INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR
Quinta parte
La familia Mayfair desde 1689 hasta 1990
Resumen narrado por Aaron Lightner
Tras la muerte de Petyr, Stefan Franck decidió que no se establecieran más contactos directos con las brujas Mayfair mientras él viviera. Este mismo criterio fue mantenido por sus sucesores, Martin Geller y Richard Kramer respectivamente.
Aunque muchos miembros solicitaron a la orden que se les permitiera intentar establecer contacto, la decisión de la junta de gobierno siempre fue desfavorable por unanimidad y la prohibición preventiva se mantuvo hasta entrado el siglo XX.
Sin embargo, la orden continuó sus investigaciones sobre las brujas Mayfair desde lejos.
Se recabó frecuente información de personas de la colonia, que nunca supieron las razones de las indagaciones ni el significado de la información que proporcionaban.
Métodos de investigación
Talamasca ha desarrollado a lo largo de estos siglos una completa red mundial de «observadores» que expedían recortes de periódico y comunicaban los rumores a la casa matriz. En Santo Domingo, esta tarea fue encomendada a comerciantes holandeses que consideraban que se trataba de indagaciones de corte estrictamente financiero y a otros individuos de la colonia a quienes se dijo que había personas en Europa que pagarían generosamente cualquier información sobre la familia Mayfair. En aquella época no existían investigadores profesionales comparables a los detectives privados del siglo XX. No obstante, se reunió una asombrosa cantidad de datos.
La información sobre el legado Mayfair se obtuvo subrepticia y es probable que ilegalmente, a través de funcionarios bancarios sobornados para que la revelaran. Talamasca siempre ha utilizado estos medios para recabar información, pues en años pasados no se era tan escrupuloso como en la actualidad. La excusa típica de entonces, al igual que hoy en día, era que los informes obtenidos de este modo eran estudiados por innumerables personas con diversos talentos. Nunca se hurtó correspondencia privada ni se violó domicilio ni oficina alguna de manera delictiva.
Ocasionalmente hubo pruebas de que los Mayfair sabían de nuestra existencia y observaciones. Por lo menos un observador —un francés que trabajó durante un tiempo como capataz en la plantación Mayfair de Santo Domingo— tuvo una muerte sospechosa y violenta. Esto condujo a mayor discreción y cuidado, y a una menor información en los años siguientes.
La presente narración
La historia que sigue a continuación es un resumen narrado en base a todo el material y las notas recopilados. El inventario completo de todo el material está anexado a los documentos en los archivos de Londres.
Yo comencé a familiarizarme con la historia en 1945, recién ingresado en Talamasca y antes de ocuparme directamente de las brujas Mayfair. Concluí la primera «versión completa» de este material en 1956. Desde entonces he revisado y puesto al día el material de forma continuada. Realicé una revisión completa en 1979, cuando se introdujo toda la historia, incluyendo los informes de Petyr van Abel, en el sistema informático de Talamasca. A partir de entonces, mantener toda la información al día no ha supuesto dificultad alguna.
Aaron Lightner, enero de 1989
La historia continúa
Charlotte Mayfair Fontenay vivió hasta casi los setenta y seis años de edad. Murió en 1743, dejando cinco hijos y diecisiete nietos. Maye Faire fue durante toda su vida la plantación más próspera de Santo Domingo. Varios de sus nietos regresaron a Francia, y los descendientes de éstos perecieron en la Revolución de finales de siglo.
El primogénito de Charlotte, hijo de su marido Antoine, no heredó la enfermedad de su padre. Fue un hombre sano, se casó y tuvo siete hijos; sin embargo, la plantación llamada Maye Faire pasó a él sólo nominalmente. La auténtica heredera fue en realidad Jeanne Louise, que nació nueve meses después de la muerte de Petyr.
Antoine Fontenay III se mantuvo durante toda su vida en segundo plano respecto a Jeanne Louise y su hermano gemelo Peter, a quien nunca llamaron por la versión francesa de su nombre, Pierre. Existe una ligera duda acerca de si éstos eran los hijos de Petyr van Abel. Ambos, Jeanne Louise y Peter, eran de tez blanca, cabello castaño claro y ojos claros.
Charlotte tuvo otros dos hijos antes de la muerte de su marido inválido. Las habladurías de las colonias atribuyeron la paternidad a dos individuos diferentes. Ambos muchachos llegaron a adultos, luego emigraron a Francia y usaron el apellido Fontenay.
Jeanne Louise fue la única que llevó el apellido Mayfair en todos los documentos oficiales, y aunque se casó con un joven bebedor y disoluto, su compañero de toda la vida fue su hermano Peter, que se quedó soltero y murió en 1771, sólo unas horas antes que su hermana.
Nadie cuestionó la legalidad del uso del apellido Mayfair; todo el mundo aceptó su explicación de que se trataba de una costumbre familiar. Más adelante, Angélique, su única hija, haría lo mismo.
Charlotte llevó la esmeralda que le había dado su madre hasta el día de su muerte. A partir de entonces fue Jeanne Louise quien la usó. Pasó luego a su quinta hija, Angélique, nacida en 1725. Cuando nació su hija, el esposo de Jeanne Louise estaba loco y había sido confinado en «una pequeña casa» de la propiedad, que por las descripciones parece ser la misma en la que había estado preso Petyr años antes.
Es dudoso que este hombre haya sido el padre de Angélique. Parece razonable, aunque en modo alguno seguro, que Angélique fuera hija de Jeanne Louise y su hermano Peter.
Angélique lo llamaba «papá» delante de todo el mundo y, según decían los criados creía que Peter era su padre, puesto que nunca había conocido al loco de la casita, encerrado y encadenado durante sus últimos años como una bestia salvaje. Es importante señalar que aquellos que conocían a la familia no consideraban cruel ni extraño el tratamiento que recibía el loco.
También se rumoreaba que Jeanne Louise y Peter compartían una suite con dormitorios y salones contiguos, que había sido añadida a la vieja casa de la plantación poco después de la boda de la primera.
Fueran cuales fuesen los rumores sobre los hábitos secretos de la familia, Jeanne Louise ejercía la misma autoridad sobre todo el mundo que Charlotte y dominaba a sus esclavos mediante una enorme generosidad y una atención personal en un período famoso precisamente por lo contrario.
Se describe a Jeanne Louise como una mujer de una belleza excepcional, muy admirada y cortejada. Nunca se la consideró un ser malvado, siniestro, ni una bruja. Aquellas personas con las que Talamasca se puso en contacto durante su vida, ignoraban los orígenes europeos de la familia.
Los esclavos fugitivos solían ir a ver a Jeanne Louise para implorarle que intercediera ante sus crueles amos. A menudo compraba a estos desdichados y se granjeaba una lealtad inquebrantable. En Maye Faire ella era la ley, y ejecutó a más de un esclavo por traición. Sin embargo, la buena voluntad de los esclavos para con ella era ampliamente conocida.
Angélique era su hija favorita, y ésta a su vez tenía devoción por su abuela Charlotte, a quien acompañaba en el momento de su muerte.
Una tormenta terrible azotó Maye Faire la noche de la muerte de esta última, que no amainó hasta el amanecer, momento en el cual se encontró muerto a uno de los hermanos de Angélique.
Angélique se casó en 1755 con un hacendado muy guapo y rico llamado Vincent St. Christophe. Cinco años más tarde dio a luz a Marie Claudette Mayfair, que más tarde casó con Henri Marie Landry, y fue la primera bruja Mayfair que llegó a Luisiana.
Marie Claudette era increíblemente hermosa, había heredado la belleza de su padre y de su madre. Tenía el cabello muy oscuro, los ojos azules y era extremadamente menuda y delicada.
Su marido, Henri Marie Landry, también era un hombre bien parecido. De hecho, en aquel entonces se decía que los miembros de la familia siempre se casaban por belleza, nunca por dinero ni amor.
Lo que caracteriza a la familia durante la vida de Charlotte, Jeanne Louise, Angélique y Marie Claudette es la respetabilidad, la riqueza y el poder. La riqueza de los Mayfair era legendaria en el Caribe y las personas que entraban en disputas con ellos topaban con frecuencia con una violencia que daba lugar a habladurías. Se decía que pelear con los Mayfair traía «mala suerte».
Los esclavos consideraban a Charlotte, Jeanne Louise, Angélique y Marie Claudette hechiceras poderosas. Iban a verlas para que los curaran y pensaban que ellas lo «sabían» todo.
Pero hay pocas pruebas de que, aparte de los esclavos, los demás tomaran en serio estas historias, ni que las brujas Mayfair inspiraran sospechas o miedo «irracional» entre sus semejantes. La preeminencia de la familia se mantuvo sin oposición alguna. La gente rivalizaba para que la invitaran a Maye Faire. La familia recibía a menudo y con todo lujo. Tanto los hombres como las mujeres estaban muy solicitados en el mercado matrimonial.
Los hombres de la familia nunca intentaron reclamar la plantación ni controlar el dinero, pese a que la ley francesa los autorizaba a ello. Por el contrario, solían aceptar el dominio de las mujeres elegidas. Tanto los informes financieros como las habladurías señalaban que eran enormemente ricos.
Durante todo este período la familia fue católica y hacía generosas donaciones a la iglesia de Santo Domingo. Un hijo de Pierre Fontenay, el cuñado de Charlotte, se hizo cura. Otras dos mujeres de la familia se hicieron monjas carmelitas. Una de ellas fue ejecutada durante la Revolución Francesa, junto con todas las hermanas de su comunidad.
El dinero de la familia colonial —durante todos esos años en los que el café, el azúcar y el tabaco que producían entraban a raudales en Europa y Norteamérica— se depositaba por lo general en bancos extranjeros. El nivel de riqueza era enorme, incluso para los multimillonarios de la Hispaniola, y la familia parecía poseer desde siempre cantidades fantásticas de oro y joyas. No es algo típico en una familia de hacendados, cuyas riquezas suelen estar ligadas a la tierra y fácilmente expuestas a la ruina. Como consecuencia, los Mayfair sobrevivieron a la revolución haitiana con enorme prosperidad, aunque perdieron irremediablemente todas las tierras que poseían en la isla.
Fue Marie Claudette la que estableció el legado Mayfair en 1789, justo antes de que la revolución los obligara a dejar Santo Domingo. Para entonces sus padres ya habían muerto. Más adelante, una vez instalada en Luisiana, acrecentó y mejoró la fortuna transfiriendo buena parte de su dinero de bancos de Holanda y Roma a bancos de Londres y Nueva York.
El legado
El legado consiste en una serie de disposiciones semilegales inmensamente complicadas, realizadas sobre todo a través de los bancos donde está depositado el dinero, que establecen un patrimonio que no puede ser manipulado en función de las leyes de herencia de ningún país. En esencia, concentra la mayor parte de los bienes y propiedades de los Mayfair en manos de una sola persona en cada generación. La heredera de esta fortuna es designada por la beneficiaria viva; en caso de que la beneficiaria anterior muera sin haber designado heredera, los bienes van a parar a la hija mayor. El legado pasa a un hombre sólo si no hay descendencia femenina. Sin embargo, la beneficiaria, si lo desea, puede designar a un hombre.
Que Talamasca sepa, nunca ha muerto ninguna beneficiaria sin designar heredera, y el legado nunca ha pasado a ningún hijo varón. Rowan Mayfair, la más joven de las brujas Mayfair, fue designada por su madre, Deirdre, el día de su nacimiento. Esta última fue designada a su vez por Antha, que a su vez había sido designada por Stella, y así sucesivamente. El legado también proporciona enormes beneficios a los otros hijos de la beneficiaria (los hermanos de la heredera) en cada generación. La cantidad para las mujeres suele ser el doble que para los hombres. Sin embargo, ningún miembro de la familia puede heredar a no ser que use el apellido Mayfair, pública y privadamente. En los lugares en que las leyes prohibían al heredero usar legalmente el apellido, se utilizó a pesar de todo de forma habitual sin que fuera impugnado mediante la ley.
El legado original también contiene complejas disposiciones para los Mayfair pobres que pidan ayuda, siempre que hayan usado el apellido durante toda su vida y sean descendientes de personas que también lo hubieran usado. La beneficiaria puede dejar hasta el diez por ciento del legado a otros Mayfair que no sean hijos suyos, pero siempre que lleven el apellido; en caso contrario, la cláusula del testamento se considera nula y se invalida.
Durante el siglo XX numerosos primos han recibido dinero del legado, principalmente de Mary Beth Mayfair y su hija Stella, pero también de Deirdre, cuyos bienes eran administrados por Cortland Mayfair. En la actualidad, muchos de ellos son ricos, ya que la donación con frecuencia se realizaba en inversiones o empresas a las que la beneficiaria o su administrador daban el visto bueno.
Talamasca, en la actualidad, sabe de la existencia de unos quinientos cincuenta descendientes que llevan el apellido Mayfair, unos ciento cincuenta de ellos conocen el núcleo central de la familia de Nueva Orleans y saben algo del legado, a pesar que los separan muchas generaciones de la herencia original.
Los descendientes
Talamasca ha investigado a numerosos descendientes y ha descubierto que entre ellos es común la existencia de leves poderes psíquicos. Algunos exhiben poderes psíquicos excepcionales. También es común referirse a las antepasadas de Santo Domingo como «brujas» y decir que eran «adoradoras del diablo», que habían vendido el alma a cambio de hacer rica a la familia.
Estas historias se cuentan sin mayor trascendencia y a menudo con humor, o con sorpresa y curiosidad, y muchos de los descendientes —con los cuales Talamasca ha establecido un contacto limitado— en realidad no saben nada en concreto sobre la historia de la familia, aunque bromean con afirmaciones tales como: «nuestras antepasadas en Europa fueron quemadas en la hoguera» o «tenemos una larga historia de brujería».
Entre estas personas, las historias relacionadas con la visión de fantasmas, las premoniciones, «recibir llamadas de la muerte» o poseer ligeras capacidades telequinéticas no son en absoluto inhabituales. Algunos Mayfair que casi no saben nada de la familia de Nueva Orleans se han visto involucrados en no menos de diez historias diferentes de fantasmas que se relatan en libros publicados. Tres parientes lejanos han demostrado enormes poderes, aunque no existen pruebas de que los comprendan o los utilicen para algún fin determinado. Por lo que sabemos, estas personas no tienen ningún contacto con las brujas, el legado, la esmeralda ni el Impulsor.
Se dice también que todos los Mayfair «perciben» la muerte de la beneficiaria del legado.
Los descendientes de la familia temen a Carlotta Mayfair, la tutora de Deirdre Mayfair, la presente beneficiaria, y la consideran una «bruja», pero parece que en este caso la expresión se refiere más bien al significado vernacular del término con que se designa a una mujer desagradable, que a nada relacionado con lo sobrenatural.
Resumen del material referente a la época de Santo Domingo
Al hacer una valoración de la familia en el siglo XVII ha de afirmarse que se caracteriza por la fortaleza, el éxito, la riqueza, la longevidad y las relaciones duraderas. Las brujas de aquella época debían de ser consideradas personas de enorme éxito. Se puede suponer con certeza que controlaban al Impulsor a su entera satisfacción. Sin embargo, honestamente no sabemos si es verdad o no. Simplemente no tenemos pruebas de lo contrario. No hay observaciones del Impulsor, ni evidencias de tragedias en la familia.
Los accidentes que tuvieron los enemigos de la familia, la permanente acumulación de joyas y oro de los Mayfair, y las innumerables historias que contaban los esclavos sobre la omnipotencia e infalibilidad de sus amas, constituyen las únicas pruebas de intervención sobrenatural; y ninguna de éstas es auténticamente fiable.
La familia Mayfair en Luisiana durante el siglo XIX
Algunos días antes de la revolución de Haití (la única rebelión de esclavos victoriosa de la historia), Marie Claudette fue advertida por sus esclavos de que su familia iba a ser masacrada. Ella y sus hijos, su hermano Lestan con su mujer y sus hijos, su tío Maurice con sus dos hijos y las respectivas mujeres y niños, escaparon con aparente calma y una sorprendente cantidad de pertenencias personales, una auténtica caravana de carretas que se dirigieron desde Maye Faire al puerto más cercano. Unos cincuenta esclavos personales de Marie Claudette, la mitad de los cuales eran mulatos y algunos de ellos indudable progenie de los hombres Mayfair, fueron a Luisiana con la familia.
Casi desde el comienzo de su llegada a Luisiana, Talamasca pudo obtener información sobre las brujas Mayfair.
Una de las causas fue que la familia parecía haberse tornado más «visible» a los ojos de la gente. Arrancados de su posición de aislamiento casi feudal de Santo Domingo, tuvieron que entrar en contacto con innumerables personas nuevas, incluyendo comerciantes, sacerdotes, tratantes de esclavos, agentes y funcionarios coloniales entre otros. La riqueza de los Mayfair, así como su súbita entrada en escena, por así decirlo, despertó inmensa curiosidad.
Los cambios del siglo XIX también contribuyeron inevitablemente a un aumento de información. El desarrollo de los diarios y periódicos, la progresiva costumbre de llevar registros detallados, la invención de la fotografía, todo ello contribuyó a compilar una historia anecdótica más minuciosa de la familia.
El desarrollo de Nueva Orleans como ciudad portuaria, próspera y pujante creó, efectivamente, un entorno en el que había decenas de personas a quienes se podía interrogar sobre los Mayfair, sin que nadie advirtiera la presencia de nuestros investigadores ni la nuestra.
Así pues, lo que debemos tener en cuenta mientras estudiamos la evolución de la historia de la familia es que aunque los Mayfair parezcan haber cambiado radicalmente durante el siglo XIX, es posible que no hayan cambiado en absoluto. Lo único que realmente cambió fueron nuestros métodos de investigación. Nos enteramos mejor de lo que ocurría dentro de la casa.
Las brujas del siglo XIX —con excepción de Mary Beth Mayfair, que no nació hasta 1873—, cualesquiera que sean las razones, parecían mucho más débiles que las que habían dirigido la familia durante la época de Santo Domingo. Podemos considerar que la decadencia de las brujas Mayfair, que tan notable se hizo en el siglo XX, empezó, según nuestras pruebas incompletas, después de la guerra civil. Pero el cuadro, como veremos, es bastante más complicado.
En términos generales, el cambio de costumbres y de siglo puede haber influido significativamente en la decadencia de las brujas. Es decir, mientras la familia era cada vez menos aristocrática y feudal y más «civilizada» y «burguesa», es posible que sus miembros se sintieran confusos e inhibidos con respecto a su herencia y poderes.
La psiquiatría moderna también parece haber jugado un papel importante en la inhibición y confusión de las brujas Mayfair. Ya entraremos en este terreno más detalladamente cuando nos ocupemos de la familia durante el siglo XX.
Pero, básicamente, todo esto son especulaciones. Ni siquiera en el siglo XX, cuando la orden volvió a establecer contacto directo con las brujas Mayfair, conseguimos aprender tanto como esperábamos.
Teniendo en cuenta todo esto…
La historia continúa…
Marie Claudette, a su llegada a Nueva Orleans, instaló a su familia en una casa grande de la Rue Dumaine y compró inmediatamente una enorme plantación en Riverbend, al sur de la ciudad, donde mandó construir una casa más grande y lujosa que su contrapartida de Santo Domingo. La hacienda se llamaba La Victoire de Riverbend, aunque más tarde todos la conocerían simplemente por Riverbend. Una crecida del río se la llevó en 1896; a pesar de todo, gran parte de las tierras todavía son propiedad de los Mayfair y actualmente hay en el lugar una refinería de petróleo.
Maurice Mayfair, tío de Marie Claudette, vivió toda su vida en la plantación, pero sus dos hijos compraron por su cuenta haciendas adyacentes, donde vivieron en contacto muy cercano con la familia de Marie Claudette. Algunos descendientes de éstos vivieron allí hasta 1890, y muchos otros se trasladaron a Nueva Orleans. Pasaron a formar parte del número siempre en aumento de «primos», que sería un elemento constante de la vida de los Mayfair en los siguientes cien años.
Hay muchos dibujos de la casa de la plantación y hasta varias fotografías en viejos libros imposibles de conseguir hoy en día. Era grande incluso para la época, precursora del ostentoso estilo renacentista griego. Se trataba de una simple estructura colonial, con columnas redondas sin adornos, techo inclinado, galerías, bastante parecida a la casa de Santo Domingo. Tenía dos vestíbulos divididos por pasillos que los cruzaban de norte a sur y de este a oeste; una planta baja y un primer piso alto y espacioso.
Marie Claudette tuvo el mismo éxito en Luisiana que ella y sus antepasados habían tenido en Santo Domingo. Volvió a dedicarse al azúcar, pero abandonó el cultivo de café y tabaco. Compró dos haciendas más pequeñas para cada uno de los hijos de Lestan e hizo costosos regalos a los hijos de éstos y a los hijos de los hijos.
La familia, desde el principio, fue considerada con respeto y desconfianza. Marie Claudette asustaba a la gente, entró en innumerables disputas para establecer sus negocios en Luisiana y no dudaba en amenazar a cualquiera que se interpusiera en su camino. Compró gran cantidad de esclavos para que trabajaran en sus campos y, siguiendo la tradición de la familia, los trató siempre muy bien. Sin embargo, no trataba de igual modo a los comerciantes y echó a más de uno de su propiedad a latigazos alegando que habían tratado de engañarla.
Al cabo de poco tiempo, los esclavos de sus tierras empezaron a comentar que era una hechicera, que era imposible engañarla, que podía echar «mal de ojo» y que tenía un demonio a su disposición para perseguir a cualquiera que se le opusiera. Su hermano Lestan caía mejor y aparentemente se llevó bien desde el principio con los terratenientes de la región, bebedores y jugadores.
Henri Marie Landry, el marido de Marie Claudette, parece haber sido un individuo agradable, aunque bastante pasivo, que lo dejó absolutamente todo por su esposa. Leía revistas de botánica que recibía de Europa, coleccionaba flores raras de todo el sur y tenía un jardín enorme en Riverbend.
Murió en su cama, en 1824, tras recibir los santos sacramentos.
En 1799, Marie Claudette dio a luz al último de sus hijos, Marguerite, quien más adelante se convertiría en la designada para el legado y que viviría bajo la sombra de su madre hasta la muerte de ésta, en 1831.
Hubo muchas habladurías sobre la vida familiar de Marie Claudette. Decían que su hija mayor, Claire Marie, era débil mental y contaban que vagaba en camisón y decía cosas extrañas, aunque a menudo muy agradables, a la gente. Veía fantasmas y hablaba con ellos todo el tiempo, a veces incluso en medio de la cena, delante de asombrados visitantes.
Al único hijo de Marie Claudette, Pierre, nunca se le permitió casarse. Se enamoró dos veces, pero ambas cedió ante su madre cuando ésta se opuso a la boda. Su segunda «prometida secreta» trató de quitarse la vida cuando Pierre la rechazó. Después de este episodio raramente salía, aunque a menudo se lo veía en compañía de su madre.
Pierre, para los esclavos, era una especie de doctor, los curaba con pócimas y remedios diversos. Llegó incluso a estudiar medicina con un viejo médico borracho de Nueva Orleans. Pero no sacó nada de ello. También era aficionado a la botánica, pasaba mucho tiempo trabajando en el jardín y haciendo dibujos de flores.
No fue ningún secreto que alrededor de 1820 Pierre empezara una relación con una mulata, una joven exquisita, que, según las habladurías, podría haber pasado por blanca. Tuvo dos hijos con ella, una muchacha que marchó al norte y pasó por blanca y un hijo, François, nacido en 1825, que se quedó en Luisiana y más adelante se ocupó de gran parte del papeleo de la familia en Nueva Orleans. Un oficinista agradable, a quien los Mayfair blancos cogieron cariño, especialmente los hombres que iban a la ciudad a dirigir los negocios.
Aparentemente, toda la familia adoraba a Marguerite. Cuando tenía diez años fue retratada con la famosa esmeralda al cuello. En 1927, el cuadro colgaba de la pared en la casa de First Street de Nueva Orleans.
Marguerite era de complexión delicada, cabello oscuro y ojos negros, ligeramente rasgados. La consideraban una belleza. Sus niñeras, a quienes les encantaba cepillar su cabellera rizada, la llamaban la Pequeña Gitana. A diferencia de su hermana débil mental y de su dócil hermano, ella tenía un temperamento fuerte y violento y un humor imprevisible.
A los veinte años, y contra los deseos de Marie Claudette, se casó con Tyrone Clifford McNamara, un cantante de ópera (y otro hombre «extremadamente guapo»), carente de todo sentido práctico. Era una estrella que viajaba por todo Estados Unidos: Nueva York, Boston, Saint Louis y otras ciudades. Durante una de esas giras, Marguerite regresó de Nueva Orleans a Riverbend y su madre la acogió una vez más. En 1827 y 1828 dio a luz dos niños, Rémy y Julien. McNamara visitaba la plantación con frecuencia, pero sólo por breves períodos. En Nueva York, Boston, Baltimore y otros lugares donde se presentaba, tenía fama de mujeriego, bebedor y pendenciero; a pesar de todo, era un tenor irlandés muy popular y llenaba los teatros adondequiera que fuese.
En 1829, Tyrone Clifford McNamara y una irlandesa, presumiblemente su amante, fueron hallados muertos a causa de un incendio en una pequeña casa del Barrio Francés que McNamara había comprado a la mujer. Los informes de la policía y las noticias de los periódicos indicaron que habían muerto asfixiados por el humo cuando trataban en vano de escapar.
Este incendio provocó numerosos rumores en Nueva Orleans. Talamasca en aquella época consiguió más información personal sobre la familia que nunca.
Un comerciante del Barrio Francés le explicó a uno de nuestros «testigos» que Marguerite había mandado al diablo para que se ocupara de «esos dos» y que sabía más de vudú que cualquier negro de Luisiana. También se decía que tenía un altar vudú en su casa, preparaba ungüentos y pócimas para curar y para el amor, e iba a todas partes acompañada por dos hermosas mulatas, Marie y Virginie, y un cochero, también mulato, llamado Octavius.
En aquellos tiempos, Marie Claudette todavía vivía, pero raramente salía. Contaban que le había enseñado a su hija toda la magia negra que había aprendido en Haití. La que llamaba la atención en todas partes era Marguerite, especialmente si se tiene en cuenta que su hermano vivía una vida bastante respetable y era muy discreto en lo referente a su amante mulata; los hijos del tío Lestan también llevaban una vida muy formal y todo el mundo los quería.
Al llegar a los treinta años, Marguerite ya se había convertido en una figura enjuta que por una razón u otra inspiraba miedo; solía ir despeinada, tenía ojos brillantes y se echaba a reír de repente con una risa desconcertante. Siempre llevaba la esmeralda Mayfair.
Recibía en Riverbend a los comerciantes, agentes y huéspedes en un enorme estudio cubierto de libros, lleno de cosas horribles y desagradables: calaveras, animales de pantano disecados, cabezas de animales cazados en safaris africanos, alfombras de pieles. Tenía muchas botellas y frascos misteriosos, y había quienes afirmaban haber visto trozos de cuerpos humanos dentro. Tenía fama de coleccionista ávida de chucherías y amuletos hechos por los esclavos, especialmente por aquellos que acababan de llegar de África.
En aquella época se dieron varios casos de «posesión» entre sus esclavos; como consecuencia, varios testigos, esclavos también, huyeron y varios sacerdotes fueron a la plantación. En todos los casos se encadenó a la víctima y se la exorcizó sin éxito.
Circulaban rumores de que los esclavos poseídos estaban encadenados en la buhardilla, pero las autoridades locales nunca iniciaron investigación alguna.
Por lo menos cuatro testigos diferentes mencionan el «misterioso amante de cabello oscuro», un hombre al que sus esclavos habían visto en sus aposentos privados, en la suite del hotel St. Louis —donde se hospedaba en Nueva Orleans— y en su palco de la Ópera Francesa. Muchos chismes rodearon la historia de este amante o acompañante. La misteriosa manera en que llegaba y se marchaba intrigaba a todo el mundo.
«Ahora lo ves y al cabo de un minuto ya no está», decían.
Ésta es la primera mención del Impulsor en más de cien años.
Marguerite se casó casi inmediatamente después de la muerte de Tyrone Clifford McNamara con un jugador de los casinos flotantes, alto, arruinado, llamado Arlington Kerr, que desapareció del mapa seis meses después de la boda. No se sabe casi nada de él, salvo que era «bello como una mujer», bebedor, y que jugaba a las cartas hasta el amanecer con algunos invitados y con el cochero mulato. Vale la pena señalar que fue más lo que se oyó sobre él que lo que se vio. Sería interesante especular con la posibilidad de que quizá no haya existido nunca.
Sin embargo, él fue legalmente el padre de Katherine Mayfair, nacida en 1830, que se convierte en la siguiente beneficiaria del legado y la primera de las brujas Mayfair que no conoce a su abuela, puesto que Marie Claudette muere al cabo de un año.
Los esclavos a uno y otro lado del río decían que Marguerite había asesinado a Arlington Kerr y puesto su cuerpo cortado a trozos en los frascos; pero nadie investigó esta historia. La familia explicó que Arlington no podía adaptarse a la vida de los hacendados y se había marchado arruinado, tal como había llegado. Según Marguerite, se había quitado un peso de encima.
A sus veinte años, era famosa por asistir a los bailes de los esclavos e incluso bailar con ellos. Sin duda poseía el poder Mayfair de curar y asistía regularmente los partos. Pero con el tiempo la acusaron de robar los bebés de sus esclavas. Fue la primera bruja Mayfair a quien los esclavos no sólo temían sino que llegaron a aborrecer.
A los treinta y cinco años dejó de dirigir la plantación y la puso en manos de su primo Augustin, hijo de su tío Lestan, que demostró ser un administrador más que eficiente.
A los cuarenta, Marguerite estaba hecha «una facha», según los observadores, aunque podría haber sido una mujer bien parecida si se hubiera molestado en recogerse el pelo y dedicar algo de atención a su ropa.
Julien, su hijo mayor, empezó a ocuparse de la plantación a los quince años, junto con Augustin, hasta que poco a poco pasó a dirigirla solo. Durante la cena en la que se celebraba su decimoctavo cumpleaños, ocurrió un desgraciado «accidente» con una pistola nueva. El «pobre tío Augustin» recibió un tiro en la cabeza disparado por Julien.
Es posible que haya sido de verdad un accidente, puesto que después del suceso todos los informes indican que Julien estaba «postrado de dolor». Más de un informe coincide en que ambos forcejeaban con el arma cuando ocurrió el accidente. Otra versión sostiene que Julien había puesto en tela de juicio la honestidad de Augustin, y éste había amenazado con volarse la tapa de los sesos, por lo que Julien trató de detenerlo. Una última versión indica que Augustin había acusado a Julien de haber cometido un «crimen contra natura» con otro muchacho, tras lo cual ambos empezaron a reñir; Augustin sacó la pistola y Julien trató de quitársela.
Pero fuera como fuese, no se acusó a nadie de la muerte y Julien se convirtió en el jefe indiscutible de la plantación. Incluso a la tierna edad de quince años, ya había demostrado ser apto para ello. Restableció el orden entre los esclavos y en los siguientes diez años la finca dobló la producción. A pesar de que la heredera del legado fuera su hermana menor Katherine, él fue el auténtico jefe durante toda su vida.
Marguerite pasó las últimas décadas de su muy larga vida leyendo sin cesar en aquella biblioteca llena de cosas horribles y desagradables. Siempre hablaba sola, solía plantarse delante de los espejos y tener largas conversaciones en inglés con su imagen. También acostumbraba a hablar largamente con sus plantas, muchas de las cuales eran todavía del jardín original que había hecho su padre, Henri Marie Landry.
Los esclavos llegaron a odiarla tanto que ni se le acercaban, salvo sus mulatas Marie y Virginie, y se decía que a esta última la maltrató un poco durante sus últimos años.
En 1859, una fugitiva le dijo al párroco que Marguerite le había robado su bebé y que lo había cortado en trozos para dárselo al diablo. El cura lo comunicó a las autoridades locales y hubo investigaciones. Pero Julien y Katherine, a quienes todo el mundo admiraba y tenía gran cariño, pues dirigían Riverbend con eficiencia, explicaron que la esclava había parido un hijo moribundo, que no hubo bebé por así decirlo, pero que había sido bautizado y enterrado como era debido.
A pesar de todo, Rémy, Julien y Katherine crecieron aparentemente felices y rodeados de lujos, disfrutando de todo lo que Nueva Orleans en su apogeo de preguerra tenía para ofrecer, incluyendo teatro, ópera e incesantes fiestas privadas.
A menudo iban los tres juntos a la ciudad, con una gobernanta mulata que los cuidaba, y se alojaban en una lujosa suite del hotel St. Louis. Antes de regresar al campo hacían compras en todas las tiendas elegantes. Se cuenta una historia bastante sorprendente de Katherine en aquella época; parece ser que quiso ver los famosos bailes donde las jóvenes mestizas bailaban con sus galanes blancos. Así pues, fue con su doncella mulata, hizo que ésta la presentara como si ella también fuera mulata y engañó a todo el mundo. Tenía el cabello muy oscuro, los ojos negros y la piel muy blanca; no parecía africana en lo más mínimo, pero muchas mulatas tampoco lo parecían.
Esta historia conmocionó a los miembros de la clase más conservadora. Los jóvenes blancos que habían bailado con ella creyendo que era una chica «de color», se sentían humillados e indignados. A Katherine, Rémy y Julien les parecía una anécdota divertida. Este último se batió en duelo por lo menos una vez por esta causa, y dejó malherido a su oponente.
En 1857, cuando Katherine tenía diecisiete años, ella y sus hermanos compraron un terreno en First Street, en Garden District de Nueva Orleans, y contrataron al arquitecto irlandés Darcy Monahan para que construyera la casa que en la actualidad acoge a la familia Mayfair. Es muy probable que la compra fuera idea de Julien, que deseaba una residencia permanente en la ciudad.
Así las cosas, Katherine y Darcy Monahan se enamoraron profundamente; Julien demostró ser enfermizamente celoso de su hermana al no permitir que ésta se casara tan joven. Estalló a continuación una terrible pelea familiar. Julien se fue de la mansión de Riverbend y pasó un tiempo en una casa del Barrio Francés con un acompañante del que sabemos muy poco, excepto que era de Nueva York y se rumoreaba que era muy guapo y aficionado a Julien de tal manera que hizo que la gente empezara a murmurar que eran amantes.
Katherine se escabulló a Nueva Orleans para estar a solas con Darcy Monahan en la casa de First Street, todavía sin terminar, y allí, en habitaciones sin techos o en el jardín salvaje, se juraron fidelidad. Julien estaba cada vez más desolado y enfadado, y continuaba oponiéndose. Imploró a su madre, Marguerite, que interviniera, pero ésta no mostró ningún interés por la cuestión.
Al final, Katherine amenazó con huir si no consentían a sus deseos. Marguerite dio su permiso oficial y la boda se celebró en una pequeña iglesia. En el daguerrotipo tomado después de la ceremonia se ve a Katherine con la esmeralda.
Katherine y Darcy se trasladaron a la casa de First Street en 1858, y Monahan se convirtió en el arquitecto de moda de los barrios altos de Nueva Orleans. Muchos testigos de la época mencionan la belleza de Katherine, el encanto de Darcy y lo divertidos que eran los bailes que daban en su nueva casa.
Katherine dio a luz un niño, llamado Clay, en 1859. Luego tuvo otros tres hijos que murieron en su primera infancia. Más tarde, en 1865, nació otro varón llamado Vincent, y dos hijos más que también murieron muy pequeños.
Decía que la pérdida de estos hijos le destrozó el corazón, que ella se lo tomó como un castigo divino y que la muchacha alegre y entusiasta se convirtió en una mujer introvertida y turbada. A pesar de todo, la vida con Darcy parece que fue fructífera y satisfactoria. Lo amaba e hizo todo cuanto estuvo en sus manos para apoyarlo en sus diversas empresas constructoras.
Debemos mencionar aquí que la guerra civil no hizo mella en la fortuna de la familia Mayfair. Nueva Orleans fue tomada y ocupada muy pronto, y nunca fue expoliada ni quemada. Además, los Mayfair tenían muchísimo dinero invertido en Europa, tanto que las cíclicas alzas y depresiones de la economía de Luisiana no afectaron su patrimonio.
Esta vida alegre llegó a su fin cuando murió Darcy, en 1871, de fiebre amarilla. Katherine, con el corazón destrozado y medio loca, le rogó a Julien que fuera a vivir con ella. Éste, en aquella época, vivía en el piso del Barrio Francés y acudió de inmediato a su llamada. Era la primera vez que entraba en la casa de First Street desde que se había terminado su construcción.
Julien pasaba día y noche con Katherine, mientras los criados se ocupaban de los abandonados niños. Dormía con ella en el cuarto principal del ala norte de la casa, encima de la biblioteca, y hasta la gente que pasaba por la calle oía a Katherine llorando continuamente por la muerte de Darcy y de sus hijos.
Trató de quitarse dos veces la vida con veneno. Los criados contaban historias de doctores que corrían a la casa, le daban antídotos y la hacían andar, puesto que estaba semiconsciente y a punto de desmayarse, y de un Julien enloquecido que no podía contener las lágrimas mientras esperaba.
Finalmente, Julien se llevó a Katherine y los dos niños de nuevo a Riverbend. Allí dio a luz a Mary Beth Mayfair en 1872, que fue bautizada e inscrita como hija de Darcy Monahan, aunque parece bastante improbable que fuera hija suya, ya que nació diez meses y medio después de su muerte. Casi con toda seguridad, Julien era el padre de Mary Beth.
Era del dominio público que Julien y Katherine dormían en la misma cama con las puertas de la habitación cerradas y que ella no pudo tener ningún amante tras la muerte de Darcy, pues no salió ni una sola vez, salvo para regresar a la plantación.
Esta historia circulaba entre los sirvientes, pero parece que nunca llegó a conocerse ni aceptarse entre los pares de los Mayfair.
Katherine no sólo era completamente respetable a todos los niveles, sino además enormemente rica, generosa y muy apreciada. Con frecuencia solía dar dinero a los familiares y amigos que la guerra había arruinado. Sus intentos de suicidio habían despertado únicamente compasión y la vieja historia del baile de las mulatas se había borrado completamente de la memoria pública. Por otra parte, la influencia financiera de la familia era de tan largo alcance, en aquella época, que se convirtió en algo casi inconmensurable. Julien era muy popular en la sociedad de Nueva Orleans. Las habladurías cesaron pronto, y es más que dudoso que hayan tenido influencia alguna en la vida pública o privada de los Mayfair.
En 1872, Katherine todavía era descrita como una mujer bella a los ojos de los demás, a pesar de que había encanecido prematuramente. Se decía que su trato abierto y confiado conquistaba fácilmente a la gente. Un ferrotipo de la época, simpático y muy bien conservado, la muestra sentada en una silla, con el bebé dormido en su regazo y los dos niños al lado. Parece sana y serena, una mujer atractiva con un rasgo de tristeza en la mirada. En el retrato no lleva la esmeralda.
Mientras Mary Beth y sus hermanos mayores, Clay y Vincent, se criaban en el campo, Rémy Mayfair y su mujer —el hermano de Julien y una prima, nieta de Lestan Mayfair, respectivamente— se instalaron en la casa de la ciudad. Vivieron allí durante años y tuvieron tres hijos, todos ellos con el apellido Mayfair, dos de los cuales tuvieron descendencia en Luisiana.
Durante aquella época, Julien empezó a visitar la casa y se instaló un despacho en la biblioteca. Mandó hacer una estantería en dos de las paredes y las ocupó con un montón de documentos de la familia que siempre se guardaron en la plantación. También le gustaban mucho los libros y llenó la biblioteca de clásicos y de novelas populares. Le encantaban Nathaniel Hawthorne, Edgar Allan Poe y Charles Dickens.
Algunas pruebas señalan que fueron las peleas con Katherine las que movieron a Julien a instalarse en la ciudad y alejarse de Riverbend, aunque nunca descuidó sus obligaciones allí. Pero si Katherine lo alejaba, sin duda su sobrinita (o hija) Mary Beth lo hacía volver, porque siempre aparecía con montañas de regalos y se la llevaba durante semanas a Nueva Orleans. La devoción por la niña no le impidió casarse en 1875 con una Mayfair, una prima, descendiente de Maurice, de celebrada belleza.
Se llamaba Suzette Mayfair, y Julien estaba tan enamorado que encargó por lo menos diez retratos de ella durante los primeros años de matrimonio. Vivieron en la casa de First Street junto con Rémy y su familia, aparentemente en completa armonía, quizá porque este último era del todo diferente a su hermano.
Suzette, según parece, aunque tuvo cuatro hijos en los siguientes cinco años, tres varones y una niña llamada Jeannette, quería mucho a la pequeña Mary Beth.
Katherine nunca regresó voluntariamente a la casa de First Street. Le recordaba mucho a Darcy. Cuando la obligaron a volver, en edad avanzada, su mente se trastornó. A finales de siglo se convirtió en una trágica figura siempre vestida de negro que vagaba por los jardines en busca de Darcy.
De todas las brujas Mayfair estudiadas hasta la fecha, Katherine fue la más débil y menos significativa. Sus hijos Clay y Vincent fueron individuos absolutamente respetables y corrientes. Se casaron jóvenes y tuvieron familias numerosas. Los descendientes de ambos viven en la actualidad en Nueva Orleans.
Katherine pasaba mucho tiempo con su madre, Marguerite, que con cada década se convertía en una persona más peculiar. Un visitante de la década de los ochenta la describe como un ser «bastante imposible», una vieja que se pasaba día y noche con ropa de encaje almidonada y horas enteras leyendo en la biblioteca en voz alta, con un tono horrible y monótono. Decían que insultaba a la gente indiscriminadamente y sin ningún motivo. Estaba muy encariñada con Angeline (la hija de Rémy) y con Katherine. Constantemente tomaba a los hijos de Katherine, Clay y Vincent, por sus tíos, Julien y Rémy. Katherine es descrita como una mujer canosa, consumida, siempre ocupada con sus bordados.
Marguerite murió a los noventa y dos años, cuando Katherine tenía sesenta y uno.
Pero aparte de las historias de incesto, que caracterizan a la familia Mayfair desde la época de Jeanne Louise y Pierre, no hay asuntos ocultos sobre Katherine.
Los sirvientes negros, tanto los esclavos como los libres, nunca tuvieron miedo de ella. No hay testimonios de ningún misterioso amante de cabello oscuro y nada parece indicar que Darcy Monahan haya muerto de otra cosa que la conocida fiebre amarilla.
Los miembros de Talamasca han llegado a especular incluso con la idea de que Julien fuera en realidad el «brujo» de aquel período, que quizá no apareció ningún otro médium natural en esta generación de la familia y que, mientras Marguerite envejecía, Julien empezara a exhibir el poder. También ha habido especulaciones sobre la posibilidad de que Katherine hubiera sido la médium natural, pero que rechazó este papel cuando se enamoró de Darcy, razón por la cual Julien se habría opuesto tanto a su boda, pues conocía los secretos de la familia.
Por consiguiente, es necesario que estudiemos a Julien en detalle. Tenemos información fascinante sobre él hasta 1950, se lo menciona públicamente en numerosas ocasiones y hay tres retratos al óleo en museos norteamericanos y uno en Londres.
Su negra cabellera encaneció por completo cuando él todavía era bastante joven. Numerosas fotografías, así como los retratos, muestran que era un hombre de gran presencia, encanto y belleza física. Según algunos, se parecía mucho a su padre, el cantante de ópera Tyrone Clifford McNamara.
Pero lo que ha sorprendido a algunos miembros de Talamasca era su parecido con sus antepasados Deborah Mayfair y Petyr van Abel, quienes por supuesto no se parecían entre sí en lo más mínimo. Julien era una notable combinación de ambos ascendientes. Tenía la talla, el perfil y los ojos azules de Petyr y la boca y pómulos delicados de Deborah. La expresión que tiene en varios retratos es extraordinariamente parecida a la de Deborah.
Es como si el retratista del siglo XIX hubiera visto el Rembrandt de Deborah —cosa que, por supuesto, es imposible, ya que siempre ha estado en nuestra sede— y hubiera tratado conscientemente de imitar la «personalidad» captada por el maestro. Sólo podemos suponer que Julien dejaba ver esa personalidad. También vale la pena mencionar que en la mayor parte de las fotos, a pesar de su pose afectada y otros aspectos formales del trabajo, Julien está sonriendo.
Es una sonrisa de «Mona Lisa», pero una sonrisa a fin de cuentas, y da una nota extraña, puesto que es algo completamente fuera de tono con las costumbres fotográficas del siglo pasado. La sonrisa, en los ferrotipos de la época, era algo completamente desconocido. Parece como si Julien hubiera encontrado divertido que le sacaran fotos. En los retratos hechos al final de su vida, en el siglo XX, también se ve una sonrisa, pero más ancha y generosa. Vale la pena observar que en estos últimos parece de muy buen humor, sencillamente feliz.
Julien fue sin duda el magnate de la familia toda su vida y más o menos gobernó a todos sus sobrinos y sobrinas, así como a su hermana Katherine y a su hermano Rémy.
Era del dominio público que inspiraba miedo y confundía a sus enemigos. Un algodonero furioso informó que en una disputa Julien hizo que ardiera la ropa de su oponente. El fuego fue apagado deprisa y el sujeto se recuperó de las quemaduras, bastante graves por cierto, y no tomó ninguna medida contra Julien. En realidad, muchas de las personas que oyeron la historia, incluida la policía local, no la creyeron. Julien reía cada vez que alguien le preguntaba por ello. Pero un testigo nos dijo que Julien podía prender fuego a su antojo a cualquier cosa y que su madre bromeaba con él al respecto.
Ninguno de los miembros de la familia Mayfair hasta aquel período asistió a escuelas corrientes; todos ellos recibieron educación privada. Julien no fue una excepción y tuvo varios tutores durante su juventud. Uno de ellos, un yankee buen mozo de Boston, fue encontrado ahogado en un canal cercano a Riverbend. Se dijo que Julien lo había estrangulado y tirado al agua. Esto tampoco se investigó, y toda la familia Mayfair se mostró indignada por los rumores. Los criados que difundieron la historia se retractaron enseguida.
Este maestro bostoniano ha sido una gran fuente de información sobre la familia. Hablaba continuamente sobre las extrañas costumbres de Marguerite y el miedo que le tenían los esclavos. Talamasca obtuvo por su intermedio la descripción de las botellas y frascos que contenían trozos de cuerpo humano y otros objetos. Afirmaba haber rechazado varios aumentos de sueldo que le ofreció Marguerite. En realidad, hablaba tanto y de manera tan insensata que más de una persona advirtió a la familia sobre él.
Nunca llegará a saberse si Julien lo mató; pero si lo hizo —dadas las costumbres de la época— por lo menos tenía una razón.
Se decía también que Julien regalaba monedas de oro extranjeras como si fueran céntimos de cobre. Los camareros competían entre sí por atenderlo. Era también un jinete de leyenda y poseía varios caballos de su propiedad, así como dos coches y mucho personal en sus caballerizas, cerca de First Street.
Hasta muy avanzada edad, era habitual verlo por la mañana montar su zaino por St. Charles Avenue hasta Carrolton. Solía también tirar monedas a los chiquillos negros con los que se cruzaba.
Tras su muerte, cuatro testigos diferentes afirmaron haber visto su fantasma galopando por St. Charles Avenue. Estas historias se publicaron en los periódicos de la época.
Se dijo también infinidad de veces que Julien poseía el don de la ubicuidad, es decir, que podía estar en dos lugares al mismo tiempo. Este bulo circulaba mucho entre los criados, que comentaban que Julien podía estar, por ejemplo, en la biblioteca, y, casi inmediatamente, ser visto en el jardín de atrás. O que una doncella podía verlo salir por la puerta principal y luego volver a verlo bajando la escalera.
Más de un sirviente prefirió dejar el trabajo de First Street antes que vérselas con el «extraño monsieur Julien».
Se ha especulado con que las apariciones del Impulsor pudieron ser las responsables de esta confusión. Pero, fuera como fuese, descripciones posteriores de la vestimenta del Impulsor señalan un extraordinario parecido con las que lleva Julien en dos retratos diferentes. Cada vez que se menciona al Impulsor durante todo el siglo XX, va vestido invariablemente como podía haber ido Julien en las décadas del setenta y el ochenta del siglo pasado.
Sabemos que amaba a su madre, Marguerite, y aunque no pasaba mucho tiempo a su lado, siempre le compraba libros en Nueva Orleans o los pedía de Nueva York y Europa. Sólo una pelea entre ambos llamó la atención: discutieron sobre la boda de Katherine y Darcy Monahan y Marguerite lo abofeteó varias veces delante de los sirvientes. Según todos los relatos, este hecho lo afectó profundamente y se retiró con lágrimas en los ojos.
Tras la muerte de su esposa, Suzette, Julien pasa menos tiempo que nunca en Riverbend. Sus hijos se crían íntegramente en First Street. Julien, que siempre había sido un hombre elegante, empieza a ocupar un papel más activo en la sociedad. Mucho antes, sin embargo, ya aparecía en la Ópera y el teatro con su sobrinita (o hija) Mary Beth. Da bailes de caridad y apoya activamente a jóvenes músicos aficionados. Los presenta en pequeños conciertos que organiza en el salón doble de First Street.
Julien no sólo obtiene enormes beneficios en Riverbend, sino que además se asocia con dos compañías de Nueva York y hace una fortuna considerable. Empieza a acaparar propiedades en toda Nueva Orleans, que deja a su sobrina Mary Beth, pese a que ésta era la designada del legado Mayfair, y en todo caso heredaría una fortuna mucho mayor que la de Julien.
Casi no hay duda de que su esposa Suzette era un problema para él. Criados y amigos hablan de constantes y desgraciadas peleas. Cuentan que Suzette, con toda su belleza, era profundamente religiosa y el carácter jovial de Julien la molestaba. Rechazaba toda la ropa elegante y las joyas que él quería que llevara. No le gustaba salir de noche, ni la música alta. Una criatura adorable, pálida y de ojos brillantes, un ser enfermizo que murió joven tras el nacimiento, en rápida sucesión, de sus cuatro hijos. No hay duda de que su única hija, Jeannette, tenía una suerte de clarividencia o poder psíquico.
Los criados la oyeron gritar más de una vez con un pánico incontrolable ante la visión de algún fantasma o aparición. Sus terrores súbitos y sus enloquecidas huidas a la calle pronto se hicieron famosas en Garden District e incluso salieron en los periódicos. En realidad, fue Jeannette quien dio origen a las primeras «historias de fantasmas» que rodearían a la casa de First Street.
Se cuenta que Julien era extremadamente intolerante con Jeannette y la encerraba arriba. Pero todos coinciden en que amaba a sus hijos. Los tres varones fueron a Harvard y regresaron a Nueva Orleans, donde se dedicaron a la práctica del derecho civil y amasaron grandes fortunas por su cuenta. Sus descendientes siguen llevando el apellido Mayfair hasta el día de hoy, independientemente de su sexo o de su estado civil. El estudio de abogados fundado por los hijos de Julien ha administrado el legado Mayfair durante décadas.
Tenemos por lo menos siete fotos diferentes de Julien con sus hijos, incluyendo algunas con Jeannette (que murió joven). En todas ellas, la familia parece muy alegre, y Barclay y Cortland se parecen mucho a su padre. Los dos vivieron hasta finales de los sesenta; Cortland murió en octubre de 1959, a los ochenta años de edad. Este miembro de Talamasca estableció contacto directo con Cortland el año anterior a su muerte, pero ya nos ocuparemos de ello en el momento oportuno.
Algunas de las evidencias más interesantes de Julien tienen que ver con Mary Beth y con el nacimiento de Belle, su primera hija. Julien daba a Mary Beth todo lo que ésta deseaba y celebraba bailes para ella en First Street que rivalizaban con cualquier fiesta privada de Nueva Orleans. Todos los senderos del jardín, pérgolas y fuentes se diseñaron y construyeron para la fiesta de su decimoquinto cumpleaños.
A esta edad, Mary Beth ya era alta y en las fotos de este período parece majestuosa, seria, sombríamente bella, con unos ojos negros grandes y unas cejas muy definidas de hermosa línea. Sin embargo, tiene un aire decididamente indiferente. Esta aparente ausencia de narcisismo o vanidad iba a caracterizar sus fotografías durante toda su vida. Su postura masculina es casi desafiante, aunque es probable que más bien estuviera, sencillamente, distraída. Solía decirse que no se parecía a su madre, sino a su abuela Marguerite.
Julien y Mary Beth viajan a Europa en 1888 y se quedan durante un año y medio. Numerosas cartas a amigos y parientes informan que Mary Beth, de dieciséis años, se ha «casado» con un Mayfair escocés —un primo del Viejo Mundo— y ha dado a luz una niña llamada Belle. La boda, celebrada en una iglesia católica escocesa, es descrita con detalle en una carta que Julien escribe a una amiga del Barrio Francés, una cotilla notoria, que se ocupa de enseñar la carta a todo el mundo. Hay otras cartas, tanto de Mary Beth como de Julien, que describen la boda más brevemente a otros parientes y amigos charlatanes.
Es interesante notar que cuando Katherine se enteró de la boda de su hija se metió en la cama y no comió ni habló durante cinco días. Cuando la amenazaron con llevarla a un sanatorio privado, accedió a incorporarse y tomar un poco de sopa. «Julien es el diablo», murmuró, tras lo cual Marguerite echó a todos de la habitación.
Desgraciadamente, el misterioso lord Mayfair se cayó de alguna torre ancestral de Escocia y murió dos meses antes del nacimiento de su hijita. Julien volvió a escribir para contar todos los detalles de lo que había sucedido; también Mary Beth escribió unas lacrimógenas cartas a sus amistades.
Este lord Mayfair es casi sin lugar a dudas un personaje ficticio. Es verdad que Mary Beth y Julien visitaron Escocia; en efecto, pasaron algún tiempo en Edimburgo e incluso fueron a Donnelaith, donde compraron el mismísimo castillo en lo alto de la colina que Petyr van Abel había descrito. El castillo, que en una época fuera morada del clan Donnelaith, estaba abandonado y en ruinas desde finales del siglo XVII. No existe en toda Escocia documento que haga mención de ningún lord Mayfair.
Sin embargo, las investigaciones hechas en este siglo por Talamasca han desenterrado algunas pruebas bastante sorprendentes sobre la ruina de Donnelaith. Un incendio producido en otoño de 1689, por lo visto en fecha cercana a la ejecución de Deborah en Montcleve, Francia, lo destruyó. Es posible incluso que haya sido el mismo día, pero no pudimos averiguarlo. Durante el incendio perecieron los últimos miembros del clan Donnelaith, el viejo lord, su hijo mayor y su joven nieto.
Es tentador suponer que el viejo lord fuera el padre de Deborah Mayfair, un maldito cobarde que no se atrevió a interferir en la quema de Suzanne, una pobre campesina ignorante, a pesar de que su hija Deborah, la «engendrada en las rondas», corriera el peligro de encontrar la misma muerte horrible.
Pero no lo sabemos. Tampoco sabemos si el Impulsor tuvo o no algún papel en el incendio que borró del mapa a la familia Donnelaith. La historia cuenta que se encontró carbonizado sólo el cuerpo del viejo lord, mientras que el nieto se asfixió a causa del humo y varias mujeres murieron al saltar de las almenas. El hijo mayor parece que murió aplastado bajo una escalera de madera que se cayó.
La historia nos dice también que Julien y Mary Beth compraron Donnelaith después de haber pasado sólo una tarde en las ruinas. Hasta el día de hoy es propiedad de los Mayfair y otros miembros de la familia también han visitado el castillo.
Nunca ha sido habitado ni restaurado, pero se mantiene limpio y bastante bien cuidado. Durante la vida de Stella, en el siglo XX, fue abierto al público.
Por qué Julien compró el castillo, qué es lo que sabía y pensaba hacer con él, es algo que no se sabrá nunca. Sin duda, sabía algo de Deborah y Suzanne, ya sea a través de la familia o del Impulsor.
Talamasca ha dedicado muchos esfuerzos a toda esta cuestión —quién sabía, qué sabía y cómo—, porque hay pruebas fehacientes que indican que los Mayfair del siglo XIX no estaban enterados de toda su historia. Katherine confesó en más de una ocasión que no sabía mucho sobre los orígenes de la familia, e incluso Mary Beth, alrededor de 1920, dijo al párroco de la iglesia de St. Alphonsus que «todo se había perdido en el olvido». Incluso estaba un poco confundida sobre quién construyó Riverbend y cuándo, en una ocasión en que habló con estudiantes locales de arquitectura.
Fuera por lo que fuese, el caso es que Julien estuvo en Donnelaith y compró el castillo en ruinas y Mary Beth contó hasta el fin de sus días que lord Mayfair era el padre de su pobre y dulce hijita, Belle, que resultó todo lo opuesto a su poderosa madre.
Volviendo al orden cronológico, los supuestos tío y sobrina regresaron a casa con el bebé a finales de 1889, y Marguerite, a la sazón una anciana decrépita de noventa años, se tomó un interés muy especial por la niña.
En realidad, Katherine y Mary Beth tenían que vigilar a la pequeña cada vez que estaba en Riverbend, para que Marguerite no se la llevara en brazos a pasear y luego la olvidara por ahí, se le cayera o la dejara en un escalón de la escalera o sobre la mesa. Julien se reía de todos estos cuidados y decía a menudo delante de los sirvientes que la criatura tenía un ángel guardián especial que la cuidaba.
Pero, a efectos de este informe, estamos seguros de que Julien era el padre de Mary Beth y de Belle.
Mary Beth, Julien y Belle vivían juntos y felices en First Street, y Mary Beth, aunque le gustaba bailar e ir al teatro y a fiestas, no mostró interés inmediato en buscar «otro» marido.
Con el tiempo volvería a casarse, como pronto veremos, con un hombre llamado Daniel McIntyre y tuvo tres hijos más: Carlotta, Lionel y Stella.
La noche anterior a la muerte de Marguerite, en 1891, Mary Beth se despertó en su cuarto de First Street gritando. Insistió en que tenía que marcharse a Riverbend inmediatamente, que su abuela se estaba muriendo. ¿Por qué no habían enviado a nadie a buscarla? Los criados encontraron a Julien sentado e inmóvil en el primer piso, llorando. Parecía no ver ni oír a Mary Beth, mientras ésta le rogaba que la llevara a Riverbend.
Una joven doncella irlandesa oyó luego comentar a la vieja ama de llaves mulata que quizá no era Julien quien estaba allí sentado y que deberían salir a buscarlo. La muchacha se quedó aterrorizada, sobre todo cuando la ama de llaves empezó a llamar en voz muy alta a «Julien» por toda la casa, mientras el individuo lloroso seguía inmóvil ante el escritorio, mirando hacia delante como si no la oyera.
Al final, Mary Beth se marchó a pie y él en aquel momento se levantó de un salto del escritorio, se pasó los dedos por el cabello blanco y ordenó a los criados que trajeran la berlina. Alcanzó a Mary Beth antes de que ésta llegara a Magazine Street.
Vale la pena señalar que Julien en aquel entonces tenía sesenta y tres años. Se lo describe como un hombre muy guapo, de aspecto pomposo y porte de actor. Mary Beth tenía diecinueve y era extremadamente bella. Belle tenía sólo dos años y en esta historia no se hace mención de ella.
Julien y Mary Beth llegaron precisamente cuando acababan de enviar a un mensajero a buscarlos. Marguerite estaba casi en estado de coma, un espectro de noventa y dos años que apretaba una extraña muñequita con sus dedos huesudos, a la que llamaba maman, para gran sorpresa del médico y la enfermera que la asistían y que luego lo contaron a todo Nueva Orleans.
La muñeca, según dicen, era algo espantoso, hecho de huesos humanos unidos por una especie de alambre negro, con una melena horrible de cabello blanco pegado a la cabeza de trapo y una cara toscamente dibujada.
Katherine, por entonces de sesenta y un años, y sus dos hijos estaban junto a la cama desde hacía cuatro horas. Rémy también se hallaba presente, hacía un mes, desde que su madre había enfermado, que estaba en la plantación.
El padre Martin acababa de darle los últimos sacramentos y las velas bendecidas ardían en el altar.
Cuando Marguerite exhaló el último suspiro, el sacerdote observó con curiosidad cómo Katherine se levantaba de la silla, se dirigía al joyero que siempre había compartido con su madre, sacaba el collar con la esmeralda y se lo daba a Mary Beth. Ésta lo recibió agradecida, se lo puso al cuello y continuó llorando.
El cura vio entonces que había empezado a llover, el viento soplaba con fuerza y hacía que los postigos golpearan y cayeran las hojas de los árboles. Parecía incluso que Julien reía maravillado.
Katherine daba la impresión de estar cansada y asustada. Mary Beth lloraba, desconsolada. Clay, un joven atractivo, parecía fascinado por lo que sucedía; su hermano Vincent, en cambio se mostraba indiferente.
Julien abrió entonces las ventanas y dejó entrar el viento y la lluvia, cosa que asustó al cura y sin duda le molestó, puesto que era invierno. A pesar de que la lluvia caía sobre la cama, se quedó junto a la difunta, como correspondía. Los árboles azotaban la casa; el sacerdote temía que una de las ramas entrara por la ventana que tenía más cerca.
Julien, bastante sereno y con los ojos llenos de lágrimas, besó a la muerta y le cerró los ojos. Cogió la muñeca y la guardó debajo del abrigo. Apoyó entonces las manos sobre el pecho de Marguerite y le explicó al sacerdote que su madre había nacido a finales del «viejo siglo», que había vivido casi cien años y que había visto y comprendido cosas que nunca pudo explicar a nadie.
Cuando el cura preguntó tímidamente si no se podía cerrar la ventana, Julien le dijo que los cielos lloraban por Marguerite y cerrar la ventana sería una falta de respeto. A continuación apagó las velas del altar católico que había junto a la cama, cosa que ofendió al cura y también alarmó a Katherine.
«Julien, por favor, ¡compórtate!», murmuró ésta. Vincent rió a pesar de sí mismo y a Clay se le escapó una sonrisa. Todos miraron incómodos al sacerdote, que estaba horrorizado. Julien lanzó una sonrisa traviesa a toda la compañía y se encogió de hombros, luego volvió a mirar a su madre y con una profunda expresión de tristeza se arrodilló al lado de la cama y hundió su rostro en las mantas, junto a la difunta.
El cura se marchó y descubrió que a poca distancia de la casa no llovía ni soplaba el viento. El cielo estaba bastante despejado. Se encontró con Clay, sentado en una silla blanca de respaldo recto, junto a la verja del frente de la plantación. Clay fumaba y observaba la lejana tormenta que se veía claramente en la oscuridad. El cura lo saludó, pero éste no pareció escucharlo.
Hay muchas otras historias de Julien que podrían incluirse aquí; quizá lo hagamos en el futuro. También volverá a aparecer a medida que se desarrolla la historia de Mary Beth.
Pero no debemos continuar sin antes tratar un aspecto más de su personalidad: su bisexualidad. Como se ha mencionado antes, Julien fue acusado de un «crimen contra natura» cuando era muy joven, momento en el cual mató —accidental o deliberadamente— a uno de sus tíos. También hemos mencionado a su compañero del Barrio Francés a finales de la década del cincuenta del siglo pasado.
Julien mantendría este tipo de compañeros a lo largo de toda su vida, pero de la mayoría de ellos no sabemos nada.
De dos de ellos, sin embargo, tenemos algunos datos: del mulato Victor Gregoire y de un inglés llamado Richard Llewellyn.
Victor Gregoire trabajó para Julien como una especie de secretario privado y valet en los años ochenta. Vivía en el ala de los criados de First Street y era un hombre extremadamente guapo, como todas las compañías de Julien, hombres o mujeres, y se rumoreaba que era descendiente de los Mayfair. Sea como fuere, Julien lo quería mucho, pero tuvieron un enfrentamiento en 1885, poco después de la muerte de Suzette. Lo poco que sabemos de la pelea indica que Victor acusó a Julien de no tratar a Suzette durante sus últimos días con suficiente compasión. Julien, ofendido, golpeó terriblemente a Victor. Los primos repitieron esta historia dentro de la familia lo suficiente para que se enteraran los extraños.
Pero la opinión general se inclina a considerar que Victor probablemente tenía razón, y puesto que era el criado más leal a Julien, tenía el derecho del sirviente de decir la verdad a su amo. En aquella época era del dominio público que no había nadie más cercano a Julien que Victor, y que hacía cualquier cosa por aquél.
Sin embargo, debemos añadir que hay pruebas categóricas que demuestran que Julien amaba a Suzette, a pesar de lo desilusionado que estuviera, y que la cuidó muy bien. Sus hijos tienen la certeza de que amaba a su madre; y durante el funeral, Julien estaba auténticamente perturbado. Consoló a los padres de su esposa durante horas y se retiró por unos días de sus ocupaciones para quedarse con su hija Jeannette, que nunca se recuperó de la muerte de su madre.
En la actualidad, los descendientes de los hermanos y hermanas de Suzette dicen que la «tía abuela Suzette», que vivía en First Street, se volvió loca por culpa de su marido Julien, que era un hombre perverso, cruel y malvado de un modo que sólo puede ser resultado de una demencia congénita. Pero las observaciones son vagas y no contienen información verosímil sobre el período.
Prosiguiendo con la historia de Victor, el joven murió trágicamente mientras Julien y Mary Beth estaban en Europa.
Una noche regresaba a casa por las calles de Garden District y fue atropellado por un carruaje que avanzaba velozmente en la esquina de Philip y Prytania Street. Sufrió una caída espantosa y una contusión en la cabeza. Dos días más tarde moría de un derrame cerebral. Julien se enteró de lo sucedido a su regreso e hizo construir un hermoso monumento para Victor en el Cementerio de St. Louis número tres.
El testimonio de Richard Llewellyn
Richard Llewellyn es el único observador de Julien entrevistado personalmente por un miembro de la orden; y, por cierto, fue mucho más que un observador casual.
Lo que dijo —con respecto a Julien como de otros miembros de la familia— hace que su testimonio sea especialmente interesante, aun cuando la mayor parte de sus afirmaciones no hayan sido corroboradas. Fue él quien nos ha dado algunos de los datos más íntimos que poseemos sobre la familia Mayfair.
Sin embargo, creemos que vale la pena citar nuestra reconstrucción basándonos enteramente en su testimonio.
Richard Llewellyn llegó a Nueva Orleans en 1900, a los veinte años de edad, y se empleó al servicio de Julien, como Victor, con la diferencia de que por aquel entonces Julien tenía setenta y dos años, pese a lo cual aún conservaba gran interés en todo tipo de negocios, producción de algodón, bienes raíces, banca. Hasta la semana de su muerte, alrededor de catorce años más tarde, dedicó regularmente unas horas a los negocios en la biblioteca de First Street.
Llewellyn trabajó para Julien hasta su muerte y admitió cándidamente ante mí, en 1958, cuando empecé mis investigaciones y mis trabajos de campo sobre las brujas Mayfair, que habían sido amantes.
En 1958, Llewellyn acababa de cumplir los setenta y siete. Era un hombre de talla media, robusto, de cabello negro rizado, con abundantes canas, y unos ojos muy grandes, azules, algo saltones.
Tenía una tienda de libros antiguos en el Barrio Francés, en Chartres Street, especializada en libros de música, sobre todo de ópera. Siempre había un fonógrafo sonando con viejos discos de Caruso, y Llewellyn, invariablemente sentado a un escritorio al fondo de la tienda, siempre llevaba traje y corbata.
Un legado de Julien le había permitido comprar el edificio. Vivía en el primer piso del mismo y trabajó en la librería hasta un mes antes de su muerte, en 1959.
Lo visité varias veces en el verano de 1958, pero sólo una vez pude convencerlo de que hablara largo y tendido, y debo confesar que el vino que bebió a instancias mías tuvo mucho que ver en ello. Utilicé este método —almuerzo, vino y luego más vino— desvergonzadamente con muchos testigos de la familia Mayfair. En Nueva Orleans, y durante el verano, parece que funciona especialmente bien.
Tuvimos un encuentro completamente «casual» una tarde de julio que entré a su librería y comencé a hablar de los grandes cantantes de ópera castrados, especialmente de Farinelli. No fue difícil convencer a Llewellyn de que cerrara la tienda a las dos y media para una «siesta caribeña» y viniera conmigo a comer a Galatoire’s.
No saqué el tema de la familia Mayfair enseguida, espere un rato para mencionarlo tímidamente en relación con la vieja casa de First Street. Dije que estaba muy interesado en el lugar y en la gente que vivía allí. Para entonces, Llewellyn ya estaba bastante «achispado» y se sumergió en los recuerdos de sus primeros tiempos en Nueva Orleans.
Al principio no mencionó a Julien, pero más tarde empezó a hablar de él como si lo supiera todo sobre el hombre. Yo dejé caer algunos datos y hechos bien conocidos y conduje animadamente la conversación. Nos fuimos de Galatoire’s a un tranquilo café de Bourbon Street y seguimos hablando hasta las ocho y media de aquella tarde.
Esto ocurrió antes de que empezáramos a usar grabadoras, así que reconstruí la conversación lo mejor que pude en cuanto llegué al hotel, tratando de dejar constancia de las expresiones características de Llewellyn. Pero es una reconstrucción, y aunque he omitido mis insistentes preguntas, creo que en líneas generales es fiel.
En esencia, Llewellyn estaba muy enamorado de Julien Mayfair y una de sus primeras sorpresas fue descubrir que éste era por lo menos diez o quince años mayor de lo que había supuesto. Llewellyn no lo descubrió hasta que Julien tuvo su primer derrame, a principios de 1914. Hasta aquel momento había sido un amante muy romántico y vigoroso. Llewellyn estuvo con él hasta su muerte, unos cuatro meses más tarde. Julien había quedado parcialmente paralizado, pero se las arreglaba para pasar todos los días una o dos horas en su oficina.
Llewellyn hizo una descripción vívida de Julien a principios de 1900: un hombre delgado, que había perdido parte de su gallardía, pero que seguía vivaz, enérgico y pletórico de buen humor e imaginación.
Confesó que Julien lo había iniciado en los secretos eróticos de la vida, y no sólo le había enseñado a ser un amante atento, sino que también lo había llevado a Storyville —el famoso barrio de tolerancia de Nueva Orleans— y lo presentó en las mejores casas que allí funcionaban.
Pero pasemos directamente a su relato:
«Ay, las cosas que me enseñó —explicó Llewellyn en relación a su relación amorosa—, y qué sentido del humor tenía; como si para él el mundo entero fuera una broma y no existiera el menor motivo de amargura. Le contaré algo muy privado: me hacía el amor como si yo fuera una mujer. Si no comprende lo que quiero decir, no vale la pena explicárselo.
Y esa voz que tenía, con ese acento francés. Mire, cuando empezaba a hablarme al oído…
Solía contarme cosas de lo más divertidas sobre las historias que habían tenido viejos amantes suyos con otros amantes, y cómo se engañaban, y que uno de sus chicos, Aleister, solía vestirse de mujer e ir a la Ópera con Julien. Nunca nadie sospechó lo más mínimo. Una vez trató de convencerme de que yo hiciera lo mismo, pero le dije que no podría, ¡imposible! Lo comprendió. Tenía muy buen carácter. De hecho era imposible pelearse con él. Decía que ya estaba cansado de todas esas cosas y que además tenía un carácter horrible y no podía darse el lujo de perder los estribos, que terminaba agotado.
La única vez que le fui infiel y volví al cabo de dos días esperando una pelea terrible, me trató, ¿cómo podría decirlo?, con una cordialidad meditabunda. Sabía todo lo que había hecho y con quién, y de una manera de lo más sincera y agradable me preguntó por qué había hecho semejante estupidez. Era algo auténticamente aterrador. Al final me eché a llorar y confesé que quería demostrar mi independencia.
Lo aceptó con una sonrisa, me palmeó el hombro y me dijo que no me preocupara. Verá, me curó para siempre de ir a buscar ligues por ahí. Le digo la verdad, no tenía ninguna gracia que yo me sintiera tan mal y verlo tan tranquilo y tolerante. De verdad me enseñó algo.
Luego empezó a hablarme sobre su capacidad para leer el pensamiento y ver lo que sucedía en otros lugares. Habló mucho de ello. Nunca sabré si era verdad o si, simplemente, era otra de sus bromas. Tenía unos ojos preciosos. Era un hombre maduro, muy bien parecido, de verdad. Y tenía encanto para vestirse. Supongo que se podría decir que era una especie de dandy. Cuando se ponía sus elegantes trajes blancos de hilo, sus chalecos amarillos de lino y su sombrero panamá estaba espléndido. Yo creo que hasta el día de hoy lo sigo imitando. ¿No es triste? Paseo por ahí tratando de parecerme a Julien Mayfair.
Ah, pero eso me recuerda que una vez hizo algo de lo más extraño para asustarme. Y hasta el día de hoy no sé muy bien qué pasó. La noche anterior habíamos estado hablando sobre el aspecto que tenía de joven, de lo guapo que aparecía en todas las fotos; era como hacer un repaso a la historia de la fotografía. Los primeros retratos eran daguerrotipos, luego venían los ferrotipos, más tarde las auténticas fotografías de cartón en sepia y por último las fotos en blanco y negro que tenemos hoy en día. Pues bien, mientras me las enseñaba, yo dije:
—Ay, ojalá te hubiera conocido de joven, imagino que debías de ser guapísimo. —Me callé, avergonzado, y pensé que quizá lo había herido. Pero allí estaba él, sonriéndome. Nunca lo olvidaré. Estaba sentado en una punta del sofá de cuero, con las piernas cruzadas, mirándome a través del humo de la pipa.
—Muy bien, Richard —me dijo—, si quieres saber cómo era yo entonces, quizá te lo muestre. Te daré una sorpresa.
Aquella noche yo estaba en el centro de la ciudad. No recuerdo por qué había ido, no sé, quizá tenía que salir. ¿Sabe?, ¡a veces esa casa podía llegar a ser muy opresiva! Estaba llena de niños, viejos y Mary Beth Mayfair siempre estaba en medio y era, para decirlo educadamente, alguien muy presente. A mí me caía bien, bueno, caía bien a todo el mundo. La verdad es que me caía muy bien, por lo menos hasta que murió Julien, pero tenía la facilidad de acaparar toda la atención cada vez que entraba en una habitación. Podría decirse que eclipsaba a todo el mundo, y también estaba su marido, el juez McIntyre.
El juez McIntyre era un borracho terrible. Siempre estaba ebrio; y qué pendenciero era. Mire, más de una vez tuve que ir a buscarlo y traerlo a casa de los bares irlandeses de Magazine Street. ¿Sabe?, los Mayfair no eran su tipo de gente. Él era un hombre culto, de buena familia irlandesa, sin duda, pero Mary Beth lo hacía sentir inferior. Siempre estaba diciéndole cosas, que se pusiera la servilleta sobre las rodillas, que no fumara cigarros en el comedor, que no mordiera la punta del cubierto al comer porque el ruido que hacía la molestaba. Él estaba permanentemente ofendido con ella. Pero yo creo que la amaba, por eso ella no podía herirlo tan fácilmente. La amaba de verdad. Uno tenía que haberla conocido para comprenderlo. No era bella, no, pero era… ¡era absolutamente cautivadora!
Pero, mire usted, el juez McIntyre era el tipo de irlandés que no soporta estar revoloteando alrededor de su esposa, ¿comprende lo que quiero decir? Tenía que estar con hombres, bebiendo y discutiendo todo el tiempo. No hombres como Julien, sino hombres como él, irlandeses bebedores y charlatanes. Pasaba mucho tiempo en su club del centro de la ciudad, aunque muchas noches iba a esos bares de mala muerte de Magazine Street. Cuando estaba en casa hacía mucho ruido. A pesar de todo, era un buen juez. No bebía hasta que salía del juzgado y volvía a casa, y como siempre regresaba temprano, tenía tiempo de sobra para estar completamente borracho a las diez. Luego salía a dar una vuelta y a medianoche Julien me decía: “Richard, creo que es mejor que vayas a buscarlo”.
Julien se lo tomaba todo con tranquilidad. El juez McIntyre le parecía divertido y solía reírse de todo lo que decía. El juez hablaba y hablaba sobre Irlanda y de la situación política; Julien esperaba hasta que terminara y luego decía alegremente y guiñando un ojo: “No me importa si se matan todos entre sí”, y el juez McIntyre se ponía hecho una furia. Mary Beth reía, sacudía la cabeza y pateaba a Julien debajo de la mesa. Pero el juez McIntyre ya estaba en las últimas en aquel tiempo. No me explico cómo consiguió vivir tanto. Murió en 1925, tres meses después que su mujer, de neumonía, dijeron. Sí, ¡neumonía! Lo encontraron tirado en un desagüe, junto al bordillo. Era Nochebuena y hacía tanto frío que el agua se helaba en las cañerías. ¡Neumonía!
Cuando Mary Beth se estaba muriendo sufría tantos dolores que le daban morfina en cantidad suficiente para matarla. Estaba tumbada en la cama y él llegaba borracho, la despertaba y le decía:
—Mary Beth, te necesito. —Era un pobre borracho tonto.
—Ven, Daniel, acuéstate a mi lado. —Y pensar que sufría tanto.
A mí me lo contó Stella la última vez que la vi… con vida, digo. Volví a la casa por última vez para su funeral. Allí estaba Stella, en el ataúd; era un milagro que Lonigan pudiera cerrar aquella herida. Estaba hermosa, allí tendida, y todos los Mayfair en la habitación. Pero bueno, como le iba diciendo, ésa fue la última vez que la vi con vida… Y me dijo algunas cosas sobre Carlotta. Me contó lo fría que era con Mary Beth durante sus últimos meses, vaya, si lo supiera se le pondrían los pelos de punta.
Imagínese, una hija que se comporta así con su madre, que está muriendo de una forma horrible. Pero Mary Beth no se daba cuenta. Se pasaba el día acostada, sufriendo, medio soñando, según me contó Stella, sin saber dónde estaba y hablando a veces con Julien en voz alta como si lo viera en la habitación. Stella estuvo a su lado noche y día. Mary Beth la adoraba.
Una vez Mary Beth me dijo que la única que le importaba era Stella, que si fuera por ella podían poner a todos sus otros hijos en un saco y arrojarlos al Misisipí. Por supuesto, bromeaba. Nunca había sido cruel con ninguno de ellos. Recuerdo cómo le leía a Lionel durante horas y cómo lo ayudaba con sus deberes. Contrataba los mejores maestros cuando él no quería ir a la escuela. Ninguno de sus hijos fue buen alumno, excepto Carlotta, naturalmente. Creo que a Stella la echaron de tres colegios diferentes. La única buena estudiante fue Carlotta, muy buena estudiante, por cierto.
Pero ¿qué le estaba contando? Ah, sí. A veces yo sentía que no tenía sitio en la casa. Así pues, aquella noche salí. Fui al Barrio Francés. Era la época de Storyville, ya sabe, cuando la prostitución era legal. Julien me había llevado al Salón Blanco de Caoba de Lulú y a otros lugares de moda y no le importaba demasiado que fuera por mi cuenta.
Bueno, le dije a Julien que iría y no le importó. Estaba apoltronado en el segundo piso con sus libros, su chocolate caliente y su fonógrafo. Además, sabía que sólo iba a dar una vuelta. Así pues, estuve vagando junto a esas casitas, ya sabe, barracas las llamaban, con las chicas delante que me hacían señas para que entrara, cosa que por supuesto no tenía la más mínima intención de hacer.
En aquel momento mis ojos se posaron sobre un joven muy apuesto, un joven sencillamente hermoso. Estaba en una de esas callejuelas, con los brazos cruzados, apoyado contra la pared lateral de una de las casas, y me miraba.
—Bon soir, Richard —me dijo. Yo reconocí la voz de inmediato, aquel acento francés. Era la voz de Julien. ¡Vi que el hombre era él, pero como si sólo tuviera veinte años! Le juro que nunca me había sobresaltado de aquella manera. Casi grité. Era peor que ver un fantasma. Pero en aquel momento el individuo ya se había marchado, sí, simplemente había desaparecido.
Casi no tuve tiempo de coger un taxi y llegar a toda prisa a First Street. Julien me abrió la puerta. Llevaba su bata, su horrible pipa, y se reía.
—¡Te dije que te mostraría cómo era a los veinte años! —dijo, riendo a carcajadas.
Recuerdo que lo seguí hasta el salón. En aquel entonces era precioso, no como ahora, debería haberlo visto. Precioso. Todo piezas francesas, la mayoría Luis V, que Julien había comprado en Europa durante su viaje con Mary Beth. Una habitación ligera, elegante, simplemente preciosa. El mobiliario art déco fue obra de Stella. ¡Pensaba que era lo más apropiado junto con las macetas con palmeras por todas partes! El único mueble bueno que quedaba era el piano Bösendorfer. El lugar parecía un manicomio cuando entré allí para asistir al funeral de Stella. Y para ella no hubo velatorio en el salón. Vaya, la pusieron en el mismo vestíbulo en el que le habían disparado, ¿lo sabía?
Ah, sí, aquella noche fue increíble. Acababa de ver al joven Julien en los barrios bajos, al hermoso joven Julien hablándome en francés, y ahora seguía al viejo Julien al salón. Se sentó en el sofá, estiró las piernas y me dijo:
—Ay, Richard, podría contarte tantas cosas, podría mostrarte tantas cosas. Pero estoy viejo; además, ¿para qué? Uno de los grandes consuelos de la vejez es que ya no hace falta que te comprendan. Con el inevitable endurecimiento de las arterias te llega también una especie de resignación.
Por supuesto, yo todavía estaba perturbado.
—Julien —le dije—, quiero saber cómo lo has hecho.
No me respondió, era como si yo no estuviera allí. Miraba fijamente al fuego. En invierno siempre tenía dos fuegos encendidos en aquella habitación. Había dos chimeneas, ¿sabe?, una un poco más pequeña que la otra.
Al cabo de un rato despertó de su ensueño y me recordó que estaba escribiendo la historia de su vida. Quizá yo podría leerla cuando él muriera. No estaba seguro.
En realidad llevaba una vida bastante interesante, ¿sabe?, había nacido mucho antes de la guerra civil, y había visto muchas cosas. Yo solía cabalgar con él por los barrios altos, atravesábamos Audubon Park y me contaba cosas de cuando todo aquel terreno era una plantación. Me hablaba de los tiempos en que había que tomar el vapor para venir de Riverbend, del viejo teatro de la ópera, de los bailes de mulatas. Hablaba y hablaba. Yo debería haberlo escrito. Solía contar estas historias al pequeño Lionel y a Stella, y los niños lo escuchaban embelesados. Los llevaba a pasear en coche de caballos por el centro de la ciudad y les señalaba algunas partes del Barrio Francés y les contaba unas historias maravillosas.
Verá, yo quería leer esa historia de su vida. Recuerdo haber entrado a la biblioteca en varias ocasiones y encontrarlo allí sentado, escribiendo. Vi que se trataba de su autobiografía. La escribía a mano, aunque tenía una máquina de escribir. No le importaba que los niños estuvieran por ahí. Lionel solía leer junto al fuego y Stella jugaba con su muñeca en el sofá, pero él seguía escribiendo, del todo ajeno.
¿Y qué le parece? Cuando murió, resulta que no había ninguna autobiografía. Eso fue lo que me dijo Mary Beth. Le rogué que me dejara ver lo que él había escrito y ella, sin pensarlo, me dijo que no había nada y que no me dejaría tocar nada de su escritorio. No me dejó entrar en la biblioteca. La odié por eso, de verdad que la odié. Lo decía de una manera tan espontánea que hubiera convencido a cualquiera de que era verdad. Estaba muy segura de sí misma. Pero yo había visto el manuscrito».
Yo sentía curiosidad por la época de Storyville. ¿Cómo eran sus visitas con Julien? Su respuesta fue bastante larga:
«Ah, a Julien en realidad le encantaba Storyville. Y las mujeres del Salón Blanco de Lulú lo adoraban, se lo juro. Lo esperaban como si fuera un rey. Lo mismo que sucedía en todos los sitios a los que asistía. En aquel burdel ocurrieron muchas cosas de las que no me gusta hablar. No es que estuviera celoso de Julien, sólo que era algo escandaloso para un inocente muchacho yankee como era yo. (Llewellyn rió.) Pero comprenderá mejor lo que quiero decir si se lo cuento.
Julien me llevó por primera vez un invierno; hizo que su cochero nos dejara frente a una de las mejores casas. Por entonces había un pianista que tocaba en el lugar, no me acuerdo muy bien si era Manuel Pérez, quizá Jelly Roll Morton, y nos sentamos a escuchar y beber champán. Las chicas entraron enseguida con su ropa chillona y su aspecto ridículo —la condesa de esto, la duquesa de lo otro—, tratando de seducir a Julien; él se comportaba de una manera encantadora con todas. Al final eligió a una mujer mayor, bastante fea, cosa que me sorprendió. Me dijo que subiríamos ambos. Por supuesto, yo no quería ir con ella por nada del mundo, pero Julien no dejaba de sonreír. Al final me dijo que yo sólo miraría, así aprendería algo del mundo. Típico de Julien.
¿Y qué cree que sucedió cuando entramos en la habitación? Pues bien, Julien no estaba interesado en la mujer, sino en sus dos hijas, de nueve y once años. De alguna manera las niñas ayudaban en los preparativos: el examen de Julien, para decirlo con delicadeza, para asegurarse de que no tuviera… ya me entiende. Luego ayudaron a lavarlo. Yo estaba anonadado al ver a esas criaturas realizar tareas tan íntimas. ¿Y sabe que cuando Julien empezó a hacerlo con la madre, las niñas estaban en la cama? Las dos eran muy bonitas, una de cabello oscuro y la otra con unos rizos rubios. Estaban con sus camisoncitos y unas medias oscuras, ¿se imagina?, y eran de lo más tentadoras, incluso para mí. A través de la tela del camisón se les veían los pezones. Ni siquiera tenían pechos. No sé por qué eran tan excitantes. Estaban apoyadas sobre la cabecera de madera de la cama, una de esas monstruosidades hechas a máquina que la elevan hasta el techo, con medio dosel y corona, y hasta besaban a Julien como angelitos cuando éste… eh… montó a su madre, por así decirlo.
Desde luego, él se comportó durante toda la escena con la gracia que cualquier ser humano puede tener en semejante situación. Uno hubiera pensado que era Darío, el rey de Persia, que las damas eran su harén y que no había la menor falta de naturalidad en su crudeza. Al terminar bebió un poco más de champán con ellas, hasta las niñas bebieron. La madre trató de emplear sus encantos conmigo, pero no funcionó ninguno de ellos. Julien se habría quedado toda la noche si yo no le hubiera pedido que nos fuéramos. Estaba enseñando un “nuevo poema” a las niñas. Al parecer les enseñaba uno nuevo cada vez que iba y las pequeñas recitaron tres o cuatro, hasta un soneto de Shakespeare. El nuevo era de Elizabeth Barret Browning.
Yo no veía el momento de marcharme de aquel lugar. Camino de casa arremetí contra él:
—Julien, en cualquier caso nosotros somos adultos y ellas sólo niñas —dije. Él seguía con su habitual talante genial.
—Anda, Richard, no seas tonto —respondió—. Eran sólo travesuras de niño. Las pequeñas nacieron en un prostíbulo y vivirán toda su vida así. No les he hecho ningún daño. Y si esta noche yo no hubiera estado con su madre, habría estado otro en mi lugar. Pero te diré lo que más me impresiona de todo esto: la forma en que se impone la vida cualesquiera que sean las circunstancias. Por supuesto, debe de ser una existencia tristísima, ¿cómo no? Sin embargo, esas chiquillas se las ingenian para vivir, respirar y divertirse. Se ríen y están llenas de curiosidad y ternura. Se acomodan, sí, creo que ésta es la palabra. Se acomodan y buscan la felicidad a su modo.
Sé que iba a menudo a Storyville y no me llevaba. Pero le contaré algo más, también bastante extraño… (Aquí dudó. Necesitaba algún estímulo.) Solía llevar a Mary Beth con él. La llevaba a casa de Lulú y al Arlington, y Mary Beth se vestía de hombre para entrar.
Los vi salir en más de una ocasión y, por supuesto, si usted hubiera conocido a Mary Beth, lo comprendería. No era una mujer fea en modo alguno, pero no era delicada. Era alta y robusta, tenía unos rasgos recios. Cuando se ponía algunos de los trajes con chaleco de su marido, parecía un hombre endemoniadamente guapo. Se recogía el cabello debajo del sombrero, se ponía un pañuelo al cuello y a veces gafas. No sé muy bien por qué ni cuán a menudo salía con Julien. Recuerdo que sucedió por lo menos cinco veces y recuerdo también haberlos oído comentar más tarde cómo habían engañado a todo el mundo. A veces el juez McIntyre iba con ellos, pero creo que en realidad no querían que los acompañara.
Luego, Julien me contó que el juez McIntyre había conocido a Mary Beth Mayfair una de esas noches; o sea, en Storyville, unos dos años antes de que yo llegara. En aquel entonces todavía no era juez, sino simplemente Daniel McIntyre. Se había pasado la noche jugando con ella y Julien, y hasta la mañana siguiente no se enteró de que era una mujer; cuando lo descubrió ya no la dejó tranquila.
Julien me lo contó todo. Habían ido a los barrios bajos a dar una vuelta y escuchar a la Razzy Dazzy Spasm Band. Vaya, imagino que habrá oído hablar de ellos, eran muy buenos, muy buenos de verdad. Julien y Mary Beth, que durante esas excursiones usaba el nombre de Jules, conocieron de alguna manera al juez McIntyre, y luego fueron todos de bar en bar buscando un buen billar, puesto que Mary Beth era muy buena jugando al pool, siempre fue muy buena jugadora.
Bueno, la cuestión es que ya debía de ser de día cuando decidieron irse a casa; el juez McIntyre estaba dando un abrazo de despedida a “Jules” cuando “éste” se quitó el sombrero y su negra cabellera cayó en cascada. Mary Beth le dijo que era una mujer y el hombre casi se muere ahí mismo.
Creo que se enamoró de ella a partir de entonces. Yo llegué al año siguiente de la boda y ya tenían a la señorita Carlotta, un bebé, y Lionel llegó al cabo de diez meses. Luego, un año y medio más tarde, nació Stella, la más bonita de todos.
Si quiere que le diga la verdad, el juez McIntyre siguió enamorado de Mary Beth toda su vida. Ése era su problema. El último año completo que pasé en aquella casa fue 1913, y entonces él ya llevaba ocho años como juez, gracias a la influencia de Julien, y le juro que seguía tan enamorado de Mary Beth como siempre. Ella, a su manera, también lo amaba. De no haber sido así, no creo que lo hubiera aguantado. Por supuesto, también tenía los muchachos. La gente hablaba sobre esos jóvenes, los chicos de las caballerizas y los recaderos, todos muy guapos, guapos de verdad. Tendría que haberlos visto bajar las escaleras del fondo, con esa especie de cara de susto, mientras salían por la puerta de atrás. Pero lo cierto es que quería al juez McIntyre, de verdad. Y le diré algo más: creo que él nunca sospechó nada. Se pasaba el día terriblemente borracho. Y Mary Beth se lo tomaba con la misma calma que se tomaba todo lo demás.
Siempre me sorprendió la manera en que soportaba a Carlotta. Cuando yo me fui tenía trece años. ¡Esa niña era una bruja! Quería ir a una escuela de otra ciudad y Mary Beth trató de convencerla de que no lo hiciera, pero la niña estaba decidida, así que al fin Mary Beth le dio permiso.
Mary Beth rechazaba a la gente como Carlotta, así era, de verdad, y podría decirse que rechazó a la niña. En parte por frialdad, supongo, aunque podía llegar a enloquecer a cualquiera. Nunca olvidaré la forma en que me negó el acceso a la biblioteca y al dormitorio del segundo piso cuando Julien murió. Jamás perdía la calma.
—Vamos, Richard, baja, tómate un café y luego lo mejor será que prepares tu equipaje —me dijo como si hablara con un niño.
No, nunca perdía la calma. Salvo cuando le dije que Julien había muerto. Se puso muy nerviosa. Sí, a decir verdad, perdió el control, pero sólo un rato, luego, cuando vio que realmente nos había dejado, se puso en marcha, empezó a arreglarlo y a acomodar las mantas de la cama. Y no volví a verla derramar ni una lágrima más.
Sin embargo, le contaré algo bastante extraño sobre el funeral de Julien. Mary Beth hizo algo muy raro. Se celebraba en el salón principal, por supuesto, el ataúd estaba abierto, con el cuerpo de Julien expuesto, muy bello, y todos los Mayfair de Luisiana presentes. Había carruajes y automóviles estacionados en varias manzanas sobre First Street y Chestnut Street. Y llovía, ¡cómo llovía! Pensé que nunca iba a parar. Era una lluvia tan densa que envolvía la casa como un velo. Por supuesto, el funeral de Julien no era lo que podría llamarse un funeral irlandés, la familia era demasiado elegante para eso; pero había vino y comida, y el juez McIntyre estaba completamente borracho. En un momento dado, y con toda la gente en el salón, Mary Beth acercó una silla al ataúd, metió la mano en el féretro, cogió la de Julien y empezó a dormitar ahí mismo, sentada en la silla, con la cabeza echada a un lado, cogida a la mano de Julien, mientras los primos pasaban por delante para ver al muerto.
Fue un gesto muy tierno y a pesar de lo celoso que yo siempre había estado de ella, la quise por ese detalle. Ojalá hubiera podido hacerlo yo. Julien era un muerto muy bello. ¡Tendría que haber visto la cantidad de paraguas que había al día siguiente en el cementerio de Lafayette! Le juro que cuando metieron el féretro dentro de la bóveda, creí que me moría. En ese preciso instante Mary Beth se acercó a mí y me cogió de los hombros. Pude oír que murmuraba: “Au revoir, mon cher Julien”. Sé que lo hizo por mí».
Aquí insistí un poco y le pregunté si Carlotta había llorado durante el funeral.
«No, claro que no. Ni siquiera recuerdo haberla visto allí. Era una niña horrible… Seca, siempre en contra de todo el mundo. Julien me dijo una vez que Carlotta desperdiciaría su vida como lo había hecho su hermana Katherine.
—A alguna gente no le gusta vivir —me dijo—. Simplemente no soportan la vida, la sufren como si fuera una enfermedad terrible. —Yo me reí. Había pensado en ello muchas veces. A Julien le gustaba vivir. De verdad. Fue el primero de la familia que compró un automóvil. Un Stutz Bearcar, ¡increíble! Y fuimos a dar una vuelta en esa cosa por toda Nueva Orleans. Él lo consideraba maravilloso.
Se sentaba en el asiento delantero, junto a mí; por supuesto, quien conducía era yo, todo envuelto en una especie de manta y con antiparras, riéndome y divirtiéndome con todo, incluso con bajar y darle a la manivela para arrancar aquel trasto. Era divertido, muy divertido. A Stella también le gustaba aquel coche. Ojalá lo tuviera ahora. ¿Sabe?, Mary Beth me lo ofreció, pero lo rechacé. Creo que no quería esa responsabilidad. Tendría que haberlo aceptado. Mary Beth lo regaló luego a uno de sus hombres, un joven irlandés que había contratado como cochero. Recuerdo que no sabía nada de caballos, bueno, tampoco era necesario. Supongo que más adelante se habrá hecho policía. Pero ella le regaló el coche. Lo sé porque vi una vez al muchacho y me lo dijo.
Julien me contó cómo era la vida con su hermana Katherine en los años anteriores a la guerra. Había hecho con ella las mismas travesuras que más tarde con Mary Beth, sólo que en aquella época no existía Storyville. Iban a Gallatin Street, a los peores bares de la ribera. Katherine se vestía de marinero joven y se ponía una cinta para recogerse el pelo debajo del gorro.
—Estaba preciosa —me decía Julien—, tendrías que haberla visto. Mira, Richard, si alguna vez estás dispuesto a vender tu alma, no te molestes en vendérsela a otro ser humano. Es un mal negocio, no vale la pena ni tenerlo en cuenta.
Julien decía muchas cosas extrañas. En la época en que yo llegué, Katherine por supuesto ya era una vieja acabada y loca. Sí, una loca. Ese tipo de loco terco y repetitivo que saca a la gente de quicio. Solía sentarse en el banco del jardín de atrás y hablaba con Darcy, su marido muerto. A Julien le molestaba, lo mismo que su religiosidad. Creo que ella tuvo cierta influencia en Carlotta, a pesar de que ésta era muy pequeña. Pero no lo sé. La niña solía ir a misa con Katherine a la catedral.
Recuerdo que, más adelante, una vez Carlotta se enfrentó a Julien, pero nunca supe por qué. Julien sabía caer bien; era muy fácil tenerle simpatía. Pero esa niña no lo soportaba. No soportaba estar cerca de él. Un día se pelearon a gritos en la biblioteca a puertas cerradas. Se gritaban en francés, así que no entendí una palabra. Al final, Julien salió y se fue al piso de arriba. Tenía lágrimas en los ojos y un corte en la cara que se tapaba con un pañuelo. Creo que esa pequeña bestia lo golpeó. Ésa fue la única vez que lo vi llorar.
Y esa horrible Carlotta era una niña fría y cruel. Se quedó allí como si nada, viendo cómo él subía las escaleras, y luego dijo que iba a la escalinata del frente a esperar a su padre. Mary Beth estaba allí y le dijo:
—Bueno, tendrás que esperar bastante, porque tu padre ahora mismo está borracho en el club y no lo cargarán en el carruaje hasta eso de las diez. Así que es mejor que te pongas un abrigo para salir.
No se lo dijo con maldad, sino con sentido práctico, como ella lo decía todo, pero tendría que haber visto cómo la miró la niña. Creo que culpaba a su madre del alcoholismo de su padre; qué niña tan tonta. Un hombre como Daniel McIntyre habría sido un borracho aunque se hubiese casado con la Virgen María o con una puta de Babilonia. Daba exactamente lo mismo.
Pero Carlotta nunca lo comprendió. Jamás. Creo que Lionel sí, y Stella también. Querían a su padre, por lo menos yo siempre tuve esa impresión. Quizá Lionel de vez en cuando sentía un poco de vergüenza por el juez, pero era un buen chico, un chico respetuoso. Y Stella, vaya, Stella adoraba a ambos, a su padre y a su madre.
Ay, ese Julien. Recuerdo que durante su último año hizo algo de lo más endemoniado. Llevó a Lionel y a Stella al Barrio Francés a ver unos “paisajes indecentes”, por así decirlo cuando no tenían más que diez y once años. De verdad. Y ¿sabe?, creo que no era la primera vez. Simplemente, era la primera vez que el malvado quería que yo me enterara. Stella iba vestida de marinerito, muy bonita. Estuvieron toda la noche dando vueltas y Julien les señalaba los clubes elegantes, aunque por supuesto no los hizo entrar, creo que ni siquiera él lo hubiera conseguido, pero estuvieron bebiendo.
Cuando volvieron yo estaba levantado. Lionel estaba callado, era un niño silencioso. Pero Stella se mostraba de lo más entusiasmada por todo lo que había visto en aquellos antros, ya sabe, las mujeres allí, en la calle, y cosas de ese tipo. Nos sentamos en la escalera, Stella y yo, y hablamos en voz baja sobre lo que había visto, nos quedamos hasta mucho después de que Lionel hubiera ayudado a Julien a subir al segundo piso a acostarse.
Stella y yo fuimos a la cocina y abrimos una botella de champán. Me dijo que ya tenía edad para beber algunas copas. Por supuesto, no escuchó mis objeciones, ¿quién iba a detenerla? Terminamos ella, Lionel y yo bailando en el patio trasero mientras salía el sol. Stella bailaba un ragtime que había visto en los barrios bajos. Me dijo que Julien los llevaría a Europa y verían el mundo entero, lo que por supuesto no sucedió nunca. Creo que, en realidad, no sabían lo mayor que era Julien; yo tampoco. Cuando vi el año 1828 escrito en la lápida, me quedé anonadado, se lo juro. Y, entonces, muchas cosas sobre él cobraron sentido. No es de extrañar que tuviera una visión tan peculiar. Había visto pasar un siglo entero.
Stella también habría sido longeva, sin duda. Recuerdo que me dijo algo que nunca olvidaré. Fue mucho después de la muerte de Julien. Habíamos almorzado juntos en el centro, en el restaurante Court of Two Sisters. Por entonces Antha ya había nacido, y por supuesto, ella no se había molestado en casarse ni en identificar al padre. En fin, ésa es otra historia. La sociedad no paró de hablar de ella. Pero ¿qué le estaba diciendo? Ah, habíamos terminado de comer y me dijo que iba a vivir tanto como Julien, que él le había leído la mano y le había dicho que tendría una larga vida.
Pensar que Lionel la mató cuando no tenía ni treinta años. ¡Dios mío! Pero, verá, Carlotta estuvo siempre en medio. ¿Qué le parece?»
A estas alturas, Llewellyn se mostraba bastante incoherente. Yo insistí en lo de Carlotta y el asesinato, pero no quiso añadir nada más. Todo aquello empezaba a asustarlo. Volvió a la cuestión de la «autobiografía» de Julien y lo mucho que le gustaría tenerla. Que daría cualquier cosa por volver algún día a esa casa y poner las manos sobre esas páginas, si es que estaban todavía en la habitación de arriba. Pero mientras Carlotta estuviera allí no tendría la más mínima oportunidad. A mi pregunta sobre el fantasma reaccionó de un modo extraño.
—Ah, eso —dijo—. Era horrible, algo espantoso. No puedo hablarle de ello. Además, debió de ser fruto de mi imaginación. —Sí, pero estaba a punto de desmayarse.
Lo ayudé a llegar a su casa, encima de la librería de Chartres Street. Mencionó una y otra vez que Julien le había dejado el dinero para comprar la propiedad y abrir el negocio. Julien sabía que Llewellyn amaba la poesía y la música, y que despreciaba su trabajo de administrativo. Julien quería que él se sintiera libre y lo había hecho posible. Pero si había un libro que él quería tener era la historia de su vida.
Cuando traté de hablar otra vez con Llewellyn, días más tarde, fue amable pero precavido. Se disculpó por haber bebido y hablado tanto, a pesar de que le dije que había disfrutado mucho de la conversación, pero nunca más volví a conseguir que confiara en mí. Una vez le pregunté si la casa de First Street estaba embrujada, como decía la gente. Se oían tantas cosas…
Volví a ver la misma expresión en su rostro que había visto la primera noche. Apartó la mirada, con los ojos bien abiertos, y se estremeció.
—No lo sé —respondió—. Es posible que haya habido lo que usted llama un fantasma. No me gusta pensar en ello. Siempre creí que era por mí… que me lo imaginaba yo.
Le insistí, quizá demasiado, y me dijo que la familia Mayfair era fuerte y extraña.
—No me gustaría tenerlos como enemigos. Esa Carlotta Mayfair es un monstruo, un auténtico monstruo. —Parecía muy incómodo.
Le pregunté si ella lo había molestado alguna vez, a lo que respondió, reticente, que Carlotta molestaba a todo el mundo. Parecía distraído, preocupado. Luego dijo algo de lo más curioso, que me molesté en escribir en cuanto regresé al hotel: que él no creía en la vida después de la muerte, pero que cuando pensaba en Julien, estaba convencido de que él todavía existía en alguna parte.
—Sé que pensará que debo de estar loco para decir algo así —explicó—, pero juraría que es verdad. La noche después de nuestro primer encuentro soñé con Julien, me decía muchas cosas. Cuando me desperté, no recordaba con claridad el sueño, pero me pareció que él no quería que yo volviera a hablar con usted. Ni siquiera quiero hablar de esto ahora, pero… bueno, creo que debo decírselo.
Le dije que le creía. Continuó diciéndome que el Julien del sueño no era el que él recordaba. Algo había cambiado completamente.
—Parecía más sensato, más bondadoso, de esa manera que uno espera que sea alguien que ya no está entre nosotros. No parecía viejo y, sin embargo, tampoco era precisamente joven. Nunca olvidaré este sueño. Era… absolutamente real. Juraría que estaba a los pies de mi cama. Recuerdo muy bien algo que dijo, que ciertas cosas estaban predestinadas, pero que podían prevenirse.
—¿Qué tipo de cosas?
Llewellyn negó con la cabeza. No diría nada más aunque insistiera. Ni siquiera logré que repitiera lo del sueño la siguiente vez que le pregunté.
La última vez que lo vi fue a finales de agosto de 1959. Era evidente que había estado enfermo. Un fuerte temblor le afectaba la boca y la mano izquierda, y ya no se le entendía bien cuando hablaba.
Al principio pensé que no se acordaba de mí ni del incidente en cuestión, tan ausente se lo veía. Luego pareció reconocerme y se entusiasmó.
—Venga conmigo al fondo —dijo. Se esforzaba por levantarse de su escritorio y yo le tendí la mano para ayudarlo. Apenas se sostenía de pie. Cruzamos una cortina cubierta de polvo y entramos en un almacén. Allí se detuvo como si viera algo; yo en cambio, no veía nada en especial.
Lanzó una extraña carcajada e hizo con la mano un gesto de que no le diera importancia. Luego sacó una caja y con manos temblorosas rebuscó hasta extraer un paquete de fotografías. Eran todas de Julien. Me las dio. Parecía como si quisiera decir algo pero que no encontrara las palabras.
—No puedo decirle lo que esto significa para mí —le dije.
—Lo sé —respondió—, por eso quiero dárselas. Usted es la única persona que ha comprendido todo sobre Julien.
Me sentí triste, terriblemente triste. ¿Había comprendido? Supongo que sí. Él había hecho que la figura de Julien Mayfair volviera a la vida para mí y a mí me había parecido un personaje atractivo.
—¿Sufrió Julien cuando murió? —pregunté.
Parecía absorto, luego sacudió la cabeza.
—No, en realidad no. No le importaba mucho estar paralizado. ¿Cómo iba a importarle? Le gustaban mucho los libros y yo le leía sin cesar. Murió al amanecer. Lo sé porque estuve con él hasta las dos, luego apagué la luz y bajé.
»A las seis me despertó una tormenta. Llovía tan fuerte que el agua entraba por el alféizar de las ventanas y las ramas del arce del jardín hacían un ruido ensordecedor. Corrí escaleras arriba para ver a Julien. Su cama estaba justo al lado de la ventana.
»¿Y qué le parece? De alguna manera se las había arreglado para incorporarse y abrir la ventana. Ahí estaba, muerto, apoyado en el alféizar, con los ojos cerrados y una expresión bastante apacible, como si hubiera deseado respirar un poco de aire fresco, y una vez logrado el propósito se hubiera entregado, así, muriéndose como quien se queda dormido, con la cabeza echada a un lado. De no haber sido por la tormenta, por la lluvia que entraba y lo mojaba y las hojas que volaban por el cuarto, habría sido una escena de gran calma.
»Más tarde dijeron que había sido un derrame cerebral agudo. No podían imaginarse cómo había conseguido abrir la ventana. Yo nunca dije nada, pero sabe lo que pensé…
—¿Qué? —lo animé.
Se encogió ligeramente de hombros y luego continuó con su discurso, extremadamente confuso.
—Mary Beth perdió la razón cuando la llamé. Lo sacó de la ventana y lo recostó sobre la almohada. Hasta lo abofeteó. «Despierta, Julien», le decía. «¡Julien, no me dejes todavía!» Yo pasé un buen rato tratando de cerrar aquella ventana. Luego se rompió uno de los cristales. Fue espantoso.
»También aparecieron esa horrible Carlotta y todos los demás, ya sabe, para presentarle sus respetos, mientras Millie Dear, la hija de Rémy, nos ayudaba con la ropa de cama. Pero esa espantosa Carlotta no quería acercarse a él, ni ayudarnos. Se quedó en el rellano con las manos entrelazadas, como una monjita, mirando la puerta.
»Y Belle, la preciosa Belle, un ángel, entró con la muñeca y empezó a llorar. Luego Stella se tendió en la cama, al lado de Julien, con una mano sobre su pecho.
Llewellyn sonrió, movió la cabeza y se rió en voz baja, como si se acordara de alguna cosa que le inspirara ternura. Dijo algo, pero no pude entenderlo. Luego se aclaró la garganta con dificultad.
—Ay, Stella, Stella —dijo—, todo el mundo la quería, menos Carlotta. Ella nunca la… —Su voz se desvaneció.
Insistí una vez más con ese tipo de preguntas insinuantes que tenía por regla evitar. Saqué el tema del fantasma. Mucha gente comentaba que la casa estaba encantada.
No sé si me comprendió. Volvió a su escritorio y se sentó. Cuando yo creía que se había olvidado de mí por completo, dijo que en aquella casa había algo, pero que no sabía cómo explicarlo.
—Pasaban cosas —dijo, mientras ese aspecto de repugnancia volvía a apoderarse de él—, y juraría que todos lo sabían. A veces era sólo una impresión… la impresión de que siempre había alguien vigilando.
—¿No era algo más? —insistí.
—Le hablé a Julien de ello —continuó—. Le dije que estaba en la habitación con nosotros, ¿comprende?, que no estábamos solos, que nos… observaba. Pero él se rió, como solía reírse de todo. Me dijo que no fuera tan cohibido. ¡Pero juraría que estaba allí! Venía cuando Julien y yo estábamos… juntos.
—¿Vio usted algo?
—Sólo al final —respondió. Dijo algo más que no pude comprender. Volví a insistir y él sacudió la cabeza y apretó los labios como para dar más énfasis. Luego, bajando la voz hasta un murmullo, añadió—: Debí de imaginarlo, pero juraría que durante los últimos días, cuando Julien estaba tan enfermo, esa cosa estaba allí, sin duda, en la habitación de Julien, en la cama, con él.
Las comisuras de sus labios se arquearon hacia abajo y frunció el entrecejo, mientras me miraba con ojos brillantes debajo de sus tupidas cejas.
—Una cosa horrible, horrible —murmuró, sacudiendo la cabeza y temblando.
—¿Vio algo?
Llewellyn apartó la mirada. Le hice varias preguntas más, pero supe que lo había perdido. Cuando volvió a responder, me dijo que los demás estaban al tanto de esa presencia, pero que hacían como si no supieran nada.
Levantó entonces la mirada hacia mí y añadió:
—No querían que yo supiera que ellos sabían. Todos sabían. «En esta casa hay alguien más», le dije a Julien, «y tú lo sabes. Sabes lo que quiere y lo que le gusta, y no quieres decirme que lo sabes». «Anda, Richard», me respondió. Usaba toda su… persuasión, por así decirlo, para que me olvidara del asunto. Y luego, durante aquella última semana, esa horrible última semana, estaba allí, en su cama. Lo sé. Yo estaba durmiendo en una silla, me desperté y lo vi. Sí, lo vi. Era el fantasma de un hombre y hacía el amor con Julien. Ay, Dios mío, qué espectáculo. Porque yo sabía que no era real. No era real de ninguna manera, no podía serlo, y sin embargo yo lo veía.
Apartó la mirada y el temblor de su boca se hizo más fuerte. Trató de sacar el pañuelo, pero sólo conseguía palpar el bolsillo con torpeza. Yo no sabía si ayudarlo o no.
Por último sacudió la cabeza y dijo que no podía seguir hablando. Parecía agotado. Me comentó que ya no tenía fuerzas para estar en la tienda todo el día y que subiría a su casa. Le agradecí enormemente las fotos, y me respondió que estaba contento de que yo hubiera venido, que me esperaba para dármelas.
No volví a ver a Richard Llewellyn. Murió unos cinco meses después de nuestro último encuentro, a principios de 1959. Lo enterraron en el cementerio de Lafayette, no muy lejos de Julien.
Eran las dos y diez. Michael se detuvo; estaba agotado. Se le cerraban los ojos y lo único que podía hacer era dejarlo y dormir un poco.
Se quedo inmóvil durante un buen rato, mirando la carpeta que acababa de cerrar. Llamaron a la puerta y se sobresaltó.
—Adelante —respondió.
Aaron entró, silencioso. Iba en pijama, con una bata de seda anudada a la cintura.
—Parece cansado —dijo—, debería irse a la cama.
—Sí —dijo Michael—. Cuando era joven me podía quedar despierto a fuerza de café, pero ya no es así, se me cierran los ojos. —Se apoyó contra la silla de cuero, sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió. La necesidad de dormir de golpe se hizo tan urgente que cerró los ojos y casi se le cae el cigarrillo de los dedos. «Mary Beth —pensó—, tengo que ponerme en contacto con Mary Beth. Hay tantas preguntas…»
Aaron se sentó en el sillón del rincón.
—Rowan ha cancelado su reserva para el vuelo de medianoche. Mañana tendrá que coger otro y hacer transbordo, no llegará a Nueva Orleans hasta la tarde.
—¿Cómo se entera de estas cosas? —preguntó Michael, adormilado; en realidad, era la menos importante de las preguntas que tenía en mente. Dio una calada indiferente al cigarrillo y miró fijo el plato de bocadillos que no había tocado, convertidos ahora en una escultura. No había querido cenar—. Es mejor, si me levanto a las seis y leo sin parar, al atardecer habré terminado.
—Y luego hablaremos —dijo Aaron—. Tenemos mucho que hablar antes de que la vea.
—Lo sé. Créame, lo sé. Aaron, ¿por qué demonios estoy metido en todo esto? ¿Por qué? ¿Por qué no he parado de ver a aquel hombre desde mi niñez? —Dio otra calada—. ¿Tiene usted miedo de ese espíritu?
—Sí, naturalmente —respondió Aaron sin dudar.
Michael estaba sorprendido.
—Entonces ¿cree en todo esto? ¿Lo ha visto usted?
—Ya creía antes de verlo —dijo Aaron—. Mis colegas lo han visto y han informado sobre lo que han visto. Como miembro veterano de Talamasca, acepto este tipo de testimonios.
—Entonces está de acuerdo en que este espíritu puede matar gente.
Aaron reflexionó durante un rato.
—Mire, podría decirle algo más, y no lo olvide: este ser puede hacer daño, pero no le resulta muy fácil hacerlo. —Sonrió—. No es ningún juego de palabras. Sin duda puede producir efectos físicos: mover objetos, hacer que se caigan las ramas de los árboles, que vuelen rocas, ese tipo de cosas. Pero maneja este poder con torpeza y a menudo con pereza. Los trucos y las ilusiones son sus armas más poderosas.
—Metió a Petyr van Abel en una tumba —dijo Michael.
—No, a Petyr lo encontraron en una tumba. Probablemente, lo que sucedió fue que Petyr entró en un estado de locura en el cual ya no podía distinguir entre ilusión y realidad.
Michael se quedó callado. Dio otra calada al cigarrillo mientras veía mentalmente la ola que rompía sobre las rocas de Ocean Beach y recordaba el momento en que estaba allí, de pie, con su bufanda que se agitaba al viento, sus dedos helados.
—Para decirlo francamente —continuó Aaron—, nunca sobreestimé a este espíritu; es débil. Si no lo fuera no necesitaría a la familia Mayfair.
Michael levantó la mirada.
—Repítalo.
—Si no fuera débil, no necesitaría a la familia Mayfair —insistió Aaron—. Necesita su energía, y cuando ataca, emplea la energía de la víctima.
—Acaba de recordarme algo que le dije a Rowan. Cuando me preguntó si los espíritus que había visto me habían tirado al agua, le dije que no podían hacer algo así, que no eran tan fuertes, que si tuvieran la fuerza para empujar a un hombre al mar y hacer que se ahogara, no les haría falta aparecerse como visiones a la gente. No les haría falta encomendarme una misión crucial.
Aaron no respondió.
—Rowan me preguntó por qué yo daba por sentado que aquellos espíritus eran buenos. La pregunta me impresionó, pero a ella le parecía lógica.
—Quizá lo sea.
—Sí, pero yo sé que son buenos. —Michael apagó el cigarrillo—. Lo sé. Sé que vi a Deborah, y que ella quería que yo me opusiera a ese espíritu, al Impulsor. Lo sé con la misma certeza con la que sé… quién soy yo. ¿Recuerda lo que le dijo Llewellyn? Que cuando Julien se le presentó en el sueño era diferente, más sabio que en vida. Pues bien, así era Deborah en mi visión. ¡Quería detener a ese ser que ella y Suzanne habían traído al mundo y a la vida de esta familia!
—Entonces la pregunta que habría que hacer es: ¿por qué el Impulsor se aparece ante usted?
—Sí, estamos yendo en círculos.
Aaron apagó la luz del rincón y luego la lámpara del escritorio. Quedaba sólo la de la mesilla de noche.
—Lo llamaré a las ocho. Creo que podrá terminar todo el informe a última hora de la tarde, quizás antes. Entonces hablaremos y podrá tomar algún tipo de… decisión.
—En realidad no ha respondido a mi pregunta sobre lo sucedido anoche. ¿Vio al hombre cuando estaba frente a mí al otro lado de la verja? ¿Sí o no?
Aaron abrió la puerta, parecía reacio a responder.
—Sí, Michael, lo vi —dijo al fin—. Lo vi clara y nítidamente. Más clara y nítidamente que nunca. Y le sonreía. Incluso parecía que le tendiera la mano; por lo que he visto, diría que le daba la bienvenida. Ahora debo irme y usted debe dormir. Hablaremos por la mañana.
—Espere un minuto.
—Apague la luz, Michael.
Lo despertó el teléfono. La luz de la mañana entraba por las ventanas, a ambos lados de la cabecera de la cama. Durante un momento se sintió completamente desorientado. Rowan acababa de hablar con él, le decía lo mucho que le gustaría estar con él antes de que cerraran la tapa. ¿Qué tapa? Vio una mano blanca sobre seda negra.
Se incorporó entonces y vio el escritorio, el maletín y las carpetas apiladas encima.
—La tapa del ataúd de su madre —dijo.
Miró adormilado el teléfono que sonaba y contestó. Era Aaron.
—Baje a desayunar, Michael.
—¿Ya ha cogido Rowan el avión?
—Acaba de salir del hospital. Como creo haberle dicho anoche, tendrá que hacer una escala. Dudo que llegue al hotel antes de las dos. El velatorio empieza a las tres. Mire, si no quiere bajar le mandaremos algo a la habitación, pero tiene que comer.
—Sí, mándeme algo. Aaron, ¿dónde es el funeral?
—Lonigan e Hijos. Magazine Street.
—Ah, sí, conozco el lugar. —La abuela, el abuelo y su padre, todos enterrados por Lonigan e Hijos—. No se preocupe, Aaron, comeré algo aquí. Si quiere puede subir y hacerme compañía, pero tengo que empezar ahora.
Se duchó rápidamente y se puso ropa limpia. Al salir del cuarto de baño se encontró con el desayuno, en una bandeja con mantel de encaje y cubertería de plata bruñida. Los bocadillos del día anterior habían desaparecido y la cama estaba hecha. Había flores recién cortadas junto a la ventana. Michael sonrió y agitó la cabeza. Tuvo una imagen de Petyr van Abel en una pequeña y elegante alcoba del siglo XVII en la casa matriz de Amsterdam. ¿También era Michael miembro ahora? ¿Lo estaban protegiendo con sus redes de seguridad y legitimidad? ¿Qué pensaría Rowan de ello? Tenía tanto que explicarle a Aaron sobre Rowan…
Abrió la siguiente carpeta, tomó su primera taza de café con aire ausente y empezó a leer.