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A las nueve de la noche la habitación estaba a oscuras, salvo por la luz azulada del televisor. Ahí estaba la señorita Havisham, era ella, ¿no?, un fantasma en traje de novia de su querida Grandes esperanzas.

Por las ventanas limpias y sin adornos se veían las luces del centro de San Francisco y, justo debajo, al otro lado de Liberty Street, los techos puntiagudos de las casas más pequeñas estilo reina Ana. Cómo le gustaba Liberty Street. Su casa era la más alta de la manzana, quizá fuera una mansión en su época, aunque en la actualidad sólo se trataba de una hermosa construcción que se alzaba majestuosa entre modestas casitas.

Él había «restaurado» aquella casa. Conocía cada clavo, cada viga, cada cornisa. Al sol y con el pecho al aire, había colocado las tejas del techo. Incluso había dispuesto el cemento sobre la acera.

Ahora no se sentía seguro en ninguna otra parte. Hacía cuatro semanas que no salía de aquella habitación más que para ir al pequeño lavabo contiguo.

Miraba el fantasmal televisor en blanco y negro que tenía delante, hora tras hora, tendido en la cama, con las manos calientes dentro de los guantes negros de piel que no podía ni quería quitarse. Dejaba que la televisión diera forma a sus sueños mediante las cintas de vídeo que adoraba, las cintas de las películas que había visto hacía años con su madre. Para él eran ahora «las películas de las casas», porque no sólo eran historias maravillosas de personas maravillosas, convertidas en sus héroes y heroínas, sino que también tenían casas maravillosas. En Rebeca estaba Manderley. En Grandes esperanzas, la mansión en ruinas de la señorita Havisham. En Luz de gas, la encantadora casa londinense de la plaza. En Las zapatillas rojas, la mansión junto al mar donde la bailarina se enteraba de que pronto sería prima ballerina de la compañía.

Sí, las películas de las casas, de los sueños infantiles, de personajes tan grandiosos como las casas. Mientras las miraba, bebía una cerveza tras otra. Dormía y se despertaba por inercia. Sus manos, tan afectadas, dentro de los guantes. No contestaba el teléfono ni la puerta. Tía Vivian se ocupaba de hacerlo.

De vez en cuando ella entraba en su habitación. Le traía otra cerveza o algo para comer. Él raramente tocaba la comida.

—Michael, come, por favor —decía.

Él sonreía.

—Luego, tía Viv.

No veía a nadie y hablaba sólo con el doctor Morris, pero éste no podía ayudarlo y sus amigos tampoco. Además, ya no querían hablar con él; estaban cansados de oírle contar la historia de que había muerto durante una hora y había regresado a la vida. Y él, sin duda, no quería hablar con los cientos de personas que aguardaban para ver una demostración de sus poderes psíquicos.

Estaba harto de sus poderes psíquicos. ¿No se daban cuenta? Sacarse los guantes, tocar cosas y ver alguna imagen trivial era un truco de salón. «Este lápiz te lo dio ayer una compañera de oficina que se llama Gert». O: «Esta mañana has sacado este medallón y decidiste ponértelo, aunque en realidad no querías. Preferías ponerte las perlas, pero no las has encontrado».

¿Es que nadie entendía su tragedia? Lo que no podía recordar era qué había visto mientras estuvo ahogado.

—Tía Viv —solía decirle de vez en cuando, tratando de explicárselo—, de verdad vi gente ahí arriba. Estábamos muertos. Todos estábamos muertos. Y yo tuve la oportunidad de volver. Me mandaron de vuelta con un propósito.

Tía Vivian, pálida sombra de su difunta madre, asentía con la cabeza.

—Lo sé, querido. Quizá con el tiempo recuerdes.

Con el tiempo.

Intentaba recordar el rescate una y otra vez: la mujer que lo sacó del agua y lo reanimó. Si pudiera volver a hablar con ella, si el doctor Morris la encontrara… Sólo quería oír de labios de ella que él no había dicho nada. Sólo quería quitarse los guantes y cogerle las manos mientras se lo preguntaba. Quizá por medio de ella lograría recordar…

El doctor Morris quería que volviera al hospital para hacerle más pruebas.

—Déjeme tranquilo. Encuentre a esa mujer, sé que puede hacerlo. Usted me dijo que ella lo había llamado. Seguro que sabe su nombre.

Estaba harto de hospitales, escáneres cerebrales, electroencefalogramas, pinchazos y pastillas.

Entendía mejor la cerveza, sabía cómo manejarla, y a veces lo llevaba casi al punto de recordar…

… y lo que había visto allí fuera era un reino. Gente, mucha gente. De vez en cuando volvía a aparecer, como una gran telaraña. Él volvía a verla… ¿quién era ella? Ella dijo que… y luego todo desaparecía. «Lo haré, lo haré. Aunque vuelva a morir en el intento, lo haré».

¿De verdad les había dicho eso? ¿Cómo iba a imaginarse cosas así, tan ajenas a su propio mundo real y tangible? ¿Y por qué esos extraños recuerdos de estar lejos, de vuelta a casa, a la ciudad de su niñez?

No lo sabía. Ya no sabía nada que le importara.

Sabía que era Michael Curry, que tenía cuarenta y ocho años, que tenía un par de millones de dólares guardados y una propiedad valorada casi en la misma cantidad, lo que no estaba nada mal teniendo en cuenta que su empresa de construcción había cerrado. Ya no podía dirigirla. Había perdido a sus mejores carpinteros y pintores, se habían pasado a otras cuadrillas de la ciudad. Había perdido un trabajo importante, que significaba mucho para él, la restauración del viejo hotel de Union Street.

Sabía que si se quitaba los guantes y se ponía a tocar cualquier cosa —las paredes, el suelo, la lata de cerveza, el ejemplar de David Copperfield que estaba abierto junto a él— empezaría a tener visiones, gran cantidad de información sin sentido, y se volvería loco, si es que no lo estaba ya.

Sabía que antes de ahogarse era feliz, no completamente feliz, pero feliz. Su vida iba bien.

La mañana en que todo ocurrió se despertó tarde, necesitaba un día libre y era un buen momento. Sus hombres trabajaban bien y no tenía que controlarlos. Era el primero de mayo y se acordó de algo muy extraño: un largo viaje de Nueva Orleans, por la costa del Golfo, a Florida cuando era niño. Debió de ser en las vacaciones de Pascua, aunque no estaba seguro, y los que sin duda lo sabrían, su padre, su madre y sus abuelos, estaban muertos.

Lo que sí recordaba era el agua, de un color verde claro, y la playa blanca, el calor que hacía y la arena que parecía azúcar bajo sus pies.

Le dolió recordar todo aquello. El frío en San Francisco era lo que más le molestaba, y nunca pudo explicar a nadie por qué el recuerdo del calor meridional de Florida le había hecho ir aquel día a Ocean Beach. ¿Había algún lugar más frío que Ocean Beach en toda la bahía de San Francisco?

A pesar de todo había ido. Sólo para poder estar en Ocean Beach aquella tarde triste y oscura, con las imágenes de las aguas del sur y del viaje en el viejo Packard descapotable, acariciado por la tibia brisa.

No puso la radio mientras conducía por la ciudad, así que no oyó los avisos de marea alta. Pero ¿y si los hubiera oído, qué? Sabía que Ocean Beach era peligrosa, cada año el mar se llevaba a varias personas, entre residentes y turistas.

Quizás estuviera pensando en ello cuando se detuvo en las rocas, debajo del Restaurante del Acantilado. Traicionero, sí, como siempre, y resbaladizo. Pero no tenía miedo de caerse, ni del mar, ni de nada. Y otra vez volvía a pensar en el sur, en las noches de verano en Nueva Orleans, cuando el jazmín estaba en flor, en el perfume del dondiego del patio de su abuela.

El golpe de la ola debió de dejarlo inconsciente. No recordaba que el agua lo hubiera arrastrado, tan sólo la clara sensación de elevarse por los aires, de ver cómo su cuerpo se alejaba y se revolcaba sobre el oleaje, de gente que se arremolinaba y lo señalaba mientras otros corrían hacia el restaurante para pedir ayuda. No los veía exactamente como si los mirara desde arriba. Era como si supiera todo sobre ellos. Se sentía increíblemente vivo y a salvo; claro que a salvo no era la palabra, ni llegaba a describir aquella sensación. Se sentía libre, tan libre que no comprendía la ansiedad de todos los que estaban allí abajo. ¿Por qué estaban tan preocupados al ver su cuerpo sacudido por las olas?

A continuación empezó la otra parte. Debió de ser cuando estaba realmente muerto y le fueron mostradas cosas maravillosas, y también otros muertos. Comprendió lo más sencillo y lo más complejo, y por qué debía regresar, sí, la puerta, la promesa. De repente fue a caer dentro de un cuerpo que yacía en la cubierta de un barco, un cuerpo que había estado ahogado y muerto durante una hora y que ahora volvía a los sufrimientos y dolores, volvía a la vida, mirando hacia arriba, sabiéndolo todo, preparado para hacer exactamente lo que se esperaba de él.

Durante aquellos primeros segundos trató de explicar con desesperación dónde había estado y las cosas que había visto, una larga y espectacular aventura. ¡Sin duda! Pero ahora lo único que recordaba era el dolor agudo en su pecho, sus manos y pies y la borrosa figura de una mujer junto a él. Un ser frágil con un rostro pálido y delicado, el cabello oculto debajo de una gorra oscura de marinero y unos ojos grises que durante un segundo parpadearon como dos luces frente a él, y que le dijo con voz suave que estuviera tranquilo, que ella cuidaría de él.

Después, confusión. ¿Se había desmayado otra vez? ¿Había llegado el momento de la verdad, del olvido? Nadie supo decirle qué ocurrió en el helicóptero, sólo que se lo llevaron hasta la costa y que allí le esperaban la ambulancia y los periodistas.

Recordaba los flashes de las cámaras, gente que pronunciaba su nombre. La ambulancia, sí, alguien intentando pincharle la vena con una aguja. Creyó oír la voz de su tía Vivian. Les rogó que pararan. Tenía que sentarse, no podían volver a atarlo, ¡no!

—Tranquilo, señor Curry, espere. ¡Eh, ayudadme con este hombre!

Lo ataban otra vez. Lo trataban como si fuera un prisionero. Se resistió, pero fue inútil, lo sabía, le habían inyectado algo en el brazo. Vio cómo se acercaba la oscuridad.

Entonces regresaron ellos, los que había visto ahí fuera; empezaron a hablarle otra vez.

—Comprendo —les dijo—, no dejaré que ocurra. Iré a casa, sé dónde está. Recuerdo… Cuando despertó se encontró con una luz artificial muy fuerte. Una habitación de hospital. Estaba conectado a máquinas. Su mejor amigo, Jimmy Barnes, estaba sentado junto a la cama. Trató de hablar con Jimmy, pero las enfermeras y los médicos lo rodearon.

Lo palpaban, le tocaban las manos, los pies, le hacían preguntas, pero él no podía concentrarse en las respuestas apropiadas.

Seguía viendo cosas: imágenes fugaces de enfermeras, enfermeros, pasillos de hospital. «¿Qué es todo esto?» Sabía el nombre del doctor, Randy Morris, y que había besado a su esposa, Deenie, antes de irse a trabajar. ¿Y qué? Las cosas, literalmente, irrumpían en su cabeza. No podía soportarlo. Era como estar medio dormido y medio despierto, en un estado febril, preocupado.

Se estremeció, trató de despejar su cabeza.

—Oigan —dijo—, lo estoy intentando. —Al fin y al cabo sabía el porqué de toda aquella agitación, se había ahogado y querían comprobar si había alguna lesión cerebral—. No tienen por qué preocuparse. Estoy bien, perfectamente. Tengo que irme de aquí y hacer mi equipaje. Tengo que volver a casa de inmediato…

Reservas de avión, cerrar la compañía… La puerta, la promesa y su objetivo, de una importancia absolutamente crucial…

Pero ¿cuál era? ¿Por qué tenía que volver a casa? Aquí venía otra sucesión de imágenes: enfermeras que limpiaban su habitación, alguien que había frotado las barras cromadas de su cama hacía unas horas, mientras él dormía. «¡Basta!» Tengo que volver a lo importante, a mi objetivo, el…

Entonces se dio cuenta. ¡No se acordaba de su objetivo! ¡No podía recordar lo que había visto mientras estuvo muerto! La gente, los lugares, lo que le habían dicho, no recordaba nada. No, no podía ser. Todo había sido prodigiosamente claro, dependían de él. Michael, le habían dicho, sabes que si no quieres no estás obligado a regresar, pero él había dicho que regresaría, que… que, ¿qué? Un día lo recordaría de golpe, como un sueño que se olvida y luego… ¡ahí está otra vez!

Se sentó, se quitó sin querer una de las agujas del brazo y pidió una pluma y un papel.

—Tiene que seguir acostado.

—No, ahora no. Tengo que escribir. —¡Pero no había nada que escribir! Recordaba haber estado en una roca, pensando en un remoto verano en Florida, las aguas tibias… Y luego esa masa dolorida y empapada que era él en la camilla.

Se le había borrado todo.

Cerró los ojos y trató de no hacer caso de la extraña tibieza de sus manos; la enfermera lo ayudó a tenderse otra vez sobre las almohadas. Alguien pedía a Jimmy que se fuera, pero él no quería irse. ¿Por qué veía todas esas cosas intrascendentes: enfermeros, el marido de la enfermera, sus nombres? ¿Cómo sabía todos esos nombres?

—No me toque así —dijo. Era la experiencia de allí fuera, sobre el océano, ¡eso era lo que importaba!

De pronto estiró la mano para coger la pluma.

—Si se queda tranquilo…

Sí, una imagen al tocar la pluma: la enfermera que la sacaba de un cajón del pasillo. Y el papel: un hombre que ponía el bloc en un armario de metal. ¿Y la mesilla junto a la cama? La imagen de la última mujer que la había limpiado con un trapo lleno de gérmenes de la otra habitación. Y una visión fugaz de un hombre con una radio. Alguien que hacía algo con una radio.

¿Y la cama? La última paciente que estuvo en ella, la señora Ona Patrick, murió ayer a las once de la mañana, antes de que yo hubiera decidido ir a Ocean Beach. «No. Basta». Una imagen de su cuerpo en el depósito de cadáveres del hospital.

—¡No lo soporto!

Al fin, desesperado, apoyó las manos sobre la cabeza y deslizó los dedos por el pelo; por suerte no sentía nada. Otra vez volvía a hundirse en el sueño, pensaba que iba a recordarlo, sí, como le había pasado antes. Ella estará allí, me esperará, y yo lo comprenderé. Pero mientras volvía a adormilarse se dio cuenta de que no sabía quién era ella.

Y tenía que irse a casa, sí, a casa después de todos estos años, estos largos años en que su hogar se había convertido en una especie de fantasía…

—De vuelta al lugar donde nací —murmuró. Era tan difícil hablar ahora, estaba adormilado—. Si me sigue dando drogas, le juro que lo mataré.

Fue Jimmy, su amigo, quien le trajo los guantes de piel al día siguiente. Michael creía que no servirían, pero valía la pena intentarlo. Estaba en un estado de agitación que rayaba en la locura y había hablado demasiado y con todo el mundo.

Los periodistas llamaron directamente a la puerta de su habitación.

—¿Qué pasa? —les preguntó, atolondrado. Entraron en tropel y él habló y habló, relató la historia una y otra vez, repitiendo—: ¡No consigo acordarme! —Le dieron objetos para que los tocara y él les dijo lo que veía—. No significa nada.

Disparaban las cámaras con un sinfín de confusos ruidos electrónicos. El personal del hospital echó a los periodistas. Michael tenía miedo hasta de tocar un cuchillo y un tenedor. No comía. Llegaban empleados de todo el hospital y le ponían objetos en las manos.

En la ducha tocó la pared. Volvió a ver a aquella mujer, la mujer muerta. Había estado tres semanas en la habitación. «No quiero ducharme —decía ella—. Estoy enferma, ¿no lo comprendes?» Su nuera la obligaba a ducharse. Michael tuvo que salir del baño; se acostó, agotado, y metió las manos debajo de la almohada.

Nada más ponerse los guantes tuvo algunas rápidas visiones, pero luego se frotó las manos poco a poco hasta que todo se convirtió en una mancha borrosa, imágenes que se sobreponían hasta que no se distinguía nada. Y todos aquellos nombres se confundieron en su mente hasta convertirse en una especie de ruido, y entonces llegó el silencio.

Cogió despacio el cuchillo de la bandeja; empezó a ver algo, lejano, silencioso, y desapareció. Levantó el vaso y bebió un trago de leche. Sólo una débil visión. ¡Muy bien! Los guantes daban resultado. El truco era hacer cada movimiento con rapidez.

¡Y en salir de aquí! Pero no lo dejaban.

—No quiero otro examen del cerebro —dijo—. Mi cerebro está bien, lo que me vuelve loco son las manos.

Pero el doctor Morris, el jefe de residentes, sus amigos y la tía Vivian, que se pasaba horas junto a su cama, trataban de ayudarlo. El doctor, a instancias de Michael, se había puesto en contacto con los hombres de la ambulancia, los guardacostas, la gente de la sala de urgencias y la mujer que lo había reanimado en su barco antes de que llegaran los guardacostas, con cualquiera que pudiera recordar si él había dicho algo importante. Después de todo, una simple palabra podría desbloquear su memoria.

Pero no hubo palabras. Michael había murmurado algo al abrir los ojos, según aquella mujer, pero no recordaba con exactitud qué palabra. Empezaba con «L», creía, un nombre, quizá, pero eso era todo. Después se lo habían llevado los guardacostas. En la ambulancia había lanzado un puñetazo y tuvieron que sujetarlo.

Sin embargo, él quería hablar con toda aquella gente, en especial con la mujer que lo había recogido. Eso fue lo que dijo a la prensa cuando lo interrogaron.

Jimmy y Stacy se quedaban con él cada noche hasta tarde. Tía Vivian estaba allí todas las mañanas. Al fin llegó Therese, tímida y asustada. No le gustaban los hospitales. No podía estar con gente enferma.

Michael se rió. «Bueno, ¿no te gustaba tanto California? —pensó—. Imagínate decirle algo así». Entonces hizo algo impulsivo: se quitó el guante y la cogió de la mano.

«Qué miedo, no me gustas, eres el centro de atención, basta, deja ya todo esto, no creo que te hayas ahogado, qué ridículo, quiero irme de aquí, deberías haberme llamado».

—Vete a casa, querida —le dijo.

Dejó el hospital al día siguiente.

Pasó a continuación tres semanas que fueron una agonía. Lo llamaron dos guardacostas y uno de los conductores de la ambulancia, pero no le dijeron nada útil. La mujer del barco que lo había rescatado quería mantenerse al margen, a pesar de que el doctor Morris le había prometido mantenerla en el anonimato. Mientras tanto, los guardacostas informaron a la prensa que no habían registrado el nombre ni la matrícula de la embarcación. Uno de los periódicos se refirió al barco como un crucero transatlántico. Quizás era de la otra punta del mundo.

Por entonces Michael se dio cuenta de que había contado la historia a demasiada gente. Todas las revistas populares del país querían hacerle entrevistas. No podía salir sin que algún periodista le cerrara el paso o algún perfecto desconocido le pusiera un billetero o una foto en las manos. El teléfono no paraba de sonar. Las cartas se apilaban en la puerta y, aunque él continuaba haciendo su equipaje para marcharse, no se animaba a hacerlo. En lugar de irse, bebía cerveza helada durante todo el día y bourbon cuando ésta ya no lo atontaba.

Sus amigos trataban de seguir junto a él. Se turnaban para hablar con él, intentaban calmarlo y que dejara la bebida, pero era inútil. Stacy hasta le leía, porque él no podía hacerlo. Empezaba a cansar a todo el mundo y lo sabía.

Su cerebro en realidad era un hervidero. Trataba de asimilar algunas cosas. Si no podía recordar, por lo menos podía comprender todo esto, todas esas cosas tan estremecedoras y horrendas. Pero sabía que eran divagaciones sobre «la vida y la muerte», sobre lo que había pasado «ahí fuera», sobre la forma en que se derrumbaban las barreras entre la vida y la muerte tanto en el arte popular como en el arte oficial. ¿Nadie lo había notado? Las películas y las novelas siempre hablaban de ello. Sólo había que estudiarlas para verlo.

Por ejemplo, en la película de Bergman Fanny y Alexander, la muerte viene caminando y habla con los vivos, La mujer de blanco, con aquella chiquilla muerta que se aparece en la cama del niño, y también en El círculo de la muerte, donde un niño muerto en Londres persigue a Mia Farrow.

—Michael, estás obsesionado.

—Y no sólo en las películas de terror. Pasa en todo nuestro arte. Por ejemplo el libro El hotel blanco, ¿alguien lo ha leído? Pues, va directamente más allá de la muerte de la protagonista, a la otra vida. Os digo que algo está a punto de pasar. La barrera se está rompiendo, yo mismo hablé con la muerte y regresé, y a un nivel subconsciente todos sabemos que la barrera se está rompiendo.

—Michael, tienes que tranquilizarte. Lo que le ocurre a tus manos…

—No quiero hablar de ello. —Pero estaba obsesionado, tenía que reconocerlo, y pensaba seguir estándolo. Le gustaba estar obsesionado. Se acercó al teléfono para pedir otra caja de cerveza, así tía Viv no tenía necesidad de salir. También tenía todo el whisky escocés Glenlivet que había almacenado y más Jack Daniel’s. Sí, podía seguir bebiendo sin problemas hasta morir.

Al final, cerró su empresa por medio del teléfono. Las veces que había tratado de ir a trabajar, sus hombres le habían dicho sin rodeos que se fuera a casa. No podían hacer nada si siempre les estaba hablando. Saltaba de un tema a otro. Y luego estaba el periodista que le pedía que hiciera una demostración de sus poderes. Y otra cosa que no se atrevía a confesar a nadie empezaba a atormentarlo: recibía vagas impresiones emocionales de otras personas, las tocara o no.

Parecía una especie de telepatía que fluctuaba libremente; y no había guantes para pararla. No recibía informaciones, sino simplemente impresiones fuertes de gusto, disgusto, veracidad o falsedad. A veces se sentía tan atraído por estas sensaciones que lo único que veía era el movimiento de los labios de la gente. No oía las palabras.

Esta alta carga de intimidad, si es que podía llamarse así, lo perturbaba hasta la médula.

Rescindió los contratos de su empresa, traspasó todo lo que tenía en una tarde, se aseguró de que sus hombres tuvieran trabajo y luego cerró su pequeño negocio en Castro de venta de mobiliario victoriano.

Lo mejor era encerrarse, tumbarse, correr las cortinas y beber. Tenía un montón de dinero en el banco. Tía Viv cantaba en la cocina mientras le preparaba platos que él no quería comer. De vez en cuando intentaba leer fragmentos de David Copperfield para escapar de sus propios pensamientos. En los peores momentos de su vida siempre se había retirado a algún rincón remoto del mundo a leer David Copperfield. Era más fácil y liviano que Grandes esperanzas, su libro preferido. Pero ahora, la única razón que le permitía seguir el libro era que se lo sabía casi de memoria.

Therese se había ido a visitar a su hermano al sur de California. Una mentira; Michael no había tocado el teléfono, pero lo sabía sólo por haber oído su voz en el contestador automático. Muy bien. Adiós.

El día que Elizabeth, su ex novia, lo llamó, él habló hasta cansarse. A la mañana siguiente ella le dijo que debía buscar ayuda psiquiátrica y lo amenazó con salir del trabajo y tomar un avión si se negaba. Michael dijo que sí, pero mentía.

No quería confiar en nadie más, ni explicar su nueva capacidad de percepción. No quería hablar de sus manos, sólo deseaba explicar sus visiones, pero nadie quería oírlo hablar de la caída de la cortina que separaba la vida de la muerte.

Cuando tía Viv se iba a la cama, hacía pequeños experimentos con su poder táctil. Pero no le gustaba aquella sensación, aquellas imágenes que inundaban su cabeza. Y si existía alguna razón por la que le había sido conferida esa sensibilidad, la había olvidado junto con las visiones y el objeto de su regreso a la vida.

Stacy le trajo libros sobre otras personas que habían muerto y regresado a la vida. El doctor Morris le había hablado en el hospital de esos trabajos, los estudios clásicos sobre la «experiencia cercana a la muerte» de Moody, Rawlings, Sabom y Ring. Se esforzó en estudiar estos relatos, debatiéndose con el alcohol, la intranquilidad y la total incapacidad para concentrarse.

¡Sí, lo sabía! Todo esto era verdad. Él también se había elevado de su cuerpo, sí, y no eran sueños, pero no había visto ninguna luz hermosa, no se había encontrado con sus seres queridos muertos, ni lo habían dejado entrar en ningún paraíso sobrenatural lleno de flores y bellos colores.

Ahí fuera le ocurrió algo completamente diferente, se sintió interceptado, alguien suplicó, le hizo comprender que tenía una tarea muy difícil que realizar y de la que dependían muchas cosas.

Paraíso. El único paraíso que conocía era la ciudad en la que había crecido, el cálido y agradable lugar que había abandonado a los diecisiete años, esa vieja zona de Nueva Orleans de poco más de veinticinco manzanas conocida como Garden District.

Sí, regresar allí donde todo había comenzado. A la Nueva Orleans que no había visto desde el verano de su decimoséptimo cumpleaños. Y lo más extraño era que cuando examinaba su vida, como se supone que hace la gente que se ahoga, pensaba antes que nada en aquella fragante noche, a los seis años de edad, cuando descubrió la música clásica que sonaba en una vieja radio de lámparas en el porche trasero de la casa de su abuela. Los dondiegos brillaban en la oscuridad. Las cigarras cantaban en los árboles. Su abuelo fumaba un cigarro en la escalera y entonces entró en su vida esa música, una música celestial.

¿Por qué le había gustado tanto aquella música si nadie de su entorno la apreciaba? Diferente desde el principio, así había sido él. Y la educación de su madre no era la explicación: para ella toda la música era ruido. Sin embargo, a él le gustó tanto aquella música que se quedó de pie, en la oscuridad, dirigiéndola con un palo y grandes ademanes mientras tarareaba.

Los Curry, gente muy trabajadora, vivían en el Canal Irlandés, y su padre era la tercera generación que habitaba la pequeña cabaña gemela de la ribera, sitio en el que se habían establecido tantos irlandeses. Los antepasados de Michael habían huido del hambre, hacinados en los barcos algodoneros que volvían vacíos de Liverpool al sur de Norteamérica en busca de una carga más lucrativa. Era gente fuerte, gente de la que Michael había heredado su robusta figura y su determinación. El amor al trabajo manual provenía de ellos y se había impuesto a pesar de los años de educación.

El abuelo de Michael había sido policía en los mismos muelles en los que su padre en una época había cargado fardos de algodón. Llevaba a Michael a ver entrar los barcos plataneros, miles de plátanos sobre las cintas transportadoras que desaparecían en los almacenes, y le advertía de las culebras negras que podían esconderse en los racimos incluso cuando colgaban en las tiendas.

El padre de Michael había sido bombero hasta que murió, una tarde, en un incendio en Tchoupitoulas Street, cuando él tenía diecisiete años. Había sido un momento crucial en su vida: sus abuelos ya habían fallecido y su madre se lo llevó a su ciudad natal, San Francisco.

No tenía la menor duda de que California lo había tratado bien. El siglo XX lo había tratado bien. Él era el primero de aquel viejo clan que había tenido la oportunidad de terminar una carrera universitaria, de vivir en un mundo de libros, pinturas y casas bonitas.

Pero aunque su padre no hubiera muerto, él tampoco habría sido bombero. Había algo que bullía en su interior que, según parecía, nunca habían sentido sus mayores.

Solía sumirse en la lectura de Grandes esperanzas y David Copperfield en la biblioteca de la escuela mientras los otros niños le arrojaban pelotillas de papel mascado, le pellizcaban el brazo y lo amenazaban con pegarle si no dejaba de portarse como un «tonto», la palabra del Canal Irlandés para designar al que no tenía la sensatez de ser duro, bruto y despreciar todo lo que no tenía un propósito inmediato.

Pero nadie le pegaba. Tenía el suficiente y saludable mal genio, heredado de su padre, para moler al que lo intentara. Desde niño ya era robusto y sorprendentemente fuerte, un ser humano para quien las cuestiones físicas, incluso las violentas, eran del todo naturales. A él también le gustaba pelear y los niños aprendieron a dejarlo tranquilo. Michael, por su parte, aprendió a disimular esa faceta oculta lo suficiente para que lo disculparan, y, en general, caía bien.

Y sus paseos, esos largos paseos impensables en alguien de su edad. Ni siquiera sus novias nunca lo comprendieron. Rita Mae Dwyer se reía de él. Marie Louise decía que estaba chiflado, «¿Qué quieres decir con eso de sólo caminar?» Pero desde su temprana infancia le gustaba andar, escurrirse al otro lado de Magazine Street, la gran línea divisoria entre las calurosas y estrechas callejuelas donde había nacido y las majestuosas y tranquilas calles de Garden District.

Allí se alzaban las mansiones más ricas y antiguas de la ciudad, adormecidas detrás de sus robles gigantescos y jardines extensos. Caminaba en silencio por las viejas aceras de ladrillo, con las manos en los bolsillos, silbando y pensando que alguna vez él también tendría una mansión aquí, una casa con columnas blancas en la fachada y senderos de lajas, un piano imponente como los que podía ver por los grandes ventanales, cortinas de encaje y arañas. Y leería a Dickens todo el día en una biblioteca fresca, con estanterías llenas de libros hasta el techo, y azaleas encarnadas dormitando detrás de las ventanas.

Se sentía como el protagonista de Dickens, el joven Pip, que vislumbraba lo que sabía que debía poseer y que al mismo tiempo estaba demasiado lejos de alcanzarlo alguna vez.

Pero no estaba solo en su afición a los paseos, a su madre también le gustaba hacer largas caminatas y quizás era uno de los pocos regalos significativos que le había hecho.

Había una casa sombría que ella amaba con locura y que él nunca olvidaría, una siniestra casa señorial con una enorme buganvilla que trepaba sobre sus porches laterales. A menudo, cuando pasaban por allí, Michael veía a un hombre extraño y solitario entre los altos arbustos enmarañados, al fondo del descuidado jardín. Parecía perdido entre todo aquel verdor desordenado y salvaje, confundido hasta tal punto con el oscuro follaje que posiblemente ningún otro transeúnte se hubiera percatado de su presencia.

En realidad, Michael y su madre tenían en aquella época un juego con aquel hombre. Ella siempre decía que no lo veía.

—Pero está allí, mamá —respondía él.

—Está bien, Michael, dime cómo es.

—Bueno, tiene el pelo castaño, ojos marrones y va muy bien vestido, como si fuera a una fiesta. Pero nos está observando, mamá, creo que no deberíamos quedarnos aquí, mirándolo.

—Michael, no hay ningún hombre.

—Mamá, te burlas de mí.

Pero una vez ella vio al hombre, sin duda, y no le gustó. No fue en la casa, ni en el descuidado jardín.

Era por Navidad, Michael todavía era muy pequeño y en el altar lateral de la iglesia de St. Alphonsus habían montado un gran nacimiento con el niño Jesús en el pesebre. Michael y su madre habían ido para arrodillarse ante el altar. Qué bonitas eran las imágenes en tamaño natural de María y José; y del niño Jesús, sonriente, con sus bracitos rollizos extendidos. Había luces brillantes por todas partes y la llama de las velas oscilaba con suavidad. El ruido de las pisadas y los ahogados cuchicheos llenaban la iglesia.

Quizás ésta era la primera Navidad que Michael recordaba. Sea como fuere, el hombre estaba allí, en las sombras del santuario, observando en silencio, y al ver a Michael le hizo una ligera inclinación de cabeza, como hacía siempre. Tenía las manos entrelazadas, llevaba traje y su expresión era tranquila. Por lo demás, tenía el mismo aspecto que en el jardín de First Street.

—Mira, ahí está el hombre, mamá —dijo Michael, de repente—. Aquel hombre, el del jardín.

La madre de Michael se volvió y, de inmediato, apartó la mirada, atemorizada.

—Bueno, no lo mires —le murmuró al oído.

Al salir de la iglesia ella se volvió para mirarlo otra vez.

—Es el hombre del jardín, mamá —dijo Michael.

—¿De qué estás hablando? —preguntó su madre—. ¿Qué jardín?

Cuando volvieron a pasar por First Street, Michael vio al hombre y trató de decírselo a su madre, pero ella volvió a jugar el juego. Le tomaba el pelo, le decía que no había ningún hombre.

Se rieron. En aquella época no parecía tener gran importancia, pero Michael nunca lo olvidó.

Años después, su madre le hizo otro regalo: las películas que lo llevaba a ver al Teatro Cívico, en el centro. Tomaban el tranvía los sábados para ir a la primera sesión. Cosas de afeminados, Mike, solía decir su padre. A él nadie lo arrastraba a esos espectáculos absurdos.

Michael sabía que lo mejor era no contestar, y a medida que pasaba el tiempo descubrió la manera de sonreír y encogerse de hombros, así su padre lo dejaba tranquilo, y también a su madre, lo cual era aún más importante. Además, nada iba a quitarle esas tardes de sábado tan especiales, porque las películas extranjeras eran como puertas a otro mundo que llenaban a Michael de inexplicable angustia y felicidad al mismo tiempo.

Nunca olvidaría Rebeca, Los cuentos de Hoffman y una película italiana de la ópera Aida. Y esa hermosa historia de un pianista llamada Canción inolvidable. Le encantaba César y Cleopatra, con Claude Rains y Vivien Leigh. Y The late George Apley, con Ronald Colman, con la voz más maravillosa que Michael había escuchado.

De camino a casa, su madre a veces le explicaba algunas cosas. Dejaban pasar la parada del tranvía en la que tenían que bajar y seguían hacia la zona alta, hasta Carrolton Avenue. Era un buen sitio para estar solos y además había magníficas casas, construidas después de la guerra civil, más nuevas y a menudo más recargadas y no tan bonitas como las de Garden District, pero, a pesar de todo, lo bastante suntuosas como para despertar un interés infinito.

Ah, la serena melancolía de aquellos pausados paseos, de anhelar tanto y comprender tan poco. De vez en cuando tocaba con los dedos por la ventana abierta del tranvía los rizados capullos de mirto. Soñaba con ser Maxim de Winter. Quería aprender los nombres de las obras clásicas que escuchaba por la radio y que tanto le gustaban, poder comprender y recordar las ininteligibles palabras extranjeras que pronunciaban los locutores.

Y, curiosamente, en las viejas películas de terror que daban en el sucio Happy Hour Theater de Magazine Street, en su propio barrio, a menudo vislumbraba el mismo mundo, la gente elegante. Aparecían las mismas bibliotecas artesonadas, chimeneas abovedadas, hombres en esmoquin y damas de voz suave junto con el monstruo de Frankenstein y la hija de Drácula. El doctor Van Helsing era un sujeto de lo más elegante y el mismísimo Claude Rains, que había interpretado a César en un teatro del centro, se reía ahora como un demente en El hombre invisible.

Aunque intentaba no hacerlo, Michael llegó a aborrecer el Canal Irlandés. Le gustaba su gente y apreciaba bastante a sus amigos, pero detestaba las casas adosadas, veinte por manzana, con esos diminutos patios delanteros, con cercas bajas de estacas puntiagudas, el bar de la esquina, con la gramola que sonaba en el salón del fondo, y la puerta mosquitera que se cerraba siempre de golpe, y aquellas mujeres gordas con vestidos floreados que pegaban a los niños con un cinto o la palma de la mano en plena calle.

Aborrecía el gentío que compraba en Magazine Street a última hora de la tarde del sábado. Le parecía que los niños siempre tenían la cara y la ropa sucias. Las dependientas que atendían detrás del mostrador de las sombrías tiendas eran groseras. La acera apestaba a cerveza rancia. Los destartalados pisos encima de las tiendas, donde vivían algunos de sus amigos, los más desafortunados, despedían un hedor terrible. El hedor estaba también en las viejas zapaterías y en las tiendas de reparación de radios; incluso en el Happy Hour Theater. El hedor de Magazine Street.

Y era la gente, siempre la gente, lo que más lo desanimaba. Sentía vergüenza del áspero acento que delataba que uno era del Canal Irlandés, un acento, decían, que sonaba como el de Brooklyn o Boston o cualquier otro lugar en el que se hubieran instalado irlandeses y alemanes. «Sabemos que eres de la Escuela Redentorista —le decían los chicos de los barrios altos—. Lo sabemos por la forma que tienes de hablar». Se lo decían con desprecio.

También le caían mal las monjas, las rudas hermanas de voz gruesa que daban un cachete a los niños cada vez que les daba la gana y los sacudían y humillaban a su antojo.

En realidad, les tenía un odio especial por algo que habían hecho cuando él tenía seis años. Sacaron a rastras a un chiquillo, un «revoltoso», de la clase de primer grado de los niños y lo pusieron al cuidado de la maestra de primer grado de la escuela de niñas. Al día siguiente se enteraron de que habían dejado al chiquillo de pie, dentro de la papelera, llorando y con la cara roja, delante de las niñas. Las monjas no pararon de empujarlo y decirle: «Métete en el cubo de la basura. ¡No salgas de allí!» Las niñas lo habían visto todo y después lo contaron a los chicos.

Este suceso aterrorizó a Michael. Sentía un pánico oscuro y mudo de que le ocurriera algo así, porque sabía que nunca lo permitiría. Se defendería y luego su padre lo azotaría, una violencia con la que siempre lo amenazaba pero que nunca iba más allá de un par de golpes con una correa. En realidad, toda aquella violencia contenida que siempre había percibido a su alrededor —en su padre, su abuelo y todos los hombres que conocía— podía despertarse como un torrente y arrastrarlo. ¿Cuántas veces había visto niños azotados a su alrededor? ¿Cuántas veces había oído las bromas frías e irónicas de su padre acerca de los azotes que él había recibido de manos de su propio padre? Michael vivía esa violencia con un miedo espantoso y paralizador. Temía la familiaridad catastrófica y perversa de ser golpeado, de ser azotado.

Así pues, a pesar de ser un niño físicamente inquieto y testarudo, en la escuela se convirtió en un ángel mucho antes de que se diera cuenta de que necesitaba aprender para realizar sus sueños. Era un muchacho tranquilo, un chiquillo que siempre hacía los deberes. El miedo a la ignorancia, a la violencia y a la humillación condujo sus pasos con la misma seguridad que sus ambiciones posteriores.

Nunca supo por qué estos mismos elementos no condujeron los de nadie más de su entorno, pero con el tiempo llegó a darse cuenta de que, sin duda, había sido una persona con una alta capacidad de adaptación. Ésa era la clave. Aprendía de lo que veía, y cambiaba en consecuencia.

Sus padres no tenían esa flexibilidad. Su madre era paciente, sí, y guardaba para sí el malestar que sentía por las costumbres de quienes la rodeaban. Pero no tenía sueños, ni grandes proyectos, ni auténtica fuerza creativa. Nunca cambiaba, nunca se entregaba a nada en cuerpo y alma.

En cuanto al padre de Michael, era un hombre impetuoso que inspiraba cariño, un valiente bombero que había ganado muchas condecoraciones. Había muerto tratando de salvar vidas. Era su forma de ser. Pero su forma de ser también era encogerse de hombros ante lo que no sabía o no entendía. Una profunda vanidad lo hacía sentirse «pequeño» ante aquellas personas con auténtica educación.

—Estudia las lecciones —solía decir, porque suponía que eso era lo que debía decir. Nunca imaginó que Michael fuera capaz de sacar el máximo provecho de la escuela parroquial, que en las abarrotadas clases, con unas monjas cansadas y saturadas de trabajo, su hijo en realidad estuviera adquiriendo una magnífica educación.

Porque las monjas, a pesar de las pésimas condiciones, enseñaban muy bien, aunque tuvieran que pegar a los niños para ello. Y aunque Michael nunca dejaría de odiarlas, tenía que reconocer que de vez en cuando hablaban a su modo y de una manera sencilla de cosas espirituales, de vivir una vida digna.

Cuando Michael contaba once años ocurrieron tres cosas que tuvieron un efecto capital en su vida. La primera fue la visita de su tía Vivian de San Francisco y la segunda fue un descubrimiento fortuito en la biblioteca pública.

La visita de tía Vivian fue breve. La hermana de su madre llegó a la ciudad en tren. La fueron a esperar a Union Station y se alojó en el hotel Pontchartrain, de St. Charles. Al día siguiente de su llegada, invitó a Michael y a sus padres a cenar al salón Caribbean. Era el comedor más elegante del hotel Pontchartrain. Su padre no fue. Él no iba a ir a un sitio así, además, su traje estaba en la tintorería.

Michael, bien vestido, como todo un hombrecito, cruzó con su madre el Garden District.

El salón Caribbean lo dejó anonadado. Casi sumido en el silencio, era un mundo misterioso, con velas, manteles blancos y camareros que parecían fantasmas, o mejor aún, vampiros de alguna película de terror, con sus chaquetas negras y sus camisas blancas almidonadas.

Pero la auténtica revelación fue que ambas hermanas se sentían como en casa en aquel lugar. Reían en voz baja mientras hablaban y hacían diferentes preguntas al camarero sobre la sopa de tortuga, el jerez, el vino blanco que tomarían con la cena.

El respeto que sentía por su madre aumentó notablemente. No era una mujer que se diera ínfulas, en realidad era una dama acostumbrada a esta vida. Michael comprendía ahora por qué a veces ella lloraba y decía que quería volver al hogar, a San Francisco.

Cuando su hermana se marchó estuvo enferma durante días. Se quedó en cama y lo único que quería era vino; lo llamaba «su medicina». Michael se sentaba a su lado y de vez en cuando leía para ella; cada vez que su madre se quedaba callada durante una hora, se asustaba. Pero se puso bien. Se levantó y la vida siguió su curso.

Pero Michael pensaba a menudo en aquella cena, en la forma tan natural en que las dos mujeres se habían comportado. Con frecuencia caminaba delante del hotel Pontchartrain y observaba con envidia disimulada a la gente bien vestida que esperaba taxis o limusinas bajo la marquesina. Reventaba de deseos de aprender, comprender, poseer, aunque terminara en el drugstore Smith, justo al lado, leyendo tebeos de terror.

Luego vino el fortuito descubrimiento en la biblioteca pública. Hacía poco que Michael conocía la biblioteca, y el descubrimiento fortuito llegó en etapas.

Un día vagaba por la sala de lectura para niños, buscaba algo fácil y divertido para leer, cuando de repente vio un libro abierto sobre una estantería, un libro nuevo de tapas duras que explicaba cómo jugar al ajedrez.

Comprendía el ajedrez como algo muy romántico, aunque no sabía explicar como lo conocía. Nunca había visto un ajedrez de verdad. Se llevó el libro prestado y empezó a leerlo. Su padre lo vio y se rió. Él sabía jugar, según decía, y jugaba mucho en el cuartel de bomberos. No se podía aprender de un libro, era una estupidez.

Michael dijo que sí, que lo haría; es más, ya estaba aprendiendo.

—Muy bien —respondió su padre—, aprende y luego jugaré contigo.

¡Qué maravilla, alguien que sabía jugar al ajedrez! Quizás hasta le comprarían uno. Michael terminó el libro en menos de una semana. Había aprendido. El padre le hizo preguntas durante una hora y él las contestó todas.

—Vaya, no puedo creerlo —dijo su padre—, pero es verdad, sabes jugar. Lo único que te falta es un tablero y piezas.

El hombre fue al centro y regresó con un ajedrez que superó las fantasías de Michael. Las piezas no eran sólo símbolos —la cabeza de un caballo, las almenas de una torre, el gorro del alfil—, sino figuras completas. El caballero montaba un caballo con las patas delanteras alzadas; el alfil entrelazaba sus manos, rezando. La dama tenía el cabello largo bajo la corona. La torre era un castillo sobre el lomo de un elefante.

Claro que era un juego de plástico de los grandes almacenes D. H. Holmes, pero era muy elegante y superaba todo lo que Michael se había imaginado al ver las ilustraciones del libro. Daba igual que su padre llamara «mi jinete» al caballo, jugaban al ajedrez y a partir de entonces empezaron a hacerlo a menudo.

Pero aquel gran descubrimiento no fue que el padre de Michael supiera jugar al ajedrez, o que hubiese tenido el detalle de comprarle un juego tan bonito. El gran descubrimiento fue que Michael se dio cuenta de que podía extraer de los libros algo más que relatos… que podían llevarlo a algo más que sueños y deseos dolorosos.

A partir de entonces se sintió mejor en la biblioteca. Hablaba con los bibliotecarios, se enteró de la existencia del catálogo de temas y empezó a investigar obsesiva y desordenadamente sobre un amplio campo de materias.

Primero fueron los coches. En la biblioteca encontró un montón de libros sobre coches. Aprendió todo sobre motores, fabricación de vehículos, y deslumbró al padre y al abuelo con sus conocimientos.

Luego investigó en el catálogo de bomberos e incendios. Leyó sobre autobombas, fabricación de camiones con escalera y todo lo referente a los grandes incendios de la historia, el de Chicago, el del Triangle Factory, y una vez más pudo conversar sobre todo esto con su padre y su abuelo.

Michael estaba emocionado. Ahora se sentía poderoso y continuó con su programa secreto sin contárselo a nadie. La música era su primer tema secreto.

Empezó con los libros más fáciles —era una materia difícil— y siguió con los relatos ilustrados para jóvenes que hablaban de Mozart, el niño prodigio, el pobre sordo de Beethoven y el loco de Paganini que se decía había vendido su alma al diablo. Aprendió la definición de sinfonía, concierto y sonata, lo que era un pentagrama, las negras, las blancas y las claves mayores y menores. Aprendió también el nombre de los instrumentos sinfónicos.

Luego pasó a las casas. Al poco tiempo ya comprendía lo que era el renacimiento, el estilo italiano y el victoriano tardío, y qué diferenciaba los distintos tipos de arquitectura. Aprendió a distinguir las columnas dóricas y las corintias. Vagó por el Garden District con sus nuevos conocimientos y su amor por lo que lo rodeaba aumentó profundamente.

Ah, aquello era como ganar la lotería. Ya no tenía que vivir en la ignorancia, podía estudiar cualquier cosa. Los sábados por la tarde hojeaba docenas de libros de arte, arquitectura, mitología griega, ciencia. Hasta leía libros de pintura moderna, ópera y ballet, avergonzado de que su padre lo viera y se burlara de él.

La tercera sorpresa aquel año fue un concierto en el Auditorio Municipal. El padre de Michael, como muchos bomberos, tenía trabajos extras en sus horas libres; y aquel año tenía la concesión de venta de refrescos en el auditorio. Una noche Michael fue a ayudarlo. Era un día entre semana y no tendría que haber ido, pero quería ir. Quería ver el Auditorio Municipal y qué ocurría dentro, así que su madre le dio permiso.

Durante la primera parte del programa, antes del intervalo en el que ayudaría a su padre y después del cual dejarían todo en orden y se marcharían, Michael entró y subió hasta las filas más altas, donde había algunas localidades vacías, y se sentó para ver cómo era un concierto. En realidad, los estudiantes que esperaban ansiosos en el palco le recordaron aquellos otros de Las zapatillas rojas. Y, en efecto, el lugar empezó a llenarse de gente bien vestida, gente de los barrios altos de Nueva Orleans, mientras la orquesta afinaba en el foso. Hasta aquel hombre extraño de First Avenue estaba allí. Michael lo divisó abajo, en la otra punta, mirando hacia arriba como si lo hubiera visto.

Lo que ocurrió después lo fascinó. Isaac Stern, el gran violinista, tocaba aquella noche el concierto de Beethoven para violín y orquesta, una de las piezas de música más arrebatadoramente hermosas y sencillamente elocuentes que Michael había escuchado en su vida. Fue capaz, a la primera audición, de asimilar el concierto entero, pudo reconocer claramente las notas y deleitarse con la melodía. Ni una sola vez se sintió confundido, no se perdió ni una nota.

Mucho después de que el concierto hubiera terminado, podía silbar el tema principal y recordar el sonido dulce y sensual de la orquesta y las delicadas y desgarradoras notas que salían del violín de Isaac Stern.

Pero esta experiencia creó en él un deseo que envenenó su vida. En los días que siguieron al concierto, el mundo que lo rodeaba le resultaba más insoportable que nunca. Sin embargo, no dejó que nadie lo supiera. Lo mantuvo oculto en su interior, del mismo modo que mantenía en secreto lo que aprendía en la biblioteca. Temía convertirse en un esnob y era consciente de la aversión que podía llegar a sentir por aquellos a quienes amaba si dejaba que esta sensación creciera en él.

Michael no soportaba la idea de no querer a su familia. No soportaba sentirse avergonzado de ellos. No soportaba la mezquindad e ingratitud de semejantes sentimientos.

Podía detestar a los vecinos —ahí no había problema—, pero tenía que amar y ser fiel a los que vivían bajo su mismo techo, estar en armonía con ellos.

Y también estaba su padre, el bombero, el héroe. ¿Cómo no iba a querer a un hombre así? Michael iba a verlo a menudo al cuartel de Washington Avenue. Se sentaba allí, como uno más, y se moría por ir en el camión rojo cada vez que sonaba la alarma, pero se lo tenían prohibido. Le encantaba ver el camión que salía disparado, oír las sirenas y las campanas. En aquel momento no le importaba su miedo ante la posibilidad de que algún día tuviera que ser bombero. Simplemente un bombero, que vivía en una cabaña.

Cómo se las arreglaba su madre para querer a esta gente era algo que Michael no terminaba de entender. Él trataba de compensar día a día su silenciosa infelicidad, era su único y más íntimo amigo. Pero nada podía salvarla y él lo sabía. Era un alma perdida en el Canal Irlandés, una mujer que hablaba y vestía mejor que los que la rodeaban, que rogaba todos los días para que la dejaran volver a trabajar de empleada de unos grandes almacenes y que invariablemente le contestaban que no, una persona que vivía para leer sus novelas en rústica por la noche —libros de John Dickson Carr, Daphne Du Maurier y Frances Parkinson Keyes—, sentada en el sofá de la sala, cuando todos dormían, vestida sólo con unas enaguas, por el calor, mientras bebía vino, despacio, directamente de una botella envuelta en papel marrón.

—Señorita San Francisco —la reprendía el padre de Michael—, ¿te das cuenta de que mi madre lo hace todo? —Y las pocas veces que ella bebía demasiado y tenía la voz pastosa, la miraba fijamente, con total desprecio. Pero nunca le decía que no bebiera, después de todo pocas veces se ponía así. Era la idea lo que le molestaba, una mujer sentada, que bebía toda la noche de la botella como un hombre. Michael sabía que eso era lo que pensaba su padre aunque no se lo hubiera dicho nadie.

Tal vez su padre tuviera miedo de que ella lo abandonara si él trataba de controlarla. Estaba orgulloso de su belleza, de su esbelta figura y de la forma tan bonita de hablar que tenía. De vez en cuando hasta le compraba vino, botellas de oporto o de jerez que él personalmente detestaba.

—Cosas dulces y pegajosas para mujeres —le decía a Michael. Pero también era lo que bebían los alcohólicos y él lo sabía.

¿Odiaba su madre a su padre? Michael nunca lo supo con certeza. En algún momento de su infancia se enteró de que su madre era ocho años mayor que su padre, pero la diferencia no se notaba. Su padre era un hombre guapo, o por lo menos ella así lo consideraba. La mayoría de las veces era amable con su marido, aunque también solía serlo con todos. Pero por nada en el mundo volvería a quedarse embarazada, decía con frecuencia, y había discusiones, horribles discusiones ahogadas tras la única puerta cerrada de la casa, la puerta del dormitorio trasero.

Tras la muerte de su madre, su tía le había contado una historia sobre su padre y su madre, pero Michael nunca supo si era verdad. Se habían enamorado al final de la guerra, en San Francisco, pues su padre estaba enrolado en la marina y con aquel uniforme era tan guapo y tenía tanto encanto que volvía locas a las chicas.

—Se parecía a ti, Mike —decía su tía, años más tarde—. Cabello negro, ojos azules y esos brazos robustos, igual que tú. ¿Y recuerdas la voz que tenía? Profunda y suave, hermosa, incluso con ese acento del Canal Irlandés.

Así pues, la madre de Michael se había prendado por completo de él. Cuando su padre volvió a embarcarse, le escribió cartas hermosas, poéticas, en las que la cortejaba y con las que cautivó su corazón. Pero no las había escrito él, sino un buen amigo, un compañero de servicio, un hombre culto que iba en el mismo barco y que había llenado páginas enteras con metáforas y citas de libros. Su madre nunca lo supo.

En realidad, la madre de Michael se había enamorado de aquellas cartas, y cuando descubrió que estaba embarazada de Michael, partió rumbo al sur confiada en las cartas. La bondadosa familia la recibió de inmediato y prepararon la boda en la iglesia de St. Alphonsus en cuanto su padre consiguió un permiso.

Qué duro habría sido para su madre encontrarse con la callejuela sin árboles, la diminuta casa con todas las habitaciones comunicadas entre sí y la suegra, que para atender a los hombres nunca se sentaba durante la cena.

La tía le contó que cuando él era pequeño, su padre le confesó a su madre la historia de las cartas, y que ella se enfureció hasta el punto de desear matarlo. Luego quemó las cartas en el patio trasero. Más adelante se calmó y trató de sacar adelante su matrimonio. Tenía un hijo pequeño y más de treinta años. Sus padres habían muerto; sólo tenía una hermana y un hermano en San Francisco y la única opción era quedarse con el padre de su hijo; además, los Curry no eran mala gente.

Quería mucho a su suegra por haberla aceptado cuando estaba encinta. Y Michael sabía que eso era cierto —el gran cariño entre ambas mujeres— porque había sido su madre quien había cuidado de la anciana enferma hasta el último día.

Los abuelos de Michael murieron el mismo año en que él empezó el instituto, la abuela en primavera y el abuelo dos meses después. Y aunque se le habían muerto muchos tíos y tías, éstos eran los primeros funerales a los que asistía y quedaron grabados en su memoria para siempre.

Fue algo absolutamente deslumbrador, con todos aquellos elementos refinados que Michael tanto apreciaba. En realidad, lo impresionó profundamente que todo el mobiliario de Lonigan e hijos, el salón de la funeraria, los coches de lujo con el tapizado de terciopelo gris y hasta las flores y los hombres perfectamente vestidos que llevaban el ataúd, parecieran tan relacionados con la atmósfera de las elegantes películas que Michael admiraba. Había hombres y mujeres que hablaban con elegancia, alfombras mullidas y muebles labrados, colores y texturas ricos, perfume de lirios y rosas, gente que moderaba su rudeza natural y sus modales bruscos.

Era como si al morir se entrara en el mundo de Rebeca, Las zapatillas rojas o Canción inolvidable. Antes del entierro, durante un día o dos, pudo gozar de cosas hermosas.

Era una relación que lo intrigó durante horas. La segunda vez que vio La novia de Frankenstein en el Happy Hour de Magazine Street, estuvo más atento a la ropa, a las mansiones de la película y a la musicalidad de las voces que a cualquier otra cosa. Ojalá hubiera tenido alguien con quien hablar de todo ello, pero cuando trataba de comentarlo con su novia, Marie Louise, ésta ni sabía de qué le hablaba. A ella le parecía una tontería ir a la biblioteca y tampoco quería ver películas extranjeras.

Su mirada tenía la misma expresión que tantas veces había visto en los ojos de su padre. No era miedo a lo desconocido, sino desagrado. Y él no quería ser desagradable.

Por otra parte, ahora estaba en el instituto y todo empezaba a cambiar. A veces tenía miedo de que hubiera llegado el momento de terminar con los sueños y de enfrentarse al mundo real. Por lo menos, ésa parecía la forma de pensar de los demás. El padre de Marie Louise, sentado en la escalinata de su casa, una noche lo miró fríamente y le preguntó:

—¿Qué te hace pensar que vas a ir a la universidad? ¿Acaso tu padre tiene dinero para mandarte a la de Loyola? —Dio una palmada en el suelo y miró a Michael de arriba abajo. Ahí estaba otra vez el desagrado.

Quizá todos tuvieran razón y hubiera llegado el momento de pensar en otras cosas. Medía casi metro ochenta, una altura prodigiosa para un muchacho del Canal Irlandés y un récord en la familia Curry. Su padre le compró un Packard viejo y le enseñó a conducir en una semana. Luego encontró un trabajo de media jornada como repartidor en una floristería de St. Charles Avenue.

Pero al llegar a segundo curso esas ideas empezaron a desvanecerse, comenzó a olvidar sus ambiciones. Se interesó por el rugby americano, hizo su primer saque y se encontró en el campo de juego del City Park mientras los chicos gritaban. «Tanto de Michael Curry», decían por los altavoces. Aquella noche Marie Louise le dijo por teléfono, con voz acaramelada, que era suya, que con él haría «cualquier cosa».

Michael todavía se dedicaba a los libros, pero aquel año los partidos fueron el centro de su vida emocional. El rugby era perfecto para él, para su agresividad, su fuerza y aun su frustración. Era uno de los ídolos de la escuela. Se daba cuenta de que las chicas lo miraban caminar por la nave cada mañana en misa de ocho.

Y el sueño se hizo realidad: la Escuela Redentorista ganó el campeonato de la ciudad. Los desposeídos lo habían logrado, los chicos del otro lado de Magazine, los chicos que hablaban aquella jerga extraña del Canal Irlandés.

Hasta el Times-Picayune publicó exaltadas alabanzas. La campaña para el gimnasio avanzaba a toda marcha. Marie Louise y Michael «lo hicieron» y luego sufrieron una enorme agonía hasta saber si había quedado encinta.

De haber sido así, Michael lo habría echado todo a perder. Él sólo quería marcar tantos, estar con Marie Louise y hacer dinero para sacarla en el Packard. El martes de carnaval, los dos se disfrazaron de piratas, fueron al Barrio Francés, bebieron cerveza y se achucharon y besuquearon en un banco de Jackson Square. A medida que se acercaba el verano, ella cada vez hablaba más de casarse.

Michael no sabía qué hacer. Se sentía a gusto con Marie Louise a pesar de que no podía hablar con ella. Nunca le gustaban las películas que él la llevaba a ver. Y cuando le hablaba de ir a la facultad, ella le decía que eran sueños.

Entonces llegó el invierno de su último año de instituto. En Nueva Orleans hacía un frío terrible y nevó por primera vez en un siglo. Salieron pronto del instituto y Michael caminó solo por el Garden District, por esas calles alfombradas de un blanco maravilloso, mientras observaba cómo la nieve caía en silencio a su alrededor. No quería compartir aquel momento con Marie Louise, prefería hacerlo con las casas y los árboles que tanto amaba, y maravillarse ante el espectáculo de los porches y las verjas de hierro forjado adornados de nieve.

Los niños jugaban en las calles; los coches avanzaban con lentitud sobre el hielo y resbalaban peligrosamente en las esquinas. La perfecta alfombra blanca duró cuatro horas; al final Michael regresó a casa con las manos tan heladas que casi no pudo girar la llave en la cerradura. Se encontró a su madre llorando.

A las tres de aquella tarde había muerto su padre en el incendio de un almacén, cuando trataba de salvar la vida de otro bombero.

El Canal Irlandés había terminado para él y su madre. A finales de mayo vendieron la casa de Annunciation Street y una hora después de que él hubiera recibido su diploma de bachiller en la iglesia de St. Alphonsus, los dos estaban en un autobús rumbo a California.

Tía Vivian vivía en un bonito apartamento de Golden Gate Park, lleno de muebles oscuros y pinturas al óleo. Se quedaron con ella hasta que consiguieron una casa a pocas manzanas de allí. Michael solicitó enseguida el ingreso en la universidad estatal; el dinero del seguro de su padre cubriría los gastos.

Le encantó San Francisco. Siempre hacía frío, es verdad, y era terriblemente árida y soplaba viento. Sin embargo, le gustaban los oscuros colores de la ciudad, lo impresionaron como algo muy especial: ocres, verdes oliva, granates y grises profundos. Las grandes casas victorianas le recordaban las mansiones de Nueva Orleans.

En esta ciudad parecía no existir esa numerosa clase baja de la que él provenía, aquí hasta los policías y los bomberos hablaban correctamente, iban bien vestidos y tenían casas caras. Era imposible distinguir a qué zona de la ciudad pertenecía una persona. Las calles estaban sorprendentemente limpias y un aire de moderación parecía regir hasta los intercambios más insignificantes entre las personas.

Cuando iba al Golden Gate Park, Michael se maravillaba del carácter de la gente, pues más que invadir el hermoso paisaje verde oscuro, parecían añadirle belleza. Iban por los senderos en sus elegantes bicicletas importadas, hacían picnic en grupos pequeños sobre el césped aterciopelado o se sentaban delante de un auditorio para escuchar a la orquesta los domingos por la mañana. Los museos de la ciudad también fueron una revelación, estaban llenos de auténticos maestros y los abarrotaban los domingos gente corriente, gente con niños que parecían tomar todo aquello como algo de lo más normal.

«¿Es América todo esto?», se preguntaba. Era como si llegara de otro país, un mundo que sólo había vislumbrado en el cine o la televisión. Por supuesto, no al mundo de las películas extranjeras con grandes mansiones y ropa de etiqueta, sino al de las últimas películas americanas o series de televisión, en las que todo aparecía limpio y civilizado.

La madre de Michael era feliz aquí, feliz como él nunca la había visto. Guardaba en el banco el dinero que ganaba en el trabajo, pues vendía cosméticos, como antes de casarse, y visitaba a su hermana los fines de semana. A veces iba a ver a su hermano mayor, el tío Michael, un borracho amable que vendía porcelana fina en Gumps, en Post Street.

Era como si su niñez en Nueva Orleans nunca hubiera existido.

Le encantaba el centro de San Francisco, con sus ruidosos tranvías, sus calles animadas y la enorme tienda Powell and Market, donde podía pasar horas leyendo en la sección de libros de bolsillo sin que nadie se diera cuenta.

Le encantaban los puestos de flores en los que vendían ramos de rosas rojas casi por nada, y las tiendas elegantes de Union Square. Y los pequeños cines de arte y ensayo, de los que había por lo menos una docena, donde él y su madre habían visto Nunca en domingo, con Melina Mercouri, y La Dolce Vita, de Fellini, la película más maravillosa que había visto en su vida. También pasaban comedias con Alec Guinness y películas suecas de Ingmar Bergman —filosóficas, oscuras e impenetrables—, y muchas otras procedentes de Japón, España, Francia. Mucha gente de San Francisco iba a ver esas películas. No era ninguna rareza que había que ocultar.

También le gustaba tomar café con otros estudiantes de verano en el restaurante Foster, de Sutter Street, un local grande con una iluminación chillona, y hablar por primera vez en su vida con orientales y judíos de Nueva York, gente de color culta que hablaba un inglés correcto, hombres y mujeres mayores que robaban horas a sus familias y trabajos para volver a la universidad por el mero placer de hacerlo.

Durante este período Michael llegó a comprender el pequeño misterio de la familia de su madre. Fue uniendo las piezas poco a poco y descubrió que en una época habían sido muy ricos. La madre del abuelo de Michael había dilapidado la fortuna. No quedó nada más que una silla de madera labrada y tres pinturas de paisajes con marcos pesados. Pese a todo, se la describía como un ser maravilloso, una diosa que había viajado por todo el mundo, comido caviar y que se las había arreglado para mandar a su hijo a Harvard antes de arruinarse completamente.

El hijo, el abuelo materno de Michael, se había dedicado a emborracharse hasta morir tras la pérdida de su esposa, una bella muchacha americana de origen irlandés, de Mission District, San Francisco. Nadie quería hablar de «madre» y Michael pronto comprendió que «madre» se había suicidado. «Padre», que bebió sin cesar hasta que sufrió un derrame mortal, dejó a sus tres hijos una pequeña renta. La madre de Michael y su hermana Vivian terminaron sus estudios en el convento del Sagrado Corazón y luego buscaron trabajos adecuados a su clase. Tío Michael era «la viva imagen de papá», decían con un suspiro cuando, repleto de coñac, se quedaba dormido en el sofá.

Este aprendizaje gradual sobre la familia de su madre fue muy importante para él. Conforme pasaba el tiempo, llegó a comprender que los valores de su madre eran en esencia los de la gente rica, aunque ella no lo supiera. Iba a ver películas extranjeras porque eran divertidas, no para realzar su cultura. Y quería que Michael fuera a la universidad porque eso era lo que correspondía. Para ella era perfectamente natural ir a la elegante Young Man’s Fancy para comprar a Michael jerséis de cuello de cisne y camisas con botones en la punta del cuello, que le daban el aspecto de chico de escuela de pago. Pero ni ella ni sus hermanos sabían nada del empuje y las ambiciones de la clase media. Su trabajo le gustaba porque allí conocía a gente agradable. En sus horas libres, bebía cantidades siempre mayores de vino, leía sus novelas, visitaba amigos y era una persona feliz, satisfecha.

En realidad, la había matado el vino, porque con el tiempo se convirtió en una especie de dama alcoholizada que se pasaba toda la noche con un vaso en la mano, las puertas cerradas, e invariablemente perdía el conocimiento antes de la hora de dormir. Finalmente, una noche, tarde, se cayó en el cuarto de baño y se golpeó la cabeza, se puso una toalla en la herida y se volvió a dormir sin darse cuenta de que se estaba desangrando. Cuando Michael al fin abrió la puerta ya estaba fría. Todo esto había pasado en la casa de Liberty Street que él había comprado y restaurado para su familia, si bien por entonces tío Michael había muerto, también por la bebida, aunque en su caso lo llamaron «ataque de apoplejía».

Cuando en otoño entró por fin en la Universidad Estatal de San Francisco, su ambición era incontenible.

Allí, en aquel enorme campus, entre estudiantes de todas las clases sociales, Michael se sentía uno más, con fuerza y preparación para empezar su auténtica educación. Era como en aquellos tiempos de la biblioteca, sólo que ahora era valorado por sus lecturas. Era valorado por sus deseos de comprender todos los misterios de la vida, deseos éstos que tanto habían molestado, durante los años en los que había tenido que ocultar su curiosidad, a aquellos que podían ridiculizarlo.

No terminaba de creerse la suerte que tenía. Ir de clase en clase, perdido en el delicioso anonimato de la masa de estudiantes, con sus mochilas y sus zapatones. Escuchaba, embelesado, las explicaciones de los profesores y las preguntas sorprendentemente lúcidas de los estudiantes inteligentes que lo rodeaban. Sazonaba su programa con asignaturas optativas de arte, música, temas de actualidad, literatura comparada y hasta teatro. Poco a poco adquirió una auténtica educación artística típicamente liberal.

Al fin se especializó en historia porque era una materia que se le daba bien, no tenía problemas con la redacción de los trabajos y aprobaba los exámenes, y porque sabía que su última ambición, ser arquitecto, estaba fuera de su alcance. Aunque lo intentara, no podría con las matemáticas, y a pesar de todos sus esfuerzos no podía hacer los cursos necesarios para que lo admitieran en la facultad de arquitectura para hacer cuatro años de posgrado. Además, le gustaba la historia porque era una ciencia social en la que la gente trataba de retroceder e imaginarse cómo había sido el mundo. Y eso era algo que Michael había estado haciendo desde su niñez en el Canal Irlandés.

La síntesis, la teoría y la observación eran cosas completamente naturales para él, y puesto que provenía de un medio tan ajeno y diferente, y estaba tan sorprendido con el mundo moderno californiano, la perspectiva del historiador le resultaba cómoda.

Michael estaba más que contento. Cuando el dinero del seguro se acabó, se puso a trabajar media jornada con un carpintero especializado en la restauración de las hermosas y antiguas casas victorianas de San Francisco. Otra vez empezó a estudiar libros sobre casas, como en sus viejos tiempos.

Sus viejos amigos de Nueva Orleans no lo hubieran reconocido cuando se licenció. Todavía tenía la figura de futbolista, los hombros anchos y el pecho duro —el trabajo de carpintero lo mantenía en forma— y el pelo negro rizado, sus grandes ojos azules y las pecas claras de sus mejillas que eran sus rasgos característicos, pero ahora llevaba gafas de montura oscura para leer, jerséis de trenzas y americanas de mezclilla con coderas. Hasta fumaba en pipa y la llevaba siempre en el bolsillo derecho de su chaqueta.

Tenía veintiún años y lo mismo estaba martilleando una estructura de madera de una casa, que escribiendo a máquina deprisa y con dos dedos un trabajo sobre «La persecución de la brujería en la Alemania del siglo XVII».

Dos meses después de empezar su tesina de historia, se puso a estudiar para los exámenes de contratista del estado sin dejar la facultad. Por aquella época trabajaba de pintor y aprendía también el oficio de enlucidor y enlosador, cualquier oficio de la construcción que le sirviera para encontrar trabajo.

Continuó con la universidad porque una profunda inseguridad no le permitía hacer otra cosa, pero ya sabía que ningún placer académico satisfaría su necesidad de trabajar con las manos, salir al aire libre, subir escaleras, martillear y sentir al final de la jornada ese cansancio físico sublime.

Le gustaba ver los resultados de su trabajo: techos reparados, escaleras restauradas, suelos que resurgían brillantes a partir de la opacidad más desalentadora. Le gustaba pulir y lacar los viejos pilares bien trabajados de las escaleras, las barandillas, los marcos de las puertas. Su espíritu curioso le hacía aprender de cada artesano con el que trabajaba. Bombardeaba a preguntas a los arquitectos siempre que podía y hacía copias de los proyectos para examinarlos después. Leía con atención libros, revistas y catálogos sobre restauración.

A veces tenía la sensación de que amaba las casas más que a los seres humanos; las quería de la misma manera que los hombres de mar quieren a los barcos. Después del trabajo solía caminar por las espaciosas habitaciones a las que acababa de dar nueva vida, tocaba cariñosamente los postigos, las manijas de bronce, el suave enlucido de las paredes. Oía cómo le hablaban estas mansiones.

Terminó su master en historia al cabo de dos años —precisamente cuando en los campus americanos surgían las protestas estudiantiles contra la guerra del Vietnam y el uso de drogas psicodélicas se había convertido en una moda entre los jóvenes que llegaban en tropel al Haigth Ashbury de San Francisco—, pero mucho antes de aprobar los exámenes de contratista y abrir su propia empresa.

El mundo de los hippies, de la revolución política y la transformación personal a través de las drogas, fue algo que nunca terminó de entender y que nunca lo afectó de verdad.

El historiador que había en él no le permitía sucumbir a la retórica superficial y a menudo tontamente revolucionaria que oía a su alrededor; lo único que podía hacer era reírse en silencio del marxismo de sus amigos, que parecían no saber nada de los trabajadores. Y miraba horrorizado cómo sus seres queridos destruían sus mentes, si es que no se destruían físicamente el cerebro, con poderosos alucinógenos.

Pero también, mientras trataba de comprender, aprendió muchas cosas. El gran amor de la psicodelia por el color y el dibujo, por la música oriental y por el diseño tuvo una influencia inevitable en sus criterios estéticos. Años más tarde sostendría que la gran revolución de los sesenta había sido beneficiosa para todos los habitantes del país, que la renovación de casas viejas, la creación de hermosos edificios públicos con plazoletas y parques llenos de flores, incluso la construcción de modernos centros comerciales con suelos de mármol, fuentes y maceteros con flores, todo eso tenía su origen en aquellos años cruciales en que los hippies de Haight Ashbury colgaban helechos en las ventanas de sus pisos y cubrían con telas hindúes de brillantes colores los muebles hallados en la basura, las chicas se ponían las proverbiales flores en sus cabellos rizados y los chicos cambiaban la ropa oscura por camisas de colores y se dejaban crecer el pelo.

Michael, en su empresa, tenía una lista de espera permanente de clientes impacientes. Muy pronto tuvo encargos por toda la ciudad. Lo que más le gustaba era recorrer una vetusta casa victoriana en ruinas de Divisadero Street y decir: «Sí, en seis meses puedo dejársela como un palacio». Sus trabajos ganaron premios. Se hizo famoso por la belleza y acabado de sus diseños. Emprendió algunos proyectos sin ningún tipo de ayuda arquitectónica. Todos sus sueños se volvían realidad.

Tenía treinta y dos años cuando compró una típica casa de la ciudad en Liberty Street, la restauró por completo, con apartamentos para su madre y su tía, y para él se reservó el último piso, con vistas a las luces del centro. Al fin vivía de la manera que siempre había deseado. Poseía libros, cortinas de encaje, piano, antigüedades. Se construyó una terraza que daba a la colina para poder sentarse y tomar el inconstante sol del norte de California. La niebla permanente de la costa a menudo se desvanecía antes de llegar a las colinas de su barrio, de modo que no sólo había accedido al lujo y refinamiento que había vislumbrado años atrás, sino también, según parecía, al calor y al sol que recordaba con tanto cariño.

A los treinta y cinco años era un triunfador hecho a sí mismo y un hombre culto. Había ganado e invertido su primer millón en valores de títulos municipales. Amaba San Francisco porque sentía que le había dado todo lo que deseaba.

Aunque Michael se había hecho a sí mismo, como muchos otros en California, creándose un estilo perfectamente a tono con el estilo de otras personas que también se habían hecho a sí mismas, nunca dejó de ser en parte aquel chico duro del Canal Irlandés que cogía los guisantes con el tenedor ayudándose con un trozo de pan.

Nunca borró del todo su acento áspero y, a veces, al tratar con los obreros en el trabajo, se dejaba llevar completamente por él. Nunca perdió ciertas costumbres o ideas vulgares, lo consideraba parte de sí mismo.

Su manera de sobrellevarlo era perfecta para California; simplemente, no lo ocultaba. Después de todo, sólo era una parte de él. No le importaba preguntar: «¿No hay carne con patatas?» cuando iba a algún restaurante de nouvelle cuisine (en realidad, era un plato que le gustaba mucho y lo comía siempre que podía) ni mantener el cigarrillo en la boca cuando hablaba, como siempre había hecho su padre.

Se llevaba bien con sus amigos liberales, porque no tenía que molestarse en discutir; mientras ellos polemizaban por encima de las jarras de cerveza sobre países en los que nunca habían estado y a los que nunca irían, él dibujaba casas en las servilletas.

Pero fuera lo que fuese la política, siempre conectaba mejor con la gente apasionada como él: artesanos, artistas, músicos, personas que iban de un lado a otro dominadas por la obsesión. De verdad parecían comprender su deseo cabal de vivir una vida que tuviera sentido, de participar en el mundo —aunque fuera en pequeña escala— con sus ideas. Michael soñaba con construir sus propias casas, transformar manzanas enteras de la ciudad y desarrollar enclaves de cafés, librerías, hostales en los barrios viejos de San Francisco.

De vez en cuando, sobre todo tras la muerte de su madre, pensaba en su pasado en Nueva Orleans, que parecía más lejano y fantasmagórico que nunca. Creía que la gente en California, con todo lo libre que era, no dejaba de ser conformista. Pues todos, fueran de Kansas, Detroit o Nueva York, se esforzaban por tener las mismas ideas liberales, la misma forma de pensar, de vestir, de sentir. De hecho, aquel conformismo era francamente cómico. A menudo sus amigos decían cosas como: «¿No estábamos boicoteando eso esta semana?» «¿No se suponía que estábamos contra aquello?»

Al pensar en Nueva Orleans se daba cuenta de que había dejado atrás una ciudad de gente con prejuicios, pero también de auténticos personajes. En su cabeza resonaban las voces de los viejos que contaban historias del Canal Irlandés.

Y sus tíos, ¡qué personajes! Esos hombres que a medida que él crecía se habían ido muriendo de uno en uno. Todavía recordaba oírlos hablar de atravesar el Misisipí a nado (cosa que nadie había hecho en aquella época) y zambullirse desde los almacenes cuando estaban borrachos, con paletas en los pedales de las bicicletas para que funcionaran en el agua.

Todo parecía un cuento. Las historias podían llenar una noche de verano: la del primo Jamie Joe Curry, en Argel, que se había convertido en un religioso tan fanático que tenían que encadenarlo a un poste durante todo el día, o la del tío Timothy, que se había vuelto loco por culpa de la tinta del linotipo y rellenaba con papel de periódico todos los intersticios de puertas y ventanas y se pasaba el día recortando miles de muñecos de papel.

Y la hermosa tía Lelia, que de joven se había enamorado de un chico italiano y no se enteró hasta su vejez de que sus hermanos le habían pegado una noche y lo habían echado del Canal Irlandés. Nada de spaghetti en la familia. La mujer se había pasado toda su larga vida lamentándose por aquel muchacho. La noche en que se enteró de lo ocurrido, tiró furiosa la mesa de la cena.

Hasta algunas monjas tenían historias fabulosas para contar, sobre todo las más viejas, como la hermana Bridget Marie, que había hecho una sustitución durante dos semanas cuando Michael estaba en octavo grado, una hermanita muy dulce que todavía conservaba un terrible acento irlandés. No les enseñó nada de nada, simplemente se pasó las dos semanas contándoles cuentos del fantasma irlandés de Petticoat Loose, y de brujas —¡brujas!, ¿no es increíble?— en Garden District.

Los recuerdos solían llegar como un extraño bombardeo. Recordaba el olor de las servilletas almidonadas que su abuela planchaba antes de guardar en los cajones amplios del viejo aparador. Recordaba el sabor de la sopa de cangrejos con galletas y cerveza; el sonido de los tambores en los desfiles de carnaval; al vendedor de hielo que subía deprisa los peldaños del fondo con el enorme bloque de hielo sobre el hombro; y esas voces maravillosas, que en aquella época le sonaban tan ordinarias, pero que ahora parecían poseer un rico vocabulario, una inspiración para las frases dramáticas y un amor absoluto por el idioma.

Recordado así daba la impresión de un mundo fabuloso. En California, a veces todo parecía demasiado aséptico. La misma ropa, los mismos coches, las mismas causas. Quizás él no pertenecía de verdad a aquel lugar y nunca llegaría a pertenecer; pero, sin duda, tampoco se sentía atado a lo que había dejado atrás. Hacía tantos años que no veía Nueva Orleans…

Ojalá en aquella época hubiera prestado más atención a la gente. Pero tenía muchos miedos entonces. Ojalá pudiera hablar ahora con su padre, sentarse con él y con esos bomberos locos en la puerta del cuartel de Washington Avenue.

Y Garden District, ah, Garden District. Sus recuerdos eran tan etéreos que podrían ser imaginados.

A veces soñaba aquel barrio como un paraíso cálido y resplandeciente por el que caminaba entre palacios espléndidos, flores siempre vivas y un follaje brillante. «Sí, he vuelto a caminar otra vez por First Street. Estaba en casa», pensaba al despertar. Pero era imposible que fuera tan bello, no, de verdad no podía ser; y deseaba volver a verlo.

Hasta recordaba a la gente que había visto en sus paseos: ancianos en traje de lino y sombreros panamá, damas con bastones, niñeras negras con uniformes azules de volantes que empujaban cochecitos de bebés blancos. Y aquel hombre, aquel hombre extraño, vestido de punta en blanco, que con frecuencia había visto en el jardín descuidado de First Street.

Quería volver para comparar los recuerdos con la realidad. Quería ver la casita de Annunciation Street donde se había criado, la iglesia de St. Alphonsus, en la que había sido monaguillo a los diez años, y la de St. Mary, al otro lado de la calle, con sus arcos góticos y sus santos de madera, y donde también había ayudado a misa. ¿De veras eran tan hermosos los murales de St. Alphonsus?

A veces, mientras se dormía, se imaginaba otra vez en la iglesia, en Nochebuena, apretado contra la puerta durante la misa del gallo. Las velas ardían en los altares mientras escuchaba el eufórico himno Adeste Fideles. Nochebuena, mientras la lluvia golpeaba contra las puertas de casa, el hermoso arbolito brillaba en un rincón y la estufa de gas ardía al rojo vivo. Qué hermosas eran esas diminutas llamas azules. Qué hermoso el arbolito, con sus luces, que simbolizaban la luz de la creación, sus adornos, los regalos de los reyes magos; y sus aromáticas ramas verdes, la promesa de que llegaría el verano a pesar del frío del invierno.

Recordaba una procesión de misa del gallo en la que las niñas de primer grado, vestidas de ángeles, avanzaban por la nave central de la iglesia y el olor de los ramos de Navidad se mezclaba con el perfume de las flores y de la cera de las velas. Las chiquillas cantaban al niño Jesús. Ahí estaban Rita Mae Dwyer, Marie Louise Guidry, su prima Patricia Anne Becker y todas las niñas incordionas que conocía. Qué guapas con sus túnicas blancas y sus alas rígidas. Ya no parecían auténticos monstruos, sino ángeles de verdad.

De las muchas procesiones que había, las de la Virgen María nunca le gustaron del todo. En su mente la confundía con las monjas crueles que tanto pegaban a los niños y nunca sintió gran devoción por ella. Pese a que durante una época aquello lo entristecía, al crecer dejó de importarle.

Sin embargo nunca olvidó la Navidad. Era el único vestigio de su religión que no lo había abandonado.

En realidad, incluso después de instalarse en California, Nochebuena era la única fecha que Michael consideraba sagrada. Siempre la celebraba como otros celebraban el Año Nuevo. Para él era el símbolo de un nuevo comienzo en el que uno, con todas sus flaquezas, era redimido para poder empezar de nuevo. Incluso cuando estaba solo se sentaba hasta la medianoche con una copa de vino y las luces del arbolito como única iluminación. Y aquella última Navidad había nevado —¡nieve, qué sorpresa!—, nieve que caía suave y silenciosamente en el preciso instante en que su padre atravesaba el techo en llamas del almacén de Tchoupitoulas Street.

Por una razón u otra, Michael nunca había vuelto a Nueva Orleans.

Simplemente, no encontraba el momento. Siempre tenía que esforzarse por terminar los trabajos en el plazo establecido y las pocas vacaciones que tenía las aprovechaba para ir a Europa o dar una vuelta por los grandes monumentos y museos de Nueva York. Además, sus diversas novias a lo largo de los años lo preferían así. ¿A quién le interesaba el carnaval de Nueva Orleans cuando se podía ir a Río? ¿Para qué ir al sur de Estados Unidos cuando se podía ir al sur de Francia?

Pero Michael a menudo pensaba que había conseguido lo que siempre había deseado en aquellos paseos por el viejo Garden District, y que debía regresar para comprobar si se engañaba o no. ¿Acaso no había momentos en los que se sentía vacío, como si estuviera esperando algo, algo extremadamente importante y que no sabía qué?

Michael había tenido varias relaciones amorosas y dos de ellas, por lo menos, habían sido como matrimonios. Las dos mujeres eran judías de ascendencia rusa, apasionadas, espirituales, brillantes e independientes, y él siempre se había sentido muy orgulloso de aquellas mujeres cultas e inteligentes. Eran romances que tenían su origen en la conversación más que en la sensualidad. Hablar toda la noche después de hacer el amor, hablar con una pizza y unas cervezas, hablar mientras salía el sol, eso era lo que siempre había hecho con sus amantes.

Había aprendido mucho de aquellas relaciones. La sinceridad y la falta de vanidad, que surgían de modo natural cada vez que ellas tenían que enseñarle algo —con poco esfuerzo, por cierto—, eran muy seductoras para aquellas mujeres. Les gustaba ir con él a Nueva York, a la Riviera o a Grecia y ver su maravilloso entusiasmo y su profunda emoción cuando contemplaba algo. Compartían con él su música favorita, sus pintores preferidos, sus inquietudes y sus ideas sobre muebles y ropa. Elizabeth le enseñó a comprar trajes apropiados en Brooks Brothers y camisas en Paul Stewart. Judith lo llevó a Bullock and Jones a comprar su primer Burberry y a cortarse el pelo en peluquerías elegantes. Le enseñó también a pedir vinos europeos, a cocinar pasta y a escuchar música barroca, tan buena como la clásica que tanto le gustaba a él.

Michael se reía de todo aquello, pero aprendía. Ambas mujeres le tomaban el pelo por sus pecas, su robusta complexión y por la forma en que el cabello le caía sobre los ojos, por la afición que tenía a visitar a sus padres, su encanto de niño travieso y lo guapo que estaba con corbata negra. Elizabeth lo llamaba «su muchachote de corazón de oro» y Judith, «Grandullón». Él las llevaba a ver boxeo al Golden Glove, a partidos de baloncesto y a buenos bares a beber cerveza. Les enseñaba a disfrutar de los partidos de fútbol europeo y de rugby, si es que no lo sabían ya, en el Golden Gate Park, los domingos por la mañana, y hasta de las peleas callejeras si querían aprender. Pero todo esto era más bien una broma. Las llevaba también a la Ópera y a los conciertos, a los que asistía con fervor religioso. Ellas le hicieron conocer a Dave Brubeck, Miles Davis, Bill Evans y el Kronos Quartet.

La receptividad, el entusiasmo y la pasión de Michael seducían a todo el mundo.

Pero su mal genio también las seducía. Cuando se enfadaba, o se sentía ligeramente amenazado, podía volver a ser de repente aquel muchacho malcarado del Canal Irlandés, y lo hacía con gran convicción y cierta sexualidad inconsciente. Las mujeres también se quedaban impresionadas por su habilidad manual, su talento con el martillo y los clavos, y por su osadía.

No era algo muy común entre los hombres con buena educación. Tampoco era una de sus características el típico fanatismo por el sexo físico. Le gustaba hacerlo con sencillez, o con elegancia si ellas lo preferían, y le gustaba hacerlo por la mañana, en cuanto se despertaba, y por la noche. Había robado muchos corazones así.

La primera ruptura —con Elizabeth— fue culpa suya, o por lo menos así lo había sentido. Era muy joven y no le había sido fiel. Elizabeth se cansó de sus «aventuras» pese a que él le juró que «no significaban nada», recogió sus cosas y lo abandonó. Michael estaba arrepentido y se quedó destrozado. La siguió a Nueva York, pero no sirvió de nada. Volvió a su piso vacío y se emborrachó y sufrió durante seis meses. Cuando se enteró de que Elizabeth se había casado con un profesor de Harvard no se lo podía creer, y cuando un año después supo que se había divorciado, se alegró.

Voló a Nueva York para consolarla y se pelearon en el Metropolitan Museum of Art. En el viaje de vuelta lloró durante horas. Parecía tan triste que la azafata se lo llevó a su casa cuando aterrizaron y se ocupó de él durante tres días seguidos.

Al verano siguiente, cuando Elizabeth regresó, Judith ya había entrado en la vida de Michael.

Judith y Michael vivieron juntos durante casi siete años y nadie hubiera pensado que terminarían separándose. Judith se había quedado embarazada de Michael por accidente y, en contra de los deseos de éste, decidió no tener el hijo.

Para él supuso el peor desengaño de su vida y el fin del amor de la pareja.

No cuestionaba el derecho de Judith a abortar, es más, no concebía un mundo en el que las mujeres no tuvieran ese derecho. El historiador que había en él sabía que las leyes contra el aborto nunca se habían hecho cumplir porque no existía ninguna relación comparable a la de una madre con su futuro hijo.

No, nunca criticó aquel derecho, y aun lo habría defendido. Pero nunca se hubiera imaginado que una mujer con la que tenía una vida cómoda y segura, una mujer con la que se habría casado en el acto si ella se lo hubiera permitido, quisiera abortar un hijo de ambos.

Michael le rogó que no lo hiciera. Era el hijo de ambos, ¿no?, él lo deseaba desesperadamente y no soportaba la idea de que perdiera la oportunidad de vivir. El niño no tenía por qué vivir con ellos si ella no quería. Michael podía hacer los arreglos necesarios para que se ocuparan de él en alguna otra parte. Tenía mucho dinero y podía ir a visitarlo solo, así Judith no tendría que conocerlo. Se imaginaba institutrices, escuelas caras, todo lo que él nunca había tenido. Pero lo más importante era que este bebé nonato era algo vivo, por sus pequeñas venas corría su propia sangre y no veía ninguna razón por la que tuviera que morir.

Estos comentarios horrorizaron a Judith, la hirieron profundamente. No quería ser madre aún, no era el momento. Estaba a punto de terminar el doctorado en la Universidad de Berkeley y todavía tenía que escribir la tesis. Además, su cuerpo no era un mero instrumento para parir un niño para otra persona. El impacto de tener un hijo y dárselo a alguien era más de lo que podía soportar. Se sentiría culpable durante el resto de su vida. El hecho de que Michael no comprendiera su punto de vista le dolía terriblemente. Siempre había confiado en su derecho a abortar un embarazo no deseado. Era como una red de seguridad, por así decirlo. Ahora, su libertad, su dignidad y su cordura estaban amenazadas.

Para Michael todo esto era absurdo. ¿Era mejor la muerte que el abandono? ¿Cómo podía sentirse más culpable de dar la criatura que de destruirla? Sí, ambos padres debían desear tener un hijo, pero ¿por qué uno solo tenía el derecho de decidir no traerlo al mundo? No eran pobres, no estaban enfermos, aquel hijo no era fruto de una violación. Estaban prácticamente casados, ¡y si Judith quería se podían casar en ese mismo instante! Podían ofrecerle tantas cosas a este niño… Incluso si vivía con otra gente, podían hacer mucho por él. ¿Por qué demonios tenía que morir algo tan pequeño? Y que no dijera que no era una persona, estaba camino de serlo si ella no se empeñaba en matarlo. Por el amor de Dios, ¿acaso un recién nacido no era una persona?

Al final Michael jugó su última carta. Le suplicó llorando y le prometió que si tenía aquel niño, él se lo llevaría y ella no los volvería a ver, que haría cualquier cosa a cambio y le daría todo lo que quisiera.

Judith estaba destrozada. Michael había elegido al niño en lugar de a ella, había tratado de comprar su cuerpo, su sufrimiento, ese ser que crecía en su interior. No podía seguir viviendo con él. Lo maldijo por las cosas que había dicho. Lo maldijo por su pasado, por su ignorancia y sobre todo por su sorprendente crueldad para con ella. ¿Creía que era fácil lo que ella iba a hacer? No, pero su instinto le decía que debía terminar aquel brutal proceso físico, que tenía que terminar con esa partícula de vida que nunca había buscado y que ahora se aferraba a ella, que crecía contra su voluntad y destruía el amor de Michael hacia ella y su vida en común.

Michael no podía mirarla a la cara. Si quería irse, que se fuera, es más, lo prefería. No quería saber el día ni la hora exacta en que destruiría al niño.

El terror se apoderó de él. Todo a su alrededor era gris, nada le interesaba, como si lo envolviera una oscuridad metálica y todos los colores y sensaciones hubieran palidecido. Sabía que Judith sufría, pero él no podía ayudarla. En realidad, no podía evitar odiarla.

Pensó en las monjas de la escuela que daban bofetadas a los niños; recordó la presión de los dedos de una monja que lo cogía del brazo para empujarlo a la fila; recordó la fuerza irracional, la brutalidad mezquina. Por supuesto, esto no tenía nada que ver, se dijo. Judith le importaba, era una buena persona y hacía lo que pensaba que debía hacer. Pero ahora se sentía tan impotente como se había sentido entonces, cuando las monjas vigilaban el pasillo, como monstruos con sus tocados negros y sus zapatos abotinados que taconeaban sobre el parqué brillante.

Judith se mudó mientras Michael estaba en el trabajo. La cuenta del aborto —médico y hospital de Boston— llegó una semana más tarde. Él envió el cheque y nunca más volvió a ver a Judith.

Tras todo esto, Michael se convirtió en un solitario durante mucho tiempo. El contacto erótico con desconocidas nunca le había interesado mucho, pero ahora, además, lo temía. Elegía compañía muy de vez en cuando y siempre con gran discreción. Era extremadamente cuidadoso; no quería perder otro hijo.

Además, descubrió que no podía olvidar al bebé muerto, o mejor dicho, al feto muerto. No es que se propusiera cavilar sobre la criatura —a pesar de que le había puesto hasta un nombre, Chris, cosa que nadie tenía por qué saber—, sino que empezó a ver imágenes de fetos en las películas y en los anuncios de éstas en los periódicos.

Las películas siempre habían significado mucho en su vida y fueron una parte esencial y permanente de su educación. Así, en la oscuridad de la sala caía en trance. Sentía una relación, visceral, entre lo que pasaba en la pantalla y sus propios sueños, su inconsciente, sus continuos esfuerzos por tratar de explicarse el mundo en que vivía.

Y se daba cuenta ahora de algo curioso que nadie a su alrededor mencionaba: ¿no tenían los monstruos cinematográficos actuales un notable parecido con los niños que se abortaban diariamente en las clínicas del país?

Por ejemplo, en Alien, de Ridley Scott, el pequeño monstruo salía directamente del pecho del hombre, un feto chillón que devoraba víctimas humanas y conservaba su extraña forma incluso al crecer.

¿Y en Cabeza borradora, qué? El feto fantasmal, fruto de una pareja perdida, que lloraba continuamente.

Y también en La cosa, de John Carpenter, con esas cabezas de feto chillando. Y la clásica La semilla del diablo, por el amor de Dios, y esa película tonta, Está vivo, con un bebé monstruoso que asesina al lechero cuando se enfada. La imagen era inevitable. Bebés… fetos, los veía por todas partes.

Examinaba todo aquello como solía hacer con las casas lujosas y las personas elegantes de las viejas películas de terror en blanco y negro de su juventud.

Era inútil intentar hablar de ello con sus amigos. Siempre creyeron que Judith tenía razón y nunca lo comprenderían. Las películas de terror son nuestros sueños perturbadores, pensaba, y ahora estamos obsesionados con la procreación, y como ésta no funciona, se ha vuelto contra nosotros. Si se adentraba en sus recuerdos, volvía a ver La novia de Frankenstein en el Happy Hour Theater. En aquellos tiempos, la ciencia era lo que asustaba y mucho más aún en la época en que Mary Shelley había escrito sus inspiradas visiones.

Pues no, no conseguía explicarse todo aquello. En realidad, no era un historiador ni un sociólogo y quizá ni siquiera era lo bastante inteligente. Sólo era un contratista profesional; mejor que siguiera lustrando suelos de roble y desmontando grifería de bronce.

Además, no odiaba a las mujeres. No, no las odiaba y tampoco las temía. Las mujeres eran, sencillamente, personas, y a veces personas mejores que los hombres, más amables, más buenas. En general prefería su compañía a la de los hombres. Y nunca sorprendió que, salvo en ese único caso, por lo general lo comprendieran de mejor grado que los hombres.

A medida que pasaba el tiempo, Michael perdió la esperanza de encontrar el amor que buscaba.

Pero en el mundo en que vivía muchos adultos carecían de amor. Tenía amigos, libertad, clase, riqueza, carrera, pero le faltaba aquel amor. Era indudable que esa condición de la vida moderna también valía para él.

Tenía muchos compañeros de trabajo, colegas de facultad y amigas. Iba a cumplir cuarenta y ocho años y pensaba que todavía tenía la vida por delante. Se sentía y parecía joven, igual que la gente de su edad que lo rodeaba. Y todavía tenía esas benditas pecas y las mujeres lo miraban, de eso no cabía duda. En realidad ahora las atraía más fácilmente que cuando era un joven inexperto.

A lo mejor aquella relación casual con Therese, una joven que había conocido hacía poco en un concierto, podía llegar a significar algo. Era demasiado joven, él lo sabía y estaba molesto consigo mismo por eso, pero ella lo llamaba y le decía: «¡Michael, esperaba que me llamaras! ¡De verdad me estás manipulando!» A saber lo que quería decir. Salían, iban a cenar y luego a casa de ella.

Pero ¿era sólo un amor intenso lo que Michael echaba de menos? ¿No había algo más? A veces tenía la sensación que su mundo en San Francisco ya no era de brillantes colores ocres y granates, sino más bien de un sepia opaco, y que el helado viento oceánico se había abierto camino e instalado en su sala y su cama.

Hasta las hermosas casas que restauraba le parecían en ocasiones decorados desprovistos de auténtica tradición, trampas elegantes para capturar un pasado que nunca había existido, para crear una sensación de solidez en gente que vivía minuto a minuto con un temor a la muerte que rayaba en la histeria.

Sí, pero con todo era un hombre afortunado y lo sabía. Ya llegarían momentos y cosas mejores.

Así pues ésta era la vida de Michael, una vida que a efectos prácticos había terminado aquel primero de mayo, el día en que se había ahogado y se había recuperado, perturbado, obsesionado con la vida y la muerte, incapaz de quitarse los guantes por temor a lo que pudiera ver —grandes inundaciones o imágenes sin sentido— y que percibía fuertes emociones incluso de la gente a la que no tocaba.

Habían pasado tres meses y medio desde aquel día horrible. Therese se había marchado. Sus amigos se habían marchado. Y ahora era prisionero de su casa de Liberty Street.

Había cambiado el número de teléfono y no contestaba la montaña de cartas que recibía. Tía Viv salía por la puerta trasera para comprar las pocas cosas que no podían hacerse enviar.

—No, Michael ya no vive aquí —contestaba ella con voz suave y amable a las pocas llamadas que recibían.

Él se reía cada vez que la escuchaba. Porque era verdad. Los periódicos decían que había «desaparecido». Esto también lo hacía reír. Cada diez días, más o menos, llamaba a Stacy y Jim para decirles que estaba vivo; luego colgaba. No podía culparlos de que no les importara.

Ahora, tendido en la cama, en la oscuridad, volvía a mirar en la muda pantalla del televisor las viejas imágenes familiares de Grandes esperanzas. Una fantasmal señorita Havisham, con su vestido de novia hecho jirones, hablaba con el joven Pip, interpretado por John Mills, a punto de partir a Londres.

¿Por qué perdía el tiempo? Debería estar camino de Nueva Orleans, aunque ahora estaba demasiado borracho para irse. Demasiado borracho incluso para llamar y reservar un billete de avión. Además, existía la posibilidad de que el doctor Morris lo llamara, él sabía el número secreto, ese doctor Morris a quien Michael había confiado su plan.

—Si pudiera ponerme en contacto con aquella mujer —le había dicho—, ya sabe, con la mujer del barco que me rescató. Si pudiera sacarme los guantes y cogerla de la mano mientras hablamos, bueno, quizá lograra recordar algo. ¿Sabe de lo que estoy hablando?

—Está borracho, Michael. No puedo hacerle caso.

—No se preocupe por eso. Estoy borracho y pienso seguir así, pero escuche lo que le digo. Si pudiera subir otra vez a ese barco…

—¿Sí?

—Bueno, si pudiera tumbarme otra vez sobre la cubierta y tocar las tablas de la borda con mis manos… ya sabe, las tablas sobre las que estuve echado…

—Michael, es una locura.

—Doctor Morris, llámela. Usted puede ponerse en contacto con ella. Si no quiere, dígame por lo menos cómo se llama.

—¿Qué quiere que haga, que la llame y le diga que quiere gatear por la cubierta de su barco para sentir las vibraciones mentales? Michael, ella tiene derecho a negarse, es posible que no crea en ese poder físico.

—¡Pero usted sí cree! ¡Sabe que es verdad!

—Quiero que vuelva al hospital.

Michael había colgado furioso. No, nada de agujas, ni análisis, no, gracias. El doctor Morris lo llamó muchas veces, pero los recados siempre eran iguales: «Michael, venga. Estamos preocupados por usted, queremos verlo».

Y luego, al fin, la promesa: «Michael, si deja de beber, lo intentaré. Sé dónde puede encontrar a la mujer».

Dejar de beber. Ahora, mientras yacía en la oscuridad, pensaba en ello. Buscó a tientas una lata de cerveza fría y la abrió con un chasquido. Las borracheras de cerveza eran las mejores. En cierta forma él estaba sobrio: no había echado ni un chorrito de vodka ni de whisky en la lata, ¿no? Vamos, él sabía muy bien lo que era beber alcohol de verdad.

—Come algo —dijo tía Viv.

Pero él estaba en Nueva Orleans, caminaba por esas viejas calles de Garden District, hacía calor, y ah… el perfume nocturno de los jazmines. Pensar que durante años había olvidado aquel aroma dulce y denso, y que no había visto el cielo al rojo vivo detrás de los robles que levantaban las baldosas con sus raíces. El viento frío penetraba en sus dedos desnudos.

Viento frío. Sí. Después de todo no era verano, sino invierno, el crudo invierno de Nueva Orleans, y ellos corrían para ver el último desfile de la noche de carnaval, la banda Mystic Krewe of Comus.

Qué hermoso nombre, pensó en el sueño, aunque en aquella época le había parecido algo mágico. Ahí delante, en St. Charles Avenue, vio las antorchas del desfile y oyó el repicar de los tambores que siempre lo inquietaban.

—Deprisa, Michael —dijo su madre. Casi lo empujaba. Qué oscura estaba la calle y qué frío hacía, como en el océano.

—Pero, mira, mamá. —Michael señalaba al otro lado de la verja de hierro, le tironeaba de la mano—. Ahí está el hombre del jardín.

El viejo juego. Ella diría que no había ningún hombre y luego reirían. Pero allí estaba el hombre, sí, como siempre, al fondo del jardín, de pie, debajo de las ramas desnudas del mirto. ¿Veía a Michael aquella noche? Sí, parecía que sí. Sin duda se habían mirado el uno al otro.

—Michael, no tenemos tiempo para el hombre.

—Pero, mamá, está allí, de verdad está…

La banda Mystic Krewe of Comus desfilaba, los instrumentos de viento tocaban su oscura música salvaje, las antorchas brillaban, la multitud bullía en la calle. Unos hombres enmascarados y con trajes de satén brillantes, encaramados sobre trepidantes plataformas de papel maché, arrojaban collares de vidrio y cuentas de madera. La gente se peleaba por cogerlos. Michael se agarraba de la falda de su madre. Las chucherías aterrizaban en la cuneta, a sus pies.

Camino de casa, con el carnaval muerto y enterrado, las calles llenas de basura y el aire tan frío que el aliento era vaho, Michael había vuelto a ver al hombre en la misma posición que antes; pero esta vez no se molestó en decirlo.

—Tengo que ir a casa —murmuró ahora, en sueños—, tengo que regresar.

Vio la verja de hierro de la casa de First Street, el porche lateral con su malla de alambre combada y al hombre del jardín. Qué extraño, ese hombre nunca cambiaba. Durante el último paseo que dio por aquellas calles, aquel último mes de mayo que pasó en Nueva Orleans, lo saludó con la cabeza y éste le devolvió el saludo agitando la mano.

—Sí, ve —murmuró.

Pero ¿no le darían ni una pista los que se habían acercado a él cuando estaba muerto? Sin duda comprenderían que no podía recordar. Lo ayudarían. La barrera entre la muerte y la vida está desapareciendo. Crúzala. Pero la mujer de cabello negro le dijo:

—Recuerda que puedes elegir.

—No, no he cambiado de idea, simplemente no consigo recordar.

Se incorporó. La habitación estaba a oscuras. Una mujer de cabello negro. ¿Qué llevaba en el cuello? Tenía que hacer su equipaje ahora mismo. Ir al aeropuerto. La puerta. El número trece. Comprendo.

Tía Viv cosía, sentada junto a la luz de una lámpara, lejos de la sala.

Michael tomó otro trago de cerveza y luego vació lentamente la lata.

—Por favor, ayúdame —murmuró a nadie en especial—. Por favor, ayúdame.

Dormía otra vez. Soplaba el viento. Los tambores de la Mystic Krewe of Comus lo atemorizaban. ¿Era una advertencia? Por qué no salta, le decía la pretendida ama de llaves a la pobre mujer asustada de la ventana en la película Rebeca. ¿Había cambiado la cinta? No se acordaba. Pero ahora estamos en Manderley, ¿no? Hubiera jurado que era la señorita Havisham. Y luego oía cómo le decía a Estella al oído: «Puedes romperle el corazón…» Pip también la escuchaba, y a pesar de todo se enamoraba de ella.

—Voy a reparar la casa —murmuraba él—. Deja que entre la luz. Estella, seremos felices para siempre.

Tía Viv estaba de pie, junto a él, en la oscuridad.

—Estoy borracho —le dijo.

Ella le puso una lata de cerveza fría en la mano. ¡Qué dulce!

—Dios, qué buen sabor tiene.

—Hay una persona que quiere verte.

—¿Quién? ¿Una mujer?

—Un simpático caballero de Inglaterra…

—No, tía Viv…

—Pero no es un periodista. Por lo menos dice que no lo es. Es un caballero agradable, se llama Lightner. Dice que ha venido especialmente desde Londres. Acaba de llegar de Nueva York y ha venido directo aquí.

—Ahora no. Dile que se vaya, tía Viv. Tengo que volver. Tengo que volver a Nueva Orleans. Tengo que llamar al doctor Morris. ¿Dónde está el teléfono?

Michael salió de la cama, la cabeza le daba vueltas. Se quedó quieto durante un instante hasta que se le pasó el mareo, pero no se encontraba bien, sentía sus miembros pesados. Volvió a hundirse en la cama, en sus sueños. Caminaba por la casa de la señorita Havisham. El hombre del jardín volvía a inclinarle la cabeza.

Alguien había apagado el televisor.

—Ahora duerme —dijo tía Viv.

Michael oyó sus pasos que se alejaban. ¿Estaba sonando el teléfono?

—Por favor, que alguien me ayude —dijo.