INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR
Tercera parte
«Puerto Príncipe
Santo Domingo
Stefan:
Después de haberle enviado dos breves misivas desde los puertos que hemos tocado antes de nuestra llegada, empiezo ahora mi diario de viaje en el que todas mis notas irán dirigidas a usted.
Le escribo desde unas habitaciones si no lujosas sí de las más cómodas de aquí, en Puerto Príncipe. He pasado dos horas caminando por esta ciudad colonial y he quedado deslumbrado por sus casas señoriales, por sus espléndidos edificios públicos, incluyendo un teatro para representar óperas italianas, por los hacendados y sus esposas elegantemente vestidos, y por la gran cantidad de esclavos que hay.
En todos mis viajes no he hallado un sitio que iguale a Puerto Príncipe en exotismo, y no creo que haya ciudad de África que pueda ofrecer semejante espectáculo.
Porque no sólo se ven negros por todas partes, que realizan tareas de lo más diversas, sino que hay también multitud de extranjeros relacionados con el comercio. He descubierto también una próspera y nutrida población de mulatos, compuesta íntegramente por los vástagos de los hacendados y sus concubinas africanas, la mayoría de los cuales ha conseguido la libertad gracias a sus padres blancos. Se ganan la vida como músicos, artesanos, tenderos y, claro está, como mujeres de mala reputación. Las mujeres de color que he visto son sorprendentemente bellas. No puedo culpar a los hombres por escogerlas como queridas o compañeras nocturnas. Muchas tienen una piel dorada y ojos grandes, negros y brillantes, y son, obviamente, conscientes de sus encantos. Se visten con gran ostentación y hasta poseen gran número de esclavos negros.
Con respecto a Charlotte y su esposo, aquí los conocen, pero no se sabe nada de la familia de ella en Europa. Han comprado una de las plantaciones más grandes y prósperas muy cerca de Puerto Príncipe, junto al mar. Está aproximadamente a una hora de carruaje de las afueras de la ciudad y limita con altos acantilados sobre las playas. Es famosa por su enorme casa y otras espléndidas construcciones, como una ciudad en pequeño, con herreros, talabarteros, costureras, tejedores, ebanistas, y dispone de muchas arpentas plantadas de café y añil que producen una fortuna en cada cosecha.
Esta plantación ha hecho ricos a tres propietarios diferentes en este breve período, desde que se instalaron los franceses, trabados en permanentes luchas con los españoles que ocupan la parte suroriental de la isla. Dos de ellos la vendieron para irse a París con las ganancias, mientras que el tercero murió de fiebres. Ahora es propiedad de los Fontenay, Antoine padre y Antoine hijo, pero se sabe que es Charlotte quien la dirige.
Dicen que tiene en sus manos las riendas hasta de los más pequeños detalles, que conoce a todos los esclavos por su nombre y que monta por el campo con su mayoral. (Stefan, no hay personas en el mundo más despreciadas que estos mayorales.) No escatima la comida ni la bebida de los esclavos, de modo que se granjea una lealtad extraordinaria, inspecciona sus hogares, adora a sus hijos y estudia concienzudamente el caso de los acusados antes de castigarlos; pero su determinación para con los traidores es también legendaria, porque el poder de estos hacendados no tiene límites. Si lo desean, pueden azotar a sus esclavos hasta la muerte.
En cuanto a la servidumbre de la casa propiamente dicha, es elegante, exageradamente ataviada y atrevida, si se hace caso de lo que dicen los mercaderes. Cinco doncellas atienden exclusivamente a Charlotte. Unos dieciséis esclavos se ocupan de la cocina y nadie sabe cuántos mantienen los salones, las salas de música y de baile. Como estos esclavos tienen mucho tiempo libre, a menudo aparecen por Puerto Príncipe con monedas de oro en los bolsillos y las puertas de todas las tiendas se abren para ellos.
La que casi nunca sale de su propiedad —que, a propósito, se llama Maye Faire, escrito así, en inglés, jamás en francés— es Charlotte.
La dama ha dado dos bailes espléndidos desde su llegada, durante los cuales su marido tomó asiento en una silla para ver el espectáculo y hasta asistió su anciano padre a pesar de lo débil que está.
La buena sociedad local, que en este lugar no piensa más que en diversiones, ya que no hay mucho más en que pensar, la adora por estos dos acontecimientos y suspira por otros, con la certeza de que Charlotte no la defraudará.
Por lo que pude saber, los únicos que llaman bruja a esta dama son sus esclavos, pero con temor reverencial y respeto por sus poderes curativos que ya han alcanzado cierta reputación, aunque permítame repetir que nadie sabe nada de lo sucedido en Francia. El nombre de Montcleve nunca ha sido pronunciado. La historia de la familia se limita a Martinica.
Esta tarde, cansado ya de mis paseos, regresé a mi hospedaje, donde tengo dos esclavos a mi servicio para desvestirme y lavarme si lo deseara, y le escribí a la dama diciéndole que me gustaría visitarla porque tengo un mensaje de suma importancia que una persona muy querida para ella, quizá más querida que ninguna otra, me confió junto con la dirección apropiada la noche antes de su muerte. Debo ir en persona, añadí, porque el mensaje es demasiado importante para incluirlo en la carta. Firmé con mi nombre completo.
Antes de empezar a escribir estas notas me llegó la respuesta. Esta misma noche he de desplazarme a Maye Faire; un carruaje pasará a recogerme a la puerta de la posada antes de que anochezca.
Voy a llevar todo lo que necesite para pasar allí la noche, y la noche siguiente si así lo deseo, que es lo que tengo intención de hacer.
Stefan, estoy de lo más entusiasmado y en absoluto atemorizado. Después de haberlo pensado mucho, ahora sé que voy a ver a mi hija. Pero cómo decírselo, o si debo hacerlo, me perturba profundamente.
Ahora me voy a bañar y vestir adecuadamente y a prepararme para esta aventura. Stefan, ¿cómo puedo explicarle lo que siente mi corazón?
Es como si mi vida hasta el momento hubiera estado pintada de colores pastel y ahora adquiriera la fuerza de Rembrandt van Rijn.
Siento la oscuridad cerca de mí y siento también la luz que brilla; pero sobre todo siento profundamente el contraste entre ambas.
Me despido hasta que vuelva a coger la pluma.
Su servidor,
Petyr
Posdata. — Copiado y enviado como carta a Stefan Franck esta misma noche. P.V.A».
«Puerto Príncipe
Santo Domingo
Querido Stefan:
Han pasado dos semanas completas desde la última vez que le escribí. ¿Cómo describir todo lo que ha ocurrido? Temo que no haya tiempo, ya que mi sosiego es poco; sin embargo debo contarle todo lo que he visto, hecho y sufrido.
Le escribo a última hora de la mañana. He dormido dos horas desde mi regreso a la posada. También he comido, pero sólo para poder tener algo de fuerzas. Espero y ruego que aquello que me ha seguido hasta aquí y me ha atormentado todo el camino desde Maye Faire, haya regresado al fin con la bruja que lo mandó a perseguirme y destruirme, cosa que no he permitido que pasara.
Stefan, si el demonio no ha sido vencido, si renueva el ataque contra mí con vigor mortal, interrumpiré mi narrativa, le daré los elementos más importantes con frases breves y sellaré y guardaré esta carta en mi caja de hierro. Esta mañana ya he hablado con el posadero, en caso de fallecimiento él se encargará de que llegue a Amsterdam. También he hablado con el agente local, primo y amigo de nuestro agente en Marsella, y tiene instrucciones de pedir la caja.
Déjeme añadir, sin embargo, que ambos hombres me juzgan por mi aspecto y piensan que estoy loco. Sólo mi dinero les inspira cierta confianza y la promesa de una cuantiosa recompensa cuando la caja y esta carta lleguen a sus manos.
Stefan, tenía razón con todas sus advertencias y presentimientos. Estoy cada vez más hundido en el mal, más allá de toda redención. Debería haber vuelto a casa. Por segunda vez en mi vida conozco la amargura del arrepentimiento.
Apenas me queda vida. Tengo la ropa hecha jirones, los zapatos destrozados, y las manos arañadas por las espinas. Me duele la cabeza debido a mi interminable huida en la oscuridad. Pero no tengo tiempo de descansar. Ahora mismo no me atrevo a marcharme en barco, porque si el demonio tiene intenciones de perseguirme, lo hará aquí o en el mar. Y es mejor que el ataque se produzca en tierra firme para que no se pierda la caja de hierro.
Debo usar el tiempo que me quede para contarle todo lo que ha ocurrido…
… le escribí por última vez al atardecer, antes de salir de la posada. Me puse mis mejores ropas y bajé para llegar al coche que venía a buscarme. Todo lo que había visto en las calles de Puerto Príncipe me había preparado para esperar un carruaje espléndido; sin embargo, éste superaba todo lo imaginado: un coche de vidrio con criado, cocheros y dos guardias montados a caballo, todos ellos negros africanos con librea, pelucas empolvadas y ropa de satén.
El viaje por las colinas fue de lo más placentero. Unas nubes blancas se alzaban en el cielo, las colinas propiamente dichas estaban cubiertas de hermosos bosques, salpicadas de elegantes mansiones coloniales rodeadas de flores y plátanos que crecían por doquier.
No menos encantador era divisar el mar azul a lo lejos. Si hay algún mar más azul que el Caribe yo no lo he visto, y cuando uno lo ve a la hora del crepúsculo es más espectacular aún. Pero más adelante hablaré sobre ello, porque tuve mucho tiempo para contemplar el color de este mar.
Pasamos junto a las casas de dos plantaciones pequeñas, unas construcciones muy bonitas, separadas del camino por grandes jardines. Pasamos también junto a un riachuelo y a un cementerio con lápidas de fino mármol con inscripciones en francés. Mientras cruzábamos un puentecillo, tuve tiempo de observarlo y pensar en aquellos que habían llegado vivos y habían muerto en esta tierra salvaje.
Hablo de estas cosas por dos razones: la más importante, para establecer ahora que mis sentidos estaban arrullados por las bellezas que vi durante el viaje, por la pesada humedad del crepúsculo y por el súbito espectáculo de la casa de la plantación de Charlotte, al final de un camino empedrado, en una enorme extensión de terreno ondulado. Una casa con un esplendor que nunca había visto.
Cuanto más me acercaba, mayor era el resplandor que salía de ella. Nunca he visto tantas velas, ni siquiera en la corte de Francia. De las ramas de los árboles colgaban farolillos. Cuando estuve delante vi que cada uno de los ventanales daba a alguna de las galerías, la de abajo o la de arriba, y que los candelabros iluminaban el fino mobiliario y todo un mundo de color brillaba en la oscuridad.
Estaba tan distraído con todo ello que me sobresalté al divisar a la dama de la casa que salía a recibirme por la puerta que daba al jardín. Se quedó esperando entre las flores, con un vestido de raso color limón, igual que los tenues capullos que la rodeaban, mientras unos ojos severos y quizá fríos, en un rostro joven y terso que le daban, por así decirlo, aspecto de niña enfadada, se fijaban en mí.
Mientras descendía, ayudado por un criado, sobre una alfombrilla púrpura la dama se acercó y pude apreciar entonces en su justa medida que era de elevada estatura para ser mujer, aunque mucho más pequeña que yo.
Era rubia y la encontré bella, como le habría parecido a cualquiera, pero las descripciones que había oído no me habían preparado para la imagen que tenía delante. Ah, si Rembrandt la hubiera visto, sin duda la habría pintado. Era muy joven y, sin embargo, tenía la dureza del metal. Iba ricamente ataviada con un vestido de encaje y perlas, de pronunciado escote que dejaba a la vista un busto lleno; podría decirse que iba medio desnuda. Tenía unos brazos maravillosamente torneados debajo del encaje de las mangas.
Ay, me demoro en cada detalle porque trato de comprender mi propia debilidad, e intento también que usted pueda perdonarme. Estoy loco, Stefan, loco por lo que he hecho. Pero, por favor, cuando usted y los demás me juzguen, tenga en cuenta todo lo que voy a escribir aquí.
Cuando quedamos el uno frente al otro tuve la impresión de que algo silencioso y amenazador se había instalado entre ambos. Esta mujer de rostro dulce y joven casi hasta el absurdo, de mejillas suaves e inocentes ojos azules, me estudió como si un alma completamente diferente, vieja y sabia, acechara en su interior. Su belleza actuaba sobre mí como un hechizo. Miré tontamente su largo cuello, la curva de sus hombros y otra vez esos brazos tan bien formados.
Me sorprendí pensando estúpidamente en lo agradable que sería apretar ligeramente con mis pulgares la suavidad de sus brazos. Y tuve la impresión de que me miraba del mismo modo que su madre hacía muchos años, cuando en la posada de Escocia yo pugnaba contra la tentación de su belleza para no hacerle daño.
—Ah, al fin habéis llegado, Petyr van Abel —dijo en un inglés con un ligero acento escocés. Le juro, Stefan, que era la voz de Deborah en su juventud. Cuánto debieron de hablar en inglés, seguramente la lengua secreta entre las dos.
—Señora mía —respondí en el mismo idioma—, gracias por recibirme. He hecho un largo viaje para veros, nada en el mundo hubiera podido detenerme.
Sin embargo, no dejaba de estudiarme, con frialdad —como si fuera un esclavo en la tarima de una subasta—, sin disimular su examen pese a que yo me esmeraba en disimular el mío.
—Sois bien parecido, como me dijo mi madre —comentó, meditativa, en voz baja, arqueando una ceja—. Alto, franco, fuerte y en la plenitud de vuestra vida, ¿no es cierto?
—Mon Dieu, madam —sonreí, nervioso—, no sé si me estáis adulando o no.
—Me gusta vuestro aspecto —dijo. Y una sonrisa extraña se dibujó en su rostro, sagaz y desdeñosa, pero al mismo tiempo dulcemente infantil. Frunció los labios ligera y amargamente, como si hiciera pucheros, y el gesto me pareció inexplicablemente encantador. Luego dio la impresión de perderse en mi contemplación hasta que dijo al fin—: Venid conmigo, Petyr van Abel. Habladme de mi madre, contadme todo lo que sepáis sobre su muerte. Y cualquiera que sea vuestro propósito, no me mintáis.
Aquí pareció surgir en ella una gran vulnerabilidad, como si yo de repente pudiera herirla y ella lo supiera y tuviera miedo.
—No, no he venido a contaros mentiras —dije; sentía una gran ternura—. ¿No sabéis nada de lo sucedido?
Se quedó en silencio y luego respondió fríamente:
—Nada —como si mintiera. Vi que me exploraba de la misma manera que yo exploraba a los demás cuando trataba de arrancarles sus pensamientos secretos.
Me condujo hacia la casa, inclinando ligeramente la cabeza al tiempo que me cogía por el brazo. Todo me distraía, hasta la gracia de sus movimientos o el roce de sus faldas contra mi pierna. Ni siquiera miró a los esclavos que nos flanqueaban, un auténtico ejército, con linternas para iluminar nuestro camino. Más allá, los lechos de flores brillaban en la oscuridad y los árboles robustos se erguían delante de la casa.
Al llegar a la escalinata de entrada, Charlotte dio la vuelta y siguió el sendero de lajas que se internaba entre los árboles. Buscó un banco de madera y se sentó.
Yo me senté junto a ella a un gesto suyo. La oscuridad nos rodeaba y los farolillos que pendían de los árboles brillaban con una luz amarilla, y la casa emitía un resplandor más intenso aún.
—Decidme, señora, ¿por dónde queréis que empiece? —pregunté—. Estoy a vuestra disposición. ¿Cómo queréis que os lo cuente?
—Sin rodeos —respondió. Sus ojos me miraban fijamente otra vez. Estaba tranquila, ligeramente vuelta hacia mí, con las manos sobre la falda.
—No murió en las llamas. Se tiró de la torre de la iglesia y murió al golpear contra las piedras.
—¡Gracias a Dios —murmuró—, qué suerte escucharlo de labios humanos!
Reflexioné sobre aquellas palabras durante un momento. ¿Significaban que el espíritu Impulsor ya se lo había contado y ella no le había creído? Parecía de lo más abatida y yo no sabía si continuar. Sin embargo, lo hice.
—Una gran tormenta, invocada por vuestra madre, azotó Montcleve. Vuestros hermanos han muerto también, así como la anciana condesa.
No dijo nada, pero miró al frente con una intensa tristeza, con desesperación quizá. No parecía una mujer, sino una niña.
Continué, sólo que retrocedí un poco en mi relato. Le conté cómo había llegado al pueblo, cómo me había reunido con su madre y todo lo que me había dicho sobre el Impulsor: que había causado la muerte del conde, sin conocimiento de Deborah, que ella se lo había recriminado y lo que el espíritu había dicho en su defensa. Le expliqué también que su madre quería que yo la informara y la advirtiera.
A medida que escuchaba, su cara se tornaba cada vez más sombría; sin embargo, seguía sin mirarme. Le dije cuál era el significado de las advertencias de su madre y luego lo que yo pensaba sobre el espíritu: que ningún mago había escrito jamás que un espíritu pudiera aprender. Siguió sin moverse ni hablar. Tenía el rostro tan ensombrecido que parecía a punto de estallar. Al final, cuando yo trataba de resumir mis ideas sobre el tema y le decía que sabía un poco sobre los espíritus, me interrumpió:
—Basta ya. Jamás se os ocurra hablar aquí de esto con nadie.
—No, no, no pensaba hacerlo —me apresuré a responder. Continué explicándole lo que había sucedido después de mi encuentro con Deborah, y le describí el día de su muerte con todo detalle, y omití sólo que yo había arrojado a Louvier del techo. Simplemente dije que había muerto.
Se sumió en el silencio durante un buen rato. Parecía que iba a echarse a llorar, pero no lo hizo.
—Creen que he abandonado a mi madre —dijo por fin—, pero vos sabéis que no es cierto.
—Lo sé, señora —dije en voz baja—. Fue vuestra madre quien os envió aquí.
—¡Me ordenó que me fuera! —dijo, implorante—. Me lo ordenó. —Se detuvo sólo para recobrar el aliento—. “Vete, Charlotte” me dijo, “porque si tengo que verte morir delante de mí o conmigo, mi vida no habrá significado nada”. —Su boca volvió a hacer aquel gesto, ese puchero, y pensé que iba a echarse a llorar; sin embargo, apretó los dientes, abrió los ojos de par en par y la ira volvió a apoderarse de ella.
—Yo amaba a vuestra madre —le dije.
—Sí, lo sé —respondió—. Su marido y mis hermanos se volvieron contra ella.
Noté que no mencionaba al conde como su padre, pero no dije nada. En realidad, no sabía si tenía que decir o no algo a este respecto.
—¿Qué puedo decir para aliviar vuestro corazón? —pregunté—. Han recibido su castigo. No disfrutan de la vida que le han quitado a Deborah.
—Ah, bien dicho. —Sonrió entonces con amargura y se mordió el labio. Su carita tenía un aspecto dulce y tierno, como la de alguien a quien se pudiera herir. Yo me incliné y la besé, y ella me lo permitió, con la mirada oculta.
Se quedó desconcertada. Y yo también, porque besarla, percibir el aroma de su piel, estar tan cerca de sus pechos me resultaba indescriptiblemente dulce, en realidad, me encontraba en un estado de consternación absoluta. De pronto dije que me gustaría que volviéramos a hablar del espíritu, porque me parecía que mi única salvación era ocuparme de cosas concretas.
—Quiero que sepáis lo que pienso sobre el espíritu y los peligros que entraña. Seguramente sabréis cómo llegué a conocer a vuestra madre. ¿Os ha contado toda la historia?
—Ella podía haber llegado mucho más lejos. Todas nosotras somos mucho más de lo que parecemos. Sólo aprendemos lo que debemos. Pensad en lo que yo me he convertido aquí desde que dejé la casa de mi madre. Y oíd lo que os digo: se trataba de la casa de mi madre. Suyo era el oro que la amuebló, que puso alfombras sobre el suelo de piedra y leña en los hogares.
—La gente del pueblo me ha hablado de ello, me han dicho que el conde no tenía más que su título antes de conocerla.
—Sí, y deudas. Pero todo aquello ya ha pasado. Está muerto. Y sé que me habéis contado todo lo que mi madre os ha dicho. Me habéis contado la verdad. Sólo me pregunto qué puedo contaros yo que no sepáis ya, y no consigo imaginármelo. Recuerdo que mi madre me dijo que a vos podía confesároslo todo.
—Me alegra que haya dicho eso de mí. Nunca la traicioné ante nadie.
—Salvo ante vuestra orden, Talamasca.
—Ah, pero eso no fue nunca una traición.
La joven apartó su mirada de mí.
—Queridísima Charlotte —le dije—, yo amaba a vuestra madre, como os he dicho. Le rogué que se cuidara del espíritu y de su poder. No es que haya predicho lo que le sucedió, pero temía por ella. Temía que su ambición de usar el espíritu para sus propios fines terminara…
—No quiero escuchar nada más —dijo, otra vez furiosa.
—¿Qué queréis que haga? —pregunté.
Se quedó pensativa, aunque no aparentaba inquietud por mi pregunta.
—Jamás sufriré lo que ha sufrido mi madre, ni la madre de ella —dijo por fin.
—Espero que no. He cruzado el mar para…
—No, vuestras advertencias y vuestra presencia aquí no tienen nada que ver con ello. No sufriré como mi madre. Ella arrastraba desde la niñez una tristeza y una destrucción enormes.
—Comprendo.
—Yo no, ya era toda una mujer en este lugar antes de que sufriera todos esos horrores. He visto otros horrores y vos los veréis esta noche cuando conozcáis a mi esposo. No existe médico ni curandero en el mundo capaz de curarlo. Me ha dado sólo un hijo sano, pero no es suficiente. Bueno, nos están esperando. —Se puso de pie, y yo con ella—. No digáis nada sobre mi madre ante los demás. Nada. Habéis venido a verme…
—Porque soy un comerciante que quiere establecerse en Puerto Príncipe y desea vuestro consejo.
Asintió, aburrida, y añadió:
—Cuanto menos digáis, mejor. —Se dio la vuelta y se encaminó hacia la escalinata.
No puede imaginar lo desdichado que me sentía. ¿Qué podía deducir de sus extrañas palabras? Ella misma me desconcertaba, por momentos parecía una niña y por momentos una mujer adulta. Ni siquiera podía decir que hubiese tomado en cuenta mis advertencias, ni las que Deborah me había implorado que le transmitiera. ¿No había añadido demasiados consejos por mi cuenta?
—Señora Fontenay —dije, cuando llegamos a la puerta principal—, debemos hablar un poco más. ¿Me lo prometéis?
—Cuando mi esposo se acueste —dijo—, nos quedaremos solos. —Al pronunciar esto último me miró de arriba abajo, temo que yo me sonrojé mientras la observaba y veía que sus mejillas se encendían y sonreía juguetona.
Entramos en el vestíbulo central, con molduras de lo más elegantes y finos candelabros encendidos con velas de cera pura. En un extremo había una puerta abierta que daba al porche trasero, detrás del cual alcancé a divisar el borde del acantilado iluminado por linternas que pendían de las ramas de los árboles, igual que los del jardín delantero, y poco a poco me fui dando cuenta de que el murmullo que se oía no era del viento, sino del mar.
El comedor, al que accedimos por nuestra derecha, disponía incluso de una mejor panorámica de los acantilados y de las aguas oscuras, más abajo, y tuve tiempo de observarlo mientras seguía a Charlotte, pues la estancia ocupaba todo el ancho de la casa. Un vestigio de luz jugaba todavía sobre las aguas, si no, no hubiera sido capaz de distinguirlas. El sonido del mar llenaba la habitación y la brisa era húmeda y tibia.
El comedor propiamente dicho era espléndido. Habían traído todo de Europa para que contrastara con la simplicidad colonial. La mesa estaba cubierta con un mantel de hilo de lo más fino y elegante cubertería de plata labrada.
No he visto en ninguna parte de Europa objetos de plata más finos. Los candelabros eran pesados y estaban bien repujados. El sitio de cada comensal tenía su servilleta con ribetes de encaje. Las sillas estaban tapizadas con lujoso terciopelo con flecos y en el techo había un ventilador cuadrado con aspas de madera, que dos chiquillos africanos, sentados uno en cada extremo, movían por medio de un engranaje de cuerdas y poleas.
En cuanto me senté, a la izquierda de la cabecera de la mesa, entró un ejército de esclavos, todos muy bien vestidos con sedas y encajes europeos, que empezaron a llenar la mesa de bandejas. En ese preciso instante apareció el joven esposo del que tanto había oído hablar.
Se había levantado y arrastraba los pies al caminar, aunque un negro enorme y musculoso sostenía todo su peso y lo llevaba cogido de la cintura. Los brazos del hombre, con las muñecas dobladas y los dedos flojos, parecían tan débiles como las piernas. A pesar de todo era un joven bien parecido, y con sus atuendos principescos, los dedos cubiertos de joyas y la cabeza coronada por una de esas enormes y hermosas pelucas parisinas, causaba en efecto muy buena impresión. Tenía ojos de un gris penetrante, una boca generosa y bien dibujada y una barbilla fuerte.
Al sentarse, se esforzó para echarse hacia atrás para estar más cómodo, pero no pudo. El esclavo tuvo entonces que acomodarlo y mover la silla a gusto de su amo. Luego ocupó su sitio detrás de éste.
Charlotte no se había instalado en el otro extremo de la mesa, sino a la derecha de su marido, justo frente a mí, para poder darle de comer y ayudarlo. Llegaron otras dos personas, los hermanos, como pronto supe, Pierre y André, ambos atontados y abotargados por los vapores del alcohol, y cuatro damas, elegantemente vestidas, dos jóvenes y dos viejas, primas y residentes permanentes de la casa, según parecía.
Justo antes de que nos sirvieran se presentó un médico que había visitado una plantación vecina y pasaba de camino; un sujeto bastante viejo y aturdido, todo vestido de negro, como yo, al que invitaron de inmediato a quedarse. El doctor se sentó y empezó a beber vino a grandes tragos.
Ésta era la compañía, cada uno con un esclavo al lado de su silla que se inclinaba para servir los platos de las bandejas que teníamos delante y se apresuraba a llenar nuestra copa de vino aunque hubiéramos bebido sólo un sorbo.
El marido entabló una cordial conversación conmigo, y de inmediato comprendí que su mente no estaba en absoluto afectada por la enfermedad y que aún conservaba el apetito por la buena comida, que tanto Charlotte como Reginald le daban. La una sostenía la cuchara y el otro le acercaba el pan. Resultaba bastante claro que el hombre tenía deseos de vivir. Señaló que el vino era excelente y tomó dos platos de sopa, y habló educadamente con todo el mundo.
Charlotte comentó cosas del tiempo y de los asuntos de la plantación, dijo que su marido debía salir al día siguiente con ella para ver la cosecha, que la esclava joven que había comprado el invierno pasado ya sabía coser muy bien, y cosas por el estilo. La charla se desarrollaba sobre todo en francés, el joven marido respondía de manera animada y de vez en cuando se interrumpía para hacerme amables preguntas sobre los motivos de mi viaje, si me gustaba Puerto Príncipe, cuánto tiempo pensaba quedarme con ellos y otros cordiales comentarios acerca de la hospitalidad del país, de lo mucho que habían prosperado en Maye Faire y de la intención que abrigaba de comprar la plantación adyacente en cuanto pudieran convencer al dueño, un jugador borracho, de que se la vendiera.
Los hermanos borrachos también eran los únicos proclives a discutir. Hicieron algunos comentarios despectivos, porque a Pierre, el más joven, que no tenía ninguno de los talentos de su enfermizo hermano, le parecía que ya poseían suficientes tierras y que no necesitaban la plantación vecina. Añadió que Charlotte sabía más de los negocios de la hacienda de lo que debía saber una mujer.
André, ruidoso y maleducado, aplaudió el comentario. Tenía toda la pechera de encaje manchada de comida, comía con la boca llena y dejaba una mancha grasienta en el borde de la copa cada vez que bebía. Él estaba a favor de vender todas las tierras en cuanto muriera el padre y volver a Francia.
A continuación hubo un momento de confusión y todo el mundo empezó a hablar a la vez. Una de las ancianas pidió que le dijeran lo que pasaba.
Por último, la otra anciana, una vieja fea donde las haya, que se había pasado toda la cena picoteando abstraída de su plato, como un insecto afanoso, levantó de repente la cabeza y gritó a los hermanos borrachos:
—Ninguno de los dos sois aptos para dirigir esta plantación.
Ellos respondieron con risotadas, pese a que las dos primas más jóvenes los observaban con severidad; miraban con temor a Charlotte y con amabilidad al marido, casi paralizado e inútil, cuyas manos yacían junto al plato como pájaros muertos.
La anciana, aparentemente complacida por la respuesta a sus palabras, añadió:
—¡Quien manda aquí es Charlotte! —Lo que produjo miradas más temerosas de las mujeres jóvenes, nuevas carcajadas y burlas de los hermanos borrachos y una agradable sonrisa del inválido Antoine.
Pero el pobre hombre se puso tan nervioso que empezó a temblar, y Charlotte cambió rápidamente de conversación y comenzó a hablar de cosas agradables. Me volvieron a preguntar sobre mi viaje, la vida en Amsterdam y el estado de las cosas en Europa en relación a las importaciones de café y añil. Me dijeron que la vida en las plantaciones me cansaría mucho, porque la gente sólo pensaba en comer, beber y divertirse. De repente, Charlotte interrumpió educadamente la conversación y ordenó a Reginald, el esclavo negro, que fuera a buscar al anciano y lo bajara.
—Ha estado hablando conmigo todo el día —dijo ella tranquilamente a los demás con una vaga expresión de triunfo.
—¡Un milagro, sin duda! —declaró el borracho André, que ahora comía como un salvaje, sin ayuda de los cubiertos.
El viejo doctor frunció los ojos mientras miraba a Charlotte, sin dar importancia a la comida que se le había caído sobre la pechera de encaje y al vino que goteaba de la copa que sostenía con mano insegura. Cabía la posibilidad de que se le cayera del todo. El joven esclavo vigilaba ansioso detrás de él.
—¿Qué quiere decir que ha estado hablando con usted todo el día? —preguntó el doctor—. La última vez que lo vi estaba en estado de estupor.
—Cambia continuamente —dijo una de las primas.
—¡No morirá nunca! —rugió la anciana, que picoteaba otra vez.
En aquel momento entró Reginald; sostenía en vilo a un anciano de cabello gris y de lo más demacrado, con un brazo delgado y flojo sobre el hombro del esclavo, la cabeza colgando, pero los ojos brillantes, que fijaba en cada uno de nosotros.
Reginald lo sentó en una silla, en un extremo de la mesa; era un auténtico esqueleto, y tenían que atarlo con cintas de seda porque no podía tenerse derecho. A continuación el esclavo, que parecía un artista para todas estas cosas, le levantó la barbilla, porque el hombre no podía sostener la cabeza por sí solo.
Las primas no tardaron en decirle que era una suerte verlo tan bien. Pero quedaron asombradas, al igual que el doctor y yo mismo, cuando el hombre empezó a hablar.
Levantó una mano de la mesa con un movimiento inestable y flojo, para dejarla caer de golpe. En el mismo momento abrió la boca, pero su cara seguía tan inerte que lo único que consiguió fue mover su mandíbula inferior para dejar salir unas palabras débiles y apagadas.
—¡No estoy ni por asomo cerca de la muerte y no quiero oír hablar de ello! —Otra vez levantó la mano fláccida con un espasmo y la dejó caer de golpe.
Charlotte observaba todo aquello con los ojos entrecerrados y brillantes. En realidad, percibí por primera vez su concentración, la forma en que cada partícula de su atención iba dirigida al rostro del hombre y a su mano fláccida.
—Mon Dieu, Antoine —exclamó el doctor—, no puede culparnos por estar preocupados.
—¡Mi cabeza está como siempre! —afirmó el anciano decrépito con la misma voz apagada, y luego, moviendo lentamente la cabeza como si fuera de madera y girara sobre un soporte, miró de derecha a izquierda y lanzó una sonrisa torcida a Charlotte.
En aquel momento, mientras me inclinaba hacia delante, apartándome del resplandor de las velas más cercanas, maravillado por la extraña actuación, me di cuenta de que los ojos del anciano estaban inyectados en sangre, y que en realidad su cara parecía congelada y que las expresiones que se dibujaban en ella eran como grietas en el hielo.
—Tengo confianza en ti, mi querida nuera —dijo a Charlotte, y esta vez su total falta de modulación terminó en un gran ruido.
—Sí, mon père —dijo ella con dulzura—, cuidaré de ti, ten la certeza.
Se acercó a su esposo y le apretó la mano inútil. Éste miraba fijamente a su padre con desconfianza y miedo.
—Pero, padre, ¿y tus dolores? —preguntó en voz baja.
—No, hijo mío —respondió el padre—, no tengo dolores, ningún dolor.
Parecía una respuesta tranquilizadora porque esta imagen era seguramente lo que el hijo veía como una profecía de lo que le aguardaba, ¿o no?
En cuanto a mí, mientras observaba a aquel sujeto, mientras lo miraba volver otra vez la cabeza de ese extraño modo, como si fuera un muñeco de madera hecho a trozos, supe que quien hablaba no era el hombre, sino algo en su interior que se había apoderado de él; y en el preciso instante en que me di cuenta, vi al auténtico Antoine Fontenay atrapado dentro de su cuerpo, incapaz de controlar ya sus cuerdas vocales, espiándome desde allí con ojos aterrorizados.
Fue sólo un destello, pero lo vi, y en ese preciso instante me volví hacia Charlotte, que me miraba fríamente, desafiante, como si se atreviera a confirmar lo que yo acababa de descubrir. El anciano también me miraba y, de repente, para sorpresa de todos, lanzó una sonora carcajada temblorosa.
—¡Por el amor de Dios, Antoine! —exclamó la prima guapa.
—Padre, toma un poco de vino —dijo el débil hijo mayor.
El negro Reginald se inclinó para coger la copa, pero el anciano levantó entonces las manos, las dejó caer de golpe sobre la mesa y, con ojos brillantes, volvió a levantarlas con la copa de vino entre ambas como si fueran dos garras y echó el contenido sobre su cara de modo que parte entró en la boca y parte cayó por la barbilla.
La compañía estaba pasmada, así como el negro Reginald. Sólo Charlotte sonreía con frialdad mientras observaba la jugarreta. A continuación, levantándose de la mesa, dijo:
—Bueno, padre, es hora de ir a acostarse.
Reginald trató de coger la copa cuando la mano del anciano caía pesadamente y la soltaba, pero no pudo hacerlo y el vino se derramó sobre el mantel.
Una vez más se abrió esa boca rígida y la débil voz dijo:
—Estoy cansado de esta conversación. Ahora me voy.
—Sí, a la cama —repitió Charlotte, y se acercó a su silla—, nosotros iremos a verte dentro de un rato.
¿Acaso nadie más se había dado cuenta de aquel horror? ¿Nadie había percibido que un ente demoníaco movía los miembros inútiles del anciano? Las primas miraban en silencio y con repugnancia cómo lo sacaban de la silla y se lo llevaban con la barbilla floja y la cabeza inerte sobre su pecho.
Nuestras miradas se encontraron. Juraría que era odio lo que vi en sus ojos, odio por lo que yo sabía. Tomé otro trago de vino, con torpeza, y aunque era delicioso, ya empezaba a notar que era extraordinariamente fuerte o que yo era extraordinariamente flojo.
La vieja sorda, la que comía como un insecto, volvió a decir muy alto a todos en general y a nadie en particular:
—Hace años que no lo veo mover las manos así.
—Pues para mí es como el mismo diablo —añadió la prima guapa.
—Maldición, no se va a morir nunca —murmuró André antes de quedarse dormido, con la cara sobre el plato, mientras su copa rodaba por la mesa.
Charlotte, que contemplaba todo aquello con absoluta calma, lanzó una suave carcajada y dijo:
—Ah, está muy lejos de la muerte.
En ese preciso instante un sonido horrible sacudió a todo el mundo, porque en lo alto de la escalera el anciano lanzó otra terrible carcajada.
La cara de Charlotte se puso rígida; palmeó suavemente la mano de su esposo y salió deprisa de la habitación, no sin antes lanzarme una mirada.
Al final, el viejo doctor, que ya estaba lo bastante atontado para poder levantarse de la mesa, cosa que ya había intentado una vez y luego otra con no mejor suerte, declaró que tenía que marcharse. En aquel momento llegaron otros dos visitantes, unos franceses bien vestidos a quienes la mayor de las jóvenes fue a recibir inmediatamente, mientras las otras tres primas se levantaban y salían. La decrépita se volvió para mirar reprobadoramente al hermano borracho que dormía sobre el plato, al tiempo que refunfuñaba en voz baja. El otro hijo se había levantado para ayudar al doctor y luego salieron los dos juntos a la galería, haciendo eses.
Cuando me quedé a solas con Antoine y una hueste de esclavos que retiraban la mesa, le pregunté si quería fumar un cigarro conmigo, ya que había comprado dos muy buenos en Puerto Príncipe.
—Ah, tiene que probar uno de los míos, están hechos con el tabaco que cultivo aquí —respondió. Un pequeño esclavo trajo los cigarros, nos dio fuego y se quedó junto a su amo para ponérselo y quitárselo de la boca cada vez que hiciera falta.
—Debe disculpar a mi padre —dijo en voz baja, para que el esclavo no lo oyera—. Es un hombre muy bondadoso, pero esta enfermedad es un espanto.
—Me lo imagino —respondí. Se oían risas y conversaciones que llegaban de la sala donde se habían instalado las mujeres, al otro lado del vestíbulo, al parecer con las visitas, el hermano borracho y el médico.
Mientras tanto, dos niños esclavos trataban de levantar al otro hermano, que se puso de pie de un salto, indignado y beligerante, y golpeó a uno de los chicos hasta hacerlo llorar.
—No seas tonto, André —lo amonestó Antoine, cansado—. Ven aquí, mi pobre pequeño.
El esclavo obedeció, mientras el hermano borracho seguía furioso.
—Coge una moneda de mi bolsillo —dijo el amo. El niño, acostumbrado a este ritual obedeció mientras buscaba su recompensa con la mirada brillante.
Al final reaparecieron Reginald y la dama de la casa con una criatura de mofletes rosados, un pequeñín precioso, y dos doncellas mulatas que revoloteaban detrás como si el niño fuera de porcelana y pudiera caerse al suelo en cualquier momento.
El pequeñín rió y sacudió sus bracitos y piernecitas al ver a su padre. Qué tristeza ver que el padre ni siquiera podía levantar las manos.
El niño no mostraba signo alguno de enfermedad, pero apuesto a que su padre, a tan tierna edad, tampoco. Yo no había visto en mi vida semejante belleza en una criatura, heredada seguramente de ambos progenitores.
Al final permitieron que las mulatas, muy bonitas las dos, cogieran al niño, lo rescataran del mundo en general y se lo llevaran.
Por último, el marido se despidió de mí, invitándome a permanecer en Maye Faire durante el tiempo que quisiera. Yo tomé otro trago de vino, aunque decidí que sería el último porque estaba un poco mareado.
La rubia Charlotte me llevó de inmediato a una galería que daba al jardín delantero, con sus melancólicas linternas, y tomamos asiento en un banco de madera.
Mi cabeza sin duda me daba vueltas a causa del vino, aunque no podía recordar con exactitud cómo había bebido tanto, y cuando le rogué que no me sirviera más, Charlotte no quiso oírme e insistió en que tomara otra copa.
—Es mi mejor vino, viene de Europa.
Bebí para ser amable y de inmediato sentí una oleada de intoxicación, recordé borrosamente la imagen de los hermanos ebrios y deseé con todas mis fuerzas tener la cabeza clara. Me levanté, me cogí de la barandilla y miré el jardín de abajo. Parecía como si hubiera un montón de personas en la oscuridad, quizás esclavos que se movían entre el follaje, y una hermosa muchacha que me sonrió al pasar. Como en un sueño, oí que Charlotte me decía:
—Muy bien, bello Petyr, ¿qué más querías decirme?
“Extrañas palabras”, pensé, entre padre e hija, porque sin duda lo sabe, tiene que saberlo. Aunque quizá no. Me volví hacia ella y empecé con mis advertencias. ¿Acaso no comprendía que éste no era un espíritu corriente? ¿Que podía apoderarse del cuerpo del anciano y hacer que sus órdenes se volvieran contra ella, que en realidad extraía sus fuerzas de ella, que ella debía tratar de comprender de qué espíritu se trataba? Pero me hizo callar.
Entonces tuve la impresión de ver algo de lo más extraño por la ventana del comedor iluminado: los niños esclavos, con sus atuendos de satén azul, parecían bailar como duendes mientras barrían y limpiaban la habitación.
—Qué curiosa ilusión —dije, pero me di cuenta de que los chiquillos que quitaban el polvo de los asientos de las sillas y recogían las servilletas caídas estaban divirtiéndose y jugando sin saber que los miraban.
Me volví hacia Charlotte y vi que se había soltado el pelo y me miraba con ojos fríos y hermosos. También me pareció que se había bajado el escote del vestido por los brazos, como haría una tabernera para enseñar sus magníficos hombros blancos y la curva superior de sus pechos. Que un padre mirara a una hija como yo la miraba a ella era una lamentable vileza.
—Ah, tú crees saber mucho —se refería, obviamente, a la conversación que yo había olvidado por completo—, pero pareces un cura, como me dijo mi madre. Sólo conoces reglas e ideas. ¿Quién te dijo que los espíritus son malignos?
—No me has entendido. No he dicho que sean malos, sino peligrosos. He dicho hostiles al hombre, quizás, e imposibles de controlar. No he dicho infernales, sino desconocidos.
Otra vez volví a ver a los niños bailando. Giraban, saltaban, daban vueltas, aparecían y reaparecían ante las ventanas. Parpadeé para despejar mi cabeza.
—¿Y qué te hace pensar que yo conozco a este espíritu íntimamente y no puedo controlarlo? —preguntó—. ¿No ves que hay una progresión desde Suzanne pasando por Deborah hasta mí?
—Lo veo, sí, en efecto. He visto al anciano, ¿no? —comenté, pero estaba perdiendo el hilo. No podía articular correctamente las palabras y el recuerdo del anciano perturbaba mi lógica. Quería y no quería más vino al mismo tiempo, pero no bebí más.
—Sí —asintió; estaba más animada y me quitó, gracias a Dios, la copa de las manos—. Mi madre no sabía que era posible meter al Impulsor en una persona, pese a que cualquier sacerdote pudo haberle dicho que son capaces de poseer a un ser humano; pero aunque lo hagan, por supuesto es en vano.
—¿Cómo en vano?
—Con el tiempo tienen que irse; no se pueden convertir en la persona aunque lo deseen de verdad. Ah, si el Impulsor pudiera convertirse en el anciano…
Me horroricé al escuchar aquello. Vi que ella reía de mi espanto y me ordenó que me sentara a su lado.
—¿Pero qué es lo que quieres decirme exactamente?
—Mi advertencia es que renuncies a ese ser, que te apartes de él, que no bases tu vida en este poder, porque es algo misterioso, y que no le enseñes jamás. Porque él no sabía cómo entrar en un ser humano hasta que tú se lo enseñaste, ¿verdad?
Eso la hizo vacilar, pero no respondió.
—¡Le enseñas a perfeccionarse como demonio en beneficio propio! —añadí—. ¿Qué más le vas a enseñar a esa cosa que ya puede apoderarse de un ser humano, producir tormentas y aparecer como un bello fantasma en medio del campo?
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso de fantasma?
Le conté lo que había visto en Donnelaith: la brumosa figura de aquel ser entre las viejas piedras y que yo supe que no era real. De inmediato comprendí que de todo lo que había dicho, esto era lo que más le interesaba.
—¿Lo has visto? —preguntó, incrédula.
—Sí, en efecto, lo he visto y he visto también cómo tu madre lo veía.
—Ah, pero a mí nunca se me apareció de ese modo —murmuró—. Pero tú sabes el porqué, conoces la diferencia entre nosotras. La ignorante Suzanne pensaba que era el Maligno, el Diablo como lo llaman, eso era para ella.
—Pero no había nada de monstruoso en su aspecto, al contrario, era más bien un hombre hermoso.
Respondió con una carcajada malévola y sus ojos brillaron con súbita vitalidad.
—Ella se imaginaba que el Diablo era hermoso, por eso el Impulsor se presentó así ante ella. ¿Comprendes?, todo lo que él es procede de nosotras.
—Quizá, señora, quizá.
—Sí, y eso es lo que lo hace tan interesante para mí, el hecho de que por sí mismo no pueda pensar, ¿comprendes? No puede reunir sus pensamientos. Fue la llamada de Suzanne la que los reunió, la invocación de Deborah le dio la concentración necesaria para provocar tormentas y yo lo he invocado para que entre en el cuerpo del anciano. A él le encantan estos trucos, nos espía a través de sus ojos como si fuera humano, es muy divertido. No comprendes que amo a este ser, tal como es, por sus cambios, por su evolución.
—Charlotte, te imploro…
—Petyr —dijo—, deja que te hable con franqueza, porque te lo mereces. Yo no soy una comadrona de pueblo ni una temerosa “engendrada en las rondas”, sino una mujer de buena cuna, educada, que siempre ha tenido todo lo que se pueda desear. Ahora, a mis veintidós años, ya soy madre de un hijo y quizás enviude pronto. En este lugar mando yo y ya mandaba antes de que mi madre me contara sus secretos y me cediera el Impulsor, su espíritu protector. Tengo intenciones de estudiarlo, usarlo y permitirle que aumente mi considerable fuerza. Estoy segura de que lo comprendes, Petyr van Abel, porque tú y yo somos muy parecidos, y con razón. Tú eres tan fuerte como yo. ¿Comprendes también que haya llegado a amar a este espíritu?, amarlo, ¿me oyes? ¡Porque este espíritu se ha convertido en mi voluntad!
—Mató a tu madre, bella hija —dije. Tras lo cual le recordé todo lo que las fábulas y los cuentos decían sobre las complejidades de lo sobrenatural, y que la moraleja siempre era la misma: no se puede comprender completamente a estos seres por medio de la razón ni tampoco es posible gobernarlos con ella.
—Mi madre sabía lo que erais —dijo, y movió con tristeza la cabeza mientras me ofrecía más vino, que no acepté—. A fin de cuentas, vosotros los de Talamasca sois tan terribles como los católicos y los calvinistas.
—No —respondí—, somos algo completamente diferente. ¡Sacamos nuestros conocimientos de la observación y la experiencia! Somos hombres de esta época, como los cirujanos, los médicos, los filósofos, no como los sacerdotes.
—¿Y eso qué significa? —preguntó, con una sonrisa de desprecio.
—¡Aprendemos de lo que observamos! Ése es nuestro método. Lo que digo es que observes a ese ser, ¡mira lo que ha hecho! Destrozó a Deborah con sus triquiñuelas. Destrozó a Suzanne.
Silencio.
—Ah, y tú me darás los medios para que lo estudie mejor. Me dices que me acerque a él como lo haría un médico y que termine con la magia y cosas por el estilo.
—Para eso he venido —suspiré.
—No, has venido para algo mejor —dijo, y me dirigió una sonrisa de lo más perversa y encantadora—. Anda, seamos amigos. Bebe conmigo.
—Debo ir a dormir.
Rió con dulzura.
—Yo también, pero dentro de un rato.
Volvió a tenderme la copa y yo, para ser amable, la cogí y bebí. Se apoderó otra vez de mí la ebriedad, como si en la botella hubiera un duende flotando.
—Basta, por favor —protesté.
—Vamos, es mi mejor clarete, debes beber. —Y una vez más me tendió la copa.
—De acuerdo, de acuerdo. —Y la cogí.
Stefan, ¿sabía yo entonces lo que sucedería? ¿Ya miraba por encima del borde de la copa su boca suculenta y sus jugosos brazos?
—Ah, mi dulce y hermosa Charlotte —le dije—. ¿Sabes cuánto te amo? Hemos hablado de amor, pero no te he dicho…
—Lo sé —murmuró, amorosamente—. No te preocupes, Petyr, lo sé. —Se levantó y me cogió del brazo.
—Mira —dije, y le mostré el jardín, porque parecía que las luces bailaran en los árboles como si fueran luciérnagas y hasta los mismos árboles parecían vivos y vigilantes, bajo un cielo que se elevaba cada vez más, con unas nubes iluminadas por la luna que brillaba por encima de las estrellas.
—Ven, querido mío —me dijo; me llevó escaleras abajo, porque le digo la verdad, Stefan, mis piernas estaban tan débiles por el vino que tropezaban.
Mientras, a lo lejos, había empezado a sonar una música, si es que se podía llamar así, porque se trataba sólo de tambores africanos y el extraño lamento de una corneta que al principio me gustó, pero que después me pareció horrible.
—Deja que me vaya, Charlotte —le pedí mientras me llevaba hacia los acantilados—. Debo irme a la cama.
—Sí, ahora irás.
—¿Para qué me llevas entonces a los acantilados, querida? ¿Tienes acaso intenciones de empujarme?
Ella rió.
—Pese a toda tu corrección y tus modales holandeses, ¡eres muy hermoso!
Se puso a bailar delante de mí, con su cabello flotando al viento; una figura elástica contra el mar oscuro y brillante.
Ah, qué belleza. Más hermosa incluso que Deborah. Miré hacia abajo y vi la copa de vino en mi mano izquierda, qué cosa tan extraña, y ella que volvía a llenarla. Tenía tanta sed que me la bebí como si fuera cerveza.
Volvió a cogerme del brazo y señaló un sendero escarpado que bajaba y discurría, peligroso, junto al borde; y, a lo lejos, alcancé a ver un techo y una pared encalada.
Me rodeó con el brazo para que no me cayera, apretó sus pechos contra mi torso y apoyó su mejilla sobre mi hombro.
—Esa música no me gusta —comenté—. ¿Por qué tocan?
—Porque los divierte. Los hacendados de los alrededores no piensan demasiado en lo que les gusta a los esclavos. Si lo hicieran, sacarían mucho más provecho de ellos, pero ya estamos otra vez con las reflexiones, ¿no? Ven, que te esperan grandes placeres.
—¿Placeres? No, no me interesan los placeres —dije, pero mi lengua estaba pesada otra vez, la cabeza me daba vueltas y no conseguía acostumbrarse a la música.
—¡Qué dices! ¿Que no te interesan los placeres? —se burló—. ¿Cómo es posible que haya alguien a quien no le interesen los placeres?
Habíamos llegado a una pequeña casa. A la luz de la luna vi que era una especie de vivienda con el típico techo inclinado, con la diferencia que ésta estaba justo sobre el borde del acantilado. La luz que había visto, en efecto, provenía de la casa, que quizás estaba abierta, aunque nosotros entramos por una pesada puerta de madera, que Charlotte desatrancó desde fuera.
Ella todavía se reía de lo que yo había dicho cuando la detuve.
—¿Qué es esto? ¿Una prisión?
—Tú estás preso dentro de tu cuerpo —respondió, y me empujó para que entrara.
Me puse rígido y quise retroceder, pero la puerta se cerró de golpe y alguien volvió a echar el cerrojo. Oí cómo el pasador volvía a su sitio. Miré a mi alrededor, enfadado y confuso.
Vi una estancia amplia, con una cama enorme, con dosel, como hecha para el rey de Inglaterra, y candelabros a ambos lados. El suelo de baldosas estaba cubierto de alfombras y, efectivamente, todos los postigos del frente de la casa estaban abiertos, y enseguida descubrí por qué. Si uno caminaba diez pasos llegaba a una barandilla y, más allá de ella, sólo había una caída en picado hacia la playa y el mar aterciopelado.
—No quiero pasar la noche aquí —protesté—, y si no quieres proporcionarme un coche, iré a pie hasta Puerto Príncipe.
—Explícame por qué no te gusta el placer —preguntó suavemente mientras me quitaba el abrigo—. Sin duda tendrás calor con estas ropas tan pesadas. ¿Todos los holandeses lleváis tanta ropa?
—Haz que paren esos tambores, ¿quieres? —dije—. No soporto ese ruido. —Porque la música parecía atravesar las paredes. Ahora, sin embargo, tenía melodía y era un poco más tranquilizadora, aunque se me metía dentro, me arrastraba y me obligaba a bailar mentalmente en contra de mi voluntad.
No sé muy bien cómo me encontré a un lado de la cama, con Charlotte que me quitaba la camisa. Sobre la mesa, a poca distancia, había una bandeja de plata con botellas de vino y copas de fino cristal. Ella llenó una de ellas de clarete, me la acercó y me la puso en la mano. Yo la iba a arrojar al suelo, pero ella la sostuvo y me miró a los ojos.
—Petyr, bebe un poco, sólo para poder dormir. Podrás irte cuando quieras.
—Me estás mintiendo —dije. En aquel momento sentí otras manos sobre mi cuerpo, y otras faldas que rozaban mis piernas. Dos imponentes mulatas habían entrado en algún momento en la habitación, ambas de una belleza y voluptuosidad exquisitas, con sus faldas recién planchadas y sus blusas de volantes. Avanzaron con tranquilidad por las brumas que ahora nublaban mis sentidos para acomodar las almohadas, estirar la tela mosquitera que cubría la cama y quitarme las botas y los pantalones.
—Charlotte, no quiero —dije, y sin embargo bebía el vino que ella acercaba a mis labios. Otra vez sentí que me desvanecía—. Ay, Charlotte, ¿por qué? ¿Qué significa todo esto?
—Sin duda querrás hacer observaciones sobre el placer —murmuró, mientras me acariciaba el pelo de una manera que me perturbaba completamente—. Hablo en serio, escúchame. Debes experimentar con el placer para estar seguro de que no te interesa, ¿comprendes?
—No me interesa. Quiero irme.
—No, Petyr, ahora no —insistió, como si hablara con un niño.
Se arrodilló ante mí, mirando hacia arriba, el vestido le apretaba tanto los pechos que sentí deseos de liberarlos.
—Bebe un poco más Petyr.
Cerré los ojos y perdí inmediatamente el equilibrio. La música que salía de la corneta y los tambores sonaba más lenta y melódica, me recordó los madrigales, aunque era mucho más salvaje. Sentí que unos labios me rozaban la boca y las mejillas, y cuando abrí los ojos, alarmado, vi que las mulatas estaban desnudas, ofreciéndose a mí, porque… ¿de qué otra manera se podrían describir sus gestos?
Charlotte estaba de pie a cierta distancia, con las manos sobre la mesa, una imagen inmóvil, aunque ahora todo estaba fuera de mi alcance. Parecía una estatua contra la oscura luz del cielo; las velas chisporroteaban a la brisa; la música era más fuerte que nunca y me sorprendí contemplando a las dos mujeres desnudas, unos pechos enormes y el vello íntimo ensortijado.
Una de ellas volvió a besarme, su cabello y su piel eran como la seda, y esta vez abrí la boca.
Pero ya entonces, Stefan, estaba perdido.
Las dos me cubrieron de besos y me tumbaron contra las almohadas. No quedó ni una parte de mi anatomía sin recibir sus aterciopeladas atenciones y cada gesto, en mi borrachera, se prolongaba y se tornaba de lo más exquisito. Y ellas parecían alegres y amorosas, inocentes, y su piel me volvía loco.
Sabía que Charlotte nos miraba, pero ya no me importaba tanto como besar a esas mujeres y tocarlas por todas partes, como ellas me tocaban a mí; porque sin duda la pócima que había bebido tenía el efecto de quitarme toda inhibición y, al mismo tiempo, retardaba el ritmo natural del hombre en tales circunstancias, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
La habitación estaba cada vez más oscura y la música era cada vez más suave. Mi pasión crecía lenta y deliciosamente y unas sensaciones de lo más extraordinarias me consumían por completo. Una de las mujeres, muy excitada y gimiendo entre mis brazos, me enseñó una banda de seda negra, y cuando yo me preguntaba qué sería, la puso sobre mis ojos mientras la otra la ataba con fuerza detrás de mi cabeza.
Cómo explicarle la forma en que este súbito vendaje avivó la llama que ardía en mí. Como un Cupido ciego, perdí la poca decencia que aún me quedaba mientras nos revolcábamos juntos sobre la cama.
En esta intoxicante oscuridad, monté por fin a mi víctima, mientras sentía que mis manos se hundían en una espesa cabellera.
Una boca me absorbió; unos brazos fuertes me atraían hacia abajo y me hundían sobre un terreno de pechos y vientre blandos y carne perfumada de mujer. Lancé un grito apasionado, como un alma perdida, desenfrenada, y en ese preciso instante se deslizó la venda de mis ojos y vi debajo, iluminado por la luz tenue, el rostro ardiente de Charlotte, con los ojos cerrados púdicamente, los labios separados y un éxtasis igual al mío.
¡No había nadie más en la cama! Sólo nosotros dos en la casa. ¡Es mi hija, mi hija!, era lo único que podía pensar. Me levanté y me aparté de ella. ¿Qué he hecho? Salí de allí y ella me siguió.
Sabía que era mi hija, lo repetía y me enfrentaba al hecho cara a cara. Pero me volví hacia ella, la cogí y la atraje hacia mí. ¿La castigaría con besos? ¿Cómo podían estar tan mezcladas la rabia y la pasión? Yo nunca he sido soldado, ni participado en un sitio, pero ¿está la soldadesca tan enardecida cuando desgarra las ropas de sus gimientes cautivas?
Lo único que sabía era que mi lujuria podía destruirla. Y mientras ella echaba la cabeza hacia atrás, suspiré, enterré mi rostro entre sus pechos desnudos y murmuré:
—Hija mía.
Mi pasión era muy intensa, como si nunca la hubiera demostrado. Ella me arrastró otra vez a la habitación, porque la hubiera hecho mía ahí mismo. Mi rudeza no escondía ningún miedo. Me empujó otra vez sobre la cama y desde aquella noche en Amsterdam, con Deborah, no había vuelto a sentir semejante desenfreno. Más aún, ahora no me contenía siquiera la ternura de entonces.
Cuando por fin me apoyé contra la almohada, quería morirme y poseerla otra vez.
La hice mía otras dos veces antes del alba, a menos que me haya vuelto completamente loco. Pero estaba tan borracho que apenas sabía lo que hacía, salvo que todo lo que siempre había deseado en una mujer lo tenía en ella.
Recuerdo que al amanecer estaba acostado a su lado y la estudiaba como si tratara de comprenderla y comprender al mismo tiempo su belleza. Como dormía, nada se interponía a mis observaciones; ah, sí, pensé amargamente en sus burlas, Stefan, aunque sólo eso eran: observaciones. Y durante esa hora aprendí más sobre las mujeres que en toda mi vida.
Qué maravillosamente joven era su cuerpo, qué firme y suave al tacto su piel joven y sus miembros elásticos. No quería que se despertara y me mirara con esos ojos sabios y astutos que tenía. Quería borrar de mi mente todo lo que había sucedido.
Creo que se despertó entonces y hablamos durante un rato, pero la verdad es que recuerdo más las cosas que vi que las palabras que nos dijimos.
Charlotte jugaba otra vez conmigo, con su bebida, con su veneno, y había añadido a la mezcla un aliciente aún mayor, porque ahora parecía profundamente triste y más ansiosa que nunca por saber lo que yo pensaba. Mientras se incorporaba con su rubia cabellera cayendo sobre su torso, como una lady Godiva, se interesó nuevamente por el hecho de que yo hubiera visto al Impulsor en el círculo de piedras de Donnelaith.
Y como una jugarreta de la pócima, tuve la sensación, Stefan, de estar nuevamente allí. Porque volví a oír el traqueteo del carro y vi a mi preciosa y pequeña Deborah y, a lo lejos, la delgada imagen de aquel hombre moreno.
—En realidad quería aparecerse a Deborah —oí como yo mismo lo explicaba—, y el hecho de que lo haya visto demuestra que cualquiera puede verlo, y que por algún misterioso medio consiguió materializarse en forma humana.
—Sí, ¿cómo lo hace?
Y una vez más saqué de mi archivo mental las enseñanzas de los antiguos.
—Si ese ser puede buscar joyas para ti…
—Sí, es verdad…
—Entonces puede buscar y reunir diminutas partículas para crear una forma humana.
En un abrir y cerrar de ojos me encontré en Amsterdam, en la cama, con mi Deborah, y volví a oír todo lo que ella me dijo aquella noche, como si estuviera en esa misma habitación. Y se lo repetí a mi hija, la bruja que tenía entre mis brazos y que me servía más vino, y a la que tenía la intención de poseer mil veces más antes de que me dejara en libertad…
—Pero si sabías que yo era tu padre, ¿por qué has hecho esto? —pregunté, al tiempo que trataba de besarla de nuevo.
Me apartó como si fuera un niño.
—Necesito tu orgullo y tu fortaleza, padre. Necesito un hijo tuyo, un hijo que no herede la enfermedad de Antoine, o una hija que vea al Impulsor, porque éste no se presentará ante un hombre. —Se quedó pensativa, y añadió—: Y ¿sabes?, tú para mí no eres simplemente un hombre, sino un hombre ligado a mí por los lazos de la sangre.
Así que estaba todo planeado.
—Pero hay algo más —continuó—. ¿Sabes lo que significa para mí sentir que me abraza un hombre de verdad? ¿Sentir a un hombre de verdad sobre mí? ¿Y por qué no puede ser mi padre, si mi padre es el más agradable de todos los hombres que he visto?
Pensé en usted, Stefan, en sus advertencias. Pensé en Alexander. ¿Seguía lamentándose aún por mí en la casa matriz?
Seguramente me eché a llorar, porque recuerdo que Charlotte me consolaba y lo conmovedora que era su congoja. Luego se acurrucó a mi lado, como una niña, y dijo que los dos sabíamos cosas que nadie sabía, salvo Deborah, y Deborah estaba muerta. Entonces empezó a llorar. Lloraba por Deborah.
—Cuando él vino y dijo que Deborah había muerto, lloré y lloré. No podía dejar de llorar. Todos llamaban a la puerta y me decían: “Charlotte, sal”. Hasta aquel momento yo no lo había visto, no lo conocía. Mi madre me había dicho: “Ponte el collar con la esmeralda, y él te encontrará por su brillo”. Pero él no necesita algo así. Ahora lo sé. Estaba sola, acostada en la oscuridad, cuando se presentó. ¡Hasta aquel momento no creía en él! Yo tenía la pequeña muñeca que mi madre me había dado, la muñeca hecha con el pelo y los huesos de Suzanne, o por lo menos eso es lo que ella me dijo, porque el Impulsor, según ella, le había traído el pelo de Suzanne cuando se lo cortaron en la prisión y los huesos después de que la quemaran.
—Sí, me lo describieron en Montcleve.
—Ahora la tengo yo. ¡Seguí sus instrucciones, pero Suzanne no se presentó! No oí ni sentí nada, y dudé de todas las cosas en las que mi madre había creído. Entonces llegó él, como antes te he dicho. Sentí que salía de la oscuridad, sentí su caricia.
—¿Cómo? ¿Te acarició?
—Me tocó como me has tocado tú. Estaba acostada a oscuras y sentí unos labios sobre mis pechos, sobre mis labios. Me acarició suavemente entre las piernas. Me levanté pensando, ah, es un sueño, un sueño de cuando Antoine todavía era un hombre. ¡Pero él estaba ahí! “No necesitas a Antoine, mi bella Charlotte”, me dijo. Y entonces, ¿sabes?, me puse la esmeralda. Me la puse como me había dicho mi madre.
—¿Él te dijo que tu madre había muerto?
—Sí, que había caído de las almenas de la catedral y que tú habías tirado al maldito sacerdote. Pero hablaba de un modo de lo más extraño. No puedes imaginar lo raras que eran sus palabras, como si las recogiera de todo el mundo, igual que las joyas y el oro que traía.
—Dímelas —le pedí.
Pensó durante un momento.
—No puedo —respondió, con un suspiro. Luego hizo una prueba. Trataré de transcribirlas lo mejor que pueda—: “Estoy aquí, Charlotte, soy el Impulsor y estoy aquí. El espíritu de Deborah salió de su cuerpo; no me vio; abandonó la tierra. Sus enemigos corrieron aterrorizados a la izquierda, a la derecha y a la izquierda. Mírame, Charlotte, y escúchame, porque yo existo para servirte, y existo sólo al servirte”. —Aquí suspiró otra vez—. Pero mucho más extraña fue la historia que me contó.
—¿Cómo llegó al círculo de piedras de Donnelaith? —pregunté—. Fue Suzanne quien lo invocó, ¿no?
—No existía cuando ella lo invocó, se convirtió en un ser a su llamada. Es decir, antes no tenía conciencia de sí mismo. Su conciencia de sí mismo surge a partir de la conciencia de él que tenía ella, y se fortalece con la mía.
—Pero no olvides que puede ser una adulación —dije.
—Hablas de él como si no tuviera sensibilidad, cosa que no es así. Mira, yo lo he oído llorar.
—¿Por qué motivo? Dímelo, por favor.
—Por la muerte de mi madre. Si ella se lo hubiera permitido, habría destruido a todos los habitantes de Montcleve, habría castigado tanto al culpable como al inocente. Pero mi madre no podía concebir algo semejante. Se tiró de la torre para quedar en libertad. Si hubiera sido más fuerte…
—Y tú eres más fuerte.
—Usar el poder para destruir no significa nada.
—Sí, debo admitir que en eso tienes razón.
Me quedé cavilando acerca de lo que había dicho y traté de memorizar sus palabras, objetivo que creo haber logrado. Quizá se dio cuenta, porque a continuación me dijo:
—¿Cómo puedo dejar que te vayas de este lugar sabiendo lo que sabes de él y de mí?
—¿Por qué? ¿Me mataría? —pregunté.
Se echó a llorar y hundió la cara en la almohada.
—Quédate conmigo —dijo—. Mi madre también te lo pidió y te negaste. Quédate conmigo. Contigo puedo tener hijos fuertes.
—Soy tu padre. Lo que me pides es una locura.
—¡Qué importa! —exclamó—. Todo a nuestro alrededor es oscuridad y misterio. ¿Qué importa? —Su voz me llenó de tristeza.
Me desperté antes del alba.
El cielo matinal estaba cubierto de grandes nubes rosadas y el rugido del mar era prodigioso. Charlotte no estaba por ninguna parte. Vi que la puerta que daba al exterior estaba cerrada y, sin necesidad de comprobarlo, supe que el cerrojo estaba echado por fuera. En cuanto a las pequeñas ventanas a ambos lados de la pared, ni un niño podría escapar por ellas. Los postigos también estaban cerrados, aunque dejaban pasar la fresca brisa marina que silbaba y llenaba la habitación.
Miré aturdido la brillante luz de fuera. Quise estar en Amsterdam, pese a sentirme corrupto más allá de todo alivio. Mientras trataba de levantarme, ignorando el mareo y las náuseas, divisé una forma fantasmal de pie a la izquierda de las puertas abiertas, en un rincón oscuro de la habitación.
Durante un buen rato pensé si no sería producto de la droga que había consumido o un efecto de la luz y la sombra; pero no, allí estaba. Parecía un hombre, alto, moreno, que me miraba mientras yo permanecía en la cama, y daba la impresión de querer hablar conmigo.
—Impulsor —murmuré en voz alta.
—Hombre necio, qué absurdo haber venido aquí —dijo el ser, pero sus labios no se movieron ni su voz llegaba a través de mis oídos—. Qué necio que hayas tratado de interponerte una vez más entre la bruja que amo y yo.
—¿Y qué hiciste con mi preciosa Deborah?
—Lo sabes pero no lo sabes.
Me reí.
—¿Debería sentirme honrado de que dictes sentencia contra mí? —Me senté en la cama—. Deja que te vea mejor —le pedí.
Delante de mis ojos la sombra se hizo más densa y clara y vi los rasgos de un hombre concreto. Nariz fina, ojos oscuros y vestido con la misma ropa que había alcanzado a ver tan sólo durante un instante hacía años en Escocia, un chaleco de cuero, unas calzas toscamente cortadas y una camisa de lienzo de mangas anchas.
—¿Quién eres, espíritu? —pregunté—. Dime tu verdadero nombre, no el que mi Deborah te dio.
Una expresión terriblemente amarga apareció en su rostro; aunque quizá sólo fuera que la ilusión había empezado a disolverse. El aire se llenó de lamentos, un terrible llanto mudo. Y el ser se desvaneció.
—¡Vuelve, espíritu! ¡O no!, ¡vete si amas a Charlotte! ¡Vuelve al caos de donde has salido y deja en paz a mi Charlotte!
Juraría que el espíritu me dijo en un susurro:
—Soy paciente, Petyr van Abel. Miro al futuro y beberé vino, comeré carne y conoceré el calor de una mujer cuando de ti ya no queden ni los huesos.
—¡Vuelve! —exclamé—. ¡Explícame el significado de lo que has dicho! Te veo tan claramente como la bruja, Impulsor, puedo hacerte fuerte.
Pero no había más que silencio. Volví a recostarme contra la almohada y supe que era el espíritu más fuerte que había visto en mi vida. Ningún fantasma ha sido nunca más fuerte, más claramente visible. Y lo que me había dicho el demonio no tenía nada que ver con la voluntad de la bruja.
Ay, ojalá hubiera tenido mis libros. Ojalá los hubiera tenido en aquel momento.
Una vez más volví a ver mentalmente el círculo de piedras de Donnelaith. ¡Estoy seguro de que hay alguna razón por la que el espíritu se originó en aquel lugar! Éste no es un demonio común y corriente, no es Ariel preparado para inclinarse ante la varita de Próspero. Me sentía tan desasosegado que al final tomé un poco de vino para calmar mi dolor.
Ahí tiene, Stefan, lo que tan sólo fue mi primer día de cautiverio y ruindad.
Qué bien llegué a conocer esa pequeña casa y el acantilado que tenía delante, sin ningún sendero que condujera a la playa. Aunque hubiera tenido una cuerda de marinero para atarla a la barandilla, no habría podido con aquel horrible precipicio.
Pero permítame seguir con mi historia.
Charlotte llegó al mediodía, quizás antes, y cuando la vi entrar con las dos mulatas supe que lo ocurrido no era producto de mi imaginación y no atiné más que a observar en silencio cómo llenaban toda la habitación de flores recién cortadas. Traían mi camisa lavada y planchada, y ropa más liviana, como la que suele usarse por estas tierras. Arrastraban también un barreño grande por la tierra arenosa, como si fuera un bote, e iban acompañadas de dos esclavos musculosos que las cuidaban, o que vigilaban que yo no escapara a la carrera por la puerta.
Llenaron el barreño de agua caliente y me dijeron que me bañara cuando quisiera.
Tomé un baño, con la esperanza de limpiar mis pecados, y cuando estuve limpio, vestido y con la barba y el bigote recortados, me senté a comer lo que habían traído sin mirar a Charlotte, que era la única que quedaba.
Al final, aparté el plato y pregunté:
—¿Hasta cuándo piensas tenerme aquí?
—Hasta que haya concebido un hijo tuyo —dijo—. Y pronto lo sabré.
—Bueno, ya has tenido tu oportunidad —comenté, pero al mismo tiempo que lo decía volví a sentir la lujuria de la noche anterior, y me vi en sueños desgarrándole su hermoso vestido de seda para liberar sus pechos.
Ella lo sabía. Indudablemente lo sabía. Se acercó, se sentó sobre mis rodillas y me miró a los ojos. Un peso ligero y dulce.
—Desgarra la seda si lo deseas —me dijo—. No puedes salir de aquí, así que haz lo que puedas mientras estés en esta prisión.
La cogí de la garganta y de repente algo me arrojó al suelo. La silla se había caído, pero ella no lo había hecho, simplemente se había apartado para no lastimarse.
—Vaya, así que él está aquí —dije con un suspiro. No lo veía, aunque enseguida logré divisar algo sobre mí, apenas una reunión de partículas que se convirtió en una difusa presencia ondulante para desaparecer de inmediato—. ¡Conviértete en un hombre como esta mañana! —grité—. ¡Háblame como esta mañana, cobarde, espíritu insignificante!
Toda la plata del lugar empezó a tintinear, la tela mosquitera se onduló de arriba abajo. Me reí.
—Espíritu estúpido e insignificante —dije; me puse de pie y me sacudí la ropa. Aquello me golpeó otra vez, pero me cogí al respaldo de la silla—. Diablillo cruel —dije— y cobarde, además.
Charlotte, asombrada, lo observaba todo. No sé si miraba con desconfianza o con miedo. Luego dijo algo en voz baja y vi que la tela mosquitera que colgaba de las ventanas se movía como si algo hubiera salido flotando. Estábamos solos.
—No vuelvas a desafiarlo —dijo, temerosa, con labios trémulos—. No quiero que te haga daño.
—¿Y no puede la poderosa bruja contenerlo?
Cogida al poste de la cama y con la cabeza gacha, parecía perdida. ¡Y tan encantadora, tan seductora! No necesitaba ser una bruja para embrujarme.
—Tú me deseas —dijo con suavidad—, tómame. Te daré algo que hará hervir tu sangre más que cualquier droga. —Levantó la mirada con los labios temblorosos, como si fuera a echarse a llorar.
—¿Y qué es? —pregunté.
—Que te deseo, que me pareces hermoso y tengo ansias de ti mientras estoy tendida junto a Antoine.
—Qué lástima, hija —dije, fríamente; pero qué mentira.
—¿De verdad?
Se quedó callada durante un momento, luego se acercó a mí y empezó otra vez su seducción. Primero con suaves besos filiales, mientras su mano trataba de excitarme, y luego con besos ardientes. Yo estaba tan enfebrecido como antes, sólo que me contenía, trataba de resistirme.
—¿Le gusta a tu espíritu que te toque cuando en realidad quisiera tocarte él? —pregunté, mirando al vacío a mi alrededor.
—¡No juegues con él! —dijo, con temor.
—Ah, porque a pesar de que puede tocarte, acariciarte y besarte no puede darte un hijo, ¿no? No es el íncubo de las demonologías que puede robarle la semilla a un hombre mientras éste duerme. ¡Por eso me permite que siga viviendo hasta que te deje encinta!
—No te hará daño, Petyr, porque yo no se lo permitiré. ¡Se lo he prohibido!
—Sigue con esa idea en la cabeza, hija; recuerda que él puede leer tu pensamiento. Y puede que el Impulsor te diga que él hace lo que tú deseas, pero al final hace lo que desea él. Se me presentó esta mañana y se burló de mí.
—No me mientas, Petyr.
—Yo nunca miento, Charlotte. Estuvo aquí. —Le describí toda la aparición y le repetí sus extrañas palabras—. Y ahora, dime, ¿qué crees que significan, hermosa mía? ¿Crees que él no tiene voluntad propia? —Me reí de ella, y al ver el dolor en sus ojos, me reí más—. Me gustaría verlo: tú y tu demonio juntos. Acuéstate y dile que venga.
Charlotte me golpeó y me reí aún más, la bofetada me pareció dulce. De repente empezó a abofetearme una y otra vez hasta que conseguí lo que quería: una furia que me obligó a cogerla de las muñecas y arrojarla sobre la cama. Allí desgarré su vestido y le quité las cintas del pelo. Ella hizo otro tanto, con la misma rudeza que yo, con la elegante ropa que me habían puesto las criadas. Nos unimos con el mismo ardor de antes.
Lo hicimos tres veces y, mientras yo yacía medio adormilado, se marchó en silencio, dejándome el rugido del mar como única compañía.
A última hora de la tarde supe que no podía salir de la casa. Había tratado de derribar la puerta ayudándome con una silla, de trepar por las paredes, de salir por los ventanucos; todo en vano. El lugar había sido cuidadosamente construido, era una cárcel. Hasta había intentado subirme al techo, pero también había sido estudiado y era imposible.
Mientras el sol se hundía en el mar, me senté junto a la barandilla, bebí vino y observé romper las olas azul oscuro cubiertas de espuma en la playa dorada.
No vi ni una sola persona en aquella playa durante todo mi cautiverio. Supuse que era un lugar al que se podía acceder únicamente por mar. Y si alguien hubiera llegado, allí se habría muerto, porque, como ya he dicho, no había ningún sendero para subir el acantilado.
Pero era un paisaje hermoso. Y cuanto más me emborrachaba, más embelesado observaba cómo cambiaban los colores del mar y la luz.
Decidí, naturalmente, no volver a tocar a Charlotte, me provocara como me provocase. Cuando ella descubriera que yo ya no le servía, me dejaría marchar. Aunque en realidad sospechaba que era capaz de matarme, o quizá lo haría el espíritu, y tenía la certeza de que ella no podría impedírselo.
No sé cuándo me quedé dormido, ni cuándo me desperté y vi que Charlotte había vuelto y estaba sentada junto a una vela. Me levanté para servirme otro vaso de vino, porque me había aficionado completamente a la bebida y al cabo de unos minutos de la última copa volvía a tener una sed insoportable.
No le dije nada, pero me asustaba su belleza y desde el primer instante en que la vi mi cuerpo volvió a excitarse y a desearla, esperando que otra vez empezaran los viejos juegos. Nunca olvidaré la expresión de Charlotte cuando me miraba a mí y veía también mi corazón.
Fuimos uno al encuentro del otro. Era un deseo que nos humillaba a ambos.
Al final, cuando terminamos de hacerlo otra vez y nos sentamos en silencio, ella me dijo:
—Para mí no hay leyes. Los hombres y las mujeres no fueron castigados sólo con debilidades. Algunos hemos sido castigados también con virtudes. Y mi virtud es la fuerza. Puedo mandar sobre quienes me rodean. Domino a mi marido desde que nos conocemos. Mando en la casa, y lo hago con tanta habilidad que los hacendados lo notan y vienen a pedirme consejo. Podría decirse que mando en el condado, porque soy la hacendada más rica y, si quisiera, quizá podría hacerlo en la colonia. Siempre he tenido esta fuerza, y veo que tú también la tienes. Es lo que te permite desafiar todas las autoridades civiles y eclesiásticas, entrar con una sarta de mentiras en cualquier ciudad o pueblo y creer en lo que haces. Te has sometido a una sola autoridad en la tierra, a Talamasca, y ni siquiera por completo.
Nunca había pensado en ello, pero era verdad.
—He venido precisamente al lugar en el que mejor puedo emplear mi fuerza —continuó Charlotte— y me propongo tener muchos hijos antes de que muera Antoine. ¡Quiero muchos! Si te quedas conmigo, si te conviertes en mi amante, tendrás todo lo que quieras.
—No digas eso; sabes que no es posible.
—Piénsalo, imagínalo. Tú aprendes a través de la observación. Pues bien, ¿qué podrías aprender si observaras lo que pasa aquí? Haría que te construyeran una casa en mis tierras y una biblioteca del tamaño que quisieras. Podrías recibir a tus amigos de Europa, tener todo lo que deseas.
—Necesito mucho más que lo que me ofreces —dije—. Incluso si llegara a asimilar que tú eres mi hija y estamos fuera de las leyes de la naturaleza, por así decirlo.
—¿Qué leyes? —se burló.
—Déjame terminar y luego te lo diré. Necesito más que los placeres de la carne, e incluso más que la belleza del mar y mucho más que tener cada deseo garantizado. Necesito más que dinero.
—¿Por qué?
—Porque temo a la muerte —dije—. No creo en nada y, sin embargo, como tantos que no creen en nada, debo hacer algo y ese algo es el sentido que le doy a mi vida. Salvar brujas, estudiar lo sobrenatural, éstos son mis placeres duraderos; me hacen olvidar que no sé para qué hemos nacido, por qué morimos ni por qué existe el mundo.
»Si mi padre no hubiera muerto, yo sería cirujano, estudiaría el funcionamiento del cuerpo y haría bellos dibujos sobre mis trabajos, como él. Y si Talamasca no me hubiera encontrado tras su muerte, quizá sería pintor, porque ellos crean sobre el lienzo mundos llenos de significado. Pero ahora ya no puedo ser ni lo uno ni lo otro, porque no tengo preparación y es demasiado tarde para empezar, por lo tanto debo regresar a Europa y hacer lo que he hecho siempre. Debo hacerlo. No hay nada que elegir. Me volvería loco en este lugar salvaje. Llegaría a odiarte más de lo que ya te odio.
Todo aquello la intrigó en gran manera, a pesar de que la hirió y desilusionó. Su rostro parecía empañado por una leve tragedia mientras me observaba.
—Háblame —me dijo—. Cuéntame tu vida.
—¡No lo haré!
—¿Por qué?
—Porque lo deseas y me tienes aquí contra mi voluntad.
Pensó otra vez en silencio, con una mirada muy hermosa y triste como antes.
—Has venido a enseñarme para que cambie, ¿no?
Sonreí porque era verdad.
—De acuerdo, hija, te diré todo lo que sé, pero ¿servirá de algo? —Y en aquel momento, en mi segundo día de encierro, algo cambió, desde entonces hasta el instante en que quedé libre, muchos días después. Todavía no me había dado cuenta, pero cambió.
Porque a partir de entonces dejé de pelear con ella. Dejé de luchar con el amor y el deseo que sentía por ella, que no siempre estaban mezclados, pero sí muy vivos.
No sé qué sucedió durante los días siguientes, pero hablamos durante horas, yo, borracho, y ella, perfectamente sobria. Conté toda la historia de mi vida para que ella pudiera examinarla y discutirla, y hablé de todo lo que sabía del mundo.
Mi vida se había convertido sólo en borrachera, hacer el amor con ella y hablar, y en esos adormilados períodos en los que continuaba mis estudios sobre los cambios del mar.
Mientras tanto, Charlotte había mandado hacer ropas elegantes para mí y sus doncellas me vestían todos los días, pese a que yo yacía indiferente a tales cuidados, del mismo modo que dejaba que me cortaran las uñas y recortaran el cabello.
Yo no sospechaba nada, sólo eran los meticulosos y regulares cuidados a los que me había acostumbrado, pero un día Charlotte me enseñó un muñeco de tela hecho con la camisa que llevaba al llegar y me explicó que dentro estaban las uñas que me habían cortado y que el pelo era mi propio pelo.
Estaba narcotizado, como sin duda había planeado, y observé en silencio cómo me hacía un corte en el dedo con su cuchillo y dejaba que mi sangre cayera sobre el cuerpo del muñeco. Sí, lo cubrió completamente con mi sangre hasta convertirlo en una cosa roja de pelo rubio.
—¿Qué pretendes hacer con esa cosa tan horrible?
—Tú lo sabes.
—Entonces mi muerte es cosa segura.
—Petyr —dijo, implorante, con lágrimas que se asomaban a los ojos—, es posible que pasen años antes de que mueras, pero este muñeco me da poder.
No dije nada. Cuando Charlotte me dejó solo, cogí el ron que allí habían dejado y que, naturalmente, era mucho más fuerte que el vino. Me emborraché hasta caer presa de horribles pesadillas.
Pero más tarde, esa noche, el incidente del muñeco me produjo auténtico espanto, así que me acerqué a la mesa, cogí la pluma y escribí para Charlotte todo lo que sabía sobre demonios. Esta vez no tanto para advertirla, como para guiarla.
Me pareció que debía saber que todas estas creencias tienen cierta coherencia, porque sabemos que los demonios se fortalecen en la medida en que creemos en ellos. Así que, naturalmente, para aquellos que los invocan pueden convertirse en dioses, y cuando sus adoradores son conquistados y diezmados, los demonios vuelven nuevamente al caos, o se convierten en entidades menores que responden a la invocación ocasional de algún mago.
Escribí también sobre el poder de los demonios. Pueden crear ilusiones para que los veamos, poseer el cuerpo de alguien, mover objetos y aparecérsenos, pero nadie sabe de dónde salen ni cómo se materializan.
Con respecto al Impulsor, supuse que hacía su cuerpo con materia y lo unía mediante su poder, pero que el hechizo duraba poco.
Describí más adelante cómo se me había aparecido el demonio, las extrañas palabras que me había dicho y lo que había cavilado sobre ellas. Charlotte debía saber que era posible que aquel ser fuera el fantasma de alguna persona muerta hacía mucho tiempo, apegado a la tierra y vengativo, porque todos los pueblos de la antigüedad creían que las personas que morían jóvenes o violentamente podían convertirse en demonios vengativos, considerando que los espíritus benignos se marchaban de este mundo.
No recuerdo qué más escribí —aunque escribí mucho más—, porque estaba total y absolutamente borracho, y quizá lo que puse en su mano al día siguiente no era más que un lamentable garabato. Pero intenté explicarle muchas cosas, a pesar de sus protestas de que ya se lo había dicho.
Con respecto a lo que el Impulsor me había dicho aquella mañana y a sus extrañas predicciones, Charlotte simplemente sonreía y me decía, cada vez que yo se lo mencionaba, que el Impulsor sacaba sus palabras de nosotros, de fragmentos de frases, y que casi nada de lo que decía tenía sentido.
—Eso es verdad en parte —la advertí—, no está acostumbrado a hablar, pero sí a pensar. Ése es tu error.
Los días fueron pasando y me entregué al ron y a dormir. Abría los ojos sólo para ver si estaba ella.
Y precisamente cada vez que estaba a punto de volverme loco por su ausencia, furioso y dispuesto a pegarle, aparecía sin demora, hermosa, complaciente, tierna entre mis brazos, la personificación de la poesía, el rostro que yo hubiera pintado incansablemente de haber sido Rembrandt, el mismo cuerpo que Súcubo hubiera escogido para que me entregara en cuerpo y alma al Diablo.
Estaba saciado de todas las formas posibles, pero deseaba más con vehemencia. Ahora salía a rastras de la cama para observar el mar y a menudo estudiaba cómo caía la lluvia.
Muchas cosas pasaron por mi cabeza, Stefan, pensamientos alimentados por la soledad, por el cálido canto de los pájaros a lo lejos y la brisa fresca que se elevaba de las olas que rugían suavemente en la playa.
En mi pequeña prisión supe que había desperdiciado mi vida, pero es demasiado simple y triste decirlo así. A veces me imaginaba a mí mismo como un Lear loco en un terreno baldío, adornándose la cabeza con flores y convertido en rey sólo del yermo.
Al final, una tarde, precisamente a la hora del crepúsculo, me despertó el aroma de una cena caliente y me di cuenta de que me había pasado el día borracho y que ella no había venido.
Devoré la comida, puesto que el alcohol no me había quitado el apetito, me puse ropa limpia y me senté a pensar en lo que me había convertido.
Traté de calcular el tiempo que llevaba allí. Creo que fueron doce días.
Decidí entonces que por más abatido que me sintiera, no bebería ni un trago más. Que era preciso que me dejaran en libertad o me volvería loco.
A pesar de la repugnancia que me producía mi debilidad, me puse las botas —que no había tocado en todo ese tiempo—, la chaqueta nueva que me había traído Charlotte hacía tiempo y me apoyé sobre la barandilla para ver el mar. Pensé que ella, antes de dejarme marchar, me mataría. Pero aquello debía resolverse de una manera u otra; ya no aguantaba más.
Pasaron muchas horas y no bebí nada. Entonces llegó Charlotte, cansada tras un largo día a caballo en los cuidados de la plantación, y cuando vio que me había vestido y llevaba puestas las botas y la chaqueta, se hundió en la silla y se echó a llorar.
No dije nada, porque sin duda era suya la decisión de dejarme marchar o no.
—He concebido, estoy encinta —dijo.
Seguí callado, pero lo sabía. Sabía que ésa era la razón por la que hacía tiempo que no venía.
—Charlotte, deja que me vaya.
Me dijo que debía jurarle que abandonaría la isla de inmediato y que no le contaría a nadie lo que sabía de ella y su madre, y lo que había pasado entre nosotros.
—Charlotte —le dije—, me iré a Amsterdam en el primer barco holandés que encuentre en el puerto y no me verás nunca más.
—Pero debes jurar no contárselo a nadie, ni siquiera a tus hermanos de Talamasca.
—Lo saben —dije— y les contaré todo lo que ha sucedido. Ellos son mi familia.
—Petyr —dijo—, ¿ni siquiera tienes el tino de mentirme?
Al final secó sus ojos y añadió:
—He hecho jurar al Impulsor que no te haría daño. Sabe que le retiraré todo mi amor y confianza si desobedece mis órdenes.
—Has hecho un pacto con el viento —le dije.
—¡Petyr, dame tu palabra! Dámela para que él lo oiga.
Lo pensé, porque tenía muchas ganas de salir de ahí, y hacerlo con vida, y todavía era posible creer en ambas cosas. Al final dije:
—Charlotte, nunca te haré daño. Mis hermanos y hermanas de Talamasca no son sacerdotes ni jueces. Tampoco son brujos. Lo que saben de ti es del todo secreto.
Me miró con tristeza y los ojos llenos de lágrimas, luego se acercó a mí y me besó. Aunque traté de portarme como una estatua de madera, no lo conseguí.
—Una vez más, Petyr, sólo una vez más —dijo, con voz llena de pena y deseo—, luego puedes dejarme para siempre. Nunca más volveré a ver tus ojos hasta que nazca nuestro hijo y pueda verte en los suyos.
Me incliné para besarla otra vez, porque la creí cuando dijo que me dejaría marchar. Creí que me amaba; y creí también que en esa última hora que pasamos juntos, acostados, tal vez no existieran leyes para nosotros, como había dicho ella, y que había amor entre nosotros, aunque nadie lograría entenderlo nunca.
Mientras me vestía de nuevo, hundió la cabeza en la almohada y empezó a llorar.
Me dirigí a la puerta y descubrí que nunca habían echado el cerrojo estando ella en la casa. Me pregunté cuántas veces había pasado lo mismo.
Pero ahora no importaba. Lo importante era salir, siempre y cuando ese maldito espíritu no me lo impidiera, y no mirar atrás, ni hablar con ella otra vez, ni oler su dulce perfume, ni pensar en el suave tacto de sus labios y sus manos.
No le pedí ni coche ni caballo para llegar a Puerto Príncipe; decidí marcharme sin decir palabra.
Al cabo de más o menos una hora de caminata, y como aún no era medianoche, supuse que llegaría sin problemas a la ciudad al amanecer. Ay, Stefan, gracias a Dios no sabía qué tipo de viaje me aguardaba, porque no sé si hubiera tenido el coraje de emprenderlo.
Permítame ahora hacer una pausa, pues hace doce horas que escribo, es medianoche una vez más y aquel ser está cerca.
Querido amigo, siento gran cariño por usted y no espero su perdón. Solamente le pido que conserve mi informe, porque esta historia aún no ha terminado y puede que no termine en muchas generaciones. Lo sé porque la misma voz del espíritu me lo ha dicho.
Suyo, con lealtad a Talamasca,
Petyr van Abel
Puerto Príncipe».