18

Eran las cinco y media de la mañana cuando Rowan se dirigió por fin al aeropuerto. Slattery conducía su Jaguar, mientras los ojos de ella, rojos y vidriosos, controlaban de modo ansioso e instintivo el tráfico. Se sentía incómoda por haber dado a otro el control del coche, pero Slattery había aceptado ocuparse del coche durante su ausencia y Rowan pensaba que debía empezar a acostumbrarse. Además, lo único que deseaba ahora era estar en Nueva Orleans. Al diablo con todo lo demás.

Su última noche en el hospital había salido más o menos según lo planeado. Había pasado varias horas haciendo una ronda con Slattery, lo presentó a los pacientes, enfermeras, internos y residentes para que la transición fuera menos dolorosa para todo el mundo. No había sido fácil. Slattery era un hombre inseguro y envidioso. Era especialmente desconsiderado hacia quienes consideraba inferiores. Pero era demasiado ambicioso para ser mal médico. Era cuidadoso y listo.

Sin embargo, a pesar de lo desagradable que le resultaba, estaba contenta de que él hubiera venido. Tenía la sensación cada vez más fuerte de que no volvería. Trató de repetirse que no había razón para semejante sensación, pero no podía quitársela de la cabeza. Una intuición especial le dijo que preparara a Slattery para reemplazarla indefinidamente; y eso era lo que había hecho.

Pero a las once de la noche, cuando tenía que salir para el aeropuerto, uno de sus pacientes —un caso de aneurisma— empezó a sufrir violentos dolores de cabeza y una súbita ceguera. No podía ser otra cosa que una nueva hemorragia. La operación estaba dispuesta para el martes siguiente, pero Rowan y Slattery tuvieron que realizarla en aquel preciso instante.

Mientras miraba la sala de operaciones, había pensado: «Ésta es la última vez. Sé que no volveré a este quirófano, aunque no sé por qué».

Al final había caído el telón habitual que la aislaba del pasado y el futuro. Había operado durante cinco horas con Slattery, negándose a permitir que él se hiciera cargo, aunque sabía que lo deseaba.

Se quedó con su paciente en recuperación durante cuarenta y cinco minutos más. No quería dejarlo. Varias veces apoyó las manos sobre los hombros del sujeto, y usó su capacidad mental para tener una imagen de lo que sucedía dentro del cerebro. ¿Lo hacía para ayudarlo o tan sólo para calmarse? No lo sabía. A pesar de todo, trataba de persuadirlo mentalmente, con más fuerza que la que había empleado jamás con nadie, murmurando incluso en voz alta que debía curarse, que la debilidad en la pared de la arteria había sido reparada.

—Que tenga larga vida, señor Benjamin —susurró.

Slattery estaba en la puerta, duchado y afeitado, listo para llevarla al aeropuerto.

—¡Vamos, Rowan, salgamos de aquí antes de que pase algo más!

Ahora, mientras salían de la autopista en dirección al aeropuerto, Rowan pensaba que Slattery era tan ambicioso como todos los médicos que había conocido. Sabía con toda certeza que la despreciaba, y sólo por las mismas y aburridas razones de siempre: porque ella era una cirujana extraordinaria, porque tenía el puesto que él ambicionaba y pronto regresaría.

Un escalofrío de extenuación le recorrió el cuerpo. Rowan se daba cuenta de que leía el pensamiento de Slattery. Si el avión se estrellaba, él se quedaría con su puesto para siempre. Le echó una mirada y sus ojos se encontraron durante un instante, vio el rubor de vergüenza que cubría el rostro del médico. Sí, sus pensamientos.

¿Cuántas veces le había sucedido lo mismo cuando estaba cansada? Quizá cuando estaba adormilada tenía la guardia baja y este maldito poder telepático podía imponerse caprichosamente y ofrecerle esta amarga información, la quisiera o no. Le hacía daño. No quería estar junto a Slattery.

Pero era una suerte que él anhelara su puesto, una suerte que él estuviera allí para ocuparlo porque así ella podía irse.

Ahora veía claramente que por mucho apego que sintiera por el Hospital Universitario, no le importaba dónde practicar la medicina. Podía hacerlo en cualquier centro bien equipado en el cual las enfermeras y los técnicos le ofrecieran el apoyo necesario.

Así pues, ¿por qué no le decía a Slattery que no iba a volver? ¿Por qué no terminaba con el conflicto que había dentro de él, para que se relajara de una vez? La razón era sencilla. No sabía por qué sentía con tanta fuerza que éste era el último adiós. Tenía que ver con Michael y con su madre, pero era una sensación puramente irracional.

Antes de que Slattery se detuviera junto al bordillo, Rowan ya había abierto la puerta. Salió del coche y se colgó el bolso.

Se sorprendió entonces mirando fijamente cómo Slattery le tendía la maleta que había sacado del maletero. Otro incómodo escalofrío volvió a recorrerle el cuerpo. Vio malicia en sus ojos. Qué noche tan horrible debió de pasar. Lo veía impaciente y era evidente que ella le caía mal. Nada en el carácter de Rowan, ni en lo personal ni en lo profesional, lo inducía a ser más amable. Simplemente, le caía mal. Rowan pudo sentirlo mientras cogía la maleta de sus manos.

—Buena suerte, Rowan —dijo, con forzada alegría. «Espero que no vuelvas».

—Slat —dijo ella—, gracias por todo. Tengo que decirte algo más. Creo que… Bueno, creo que es muy posible que no vuelva.

Slattery apenas pudo ocultar su satisfacción. Rowan casi sintió lástima de él al observar el tenso movimiento de sus labios mientras trataba de mantener una expresión neutra. Ella, en aquel momento, se sintió reconfortada, maravillosamente satisfecha.

—Es tan sólo una sensación —añadió. (¡Y una sensación maravillosa!)—. Por supuesto, se lo diré a Lark oficialmente cuando llegue el momento…

—Claro.

—No te preocupes, cuelga tus cuadros en las paredes del despacho —continuó— y disfruta el coche. Supongo que tarde o temprano lo mandaré a buscar, pero probablemente será tarde. —Saludó indiferente con la mano y enfiló hacia las puertas de cristal.

Una dulce excitación pasó sobre ella como si fuera la luz del sol. A pesar de los ojos irritados y el cansancio soñoliento, sintió que era un gran momento. En el mostrador, especificó que era un billete de primera, sólo de ida.

Se detuvo en la tienda de regalos el tiempo necesario para comprar unas gafas de sol grandes, que le parecieron de lo más sugestivas, y un libro para leer, una absurda fantasía masculina de espionaje imposible e implacable riesgo, que también pareció ligeramente sugestivo.

El New York Times decía que en Nueva Orleans hacía calor. Qué suerte haberse puesto el traje de lino; además, le gustaba cómo le quedaba. Se detuvo un rato en el lavabo para cepillarse el pelo y pintarse los labios con el pálido carmín que no había tocado durante años. Luego se puso las gafas negras.

Mientras esperaba en la silla de plástico junto a la puerta de embarque, se sintió completamente a la deriva: sin trabajo, la casa de Tiburón vacía y Slat con el coche de dos plazas de Graham camino de San Francisco. Puedes quedártelo, doctor. Nada de arrepentimientos, nada de preocupaciones. Libre.

Luego pensó en su madre, muerta y fría sobre la mesa de Lonigan e Hijos, lejos de la intervención de los bisturíes, y la vieja oscuridad se apoderó de ella a pesar de los fantasmagóricos y monótonos tubos fluorescentes y los brillantes viajeros matinales del puente aéreo, con sus maletines y sus trajes azules. Pensó en lo que Michael había dicho sobre la muerte; que era el único acontecimiento sobrenatural que la mayoría tenía ocasión de experimentar. Y pensó que era verdad.

Las lágrimas volvían a asomar a sus ojos. Qué suerte tener a mano las gafas oscuras. En el funeral habría Mayfair, un montón de Mayfair…

Se quedó dormida en cuanto se instaló en el avión.