INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR
Octava parte
La familia desde 1929 hasta 1956
Las consecuencias inmediatas de la muerte de Stella
En octubre y noviembre de 1929, el mercado bursátil quebró y el mundo entró en la «gran depresión». Los «alegres veinte» llegaron a su fin. Las personas ricas perdieron su fortuna. Los multimillonarios se tiraban por las ventanas y en este nuevo período de inoportuna austeridad surgió la inevitable reacción cultural a los excesos de la década de los veinte. Las faldas cortas, las fiestas inundadas de alcohol, las películas y libros con sofisticaciones sexuales pasaron de moda.
Tras la muerte de Stella, en la casa Mayfair de First Street y Chestnut Street de Nueva Orleans, las luces se apagaron y nunca más volvieron a brillar como antes. En su funeral, las velas iluminaron el ataúd abierto en medio del salón doble. Y cuando Lionel, su hermano, que la había matado de dos disparos frente a numerosos testigos, fue enterrado poco después, su cuerpo no salió de la casa, sino del aséptico salón de una funeraria de Magazine Street, a pocas manzanas de allí.
A los seis meses de la muerte de Lionel, los mueble art déco de Stella, sus numerosas pinturas modernas y sus incontables discos de jazz, blues y ragtime desaparecieron de las habitaciones de First Street. Lo que no fue a parar a las enormes buhardillas de la casa, terminó en la calle.
Los sólidos muebles victorianos, que se guardaban desde la pérdida de Riverbend, llenaron las habitaciones. Se cerraron los postigos de las ventanas que daban a Chestnut Street para no volver a abrirse jamás.
Pero estos cambios tienen poco que ver con el fin de los «alegres veinte», la quiebra de la bolsa o la gran depresión.
La firma familiar Mayfair y Mayfair hacía mucho que había sacado sus enormes fondos de los ferrocarriles y del peligroso mercado bursátil afectado por la inflación. En 1924 ya habían liquidado sus inmensas propiedades en Florida, con buenos beneficios, y mantenían las propiedades de California por el auge de las tierras del oeste. Con los millones invertidos en oro, francos suizos, minas de diamantes en Sudáfrica y en innumerables negocios lucrativos, la familia estaba una vez más en posición de prestar dinero a los amigos y primos lejanos que habían perdido todo lo que tenían. Y eso fue lo que se hizo, prestar dinero a diestro y siniestro, tejiendo una nueva trama, una incalculable red de contactos políticos y sociales, para, en última instancia, protegerse de cualquier tipo de interferencia, tal como se había hecho siempre.
Ni un solo funcionario de policía interrogó jamás a Lionel Mayfair sobre sus motivos para disparar contra Stella. Dos horas después de la muerte de su hermana, ingresaba en una clínica psiquiátrica privada, en la que cansados doctores asentían pacientes a los delirios de Lionel sobre el diablo que caminaba por los pasillos de la casa de First Street y sobre la pequeña Antha que se lo llevaba a la cama.
«Estaba allí con Antha y yo lo sabía. Todo sucedía otra vez. Y mi madre ya no estaba, no había nadie. Sólo Carlotta, que se peleaba con Stella sin cesar. Ay, no puede imaginarse los portazos y los gritos. Éramos una familia de hijos sin madre. Mi hermana mayor, Belle, cogida a su muñeca, llorando. Y Millie Dear, pobre Millie, rezando el rosario en el porche lateral y meneando la cabeza. Y Carlotta, que luchaba por ocupar el lugar de mamá, y era incapaz de hacerlo. ¡Ella es un soldadito de plomo comparada con mamá! Stella le arrojaba cosas y le decía: “¿Qué te crees, que vas a encerrarme?” Stella estaba histérica.
Niños, eso es lo que éramos. ¡Yo llamaba a su puerta y Pierce estaba dentro con ella! Yo lo sabía, y todo pasaba a plena luz del día. Ella me mentía, y él estaba con Antha, yo lo veía. ¡Lo veía constantemente! ¡Lo veía! Los veía a los dos, juntos, en el jardín. Y ella lo sabía, supo siempre que él estaba con Antha, y los dejaba.
—¿Vas a dejar que él la posea? —me preguntó Carlotta. ¿Cómo demonios iba a impedirlo? Ella tampoco podía. Antha estaba en el jardín, bajo los árboles, y cantaba con él, recogía las flores que él hacía volar por el aire. ¡Yo lo vi! ¡Yo lo vi muchas veces! Oía cómo ella se reía. ¡De esa forma solía reírse Stella! Ay, Dios, usted no lo comprende. Una familia de niños. ¿Y por qué éramos niños? Porque no sabíamos cómo ser malos. ¿Lo sabía mamá? ¿Lo sabía Julien?
¿Sabe por qué Belle es idiota? ¡Fue fruto del incesto! ¡Y Millie Dear también! Dios mío, ¿sabe que Millie Dear es hija de Julien? ¡Sí, así es! Pongo a Dios por testigo de que lo es. ¡Y ella lo ve a él y miente! Yo sé que lo ve.
—Déjala tranquila —me decía Stella—, no importa. Yo sé que Millie puede verlo. Lo sé muy bien. Llevaban cajas de champán para la fiesta. Cajas y cajas y ahí estaba Stella, bailando al compás de sus discos. “Ponte un poco decente para la fiesta, Lionel, ¿quieres?” Por el amor de Dios, ¿sabía alguien lo que sucedía? ¡Y Carl, que hablaba de mandar a Stella a Europa! ¡Cómo podía alguien lograr que Stella hiciera algo! ¿Y qué importaba que estuviera en Europa? Traté de decírselo a Pierce. Cogí a ese chico por la garganta y le dije: “Te obligaré a que me escuches. De haber podido también lo habría matado a él. Lo habría hecho, ¿por qué no me dejaron, Dios mío? ¿No te das cuenta de que ahora es Antha quien lo posee? ¿Estás ciego?” Eso fue lo que le dije. ¡Ya me dirá! ¡Están todos ciegos!»
Nos contaron que continuó así durante días y días, sin cesar. Lo arriba citado es sólo un fragmento de las notas tomadas, palabra por palabra, por el doctor para sus archivos. Luego nos informaron que «el paciente continúa con “ella” y “él” y una de esas personas se supone que es el diablo». O que: «Delira otra vez incoherencias en las que sugiere que alguien lo incitó a hacerlo, pero no está muy claro a quién se refiere».
En la noche anterior al entierro de Stella, tres días después de su asesinato, Lionel trató de escapar. A partir de entonces lo mantuvieron encerrado permanentemente.
«Nunca sabré cómo consiguieron arreglar a Stella —dijo un primo mucho tiempo después—, pero estaba preciosa».
En realidad aquélla fue su última fiesta. Dejó instrucciones detalladas sobre cómo debía hacerse todo. ¿Y sabe de lo que me enteré más tarde? ¡Que lo había escrito a los trece años! ¡Imagínese las ideas románticas de una niña de trece años!
Pero fue algo romántico para los criterios de todo el mundo; Stella yacía vestida de blanco en el ataúd abierto, situado en un extremo del largo salón, rodeada de docenas de velas de cera que daban una luz bastante espectacular.
«Le diré lo que parecía —comentó mucho después uno de los primos—. ¡Las procesiones de mayo! Con todos esos lirios, todo aquel perfume y ella de blanco como la reina de mayo».
Cortland, Barclay y Garland recibían a los cientos de primos que llegaban. A Pierce le permitieron presentar sus respetos, pero de inmediato lo enviaron a Nueva York con la familia de su madre. Se cubrieron los espejos, según la vieja costumbre irlandesa, pero nadie sabe muy bien quién ordenó hacerlo.
La noche siguiente al funeral de Stella, Lionel se despertó gritando en el asilo: «¡Él está aquí y no me dejará en paz!»
Al final de aquella semana ya le habían puesto la camisa de fuerza y el 4 de noviembre lo metieron en una celda de paredes acolchadas. Mientras los médicos discutían si someterlo a electroshocks o, simplemente, mantenerlo sedado, él pasaba las horas en cuclillas, en un rincón, sin poder sacar los brazos de la camisa de fuerza, gimiendo y tratando de apartar la cabeza de su verdugo invisible.
Las enfermeras explicaron a Irwin Dandrich que gritaba pidiendo a Stella que lo ayudase. «Me está volviendo loco. Ay, por el amor de Dios, ¿por qué no me mata? Stella, ayúdame. Stella, dile que me mate».
«Los médicos consideran que su locura es completa e incurable —escribió uno de nuestros detectives privados—. Si se curara, por supuesto tendría que enfrentarse a un juicio por asesinato. Sólo Dios sabe lo que Carlotta ha dicho a las autoridades. Es posible que no les haya dicho nada, y es posible también que nadie le haya preguntado nada».
La mañana del 6 de noviembre, Lionel, solo y desatendido, tuvo un ataque de convulsiones y murió ahogado, después de tragarse la lengua. No se realizó velatorio en el salón de la funeraria de Magazine Street. No se recibió a los primos la mañana del funeral y se les avisó de que fueran directamente a la misa de la iglesia de St. Alphonsus. Los encargados de la funeraria les informaron que no asistieran al cementerio porque la señorita Carlotta quería una ceremonia discreta.
A pesar de todo, se reunieron ante las puertas de Prytania Street de Lafayette nº 1, y observaron desde lejos cómo se colocaba el ataúd de Lionel al lado del de Stella.
Según la leyenda de la familia: «Todo había concluido, todo el mundo lo sabía. El pobre Pierce lo superó con el tiempo. Estudió una temporada en Columbia y al año siguiente ingresó en Harvard. Pero hasta el día de su muerte nadie volvió a mencionar a Stella en su presencia. ¡Cómo odiaba a Carlotta! La única vez que lo oí hablar del tema, dijo que ella era la responsable. Era ella la que tendría que haber apretado el gatillo».
Pierce no sólo se recuperó, sino que se convirtió en un brillante abogado que jugó un importante papel en la expansión de la fortuna Mayfair durante las décadas siguientes. Murió en 1986. Su hijo, Ryan Mayfair, nació en 1936 y actualmente es la persona clave de Mayfair y Mayfair. El joven Pierce, hijo de Ryan, hoy en día es el joven más prometedor de la empresa.
Pero los primos que decían que «todo había concluido» tenían razón.
Con la muerte de Stella, en efecto, había terminado el poder de las brujas Mayfair. Stella fue la primera descendiente de Deborah dotada de poderes psíquicos que murió joven y la primera que tuvo una muerte violenta. A partir de entonces ninguna bruja Mayfair volvería a «mandar» en First Street ni a asumir el control directo del legado. En realidad, la actual designada es una muda catatónica y su hija, Rowan Mayfair, es una joven neurocirujana que vive a más de tres mil kilómetros de First Street y no sabe nada de su herencia, su patrimonio, ni su familia.
El estado de la investigación en 1929
No se hizo autopsia a Arthur Langtry. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de Talamasca en Inglaterra, tal como él había dispuesto hacía bastante tiempo. No existen pruebas de que haya muerto violentamente; en realidad, su última carta, en la que describe el asesinato de Stella, indica que ya tenía algunos problemas cardíacos.
A pesar de todo, para el consejo rector de Talamasca, Arthur Langtry fue otra víctima de las brujas Mayfair. Y la visión que tuvo del espíritu de Stuart fue aceptada por expertos investigadores como una prueba de que Stuart había muerto en la casa Mayfair.
Pero lo que Talamasca quería saber era cómo había muerto exactamente. ¿Lo había matado Carlotta? Y si era así, ¿por qué?
El argumento principal que señala a Carlotta como asesina quizá ya resulte evidente y se haga incluso más evidente a medida que esta narración avance. Durante toda su vida ha sido católica practicante, abogada honesta y escrupulosa, y una ciudadana respetuosa de las leyes. Su crítica tenaz a Stella se basaba, aparentemente, en sus propias convicciones morales, o al menos eso era lo que sus familiares, amigos e incluso observadores casuales pensaban.
Por otra parte, muchas personas aseguran que Carlotta hizo todo lo necesario, excepto poner el arma en sus manos, para que Lionel disparara contra Stella.
Pero nunca hubiera puesto el arma en sus manos, una acción pública como el asesinato de Stella con semejante carga emocional, es algo muy diferente de un asesinato secreto y a sangre fría de un desconocido que apenas había tratado.
¿Acaso era Lionel el asesino de Stuart Townsend? ¿Y Stella, qué? ¿Y cómo vamos a descartar al Impulsor? Si consideramos que este ser tiene una personalidad, una historia, un perfil como se dice hoy en día, ¿el asesinato de Townsend, no se ajusta mejor al modus operandi del espíritu que al de cualquier otra persona de la casa?
Quizás habría que pensar en una trama en la que participan todos los sospechosos implicados. Por ejemplo, ¿y si Stella hubiera invitado a Townsend a First Street y éste hubiera hallado la muerte en la casa mediante la intervención violenta del Impulsor? ¿Y si Stella, aterrorizada, se hubiera dirigido a Carlotta o a Lionel, o incluso a Pierce para que la ayudaran a esconder el cuerpo y luego se hubiera asegurado de que nadie del hotel dijera una palabra?
Desgraciadamente, esta trama, y otras similares, dejan demasiadas preguntas sin responder. Por ejemplo, ¿por qué iba a participar Carlotta en semejante crimen? ¿No podía haber utilizado la muerte de Townsend para deshacerse de una vez por todas de su malcriada hermana? En cuanto a Pierce, es altamente improbable que un joven tan inocente se mezclara en algo así. (Pierce tuvo siempre una vida muy respetable.) Y cuando pensamos en Lionel debemos preguntarnos: si sabía algo sobre la muerte o desaparición de Stuart, ¿qué le impidió decirlo cuando estaba «rematadamente loco»? Sin duda habló bastante sobre todo lo que sucedía en First Street, o al menos, eso es lo que señalan los informes.
Por último, en el caso de que alguna de estas personas hubiera ayudado a Stella a enterrar el cuerpo de Townsend en el jardín, debemos preguntarnos por qué se molestarían en sacar sus cosas del hotel y obligar a los empleados a decir que nunca se había alojado en el lugar.
Quizá Talamasca se haya equivocado en abandonar la investigación referida a Townsend, en no exigir una investigación completa y en no presionar a la policía para que hiciera algo más. La verdad es que lo hicimos.
Pero durante los días que siguieron al asesinato de Stella, nadie estaba dispuesto a «molestar» a la familia Mayfair con más preguntas sobre un misterioso tejano de Inglaterra. Y nuestros investigadores, incluidos los mejores en la materia, fueron incapaces de romper el silencio de los empleados del hotel, ni de obtener la más mínima pista sobre quién les había pagado. Es ridículo pensar que la policía habría conseguido mejores resultados.
Antes de dejar este crimen no resuelto, tenemos que considerar una «opinión» muy interesante de un contemporáneo. Se trata del comentario final de Dandrich sobre el tema, transmitido a uno de nuestros detectives privados en un bar del Barrio Francés en la Navidad de 1929.
«Le contaré un secreto para que comprenda a esa familia —explicó Dandrich—, y conste que hace años que la vigilo, y no sólo para sus misteriosos pájaros de Londres. Los he vigilado del mismo modo que todo el mundo: preguntándome qué es lo que sucedía detrás de esas ventanas cerradas. El secreto es que me di cuenta de que Carlotta Mayfair no es el alma pura y la católica mojigata que finge ser. Hay algo misterioso y maligno en esa mujer. Es destructiva y vengativa. Prefiere que la pequeña Antha se vuelva loca, antes de que crezca y sea como Stella. Prefiere ver el lugar a oscuras, antes que ver a otra gente divertirse».
En apariencia, estos comentarios parecen muy simples, pero es posible que sean más ciertos que cualquiera de las observaciones de la época. Para el mundo en general, Carlotta Mayfair tenía sin duda una vida recta, juiciosa y mojigata. Asistía a misa diariamente desde 1929 en la capilla de Nuestra Señora de la Perpetua Misericordia de Prytania y contribuía con generosidad en la iglesia y en todas sus organizaciones. Aunque mantuvo una batalla personal con Mayfair y Mayfair por la administración del patrimonio de Antha, siempre fue extremadamente generosa.
Nunca la criticaron por cerrar la casa a la familia ni por negarse a restablecer la costumbre de organizar algún tipo de reuniones o encuentros. Al contrario, siempre comprendieron que era una mujer «ocupadísima» y no quisieron hacerle ninguna exigencia. En realidad, a medida que pasaba el tiempo, para la familia se convirtió en una especie de santa avinagrada. Mi opinión personal, por si puede servir de algo, al cabo de cuarenta años de estudiar a la familia, es que hay mucho de cierto en la concepción que Irwin Dandrich tenía de ella. Estoy convencido de que representa un misterio tan grande como Mary Beth o Julien, y que lo único que hemos hecho es arañar la superficie de lo que sucede en aquella casa.
Nuevas aclaraciones sobre la posición de la orden
En 1929, Talamasca decidió que en el futuro no se volvería a intentar establecer contacto personal.
Nuestro director, Evan Neville, creía ante todo que debíamos guiarnos por el consejo de Arthur Langtry y además tomar en serio la advertencia del fantasma de Stuart Townsend. Nos mantendríamos apartados de la familia Mayfair.
Sin embargo, varios miembros del consejo, más jóvenes, creían que teníamos que ponernos en contacto por correo con Carlotta Mayfair. ¿Qué daño podía hacernos escribir una carta?, sostenían, y ¿qué derecho teníamos a impedirle el acceso a nuestra información?
Todo esto precipitó un debate áspero y violento. Los miembros mayores de la orden recordaron a los más jóvenes que Carlotta Mayfair era casi con certeza la responsable de la muerte de Stuart Townsend, y era más que probable que también fuese la responsable de la muerte de su hermana Stella. ¿Qué obligación podíamos tener con semejante persona? La persona a quien debíamos nuestra información era Antha, y no podíamos siquiera considerarlo hasta que ésta alcanzara la edad de veintiún años.
Además, ante la ausencia de cualquier contacto personal que pudiera orientarnos, ¿cómo íbamos a darle nuestra información a Carlotta Mayfair y qué información podíamos darle?
¿Qué haría con la información? ¿Cómo la emplearía con Antha? ¿Cuál sería su reacción general? Y si pensábamos proporcionárselo a Carlotta, ¿por qué no hacer otro tanto también con Cortland y sus hermanos? En realidad, ¿por qué no dársela a todos los miembros de la familia Mayfair? Y si hacíamos algo así, ¿qué consecuencias tendría sobre estas personas? ¿Qué derecho teníamos a contemplar la posibilidad de intervenir en su vida de una manera tan espectacular?
El debate continuó en estos términos exaltados.
Como suele suceder siempre en tales situaciones, las reglas, los objetivos y la ética de Talamasca fueron replanteados por completo. Nos vimos forzados a reafirmar que la historia de la familia Mayfair —debido a su antigüedad y a su minuciosidad— era de un valor incalculable para nosotros como estudiosos de lo oculto, y que continuaríamos recopilando información, dijeran lo que dijesen sobre la ética y cosas por el estilo los miembros más jóvenes del consejo. Pero nuestro intento de ponernos en contacto con la familia había sido un fracaso. Esperaríamos hasta que Antha cumpliera los veintiuno y consideraríamos entonces la posibilidad de un acercamiento con mucha cautela, que dependería de las personas disponibles en aquel momento dentro de la orden para llevar a cabo la tarea.
Por otra parte, mientras continuaban las discusiones dentro del consejo, se hizo evidente que casi nadie conocía realmente la historia completa de las brujas Mayfair, porque los archivos se habían convertido en algo demasiado grande y complicado para que alguien los examinara en un período razonable.
Era obvio que Talamasca debía buscar un miembro que se ocupara sólo de esta tarea, alguien capaz de estudiar minuciosamente los archivos y que pudiera tomar decisiones inteligentes y responsables sobre la marcha. Teniendo en cuenta la trágica muerte de Stuart Townsend, se decidió que la persona encargada debía tener un nivel de erudición de primer orden, así como una vasta experiencia en trabajo de campo. En realidad, debía demostrar sus conocimientos sobre el tema preparando una narración extensa, coherente y comprensible con todo el material existente. Sólo entonces, y no antes, se le permitiría ampliar sus estudios sobre las brujas Mayfair mediante la investigación directa con miras a establecer un contacto en el futuro.
El único problema con este planteamiento fue que la orden no dio con la persona correcta hasta 1953. Y, por entonces, la trágica vida de Antha Mayfair había llegado a su fin. La beneficiaria del legado era una pálida niña de doce años, a la que ya habían expulsado de la escuela por «hablar con su amigo invisible», por hacer que las flores volaran por el aire, por encontrar objetos perdidos y por adivinar el pensamiento.
«Se llama Deirdre —dijo Evan Neville, con el rostro surcado por la preocupación y la tristeza—, y está creciendo en esa casa vieja y melancólica igual que su madre: sola, con esas ancianas que Dios sabe lo que conocen o piensan sobre su propia historia, los poderes de la niña y aquel espíritu al que ya han visto junto a ella».
El joven miembro, impresionado por esta y por otras conversaciones previas, comenzó a leer un poco al azar los documentos sobre la familia Mayfair y decidió que lo mejor era ponerse manos a la obra rápidamente.
Como obviamente yo soy aquel miembro, debo hacer una pausa para presentarme, antes de relatar la breve y triste historia de Antha Mayfair.
Aaron Lightner, el autor de esta narración, entra en escena
En nuestros archivos hay una biografía completa sobre mi persona bajo el título de Aaron Lightner. Pero a efectos de esta narración, lo siguiente es más que suficiente.
Nací en Londres en 1921. Me convertí en miembro de pleno derecho de la orden en 1943, después de terminar mis estudios en Oxford. Pero he trabajado con Talamasca desde los siete años de edad y he vivido en la casa matriz desde los quince.
En 1928, mi padre, un erudito inglés, traductor de latín, y mi madre, una americana profesora de piano, llamaron la atención de la orden con respecto a mí. Mi alarmante capacidad telequinética los decidió a buscar ayuda externa. Podía mover objetos sólo concentrándome en ellos u ordenándoles que lo hicieran. Y aunque este poder nunca fue muy fuerte, demostró ser muy perturbador para quienes veían ejemplos de él.
Mis preocupados padres sospechaban que este poder iba acompañado de otras singularidades psíquicas, de las que habían visto algunas muestras ocasionales. Me llevaron a varios psiquiatras por esas extrañas capacidades y, finalmente, uno de ellos dijo: «Llévenlo a Talamasca. Sus poderes son auténticos y ellos son los únicos que pueden ayudar a este tipo de personas».
Talamasca se mostró más que dispuesta a conversar sobre la cuestión con mis padres, que se sintieron muy aliviados. «Si tratan de anular este poder en su hijo —les explicó Evan Neville—, no llegarán a ninguna parte. Es más, pondrán su bienestar en peligro. Permítannos trabajar con él, enseñarle cómo controlar y usar sus capacidades psíquicas». Mis padres, con ciertas dudas, aceptaron.
Empecé a pasar todos los sábados en la casa matriz de las afueras de Londres, y a los diez años ya pasaba los fines de semana y los veranos. Mi padre y mi madre eran visitas frecuentes. En 1935, mi padre empezó a hacer traducciones para Talamasca de los viejos códices en latín, y trabajó con la orden hasta su muerte, en 1972, época en la que era viudo y vivía también en la casa matriz. Tanto mi padre como mi madre tenían gran cariño por la biblioteca general de la casa matriz y aunque nunca solicitaron oficialmente convertirse en miembros de la orden, toda su vida la sintieron como algo suyo. No pusieron ninguna objeción a mi ingreso, simplemente insistieron en que terminara mis estudios y no dejara que mis «poderes especiales» me apartaran antes de tiempo del «mundo normal».
Nunca he sido lo que podría llamarse un poderoso médium psíquico. En realidad, mi mejor baza es mi limitada capacidad para leer el pensamiento, que utilizo en investigaciones de campo para Talamasca, especialmente en situaciones arriesgadas. Y mi capacidad telequinética raramente resulta útil en la vida práctica.
A los dieciocho años, ya estaba hecho a la forma de vida de la orden y a sus objetivos. No podía concebir el mundo sin Talamasca. Mis intereses eran los de la orden, y su espíritu era compatible con mi forma de ser. Por mucho que fuera a estudiar a otros lugares o viajara con mis padres o compañeros de estudios, la orden se había convertido en mi auténtico hogar.
Cuando terminé mis estudios en Oxford, fui admitido como miembro de pleno derecho, pero ya había ingresado en la orden mucho antes. Las grandes familias de brujas siempre habían sido mi terreno favorito. Había leído muchos trabajos históricos sobre la caza de brujas y las personas que encajaban con nuestra definición particular de brujería siempre me habían fascinado.
Mi primer trabajo de campo estaba relacionado con una familia de brujas de Italia; lo llevé a cabo bajo la dirección de Elaine Barrett, que en aquella época y durante muchos años era la mejor investigadora de brujas de la orden.
Fue la primera que me mencionó a las brujas Mayfair en una conversación casual durante una cena. Me contó de primera mano lo sucedido con Petyr van Abel, Stuart Townsend y Arthur Langtry, y me sugirió que empezara a leer el material Mayfair en mi tiempo libre. Más de una noche del verano y el invierno de 1945 me quedé dormido con todos los papeles Mayfair desparramados por el suelo de mi cuarto. En 1946, ya tomaba notas con miras a una recopilación.
En 1953 me encomendaron formalmente la tarea: empezar la recopilación para, una vez terminada, discutir la posibilidad de enviarme a Nueva Orleans para conocer a las personas de First Street con mis propios ojos.
Una y otra vez me recordaron que cualesquiera que fueran mis aspiraciones, sólo me permitirían actuar si lo hacía con suma cautela. Antha Mayfair había muerto violentamente; al igual que el padre de su hija Deirdre. También un primo de Nueva York, el doctor Cornell Mayfair, que había ido a Nueva Orleans en 1945 expresamente para ver a la pequeña Deirdre, que contaba ocho años de edad, e investigar las afirmaciones de Carlotta que señalaban que Antha padecía demencia congénita.
Acepté las condiciones de la tarea y me puse a trabajar en la traducción del diario de Petyr van Abel. Mientras tanto, me asignaron un presupuesto ilimitado para ampliar la investigación según mi criterio. Así pues, comencé una investigación «a largo plazo» sobre el estado de las cosas y sobre Deirdre Mayfair, una niña de doce años, hija única de Antha.
Espero, a pesar de los engaños a que me ha obligado mi trabajo, no haber traicionado la confianza de nadie. El imperativo de mi vida ha sido siempre hacer el bien con mis conocimientos.
El segundo factor que influye en mis entrevistas y en el trabajo de campo es mi escasa capacidad para leer el pensamiento. Con frecuencia extraigo nombres y detalles de los pensamientos de los demás. Por lo general, no incluyo estos datos en mis informes; no es muy fiable. Pero mis descubrimientos telepáticos me han proporcionado, sin duda, claves significativas a lo largo de los años y este rasgo está relacionado estrechamente con mi aguda capacidad para percibir el peligro, como esta narración revelará más adelante…
Ahora es tiempo de volver a lo que nos ocupa, y reconstruir la trágica historia de la vida de Antha y el nacimiento de Deirdre.
Las brujas Mayfair desde 1929 hasta el presente: Antha Mayfair
Con la muerte de Stella terminó una era para los Mayfair. Y la trágica historia de su única hija, Antha, y la única hija de esta última, Deirdre, permanece velada en el misterio hasta el día de hoy.
A medida que pasaban los años, el personal doméstico de First Street disminuyó hasta terminar en un par de criadas silenciosas, inaccesibles y completamente leales; las dependencias dejaron de necesitar doncellas, mozos de establo y cocheros, y fueron cayendo en el abandono.
Las mujeres de First Street mantenían una vida de reclusión. Belle y Millie Dear se convirtieron en unas «dulces viejecitas» de Garden District que iban a diario a misa en la capilla de Prytania Street o que, mientras arreglaban el jardín sin cesar y sin ningún resultado, se paraban a conversar con los vecinos que pasaban junto a la verja.
Sólo seis meses después de la muerte de su madre, Antha fue expulsada de un internado canadiense, que fue la última institución pública a la que asistió. Le resultó increíblemente fácil a nuestro investigador privado averiguar, por medio de comentarios de los maestros, que Antha asustaba a los demás adivinando el pensamiento, hablando con un amigo invisible y amenazando a todos los que se burlaban de ella a sus espaldas. La describían como una niña nerviosa que no paraba de llorar ni de quejarse de frío aunque hiciera calor y que sufría de fiebres prolongadas y escalofríos constantes e inexplicables.
Carlotta Mayfair la fue a buscar a Canadá y se la llevó a casa en tren. Por lo que sabemos, no volvió a pasar ni una sola noche fuera de First Street hasta los diecisiete años.
Por aquella época, la casa de First Street había adquirido un aire siempre lóbrego. Nunca se abrían los postigos, la pintura gris violácea empezaba a descascarillarse y el jardín crecía silvestre junto a la verja, con laurocerasos y arbustos tropicales que brotaban entre las viejas camelias y gardenias que tan cuidadas habían estado años atrás. Cuando, en 1938, se quemó completamente el viejo establo vacío, las malas hierbas ocuparon enseguida una buena parte del terreno del fondo de la propiedad. Otra construcción en ruinas se vino abajo poco después, y no quedó nada más que una parte de las viejas dependencias de servicio y un hermoso roble gigantesco cuyas ramas se extendían por encima de la hierba salvaje apuntando a la distante casa principal.
En 1934 empezamos a recibir los primeros informes procedentes de obreros a los que les resultaba imposible terminar las reparaciones u otros trabajos de la casa. Los hermanos Molloy comentaron, en el Corona Bar, de Magazine Street, que no habían podido pintar aquel lugar porque así que se descuidaban, se encontraban con las escaleras por el suelo, la pintura derramada o las brochas tiradas en la tierra. «Debió de pasar como seis veces —explicó Davey Molloy—, se me cayó la pintura desde la escalera al suelo. Y sé muy bien que no tiré un bote de pintura lleno. Y la señorita Carlotta me dijo: “¡Fue usted el que lo volcó!” Pero cuando la escalera se cayó, conmigo encima, bueno, fue el colmo. Me fui».
El hermano de Davey, Thompson Molloy, tenía una teoría acerca de quién era el responsable. «Era el tío aquel moreno, uno que siempre nos vigilaba. Yo se lo dije a la señorita Carlotta. “¿No cree que lo hace él? Aquel tío que está siempre debajo del árbol”. Ella se comportó como si no supiera de qué le hablaba. Pero él siempre estaba ahí, vigilándonos. Estábamos haciendo un remiendo en la pared de Chestnut Street y yo vi que nos miraba por los postigos de la biblioteca. ¡Me pegó un susto tremendo! ¿Quién sería? ¿Uno de los primos? Yo allí no vuelvo a trabajar. Ya me puedo morir de hambre, que no vuelvo a trabajar en aquella casa».
En 1935, en el Canal Irlandés ya se sabía que no se podía terminar ningún trabajo «en aquella vieja casa». Ese mismo año contrataron a dos jóvenes para limpiar la piscina; uno de ellos se cayó al agua estancada y casi se ahogó. El otro se las vio negras para poder sacarlo. «Era como si no pudiera ver nada. Estaba cogido a mi compañero y gritaba pidiendo auxilio. Cada vez nos hundíamos más en aquella inmundicia, y gracias a Dios que él consiguió cogerse al borde de la piscina y me salvó. Luego salió aquella vieja de color con una toalla y gritó: “¡Alejaos de esa piscina! No os preocupéis en limpiarla, ¡simplemente apartaos de allí!”»
Poco después de aquello apareció un extraño artículo en el Times-Picayune que describía una «misteriosa mansión de los barrios altos» en la que no podía realizarse ningún trabajo. Dandrich lo recortó y lo envió a Londres.
Uno de nuestros investigadores invitó a almorzar a la periodista. La mujer estaba contenta por poder hablar sobre el tema. Sí, en efecto, se trataba de la casa Mayfair. Todo el mundo lo sabía. Un fontanero le dijo que una vez fue a reparar una cañería y se había quedado atrapado en el sótano de la casa durante horas. En realidad, hasta perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí y consiguió salir, tuvieron que llevarlo al hospital. Luego llamaron a una persona para que fuera a arreglar el teléfono de la biblioteca. El hombre dijo que jamás pisaría de nuevo aquella casa. Uno de los retratos de la pared lo había mirado y él estaba seguro de haber visto un fantasma en esa misma habitación.
«Podía haber escrito mucho más —dijo la joven—, pero la gente del periódico no quiere problemas con Carlotta Mayfair. ¿Le he contado lo del jardinero? Va regularmente a la casa a cortar el césped, y cuando lo llamé me dijo algo de lo más extraño: “Ah, él a mí no me molesta nunca. Nos llevamos muy bien. Somos buenos amigos”. ¿A quién cree que se refería? Cuando se lo pregunté me respondió: “Dése una vuelta por la casa y lo verá. Está allí desde siempre. Mi abuelo también lo veía. No molesta. No puede moverse ni hablar. Lo único que hace es mirarlo a uno desde las sombras. Uno lo ve y al cabo de un minuto ha desaparecido. A mí no me molesta. Conmigo se porta muy bien. Además, me pagan muy bien por trabajar allí. Siempre he trabajado para ellos. Él a mí no me asusta”».
«Creo que fue Carlotta quien empezó con todas esas tonterías de las historias de fantasmas —señaló un primo, años más tarde—. Quería mantener a la gente alejada de la casa. Cuando oímos hablar del tema, nos reímos».
«¿Fantasmas en First Street? Carlotta es la responsable de que la casa se haya convertido en una ruina. Siempre ha sido una tacaña en las cosas pequeñas. Ésa es la diferencia entre ella y su madre».
Durante todo este período la familia siempre se preocupó por Antha. La versión oficial decía que Antha estaba «loca» y que Carlotta no hacía más que llevarla a psiquiatras, aunque «no servía de nada». La niña había quedado irremediablemente trastornada por el asesinato de su madre. Vivía en un mundo de fantasía poblado de fantasmas y compañeros invisibles. No podían dejarla sin atender, ni permitir que saliera de la casa.
Los chismes de los empleados del despacho señalan que a menudo los primos llamaban a Cortland para rogarle que pasara a visitar a Antha; pero él ya no era bienvenido en First Street. Los vecinos informan haber visto varias veces cómo le negaban la entrada.
«Solía ir cada Nochebuena —contó uno de los vecinos mucho después—. El coche se detenía ante la entrada, el chófer salía a abrirle la puerta y luego sacaba todos los regalos del maletero. Montones de regalos. Después salía Carlotta y le estrechaba la mano en la escalinata. Nunca entraba en la casa».
Talamasca nunca ha encontrado documento alguno de ningún médico que haya visitado a Antha. Es dudoso que la hayan sacado alguna vez de la casa más que para llevarla a misa de domingo. Los vecinos señalan haberla visto a menudo en el jardín de First Street.
Acostumbraba a leer debajo del enorme roble del fondo de la propiedad o a pasar horas en la galería lateral, con los codos sobre las rodillas.
Una criada que trabajaba en la casa de enfrente dijo que la veía siempre hablando con «aquel hombre, ya sabe, ése de pelo castaño que va a verla, debe de ser un primo, siempre muy bien vestido».
Cuando cumplió los quince años, a veces salía sola. Un cartero menciona haberla visto a menudo, una niña delgada, de expresión soñadora, que en ocasiones andaba sola por las calles o con «un tío joven, bastante guapo». «El tío joven» tenía cabello castaño, ojos marrones y siempre llevaba traje y corbata.
«Les gustaba asustarme —contaba el lechero—. Una vez salía de casa del doctor Milton, en Second Street, silbando, tan tranquilo, y me los encontré justo delante, en las sombras, debajo del magnolio. Ella estaba completamente inmóvil y él junto a ella. Casi tropiezo con ellos. Creo que estaban allí cuchicheando y quizás ella se asustó tanto de mí como yo de ella».
No tenemos fotos de este período en nuestros archivos. Pero todos los testigos describen a Antha como una chica muy bonita.
«Tenía un aspecto distante —dijo una mujer que la veía en la capilla—. No era vital como Stella; más bien parecía siempre perdida en sus sueños y, para serle franca, me daba pena, sola en aquella casa, con esas mujeres. No mencione que yo le he dicho esto, pero Carlotta es una mala persona. De verdad. Mi criada y mi cocinera lo saben todo sobre ella. Dicen que cogía a la niña por la muñeca y le dejaba las uñas marcadas».
Aparte de estos pequeños detalles, prácticamente no sabemos nada de Antha durante los años 1930 y 1938, y parece que lo mismo sucede con el resto de la familia. Pero podemos decir con certeza que todas las referencias del «hombre de cabello castaño» apuntan al Impulsor, y si es así, durante este período tenemos más observaciones del Impulsor que en todas las décadas anteriores.
En abril de 1938, los vecinos presenciaron una violenta disputa familiar en First Street. Se rompieron ventanas, se oyeron gritos y por último se vio salir corriendo a una joven completamente enloquecida en dirección a St. Charles Avenue, con un bolso colgado del hombro. Era Antha, sin lugar a dudas. Hasta los vecinos lo comprendieron cuando, a través de las cortinas de encaje vieron el coche de policía que se detenía ante la puerta al cabo de un momento, y a Carlotta que salía a hablar con ellos antes de que partieran aprisa con la sirena puesta, se supone que en busca de la joven fugitiva.
Aquella noche, los Mayfair de Nueva York recibieron la llamada de Carlotta informándolos que Antha se había escapado de casa y se dirigía a Manhattan. ¿Ayudarían a buscarla? Fueron estos primos de Nueva York los que avisaron al resto de la familia de Nueva Orleans. Los primos llamaron a otros primos. Al cabo de unos días, Irwin Dandrich escribió a Londres para decir que «la pequeña Antha» había tratado de ganar su libertad, se había escapado a Nueva York. ¿Pero hasta dónde llegaría?
Resultó que llegó bastante lejos.
Durante meses nadie supo el paradero de Antha Mayfair. Ni la policía, ni los investigadores privados, ni la familia consiguieron dar con ella. Durante este período, Carlotta hizo tres viajes en tren a Nueva York, y ofreció una recompensa importante a cualquier miembro del departamento de policía de la ciudad que ayudara a encontrarla. Se reunió con Amanda Grady Mayfair, que hacía poco que había abandonado a su marido, y la amenazó.
Tal como Amanda explicó a nuestro investigador de sociedad «encubierto»:
«Fue algo espantoso. Me pidió que almorzáramos juntas en el Waldorf. Desde luego, yo no quería ir. Antes hubiera preferido meterme en una jaula del zoológico y comer con un león. Pero sabía que estaba muy trastornada por lo de Antha y supongo que yo quería cantarle cuatro verdades. Quería decirle que Antha se había escapado por su culpa, que no debió haber separado a esa pobre chica de los tíos y primos que tanto la querían.
Pero en cuanto me senté a la mesa, empezó a amenazarme:
—Mira, Amanda, si estás protegiendo a Antha te meteré en un lío que ni te imaginas.
Yo tenía ganas de arrojarle mi copa a la cara. Estaba furiosa.
—Carlotta Mayfair —dije—, no vuelvas a hablar conmigo nunca más, no me llames ni me escribas, ni se te ocurra pasar por mi casa. He tenido bastante contigo en Nueva Orleans. He tenido bastante con lo que tu familia le ha hecho a Pierce y a Cortland. ¡No vuelvas a acercarte a mí!
Salí del Waldorf echando chispas. Pero, verá, es la técnica habitual de Carlotta. Lo primero que hace es acusar. Hace años que hace lo mismo, de ese modo no permite que nadie pueda acusarla a ella».
Durante el invierno de 1939, nuestros investigadores localizaron a Antha de una manera muy sencilla. Elaine Barrett, nuestra especialista en brujería, en una reunión de rutina con Evan Neville, sugirió que la joven debía de financiar su huida con las famosas joyas Mayfair y las monedas de oro. ¿Por qué no probábamos en las tiendas donde ese tipo de género podía venderse con facilidad? Antha fue localizada al cabo de un mes.
En efecto, desde su llegada había estado vendiendo raras y exquisitas monedas de oro para financiar su estancia en la ciudad. La conocían en todos los negocios de numismática de la ciudad, una hermosa joven muy bien educada, que traía unos ejemplares de lo más curiosos, que procedían de la colección de su familia de Virginia, según decía.
Fue muy sencillo seguirla desde una de estas tiendas hasta un espacioso apartamento en Christopher Street, en Greenwich Village, en el que vivía con Sean Lacy, un pintor irlandés-americano, joven, apuesto y prometedor, que ya había hecho algunas exposiciones con buena crítica. Antha se había convertido en escritora. Todos los vecinos del edificio y de la manzana conocían a la joven pareja. Nuestros investigadores recogieron un montón de información prácticamente de la noche a la mañana.
Los amigos decían sin ambages que Antha era quien mantenía a Sean Lacy. Le compraba todo lo que quería y él la trataba como una reina. «La llama “su belleza sureña” y hace todo lo que haga falta por ella. Pensándolo bien, ¿por qué no va a hacerlo?» El apartamento era un sitio maravilloso, con estanterías de libros hasta el techo y unos viejos sillones mullidos y cómodos. «Sean nunca ha pintado tan bien. Ha hecho tres retratos de ella, todos muy interesantes. Y Antha se pasa el día sobre la máquina de escribir. He sabido que ha vendido un cuento a una pequeña revista literaria de Ohio. Lo festejaron con una buena fiesta. Ella estaba muy contenta. La verdad es que es un poco ingenua, pero es una muchacha fantástica».
«Si escribiese sobre lo que sabe, sería una buena escritora —dijo una chica en un bar que afirmaba haber sido novia de Sean—. Pero escribe fantasías mórbidas sobre una vieja casa pintada de violeta en Nueva Orleans y un fantasma que vive allí, todo muy pretencioso y difícil de vender. En realidad, debería olvidarse de todas esas porquerías y escribir sobre sus experiencias aquí, en Nueva York».
Al final, durante el invierno de 1940, Elaine Barrett escribió desde Londres a nuestro investigador privado más responsable y le pidió que intentara entrevistarse con Antha. Elaine ardía en deseos de ir personalmente a Nueva York, pero estaba fuera de toda discusión. Por lo tanto, habló por teléfono con Allan Carver, un hombre amable y mundano que había trabajado muchos años para nosotros. Se trataba de un caballero de unos cincuenta años, siempre muy bien vestido y muy educado. Ponerse en contacto con ella le resultó muy sencillo, un placer incluso.
«La seguí hasta el Metropolitan Museum of Art; allí me coloqué junto a ella, como por casualidad, cuando se sentó delante de uno de los Rembrandt, mirándolo fijamente, perdida en sus pensamientos. Es una muchacha bonita, bastante bonita, pero muy bohemia. Aquel día iba envuelta en ropa de lana y con el pelo suelto. Me senté junto a ella y empecé a hablar. ¿Le gustaba Rembrandt? Sí, mucho. ¿Y Nueva York? Sí, le encantaba vivir aquí, siempre había querido hacerlo. La ciudad de Nueva York, para ella, era como una persona. Nunca había sido tan feliz en su vida.
No había la menor posibilidad de que pudiera salir con ella —era demasiado cautelosa, demasiado correcta—, así que tenía que sacar el máximo provecho de la conversación.
La hice hablar de ella, de su vida de su marido, de su escritura. Sí, quería ser escritora y Sean también quería que ella fuera escritora. Él no sería feliz hasta que ella también tuviera éxito.
—Verá, lo único que puedo ser es escritora —dijo—. No tengo preparación para ninguna otra cosa. Cuando se ha tenido la vida que yo he tenido, una no sirve para nada. Lo único que puede salvarme es escribir. —Hablaba de una manera muy conmovedora. Parecía completamente indefensa y absolutamente sincera. Creo que si hubiera tenido treinta años menos, me habría enamorado de ella.
—¿Pero qué tipo de vida ha tenido? —le pregunté—. Sé que su acento no es de Nueva York, y no consigo descubrir de dónde es.
—Del sur —me respondió—. Es otro mundo. —De pronto se puso muy nerviosa—. Quiero olvidar todo aquello —continuó—. No pretendo ser grosera, pero me he impuesto esta regla: escribiré sobre mi pasado, pero no hablaré de él. Si puedo, lo convertiré en arte, pero no pienso hablar de ello. No quiero que mi pasado viva aquí, como no sea en mi obra, no sé si me explico.
—De acuerdo. Hábleme de su obra entonces —le rogué—. Hábleme de alguno de sus cuentos, suponiendo que escriba cuentos, o recíteme uno de sus poemas.
—Si mi trabajo es bueno, algún día lo leerá —dijo con una sonrisa de despedida, y se marchó. Creo que empezó a desconfiar. No lo sé. Durante toda nuestra conversación miraba a su alrededor, a la defensiva. En un momento dado hasta le pregunté si esperaba a alguien. Me dijo que en realidad no, pero que “nunca se sabe”. Se comportaba como si pensara que alguien la vigilaba. Naturalmente, mi gente la estaba vigilando, y le juro que en aquel momento me sentí bastante incómodo».
Continuamos recibiendo informes durante cuatro meses en los que nos decían que Antha y Sean eran felices.
«Sí, está embarazada —nos dijo un pintor del piso de arriba—. Él no quiere que tenga el niño, pero ella sí, Dios sabe lo que va a pasar. Sean conoce a un médico que puede ocuparse del asunto, pero ella no quiere ni oír hablar del tema. Me da mucha pena todo lo que le está pasando, de verdad. Antha es demasiado frágil. Por la noche la oigo llorar».
Sean Lacy murió el 1 de julio en un accidente de coche (fallo mecánico) cuando volvía de visitar a su madre enferma en el norte del Estado de Nueva York. Antha, completamente histérica por la noticia, tuvo que ser hospitalizada en Bellevue. «No sabíamos qué hacer con ella —explicó el pintor de arriba—. No paró de chillar durante ocho horas seguidas. Al final llamamos a Bellevue. Nunca sabré si hicimos lo correcto».
Los informes de Bellevue señalan que Antha dejó de gritar, o mejor dicho, de emitir sonido alguno, en cuanto la ingresaron. Permaneció catatónica durante más de una semana. Luego escribió el nombre «Cortland Mayfair» en un trozo de papel, junto con las palabras «Abogado, Nueva Orleans». A las diez y media de la mañana siguiente el hospital se puso en contacto con su despacho. Cortland llamó de inmediato a su ex esposa, Amanda Grady Mayfair, en Nueva York, y le pidió que fuera a Bellevue a ver a Antha hasta que él llegara. Empezó entonces una horrible batalla entre Carlotta y Cortland. Éste insistió en que era asunto suyo porque Antha lo había mandado llamar a él. Los rumores de la época señalan que los dos tomaron juntos el tren para buscar a Antha y llevarla a casa.
Durante una comida, Amanda Grady Mayfair, conmovida y borracha, explicó toda la historia a su amigo (y nuestro informador) Alan Carver, que insistió en que le hablara sobre su familia del sur y su extravagante conducta. Le contó todo lo sucedido en Bellevue con la pobre sobrinita.
«… Era horroroso. Antha no podía hablar. Simplemente no podía. Cuando trataba de decir algo sólo tartamudeaba. Era tan frágil… La muerte de Sean la había destruido por completo. Veinticuatro horas antes había escrito la dirección de su apartamento de Greenwich Village. Fui allí con Ollie Mayfair, uno de los nietos de Rémy a recoger las cosas de Antha. Ah, qué tristeza. Yo pensaba que todos los cuadros de Sean pertenecían a Antha, puesto que ella era su esposa, pero entraron los vecinos y nos dijeron que nunca se habían casado. La madre de Sean y su hermano ya habían pasado por allí y volverían más tarde con un camión para llevárselo todo. Parece que la madre despreciaba a Antha porque creía que era ella quien había metido a su hijo en esa vida bohemia de Greenwich Village. Le dije a Ollie: “muy bien, que se queden con todo, pero los retratos de Antha no se los llevarán. Nos los llevamos junto con su ropa, sus objetos y esa vieja bolsa de terciopelo llena de monedas de oro”. Vaya, yo ya había oído hablar de esa bolsa y no me diga que no sabe nada si conoce a los Mayfair. Y sus escritos, ah, sí, sus escritos. Los empaqueté todos: cuentos, capítulos de una novela y algunos poemas.
Cuando volví al hospital, Carlotta y Cortland ya habían llegado. Se estaban peleando en el pasillo. Pero tendría que ver y oír una pelea entre Carl y Cort para creerlo; son sólo murmullos, pequeños gestos y un rictus en los labios. Es algo increíble. Ahí los tenía, hablando entre ellos y dispuestos a matarse.
—La chica está encinta —dije—. ¿No os lo han dicho los médicos?
—Pues que se deshaga de la criatura —respondió Carl. Pensé que Cortland se moría ahí mismo. Yo también estaba tan impresionada que no sabía qué decir.
Odio a Carlotta, la odio de todo corazón y no me importa que se sepa. La he odiado toda mi vida. Pensar en la pobre Antha sola con ella me produce pesadillas. Le dije a Cortland delante de Carlotta:
—La chica necesita que la cuiden. Mira, Antha ya es una mujer. Pregúntale dónde quiere ir. Si quiere quedarse en Nueva York, puede estar conmigo, o con Ollie. —Todo en vano.
Carlotta entró a hablar con los médicos y se las ingenió para conseguir una especie de traslado oficial de Antha a un hospital psiquiátrico de Nueva Orleans. Ignoró a Cortland como si no estuviera… Yo llamé a todos los primos de Nueva Orleans. Hablé con todos. Hasta llamé a Beatrice Mayfair, de Esplanade Avenue, la nieta de Rémy. Les dije que la chica estaba enferma y encinta, además, que necesitaba cariño y cuidados. Luego sucedió algo muy triste. Cuando llevaban a Antha a la estación, me hizo gestos de que me acercara y me dijo al oído: “Por favor, tía Mandy, guárdame las cosas. Si no, ella las tirará todas a la basura”, y pensar que yo las acababa de enviar a Nueva Orleans. Llamé a mi hijo Sheffield y se lo dije. Le dije también que hiciera por ella todo lo que pudiera».
Antha viajó en tren de regreso a Nueva Orleans con su tío y su tía, y la enviaron directamente al Asilo Santa Ana, en el que se quedó seis semanas. Muchos primos Mayfair fueron a verla. Los familiares cuentan que estaba pálida y que a veces no coordinaba, pero que hacía progresos.
Allan Carver, nuestro investigador de Nueva York, preparó otro encuentro casual con Amanda Grady Mayfair.
—¿Qué tal está la sobrinita? —le preguntó.
—Ah, le podría contar una historia terrible, no se la puede imaginar. ¿Sabe que la tía de la muchacha dijo a los médicos del asilo que quería que la joven abortara, que padecía demencia congénita y que no debían permitirle tener hijos? ¿Ha oído alguna vez algo peor? Cuando mi marido me lo contó, yo le advertí que si no hacía algo nunca se lo perdonaría. Me dijo que, por supuesto, nadie le haría daño al bebé. Que los médicos no iban a hacer algo así ni por Carlotta, ni por nadie. Luego, cuando llamé a Beatrice Mayfair, de Esplanade Avenue, y se lo conté, Cortland se puso furioso. «¡No alborotes a la familia!», me dijo. Pero eso era exactamente lo que me proponía. «Ve a verla —le pedí a Bea—, no permitas que nadie te lo impida».
Talamasca nunca pudo corroborar la historia sobre los planes de aborto, pero las enfermeras del Santa Ana explicaron a nuestros investigadores que numerosos primos iban a visitar a Antha al asilo.
«No aceptan el no como respuesta —escribió Irwin Dandrich—. Insisten en verla y según todas las informaciones está bastante bien, muy contenta con lo del bebé y, por supuesto, los primos la han llenado de regalos. Su prima Beatrice le ha llevado unas ropitas antiguas de encaje que pertenecieron a una tal Suzette, tía abuela de no sé quién. Naturalmente, todo el mundo sabe que Antha no se casó con el pintor de Nueva York; pero eso no importa cuando se lleva el apellido Mayfair y se seguirá llevándolo siempre».
Los primos demostraron la misma tenacidad cuando Antha salió del Santa Ana y pasó la convalecencia en la vieja habitación de Stella, en el ala norte de la casa. Siempre tenía enfermeras alrededor de ella y obtener información por intermedio de ellas resultó una tarea muy sencilla para nuestros investigadores.
Cortland pasaba todas las tardes después del trabajo. «Creo que la señora de la casa no quería que viniese —explicó una de las enfermeras—, pero de todos modos él venía. No fallaba nunca. Él y otro caballero joven, creo que se llamaba Sheffield. Se sentaban todas las tardes con la paciente y conversaban un rato».
Los familiares cuentan que Sheffield había leído algunas cosas escritas por Antha en Nueva York y que comentaba que eran «muy buenas». Las enfermeras mencionaron las cajas llegadas de Nueva York, llenas de libros y papeles, a las que Antha sólo echó un vistazo porque estaba demasiado débil para desembalarlas.
«Yo no veo que esté realmente trastornada —opinó otra enfermera—. La tía nos saca al pasillo y nos hace unas preguntas de lo más extrañas. Da a entender que la chica padece demencia congénita y que puede hacer daño a alguien. Pero los médicos no nos han dicho nada de eso. Es una muchacha silenciosa y melancólica. Parece mucho más joven de lo que es. Pero yo no diría que esté loca».
Deirdre Mayfair nació el 4 de octubre de 1941 en el viejo Hospital de la Misericordia, junto al río, que más tarde fue demolido. Por lo visto, el parto no presentó ninguna dificultad y Antha fue anestesiada como se acostumbraba en aquel tiempo. Los pasillos estuvieron atestados de Mayfair durante las horas de visita, los cinco días completos. Su habitación estaba llena de flores. La criatura era una niña preciosa y sana.
Pero el volumen de información, que tanto había aumentado gracias a Amanda Grady Mayfair, se interrumpió dos semanas después del regreso de Antha al hogar. Tía Easter, la criada negra, o Nancy despedían a los primos en la entrada cuando iban de visita por segunda o tercera vez. Nancy había dejado su trabajo de oficinista para ocuparse de la criatura («o para no dejarnos entrar», como dijo Beatrice a Amanda por teléfono) y era inflexible en que no se molestara a la madre ni a la niña.
Cuando Beatrice llamó para interesarse por el bautizo, le respondieron que la niña ya había sido bautizada en St. Alphonsus. Ultrajada, llamó de inmediato a Amanda a Nueva York y el domingo por la tarde unos veinte primos irrumpieron en la casa.
«Antha rebosaba alegría al verlos —contó Amanda a Allan Carver—, y muy emocionada. No tenía ni idea de que habían estado llamando e intentado verla. Nadie se lo había dicho. Tampoco sabía que la gente solía hacer fiestas de bautizo. Carlotta lo había arreglado todo y cuando la muchacha descubrió lo que había sucedido, se sintió muy dolida y todo el mundo cambió enseguida de tema. Beatrice está furiosa con Nancy, aunque ésta sólo hace lo que Carlotta le dice».
El 30 de octubre de aquel año, Antha fue declarada oficialmente heredera de pleno derecho del legado Mayfair. Firmó un poder en el que nombraba a Cortland y Sheffield Mayfair sus representantes legales en todos los asuntos patrimoniales y les encargó que dispusieran de inmediato de una suma importante de dinero para llevar a cabo la restauración de la casa de First Street, expresando su preocupación por el estado de la propiedad.
Según el personal del despacho, para Antha fue una sorpresa saber que era la dueña del lugar, nunca nadie le había dicho nada. Quería redecorarla, pintarla y restaurarlo todo.
Más adelante Sheffield le dijo a su madre, Amanda, que Antha había sido engañada deliberadamente con respecto al legado. Parecía dolida y un poco impresionada cuando se lo explicaron. Se sentía herida por Carlotta, pero lo único que dijo fue que seguramente lo había hecho con la mejor de las intenciones.
El almuerzo en Galatoire para celebrarlo se prolongó hasta tarde. Antha estaba nerviosa por haber dejado a la niña, pero parecía divertirse. En el momento de marcharse, Sheffield oyó que Antha preguntaba a su padre:
—¿Entonces esto significa que aunque ella hubiera querido, no habría podido echarme de la casa? ¿Que no podía ponerme en la calle?
—Es tu casa, ma chérie —le respondió Cortland—. Ella puede vivir allí, pero depende absolutamente de tu aprobación.
Antha parecía triste.
—Siempre me amenazaba —susurró—. Solía decir que me echaría a la calle si no hacía lo que quería.
Entonces, Cortland se llevó a Antha de la fiesta y regresaron solos en coche a la casa.
Pocos días más tarde, Antha y la niña fueron a almorzar con Beatrice Mayfair a otro restaurante de moda del Barrio Francés. Una niñera se ocupaba de pasear a la pequeña en el hermoso capazo de mimbre, mientras las mujeres disfrutaban del pescado y el vino. Cuando más adelante Beatrice se lo contó a Amanda, le dijo que Antha se había convertido en una mujer, que volvía a escribir, que estaba trabajando en una novela y que pronto estaría arreglada completamente la casa de First Street.
Quería reparar la piscina. Mencionó también que a su madre le gustaban las fiestas y que era una persona llena de vida.
A mediados de noviembre escribió una carta breve a Amanda Grady Mayfair en la que le daba las gracias por su ayuda en Nueva York, así como por haberle mandado el correo que llegaba a Greenwich Village. Le contó que estaba escribiendo cuentos y que volvía a trabajar en su novela.
Cuando el 10 de diciembre el señor Bordreaux, el cartero, hacía su recorrido habitual, a las nueve de la mañana, se encontró con Antha esperándolo en la puerta de la casa. Llevaba unos sobres grandes de papel de manila listos para despachar a Nueva York. ¿Podía mandárselos él? El hombre calculó el peso a ojo —ella le dijo que no podía dejar a la niña para ir al correo— y se llevó los sobres junto con otras cartas normales dirigidas a diferentes direcciones de Nueva York.
«Estaba muy entusiasmada —explicó el cartero—, iba a ser escritora. Qué chica tan dulce. Nunca lo olvidaré. Yo había hecho algunos comentarios sobre el bombardeo de Pearl Harbor, mi hijo se había alistado el día anterior y justo ahora empezaba la guerra. ¿Y sabe una cosa? Ella no sabía ni una palabra. Ni siquiera estaba enterada del bombardeo. Como sí viviera en un sueño».
La «chica tan dulce» murió aquella misma tarde. Cuando el mismo cartero volvió a pasar con el correo de la tarde, a las tres y media, caía un aguacero sobre Garden District. «Diluviaba»; sin embargo, había una aglomeración de gente en el jardín de los Mayfair y el coche de la funeraria estaba en medio de la calle. El viento soplaba «como un huracán». A pesar del tiempo, el señor Bordreaux se quedó por allí.
«La señorita Belle sollozaba en el porche y la señorita Millie trataba de explicarme lo que había pasado, pero no podía articular palabra. En aquel momento se acercó al extremo del porche la señorita Nancy y me gritó: “Continúe su recorrido, señor Bordreaux. Ha habido una muerte aquí. No se quede bajo la lluvia, siga”».
El señor Bordreaux cruzó la calle y se guareció en el porche de una casa vecina La ama de llaves le dijo desde el otro lado de la puerta mosquitera que Antha Mayfair había muerto. Por lo visto, había caído desde el techo de la galería del segundo piso.
En el transcurso de los años, Talamasca ha reunido muchos relatos relacionados con la muerte de Antha, pero quizá no se sepa nunca qué sucedió aquella tarde del 10 de diciembre de 1941. El señor Bordreaux fue el último «extraño» que la vio y habló con ella. La niñera de la criatura, una mujer mayor llamada Alice Flanagan aquel día estaba enferma y había ido a ver al médico.
Lo que se sabe por los informes de la policía, por mesurados comentarios procedentes de la funeraria Lonigan y de los sacerdotes de la parroquia, es que Antha se tiró o se cayó desde el techo del porche que daba a la ventana del viejo cuarto de Julien un rato antes de las tres de la tarde.
La versión de Carlotta, que llegó a nosotros a través de las mismas fuentes, dice lo siguiente:
Había discutido con la muchacha por causa de la criatura, porque Antha estaba tan desmejorada que ni le daba de comer.
«No estaba preparada de ninguna manera para ser madre», dijo Carlotta al oficial de policía. Antha se pasaba las horas escribiendo a máquina, cartas, cuentos, poemas, y Nancy y las demás tenían que llamar a su puerta para decirle que la niña lloraba en la cuna y había que darle el pecho.
Antha se puso «histérica» durante la discusión. Subió corriendo hasta el último piso, gritando que la dejaran en paz. Carlotta temía que se lesionara a sí misma —cosa que según ella sucedía a menudo— y corrió tras ella hasta el cuarto de Julien. Allí vio que Antha se había arañado al tratar de arrancarse los ojos y le salía mucha sangre.
Cuando Carlotta trató de calmarla, Antha se apartó y se cayó hacia atrás por la ventana al techo del porche. Por lo visto, se deslizó hasta el borde, donde perdió el equilibrio o se tiró a propósito. Murió instantáneamente en cuanto la cabeza golpeó las piedras dos pisos más abajo.
Cortland perdió los estribos cuando se enteró de la muerte de su sobrina y se dirigió enseguida a First Street. Más adelante contó a su mujer, en Nueva York, que Carlotta estaba completamente trastornada. Había un sacerdote junto a ella, un tal padre Kevin, de la iglesia redentorista, al que no paraba de decirle que nadie había comprendido lo frágil que era Antha. «Traté de detenerla —dijo—. ¡En nombre de Dios, qué otra cosa podía hacer!» Millie Dear y Belle estaban demasiado impresionadas para hablar. Belle parecía relacionar todo lo ocurrido con la muerte de Stella. Sólo Nancy decía cosas francamente desagradables, se quejaba de que Antha, al escaparse, había echado a perder su vida, que tenía la cabeza llena de sueños tontos.
Cuando Cortland se puso en contacto con Alice Flanagan, la niñera, ésta parecía asustada. Era una persona mayor, que veía muy poco. Dijo que no sabía que Antha tratara de lesionarse o se pusiera histérica a menudo. Ella recibía las órdenes de la señorita Carlotta, que había sido muy buena con su familia. No quería perder el trabajo. «Lo único que deseo es ocuparme de esa adorable criatura —dijo a la policía—, la pequeña ahora me necesita más que nunca».
La muerte de Antha no se investigó a fondo. No se realizó autopsia. Cuando el encargado de la funeraria, tras examinar el cadáver, tuvo sospechas de que Antha no podía haberse arañado el rostro de aquella manera, se puso en contacto con el médico de la familia, que le aconsejó que se olvidara del tema. Antha estaba loca y ése era el veredicto extraoficial. Toda su vida había sido una persona inestable, la habían internado en Bellevue y en el Asilo Santa Ana. Siempre había dependido de los demás para que cuidaran de ella y de su hija.
Tras la muerte de Stella no se volvió a mencionar la esmeralda Mayfair en relación con Antha. Ningún pariente ni amigo menciona haberla visto. Sean Lacy nunca pintó a Antha con la esmeralda al cuello.
Pero cuando murió la llevaba puesta.
La pregunta es evidente. ¿Por qué la llevaba precisamente aquel día? ¿Fue la esmeralda lo que precipitó la fatal pelea? Y si no fue Antha la que se arañó los ojos, ¿fue Carlotta? Y si fue ella, ¿por qué?
Fuera como fuese, lo cierto es que la casa de First Street volvió a sumirse en el secreto. Los planes de Antha para restaurarla nunca se llevaron a cabo. Tras furibundas peleas en las oficinas de Mayfair y Mayfair —en una oportunidad, Carlotta se marchó dando un portazo tan fuerte que rompió el cristal de la puerta—, Cortland llegó hasta el punto de pedir la custodia de la pequeña Deirdre. Alexander, el nieto de Clay Mayfair, también se presentó como candidato. Él y su esposa Eileen tenían una mansión preciosa en Metairie. Se ofrecieron a adoptar formalmente a la niña o a acogerla informalmente, como prefiriese Carlotta.
Carlotta se rió en la cara de estos «bienhechores», como los llamó. Le dijo al juez y a todos los miembros de la familia que quisieran saberlo que Antha era una persona muy enferma. Sin duda padecía demencia congénita y era muy probable que también se manifestara en su hija. No pensaba dejar que nadie se llevara a Deirdre de casa de su madre ni que la apartara de la querida señorita Flanagan, de la dulce Belle, ni de la bondadosa Millie, puesto que todas ellas adoraban a la criatura y tenían más tiempo para cuidarla que ninguna otra persona.
Cortland se negó a ceder, Carlotta entonces lo amenazó directamente. ¿Acaso no lo había abandonado su mujer? ¿Quería que la familia se enterara después de todos estos años de qué tipo de hombre era él? Los primos reflexionaron sobre sus insinuaciones y calumnias. El juez del caso se «impacientó». Para él, Carlotta Mayfair era una persona de una respetabilidad intachable y un sentido común indiscutible. ¿Por qué no quería aceptar la familia la situación? Dios mío, si cada huerfanito tuviera tías como las amables Millie, Belle y Carlotta, este mundo sería mucho mejor.
El legado quedó en manos de Mayfair y Mayfair, la pequeña en manos de Carlotta y el asunto se cerró abruptamente.
Se volvió a atentar contra la autoridad de Carlotta sólo una vez más, en 1945.
Cornell Mayfair, uno de los primos de Nueva York, acababa de terminar su residencia en el Massachusetts General Hospital, donde estudiaba psiquiatría. Había oído historias increíbles sobre la casa de First Street de boca de su prima política Amanda Grady Mayfair y también de Louisa Ann Mayfair, la nieta mayor de Garland que había ido a Radcliffe y que tuvo una aventura con él. ¿Qué era todo aquello de la demencia congénita? Además, todavía estaba enamorado de Louisa Ann, que había preferido regresar a Nueva Orleans en lugar de casarse con él y quedarse a vivir en Massachusetts, y no comprendía el motivo de devoción que la muchacha tenía por su hogar. Quería ir a Nueva Orleans a visitar a la familia de First Street y los primos de Nueva York pensaron que era una buena idea.
El 11 de febrero, Cornell llegó a Nueva Orleans y se alojó en un hotel del centro. Solicitó una entrevista a Carlotta y ésta accedió a recibirlo en la casa.
Como le contó más adelante a Amanda por teléfono, se quedó en la casa unas dos horas, parte de las cuales las dedicó a visitar a solas a la pequeña Deirdre, de cuatro años de edad. «No puedo decirte lo que he descubierto —dijo—, pero hay que sacar a la niña de aquel ambiente y, con franqueza, no quiero que Louisa Ann se mezcle en todo este asunto. Cuando regrese a Nueva York te lo contaré todo».
Amanda insistió en que llamara a Cortland y le explicara sus preocupaciones. Cornell le confesó que Louisa Ann le había sugerido lo mismo.
«Ahora no me apetece —respondió Cornell—, me he quedado saturado de Carlotta y esta tarde no quiero ver más gente de esa familia».
Amanda, que pensaba que Cortland podía ser de ayuda, lo llamó y le contó lo que pasaba. Cortland agradeció el interés del doctor Mayfair. Aquella tarde llamó a Amanda y le dijo que había quedado con Cornell para cenar. Le dijo que la llamaría después de la cena y que en principio el joven médico le había caído bien y estaba ansioso por oír lo que tenía que decirle.
Cornell no llegó nunca a la cena. Cortland lo esperó durante una hora en el restaurante Kolb y luego llamó a su habitación, pero nadie respondió. A la mañana siguiente, la criada del hotel lo encontró muerto. Estaba completamente vestido sobre la cama deshecha, con los ojos semiabiertos y un vaso lleno de bourbon sobre la mejilla. No se descubrió hasta más tarde la causa de la muerte.
Cuando se realizó la autopsia, se halló en sus venas una pequeña cantidad de un narcótico muy fuerte mezclado con alcohol.
Se determinó que había sido una sobredosis accidental y no hubo más investigaciones. Amanda Grady Mayfair nunca se perdonó haber enviado al joven doctor Cornell Mayfair a Nueva Orleans y Louisa Ann «nunca se recuperó» y hasta el día de hoy sigue soltera. Cortland, muy afectado, acompañó el ataúd a Nueva York.
¿Fue Cornell víctima de las brujas Mayfair? Una vez más debemos decir que no lo sabemos. Sin embargo, hay un detalle que nos indica que Cornell no murió por la mezcla del narcótico y el alcohol. El investigador que examinó su cuerpo antes de que lo retiraran del hotel notó que sus ojos estaban completamente inyectados en sangre. Ahora sabemos que éste es un síntoma de asfixia. Es posible que alguien le haya echado un somnífero en la bebida y luego lo ahogara con la almohada en un momento en que él no podía defenderse.
Cuando Talamasca trató de investigar este caso, las pistas ya eran débiles. En el hotel nadie recordaba si aquel Cornell Mayfair había recibido llamadas. ¿Había pedido el bourbon al servicio de habitaciones? Nadie había hecho estas preguntas. ¿Huellas digitales? Nadie las había tomado. Después de todo, no se trataba de un asesinato…
Pero ahora ha llegado el momento de que volvamos a Deirdre Mayfair, de presentar a la heredera del legado, huérfana a los dos meses de edad y dejada al cuidado de unas tías ancianas.
Deirdre Mayfair
Tras la muerte de Antha, la casa de First Street continuó deteriorándose. La piscina se había convertido en un fétido estanque pantanoso lleno de plantas, mientras las oxidadas fuentes lanzaban un chorro de agua verdosa en el fango. Los postigos de la habitación principal del ala norte volvieron a cerrarse. La pintura gris violácea de las paredes siguió descascarillándose.
La anciana señorita Flanagan, casi ciega durante su último año, se ocupó de la pequeña Deirdre hasta poco antes de su quinto cumpleaños. De vez en cuando la sacaba a dar una vuelta a la manzana en un cochecito de mimbre, pero nunca cruzaba la calle.
Cortland, por entonces, se había convertido en la viva imagen de su padre Julien. Las fotografías hasta mediados de los años cincuenta lo muestran como un hombre alto, delgado, de cabello negro, plateado sólo en las sienes. Las marcadas arrugas de su rostro eran como las de su padre. Lo único diferente eran los ojos, mucho más grandes, parecidos a los de Stella, pero con la misma agradable expresión que los de Julien, y con frecuencia con su misma alegre sonrisa.
Por lo que sabemos, su familia lo quería mucho, sus empleados lo veneraban, y aunque Amanda lo hubiese abandonado hacía muchos años, siempre lo había amado, o por lo menos eso fue lo que le dijo a Allan Craver en Nueva York el año de su muerte. Amanda había llorado sobre el hombro de Allan porque sus hijos nunca habían comprendido por qué había dejado a su padre y ella tampoco tenía la intención de explicárselo.
¿Cómo era Deirdre durante este período? No hemos podido encontrar ni una sola descripción de ella durante los cinco primeros años de su vida, salvo el comentario procedente de la familia de Cortland que menciona que era una niña muy bonita.
Tenía un cabello negro ondeado y brillante, como el de Stella, y unos ojos azules grandes y oscuros.
La casa de First Street se cerró una vez más al mundo exterior. Toda una generación de transeúntes se acostumbró a su fachada descuidada y cerrada a cal y canto. De nuevo ocurría que los obreros no podían terminar las reparaciones. Un albañil se cayó dos veces de la escalera y se negó a volver. Sólo el viejo jardinero y su hijo iban de buena gana a cortar de vez en cuando el césped, infestado de malas hierbas.
A medida que la gente de la parroquia se iba muriendo, ciertos rumores sobre los Mayfair morían con ellos. Al cabo de poco tiempo nadie se interesaba por los nombres de Julien, Katherine, Rémy o Suzette.
Barclay, el hijo de Julien, murió en 1949 y su hermano, Garland, en 1951. Grady, el hijo de Cortland, murió el mismo año que Garland a causa de una caída mientras cabalgaba en Audubon Park. Su madre, Amanda Grady Mayfair, murió poco después, como si no hubiera podido soportar la muerte de su querido Grady. De los dos hijos de Pierce, sólo Ryan Mayfair «conoce la historia de la familia» y deleita a los primos jóvenes —la mayoría de los cuales no sabe nada— con extraños relatos.
Irwin Dandrich murió en 1952. No obstante, fue sustituido rápidamente por otra «investigadora de sociedad», una mujer llamada Juliette Milton, que reunió numerosas historias a través de los años de boca de Beatrice Mayfair y de otras primas de la ciudad, muchas de las cuales almorzaban con ella regularmente y parecían no dar importancia al hecho de que Juliette fuera una chismosa que les contaba vida y milagros de todo el mundo, y a los demás, seguramente, todo lo que sabía sobre ellas. Juliette, como Dandrich, no era una persona particularmente perversa. En realidad ni siquiera parecía maliciosa. Sin embargo, le encantaba el melodrama y escribía unas cartas increíblemente largas a nuestros abogados de Londres, que le pagaban una suma anual igual a la renta con la que se mantenía hasta aquel momento.
Tal como Dandrich, Juliette nunca supo a quién suministraba la información sobre los Mayfair, y aunque sacaba el tema por lo menos una vez al año, nunca presionó demasiado.
Deirdre, por lo menos durante sus primeros años, había seguido los pasos de su madre. La expulsaban de una escuela tras otra por sus «travesuras» y «raro comportamiento», por interrumpir las clases y por sus extraños accesos de llanto que nadie podía calmar.
La hermana Bridget Marie, por aquel entonces de más de sesenta años, vio una vez más en acción al «amigo invisible» en el patio de la escuela de St. Alphonsus, que volvía a encontrar cosas perdidas para la pequeña Deirdre y a hacer volar las flores por los aires. Las escuelas de El Sagrado Corazón, de las ursulinas, de San José, de Nuestra Señora de Los Ángeles la expulsaron a las pocas semanas. La niña a veces se quedaba en casa durante meses y los vecinos la veían «correr como una salvaje» por el jardín o trepar al roble del fondo.
En First Street ya no quedaba casi servicio. La hija de tía Easter cocinaba y limpiaba toda la casa metódicamente. Cada mañana barría las aceras, o las veredas como las llamaban ellas, y a las tres de la tarde aclaraba el mocho en el grifo de la entrada trasera del jardín.
Nancy Mayfair era la ama de llaves y llevaba las cosas de una manera brusca y ofensiva, o eso es lo que decían los repartidores y los sacerdotes que pasaban de vez en cuando.
Millie Dear y Belle, muy pintorescas, por no decir bellas ancianas, cuidaban las pocas rosas que crecían junto al porche lateral y que se habían salvado de la maleza que cubría la propiedad desde la cerca del frente hasta la pared del fondo.
Los domingos, toda la familia iba a misa de nueve en la capilla; la pequeña Deirdre, una muñequita, con su vestido de marinero azul y un sombrero de paja con cintas; Carlotta, con su traje oscuro y una blusa de cuello alto, y las ancianas Millie Dear y Belle, con sus zapatos negros abotinados, vestidos de gabardina con encaje y guantes oscuros.
Los lunes, la señorita Millie y la señorita Belle salían de compras. Tomaban un taxi hasta Gus Mayer o Godchaux, las tiendas más elegantes de Nueva Orleans, donde compraban sus vestidos gris perla, los sombreros de flores con velo y otras discretas prendas. Ellas, y sólo ellas, representaban a la familia de First Street en los funerales, de vez en cuando en algún bautizo, y muy de tanto en tanto en alguna boda, aunque raramente asistían a la fiesta después de la ceremonia religiosa.
También iban a los funerales de algunos vecinos y a los velatorios, siempre que se hicieran en Lonigan e Hijos o cerca. Asistían a la novena de los martes en la capilla y las tardes de verano llevaban a veces a la pequeña Deirdre, a la que mimaban orgullosas durante todo el servicio dándole trocitos de chocolate para que se estuviera quieta.
Nadie recuerda nada «fuera de lugar» con la amable señorita Belle.
En realidad, las ancianas damas contaban con la simpatía y el respeto de todo Garden District, en especial con el de las familias que nada sabían sobre las tragedias o secretos de la familia Mayfair. La casa de First Street no era la única mansión en decadencia detrás de una verja oxidada.
Nancy Mayfair, por el contrario, parecía pertenecer a una clase completamente diferente. Iba siempre mal vestida, con el pelo sucio y apenas peinado. Habría sido fácil confundirla con una criada, pero nunca nadie puso en duda el hecho de que fuera la hermana de Stella, a pesar de que, por supuesto, no lo era. Empezó a llevar zapatos negros abotinados a los trece años. Pagaba malhumorada a los chicos de reparto con un monedero viejo y gritaba a los buhoneros que se largaran desde la galería de arriba.
La pequeña Deirdre, cuando no estaba en una clase repleta esforzándose por prestar atención —lo que siempre terminaba en fracaso y desgracia—, pasaba sus días con estas mujeres.
Los cotilleos de la parroquia la comparaban sin cesar con su madre. Los primos decían que quizá fuera «demencia congénita», aunque honestamente nadie lo sabía. Pero quienes estaban pendientes de la familia —incluso a muchos kilómetros de distancia— pronto notaron ciertas diferencias entre madre e hija.
Antha era delgada y retraída por naturaleza, en Deirdre, en cambio, se veía desde el principio algo rebelde e inconfundiblemente sensual. Los vecinos a menudo la veían correr por el jardín «como un marimacho». A los cinco años ya se subía hasta la copa del roble. A veces se escondía debajo de los arbustos, junto a la verja, para asustar deliberadamente a los que pasaban.
A los nueve años se escapó por primera vez. Carlotta llamó a Cortland aterrorizada y luego avisaron a la policía. Al final, una Deirdre helada y temblorosa se presentó en el umbral del Orfanato de St. Elizabeth, en Napoleon Avenue, y explicó a las monjas que estaba «maldita» y «poseída por el demonio». Tuvieron que llamar a un sacerdote y más tarde llegaron Cortland y Carlotta para llevársela a casa.
«Una imaginación hiperactiva», dijo Carlotta, frase que se convertiría en un lugar común.
Un año más tarde, la policía la encontró vagando bajo la lluvia junto al canal St. John; temblaba y lloraba, y decía que tenía miedo de volver a casa. Durante dos horas mintió a la policía acerca de su nombre y procedencia. Explicó que era gitana y que había llegado a la ciudad con un circo. Que su madre había sido asesinada por el domador. Que ella había «tratado de suicidarse con un extraño veneno», pero que la habían llevado a un hospital en Europa en el que le habían cambiado toda la sangre.
«Había tal tristeza en la niña, tanta locura —le contó el oficial a nuestro investigador—. Hablaba completamente en serio y tenía unos ojos azules, salvajes. Ni siquiera levantó la mirada cuando fueron a buscarla su tío y su tía. Fingía que no los conocía. Luego dijo que la tenían encadenada en una habitación de arriba».
A los diez años de edad la mandaron a un internado de Irlanda recomendado por un cura irlandés de la catedral de St. Patrick. Los comentarios de la familia indican que fue idea de Cortland.
Pero las monjas de County Cork la devolvieron al cabo de un mes. Deirdre estudió entonces durante dos años con una institutriz llamada señorita Lampton, una vieja amiga de Carlotta del Sagrado Corazón. La institutriz comentó a Beatrice Mayfair que la niña era encantadora y muy inteligente. «Tiene demasiada imaginación, ése es su único problema, además de pasar demasiado tiempo sola». Cuando la señorita Lampton se trasladó al norte para casarse con un viudo que había conocido en vacaciones, Deirdre lloró durante días.
Incluso durante estos años hubo discusiones en First Street. La gente oía gritos. Deirdre a menudo escapaba de la casa llorando y se subía al roble hasta quedar fuera del alcance de Irene o de la señorita Lampton. A veces no bajaba hasta que había oscurecido.
Al llegar a la adolescencia, sin embargo, se produjo un cambio. Se terminó la marimacho y se convirtió en una persona retraída y secreta. A los trece años ya era mucho más voluptuosa que su madre a los veinte. Llevaba el pelo largo, con raya al medio, recogido con un lazo de color violeta. Y sus ojazos azules parecían perpetuamente recelosos y con un toque de amargura. La gente que la veía el domingo en misa decía que parecía una persona abatida.
«Ya era una mujer hermosa —comentó una de las mujeres que asistía regularmente a la capilla—. Y esas ancianas no lo sabían y continuaban vistiéndola como si todavía fuera una niña».
Durante el verano anterior a su decimocuarto cumpleaños, la llevaron con urgencia al Mercy Hospital porque había tratado de cortarse las venas. Beatrice fue a visitarla.
«Esa chica tiene un temperamento del que Antha, sencillamente, carecía —le contó a Juliette Milton—. Pero le falta consejo femenino. Me pidió que le comprara cosméticos. Me dijo que había estado en una perfumería sólo una vez en su vida».
Beatrice le llevó los cosméticos al hospital, pero cuando llegó le dijeron que Carlotta había prohibido todas las visitas. Cuando Beatrice llamó a Cortland, éste confesó que no sabía por qué había intentado cortarse las venas. «Quizá sólo quería salir de aquella casa».
Esa misma semana, Cortland se encargó de hacer los preparativos para que Deirdre fuera a California. Tomó un avión a Los Ángeles para quedarse en casa de la hija de Garland, Andrea Mayfair, que se había casado con un médico del Hospital Cedros del Líbano. Pero al cabo de dos semanas Deirdre estaba otra vez en casa.
Los Mayfair de Los Ángeles no explicaron lo sucedido a nadie, pero años más tarde, Elton, el único hijo del matrimonio, dijo a nuestros investigadores que la pobre prima de Nueva Orleans estaba loca, que creía haber sido maldecida por una especie de legado. Hablaba de suicidarse y sus padres se asustaron tanto que la llevaron a un médico que dijo que nunca sería una persona normal.
«Mis padres querían ayudarla, en especial mi madre. Pero trastornó a toda la familia. Sin embargo, creo que lo que colmó el vaso fue que una noche la vieron en el jardín de atrás con un hombre y ella se negó a admitirlo. Siempre lo negó. Mis padres tuvieron miedo de que pasara algo, creo que tenía sólo trece años y era muy bonita, y la mandaron otra vez a su casa».
La misma misteriosa compañía masculina fue la responsable de la traumática expulsión de Deirdre del internado Santa Rosa de Lima, cuando tenía dieciséis años. Asistió a clase durante un semestre completo, sin ningún percance, y ya estaba a mediados del período de primavera cuando ocurrió el incidente. Según la familia, Deirdre estaba muy contenta en Santa Rosa y le había dicho a Cortland que no quería volver nunca a casa. Incluso en Navidades se había quedado en la escuela y había salido sólo en Nochebuena a cenar con Cortland.
Le encantaban los columpios del jardín de atrás, que eran lo suficientemente grandes para las niñas mayores, y a la hora del crepúsculo solía sentarse allí a cantar con otra chica, Rita Mae Dwyer (más tarde Lonigan), que recuerda a Deirdre como una persona rara y especial, elegante e inocente, romántica y dulce.
En 1988 recogimos el último testimonio sobre esta expulsión, transmitido directamente a este investigador por Rita Mae Dwyer Lonigan.
El «misterioso amigo» de Deirdre se encontraba con ella a la luz de la luna en el jardín de las monjas. Hablaba en voz baja, pero lo suficientemente alto para que Rita Mae lo oyera. «Amada mía, la llamaba», me dijo Rita Mae. Salvo en las películas, ella nunca había oído palabras tan románticas.
Deirdre, indefensa y llorando con amargura, no pronunció palabra cuando las monjas la acusaron de «traer un hombre al jardín de la escuela». La habían espiado por las rendijas de la cocina del convento y habían visto cómo se encontraba con aquel sujeto. «No era un muchacho —dijo furiosa una de las monjas a todas las internas reunidas—, sino un hombre. ¡Un adulto!»
Las condenas que revelan los informes de la escuela son igual de perversas. «La muchacha es mentirosa. Permitió que un hombre la tocara de modo indecente. Su inocencia no es más que una fachada».
No hay duda de que este misterioso compañero era el Impulsor. Las monjas, así como la señora Lonigan, lo describieron como un hombre de cabello castaño, ojos marrones y ropa elegante y pasada de moda.
Pero lo más notable es que Rita Mae Lonigan, a no ser que exagerara, oyó hablar al Impulsor.
Otra sorprendente información proporcionada por la señora Lonigan es que Deirdre tenía la esmeralda en el internado, que se la enseñó a ella y que tenía grabado en la parte de atrás: «Impulsor». Si la historia de Rita Mae es cierta, Deirdre sabía poco sobre su madre y su abuela. Sabía que había heredado de ellas la esmeralda, pero no conocía las circunstancias de sus muertes.
En 1956 era del dominio familiar que la expulsión de Santa Rosa había sido un duro golpe para Deirdre. Tuvieron que ingresarla en el Asilo Santa Ana durante seis semanas. Fue imposible acceder a los informes médicos, pero las enfermeras comentaron que Deirdre había suplicado que le aplicaran electroshocks y que los recibió dos veces. En aquel entonces tenía casi diecisiete años.
Por lo que sabemos sobre las prácticas médicas de la época, podemos asegurar que estos tratamientos se practicaban con un voltaje más alto que el actual, que con toda probabilidad eran muy peligrosos y causaban pérdida de memoria durante horas, por no decir días.
Carlotta se llevó a Deirdre del asilo a casa, donde languideció durante otro mes. Una vigilancia inflexible llevada a cabo por nuestros investigadores señala que en el jardín a menudo se veía una oscura figura en sombras junto a Deirdre. El repartidor de los ultramarinos Solari se «llevó un susto de muerte» cuando salía de la casa y vio «a esa chica de ojos de loca y a aquel hombre» metidos entre las cañas de bambú, al lado de la vieja piscina.
Otras personas también informaron de idénticas escenas. Las imágenes eran siempre las mismas: Deirdre y el misterioso joven en las sombras. Deirdre y el misterioso joven saliendo de repente de donde estaban o espiando a un desconocido de manera inquietante. Tenemos más de quince variaciones de estos dos temas.
Algunas de estas historias llegaron a oídos de Beatrice Mayfair, de Esplanade Avenue. «No sé, quizá la ronde alguien. Es que está… tan desarrollada físicamente», le dijo a Juliette. Ésta fue con Beatrice a First Street.
«La chica paseaba por el jardín, Beatrice se acercó a la verja y la llamó. Durante unos minutos pareció no reconocerla. Luego fue a buscar la llave de la cancela. Por supuesto, sólo Bea hablaba. La joven es muy hermosa, más por la peculiaridad de su carácter que por cualquier otra cosa. Parece una persona indómita y profundamente desconfiada de los demás, y al mismo tiempo muy interesada en sus propias cosas. Se enamoró del camafeo que yo llevaba y se lo regalé; se quedó fascinada como una niña. No sé si añadir que iba descalza y con un vestido de algodón sucio y viejo».
Con la llegada del otoño recibimos más informes sobre peleas y gritos. Los vecinos llegaron a llamar a la policía en dos ocasiones. Sobre la primera de ellas, tuve la oportunidad dos años más tarde de enterarme personalmente de lo sucedido.
«No me apetecía ir —me explicó el policía—. Verá, molestar a esas familias de Garden District no es precisamente lo mío. Y aquella dama nos detuvo justo en la puerta de entrada. Era Carlotta Mayfair, la que llaman señorita Carl, la que trabaja para el juez.
—¿Quién los ha llamado? ¿Qué quieren? ¿Quién es usted? Enséñeme su identificación. Si vuelven a venir otra vez tendré que hablar de ello con el juez Byrnes. —Al final, mi compañero dijo que habían oído gritar a la jovencita y que queríamos hablar con ella para asegurarnos de que todo estaba en orden. Creí que la señorita Carl iba a matarlo ahí mismo, pero fue a buscar a la chica. Deirdre Mayfair apareció llorando y temblando y dijo a C. J., mi compañero: “Dígale que me dé las cosas de mi madre. Me ha quitado las cosas de mi madre”. La señorita Carl indicó que ya era suficiente “intrusión”, que era una pelea familiar y la policía no tenía nada que hacer. Si no nos marchábamos, llamaría al juez Byrnes. En aquel momento, Deirdre salió corriendo de la casa hacia el coche patrulla.
—¡Sáquenme de aquí! —gritaba.
Entonces sucedió algo con la señorita Carl. Miró fijamente a la muchacha, que estaba de pie, en el bordillo, junto a nuestro coche, y empezó a llorar. Trató de ocultarlo. Sacó un pañuelo y se tapó los ojos, pero era evidente que la mujer lloraba. La chica la había sacado de quicio.
—Señorita Carl —dijo C. J.—, ¿qué quiere que hagamos?
La señora pasó a su lado y se dirigió hacia la acera. Apoyó una mano sobre la muchacha y preguntó: “Deirdre, ¿quieres volver al asilo? Por favor, Deirdre, por favor”. La chica entonces se derrumbó. No podía hablar. La miraba detenidamente con unos ojos salvajes y locos y rompió a llorar. La señorita Carl la cogió del hombro y se la llevó de vuelta a la casa».
—¿Está seguro de que era Carl? —pregunté al agente.
—Sí, por supuesto, todo el mundo la conoce. Vaya, nunca me olvidaré de ella. Al día siguiente llamó al capitán para que nos echara a los dos, a C. J. y a mí.
Cuando una semana más tarde los vecinos volvieron a llamar a la policía, otro coche patrulla se ocupó del caso. Lo único que sabemos es que en esta ocasión Deirdre trataba de irse de la casa cuando llegó la policía. Los agentes la convencieron de que se sentara en la escalinata del porche y esperase hasta que llegara su tío Cortland.
Deirdre se escapó al día siguiente. Los rumores del despacho decían que hubo muchas llamadas, que Cortland salió a toda prisa hacia First Street y que desde Mayfair y Mayfair se llamó a los primos de Nueva York para que buscaran a Deirdre, tal como se había hecho con la desaparición de Antha.
Amanda Grady Mayfair ya había muerto. Rosalind Mayfair, la madre del doctor Cornell, no quería saber nada con «la chusma de First Street», como los llamaba. A pesar de todo avisó a los otros primos. Luego la policía se puso en contacto con Cortland en Nueva Orleans. Habían encontrado a Deirdre delirando y vagando descalza por Greenwich Village. Algunas pruebas indicaban que la habían violado. Cortland voló a Nueva York aquella misma noche. A la mañana siguiente traía a Deirdre de regreso.
La historia se repitió y Deirdre fue ingresada en el Asilo Santa Ana. Una semana más tarde salió y se fue a vivir con Cortland en la vieja casa familiar de Metairie.
Los comentarios de la familia sostienen que Carlotta estaba desmoralizada y deprimida. Le dijo al juez Byrnes y a su mujer que había fracasado con su sobrina y temía que la chica «nunca fuera normal».
Cuando Beatrice Mayfair fue a visitarla, un sábado, se la encontró sentada sola en el salón, con todas las cortinas corridas. Carlotta no quería hablar.
«Me di cuenta de que miraba fijamente el lugar donde solían poner los ataúdes cuando los velatorios todavía se celebraban en la casa. Cuando le preguntaba algo, me respondía sólo con “sí”, “no”, “humm”. Al final entró esa espantosa Nancy y me ofreció té helado. Pareció molestarse cuando acepté, así que dije que me lo serviría yo, pero me dijo que no, por favor, tía Carl no lo permitiría».
Cuando Beatrice se hartó de tanta tristeza y grosería, se marchó a Metairie, a casa de Cortland, en el Club de Campo Lane, a visitar a Deirdre.
Por lo que sabemos, la casa era muy alegre, con empapelados de colores vivos, muebles tradicionales y muchos libros. Los ventanales corredizos daban a los jardines y a la piscina.
Toda la familia pensaba que era el mejor sitio para Deirdre. Metairie no tenía nada de la melancolía de Garden District. Cortland aseguró a Beatrice que la chica estaba descansando, y que sus problemas se habían agravado en gran parte por la reserva y la falta de criterio de Carlotta.
«Pero en realidad no me dice lo que sucede —se quejó Beatrice a Juliette—. Nunca lo hace. Reserva, ¿a qué se refiere?»
Beatrice interrogaba por teléfono a la criada cada vez que podía. La chica estaba muy bien. Sí, hacía buena cara. Hasta tenía un invitado, un joven muy guapo. La criada lo había visto sólo un instante en el jardín con Deirdre, pero se veía que era muy apuesto y todo un caballero.
«Vaya, ¿quién será? —se preguntaba Beatrice mientras almorzaba con Juliette Milton—. ¡Espero que no sea aquel sinvergüenza que la fastidiaba en el jardín de las monjas de Santa Rosa!»
«A mí me parece —escribió Juliette a su contacto en Londres— que esta familia no se da cuenta de que la chica tiene un amante. Quiero decir un amante de verdad, muy distinguido y fácil de reconocer, al que una y otra vez ven junto a ella. ¡Todas las descripciones de este joven coinciden!»
Lo más significativo de esta historia es que Juliette Milton nunca oyó ningún rumor sobre fantasmas, brujas, maldiciones ni nada por el estilo asociado a la familia Mayfair. Ella y Beatrice creían que el misterioso personaje era un ser humano.
Sin embargo, precisamente en la misma época, la gente del Canal Irlandés hablaba en la mesa de la cocina sobre «Deirdre y el hombre». Y cuando mencionaban al «hombre» no se referían a un ser humano. La hermana mayor del padre Lafferty sabía de la existencia del «hombre». Intentó hablar con su hermano de ello, pero él no quiso hacerle caso. Así pues, hablaba del asunto con un amigo entrado en años, Dave Collins, y con nuestro investigador, que una vez la acompañó por Constance Street cuando regresaba de misa de domingo.
La señorita Rosie, que trabajaba en la sacristía cambiando los manteles del altar y ocupándose del vino de misa, también conocía detalles impresionantes sobre «esos Mayfair y el hombre». «Primero fue Stella, luego Antha y ahora Deirdre», le dijo a un sobrino, un universitario de Loyola que pensaba que su tía era una ingenua supersticiosa.
En aquel momento, durante el verano de 1958, yo me preparaba para ir a Nueva Orleans.
Elaine Barret, uno de los miembros más antiguos y expertos de Talamasca, había muerto el año anterior. Por consiguiente, pasé a ser considerado (inmerecidamente) el especialista de Talamasca en familias de brujas. Mis credenciales nunca se pusieron en duda. Las personas más atemorizadas por las muertes de Stuart Townsend y Arthur Langtry —y las que con seguridad me hubieran prohibido ir a Nueva Orleans— también habían muerto.
Yo estaba profunda y apasionadamente preocupado por Deirdre Mayfair. Creía que sus poderes psíquicos, y en especial su talento para ver y comunicarse con espíritus, la estaban volviendo loca.