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INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR

Séptima parte

La desaparición de Stuart Townsend

En 1929, Stuart Townsend, que había estudiado a los Mayfair durante años, solicitó al consejo de la orden que le permitiera intentar ponerse en contacto con ellos.

Tenía casi la certeza de que el críptico mensaje de Stella en el dorso de la fotografía significaba que ella deseaba tal contacto. Además, estaba convencido de que los tres últimos brujos Mayfair —Julien, Mary Beth y Stella— no eran asesinos ni perversos en modo alguno y que establecer contacto con la familia no sólo era completamente seguro sino que además podía reportar increíbles beneficios.

Primero y principal: con el «Informe sobre las brujas Mayfair» habíamos elaborado una historia valiosa e impresionante sobre una familia con poderes psíquicos. Nos habíamos demostrado, fuera de toda duda, que tenían contacto con el reino de lo invisible y que podían manipular fuerzas ocultas para su provecho personal. Pero quedaban muchas cosas que todavía no conocíamos.

¿Y si los convencíamos de que hablaran con nosotros, de que nos contaran sus secretos? ¿Qué podíamos aprender?

Stella no era una persona reservada y secreta como Mary Beth. Si lográbamos convencerla de nuestra discreción, de nuestros propósitos de estudio, a lo mejor nos revelaba algo. Posiblemente, Cortland Mayfair también hablaría con nosotros.

Segundo, y tal vez menos importante, con nuestra vigilancia sin duda habíamos violado la privacidad de la familia Mayfair a lo largo de los años. Habíamos «husmeado», según Stuart, en todos los aspectos de su vida. En realidad, los habíamos estudiado como especímenes una y otra vez y nos justificábamos con el argumento de que pondríamos nuestros informes a disposición de aquellos a quienes estudiábamos.

Pues bien, nunca lo habíamos hecho y quizá no había excusa para no intentarlo esta vez.

Tercero, teníamos una relación absolutamente singular con los Mayfair, puesto que la sangre de nuestro hermano Petyr van Abel corría por sus venas. Se podría decir que eran «parientes» nuestros. ¿No debíamos ponernos en contacto con ellos aunque sólo fuera para hablarles de este antepasado? ¡Y quién sabe qué podía suceder a partir de entonces!

Cuarto, ¿serviría de algo ponernos en contacto? Y aquí, claro está, llegamos a uno de nuestros principales objetivos. ¿Sería beneficioso para la imprudente Stella conocer personas como ella? ¿No le gustaría saber que había gente que estudiaba este tipo de personas para intentar comprender el reino de lo oculto? En otras palabras, ¿no le gustaría hablar con nosotros y enterarse de lo que nosotros sabíamos sobre el mundo de los poderes psíquicos en general?

El consejo consideró todo lo que Stuart tenía que decir, así como lo que sabíamos sobre las brujas Mayfair, y llegó a la conclusión de que las razones para establecer contacto superaban con creces las que teníamos para no hacerlo. Descartó sin más la idea de peligro, autorizó a Stuart a ir a Estados Unidos y ponerse en contacto con Stella.

Stuart, muy entusiasmado, partió para Nueva York al día siguiente. Talamasca recibió dos cartas suyas con matasellos de Nueva York; volvió a escribir otra vez cuando llegó a Nueva Orleans, con papel y sobre del hotel St. Charles, y explicó que se había puesto en contacto con Stella, que, en efecto, le había parecido extremadamente receptiva y que al día siguiente tenían que almorzar juntos.

Nunca más se volvió a saber nada de Stuart Townsend. No sabemos dónde ni cuándo su vida llegó a su fin, si es que eso fue lo que le ocurrió. Lo único que sabemos es que en junio de 1929 desapareció sin dejar rastro.

La vida de Stuart Townsend

No podemos decir hasta qué punto detallar la vida de Stuart es relevante para entender lo que le sucedió a él o la historia de las brujas Mayfair. Sé que en este informe incluyo más datos de los que harían falta. Y en vista de lo poco que he hablado de Arthur Langtry, debo una explicación.

Creo que he incluido este material como una especie de homenaje a Stuart y como una advertencia. Sirva pues como…

La orden tuvo noticias de Stuart cuando éste tenía veintidós años. Nuestros funcionarios de Londres recibieron de uno de nuestros investigadores de Estados Unidos un pequeño artículo de un diario que se refería a él como «El joven que fue otra persona durante diez años».

Stuart había nacido en una pequeña ciudad de Tejas en 1895. Su padre era el doctor de la localidad, un hombre muy respetado, todo un intelectual. La madre provenía de una familia pudiente y se dedicaba a la beneficencia, como correspondía a una dama de su posición, y tenía dos niñeras para sus siete hijos, el mayor de los cuales era Stuart. Vivían en una enorme casa victoriana con una amplia galería que daba a la única calle elegante de la ciudad.

Stuart fue a un internado privado en Nueva Inglaterra a la edad de seis años. Desde el principio fue un alumno excepcional. Durante las vacaciones de verano se mostraba como un ser solitario que se quedaba leyendo hasta muy tarde en su cuarto. Sin embargo, tenía muchos amigos entre los vástagos de la pequeña pero vigorosa aristocracia local —funcionarios oficiales, abogados y rancheros ricos— y, según parece, caía bien a todo el mundo.

A los diez años de edad volvió a casa con una fiebre muy alta difícil de diagnosticar. Su padre al final llegó a la conclusión de que era algo de origen infeccioso, pero nunca se halló una explicación clara. Stuart sufrió una crisis y se pasó dos días delirando.

Cuando se recuperó ya no era Stuart, sino otra persona. Esta otra persona afirmaba ser una joven llamada Antoinette Fielding, y hablaba con acento francés, tocaba el piano espléndidamente y parecía confundida acerca de la edad que tenía, dónde vivía y qué hacía en casa de Stuart.

Stuart, por su parte, sabía un poco de francés pero no tocaba el piano, y cuando se sentó ante el piano de cola cubierto de polvo del salón y se puso a tocar Chopin, los familiares pensaron que sufrían alucinaciones.

Creía, además, que era una chica y cuando se miró al espejo se echó a llorar desesperadamente. Su madre no pudo soportar la escena y salió corriendo de la habitación. Tras una semana de comportarse de un modo histérico y melancólico, convencieron a Stuart-Antoinette de que dejara de pedir vestidos, que aceptara el hecho de que ahora tenía un cuerpo de niño, que creyera que era Stuart Townsend y que hiciera lo que se suponía que él debía hacer.

A pesar de todo, la vuelta a la escuela estaba fuera de toda posibilidad. Y Stuart-Antoinette, que para la familia ahora se había convertido en Tony, para evitar complicaciones, pasaba los días tocando el piano sin parar y escribiendo sus memorias en un extenso diario mientras trataba de resolver el misterio de quién era en realidad.

El doctor Townsend, al leer estos escritos, se dio cuenta de que estaban redactados con un dominio del francés al que Stuart, de diez años, nunca había llegado. Vio también que todas las memorias estaban situadas en París, y en el París de 1840, con claras referencias a óperas, obras de teatro y medios de transporte de la época.

A través de estos documentos se supo que Antoinette Fielding tenía ascendencia anglofrancesa, que su padre francés no se había casado con su madre inglesa —Louisa Fielding—, y que en París había tenido una vida extraña y solitaria, hija única de una prostituta de alto nivel, a la que su madre mimaba y trataba de proteger de la sordidez de la calle. Su gran don y consuelo era la música.

El doctor Townsend, completamente subyugado, tranquilizó a su mujer diciéndole que llegaría al fondo de este misterio, y empezó una investigación por correo con el propósito de descubrir si Antoinette Fielding había existido alguna vez.

Le llevó cinco años.

Durante este tiempo, «Antoinette» siguió ocupando el cuerpo de Stuart, tocaba el piano de modo obsesivo y cuando se atrevía a salir era para perderse o meterse en algún desagradable lío con los gamberros locales. Por último, dejó de salir del todo y se convirtió en una especie de histérica inválida que pedía que le dejaran las comidas delante de su puerta y que bajaba a tocar el piano sólo por la noche.

El doctor Townsend averiguó a través de un detective francés que una tal Louisa Fielding había sido asesinada, en 1865, en París. En efecto, se trataba de una prostituta, pero no había ninguna constancia de que hubiera tenido hijos. Al final, el doctor llegó a un punto muerto. Agotado entonces de intentar resolver el misterio, trató de aceptar la situación lo mejor que pudo.

Su hijo Stuart, un chico guapo y joven, se había marchado para siempre y en su lugar había una inválida inútil y encorvada, con un rostro pálido de niño, ojos ardientes y una extraña voz asexuada, que ahora vivía detrás de celosías cerradas. El doctor y su mujer se acostumbraron a oír los conciertos nocturnos. De vez en cuando él subía a hablar con la extraña y pálida criatura «femenina» que vivía en la buhardilla y no podía evitar ver signos de deterioro mental. El personaje ya no recordaba muy bien «su pasado». A pesar de todo, conversaban un rato en francés o en inglés, plácidamente, hasta que la ausente y demacrada criatura volvía a sus libros como si el padre no estuviera allí.

Esta situación continuó hasta que Stuart cumplió veinte años. Entonces, una noche, se cayó por las escaleras y sufrió una fuerte contusión. El doctor, medio dormido, que esperaba la inevitable música procedente del salón, bajó de su habitación y descubrió a su hijo inconsciente en el pasillo. Lo llevó a toda prisa al hospital local, donde estuvo dos semanas en coma.

Cuando volvió en sí era otra vez Stuart. No recordaba haber sido otra persona nunca en su vida. Creía que tenía diez años y cuando oyó una voz grave que salía de su garganta se sintió horrorizado. Cuando vio que tenía el cuerpo de un hombre, se quedó mudo de la impresión.

Sentado, atónito, en la cama del hospital, escuchó el relato de lo que le había sucedido en los últimos diez años. Por supuesto, no entendía francés y lo poco que sabía le había costado muchísimo en la escuela. Y además, naturalmente, no sabía tocar el piano. Todo el mundo sabía que no tenía talento musical, ni siquiera era capaz de entonar.

Durante las semanas siguientes se sentaba a la mesa y observaba a sus «enormes» hermanos y hermanas, a su padre, canoso ahora, y a su madre, que no podía mirarlo sin echarse a llorar. Los teléfonos y los automóviles, que apenas existían en 1905, cuando había dejado de ser Stuart, lo sorprendían sin cesar. La luz eléctrica lo llenaba de inseguridad. Pero la fuente de agonía más intensa era su propio cuerpo de adulto y el descubrimiento, cada vez más real, de que su infancia y adolescencia habían pasado sin dejar rastro.

Luego empezó a enfrentarse a los inevitables problemas. Tenía veinte años con las emociones y la educación de un niño de diez. Aumentó de peso y desapareció su palidez. Cabalgaba con sus viejos amigos por los ranchos cercanos. Contrataron tutores para educarlo; leía periódicos y revistas durante horas. Daba largos paseos durante los que practicaba cómo moverse y pensar como un adulto.

Pero vivía en un estado de ansiedad permanente. Se sentía apasionadamente atraído por las mujeres, pero no sabía cómo actuar ante esta atracción. Era muy fácil herir sus sentimientos, como si fuera un inadaptado sin remedio. Al final empezó a pelearse con todo el mundo, y al descubrir que podía beber con total libertad, comenzó a «darle al trago» en las tabernas del lugar.

Muy pronto todos se enteraron de lo ocurrido. Alguna gente recordaba los primeros rumores «sobre el nacimiento de Antoinette», mientras otros supieron toda la historia de segunda mano. Fuera como fuese, no se paraba de hablar del asunto. Y aunque los periódicos locales no hicieron mención de la historia por deferencia al doctor, un periodista de Dallas, Tejas, se enteró por diversas fuentes y, sin la cooperación de la familia, escribió un largo artículo, publicado en 1915 en la edición dominical del periódico de Dallas. Otros periódicos recogieron también la historia. Al cabo de dos meses nos la remitieron a Londres.

Mientras, los buscadores de curiosidades se lanzaron sobre Stuart. Un escritor local quería escribir una novela sobre él. Los corresponsales de las revistas nacionales empezaron a llamar a su puerta. La familia se puso a la defensiva y protegió a Stuart, encerrándolo una vez más en casa, mientras él cavilaba en la buhardilla y admiraba las valiosas pertenencias de la extraña Antoinette. Sentía que le habían arrebatado diez años de su vida y que ahora era un inadaptado sin esperanzas obligado a enfrentarse a todo el mundo.

Sin duda, la familia recibió con disgusto muchísima correspondencia. Por otra parte, las comunicaciones en aquellos tiempos no eran como las de hoy en día. Fuera como fuese, Stuart, a finales de 1916, recibió el paquete enviado por Talamasca con dos libros sobre casos de «posesión» y una carta en la que le comunicábamos que teníamos mucha información sobre este tipo de cosas y que nos gustaría hablar con él y con otros que hubieran pasado por la misma experiencia.

Nos respondió de inmediato. Se reunió en Dallas con nuestro representante, Louis Daly, en verano de 1917 y aceptó gustoso venir a Londres. El doctor Townsend, muy preocupado al principio, confió en Louis, que le aseguró que nuestro interés en tales fenómenos era exclusivamente científico. Stuart llegó por fin a nuestra sede el primero de septiembre de 1917.

Al año siguiente ingresó en la orden como novicio y desde entonces siguió con nosotros.

Su primer proyecto, naturalmente, fue el estudio de su propio caso y de todos los casos de posesión que teníamos en nuestros archivos. Su conclusión, y la de otros estudiosos asignados a esta área de investigación, fue que, en efecto, había sido poseído por el espíritu de una muerta.

Creía que el espíritu de Antoinette habría sido expulsado de su cuerpo si se hubiera consultado a alguien con conocimientos, incluso a un sacerdote católico. Porque aunque la Iglesia católica sostiene que tales casos son puramente demoníacos —cosa que no hacemos nosotros—, es indudable que sus técnicas para exorcizar presencias ajenas funcionan.

Durante cinco años, Stuart se dedicó sólo a investigar casos de posesión. Se entrevistó con decenas de víctimas y tomó muchas notas.

Llegó a la misma conclusión que Talamasca había sostenido durante mucho tiempo que hay gran variedad de entidades involucradas en los casos de posesión. Puede que algunas sean fantasmas; también, entidades que nunca hayan sido humanas, y aun «otras personalidades» dormidas dentro del anfitrión. Pero siempre estuvo convencido de que Antoinette Fielding había sido un ser humano y que, como muchos otros fantasmas, no supiera o no hubiera comprendido que había muerto.

En 1920 partió a París para buscar pruebas sobre la vida de Antoinette Fielding. No consiguió descubrir nada, pero la poca información que reunió sobre Louisa Fielding encajaba con lo que Antoinette había escrito sobre su madre. El tiempo, sin embargo, había borrado todo rastro de estas personas. Stuart nunca estuvo satisfecho al respecto.

A finales de 1920 tuvo que resignarse al hecho de que nunca sabría quién había sido Antoinette y se volcó activamente al trabajo de campo en nombre de Talamasca. Viajó con Louis Daly para intervenir en casos de posesión y llevó a cabo una forma de exorcismo que resultaba muy efectiva para expulsar las presencias ajenas de la víctima que las recibía.

Daly estaba muy impresionado con Stuart Townsend y se convirtió en su consejero. Durante todos estos años, Stuart descolló por su piedad, paciencia y eficacia en este terreno. Ni siquiera Daly podía consolar a las víctimas del modo en que lo hacía Stuart. Después de todo, él lo había sufrido también.

Trabajó en este campo, sin descanso, hasta 1929. Mientras tanto, cuando sus ocupaciones se lo permitían, leía el «Informe sobre las brujas Mayfair». Más tarde cursó una petición al consejo, que fue atendida.

Stuart tenía entonces treinta y cinco años. Medía un metro ochenta, tenía el pelo rubio oscuro y los ojos verde grisáceos. Era delgado y tenía un rostro ovalado. Solía vestir con elegancia; era uno de esos norteamericanos que admiran profundamente los modales ingleses y tienden a imitarlos. Era un hombre atractivo. Pero su mayor encanto, para sus amigos y conocidos, era una especie de espontaneidad e inocencia infantil. Realmente, le faltaban diez años de su vida y nunca los recuperó.

A veces, cuando tropezaba con algún pequeño obstáculo en sus planes, era capaz de reaccionar impulsivamente, de salirse de las casillas y ponerse furioso. Pero cuando hacía trabajos de campo se sabía controlar y si tenía algún berrinche en la casa matriz siempre era posible hacerlo entrar en razón.

También era capaz de enamorarse profunda y apasionadamente, como sucedió con Helen Kreis, un miembro de Talamasca que murió en un accidente de coche en 1924. Sufrió mucho su muerte, hasta límites peligrosos, durante dos años.

Puede que nunca lleguemos a saber lo que ocurrió entre él y Stella Mayfair, pero es posible conjeturar que ella fue su segundo y último gran amor.

Me gustaría añadir aquí mi opinión personal. Creo que nunca se debió enviar a Stuart Townsend a Nueva Orleans, no sólo porque pudiera involucrarse emocionalmente con Stella, sino porque carecía de experiencia en este terreno en particular.

Durante su noviciado, trató con varios tipos de fenómenos psíquicos e indudablemente leyó mucho sobre temas de ocultismo. Examinó una amplia variedad de casos con otros miembros de la orden y pasó algún tiempo con Arthur Langtry.

Aunque, en realidad, por sí mismo, no sabía nada sobre brujas, y como muchos miembros de nuestra orden que han tratado sólo apariciones, posesiones o reencarnaciones, simplemente ignoraba lo que pueden hacer las brujas.

Mandar a un hombre inexperto como Townsend a establecer contacto con las brujas Mayfair es como enviar a un chiquillo al infierno para que entreviste al diablo.

En síntesis, Stuart Townsend partió a Nueva Orleans sin preparación y desprevenido. Y con el debido respeto a quienes dirigían la orden en 1929, creo que hoy en día no ocurriría algo semejante.

Por último, quiero agregar que Stuart Townsend, por lo que sabemos, no poseía poderes extraordinarios, no era una persona con «dones psíquicos», como suele decirse. Por lo tanto, no tenía armas extrasensoriales a su disposición cuando se enfrentaba a un enemigo, al que ni siquiera percibía como enemigo.

La desaparición de Stuart fue denunciada a la policía de Nueva Orleans el 25 de julio de 1929, es decir, un mes después de su llegada. Talamasca había tratado de ponerse en contacto con él por telégrafo y por teléfono. Irwin Dandrich también trató de dar con él, pero en vano. El hotel St. Charles, desde donde procedía la única carta escrita por Stuart, informó que esa persona no se había registrado nunca allí y nadie recordaba haberlo visto jamás.

Nuestros investigadores privados no pudieron descubrir nada que pudiese probar que Townsend hubiera llegado siquiera a Nueva Orleans y la policía pronto empezó a dudarlo.

El 28 de julio, las autoridades informaron a nuestros investigadores locales que no podían hacer nada más; pero bajo severas presiones, tanto de Dandrich como de Talamasca, la policía aceptó investigar la casa Mayfair y preguntar a Stella si había visto al individuo en cuestión o hablado con él. Talamasca no abrigaba esperanzas, pero Stella sorprendió a todo el mundo recordando a Stuart de inmediato.

Sí, en efecto, lo conocía, dijo, un tejano alto de Inglaterra, ¿cómo iba a olvidarse de alguien tan interesante? Habían almorzado y cenado juntos y habían pasado una noche entera hablando.

No, no tenía ni idea de lo que había sucedido con él. En realidad, se alteró visible e instantáneamente ante la posibilidad de que le hubiera pasado algo grave.

Sí, estaba alojado en el hotel St. Charles, él se lo había mencionado, ¿y por qué demonios iba a mentir en algo así? En realidad, estaba tan alterada que la policía estuvo a punto de terminar ahí mismo el interrogatorio; pero ella los retuvo con preguntas. ¿Habían hablado con la gente de Court of Two Sisters? Ella lo había llevado allí y a él le había gustado mucho, quizás había vuelto. Y había una taberna en Bourbon Street donde habían estado hablando de madrugada, después de que los echaran de un lugar más respetable, ¡un agujero inmundo!

La policía fue a esos establecimientos. Todo el mundo conocía a Stella. Sí, era posible que hubiera estado allí acompañada de un hombre. Stella siempre iba con algún hombre. Pero nadie recordaba especialmente a Stuart Townsend.

Se registraron otros hoteles, pero no se encontró ninguna pertenencia de Stuart Townsend. También se interrogó a varios taxistas, pero con la misma deprimente falta de resultados.

Al final, Talamasca decidió tomar la investigación en sus manos. Arthur Langtry se embarcó en Londres para averiguar qué le había sucedido a Stuart. Tenía remordimientos de conciencia por haber permitido que Stuart emprendiera esta tarea solo.

Informe de Arthur Langtry

Arthur Langtry fue sin duda uno de los investigadores más capaces surgidos de Talamasca. Trabajó toda su vida en el estudio de varias grandes familias de brujas, y sus detallados informes sobre ellas son algunos de los documentos más valiosos que poseemos.

Para quienes hemos pasado toda nuestra vida obsesionados con las brujas Mayfair, es una pena enorme que Langtry nunca hubiera podido dedicarse a esta historia.

Sin embargo, cuando Stuart Townsend desapareció, Langtry se sintió responsable y nada hubiera podido impedirle que se embarcara rumbo a Luisiana en agosto de 1929. Como ya se ha mencionado, se culpaba de la suerte de Stuart por el hecho de no haberse opuesto a que emprendiera la misión, pese a que en el fondo de su corazón sabía que no debía ir.

«Yo estaba ansioso de que alguien fuera —confesó antes de partir de Londres—. Estaba muy ansioso de que ocurriera algo. Y, por supuesto, sabía que yo no podía ir. Así que pensé, bueno, quizás este extraño joven tejano pueda penetrar el misterio».

En aquel momento Langtry tenía cerca de setenta y cuatro años, era un hombre alto y delgado, de pelo gris metálico, rostro rectangular y ojos hundidos. Tenía una voz muy agradable y modales meticulosos. Tenía los pequeños achaques de un hombre de edad, pero en líneas generales gozaba de buena salud.

Durante sus años de servicio había visto «de todo». Era un médium poderoso, valiente ante cualquier manifestación de lo sobrenatural. Pero nunca se precipitaba ni descuidaba. Nunca subestimaba ningún tipo de fenómeno. Era, como sus investigaciones demuestran, extremadamente seguro y fuerte.

Nada más enterarse de la desaparición de Stuart, tuvo la certeza de que estaba muerto. Releyó rápidamente el material Mayfair y se dio cuenta de que la orden había cometido un error.

Llegó a Nueva Orleans el 28 de agosto de 1929, se registró enseguida en el hotel St. Charles y despachó una carta tal como había hecho Stuart. Dio su nombre, dirección y número de teléfono de Londres a varios empleados de recepción, de modo que más adelante no hubiera dudas sobre su presencia en el lugar. Hizo una llamada a Londres, a la casa matriz, desde su cuarto para dar su número de habitación y otros detalles sobre su llegada.

Luego se encontró con uno de nuestros investigadores —el más competente de los detectives privados que trabajaban para nosotros— en el bar del hotel y cargó la cuenta de las bebidas a su habitación.

Confirmó personalmente todo lo que la orden ya sabía. Le informaron también que Stella ya no quería cooperar con la investigación. Insistía en que ella no sabía nada que pudiera ayudar y al final perdió la paciencia y se negó a recibir a los investigadores.

Langtry la llamó desde su habitación. Aunque eran más de las cuatro de la tarde cuando contestó su teléfono privado, era evidente que acababa de despertarse. De mala gana aceptó volver a hablar del tema; resultó evidente que estaba sinceramente afectada.

—Escuche, ¡no sé lo que sucedió! —exclamó y se echó a llorar—. Me caía muy bien, de verdad, era un hombre tan extraño… Nos fuimos a la cama, ¿sabe?

Langtry no supo qué decir ante semejante franqueza. Hasta su voz incorpórea dejaba entrever cierto encanto. Además, estaba convencido de que las lágrimas eran auténticas.

—Pues sí, lo hicimos —continuó ella, con audacia—. Me lo llevé a un agujero horrible del Barrio Francés. Ya se lo conté a la policía. De todos modos, era un hombre que me gustaba, me gustaba mucho. Le dije que no empezara a rondar a nuestra familia. ¡Se lo dije! Tenía ideas de lo más raras. No sabía nada. Le dije que se marchara; quizá lo hizo. Eso fue lo que pensé, ¿comprende?, que había tomado mi advertencia en serio y se había largado.

Langtry le rogó que lo ayudara a descubrir lo que había sucedido. Explicó que él era un colega de Townsend y que se conocían muy bien.

—¿Colega? ¿Quiere decir que usted forma parte de aquel grupo?

—Sí, si se refiere a Talamasca…

—Shhh, escúcheme. Quienquiera que sea usted, venga aquí si lo desea. Pero que sea mañana por la noche, porque doy una fiesta, ¿comprende? Digamos que así podrá perderse entre los demás. Si alguien le pregunta quién es, cosa que no creo, diga que es un invitado de Stella. Pregunte por mí. Pero, por el amor de Dios, no hable de Townsend y no mencione el nombre de su… bueno, como lo llame.

—Talamasca…

—Sí. Ahora escuche con atención lo que le digo. Habrá mucha gente, desde personas de etiqueta hasta gente con harapos, ¿comprende?, sea discreto. Cuando se acerque a mí, deme un beso en la mejilla y dígame su nombre al oído. ¿Cómo era?

—Arthur Langtry.

—Mmmm, de acuerdo. Es fácil de recordar, ¿verdad? Bueno, tenga cuidado. No puedo seguir hablando. Vendrá, ¿no? ¡Es preciso que venga!

—Sí, lo haré —respondió Langtry; trataba, en silencio, de saber si le tendían alguna trampa—. Pero ¿por qué tenemos que ser tan circunspectos? Yo no…

—Escúcheme, querido —añadió ella, en voz baja—, todo lo de su organización suena muy bonito, la biblioteca y todas esas maravillosas investigaciones sobre lo oculto. Pero no sea tonto. El nuestro no es un mundo de sesiones de espiritismo, médiums y parientes muertos que le dicen a uno que busque la escritura de propiedad del inmueble de tal calle entre las páginas de la Biblia o cosas por el estilo. Y con respecto a las ridiculeces del vudú, bueno, es una diversión más. Ah, a propósito, no tenemos antepasados escoceses, somos todos franceses. Mi tío Julien inventó una historia sobre un castillo escocés cuando fue a Europa. Así que olvide por favor todo aquel asunto. ¡Pero le aseguro que sí hay algunas cosas! Eso es lo importante. Venga mañana temprano, alrededor de las ocho, ¿de acuerdo? Pero, por favor, no sea el primero en llegar. Bueno, ahora tengo que dejarlo; de verdad, no se imagina lo espantoso que es todo esto. Se lo diré con franqueza: ¡yo no pedí venir al mundo en esta familia demente! ¡De verdad! Mañana por la noche habrá trescientos invitados y yo no tengo ni un amigo en el mundo.

Stella colgó.

Langtry, que había registrado toda la conversación en taquigrafía, la pasó en limpio, hizo una copia en papel carbón y se dirigió a la oficina de correos para mandarla a Londres, puesto que ya no confiaba en el hotel.

Luego fue a alquilar un frac y una camisa de etiqueta para la fiesta del día siguiente.

«Estoy completamente confundido», había escrito en la carta. «Estaba seguro que ella tenía algo que ver en la desaparición del pobre Stuart, pero ahora no sé qué pensar. Stella no me mentía, estoy seguro. ¿Pero por qué está asustada? Desde luego, no puedo hacer una apreciación inteligente de ella hasta que la vea».

Aquella misma tarde llamó a Irwin Dandrich, el confidente de alta sociedad de alquiler, y le pidió que cenaran en un restaurante de moda del Barrio Francés, a pocas manzanas del hotel.

Aunque Dandrich no tenía nada que decir sobre la desaparición de Townsend, disfrutó mucho de la comida y no paró de cotillear sobre Stella.

—No se puede beber casi un litro de coñac francés todos los días y pretender vivir eternamente —comentó Dandrich, con gestos cansados y burlones, como si quisiera dar a entender que el tema le aburría, cuando en realidad le encantaba—. Y el romance con Pierce es una vergüenza. Vaya, el muchacho apenas tiene dieciocho años. Es una estupidez por parte de Stella hacer algo así. Por favor, Cortland ha sido su mejor aliado contra Carlotta y ahora ella va y seduce a su hijo favorito. Y Dios sabe cómo Lionel lo soporta. Lionel es un monomaníaco, y el nombre de su monomanía, por supuesto, es Stella.

¿Iba a ir Dandrich a la fiesta?

—No me lo perdería por nada del mundo. Seguro que habrá fuegos de artificio muy interesantes. Stella ha prohibido a Carlotta que se lleve a Antha de la casa durante las fiestas. Carlotta está que trina y amenaza con llamar a la policía si a los juerguistas se les va la mano.

—¿Cómo es Carlotta? —preguntó Langtry.

—Es como Mary Beth, pero con vinagre en las venas en lugar de vino añejo. Es inteligente, aunque sin imaginación. Es rica, pero no desea nada. Es práctica, meticulosa y trabajadora, e insoportablemente aburrida. Desde luego, se ocupa absolutamente de todo; de Millie Dear, de Belle y de las pequeñas Antha y Nancy. Además, hay un par de sirvientes viejos que ya no saben ni quiénes son ni que hacen, y también cuida de ellos y de todos los demás. Stella, de verdad, tiene que sentirse culpable de todo esto. Siempre dejó que Carlotta empleara y despidiera a la gente, hiciera los cheques y riñera al personal. Y ahora que Lionel y Cortland se han puesto contra ella, bueno, ¿qué puede hacer? No, si yo fuera usted, no me perdería la fiesta, me quedaría hasta el final.

Langtry pasó el día siguiente explorando las tabernas y el hotel del Barrio Francés (una pocilga) donde Stella había llevado a Stuart. Todo el tiempo se sintió atormentado por la sensación de que Stuart había estado en aquellos sitios, de que el relato de Stella sobre las vueltas que habían dado era cierto.

A las ocho, vestido y arreglado para la fiesta, un taxi lo dejó en la puerta de la casa.

«Las calles estaban bloqueadas, llenas de automóviles. La gente entraba en tropel por la cancela del jardín y todas las ventanas de la casa estaban iluminadas. Mucho antes de llegar a la escalinata de entrada ya se oía el agudo sonido del saxofón. Por lo que pude ver, no había nadie en la puerta de entrada, así que simplemente pasé y me abrí paso en el vestíbulo entre un enjambre de jóvenes que reían, fumaban y se saludaban unos a otros. Nadie me prestó atención.

A cada minuto entraba más gente. Una muchedumbre bailaba en la parte de delante del salón. En realidad, había tanta gente, todos charlando y bebiendo en medio de una espesa nube de humo de cigarrillo, que apenas pude apreciar el mobiliario de la estancia. Bastante recargado, creo; parecía el salón de un transatlántico, con sus palmeras, sus retorcidas lámparas art déco y sus delicadas sillas ligeramente griegas.

La música de la banda, instalada en el porche lateral, detrás de un par de ventanales enormes, era ensordecedora. No sé cómo conseguía la gente hablar con semejante ruido. Yo ni siquiera podía mantener una sucesión de pensamientos coherentes.

Estaba a punto de salir de todo aquello cuando mis ojos se posaron sobre los bailarines que había junto a la ventana, y me di cuenta enseguida de que miraba fijamente a Stella, y resultaba mucho más teatral que en cualquier retrato. Iba envuelta en seda dorada, un escaso vestidito que venía a ser una combinación con flecos que apenas le tapaban unas rodillas bien formadas. Unas diminutas lentejuelas doradas cubrían las medias, así como el vestido, y una cinta de raso dorada con flores amarillas sujetaba el pelo, moreno y corto. Llevaba delicadas pulseras de oro y la esmeralda Mayfair al cuello, que aunque parecía absurdamente pasada de moda, destacaba sobre su piel blanca.

Parecía una niña-mujer, delgada, sin pecho, pero del todo femenina, con sus labios descaradamente rojos y unos enormes ojos negros que literalmente brillaban como gemas mientras recibía a la multitud que la miraba con adoración, sin perderse ni una nota del baile. Golpeaba sin parar el brillante suelo con sus piececitos enfundados en unos zapatos de tacón alto y fino, echaba la cabeza hacia atrás y se reía con placer, al tiempo que daba vueltas en círculo moviendo sus caderas estrechas y agitando los brazos.

“¡Así se hace, Stella!”, rugió alguien. “¡Sí, Stella, eso es!”, animó otro al ritmo de la música. Y ella se las arreglaba para dar una respuesta encantadora a sus adoradores, al mismo tiempo que se entregaba en cuerpo y alma al baile.

En cuanto a su pareja pude verlo poco, pero estoy seguro de que en cualquier otra situación hubiera reparado en él inmediatamente, dada su juventud y su enorme parecido con ella; los mismos ojos y cabello negro y la misma tez blanca. Era apenas un muchacho. Su rostro tenía todavía la pureza de la porcelana y su cuerpo la complexión propia de su edad.

Participaba de la desenfrenada vitalidad de Stella. En el momento en que terminó la pieza, ella se dejó caer hacia atrás, confiada, en los brazos abiertos del joven. Él la abrazó con desvergonzada intimidad y mientras sus manos recorrían su torso andrógino la besó en los labios. La escena no tuvo nada de teatral, es más, creo que el joven no veía a nadie, tenía ojos sólo para ella.

Los invitados los rodearon; alguien echaba champán en la boca de Stella, mientras ella, por así decirlo, se acurrucaba contra el joven y la música empezaba otra vez. Varias parejas empezaron a bailar, todas bastante modernas y muy alegres.

Pensé que no era el momento de acercarme a ella. Eran sólo las ocho y diez y quería observar un poco más lo que sucedía. Además, su aparición me había dejado desarmado. Se había llenado un gran vacío. Tuve la certeza entonces de que ella no había hecho daño a Stuart. Así pues, mientras escuchaba el sonido de su risa por encima de la nueva embestida de la orquesta, reemprendí mi marcha hacia las puertas del vestíbulo.

Quiero mencionar que esta casa tiene un pasillo especialmente largo y una escalera asimismo larga y empinada. El primer piso parecía estar a oscuras y la escalera desierta, pero muchas personas pasaban junto a la escalera para dirigirse a una habitación muy iluminada, en la otra punta del salón.

Tenía la intención de seguirlos para hacer una pequeña exploración del lugar, pero en el momento en que apoyé mi mano sobre la barandilla vi a alguien en lo alto. Me di cuenta de inmediato que se trataba de Stuart. Mi impresión fue tan grande que casi me puse a gritar su nombre, pero comprendí que pasaba algo raro.

Debo señalar que tanto él como la luz que lo iluminaba desde abajo parecían completamente reales, pero su expresión me puso en guardia en el acto y me di cuenta de que lo que veía no podía ser real. Porque aunque me miraba directamente y era evidente que me conocía, no había ninguna urgencia en su rostro, sólo una tristeza profunda y una fatigada angustia.

Pareció tomarse su tiempo, a pesar de que sabía que lo había visto, y luego sacudió la cabeza de manera hastiada y repugnante. Seguí con mis ojos clavados en él, mientras Dios sabe cuántos individuos me empujaban y apretaban en medio de un barullo terrible, y una vez más sacudió la cabeza de aquella manera desagradable. Levantó la mano derecha y me hizo el inconfundible gesto de que me marchara.

Yo no me atreví a moverme. Permanecí tranquilo, como suelo hacer en semejantes ocasiones, tratando de resistir el inevitable delirio y de concentrarme en el ruido, los empujones y hasta en el suave murmullo de la música, mientras memorizaba cuidadosamente lo que veía.

Iba desaliñado y con la ropa sucia. El lado derecho de su cara parecía haber sufrido un golpe, o por lo menos, estaba descolorido.

Al final conseguí dar la vuelta y llegar al pie de la escalera; miré hacia arriba. En aquel momento el fantasma pareció despertar de su aparente languidez. Una vez más sacudió la cabeza y me hizo gestos de que me fuera.

—¡Stuart, muchacho, háblame si puedes! —murmuré.

Empecé a subir la escalera con los ojos fijos en él; su expresión se hacía cada vez más temerosa. Vi que estaba cubierto de polvo, que su cuerpo, a pesar de que me miraba, mostraba los primeros signos de putrefacción. ¡Sí, hasta podía olerlo! Luego ocurrió lo inevitable: la imagen empezó a desvanecerse. “¡Stuart!”, lo llamé, desesperado. Pero aquella imagen se oscurecía y, a través de ella y casi inconscientemente, vi a una mujer rubia y joven de extraordinaria belleza, que bajaba deprisa las escaleras y pasaba a mi lado envuelta en seda color melocotón, cargada de joyas y arrastrando una nube de dulce perfume.

Stuart había desaparecido y el olor a putrefacción humana también. La mujer murmuró una disculpa por haberme rozado. Creo que gritaba algo a determinadas personas del vestíbulo.

Luego se volvió, y mientras yo seguía mirando hacia arriba, sin reparar en ella y con la vista en el vacío, me cogió del brazo.

—La fiesta es abajo —dijo y me empujó con mucha suavidad.

—Estoy buscando el lavabo —respondí, porque no se me ocurrió otra cosa.

—Está aquí abajo, querido, saliendo de la biblioteca. Ahora te lo muestro, justo detrás de la escalera.

La seguí, confuso, bajamos la escalera y entramos en una habitación muy grande y débilmente iluminada. Sí, la biblioteca, sin duda, con estanterías hasta el techo, muebles de piel y sólo una lámpara encendida en el otro extremo, junto a una alfombra roja. Un gran espejo oscuro colgaba sobre la chimenea de mármol y reflejaba la única luz de la habitación como si fuera un santuario.

—Aquí lo tienes —dijo, señaló una puerta cerrada y se volvió rápidamente. De pronto me di cuenta de que había un hombre y una mujer que retozaban en el sillón; se levantaron y desaparecieron deprisa. Parecía que la fiesta, con toda su algarabía, evitaba esta habitación. Aquí todo estaba cubierto de polvo y en silencio. Se percibía el olor a cuero y a papel viejo y yo me sentía inmensamente aliviado por estar solo.

Me hundí en un sillón de orejas delante del hogar, de espaldas al gentío que se movía por el pasillo y que yo veía por el espejo. Por el momento me sentía a salvo de la gente y deseaba que ninguna otra pareja buscara refugio en este rincón oscuro.

Saqué mi pañuelo y me sequé la cara. Sudaba terriblemente y me esforzaba por recordar cada detalle de lo que había visto.

Todos tenemos nuestras teorías sobre las apariciones, sobre el porqué aparecen con tal o cual disfraz o por qué hacen lo que hacen. Y mis teorías probablemente no coinciden con las de otros, pero mientras estuve sentado en la biblioteca tuve la certeza de que Stuart había decidido aparecerse ante mí de esa manera —descompuesto y putrefacto— por una buena razón: ¡sus restos estaban en esta casa! Y más aún, ¡me imploraba que me fuera! Me avisaba que tenía que marcharme.

¿Era una advertencia para toda Talamasca o sólo para Arthur Langtry? Mientras cavilaba y mi pulso volvía a la normalidad, sentí lo mismo que sentía siempre después de tales experiencias, una liberación de adrenalina y ansias de descubrir qué se ocultaba detrás del tenue resplandor de lo sobrenatural que apenas acababa de entrever.

La pregunta vital era qué hacer. Por supuesto, debía hablar con Stella. ¿Pero cuánto más iba a explorar la casa antes de darme a conocer a ella? ¿Y la advertencia de Stuart, qué? ¿Cuál era exactamente el peligro ante el que debía estar preparado?

Pensaba en todo esto, consciente de que seguía el bullicio procedente del pasillo, cuando de repente me di cuenta de que algo en mi entorno inmediato había cambiado radicalmente. Levanté la mirada poco a poco, alguien se reflejaba en el espejo, una figura solitaria. Sobresaltado, miré por encima del hombro: no había nadie. Me volví otra vez hacia el oscuro espejo en sombras.

Un hombre miraba desde el reino de lo inmaterial, dentro del espejo. Mientras yo lo estudiaba —la adrenalina recorría mi cuerpo y aguzaba mis sentidos— su imagen se hacía cada vez más clara y brillante, hasta que se convirtió en el indudable rostro pálido de un hombre joven de ojos pardos, que sin ninguna duda me miraba enfadado, con maldad.

En todos mis años con Talamasca nunca he visto una aparición tan exquisitamente lograda. Parecía un hombre de unos treinta años, tenía una tez deliberadamente perfecta, bien coloreada, con mejillas sonrosadas y una tenue palidez debajo de los ojos. Llevaba ropa muy pasada de moda, con cuello blanco alto y elegante corbata de seda. El pelo, algo ondulado, tenía un toque de descuido, como si acabara de peinarse con las manos. Su boca era blanda, fresca, de un rojo suave. Se veían las líneas de los labios e incluso una sombra de barba sobre el mentón.

Pero el efecto era horrible, porque no era un ser humano, ni una pintura, ni una imagen en el espejo. Era algo infinitamente más brillante que cualquiera de estas cosas y silenciosamente vivo.

Los ojos marrones estaban cargados de odio y, mientras lo miraba, sus labios temblaron ligeramente con ira y, por fin, con rabia.

Lenta y deliberadamente levanté mi pañuelo y me cubrí la boca. “¿Has matado a mi amigo, espíritu?”, murmuré. Pocas veces me había sentido tan despierto, tan odiado por la adversidad. “¿Y bien, espíritu?”, volví a murmurar.

Vi cómo se debilitaba y perdía solidez, incluso su animación. La cara, tan bien moldeada y expresiva de emociones negativas, se desvanecía poco a poco.

—No te librarás de mí con tanta facilidad, espíritu —dije en voz baja—. ¡Ahora tenemos dos cuentas que arreglar! Petyr van Abel y Stuart Townsend; estamos de acuerdo, ¿no?

La ilusión parecía no tener poder para contestarme. De pronto el espejo entero tembló y se convirtió de nuevo en un cristal oscuro; a mis espaldas, la puerta se cerraba de un portazo.

Oí pisadas sobre el parqué, más allá de la alfombra china. El espejo estaba vacío y reflejaba sólo estanterías y libros.

Me volví y vi una mujer joven que avanzaba sobre la alfombra, con los ojos fijos en el espejo. Su porte reflejaba ira, confusión y angustia. Era Stella. Se detuvo delante del espejo y lo miró fijamente, de espaldas a mí; entonces se dio la vuelta.

—Bien, supongo que podrá describir todo esto a sus amigos de Londres, ¿no? —dijo. Parecía al borde de la histeria—. ¡Puede decirles lo que ha visto!

Me di cuenta de que temblaba de la cabeza a los pies. El vestido dorado, con sus capas de flecos y sus lentejuelas, se agitaba a su alrededor. Con un gesto ansioso agarró la monstruosa esmeralda que colgaba de su cuello.

Traté de levantarme, pero me dijo que me sentara. Inmediatamente tomó asiento en el sillón, a mi lado, y apoyó con firmeza la mano sobre mi rodilla. Se inclinó sobre mí y se acercó tanto que pude ver el maquillaje en sus largas pestañas y el colorete que cubría sus mejillas. Parecía una muñeca crecida de mejillas encarnadas, una diosa de cine desnuda con su seda transparente.

—Escuche, ¿puede llevarme con usted a Inglaterra? —preguntó—. ¿Puede llevarme con la gente de Talamasca? ¡Stuart me dijo que podía!

—Si me cuenta lo que sucedió con Stuart, la llevaré adonde quiera.

—¡No lo sé! —respondió, y enseguida se le llenaron los ojos de lágrimas—. Escuche, debo salir de aquí. Yo no le he hecho daño. Yo no hago ese tipo de cosas. ¡Nunca lo he hecho! Dios mío, ¿no me cree? ¿No se da cuenta de que le digo la verdad?

—De acuerdo. ¿Qué quiere que haga?

—¡Simplemente ayúdeme! Sáqueme de aquí, lléveme a Inglaterra. Mire, tengo mi pasaporte, tengo mucho dinero… —En aquel momento se calló, abrió un cajón de la mesa y sacó un fajo enorme de billetes de veinte dólares—. Con esto puede comprar los billetes. Puedo encontrarme con usted esta noche.

Antes de que yo pudiera responder, levantó la mirada sobresaltada. La puerta se había abierto y entró el joven con el que había bailado antes, con las mejillas encendidas y muy preocupado.

—Stella, te he estado buscando…

—Sí, cariño, ahora mismo voy —respondió; se puso de pie y me lanzó una significativa mirada por encima del hombro—. Ahora, tráeme una copa, ¿quieres? —Le arregló la corbata, le dio la vuelta y lo empujó cariñosa pero efectivamente hacia la puerta.

Era evidente que el chico sospechaba algo, pero por educación hizo lo que ella le pedía. Nada más cerrar la puerta, Stella se acercó de nuevo a mí. Estaba roja, casi febril, y absolutamente persuasiva. En realidad, yo tenía la impresión de que en cierto modo era una persona inocente, que creía en todo el optimismo y la rebeldía de los “hijos del jazz”. Parecía auténtica, no sé si me explico.

—Vaya a la estación —me imploró— y compre los billetes. Me encontraré con usted en el tren.

—¿Pero en qué tren, a qué hora?

—¡No sé qué tren! —Se retorció las manos—. ¡No sé a qué hora! Tengo que salir de aquí. Mire, iré con usted.

—Sí, parece lo mejor. Puede esperarme en el taxi mientras recojo mis cosas en el hotel.

—Sí, es una buena idea —murmuró—. Sí, y nos iremos en el primer tren que salga, siempre podemos cambiar de destino más adelante.

—¿Y qué hacemos con él?

—¿Quién? —preguntó, contrariada—. ¿Pierce? Pierce no será ningún problema, es un amor. Puedo manejarlo.

—Sabe que no me refiero a Pierce —dije—, sino al hombre que he visto hace un momento en aquel espejo, el hombre que la obliga a huir.

Parecía absolutamente desesperada, como un animal acorralado. Pero no era yo quien la acorralaba, ¿cómo iba a hacerlo?

—Escuche, no fui yo quien lo hizo desaparecer —dijo en voz baja—, ¡sino usted! —Trataba de calmarse, la mano apoyada sobre su agitado pecho—. Él no nos detendrá —añadió—. No lo hará, créame.

En aquel momento reapareció Pierce. Abrió la puerta de par en par, dejando que entrara la cacofonía del exterior. Ella cogió con elegancia la copa de champán que le ofrecía y se bebió la mitad.

—Hablaré con usted dentro de unos minutos —me dijo, con deliberada dulzura—. Volveré enseguida. Me esperará aquí, ¿verdad? No, ¿sabe qué?, ¿por qué no sale a tomar un poco el aire? Espéreme en el porche delantero, querido, y yo iré a hablar allí con usted.

Pierce sabía que ella tramaba algo. La miró a ella y luego a mí, pero estaba claro que no sabía qué hacer. Stella lo cogió del brazo y salieron. Yo eché una mirada a la alfombra y vi los billetes de veinte dólares caídos y desparramados. Me agaché rápidamente a recogerlos, los puse de nuevo en el cajón y salí al pasillo.

Justo frente a la biblioteca me encontré con un retrato de Julien Mayfair, una pintura al óleo muy bien hecha, al estilo Rembrandt. Ojalá hubiera tenido tiempo para estudiarla.

Pero me apresuré hacia la puerta de entrada y me abrí paso entre la gente de la manera más educada que pude.

Pasaron unos tres minutos hasta que conseguí llegar al pie de la escalera, y en aquel momento lo vi otra vez o por lo menos eso me pareció durante un instante terrible; era el hombre de cabello castaño que había visto en el espejo. Esta vez me miraba por encima del hombro de un invitado, desde un rincón del vestíbulo central.

Traté de verlo otra vez, pero no pude. La gente se apretujaba a mi alrededor como si tratara de bloquearme el paso a propósito, lo que, por supuesto, no era cierto.

Luego vi que alguien frente a mí señalaba la escalera. Yo estaba a pocos metros de la puerta y me volví. Vi a una niña en la escalera, una chiquilla rubia muy bonita. Sin duda se trataba de Antha, aunque parecía muy pequeña para los ocho años que tenía. Llevaba un camisón de franela, iba descalza y lloraba, desde el otro lado de la barandilla, mientras observaba la puerta del salón.

Yo también me volví para mirar hacia la puerta del salón; en ese preciso instante alguien gritó y el gentío se apartó a derecha y a izquierda, visiblemente atemorizado. A mi izquierda había un hombre pelirrojo de pie, en el vano de la puerta. Mientras yo lo observaba con absoluto espanto, levantó una pistola con su mano derecha y disparó. El estampido ensordecedor sacudió la casa y de inmediato el pánico se apoderó de todos. El aire se llenó de gritos. Alguien había caído junto a la puerta principal y el resto de la gente simplemente huía pasando por encima del cuerpo. Todos se esforzaban por escapar a través del vestíbulo.

Vi a Stella en el suelo, en medio del salón. Estaba de espaldas, con la cabeza a un lado, mirando hacia el vestíbulo. Yo me precipité hacia allí, pero no lo suficientemente rápido para evitar que el joven pelirrojo que estaba de pie junto a ella disparara otra vez. Su cuerpo se convulsionó y un chorro de sangre surgió del costado de la cabeza.

Le cogí la mano al bastardo, que volvió a disparar, y lo sujeté por la muñeca. La bala no dio en el blanco y se incrustó en el parqué. Parecía que los gritos fueran cada vez más fuertes. Los cristales de las ventanas se hicieron añicos. Alguien intentó coger al hombre por detrás y yo me las arreglé para quitarle la pistola, aunque sin querer pisé el cuerpo de Stella, exactamente los pies.

Me arrodillé con la pistola y luego la arrojé al suelo. El asesino forcejeaba en vano contra unos seis hombres. Los trozos de cristales de las ventanas cayeron dentro, sobre nosotros y el cuerpo de Stella. La sangre se deslizaba sobre su cuello y sobre la esmeralda Mayfair, apoyada, torcida, sobre su pecho.

Sonó entonces un trueno monstruoso que acalló los ensordecedores gritos y chillidos que llegaban de todos los rincones. Y vi cómo la lluvia empezaba a entrar en la casa; luego oí cómo caía de los porches y, por último, se apagaron las luces.

A la luz de los repetidos relámpagos vi que los hombres sacaban al asesino del salón. Una mujer se arrodilló junto a Stella, le cogió la muñeca inerte y lanzó un grito de agonía.

La niña, por su parte, había entrado en el salón y estaba de pie, descalza, mirando a su madre. En aquel momento empezó a gritar “Mamá, mamá, mamá”, con una voz aguda y penetrante que se elevaba por encima del bullicio, como si a cada grito su comprensión de lo que había sucedido ahondara su desamparo.

—¡Que alguien se lleve a la niña! —exclamé. Y un grupo de personas la rodeó y trató de sacarla de allí. Yo me aparté para dejarles paso y, poniéndome de pie, me acerqué a la ventana que daba al porche lateral. Con otro relámpago de luz blanca, vi que alguien cogía la pistola y se la daba a otro y éste, a su vez, a un tercero, que la sostuvo como si se tratara de un ser vivo. Las huellas dactilares ya no tenían importancia, si es que alguna vez la tuvieron, puesto que había innumerables testigos. No había, pues, razón para que no me fuera mientras todavía podía hacerlo. Me di la vuelta y salí al porche lateral. En el momento en que pisé el jardín quedé empapado por el aguacero.

Montones de personas se apiñaban por los alrededores, las mujeres lloraban, los hombres hacían lo que podían para cubrirlas con sus chaquetas y todos estaban empapados, temblaban y no sabían qué hacer. Las luces parpadearon durante un segundo, pero un nuevo y violento relámpago las apagó definitivamente. Cuando una ventana de arriba estalló de repente dejando caer una lluvia de cristales brillantes, una vez más cundió el pánico.

Yo me apresuré hacia la parte trasera de la propiedad, con la intención de escabullirme por el camino de atrás sin que me vieran. Esto significó una carrera corta por el sendero de lajas y subir dos peldaños hasta el patio que rodeaba la piscina; entonces eché un vistazo al callejón lateral en dirección a la cancela.

A pesar de la cortina de lluvia, vi que estaba abierta y divisé también los adoquines de la calle mojados y brillantes. Los truenos retumbaban por encima de los tejados y los rayos ponían al descubierto de una manera horrible todo el jardín, con sus barandillas, sus altas camelias y las toallas de baño que cubrían los armazones negros de hierro de las sillas. El viento había destrozado todo irremediablemente.

De repente oí ruido de sirenas. Mientras me precipitaba hacia la acera, divisé a un hombre inmóvil y rígido, junto a una gran mata de plátanos, a la derecha de la cancela.

Mientras me acercaba, me volví a la derecha y eché una mirada al rostro del hombre. Era el espíritu, visible una vez más, aunque no tenía la más mínima idea de por qué. Mi corazón empezó a palpitar peligrosamente, sentí un mareo momentáneo y una presión en mis sienes, como si algo dificultara la circulación sanguínea.

Tenía el mismo aspecto que antes. Vi los inconfundibles ojos marrones y el cabello castaño, un atuendo borroso, excepto por lo atildado, y cierta vaguedad en la imagen en general. Sin embargo, las gotas de lluvia brillaban al golpear sobre sus hombros y solapas. Brillaban también sobre su cabello. Pero fue el rostro de aquel ser lo que realmente me impresionó. Aparecía terriblemente transfigurado por la angustia; sus mejillas estaban bañadas por silenciosas lágrimas mientras me miraba a los ojos.

—Dios santo, háblame si puedes —dije. Casi las mismas palabras que le había dicho al pobre espíritu de Stuart. Estaba tan fuera de mis cabales que arremetí contra él, traté de cogerlo por los hombros para que me sorprendiera si podía.

Se desvaneció. Sólo en esta ocasión sentí cómo se desvanecía. Sentí la tibieza y el súbito movimiento del aire. Como si algo lo hubiera absorbido, y los plátanos se agitaban con violencia. Pero en aquel momento el viento y la lluvia también los azotaban. De repente tuve la sensación de no saber lo que había visto ni lo que había percibido. Mi corazón palpitaba con demasiada fuerza y volví a marearme. Era el momento de irme.

Cogí por Chestnut Street, pasé junto a muchas personas que vagaban y lloraban y me alejé del viento y la lluvia por Jackson Avenue, hasta llegar a un tramo claro y despejado, en el que el tráfico circulaba aparentemente sin enterarse de lo que sucedía unas pocas manzanas más allá. Al cabo de pocos segundos, tomé un taxi para ir al hotel.

En cuanto llegué, recogí mis cosas, las llevé abajo yo mismo sin ayuda del botones y pagué la cuenta de inmediato. Hice que el taxi me llevara a la estación, cogí el tren de medianoche con destino a Nueva York; en estos momentos estoy en mi camarote.

Si no llegamos a hablar en Londres, por favor, no olvidéis lo que voy a deciros: no enviéis a nadie a este lugar. Por lo menos no por ahora. Vigilad y esperad, tal como dice nuestro lema. Sopesad las pruebas. Tratad de extraer alguna lección de lo que ha sucedido. Y, sobre todo, estudiad el informe Mayfair. Estudiadlo en profundidad y poned todo el material en orden.

No podemos esperar que se haga justicia con respecto a Stuart. No podemos esperar una resolución legal. Ni siquiera con la investigación que inevitablemente seguirá a los horrores de esta noche, se hará un registro de la casa Mayfair ni del terreno adyacente. ¿Y cómo podríamos exigir que se tomaran semejantes medidas?

Pero Stuart no será olvidado jamás. Y soy lo suficientemente hombre, incluso en mi crepúsculo, para creer que habrá justicia, tanto para Stuart como para Petyr, aunque no sé de qué tipo ni de quién provendrá.

No hablo de justo castigo ni de revancha. Hablo de iluminación, comprensión y, sobre todo, solución. Hablo de la luz final de la verdad».

Arthur envió la carta desde Saint Louis, Misuri. Una copia borrosa hecha con papel carbón llegó dos días más tarde desde Nueva York, con una breve posdata que explicaba que había reservado billetes y se embarcaría hacia Londres al final de la semana.

Dos días después de zarpar, Arthur llamó al doctor del barco. Se quejó de dolores en el pecho y le pidió alguna medicina corriente para la indigestión. Media hora más tarde, el médico lo encontró muerto, aparentemente de un infarto. Eran las seis y media de la tarde del 7 de septiembre de 1929.