Él la besaba y sus manos acariciaban sus pechos. El placer era muy vívido; paralizante. Ella trató de levantar la cabeza, pero no podía moverse. El ruido constante de los motores del avión la mecía. Sí, es un sueño. Sin embargo, parecía tan real que otra vez se sumergió en él. Faltaban sólo cuarenta y cinco minutos para que aterrizaran en el Aeropuerto Internacional de Nueva Orleans. Debía tratar de despertarse. Pero entonces él volvió a besarla, introdujo la lengua con suavidad entre sus labios, con suavidad y también con energía, mientras sus dedos le acariciaban los pezones, los pellizcaban, como si estuviera desnuda debajo de la pequeña manta de lana. Ay, sabía como hacerlo, los pellizcaba muy lentamente, pero con fuerza. Ella se volvió hacia la ventanilla, suspirando y recogiendo las rodillas contra la cabina. Nadie la veía. La primera clase estaba medio vacía y ya casi habían llegado.
Otra vez le pellizcaba los pezones, ahora un poquito más fuerte. Ah, qué delicia. No te preocupes, no me harás daño. Aprieta más tus labios contra los míos. Lléname con tu lengua. Ella abrió su boca contra la suya y él le acarició el pelo, y sintió una nueva sensación, un hormigueo que recorrió su cuerpo. Semejante mezcla de sensaciones era un milagro, como si fueran colores pálidos y brillantes que se confundieran, mientras un estremecimiento recorría su espalda desnuda y sus brazos y la pasión palpitaba entre sus piernas. «¡Entra! Quiero que me llenes, sí, con tu lengua y contigo, entra con más fuerza». Era enorme, aunque suave, lubricada como estaba con su flujo.
Tuvo un orgasmo en silencio; se estremeció bajo la manta, el cabello le cubría la cara, semiinconsciente de que no estaba desnuda, de que no había nadie que la tocara, que pudiera producirle semejante placer. Sin embargo, seguía y seguía, mientras el corazón se detenía, la sangre fluía a su rostro y los espasmos se deslizaban de sus muslos a las pantorrillas.
Rowan, si esto no cesa te morirás. Su mano acarició su mejilla. Él le besó los párpados. «Te amo…»
Abrió los ojos de repente. Durante un momento no supo dónde estaba. Luego vio la cabina. El pequeño antifaz se había deslizado de sus ojos y todo a su alrededor parecía de un pálido gris luminoso, envuelto por el sonido de los motores. Los espasmos todavía le recorrían el cuerpo. Se reclinó sobre el mullido asiento del avión y se entregó a maravillosas y suaves sacudidas eléctricas, mientras sus ojos recorrían indolentes el techo del aparato; se esforzaba por mantenerlos abiertos, por despertarse.
Dios, ¿qué aspecto tendría después de esta pequeña orgía? Ruborizada.
Se incorporó lentamente y se echó el cabello hacia atrás con las dos manos. Trató de invocar otra vez el sueño, no en busca de sensualidad, sino de información. Intentó viajar al centro del sueño, para saber con quién había estado. Michael no era, no. Ésa era la peor parte.
«Dios mío —pensó—, le he sido infiel con nadie. Qué extraño». Se apretó las mejillas contra las manos. Le ardían. Todavía sentía el suave y vibrante placer, que se debilitaba.
—¿Cuánto falta para que aterricemos en Nueva Orleans? —preguntó a la azafata que pasaba junto a ella.
—Treinta minutos. Abróchese el cinturón, por favor.
Rowan se recostó sobre su asiento, buscó a tientas el cinturón y se abandonó plácidamente. ¿Cómo podía provocar algo así un sueño? ¿Cómo podía llegar tan lejos?
—¿Desea beber algo antes de que aterricemos?
—No, sólo café. —Cerró los ojos. ¿Quién era el amante de su sueño? Ningún rostro, ningún nombre. Sólo la sensación que era alguien más frágil que Michael, casi etéreo, o por lo menos ésa era la palabra que se le ocurría. Sin embargo, aquel hombre había hablado, estaba segura, pero todo, excepto el recuerdo del placer, se había borrado de su memoria.
En el momento en que se sentó para tomarse el café se dio cuenta de que tenía una ligera irritación entre las piernas. Seguramente efecto de las violentas contracciones. Gracias a Dios no había nadie cerca, ni junto a ella ni al otro lado del pasillo. Sin duda, si no hubiera estado oculta bajo la manta, no habría llegado tan lejos. Es decir, si hubiera podido elegir, se habría obligado a despertar.
Tomó lentamente un trago de café y levantó la cortina blanca de plástico.
Se veía una marisma verde bajo el profundo sol de la tarde, y la serpentina marrón del río rodeaba con sus curvas la lejana ciudad. Sintió una súbita alegría. Ya casi había llegado. El ruido de los motores se hizo más fuerte con el descenso.
No quería seguir pensando en el sueño. Honestamente, deseaba no haberlo tenido. En realidad, de pronto le resultaba muy desagradable y se sentía sucia, cansada, enfadada. Hasta le daba un poco de asco. Quería pensar en su madre y en el encuentro con Michael.
—¿Dónde estás, Michael? —murmuró, mientras se echaba nuevamente hacia atrás y cerraba los ojos.