcionaría a la criatura un ambiente adecuado para que creciera con todo lo necesario. Era una pena que Cortland estuviera en contra, pero había que reconocer que tenía ochenta años. Desde hacía algún tiempo, su criterio estaba un poco deteriorado.

El funeral se desarrolló con solemnidad y sin incidentes, aunque el hombre de la funeraria recordó, años más tarde, que algunos primos, hombres mayores todos, permanecieron al fondo del salón durante «el pequeño discurso» de Pierce, burlándose amarga y sarcásticamente entre ellos. «Sí, claro, seguro que no hay ningún hombre en aquella casa —comentó uno de ellos—. Noooo, ningún hombre, sólo estas dulces ancianitas». «Yo nunca he visto a ningún hombre, ¿y tú?» «¡Ni hablar, no hay ningún hombre en First Street! ¡No, señor!»

Cuando los primos iban a visitar a Deirdre, les decían más o menos lo mismo que había dicho Pierce en el funeral. Deirdre estaba muy enferma para recibir visitas. Ni siquiera había querido ver a Cortland, estaba muy enferma. Y no sabía, ni debía saber, que Cortland había muerto.

En la actualidad, la tradición familiar indica que entonces todos coincidieron en que la adopción era lo mejor. Cortland debió mantenerse al margen. Como dijo su nieto, Ryan Mayfair: «Pobre Deirdre, tenía tantas probabilidades de ser una buena madre como la Loca de Chaillot. Pero creo que mi abuelo se sentía responsable porque fue él quien la mandó a Tejas. Creo que se culpaba por lo sucedido y quería estar seguro de que ella deseaba dar en adopción a la criatura. Pero quizá lo más importante no fueran los deseos de Deirdre».

En aquella época yo temía cada noticia que llegaba de Luisiana. Me acostaba en la cama de la casa matriz y pensaba sin cesar en Deirdre, me preguntaba si no habría una manera de averiguar qué era lo que ella quería o sentía en realidad.

La posición de Scott Reynolds, con respecto a establecer nuevos contactos, era más inflexible que nunca. Deirdre sabía cómo ponerse en contacto con nosotros. Y para el caso, también Carlotta Mayfair. No podíamos hacer nada más.

No me enteré hasta enero de 1988 —casi treinta años más tarde, durante una entrevista con una ex compañera de escuela, Rita Mae Dwyer Lonigan— que Deirdre había tratado desesperadamente de hablar conmigo, pero había fracasado.

Me desgarró el corazón enterarme de su vana petición de auxilio. Me desgarró el corazón recordar aquellas noches de hacía treinta años, cuando acostado en la cama pensaba: «No puedo ayudarla, aunque debería intentarlo. ¿Pero cómo atreverme? ¿Y cómo lograrlo?»

El hecho es que probablemente no hubiera podido hacer nada, por mucho que lo hubiera intentado. Si Cortland no había podido detener la adopción, es sensato suponer que yo no habría tenido más éxito. Sin embargo, en mis sueños me veo sacando a Deirdre de First Street y llevándomela a Londres. La veo hoy en día como una mujer sana y normal.

La realidad es muy diferente.

El 7 de noviembre de 1959, a las cinco de la mañana, Deirdre dio a luz a Rowan Mayfair, una niña rubia, sana, de tres kilos y medio. Al cabo de unas horas, cuando volvió en sí de la anestesia, se encontró rodeada por Ellie Mayfair, el padre Lafferty, Carlotta Mayfair y dos hermanas del hospital que más tarde describieron la escena con todo detalle a la hermana Bridget Marie. El padre Lafferty tenía al bebé en brazos. Explicó a Deirdre que acababa de bautizar a la niña en la capilla del hospital con el nombre de Rowan Mayfair y le enseñó el certificado de bautismo.

«Ahora besa a tu hija, Deirdre —le dijo—, y dásela a Ellie, que está a punto de irse».

Deirdre hizo lo que le dijeron. Había insistido en que la criatura llevara el apellido Mayfair y, una vez cumplida su condición, dejó que se la llevaran. Lloraba tanto que apenas pudo verla mientras la besaba. Luego dejó que Ellie la cogiera de sus brazos, volvió la cara contra la almohada y siguió sollozando.

«Es mejor dejarla sola», dijo el padre Lafferty.

Una década más tarde, la hermana Bridget Marie me explicó el significado del nombre de Rowan.

Carlotta fue la madrina de la niña. Creo que llevaron a un médico que no estaba de guardia para que fuera el padrino, tanta prisa tenían por celebrar el bautizo. Carlotta le dijo al sacerdote que el nombre de la niña sería Rowan.

—Por Dios, Carlotta Mayfair, no es el nombre de ninguna santa. A mí me parece un nombre pagano —protestó el padre Lafferty.

Y ella, con ese tono, ya sabe, con esa forma de ser que tenía, va y le dice:

—Padre, ¿no sabe que el serbal[5] ahuyenta a las brujas y protege de todo mal? No hay una sola casa en Irlanda donde la mujer no ponga una rama sobre la puerta para proteger a la familia de las brujas y la brujería, y es una tradición que se ha conservado durante la era cristiana. ¡Esta niña se llamará Rowan! —Mientras Ellie Mayfair, una hipócrita aduladora, asentía con la cabeza».

—¿Es verdad —preguntó— que en Irlanda ponían serbal en las puertas?

La hermana Bridget Marie asintió con seriedad.

—¡Y mucho bien que nos ha hecho!

¿Quién es el padre de Rowan Mayfair?

Los análisis de sangre de rutina indican que la niña tenía el mismo grupo sanguíneo que Cortland Mayfair, que murió un mes antes de su nacimiento. Permítaseme repetir aquí que Cortland pudo también ser el padre de Stella Mayfair y que recientes informaciones obtenidas en el Hospital de Bellevue han confirmado que Antha Mayfair también pudo ser hija suya.

Deirdre «se volvió loca» antes de salir del hospital, después del nacimiento de Rowan. Las monjas dicen que lloraba durante horas y que gritaba, en una habitación vacía: «¡Tú lo has matado!» En otra oportunidad, empezó a deambular durante la misa en la capilla del hospital gritando: «¡Tú lo has matado! Me has dejado sola en medio de mis enemigos. ¡Me has traicionado!» Tuvieron que sacarla a la fuerza y enviarla al Asilo Santa Ana, donde entró en estado catatónico hacia finales de mes.

«Era su amante invisible —cree hasta el día de hoy la hermana Bridget Marie—. Ella le gritaba y lo maldecía, ¿comprende?, por haber matado a su profesor de universidad. Lo había hecho porque el diablo quería a Deirdre para sí. El amante demonio, eso es lo que era, aquí, en plena ciudad de Nueva Orleans, caminando por las noches por las calles de Garden District».

Es una afirmación interesante y muy elocuente, pero puesto que es más que probable que el profesor no existiera nunca, ¿qué otro sentido se podría atribuir a las palabras de Deirdre? ¿Fue el Impulsor quien empujó a Cortland escaleras abajo o el que lo asustó de tal manera que lo hizo caer? Y si es así, ¿por qué?

Éste es en realidad el final de la vida de Deirdre Mayfair. Durante diecisiete años estuvo encerrada en diferentes hospitales psiquiátricos, en los que le administraron enormes dosis de drogas e inhumanos tratamientos de electroshocks, con breves respiros en los que regresaba a casa convertida en el fantasma de la chica que había sido.

Por último, en 1976, se la llevaron definitivamente a First Street, convertida en una inválida muda, de ojos abiertos de par en par, en perpetuo estado de vigilia, aunque sin memoria conectiva.

«Ni siquiera recuerda el momento anterior —explicó un médico—. Vive completamente en el presente, de un modo que no podemos llegar a imaginar. Podría decirse que no tiene ningún tipo de conciencia». Es una condición que padecen algunas personas muy viejas, que llegan a un grado muy avanzado de senilidad. Se las encuentra sentadas, con la mirada perdida, en hospitales geriátricos de todo el mundo. A pesar de todo, la mantienen muy sedada para evitar «ataques de ansiedad», o por lo menos eso es lo que han dicho muchos de los médicos y enfermeras que la atendieron.

¿Cómo se convirtió Deirdre Mayfair en una «idiota sin inteligencia», como la llamaban los habitantes del Canal Irlandés, en «un bonito manojo de zanahorias» sentado en una silla? Los electroshocks que le aplicaron, descarga tras descarga, en cada uno de los hospitales en los que estuvo desde 1959, sin duda contribuyeron. Luego jugaron su papel los fármacos, impresionantes dosis de tranquilizantes que casi la inmovilizaban y que le eran administrados en increíbles combinaciones, según nos revelaron los informes a medida que fuimos teniendo acceso a ellos.

¿Cómo se justifica semejante tratamiento? Deirdre Mayfair dejó de hablar con coherencia a principios de 1962. Cuando no estaba sedada, lloraba o gritaba sin cesar. De vez en cuando rompía cosas. A veces, simplemente, se acostaba con los ojos en blanco y gemía.

Con el transcurso de los años seguimos recogiendo información sobre ella. Una vez por mes, más o menos, conseguíamos «entrevistar» a algún médico o enfermera, o alguna persona que hubiera estado en la casa de First Street. Pero nuestros informes sobre lo que sucedió en realidad son fragmentados. Las historias clínicas de los hospitales son, por supuesto, confidenciales y muy difíciles de conseguir. Pero en dos de los psiquiátricos en los que fue atendida sabemos que no existe ningún informe sobre los tratamientos a los que fue sometida.

Uno de los médicos que la atendió admitió, ante las preguntas de un informador, haber destruido sus notas sobre este caso. Otro, se retiró poco después de haber tratado a Deirdre y dejó sólo algunas notas crípticas en sus breves archivos: «Incurable. Trágico. La tía pide que se continúe la medicación, sin embargo, descripciones de la tía del comportamiento del paciente no resultan creíbles».

Para hacer nuestra propia coloración de la historia de Deirdre, continuamos confiando en pruebas anecdóticas, por razones evidentes.

Aunque Deirdre haya pasado toda su vida adulta sumida en una oscuridad inducida por poderosos fármacos, hay numerosos testimonios de personas de su entorno que dicen haber visto a «un misterioso hombre de cabello castaño».

Las monjas del Asilo Santa Ana afirmaban haberlo visto: «¡Un hombre que entraba en su habitación! Sé que lo he visto». En un hospital de Tejas donde estuvo internada durante un breve período un médico afirmó ver a «un misterioso visitante», que siempre «se las arreglaba de algún modo para desaparecer precisamente cuando quería preguntarle quién era».

Hoy en día, como cuando Deirdre era niña, la mayoría de los obreros que van a la casa de First Street no pueden reparar nada. Pasa lo mismo de siempre. Incluso persisten los rumores de que «el hombre de allí» no quiere que se toque nada.

El viejo jardinero sigue trabajando en la casa y de vez en cuando pinta la verja oxidada.

Por lo demás, la casa parece aletargada bajo las ramas de los robles. Las ranas croan por las noches alrededor de la piscina de Stella, llena de lirios de agua y lirios silvestres. El columpio de Deirdre hace tiempo que se ha caído del roble del fondo del jardín. La madera del asiento, una simple tabla, yace descolorida y combada entre la hierba.

Muchas de las personas que se paran a mirar a Deirdre, sentada en la mecedora del porche lateral, han visto a «un primo muy apuesto» que la visita.

Las enfermeras a veces dejan el trabajo por culpa de «aquel hombre que entra y sale como una especie de espectro», o porque ven cosas por el rabillo del ojo o piensan que alguien las vigila.

«Hay una especie de fantasma que flota alrededor de ella —dijo una joven enfermera que avisó a su agencia que no pensaba volver nunca más a aquella casa—. Lo vi una vez, a plena luz del día. Nunca en mi vida he visto algo tan aterrador».

Cuando interrogué a la enfermera al respecto en un restaurante, tenía pocos detalles que añadir a la historia. «Simplemente, un hombre. Un hombre de cabello castaño, de ojos pardos, con un abrigo muy bonito y camisa blanca. ¡Pero, Dios mío, qué espanto, qué miedo! Estaba allí, de pie junto a ella, mirándome a plena luz del día. Yo tiré la bandeja y me puse a gritar como una loca».

Gran parte del personal médico que trabajó para la familia dejó el servicio repentinamente. Un doctor fue despedido y apartado del caso en 1976.

Nosotros seguimos el rastro de estas personas para recoger sus testimonios y grabarlos. Tratamos de explicarles lo menos posible sobre nuestras razones para indagar acerca de lo que habían visto.

Lo que estos datos sugieren es una posibilidad aterradora: que la mente de Deirdre ha sido destruida hasta el punto de no poder controlar su recuerdo del Impulsor. Es decir, ella le brinda de modo inconsciente el poder de aparecer junto a ella de una forma muy convincente. Sin embargo, no tiene el necesario grado de conciencia como para controlarlo a partir de entonces, ni para echarlo, si es que de algún modo no desea su presencia.

En resumen, es una médium sin conciencia; una bruja que se ha vuelto inoperante y ha quedado a merced de su espíritu, que siempre está cerca.

Existe también otra posibilidad muy diferente: que el Impulsor esté junto a ella para consolarla, para velar por ella y hacerla feliz de una manera que quizá no comprendemos.

En 1980, hace más de ocho años, me las ingenié para conseguir una prenda de Deirdre, una bata de algodón, que habían tirado al cubo de la basura, detrás de la casa. Me llevé la prenda a Inglaterra y la puse en manos de Lauren Grant, la vidente por contacto más poderosa de la orden.

«Veo felicidad —dijo—. Es la prenda de alguien que es absolutamente feliz. Vive en un sueño. Sueños de verdes jardines, cielos crepusculares y maravillosas puestas de sol. Hay ramas muy bajas allí. Y un columpio que cuelga de un árbol muy hermoso. ¿Es una niña? No, es una mujer. Hay una brisa tibia». Lauren frotó la bata con más fuerza, apretó la tela contra su mejilla. «Ah, y tiene un amante muy bello. Qué amante. Parece una pintura. El tipo de hombre sacado de David Copperfield. Es muy dulce, y cuando la toca, ella se entrega a él por completo. ¿Quién es esta mujer? A todo el mundo le gustaría ser ella. Por lo menos durante un rato».

Desde 1976 he visto varias veces personalmente a Deirdre Mayfair de lejos. Por aquella época yo ya había hecho tres viajes a Nueva Orleans para reunir información. Desde entonces he vuelto en numerosas oportunidades.

En cada visita encuentro algún nuevo «testigo» que puede decirme algo más sobre «el hombre de cabello castaño» y los misterios que rodean a la casa de First Street. Todas las historias son bastante parecidas. Creo que hemos asistido al final de la historia de Deirdre, aunque todavía no esté muerta.

Ha llegado ahora el momento de examinar a su única hija y heredera, Rowan Mayfair, que no ha pisado su ciudad natal desde el día en que se la llevaron, seis horas después de su nacimiento, en un vuelo continental.

Aunque es demasiado pronto para intentar organizar la información sobre Rowan en una narración coherente, existen suficientes indicios para afirmar que Rowan Mayfair, que no sabe nada de su familia, de su historia ni de su herencia, puede ser la bruja más poderosa que la familia Mayfair haya producido nunca.