INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR
Segunda parte
«Marsella, Francia, 4 de octubre de 1689
Querido Stefan:
Tras varios días de camino desde Montcleve he llegado a Marsella. Paré en Saint-Rémy para descansar y seguí el viaje muy lentamente debido a mi hombro y mi alma heridos.
Si ha llegado aquí alguna información de lo ocurrido en Montcleve, todavía no he oído nada. Y puesto que me despojé de mis ropas clericales en las afueras de Saint-Rémy y desde entonces me presento como un viajero holandés pudiente, no creo que nadie vaya a molestarme con los acontecimientos ocurridos recientemente en las montañas, porque, ¿qué podría saber yo de semejantes sucesos?
Escribo una vez más para evadirme de la locura, así como para informarle, cosa que estoy obligado a hacer, y continuar con el trabajo que tengo entre manos.
La ejecución de Deborah comenzó como muchas otras. Mientras el sol de la mañana caía sobre la plaza, frente a las puertas de la catedral de Saint-Michel, todo el pueblo se congregó allí, junto con los vendedores de vino, que hacían pingües beneficios. La vieja condesa, vestida de negro, se abrió paso hacia las gradas más altas, justo delante de la pira, con los dos niños temblorosos y muy asustados, ambos morenos y trigueños, con el sello de la sangre española que corre por sus venas, pero con una elegancia y una delicadeza que delatan la herencia de su madre.
El más pequeño, Chrétien, empezó a llorar y a agarrarse a su abuela, tras lo cual se oyeron los murmullos excitados de la chusma: “Mirad a Chrétien, mirad a Chrétien”. En el momento en que lo sentaron, los labios le temblaban, mientras que su hermano mayor, Philippe sólo daba señales de miedo y quizá de repugnancia por lo que observaba a su alrededor. La vieja condesa los abrazó y consoló, mientras daba la bienvenida a la condesa de Chamillart, al inquisidor padre Louvier y a dos jóvenes clérigos con elegantes sotanas que se instalaban al otro lado.
Otros personajes importantes, o un grupo de los que se consideraban a sí mismos muy importantes, llenaron rápidamente las filas más elevadas de la tribuna y si hasta entonces había alguna ventana sin abrir, en aquel momento se habían abierto todas, llenas de caras ansiosas. Los que estaban de pie se habían instalado tan cerca de la pira que me preguntaba cómo harían para no morir quemados.
Al final se abrieron de golpe las puertas de Saint-Michel y, debajo de la arcada, en el mismísimo umbral, aparecieron el cura y otro despreciable funcionario, probablemente el alcalde del lugar, con un pergamino enrollado en la mano, al tiempo que varios guardias armados avanzaban por la derecha y por la izquierda.
Entre ellos y frente a un público mudo, inmóvil e impresionado, emergió mi Deborah, de pie, erguida, con la cabeza alta y su cuerpo delgado cubierto con una túnica blanca que colgaba sobre sus pies descalzos. Llevaba delante una vela de tres kilos, y sus ojos recorrían la multitud.
Stefan, nunca en mi vida he visto tal valentía. A pesar de todo en el momento en que nuestras miradas se encontraron —yo observaba desde la ventana de la posada de enfrente—, mis ojos se llenaron de lágrimas.
No puedo decir con certeza qué pasó a continuación, salvo que en el preciso instante en que todas las cabezas se volvían para ver a quién miraba la “bruja” tan fijamente, Deborah apartó la mirada y sus ojos volvieron al público, deteniéndose con igual cuidado sobre los puestos de venta de vino, los buhoneros y los grupos improvisados de personas que retrocedían ante su mirada. Por último levantó los ojos hacia la tribuna superior y los posó sobre la vieja condesa, que se mostró impasible ante esta muda acusación, luego sobre la condesa de Chamillart, que se revolvió en su asiento mientras miraba aterrorizada a la vieja, que seguía inmóvil, como antes.
Mientras tanto, el padre Louvier, el gran inquisidor victorioso, gritaba ásperamente al alcalde que leyera la proclama que tenía en sus manos y que diera comienzo al procedimiento.
Un griterío se elevó del público y el alcalde se aclaró la garganta para empezar a leer. Yo ya estaba satisfecho por lo que había visto, aunque no conseguía darme cuenta de si las manos y pies de Deborah estaban desatados.
Mi intención era bajar y abrirme camino entre la chusma, por los medios más bruscos si era necesario, y llegar delante para poder estar cerca de ella, pese al peligro que pudiera entrañar para mí.
En el momento en que me apartaba de la ventana y el alcalde empezaba a leer en latín con una lentitud atormentadora, la voz de Deborah resonó, haciéndolo callar y ordenando a la multitud que permaneciera en silencio.
—¡Jamás os he hecho daño! ¡Ni siquiera al más pobre de vosotros! —declaró; hablaba despacio y alto. Su voz retumbaba contra los muros de piedra, y en el momento en que el padre Louvier se puso de pie y le ordenó callar, ella levantó más la voz y afirmó que hablaría.
—¡Hacedla callar! —gritó la vieja condesa, furiosa ahora, mientras el padre Louvier volvía a rugir al alcalde que continuara leyendo. El asustado párroco miró a sus guardias, pero éstos se habían apartado hacia la otra punta y parecían aterrorizados al observar a Deborah y a la multitud asustada.
—¡Me oiréis! —volvió a gritar mi Deborah tan alto como antes.
Y al dar un paso al frente para quedar bajo la luz del sol, la multitud retrocedió como un enjambre atemorizado.
—Me han condenado por brujería y es injusto —exclamó Deborah—, porque no soy hereje ni adoro a Satán, ¡y no he hecho daño a ninguno de los que estáis aquí!
Antes de que la vieja condesa pudiera bramar otra vez, continuó:
—¡Vosotros, hijos míos, testificasteis en mi contra y yo os repudio! Y tú, querida suegra, ¡con tus mentiras te has condenado sola al infierno!
—¡Bruja! —gritó la condesa de Chamillart, aterrorizada ahora—. ¡Quemadla! ¡Arrojadla a la hoguera!
Al oír esto, algunos avanzaron tanto por miedo como por deseos de heroísmo, o quizá para ganar favores o por mera confusión.
Pero los guardias armados ni se movieron.
—¿Bruja me has llamado? —respondió Deborah en el acto, y con un gesto grandilocuente arrojó la vela sobre las piedras y extendió las manos delante de los hombres que temían cogerla—. Presta atención —exclamó—, ¡te mostraré hechizos que nunca has visto antes!
La multitud estaba ahora completamente aterrorizada. Algunos se retiraban de la plaza, otros empujaban para llegar a las callejuelas, hasta los de la tribuna superior se habían puesto de pie, mientras Chrétien se estremecía y lloraba, y volvía a esconder el rostro contra la abuela.
A pesar de todo, los ojos de cientos de personas en aquella estrecha plaza quedaron fijos en Deborah, que había levantado su brazo delgado y lastimado. Yo veía que movía los labios pero no conseguía oír sus palabras. De pronto se escuchó un griterío en alguna ventana de arriba y luego un rugido en lo alto de los tejados, mucho más débil que un trueno y, sin embargo, más terrible. De repente empezó a soplar el viento y, con él, se oyeron otros ruidos, crujidos y chirridos suaves que al principio no reconocí, pero que me recordaban muchas otras tormentas. Los viejos tejados del lugar cedían ante el viento.
De repente, las tejas empezaron a caer solas de los parapetos, por todas partes, el viento bramaba y silbaba sobre la plaza. Los postigos de las ventanas de la posada se agitaban sobre sus bisagras y mi Deborah gritaba otra vez por encima de los chillidos frenéticos del gentío.
—¡Ven ahora, Impulsor mío, mi vengador, acaba con mis enemigos! —Hizo una doble reverencia y alzó las manos con la cara roja, encendida de rabia—. ¡Te veo, Impulsor, te conozco! ¡Te invoco! —En aquel momento se puso rígida, con los brazos extendidos—. ¡Destruye a mis hijos, destruye a mis acusadores! ¡Destruye a quienes han venido a verme morir!
Las tejas de la catedral, de la cárcel, de la sacristía y de la posada empezaron a volar y a estrellarse contra la cabeza de la gente que gritaba, al tiempo que la tribuna, una frágil estructura de tablones, palos y cuerdas, se agitaba al viento, y los que todavía estaban sobre ella gritaban, temerosos por su vida.
Solo el padre Louvier seguía firme.
—¡Quemad a la bruja! —gritaba, tratando de que lo escucharan los hombres y mujeres aterrorizados que caían unos sobre otros en su intento de huir—. ¡Quemad a la bruja y parará la tormenta!
Nadie dio un paso para obedecerle y aunque la iglesia podía haberles ofrecido refugio, nadie se atrevía a acercarse, pues Deborah bloqueaba la puerta con los brazos extendidos. Los guardias, aterrorizados, habían huido de ella. El párroco se había escapado a la otra punta. El alcalde había desaparecido.
En lo alto, el cielo se había ennegrecido y la gente peleaba, maldecía y caía en el apretujamiento. La lluvia de tejas golpeó a la vieja condesa, que perdió el equilibrio y trastabilló sobre los cuerpos apiñados frente a ella, hasta dar contra las piedras. Los niños se sostenían mutuamente mientras una cascada de piedras de la fachada de la iglesia se desplomaba sobre ellos. Chrétien estaba inclinado bajo la lluvia de piedras como un árbol bajo una tormenta de granizo, hasta que un golpe lo dejó inconsciente y lo hizo caer de rodillas. En aquel momento cedió la grada y se hundieron los dos niños junto con unas veinte personas que seguían luchando por huir.
Por lo que yo veía, los guardias y el cura habían escapado de la plaza.
Vi a Deborah que retrocedía hacia las sombras, aunque seguía mirando el cielo.
—¡Te veo, Impulsor! —exclamó—. ¡Mi fuerte y hermoso Impulsor! —Y desapareció en la oscuridad de la nave de la catedral.
Yo salí de la ventana, bajé corriendo las escaleras y me metí en el frenesí de la plaza. De verdad no sé qué tenía en mente, salvo que de algún modo quería llegar hasta ella y, amparado en el pánico y la confusión que me rodeaban, sacarla de este lugar.
Pero mientras cruzaba la plaza, las tejas caían por doquier. Una me golpeó el hombro y otra la mano izquierda. Sólo veía las puertas de la iglesia, donde se había refugiado ella, que pese a ser sólidas y pesadas se balanceaban al viento.
Los postigos se habían desprendido y caían sobre el enloquecido gentío, que no conseguía abrirse camino por las callejuelas estrechas. En cada umbral y arcada yacían cuerpos apilados. La vieja condesa estaba muerta, con los ojos abiertos al cielo, mientras la gente en su desenfrenada huida le pasaba por encima. Entre los escombros de la tribuna yacía el cuerpo de Chrétien, el pequeño, retorcido e inerte.
Philippe, el mayor, gateaba en busca de refugio, con la pierna rota, según parecía, cuando un postigo se estrelló contra su cuello, quebrándoselo y matándolo en el acto.
Alguien pasó encogido junto a mí, gritando: “¡La condesa!”, mientras señalaba hacia arriba.
Allí estaba ella, en lo alto del parapeto de la iglesia. Se había subido y se balanceaba peligrosamente sobre el muro mientras volvía a levantar los brazos al cielo y a llamar a su espíritu. Pero entre el rugido del viento, los gritos de los heridos, las tejas y las piedras que caían y la madera que se rompía, era imposible oír sus palabras.
Corrí en dirección a la iglesia y, una vez dentro, busqué aterrorizado la escalera. Allí estaba Louvier, el inquisidor, que corría de un lado a otro en busca también de la escalera. La encontró antes que yo.
Subí a toda carrera tras él, y vi cómo se agitaba su sotana varios peldaños más arriba y oí el taconeo de sus zapatos sobre las piedras. Ay, Stefan, si hubiera tenido una daga… pero no la tenía.
Llegamos al parapeto, Louvier siempre delante de mí, y en aquel momento vi el delgado cuerpo de Deborah como si saliera volando del techo. Me acerqué al borde, miré la carnicería de abajo y la vi sobre las piedras, con el rostro hacia arriba, un brazo debajo de la cabeza y el otro cruzado sobre el pecho, y los ojos cerrados como si estuviera dormida.
Louvier maldijo en cuanto la vio.
—¡Quemadla, llevad el cuerpo a la pira! —gritó, pero fue en vano. Nadie podía oírlo. Se dio la vuelta, consternado, quizá con la intención de bajar y dar las órdenes desde allí, cuando me vio de pie junto a él.
Con una expresión de enorme sorpresa, observó indefenso y confuso cómo yo, sin dudarlo ni un instante, le daba un empujón en el pecho con todas mis fuerzas. Salió volando del borde del techo hacia atrás.
Nadie lo vio, Stefan. Estábamos en el punto más alto de Montcleve. No había ningún otro tejado más alto que la iglesia. Ni siquiera el lejano castillo tenía vistas sobre este parapeto, y era imposible que los de abajo me hubieran visto, ya que yo estaba casi fuera de la vista, hasta del mismo Louvier, cuando lo empujé.
Y aunque me equivoqué con respecto a esto último, lo cierto es que nadie más me vio.
Me retiré de inmediato y me cercioré de que nadie me había seguido hasta el lugar; bajé y salí de la iglesia. Ahí yacía mi obra, Louvier, tan muerto como mi Deborah, y muy cerca de ella, con el cráneo destrozado y sangrante y los ojos abiertos, con esa apagada y estúpida expresión que tienen los muertos y que en los seres humanos vivos casi nunca aparece.
No sé decir durante cuánto tiempo continuó el viento, pero cuando llegué a la puerta de la iglesia ya menguaba. Un cuarto de hora, quizás, el mismo tiempo que el desalmado había calculado para que Deborah muriera en la hoguera.
Desde la penumbra del vestíbulo de la iglesia vi finalmente la plaza vacía, los últimos espectadores se retiraban, pasando por encima de los cuerpos que ahora obstruían las calles laterales. Vi también que volvía a brillar el sol y la tormenta se desvanecía. Me quedé inmóvil, observando en silencio el cuerpo de mi Deborah. Manaba sangre de su boca, que le manchaba la túnica blanca.
Al cabo de un buen rato, numerosas personas aparecieron otra vez en la plaza, examinando a los muertos y a los que todavía vivían, que lloraban y pedían ayuda. Poco a poco empezaron a recoger a los heridos. El posadero llegó corriendo con su hijo y se arrodilló junto al cuerpo de Louvier.
—Le dije que era una gran bruja —me susurró. Mientras observábamos su cuerpo, vimos que los guardias armados, impresionados, magullados y asustados, se reunían a las órdenes de un sacerdote joven con una herida en la frente. Levantaron el cuerpo de Deborah, mirando hacia todas partes como si temieran que la tormenta se desencadenara otra vez, y lo llevaron a la pira. Mientras subían por la escalerilla empezaron a caer trozos de madera y carbón, depositaron el cuerpo con suavidad en lo alto y se alejaron a toda prisa.
Mientras el joven sacerdote con la sotana desgarrada y la cabeza sangrante encendía las antorchas y con ellas la hoguera, empezó a reunirse más gente. Muy pronto la pira estuvo en llamas. El sacerdote se quedó muy cerca, observando cómo ardía la madera, y luego se alejó zigzagueando hasta caer desmayado, o quizá muerto.
Espero que muerto.
Una vez más volví a subir la escalera y me dirigí al tejado de la iglesia. Observé desde lo alto el cuerpo de mi Deborah, muerto, inmóvil y ajeno a todo dolor mientras las llamas lo consumían. Miré los tejados a mi alrededor, con manchas oscuras allí donde las tejas habían sido arrancadas. Pensé en el espíritu de Deborah y me pregunté si se habría elevado y penetrado en las nubes.
No me retiré hasta el momento en que el humo se convirtió en algo tan denso y era tal el olor a carbón, madera y alquitrán que resultaba difícil respirar. Al llegar a la posada, recogí mi equipaje, bajé a buscar mi caballo y seguí viaje hacia Marsella muy pronto, por la mañana.
He pasado las dos últimas noches acostado en la cama, durmiendo a medias, soñando y pensando en las cosas que vi. Lloré a Deborah hasta que ya no me quedaron lágrimas. Pensé en mi crimen y sé que no me siento culpable, estoy convencido de que lo volvería a hacer.
Sin embargo, he asesinado, Stefan. Tiene usted en su poder mi confesión. Y lo único que espero es su censura y la censura de la orden, porque ¿cuándo nuestros miembros han llegado hasta el asesinato, han empujado a inquisidores del techo de las iglesias como he hecho yo?
Lo único que puedo decir en mi defensa es que cometí el crimen en un irreflexivo momento de pasión. Pero no me arrepiento. Usted se dará cuenta en cuanto me vea. No puedo decir mentiras que hagan las cosas más sencillas.
Mientras le escribo, mis pensamientos no están en el crimen, sino en mi Deborah, en el espíritu, el Impulsor, y en lo que vi con mis propios ojos en Montcleve. Pienso en Charlotte Fontenay, la hija de Deborah, que no ha partido a Martinica, según creen sus enemigos, sino a Puerto Príncipe, en Santo Domingo; tal vez sea el único que lo sabe.
Stefan, no puedo sino seguir mis investigaciones sobre este asunto.
Lo que debo hacer ahora es ir a ver a la infortunada Charlotte, no importa cuán largo sea el viaje, hablarle desde lo profundo de mi corazón y decirle todo lo que he visto y todo lo que sé.
No puede ser una mera exposición de los hechos ni una llamada a la cordura; tampoco una súplica sentimental, como le hice a Deborah en mi juventud. Debe haber elementos de juicio, debe existir una conversación entre esa mujer y yo que me permita examinar con ella este ser salido de la invisibilidad y el caos para hacer más daño que ningún otro demonio o espíritu del que yo haya tenido noticias.
Porque ésta es la esencia del Impulsor, Stefan, es algo horrendo, y cada una de las brujas que intente gobernarlo terminará perdiendo el control sobre él. No me cabe ninguna duda.
Pero ¿cuál es la evolución de este ser?
A saber: tiró al marido de Deborah a causa de lo que sabía del hombre. ¿Por qué no se lo dijo a la bruja? ¿Y qué significaban las manifestaciones de Deborah respecto a que estaba aprendiendo? Afirmaciones que me hizo dos veces; la primera años atrás, en Amsterdam, y la segunda poco antes de estos trágicos acontecimientos.
Lo que pretendo estudiar es la naturaleza de este espíritu que se proponía ahorrarle sufrimientos a Deborah tirando a su marido del caballo, sin explicarle a ella las razones de su acto, a pesar de que cuando ésta se lo preguntó, tuvo que confesar. ¿Acaso pensaba seguir adelante y hacer por ella lo que ella debería haber hecho, para demostrarse a sí mismo que era un espíritu bueno e inteligente?
Cualquiera que sea la respuesta, no cabe duda de que es un espíritu interesante y de lo más peculiar. Pretendo también estudiar su fuerza, Stefan, porque no he exagerado nada al contar lo que le sucedió al populacho de Montcleve. Pronto tendrá noticias de ello, porque la historia fue demasiado horripilante y notable como para que no se difunda por doquier.
Durante estas horas de angustia y tormento, desde que he llegado, he considerado con cuidado todo lo que recuerdo haber leído sobre saber popular en cuanto a espíritus, demonios y cosas semejantes.
He tenido en cuenta los escritos sobre brujos, con todas sus advertencias y anécdotas, y las enseñanzas de los padres de la Iglesia, porque a pesar de lo tontos que pueden ser en algunos aspectos, saben algunas cosas sobre los espíritus, en las que coinciden con los antiguos. Y esto es un punto importante.
Porque si los eruditos romanos, griegos, hebreos y cristianos describen las mismas entidades, formulan las mismas advertencias y proponen las mismas fórmulas para poder controlarlos, entonces sin duda hay algo que no debe ser descartado.
En las primeras épocas cristianas, los padres de la Iglesia creían que estos demonios no eran más que los antiguos dioses paganos. Esto significa que creían en la existencia de esos dioses, y en que eran criaturas de menor poder; creencia que sin duda no sostiene la Iglesia hoy en día.
Sin embargo, los inquisidores sí sostienen esta creencia, burdamente y con ignorancia, porque cuando acusan a una bruja de volar por las noches, basan sus necias acusaciones en la antigua creencia en la diosa Diana, que infectó a la Europa pagana antes de la llegada del cristianismo, y el macho cabrío demoníaco a quien la bruja besa no es otro que el dios pagano Pan.
Pero, volviendo a la cuestión principal, todos los pueblos han creído en espíritus, y lo que nos ha llegado de ellos es lo que he de examinar aquí. Si la memoria no me falla, debo afirmar que lo que encontramos en las leyendas, los libros de magia y las demonologías es una legión de entidades que pueden ser invocadas por su nombre, y gobernadas por brujos y hechiceros. Efectivamente, el Libro de Salomón los enumera, y no menciona sólo los nombres y características de estos seres, también señala la forma bajo la que deciden aparecer.
Y aunque en Talamasca sostenemos hace tiempo que la mayor parte de esto es fantasía pura, sabemos que existen tales entidades y que los libros contienen algunas advertencias valiosas acerca del peligro inherente de invocar a estos seres, porque pueden concedernos deseos que después nos hagan llorar y rogar al cielo desesperados, como queda claro en el viejo cuento del rey Midas o en la historia popular de los tres deseos.
En realidad, la sabiduría del mago se define en todos los idiomas como la capacidad de saber refrenar y emplear con precaución el poder de estas criaturas invisibles, para que no se vuelva contra el mago de manera inesperada.
Pero por mucho que uno lea sobre espíritus, ¿dónde se ha visto enseñarles para que aprendan? ¿Dónde se ha visto que cambien? Hacerse más poderosos por medio de la invocación sí, ¿pero cambiar?
Y Deborah me habló precisamente dos veces de ello, del aprendizaje de su espíritu, lo que significa que el Impulsor puede cambiar.
Stefan, lo que observo es que este ser, surgido de lo invisible y del caos e invocado por la ignorante Suzanne, a esta altura de su existencia y como servidor de estas brujas, es un misterio completo. Un espíritu inferior, un simple hacedor de tormentas se ha convertido —guiado por Deborah— en un demonio terrible capaz de matar a los enemigos de la bruja cuando ésta se lo ordena. Sospecho que hay mucho más aún que Deborah no tuvo tiempo, o valor, para contarme. Espero poder explicárselo a Charlotte, no con el propósito de orientarla en su devoción a este ser, sino con la esperanza de interponerme entre ella y el demonio para provocar por algún medio la disolución de este vínculo.
Algo más, me atrevo a conjeturar que Charlotte Fontenay sabe poco o nada sobre este demonio, que su madre nunca le enseñó las artes negras, que sólo en el último momento Deborah le contó sus secretos y le ordenó lealtad, que la hizo marchar con sus bendiciones para que la sobreviviera y no la viera sufrir en la hoguera. Mi amada hija, la llamó, lo recuerdo muy bien.
Stefan, es preciso que me permitan ir a ver a Charlotte. No debo rehuir la tarea como hice hace años con su madre a instancias de Roemer Franz. Porque si hubiera discutido y estudiado con Deborah, quizás habría ganado terreno con ella y habríamos podido echar a este ser.
Por favor, no me obligue a romper la regla de la orden. Déme permiso. Envíeme a Santo Domingo, porque iré de todos modos.
Suyo, con lealtad a Talamasca,
Petyr van Abel
Marsella».
«Talamasca
Amsterdam
Petyr van Abel
Marsella
Querido Petyr:
Sus cartas nunca dejan de sorprendernos, pero estas dos últimas, procedentes de Marsella, han superado hasta sus mayores triunfos.
Todos aquí las hemos leído, palabra por palabra. El consejo se ha reunido y he aquí nuestras recomendaciones:
Regrese de inmediato a Amsterdam.
Comprendemos perfectamente sus razones para desear partir a Santo Domingo, pero no podemos permitirlo.
Le rogamos que comprenda que, según usted mismo ha admitido, se ha convertido en parte de la perversidad del demonio de Deborah Mayfair. Al empujar al padre Louvier del techo de la iglesia ha ejecutado los deseos de la mujer y de su espíritu.
El hecho de que haya violado las reglas de Talamasca por medio de esta acción irreflexiva nos preocupa seriamente, porque tememos por usted y estamos todos de acuerdo en que debe regresar a casa para recibir los consejos de quienes aquí estamos, para ayudarlo a recobrar la conciencia y el juicio.
Petyr, ésta es una orden bajo amenaza de excomunión: regrese de inmediato.
Hemos dedicado mucho tiempo a estudiar la historia de Deborah Mayfair teniendo en cuenta sus cartas, así como las pocas observaciones que Roemer Franz consignó sobre el papel, y estamos de acuerdo con usted en que esta mujer y lo que ella hizo con su demonio es de gran interés para Talamasca. Comprenda, por favor, que tenemos la intención de averiguar todo lo que podamos sobre Charlotte Fontenay y su vida en Santo Domingo.
No está fuera de nuestros cálculos la posibilidad de enviar en el futuro un emisario a las Indias Occidentales para que hable con esa mujer y se entere de lo que pueda. Pero ahora no podemos contemplar esta posibilidad.
La sensatez nos dicta que le sugiramos que una vez que regrese, le escriba y le informe sobre las circunstancias que rodearon la muerte de su madre, con la omisión de su crimen contra el padre Louvier, ya que no sería razonable difundir su culpabilidad ni informarle de todo lo que dijo su madre. Sería más que aconsejable que la invitara a mantener correspondencia y hasta es posible que llegue a ejercer una influencia beneficiosa que no entrañe riesgos para usted.
Esto es todo lo que tiene que hacer al respecto de Charlotte Mayfair. Una vez más le pedimos que regrese; por favor, venga por tierra o por mar lo más rápido posible.
Pero, por favor, no dude de nuestro amor y respeto, así como de nuestra preocupación. Somos de la opinión que si nos desobedece, en las Indias Occidentales no encontrará más que desdichas, por no decir algo peor. Hemos tocado las cartas y vemos sólo un porvenir de tinieblas y desastres.
Alexander, que como usted sabe posee el mayor poder de todos nosotros para ver a través del tacto, está absolutamente convencido de que si se va a Puerto Príncipe, jamás lo volveremos a ver.
Debo decirle también que Alexander se dirigió al vestíbulo, al pie de la escalera, y apoyó las manos sobre el retrato de Deborah pintado por Rembrandt. Se apartó de repente y estuvo a punto de desmayarse. Se negó a hablar y tuvo que ser asistido por los criados para llegar a su habitación.
—¿Cuál es el objeto de este silencio? —le pregunté, a lo que me respondió que era tan claro lo que había visto que resultaba inútil hablar. Me puse furioso y le pedí que me lo contara. “Vi sólo muerte y destrucción —me dijo—. No había ni figuras, ni números, ni palabras. ¿Qué quiere que le diga?” Luego añadió que si yo quería saber lo que había visto, que mirara otra vez el retrato, la oscuridad de la que siempre emergen los temas de Rembrandt, que viera cómo la luz iluminaba sólo parcialmente el rostro de Deborah, porque ésa era la única luz que él imaginaba en la historia de estas mujeres, una luz parcial y frágil, devorada siempre por la oscuridad. Rembrandt van Rijn había captado sólo un momento, nada más.
—Lo mismo se puede decir de cualquier vida, de cualquier historia, insistí.
—No, esto es algo profético —declaró—, y si Petyr se va a las Indias Occidentales se desvanecerá en la oscuridad de la que Deborah Mayfair emergió sólo un instante.
¡Interprete este diálogo como quiera! No puedo negarle que Alexander dijo más adelante que usted iría a las Indias Occidentales de todos modos, que ignoraría nuestras órdenes y nuestra declaración de excomunión, y que la oscuridad caería sobre usted.
Seguramente será consciente, como hombre sensato que es, que en las Indias Occidentales no necesita encontrar brujas y demonios para poner su vida en peligro. La fiebre, la peste, las rebeliones de esclavos y las fieras de la selva lo esperan tras todos los peligros del viaje por mar.
Debo decir también que ninguno de nosotros ha dejado de comprender su deseo de perseguir a este demonio y su bruja hasta Santo Domingo. Qué no daría yo por hablar con alguien como Charlotte y preguntarle qué le ha enseñado su madre y qué pretende hacer.
Pero, Petyr, usted mismo ha descrito el poder de este demonio. Ha relatado fielmente las extrañas afirmaciones sobre él, hechas por la difunta condesa Deborah Mayfair de Montcleve. Debería usted saber que él tratará de impedir que se interponga entre él y Charlotte y le deparará un amargo final, como hizo con el difunto conde de Montcleve.
Tiene usted razón en sus conclusiones: este ser es más listo que la mayoría de los demonios, aunque sólo sea por lo que le ha dicho a la bruja y no por lo que hace.
Sí, esta historia trágica es para nosotros casi irresistible. Pero debe regresar a casa para escribir a la hija de Deborah desde la seguridad de Amsterdam y dejar que los barcos holandeses se ocupen de llevar la carta allende los mares.
Es posible que le interese saber, mientras prepara su viaje de vuelta, que acabamos de enterarnos que la noticia de la muerte del padre Louvier ha llegado a la corte de Francia.
Supongo que no le sorprenderá saber que una tormenta azotó el pueblo de Montcleve el día de la ejecución de Deborah de Montcleve. Puede que también quiera oír que fue enviada por Dios para demostrar su disgusto por la propagación de la brujería en Francia y su condena en particular contra esta mujer incontrita que incluso bajo tortura no quiso confesar.
Sin duda conmoverá su corazón saber que el buen padre Louvier murió al tratar de proteger a los demás de la lluvia de piedras.
Los muertos, según nos dijeron, ascienden a quince, y el valiente pueblo de Montcleve quemó a la bruja, tras lo cual cesó la tempestad, Dios mediante, y que la lección de todo esto es que el Señor Jesucristo verá cómo se descubren y se queman más brujas. Amén.
Me pregunto cuánto tardaremos en ver todo esto en un opúsculo con las ilustraciones de rigor y una letanía de falsedades. Sin duda, las imprentas, que alimentan sin cesar las llamas de las quemas de brujas, ya habrán puesto manos a la obra.
Petyr, no pierda tiempo escribiéndonos. Simplemente vuelva a casa. Sepa que lo amamos y no lo condenamos por lo que ha hecho ni por lo que pueda hacer. ¡Le decimos lo que pensamos que debemos decirle!
Suyo, con lealtad a Talamasca
Stefan Franck
Amsterdam».
«Querido Stefan:
Escribo deprisa, ya que estoy a bordo del barco francés Sainte-Hélène, que parte hacia el Nuevo Mundo, y un muchacho aguarda para llevarse esta carta y enviársela de inmediato.
Voy a ver a Charlotte porque no puedo hacer otra cosa, supongo que no se sorprenderá. Por favor, dígale a Alexander de mi parte que sé que si él estuviera en mi lugar haría lo mismo.
Stefan, me juzga erróneamente cuando dice que he sido cautivo de la perversidad de este demonio. Es verdad que he roto las reglas de la orden a causa de Deborah Mayfair, tanto en el pasado como en el presente, pero el demonio nunca ha jugado ningún papel en mi amor por ella, y si tiré al inquisidor fue porque así lo quería.
Lo tiré por Deborah y por todas las pobres mujeres ignorantes que he visto gritar en las llamas, por las mujeres que han muerto en el potro o en las frías celdas de las cárceles, por las familias destruidas y los pueblos arrasados por estas horribles mentiras.
Pero estoy perdiendo tiempo en defenderme. Es usted muy bondadoso por no condenarme, porque, a pesar de todo, fue un asesinato.
Ahora le hablaré de lo que más me preocupa, de lo último que he sabido sobre Charlotte Mayfair. Aquí la recuerdan bien, ya que llegó a Marsella y desde aquí embarcó. Varias personas me dijeron que es muy rica, muy hermosa y muy rubia, con bucles dorados y arrebatadores ojos azules, y que su marido está lisiado por una enfermedad de la infancia que le ha causado una debilidad progresiva de los miembros. Es un espectro de hombre. Charlotte lo llevó a Montcleve por esta razón, con una gran comitiva de negros que lo atienden. Recurrió a su madre con la esperanza de que pudiera curarlo, así como para que examinara a su pequeño y le dijera si veía algún signo de enfermedad en él. Deborah afirmó que el niño era muy sano. Madre e hija prepararon un ungüento para los miembros del hombre que le proporcionó gran alivio, pero que no pudo restaurar la sensibilidad perdida. Se cree que pronto estará tan desvalido como su padre, que padece la misma enfermedad.
Cuentan también que Charlotte y el joven Antoine disfrutaban de la visita a Deborah y habían pasado varias semanas con ella cuando la tragedia de la muerte del conde cayó sobre la familia. El resto ya lo conoce usted, quizá con la salvedad de que aquí, en Marsella, la gente no cree demasiado en brujerías y atribuyen la locura de las persecuciones a la superstición de la gente de las montañas. Sin embargo, ¿qué sería de esa superstición sin el estímulo del famoso inquisidor?
En Marsella me resulta muy fácil preguntar por este patrimonio porque nadie sabe que he estado en las montañas, y parece que a las personas que invito a tomar un vaso de vino conmigo les encanta hablar de Charlotte y Antoine Fontenay, del mismo modo que a la gente de Montcleve le gustaba hablar de la familia entera.
Charlotte y el joven Antoine causaron gran revuelo en este lugar porque, por lo visto, viven de manera muy extravagante y generosa para con todos, y dan monedas como si nada. Se presentaban en la iglesia, como en Montcleve, con una comitiva de negros que atraían todas las miradas. Se dice también que pagaban muy bien a todos los médicos consultados por la dolencia de Antoine y hay mucha chafardería sobre la causa de ésta: que si proviene del intenso calor de las Indias Occidentales, que si es una vieja enfermedad que sufrieron muchos europeos en la antigüedad.
Nadie duda de la riqueza de los Fontenay, y hasta hace muy poco tuvieron agentes en esta ciudad, pero antes de su precipitada partida —cuando todavía no se conocía el encarcelamiento de Deborah—, rompieron con todos los agentes locales y nadie sabe adónde se han marchado.
Tengo algo más que contarle. Haciendo honor a mi condición de rico mercader holandés, he llevado una vida de grandes gastos y me las he arreglado para conocer a una elegante mujer de buena familia, joven y hermosa, amiga de Charlotte Fontenay. Afirma que Charlotte es dulce y encantadora y jamás podría ser una bruja. Ella también atribuye semejantes creencias a la ignorancia de la gente de las montañas y ha ofrecido una misa por el descanso del alma de la desdichada condesa.
La impresión de la dama con respecto a Antoine es que lleva la carga de su enfermedad con gran entereza, que ama verdaderamente a su esposa y que, teniendo en cuenta las circunstancias, no es en modo alguno un mal compañero para ella. Es posible que el joven no pueda darle más hijos, tan grande es su debilidad, y que el único hijo que tienen haya heredado la enfermedad, nadie lo sabe. Ésa fue la razón de tan largo viaje para ver a Deborah.
Más adelante me dijo que el padre de Antoine, el amo de la plantación, se mostró partidario del viaje, puesto que anhela con vehemencia descendencia masculina a través de Antoine y desaprueba la de sus otros hijos, que llevan una vida de lo más disoluta y cohabitan con sus mancebas negras, por lo que rara vez osan presentarse en la casa paterna.
Cuando le pregunté por qué no había acudido nadie en defensa de Deborah durante el proceso, la mujer tuvo que reconocer que el conde de Montcleve nunca había estado en la corte, y tampoco su madre, que en una época de la historia habían sido hugonotes y que en París nadie conocía a la condesa, que Charlotte había estado muy poco tiempo y que cuando se enteraron de que Deborah de Montcleve era la hija bastarda de una bruja escocesa, una simple campesina a fin de cuentas, la indignación por su situación se convirtió en lástima y por último en olvido.
—Ay, esas montañas y esos pueblos —dijo la mujer. Ella misma no veía el momento de volver a París, porque ¿qué hay fuera de París? ¿Y quién puede esperar algún favor o ascenso si no está al servicio del rey?
No tengo más tiempo para seguir escribiendo. Partimos dentro de una hora.
Stefan, ¿tengo que explicárselo más claramente? Debo ver a la joven; debo ponerla en guardia contra el demonio. Y, por amor al cielo, ¿de dónde cree que la muchacha, nacida ocho meses después de que Deborah me dejara en Amsterdam, ha sacado la blancura de su piel y ese pelo dorado?
Volveré a verlo, Stefan. Recibid todos vosotros, hermanos y hermanas de Talamasca, todo mi cariño. Me dirijo al Nuevo Mundo con grandes expectativas. Veré a Charlotte. Conquistaré a ese espíritu, al Impulsor, y quizá logre comunicarme con un ser que tiene esa voz y semejante poder, y aprender de él la forma que tiene de aprender de nosotros.
Suyo, con lealtad a Talamasca como siempre
Petyr van Abel
Marsella».