INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR
Cuarta parte
«Stefan:
Retomo la carta tras haberme refrescado un poco. El ser está aquí. Hace apenas un momento se hizo visible con su disfraz de hombre, a un palmo de mí, como es su costumbre. Luego hizo que mi vela se apagara, a pesar de que no puede provocarlo por sí solo, pues no tiene aliento.
Tuve que bajar para pedir otra vela. Al volver me encontré las ventanas abiertas, agitándose al viento, y tuve que volver a cerrarlas. La tinta estaba volcada, pero por suerte tenía más, las mantas quitadas de la cama y todos mis libros desparramados.
Gracias a Dios, la caja de hierro está camino de Amsterdam; quién sabe, quizás este monstruo sepa leer.
Produce un ruido semejante al de unas alas que se agitaran en este espacio cerrado y luego una carcajada.
Me pregunto si Charlotte estará durmiendo en su lejano dormitorio de Maye Faire y sea ésa la razón de verme víctima de los trucos de este ser.
Pero permítame contarle los acontecimientos de anoche lo más rápido posible…
… empecé a andar por el camino. La luna brillaba en lo alto y el sendero se veía claramente con todas sus curvas y ondulaciones, que discurrían suavemente por encima de un terreno que ni siquiera podríamos llamar colinas.
Yo caminaba rápido, con vigor, casi mareado por mi libertad, y con la convicción de que el espíritu no me había impedido salir. Percibía el aroma del aire y pensaba que podía llegar a Puerto Príncipe bastante antes del alba.
“Estoy vivo —pensaba—, he salido de la prisión y quizá viva hasta llegar otra vez a la casa matriz”.
A pesar de todo, mi mente no cesaba de pensar una y otra vez en Charlotte, como si estuviera hechizada, y la recordé en la cama, tal como la había dejado, y enseguida me sentí más débil. Incluso pensé que era un tonto al abandonar semejante belleza y excitación, porque en realidad la amaba. ¡La amaba locamente! La idea de que en cuestión de horas iba a separarme de ella para siempre me resultaba insoportable.
No paré de caminar. De vez en cuando divisaba alguna luz en la oscuridad, a uno u otro lado. En una oportunidad pasó veloz un jinete, galopando por el camino como si tuviera una misión importante. Ni siquiera me vio. Seguí mi marcha solo, con la luna y las estrellas como únicos testigos, mientras pensaba en la carta que iba a escribirle y en cómo describiría lo que había sucedido.
Habían pasado aproximadamente tres cuartos de hora cuando vi a un hombre a cierta distancia, de pie, observando, según parecía, cómo me acercaba. Lo más extraordinario era que se trataba de un holandés, de lo que me di cuenta por su enorme sombrero negro.
Vaya, yo había dejado mi sombrero en la casa. Hasta el momento de llegar a Maye Faire lo había llevado siempre, pero no lo había vuelto a ver desde que se lo había dado a los esclavos aquella primera noche antes de la cena.
Y ahora, mientras veía a ese hombre alto, me lamentaba por la pérdida al tiempo que me preguntaba quién sería aquel holandés que me miraba junto al camino, una figura borrosa de cabello y barba rubios.
Aflojé el paso porque la figura seguía inmóvil y cuanto más me acercaba, más percibía lo extraño de la situación: un hombre solo, parado en la oscuridad, sin hacer nada. Pensé que me estaba portando como un tonto, porque se trataba sólo de otro hombre, ¿por qué me hacía sentir tan indefenso en la oscuridad de la noche?
Pero en ese momento logré ver de cerca la cara de aquel hombre. Y en ese preciso instante, mientras me daba cuenta de que se trataba de mi propio doble, de pie, frente a mí, la criatura dio un salto y se colocó a un palmo de distancia, mientras mi propia voz salía de sus labios.
—¡Eh, Petyr, te has olvidado el sombrero! —exclamó, y lanzó una carcajada terrible.
Me caí hacia atrás, sobre el camino, y mi corazón pugnaba por salir del pecho.
Se inclinó sobre mí como un buitre.
—Ay, Petyr, ven, coge tu sombrero, se ha caído y se llenará de polvo.
—¡Apártate de mí! —grité, aterrorizado, y me volví, con las manos en la cabeza. Me arrastré como un miserable cangrejo para escapar de aquella cosa. Me levanté entonces y arremetí contra él como hubiera hecho un toro, sólo para descubrir que estaba cargando contra el aire.
En el camino no había nadie más que mi desdichado ser y mi sombrero aplastado contra la tierra.
Lo recogí y lo sacudí; temblaba como un niño.
—¡Maldito seas, espíritu! —le grité—. Conozco tus trucos.
—¿De verdad? —respondió esta vez con voz de mujer. Me di la vuelta para ver a la criatura, y allí estaba mi Deborah adolescente, pero sólo por un instante.
—¡No es ella! —afirmé—. ¡Mentiroso del infierno!
Pero, Stefan, esa visión fugaz fue como si una espada me atravesara. Había logrado captar su sonrisa infantil y su mirada brillante. El llanto me subió a la garganta.
—Maldito seas, espíritu —murmuré.
Poco a poco dejé de temblar y me puse el sombrero. Continué mi camino, pero no tan rápido como antes. Mirara hacia donde mirase, creía ver un rostro o una figura, para descubrir al fin que no eran más que ilusiones de la oscuridad: los plátanos que se agitaban a la brisa o esas enormes flores rojas de los setos que bordeaban el camino y dormitaban en lo alto de sus frágiles tallos.
Decidí mirar adelante, pero entonces oí unos pasos detrás de mí y la respiración de otro hombre. Caminaba a distinto ritmo con pisadas firmes, y decidí ignorarlo, sentía el aliento tibio de la criatura sobre mi cuello.
—¡Maldito seas! —grité de nuevo, y me volví para encontrarme con algo horroroso que se inclinaba sobre mí: otra vez la imagen monstruosa de mí mismo, pero ahora completamente desnudo y con una calavera brillante por cabeza—. ¡Vete al infierno! —grité y lo empujé con todas mis fuerzas cuando empezó a caer sobre mí. Y allí donde estaba seguro de que no encontraría nada, me topé con un pecho robusto.
Gemí yo también como un monstruo, peleé y forcejeé tratando de hacerlo caer hacia atrás y en aquel momento se desvaneció con una gran descarga de calor.
Me sorprendí caído, sin haberme siquiera dado cuenta. La luna había desaparecido y la noche estaba más oscura; sólo Dios sabía durante cuánto tiempo más debía andar por aquel camino para llegar a Puerto Príncipe.
—De acuerdo, maldito —dije—. No creeré en mis ojos, me muestren lo que me muestren.
Y sin dudarlo más, me di la vuelta hacia la dirección apropiada y empecé a correr. Corrí con la mirada gacha hasta quedarme sin aliento. Aflojé el paso y continué obstinadamente del mismo modo, mirando sólo el polvo bajo mis pies.
Al cabo de un instante vi un pie descalzo y sangrante al lado de los míos, pero no le presté atención, porque sabía que no podía ser real. Olí a carne quemada, pero no hice caso porque sabía que no podía ser real.
—Conozco tu juego —dije—. Has prometido no hacerme daño; sigues al pie de la letra tu promesa, pero quieres volverme loco, ¿no? —Entonces recordé las reglas de los pueblos de la antigüedad: que al hablarle no hacía más que fortalecerlo. Me callé y me puse a recitar viejas plegarias.
El pie que caminaba junto a mí había desaparecido, así como el hedor a carne quemada, pero a lo lejos oí un sonido misterioso. El ruido de madera que se quebraba, sí, trozos de madera que se quebraban y quizá de algo que era arrancado de la tierra.
“Esto no es una ilusión”, pensé. El ser estaba arrancando los mismísimos árboles y los arrojaba sobre mi camino.
Continué andando, seguro de que esquivaría semejantes peligros, sin olvidar que estaba jugando conmigo y no debía caer en su trampa. Pero entonces vi el puente frente a mí y me di cuenta de que había llegado al riachuelo y que los ruidos que escuchaba provenían del cementerio. ¡El demonio estaba abriendo las tumbas a golpes!
Se apoderó de mí el terror más fuerte que había sentido en mi vida. Todos tenemos nuestros miedos secretos, Stefan. Un hombre puede pelear con tigres, y encogerse ante un escarabajo; otro puede abrirse camino a través de un regimiento enemigo y, sin embargo, ser incapaz de quedarse con un cadáver en una habitación cerrada.
Los cementerios siempre me han dado pánico; y ahora, al darme cuenta de lo que se proponía el espíritu y saber que yo debía cruzar el puente y pasar por en medio del camposanto, me quedé petrificado, y un sudor frío me cubrió el cuerpo. Y al oír el ruido cada vez más fuerte de cosas que se desgarraban y se rompían, al ver los árboles que se balanceaban sobre las tumbas, no supe cómo conseguiría volver a moverme.
Pero quedarme allí era una locura. Me obligué a andar, paso a paso, hacia el puente. Divisé el devastado cementerio, vi los ataúdes arrancados de su lecho húmedo de tierra, con los cadáveres que salían de ellos, mejor dicho, que alguien sacaba de ellos porque sin duda estaban completamente muertos, a pesar de que él los movía como si fueran marionetas.
—Petyr, corre —grité, y traté de obedecer mi propia orden.
Crucé el puente en un instante, pero alcancé a ver a los muertos que surgían a ambas orillas. ¡Los oía! Oía cómo se rompían los ataúdes podridos bajo sus pies. Ilusión, trucos, me dije a mí mismo una vez más, pero en el momento en que el primero de esos horrendos cadáveres se interpuso en mi camino, grité como una mujer aterrorizada:
—¡Apártate de mí! —Y me vi incapaz de tocar esos pútridos brazos que se sacudían sobre mí. Sólo atiné a retroceder, tambaleándome, ante el ataque de aquel cuerpo hasta que fui a dar contra otro cadáver putrefacto, para al fin caer de rodillas.
Recé, Stefan. Pedí a gritos al espíritu de mi padre y de Roemer Franz que por favor me ayudaran. Los cuerpos me rodeaban y me empujaban, el hedor era insoportable, porque algunos estaban recién enterrados; otros, medio descompuestos, olían directamente a tierra.
Eché a correr otra vez, choqué contra ellos, tropecé entre ellos y retrocedí para no perder el equilibrio y poder continuar. Al final me quité la chaqueta para espantarlos. Vi que eran débiles e incapaces de resistir un ataque, así que volví a golpearlos con la chaqueta y me libré de ellos. Me arrodillé de nuevo para descansar.
Todavía puedo oírlos; oír la pesada marcha de sus pies inertes.
Eché un vistazo por encima del hombro y vi que una legión de horribles cadáveres, como marionetas movidas por hilos, me seguía dispersa.
Me levanté y continué; arrastraba mi chaqueta porque estaba llena de inmundicia de la lucha, y había perdido mi sombrero, ah, mi querido sombrero. A los pocos minutos dejé atrás a los muertos. Supongo que al final dejó que cayeran.
Mientras continuaba con los pies doloridos y el pecho inflamado por el esfuerzo, vi que tenía las mangas llenas de manchas de la pelea. El olor me seguiría todo el camino hasta Puerto Príncipe, pero alrededor de mí todo estaba tranquilo y en silencio. ¡El espíritu descansaba! Probablemente estaba exhausto. No tenía tiempo de preocuparme por el olor de la ropa; debía darme prisa.
El cielo empezó a clarear. Escuché el traqueteo de carros detrás de mí y vi que el campo se animaba en todas direcciones. Efectivamente, al llegar a lo alto de una cuesta divisé la ciudad colonial que se extendía debajo y suspiré.
Un pequeño carro desvencijado, cargado de fruta y verdura para el mercado y conducido por dos mulatos de piel clara, se detuvo a mi paso. Los hombres me miraban fijamente mientras yo decía en mi mejor francés que necesitaba ayuda y Dios los bendeciría si me la daban. Luego, saqué algunas monedas que aceptaron agradecidos y subí detrás.
Me recosté contra una pila de frutas y verduras y empecé a dormitar. El carro me mecía y golpeaba con sus traqueteos, pero para mí era como estar en el más lujoso de los carruajes.
Mientras el sueño me invadía e imaginaba que me hallaba de vuelta en Amsterdam, sentí que una mano tocaba la mía. Una mano suave que me palmeaba amablemente. Levanté mi mano derecha para devolver el gesto, abrí los ojos y volví la cabeza hacia la izquierda. Vi entonces el cuerpo quemado de Deborah que me miraba con curiosidad, calva y arrugada, con unos ojos azules vivos y una sonrisa irónica en sus labios quemados.
Grité tan fuerte que asusté a los hombres y al caballo. Pero ya no importaba porque me había caído sobre el camino. El caballo huyó y los hombres no consiguieron pararlo. Pronto los perdí de vista, al otro lado de la cuesta.
Me senté, llorando, con las piernas cruzadas.
—¡Condenado espíritu! ¿Qué quieres de mí? ¡Dime! ¿Por qué no me matas? Si puedes hacer todo esto, seguramente tienes el poder necesario.
Ninguna voz me respondió, aunque yo sabía que estaba allí. Levanté la mirada y lo vi, pero esta vez sin ningún horrible disfraz. Era de nuevo el hombre de cabello oscuro con el chaleco de cuero, aquel sujeto bien parecido que había visto dos veces.
Parecía muy sólido, tanto que hasta la luz del sol se reflejaba sobre él mientras se apoyaba perezosamente sobre el seto que bordeaba el camino. Me miraba con ojos entrecerrados y parecía pensativo, porque su cara no tenía expresión alguna.
Me sorprendí a mí mismo mirándolo, estudiándolo como si no hubiera nada que temer, y percibí algo de capital importancia.
Este hombre, apoyado contra el seto, no era una ilusión. Era un cuerpo que el Impulsor había conseguido formar.
—Sí —me dijo sin mover los labios. Y comprendí por qué; todavía no sabía cómo moverlos—. Pero aprenderé —añadió—, aprenderé.
Continué observándolo. Quizá mi agotamiento me había hecho perder el juicio. Pero no tenía miedo. ¡Y a medida que la luz del sol se hacía más brillante vi que atravesaba su cuerpo! Vi las partículas que lo componían bailando como si fueran polvo.
—De polvo eres —murmuré, pensando en la frase bíblica. Pero en ese preciso instante empezó a disolverse. Empezó a palidecer hasta desaparecer. El sol se levantó sobre el campo y surgió la mañana más hermosa que había visto en mi vida.
¿Se habría despertado Charlotte? ¿Lo habría controlado?
No lo sé y puede que no lo sepa nunca. Llegué a mis habitaciones en menos de una hora, después de ver a nuestro agente y hablar otra vez con el posadero, como ya le he explicado antes.
Ahora ya es más de medianoche, según mi buen reloj, que puse en hora hoy al mediodía en la posada, y el demonio está aquí desde hace un rato.
Durante la última hora ha aparecido y desaparecido varias veces en su forma preferida. Se pone en un rincón y luego en otro. En una oportunidad vi que me miraba desde el espejo. Stefan, ¿cómo consigue el espíritu hacer semejantes cosas? ¿Engaña a mis ojos? ¡Porque sin duda es imposible que esté tras el cristal! Pero me negué a levantar la mirada y finalmente la imagen se desvaneció.
Ahora ha comenzado a mover los muebles y otra vez hace ruido de alas que se agitan. Debo salir de esta habitación. Voy a enviar esta carta junto con las otras.
Suyo, con lealtad a Talamasca,
Petyr».
«Stefan:
Está amaneciendo y todas mis cartas van camino de Amsterdam. El barco que las lleva ha salido hace una hora, y por más que yo debería haber partido también, sé que no debo. Si este demonio quiere jugar conmigo, es mejor que lo haga aquí, y mis cartas estarán seguras.
Temo que ese ser tenga también el poder de hundir un barco, porque en cuanto subí a bordo para hablar con el capitán y asegurarme de que mis cartas llegarían a salvo, el viento y la lluvia comenzaron a azotar las ventanas y la nave empezó a moverse.
La razón me decía que era imposible que el Impulsor tuviera la fuerza necesaria para hundir un navío; pero, horror de horrores, ¿y si me equivocaba? No resistiría ser culpable de la muerte de tanta gente.
Así pues, me quedo aquí. Estoy en una atestada taberna de Puerto Príncipe, la segunda a la que entro esta mañana, pues temo quedarme solo.
En la primera taberna me quedé dormido durante un cuarto de hora quizás y me despertaron las llamas que me rodeaban. Me di cuenta de que habían tirado la vela sobre el coñac derramado. Me echaron la culpa y me dijeron que me fuera a gastar el dinero a otra parte. Ahí estaba el demonio, en las sombras, detrás de la chimenea. Si hubiera podido mover su rostro cerúleo, habría sonreído.
Estoy agotado, Stefan. Volví otra vez a mi habitación e intenté dormir, pero me tiró de la cama.
Incluso aquí, en este lugar público lleno de borrachos nocturnos y de madrugadores viajeros, me hace sus jugarretas y nadie se da cuenta, porque nadie sabe que la imagen de Roemer, sentado junto al fuego, no es real. Ni que la mujer que aparece un instante en las escaleras, a la que apenas prestan atención, es Geertruid, muerta hace veinte años. El demonio arranca sin duda estas imágenes de mi mente y luego las reproduce. Aunque no puedo imaginar cómo.
He intentado hablar con él en la calle, le supliqué que me dijera qué se proponía. ¿Existe alguna posibilidad de que siga con vida? ¿Qué podía hacer para que cesara con sus malignos trucos? ¿Y qué le había ordenado Charlotte que hiciera?
Luego, cuando ya me había sentado y pedido vino, porque otra vez estoy sediento de alcohol y bebo demasiado, vi cómo se movía mi pluma y escribía un garabato que decía: “Petyr morirá”.
Adjunto el papel a la presente porque es la letra de un espíritu. Yo personalmente no tengo nada que ver en ello. Quizás Alexander pueda tocarlo y aprender algo nuevo. Yo ya no puedo aprender nada de toda esta locura, salvo que los dos, él y yo juntos, podemos producir imágenes que hubieran hecho huir a Jesús del desierto completamente loco.
Ahora sé que tengo un único medio de salvación. En cuanto termine esta carta y la deje con el agente, iré a ver a Charlotte y le pediré que haga que el demonio se detenga. No puedo hacer otra cosa, Stefan. Sólo Charlotte puede salvarme. Y ruego que pueda llegar sano y salvo a Maye Faire.
Pero tengo un único temor, amigo mío, que Charlotte sepa lo que está haciéndome el demonio y que sea ella quien se lo haya ordenado, que sea Charlotte la autora absoluta del diabólico plan.
Si no vuelve a tener noticias mías —y permítame recordarle que de aquí zarpan diariamente barcos holandeses hacia nuestra bella ciudad—, siga estas instrucciones:
Escriba a la bruja e infórmele de mi desaparición. Pero ocúpese de que la carta no salga de nuestra casa matriz y que no haya ninguna dirección a la que pueda responder, para que el demonio no penetre nuestros muros.
¡No envíe a nadie a buscarme, se lo ruego! Porque esa persona sólo toparía con una muerte peor que la mía.
Averigüe todo lo que pueda sobre la evolución de esta mujer a través de otras fuentes, y recuerde que el hijo que dará a luz dentro de nueve meses sin duda será mío.
¿Qué más puedo decirle?
Después de mi muerte, si fuera posible, trataría de ponerme en contacto con usted o con Alexander. Pero, querido amigo, me temo que no hay “después”, que sólo me aguarda la oscuridad y que mi época de luz llega a su fin.
No me arrepiento de nada en estas horas finales. Talamasca ha sido mi vida y he pasado años defendiendo al inocente y buscando el saber. Os amo, hermanos y hermanas. No me recordéis por mis debilidades, por mis pecados ni por mi falta de criterio, sino por el amor que os profeso.
Ah, permítame contarle lo que acaba de suceder, puesto que es muy interesante.
Volví a ver a Roemer, mi querido Roemer, el primer director de nuestra orden a quien conocí y amé. Parecía muy joven y tenía muy buen aspecto; yo estaba tan contento de verlo que me puse a llorar y no deseaba que la imagen desapareciera.
“Deja que juegue con esto —pensé—, porque proviene de mi mente, ¿no? Y el demonio no sabe lo que hace”. Así pues, me dirigí a Roemer.
—Mi querido Roemer —dije—, no sabe cuánto lo he echado de menos. ¿Dónde ha estado? ¿Qué ha aprendido? Siéntese, por favor —dije—, tome algo conmigo. —Así pues, mi querido maestro se sentó, se inclinó sobre la mesa y empezó a decirme las obscenidades más increíbles. Nunca habrá oído usted semejante lenguaje. Me dijo que me arrancaría la ropa ahí mismo en la taberna y que me haría cosas que me producirían un placer enorme. Que siempre había querido hacerlo cuando yo era un niño, y que incluso lo había hecho una noche en mi habitación, dejando que los demás lo vieran todo y después rieran.
Debí quedarme como una estatua, mirando fijo a la cara a aquel monstruo que, con la sonrisa de Roemer, cuchicheaba semejantes groserías como si fuera una vieja madama de burdel. Al final, la boca de esta criatura dejó de moverse y empezó a hacerse más y más grande, y la lengua se transformó en una cosa negra, negra y brillante como la joroba de una ballena.
Como un muñeco cogí mi pluma, la mojé y comencé a escribir la presente descripción. Ahora esta imagen ha desaparecido.
¿Sabe lo que ha hecho el demonio, Stefan? Ha puesto mi mente del revés. Voy a contarle un secreto. Naturalmente, mi amado Roemer jamás se tomó semejantes libertades conmigo, pero yo suspiraba y anhelaba que lo hiciera. El malévolo espíritu extrajo de lo profundo de mi mente un recuerdo de mi niñez, de cuando estaba en la cama de la casa matriz, soñando con que Roemer viniera, levantara las mantas y se acostara conmigo. ¡Soñaba esas cosas!
Si el año pasado me hubieran preguntado si alguna vez había soñado algo así, habría respondido que nunca; pero lo hice y el espíritu me lo recordó. ¿Debería darle las gracias?
Quizá pueda traer a mi madre para que nos sentemos juntos a cantar otra vez al lado de la lumbre de la cocina.
Ahora me voy. Ya ha amanecido por completo. El espíritu no está cerca. Confiaré esta carta a nuestro agente antes de partir hacia Maye Faire, siempre que no me detengan los guardias locales y me lleven a la cárcel. Parezco un vagabundo loco. Charlotte me ayudará. Charlotte contendrá a este demonio.
¿Qué más queda por decir?
Petyr».
Nota para los archivos:
Ésta fue la última carta de Petyr van Abel. Dos semanas después, la casa matriz recibió una comunicación procedente de Jan van Clausen, comerciante holandés afincado en Puerto Príncipe, que informaba de la muerte de Petyr. Su cuerpo se descubrió unas doce horas después de que él alquilara un caballo en un establo y saliera de Puerto Príncipe.
Las autoridades locales suponían que Petyr había topado a primera hora de la mañana con algún desmán, presumiblemente perpetrado por una banda de esclavos fugitivos que iban a profanar de nuevo un cementerio en el que ya habían causado grandes estragos sólo uno o dos días antes.
Petyr aparentemente fue golpeado, arrastrado e introducido en una cripta en la que quedó atrapado por un árbol caído y por pesados escombros. Cuando lo encontraron, tenía los dedos de su mano derecha metidos entre los escombros como si hubiera tratado de cavar para salir. Le habían arrancado dos dedos de la mano izquierda que no se encontraron nunca.
Jamás se descubrió a los autores de la profanación ni del asesinato. El hecho de que el dinero de Petyr, así como su reloj de oro y sus papeles no hubieran sido robados, añadió misterio a la muerte.
Van Clausen devolvió las pertenencias de Petyr a la casa matriz y se hizo cargo de la investigación a instancias de la orden.
En resumidas cuentas, no se descubrió nada de auténtica importancia, excepto que durante su último día en Puerto Príncipe, todos creían que Petyr se había vuelto loco, con sus incesantes envíos de cartas a Amsterdam y sus instrucciones de que se notificara a la casa matriz en caso de muerte.
«Algunos mencionaron haberlo visto en compañía de un extraño joven de cabello oscuro con el que conversó largamente».