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INFORME SOBRE LAS BRUJAS MAYFAIR

Primera parte

Introducción del traductor a las primeras cuatro partes

Las primeras cuatro partes de este informe contienen material escrito por Petyr van Abel expresamente para Talamasca; están escritas en latín y fundamentalmente en nuestro latín cifrado, una forma empleada por Talamasca desde el siglo XIV hasta el XVIII para mantener sus epístolas y anotaciones diarias a salvo de ojos curiosos.

En aquella época, Stefan Franck era el superior de la orden y la mayor parte del material que se incluye a continuación está dirigido a él en un estilo sencillo, íntimo y a veces informal. Sin embargo, Petyr van Abel supo en todo momento que escribía para los archivos y, a medida que avanzaba, se tomó las molestias necesarias para dar las explicaciones y aclaraciones pertinentes al inevitable lector no introducido. Ésta es la razón por la que describe un canal de Amsterdam al hombre que vivía en el mismo canal.

Si la visión del mundo de Petyr resulta sorprendentemente «existencial» para la época, sólo hay que releer a Shakespeare, que escribió alrededor de setenta y cinco años antes, para darse cuenta de lo ateos, irónicos y existenciales que eran los pensadores de la época. Lo mismo puede decirse de la actitud de Petyr con respecto a la sexualidad. La gran represión del siglo XIX a menudo hace que olvidemos que los siglos XVII y XVIII fueron mucho más liberales en materias carnales.

En cuanto a la historia completa de Petyr van Abel, toda una aventura por derecho propio, está explicada en el archivo que existe bajo su nombre y que cuenta con diecisiete volúmenes en los que también se incluyen las traducciones de todos los informes de cada uno de los casos que investigó en el orden cronológico en que fueron escritos.

También poseemos dos retratos de él hechos en Amsterdam; uno pintado por Franz Hals, encargado expresamente por Roemer Franz, nuestro director en aquel período, que muestra a Petyr como un joven alto y rubio —de una talla y blancura casi nórdica—, de rostro oval, nariz prominente, frente alta y ojos grandes e inquisitivos. El otro, hecho unos veinte años más tarde por Thomas de Keyser, revela una complexión más pesada y una cara más llena, aunque todavía claramente oval, con bigote y barba cuidadosamente recortados y el pelo largo y rizado debajo de un sombrero negro de ala ancha. En ambas pinturas, Petyr parece relajado y en cierta manera alegre, características típicas de los retratos flamencos de la época.

Petyr perteneció a Talamasca desde su infancia hasta que murió, en cumplimiento de su deber, a la edad de cuarenta y tres años. En cuanto a su muerte, quedará aclarada tras su último informe completo a Talamasca.

Él, personalmente, era un lector del pensamiento bastante limitado (confesó que no era muy competente en el empleo de este poder porque le desagradaba y no le tenía confianza). Poseía la capacidad de mover pequeños objetos, parar relojes y hacer otros «trucos» a voluntad.

Era huérfano y entró por primera vez en contacto con Talamasca a la edad de ocho años, cuando vagaba por las calles de Amsterdam. La historia cuenta que al descubrir que la casa matriz albergaba almas tan «diferentes» como él, dio vueltas por los alrededores hasta que se quedó dormido en el umbral una noche de invierno en la que habría muerto de frío de no haber sido por Roemer Franz, que lo encontró y lo llevó adentro. Más adelante se descubrió que tenía educación y sabía leer latín y holandés, así como entender francés.

Los recuerdos de los primeros años de su vida junto a sus padres eran esporádicos e inciertos, sin embargo llevó a cabo una investigación sobre sus orígenes y descubrió no sólo la identidad de su padre, Jan van Abel, famoso cirujano de Leiden, sino también voluminosos trabajos escritos por éste que contenían algunas de las ilustraciones médicas y anatómicas más celebradas de la época.

Petyr solía decir que la orden era su madre y su padre. Nunca hubo un miembro más devoto.

Aaron Lightner

Talamasca, Londres, 1954

Las brujas Mayfair

Primera parte / transcripción I

De los escritos de Petyr van Abel para Talamasca

1689

«Montcleve, Francia, septiembre de 1689

Querido Stefan:

Al fin he llegado a Montcleve, junto a las montañas Cévennes —es decir, en las colinas de la región, al pie de las montañas—, y la siniestra ciudadela fortificada, con sus techos de tejas y sus bastiones deprimentes, se prepara en efecto para la quema de una gran bruja, tal como me habían dicho.

Aquí está comenzando el otoño y el aire del valle es fresco, quizá con un resabio aún de calor mediterráneo. Desde las puertas se aprecia una vista de lo más placentera de los viñedos con los que se hace el vino local, Blanquette de Limoux.

Puesto que he bebido hasta saciarme en esta primera noche, puedo atestiguar que es casi tan bueno como estos pobres campesinos insisten en afirmar.

Pero como bien sabe, Stefan, no siento aprecio por esta región. Estas montañas guardan aún el eco de los gritos de infinidad de cátaros quemados en hogueras por toda la región siglos atrás. ¿Cuántos siglos deben pasar para que la tierra absorba hasta sus entrañas la sangre de tantas personas y sea posible olvidar?

Talamasca siempre recordará. Quienes vivimos en un mundo de libros, de pergaminos que se desintegran, de velas de llama vacilante, de ojos irritados que miran de soslayo en las sombras, tenemos siempre nuestras manos puestas en la historia. Para nosotros siempre es ahora. Y recuerdo, sí, mucho antes de haber oído la palabra Talamasca, cómo mi padre hablaba de esos herejes asesinados y de las mentiras que habían propagado en su contra. Porque mi padre también había leído mucho sobre ellos.

¡Ay! ¿Qué tiene que ver todo esto con la pobre condesa de Montcleve, que morirá mañana en la hoguera levantada junto a la puerta de la catedral de Saint-Michel? Esta vieja ciudad fortificada es toda de piedra, no así el corazón de sus habitantes, pese a que nada puede impedir la ejecución de esta dama, como tengo intención de demostrar.

Mi corazón está desconsolado, Stefan. Me siento más que impotente, porque me persiguen revelaciones y recuerdos, y tengo una historia de lo más sorprendente para contar.

Pero debo ordenar las cosas lo mejor que pueda; trataré de limitarme, como siempre —y fracasaré también como siempre—, a aquellos aspectos de esta triste aventura dignos de señalar.

Permítame decir, en primer lugar, que no puedo impedir esta quema, porque la dama en cuestión no sólo está considerada una bruja impenitente y poderosa, sino que además se la acusa de haber envenenado a su marido y el testimonio que pesa en su contra es grave en extremo, como aclararé a continuación.

Fue su suegra quien se presentó para acusarla de copular con Satán y de asesinato. Los dos hijos menores de la desgraciada condesa se han unido a la abuela, mientras que la única hija de la supuesta bruja, Charlotte, de veinte años y extraordinaria belleza, ha escapado a las Indias Occidentales en compañía de su joven esposo de Martinica y su pequeño hijo, para evitar así un cargo de brujería que pesa sobre ella.

Pero no todo es como parece. Explicaré lo que he descubierto. Puesto que es una carga que no he compartido con nadie, empezaré por el principio para sumergirme luego en el oscuro pasado. Aquí hay mucho que resulta del interés de Talamasca, pero poco que Talamasca pueda hacer. Mientras escribo me siento atormentado porque conozco a esta dama; llegué aquí con la sospecha de que quizá la conociera y, a pesar de todo, esperaba estar en un error y rezaba por ello.

Cuando le escribí por última vez, acababa de salir de los Estados Germánicos completamente agotado por las horribles persecuciones y por lo poco que yo podía intervenir. Había presenciado dos quemas masivas en Treves, de una crueldad y sufrimiento de lo más despreciable, promovidas por clérigos protestantes, que son tan feroces como los católicos y que coinciden enteramente con éstos en que Satán se cierne sobre la tierra y logra sus victorias a través de la gente más inverosímil: en algunos casos personas simplemente tontas, pero la mayoría de las veces sencillas amas de casa, panaderos, carpinteros, pordioseros y gente de ese tipo.

Qué extraño que estas personas religiosas crean que el diablo sea tan estúpido como para querer corromper sólo a los pobres y a los que carecen de poder —¿por qué ni siquiera una vez al rey de Francia?— y que la población en general sea tan débil.

Pero usted y yo hemos reflexionado muchas veces sobre estas cosas.

Así pues, me vi impulsado a venir aquí, en lugar de dirigirme a Amsterdam —ciudad a la que añoro con toda mi alma—, porque las circunstancias de este proceso eran bien conocidas por todas partes. Lo más peculiar del caso es que la acusada sea una gran condesa y no una comadrona de pueblo, una tonta balbuceante que suele denunciar como cómplice a otra pobre desgraciada, y así sucesivamente.

Pero aquí hallé casi los mismos elementos que en cualquier otro lugar: está presente el popular inquisidor padre Louvier, que se jacta de haber quemado cientos de brujas en una década y de poder encontrarlas allí donde las haya. También hay un libro muy popular sobre brujería y demonología escrito por este mismo hombre, muy difundido por toda Francia, y que fascina en extremo a las personas semicultas que leen con atención las interminables descripciones de demonios como si fueran las Sagradas Escrituras, cuando en realidad no son más que estúpida basura.

Este libro tiene hechizada a toda la ciudad, y sin duda no sorprenderá a ningún miembro de nuestra orden el hecho de que haya sido exhibido por la vieja condesa, la mismísima acusadora de su nuera, que dijo directamente en las escalinatas de la iglesia que si no hubiera sido por ese valioso libro, nunca habría sabido que vivía con una bruja.

Pero otra vez me desvío de la historia.

He llegado a las cuatro de esta tarde. Crucé las montañas y bajé hacia el sur en dirección al valle, un viaje lento y difícil a lomo de caballo. En cuanto divisé la ciudad, que se cernía sobre mí como una gran fortaleza —pues eso es lo que fue en una época—, me deshice ahí mismo de todos los documentos que probaran que no fuera lo que pretendo ser: un sacerdote católico, estudioso del azote de la brujería, que viaja por el país para examinar a las brujas convictas y poder así erradicarlas mejor de su parroquia.

Metí mis extrañas pertenencias acusadoras en una caja dura y la enterré en un sitio seguro del bosque. Con mis vestiduras de clérigo más finas y un crucifijo de plata, galopé en dirección a las puertas de la ciudad y pasé junto a las torres del castillo de Montcleve, antigua morada de la infortunada condesa conocida ahora como la Novia de Satán o la Bruja de Montcleve.

Nada más llegar, empiezo a preguntar a todos cuantos encuentro por qué hay una hoguera tan grande en el centro mismo de la plaza, frente a las puertas de la catedral; por qué los buhoneros han montado sus puestos de bebidas y pasteles cuando no hay feria alguna a la vista, cuál es la razón de que se hayan puesto las gradas al norte de la iglesia y contra los muros de la cárcel. ¿Por qué los patios de las cuatro posadas de la ciudad están llenos de carruajes y caballos? ¿Por qué hay tanta agitación, tanto bullicio y la gente señala la alta ventana enrejada de la prisión que da precisamente a las gradas y a la enorme hoguera?

¿Tiene esto algo que ver con la fiesta de San Miguel que se celebra mañana?

Nadie duda en aclararme que no tiene nada que ver con el santo, aunque ésta es su catedral; pero se ha elegido su día para servir mejor a Dios y a todos sus ángeles y santos con la ejecución de la bella condesa que será quemada viva, sin siquiera el beneficio de ser ahorcada antes, para que sirva de ejemplo a todas las brujas de la región, de las que hay muchas, pese a que la condesa no ha querido nombrar a ninguna de sus cómplices, incluso tras ser sometida a torturas indescriptibles, tan grande es el poder que tiene el diablo sobre ella, pero a pesar de todo, los inquisidores terminarán por descubrirlas.

Y a través de diversas personas, que me hubieran llevado al estupor de haberlo yo permitido, me enteré además de que casi no había familia en esta próspera comunidad que no hubiera tenido noticia de primera mano de los grandes poderes de la condesa, ya que ésta curaba gratis a quienes estaban enfermos, preparaba pócimas de hierbas y colocaba sus propias manos sobre los cuerpos y miembros afectados. Lo único que pedía a cambio era que la recordaran en sus plegarias.

Stefan, podría pensar que en lugar de ir camino de la hoguera, debería ir hacia el de la canonización, pues ninguna de las personas que encontré durante esta primera hora, en la que me metí por estrechas callejuelas y fui de aquí para allá como si estuviera perdido y me entretuve a hablar con todo el que pasaba, tenía una palabra de reproche para con la dama.

Pero, sin duda, todas estas gentes sencillas parecían cuanto menos tentadas por el hecho de que fuera una gran dama bondadosa la que iba a ser arrojada a las llamas delante de ellos, como si su belleza y su bondad hicieran de su muerte un gran espectáculo para que ellos disfrutaran. Le digo que me dio miedo el elocuente aprecio que le tenían, la presteza con que la describían y el cambio brillante que se operaba en ellos cuando hablaban de su muerte. Al final no pude más y me dirigí a la hoguera, di una vuelta a caballo y comprobé su enorme tamaño.

Ay, hace falta mucha madera y mucho carbón para quemar completamente a un ser humano. Observé la pira con el mismo horror de siempre, preguntándome por qué he escogido este trabajo si nunca he querido formar parte de una ciudad como ésta, con sus monótonos edificios de piedra, sus tres campanarios viejos, si nunca he querido que mis oídos escucharan el ruido de la chusma, el crepitar del fuego, las toses y los jadeos y finalmente los gritos de la muerte. Usted bien sabe que a pesar de las veces que he visto estas despreciables quemas, no logro acostumbrarme a ellas. ¿Qué hay dentro de mi alma que me obliga a buscar el mismo horror una y otra vez?

¿Estaré haciendo penitencia por algún crimen, Stefan? ¿Y cuándo habré purgado mi pecado? No estoy divagando. Como verá y comprenderá pronto, yo tengo algo que ver con todo esto, porque me he encontrado cara a cara una vez más con una joven mujer a la que amé locamente una vez —como he amado a todas—, y más que sus encantos, recuerdo nítidamente su rostro vacío cuando la vi por primera vez encadenada a un carro en un solitario camino de Escocia, sólo unas pocas horas después de haber visto cómo quemaban a su propia madre.

Supongo que si usted la recuerda ya habrá adivinado la verdad. No continúe leyendo. Acompáñeme. Porque mientras iba de aquí para allá, delante de la hoguera, y escuchaba la cháchara y la estupidez de un par de vinateros locales —que se jactaban de haber visto otras quemas, como si fuera algo de lo que estar orgulloso—, no sabía la historia completa de la condesa. Ahora la sé.

Al final, a eso de las cinco, me dirigí a la mejor y la más antigua de las posadas de la ciudad, que se alzaba precisamente frente a la iglesia, y pedí ventanas con vistas a las puertas de Saint-Michel y a la plaza de la ejecución que acabo de describir.

Como la ciudad estaba repleta por el acontecimiento, esperaba que me enviaran a otra parte. Imaginará usted mi sorpresa cuando descubrí que acababan de echar a los ocupantes de las mismísimas habitaciones de enfrente, porque a pesar de sus ropas y aires elegantes no tenían ni un real. Pagué en el acto la pequeña fortuna que me pidió por estas “maravillosas habitaciones” y solicité un buen número de velas ya que debía escribir hasta bien entrada la noche, tal como estoy haciendo ahora. Subí por una pequeña escalera crujiente y me encontré con una habitación pasable, con un colchón de paja decente, no demasiado sucia teniendo en cuenta que esto no es Amsterdam.

—Desde aquí podrá verlo muy bien —me dijo el posadero con orgullo. Yo me pregunté cuántas veces habría visto semejante espectáculo y qué pensaría del acontecimiento, pero el hombre continuó hablando por su cuenta de lo bella que era la condesa Deborah mientras meneaba la cabeza con tristeza, como hacía todo el mundo al hablar de ella y de lo que iba a ocurrirle.

—¿Deborah ha dicho? ¿Es ése su nombre?

—Ay —respondió el posadero—, Deborah de Montcleve, nuestra bella condesa, aunque no es francesa, ¿sabe? Si hubiera sido una bruja un poco más poderosa… —Se interrumpió, con la cabeza gacha.

Le digo, Stefan, que en aquel momento sentí un cuchillo en mi pecho. Adiviné quién era ella, y apenas pude soportar la idea de incitarlo a continuar. Sin embargo, lo hice.

—Le ruego que continúe —le pedí.

—La condesa dijo que vio que su esposo se moría pero que no podía salvarlo, que superaba su poder… —Y aquí, entre grandes suspiros, volvió a interrumpirse.

Preparé mi escritorio, en el que estoy sentado ahora, apagué las velas y me dirigí al salón de abajo, en el que ardía un pequeño fuego en medio de la humedad y oscuridad de la chimenea, donde se calentaban varios filósofos locales o, en todo caso, secaban sus embrutecidas carnes. Me senté cómodamente a una mesa y pedí la cena. Traté de borrar de mi mente la extraña obsesión que tengo con todas las chimeneas: que los condenados sienten ese agradable calorcillo antes de que se convierta en agonía y consuma sus cuerpos.

—Tráigame el mejor de sus vinos —pedí— e invite a estos buenos caballeros del lugar, con la esperanza de que me hablen de la bruja, puesto que tengo mucho que aprender.

Aceptaron la invitación de inmediato y comencé a comer en el centro de una conversación en la que todos hablaban a la vez, de modo que yo tenía que elegir al que quería escuchar y callar a los otros.

—¿Cómo se presentaron los cargos? —pregunté directamente.

Y el coro comenzó sus descripciones al unísono y sin armonía: que el conde había salido a cabalgar por el bosque y tras sufrir una caída había regresado a la casa. Después de una buena comida y un buen sueño, se había levantado recuperado y dispuesto a salir de cacería, pero un dolor agudo lo había obligado a volver a la cama.

La condesa y su suegra se quedaron toda la noche a su lado, oyendo sus gemidos. “Tiene una herida profunda dentro —dijo la esposa—, no puedo hacer nada. Pronto la sangre le llegará a la boca. Debemos darle algo para calmar su dolor”.

Como había predicho, más tarde la sangre le llegó a la boca y los gemidos se hicieron más fuertes. El conde dijo a gritos a su mujer que si a tantos había curado que le diera a él sus mejores remedios. La condesa confesó de nuevo a su suegra y a sus hijos que era una herida que estaba fuera del alcance de su magia y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Ahora le pregunto si una bruja puede llorar —dijo el tabernero, que había estado escuchando mientras limpiaba la mesa.

Yo dije que creía que no podía.

Continuaron con la descripción de la agonía del conde y los gritos que lanzaba cuando los dolores se hicieron más agudos, pese a que su mujer le había dado mucho vino y hierbas para mitigar su sufrimiento y calmar su mente.

—Sálvame, Deborah —gritaba sin ver al sacerdote que había llegado. Pero en sus últimos momentos, pálido, febril y sangrando por las entrañas y la boca, hizo que el cura se acercara y declaró que su esposa era una bruja y que siempre lo había sido, que a su madre la habían quemado por brujería y que él ahora sufría por todas sus faltas.

—Una bruja, eso es lo que es y lo que siempre ha sido. Ay, todas las cosas que me confesó. Me embrujó con las artimañas de una joven novia, llorando sobre mi pecho, y así me ató a ella y a sus malignos trucos. Su madre le enseñó las artes de la magia negra en la ciudad de Donnelaith, en Escocia, donde fue quemada delante de sus propios ojos.

Y a su esposa, que estaba arrodillada junto a la cama, cubierto el rostro con los brazos, le gritó: “Deborah, por el amor de Dios. Estoy agonizando. Has salvado a la mujer del panadero, a la hija del molinero… ¿Por qué no me salvas a mí?”

Tan enajenado estaba que el sacerdote no le pudo administrar el viático, y murió maldiciendo, una muerte horrible, realmente.

La joven condesa enloqueció cuando sus ojos se cerraron, lo llamaba diciéndole que lo amaba. Luego se desmayó como si ella también hubiera muerto. Sus hijos Chrétien y Philippe y su bella hija Charlotte se acercaron a ella tratando de consolarla y abrazándola mientras permanecía postrada en el suelo.

Pero la vieja condesa, con los cinco sentidos alerta, que tenía en mente lo que había dicho su hijo, se dirigió a los aposentos de su nuera y registró las cómodas. No sólo encontró innumerables ungüentos, aceites y pociones para curar enfermedades y envenenamientos, sino también una extraña muñeca de madera toscamente tallada, con cabeza de hueso, sobre la que estaban dibujados los ojos y la boca, y el pelo negro pegado, adornado con florecillas de seda. La mujer, horrorizada, tiró la esfinge sabiendo que sólo podía tratarse de un objeto maligno y se abalanzó sobre las otras puertas. Descubrió un número incalculable de joyas y oro en cofres repletos y en pequeños saquitos de seda que, según la vieja condesa, su nuera tenía intención de robar una vez muerto el esposo.

La joven condesa fue arrestada aquel mismo día, mientras la abuela se llevaba a los nietos a sus aposentos para instruirlos sobre la terrible perversidad de la madre, de modo que permanecieran a su lado y se libraran de todo mal.

—Pero es bien sabido —dijo el hijo del tabernero, que hablaba más que todos los presentes— que las joyas eran propiedad de la joven condesa, pues las había traído con ella de Amsterdam, donde era viuda de un hombre acaudalado, y que nuestro conde, antes de partir en busca de una esposa rica, tenía poco más que una cara bonita, atuendos raídos, el castillo y las tierras de su padre.

Ay, cómo me hirieron aquellas palabras, Stefan, no se lo puede imaginar. Espere y escuche mi relato.

Unos suspiros tristes surgieron de la pequeña compañía.

—Y era tan generosa con su oro —intervino otro—, si alguien le suplicaba ayuda, la recibía de inmediato.

—Es una bruja poderosa, de eso no hay duda —añadió un tercero—. ¿Qué otra podía tener atado al conde de la forma que ella lo tenía? —Pero ni siquiera estas palabras fueron dichas con odio o miedo.

Yo estaba aturdido, Stefan.

—Así que ahora la vieja condesa se ha hecho con el control de las riquezas —señalé yo, al ver la trama de la intriga—. Decidme, por favor, ¿qué fue de la muñeca?

—Desapareció —dijeron todos a coro como si respondieran a la letanía en la catedral—. Desapareció; pero Chrétien jura que ha visto aquel objeto horripilante y que es cosa de Satán. Sostiene haber sido testigo de conversaciones de su madre con la muñeca como si fuera un ídolo.

Y continuaron otra vez todos al mismo tiempo con encendidas diatribas; que era más que probable que la hermosa Deborah hubiese asesinado a su anterior marido en Amsterdam, antes de que el conde la conociera, porque eso era lo que hacían las brujas, ¿no?, y ahora que todo el mundo sabía la historia de su madre, ¿alguien iba a negar que fuera una bruja?

—¿Pero está demostrado que la historia de su madre sea verdad? —inquirí.

—Se recibieron cartas del Parlamento de París, al que apeló la dama, y se escribió al Consejo de Gobernadores de Escocia, que envió la verificación de que, en efecto, se había quemado a una bruja escocesa hacía más de veinte años. Una hija de ésta, llamada Deborah, la había sobrevivido y un religioso se la había llevado.

Cómo se desgarró mi corazón al escuchar aquello; sabía que no había ninguna esperanza. ¿Qué peor testimonio contra ella podía haber que el hecho de ser hija de una mujer a la que habían quemado? Ni siquiera me hizo falta preguntar si el Parlamento de París había denegado la apelación.

—Sí, y junto con la carta oficial de París llegó un opúsculo ilustrado, que aún circulaba por Escocia, que hablaba de la malvada bruja de Donnelaith, una comadrona astuta de gran renombre hasta que se conocieron sus diabólicas prácticas.

Afirmando que en mis tiempos había presenciado muchas ejecuciones, y que esperaba poder presenciar más, pregunté el nombre de la bruja escocesa, puesto que quizás había estudiado las pruebas de su proceso.

—Mayfair —me dijeron—, Suzanne de Mayfair, la que a falta de otro nombre se hacía llamar Suzanne Mayfair.

Deborah. No podía ser otra que la muchacha a la que había rescatado en los Highlands hacía tantos años.

—¿Y confesó algo?

Me respondieron que no, pero los testimonios contra ella eran tan graves que daba igual, porque su suegra había oído cómo se dirigía a seres invisibles; también lo habían visto sus hijos Chrétien y Philippe, e incluso Charlotte, aunque ésta había preferido huir antes que responder a preguntas contra su madre. Otras personas también habían sido testigos del poder de la condesa, que podía mover objetos sin tocarlos, adivinar el futuro e infinidad de cosas imposibles.

—El diablo la habrá hecho entrar en trance mientras la torturaban —añadió el hijo del posadero—, porque ¿qué otra cosa puede hacer un ser humano al que le aplican un hierro candente sobre la carne, más que caer en un letargo?

Al oírlo me entraron náuseas, me sentía cada vez más débil, casi vencido. Sin embargo, continué interrogándolos.

—¿Y no mencionó ningún cómplice? —pregunté—. Porque los inquisidores siempre presionan para que denuncien a los cómplices.

—Ah, pero la condesa es la bruja más poderosa de la que se tenga noticia por estas tierras, padre —dijo el vinatero—. ¿Para qué necesitaba cómplices? Cuando el inquisidor escuchó los nombres de las personas que había curado, la comparó con la gran hechicera de la mitología y hasta con la misma bruja de Endor.

—Ojalá hubiera por aquí algún Salomón —dije—, así podría cooperar. —Pero no me oyeron.

—Si hubiera otra bruja, sería Charlotte —dijo el viejo vinatero—. Nunca habrá espectáculo semejante al de sus negros asistiendo los domingos a misa con ella. Iban a la mismísima iglesia, con peluca y ropa de satén. Y las tres niñeras mulatas de su pequeño. Y su marido, alto y pálido como un sauce, que padece una gran debilidad desde niño que ni siquiera la madre de Charlotte ha podido curar. Y, ah, hay que ver a Charlotte ordenar a los negros que carguen a su amo por el pueblo, que lo bajen por la escalera, que le sirvan vino, le acerquen la copa a los labios y la servilleta a la barbilla. Una vez se sentaron a esta misma mesa: el hombre, más demacrado que el santo del mural de la iglesia, mientras esas caras negras y brillantes lo rodeaban y el más alto y negro de todos, Reginald lo llamaban, le leía un libro con voz sonora. Y pensar que Charlotte vive con semejantes personas desde los dieciocho, ya que se casó con el tal Antoine Fontenay de Martinica a tan tierna edad.

—Seguro que fue Charlotte la que robó la muñeca de la cómoda —dijo el hijo del tabernero—, antes de que el sacerdote le echara mano, porque ¿quién más en la aterrorizada casa iba a tocar algo así?

—Pero usted ha dicho que la madre no podía curar la enfermedad del marido —señalé con suavidad— y que Charlotte evidentemente tampoco. Quizás estas mujeres no sean brujas.

—Ah, pero curar es una cosa y maldecir es otra —dijo el vinatero—. ¡Deberían haber aplicado sus talentos sólo para curar! Pero ¿qué tenía que ver la maldita muñeca con curar?

—¿Y la huida de Charlotte, qué? —preguntó otro que acababa de unirse a la reunión y parecía muy excitado—. ¿Qué otra cosa puede significar si no que las dos eran brujas? Poco después de la detención de su madre, Charlotte huyó con su marido, su hijo y sus negros a las Indias Occidentales, de donde habían venido, pero no sin antes haber pasado por la prisión para hablar a solas con ella. Esta gracia le fue concedida sólo porque los guardias fueron lo suficientemente tontos como para creer que Charlotte podía persuadir a su madre de que confesara, cosa que por supuesto no hizo.

—Parece lo más sensato —dije yo—. ¿Y dónde se ha marchado Charlotte?

—Se dice que otra vez a Martinica, con ese marido macilento e inválido, que ha hecho allí una gran fortuna en las plantaciones, pero nadie sabe si es cierto.

Escuché este parloteo durante más de media hora. Me describieron el proceso, cómo Deborah había sostenido su inocencia y cómo la habían desnudado en su celda y afeitado su cabellera negra en busca de la marca del diablo.

—¿Y la encontraron? —le pregunté, temblando por dentro de disgusto ante tales procedimientos, mientras trataba de no recordar los ojos de la muchacha de mi pasado.

—Sí, encontraron dos marcas —respondió el posadero, que se había acercado para poner la tercera botella de vino pagada por mí y disfrutada por todos—. Ella afirmó que eran marcas de nacimiento, semejantes a las de muchas personas, y que si probaban algo, que las buscaran en todos los habitantes del pueblo, pero nadie la creyó.

—Y la hija —pregunté—, ¿dijo algo sobre la culpabilidad de su madre antes de escapar?

—Ni una palabra a nadie. Huyó bien entrada la noche.

—Una bruja —insistió el hijo del posadero—, si no, ¿cómo iba a dejar morir a su madre sola, con los hijos en contra?

Por entonces, Stefan, lo único que quería era salir de aquella posada y hablar con el párroco, pese a que, como usted sabe, es la parte más peligrosa, porque cabía la posibilidad de que llamaran al inquisidor, que estaría bebiendo y comiendo en alguna parte con el dinero ganado con esta barbaridad, y era probable que me conociera de algún otro lugar y, horror de horrores, que conociera mi trabajo y mis imposturas.

Mientras tanto, mis nuevos amigos seguían bebiendo mi vino y contando que la joven condesa había sido retratada en Amsterdam por varios artistas de renombre; tan grande era su belleza. Pero esa parte de la historia podía haberla contado yo, así que me quedé callado, angustiado, y antes de retirarme, pagué silenciosamente otra botella de vino para la compañía.

Era una noche cálida, llena de risas y charlas por todas partes. Las ventanas estaban abiertas y todavía quedaba gente que deambulaba por la catedral. Otros acampaban junto a las murallas, preparados para el espectáculo. La ventana con barrotes de la prisión, junto al campanario, donde tenían a la mujer, estaba a oscuras.

Pasé junto a los que charlaban, sentados en la oscuridad, mientras me dirigía hacia la sacristía, al otro lado del gran edificio. Una vez allí, llamé con la aldaba hasta que una mujer me hizo pasar y fue a avisar al párroco del lugar. Un hombre encorvado, de cabello gris, se presentó enseguida y me dijo que era una lástima no haberlo puesto al corriente de la llegada de un cura viajero. Me invitó a hospedarme con él y a dejar la posada de inmediato.

Pero aceptó mis disculpas sin demora, así como mis excusas por el dolor de manos que me impedían seguir dando misa, razón por la cual había obtenido una dispensa, y todas las demás mentiras que debo decir.

Fue una gran suerte que la vieja condesa hubiera alojado al inquisidor por todo lo alto en el castillo, fuera de las murallas de la ciudad, y que todos los grandes personajes del lugar estuvieran en aquel momento cenando allí con él. Esa noche ya no volvería a aparecer.

El cura, por esa razón, estaba obviamente dolido, tal como lo había estado durante todo el proceso, puesto que el inquisidor y toda la escoria eclesiástica que suelen mandar en casos como éste le habían quitado todo el protagonismo de las manos.

—Pase, siéntese un rato conmigo —dijo el sacerdote— y le contaré todo lo que sé de ella.

Le hice de inmediato las preguntas más importantes, con la vana esperanza de que la gente del pueblo se hubiera equivocado. ¿Se había apelado al obispo local? Sí, y la había condenado. ¿Y al Parlamento de París? Sí, y se habían negado a revisar el caso.

—¿Es cierto que la condesa es una bruja tan terrible? —pregunté.

—Es bien sabido por todas partes —dijo con un susurro, las cejas arqueadas—, sólo que nadie tuvo el valor de decir la verdad. El conde moribundo habló para limpiar su conciencia y la vieja condesa, como había leído la Demonologie del inquisidor, encontró las descripciones exactas de todas las cosas que ella y sus nietos habían visto desde hacía tiempo. —Suspiró profundamente—. Le diré otro secreto repulsivo —y aquí bajó la voz casi hasta un cuchicheo—: El conde tenía una amante, una dama muy importante y poderosa cuyo nombre no se debe relacionar con este caso, que nos dijo con sus propios labios que el conde sentía terror de la condesa, y que se esforzaba terriblemente por no pensar en su amante cuando estaba en presencia de su esposa, ya que ésta podía leer tales cosas directamente en su corazón.

—Muchos hombres casados podrían seguir el ejemplo —dije yo, disgustado—. ¿Pero qué prueba ello? Nada.

—Ah, ¿pero no se da cuenta? Por esta razón ella envenenó a su marido; él se cayó del caballo y ella pensó que podría aprovechar que se había caído y que nadie podría culparla.

Me quedé callado.

—En esta vecindad es del dominio público —añadió, con disimulo—, y mañana, cuando se reúna el público, observe a quién mira la gente y verá a la condesa de Chamillart, de Carcassonne, en la tribuna frente a la prisión. Pero no olvide que yo no he dicho que sea ella.

No dije nada, pero me hundí aún más en la desesperación.

—No se imagina el poder que tiene el diablo sobre la bruja —continuó.

—Por favor, ilústreme.

—No confesó nada ni siquiera después de las crueles torturas en el potro, la calceta para aplastarle los pies y los hierros candentes con los que le quemaron las plantas. En medio de los tormentos sólo llamaba a su madre a los gritos y exclamaba “Roelant, Roelant” y luego “Petyr”, que seguramente deben de ser los nombres de sus diablos, ya que por aquí, entre sus conocidos, no hay nadie con esos nombres. Inmediatamente, por medio de la invocación de esos demonios, cayó en un trance y ya no fue posible hacerle sentir el más mínimo dolor.

¡No podía escuchar más!

—¿Podría verla? —pregunté—. Es muy importante para mí ver a esa mujer con mis propios ojos y si fuera posible interrogarla. —Mostré entonces mi grueso libro de observaciones eruditas en latín, que, yo diría, el anciano difícilmente podría leer. Parloteé sobre los procesos que había presenciado en Bramberg, en la casa de una bruja en la que habían torturado a cientos de ellas, y sobre muchas otras cosas que impresionaron bastante al párroco.

—Lo llevaré a verla —dijo por fin el hombre—, pero le advierto que es sumamente peligrosa. Cuando la vea, lo comprenderá.

—¿Peligrosa, de qué modo exactamente? —pregunté mientras me conducía escaleras abajo con una vela.

—¡Vaya, todavía es hermosa! Por eso el diablo la ama tanto. Por eso la llaman la Novia del Diablo.

Me llevó por un túnel debajo de la nave de la catedral, en el que los romanos en sus tiempos enterraban a sus muertos, y por allí pasamos hasta la prisión de enfrente. Luego subimos por una escalera de caracol al piso superior, donde la tenían encerrada, detrás de una puerta tan gruesa que los carceleros apenas podían abrirla. El párroco alzó la vela y me señaló el rincón alejado de una celda profunda.

Sólo una luz mortecina entraba por los barrotes, el resto provenía de la vela. Y allí, sobre un montón de paja, la vi: rapada, flaca, miserable, con una túnica rústica hecha jirones, pero pura y brillante como un lirio, tal como la habían descrito sus admiradores. Le habían afeitado hasta las cejas, y la forma perfecta de su cabeza desnuda le daba a sus ojos y a su semblante, mientras levantaba el rostro y nos miraba cuidadosamente con un ligero gesto de indiferencia, un resplandor celestial.

Era el rostro que uno espera ver rodeado de un halo, Stefan. Y usted también ha visto esa cara plasmada en tela.

Antes de seguir leyendo, salga de su habitación, baje al salón principal de la casa matriz y mire el retrato de la mujer morena de Rembrandt van Rijn que cuelga al pie de la escalera. Ésa es mi Deborah Mayfair, Stefan. Ésta es la mujer despojada ahora de su larga cabellera oscura, que tiembla en la prisión, al otro lado de la plaza, mientras yo le escribo.

Estoy en la habitación de la posada y acabo de dejarla. Tengo muchas velas, como ya le he dicho, mucho vino y un pequeño fuego para quitarme el frío. Estoy sentado a la mesa delante de la ventana y ahora voy a explicárselo todo en nuestro código común.

Me encontré por primera vez a esta mujer hace veinticinco años, como ya le he contado, cuando yo era un joven de dieciocho y ella una niña sólo de doce.

Ocurrió antes de su época en Talamasca, Stefan. Yo, huérfano como bien sabe, había llegado a la orden unos seis años antes. En aquellos tiempos las hogueras para quemar brujas parecían arder de una punta a otra de Europa, así que me hicieron interrumpir muy pronto mis estudios y me mandaron acompañar a Junius Paulus Keppelmeister, nuestro viejo especialista en brujas, en sus viajes por el continente. Me empezó a enseñar sus pobres métodos para tratar de salvar a las brujas, que consistían en defenderlas en la medida de lo posible y sugerirles en privado que denunciaran como cómplices a sus acusadores, así como a las esposas de los ciudadanos más prominentes, de modo que toda la investigación quedara desacreditada y los cargos originales tuvieran que ser retirados.

Tenía dieciocho años, como le he dicho, y era la primera vez que me aventuraba fuera de la casa matriz desde que había comenzado mi formación, y cuando Junius enfermó y murió en Edimburgo, me sentí desesperado y sin saber qué hacer. Íbamos a investigar el proceso de una comadrona escocesa, muy famosa por sus poderes como curandera, que había maldecido a una ordeñadora de su pueblo y había sido acusada de brujería, pese a que nada malo le había ocurrido a la muchacha.

Durante su última noche en este mundo, Junius me ordenó continuar viaje hasta aquel pueblo de los Highlands y que siguiera con mi disfraz de pupilo calvinista suizo. Yo era demasiado joven como para que alguien me tomara por ministro, por lo que difícilmente podía hacer uso de la documentación de Junius, pero viajaba como acompañante de un erudito e iba con ropas de calle, como suelen ir los protestantes, de modo que continué de esta manera por mi cuenta.

No se imagina el miedo que tenía, Stefan.

Y las quemas de Escocia me aterrorizaban. Los escoceses son, y eran, como usted sabe, tan feroces y terribles como los franceses y los alemanes, y parece que no hayan aprendido nada de los ingleses, más razonables y misericordiosos. Tanto miedo tenía, que ni siquiera la belleza de los Highlands obró como hechizo.

¿De qué podía servir yo sin la ayuda de Junius? Al entrar en el pueblo al que me dirigía, descubrí que había llegado demasiado tarde. Habían quemado a la bruja ese mismo día y acababan de llegar los carretones para quitar los restos de la hoguera.

Llenaban un carro tras otro con ceniza, trozos de madera quemada, hueso y carbón, y se los llevaban de la aldea, ante la mirada de campesinos de rostro solemne, para dejarlos en el campo. Fue entonces cuando posé mis ojos sobre Deborah, la hija de la bruja.

La habían llevado con las manos atadas y las ropas desgarradas y sucias a ver cómo aventaban las cenizas de su madre.

Estaba en silencio, con la negra cabellera rizada con raya al medio que caía sobre su espalda y esos ojos azules sin una lágrima.

—No poder verter ni una lágrima —comentó una mujer que la observaba—, es la marca de una bruja.

Ah, pero yo conocía esa expresión vacía en el rostro de la niña, esa forma de andar como sonámbula, su lenta indiferencia ante lo que veía mientras tiraban las cenizas y los caballos pasaban por encima para esparcirlas. La conocía porque me acordaba de mí mismo de pequeño, huérfano, vagando por las calles de Amsterdam después de la muerte de mi padre; y recordaba también que cuando los hombres y las mujeres me hablaban, ni se me pasaba por la cabeza responder, apartar la mirada o cambiar en modo alguno mi actitud.

—¿Qué van a hacer con ella? —le pregunté a una anciana.

—Deberían quemarla, pero tienen miedo —respondió—, es demasiado joven y, además, una “engendrada en las rondas”. Nadie haría daño a una “engendrada en las rondas” y vaya a saber quién era el padre. —Dicho esto, la mujer se volvió y miró con severidad el castillo que se alzaba a lo lejos, al otro lado del profundo valle, sobre las altas rocas peladas.

Usted sabe, Stefan, que en estas persecuciones muchos niños fueron ejecutados, pero cada pueblo tiene sus costumbres. Y esto era Escocia. Yo no sabía qué era una “engendrada en las rondas”, quién vivía en el castillo ni lo que significaba todo aquello.

Observé en silencio cómo subían a la muchacha en el carro y se la llevaban de vuelta al pueblo. Su cabello negro se agitaba al viento conforme los caballos trotaban más aprisa. No volvió la cabeza ni una vez, la mirada hacia delante, mientras un bellaco la sostenía para que no se cayera con los saltos que daban las toscas ruedas sobre las raíces del camino.

En aquel momento tomé la decisión: si era posible, utilizaría alguna artimaña para poder llevármela.

Dejé que la anciana regresara a pie a su granja, y seguí al carro que llevaba a la muchacha de vuelta al pueblo. Sólo una vez la vi despertar de su visible estupor, en el momento en que pasaron junto a las viejas piedras de las afueras de la aldea; me refiero a esas enormes rocas que se yerguen en círculos desde los oscuros tiempos inmemoriales, y de las que usted sabe más de lo que yo nunca llegaré a saber. Se demoró mirando el círculo con gran curiosidad, aunque era imposible comprender por qué, puesto que lo único que se veía era un hombre de pie que la miraba, a contraluz, en medio del valle, un hombre más o menos de mi edad, alto, delgado, de cabello oscuro; pero no pude verle el rostro porque con el resplandor del horizonte parecía transparente, hasta el punto de hacerme pensar que en lugar de un hombre debía de ser un espíritu.

Creí ver que al paso del carro sus miradas se encontraron, pero no estoy seguro. Lo único que sé es que allí, durante un instante, hubo algo o alguien. Lo noté sólo porque hasta entonces ella estaba completamente sin vida, y el hecho puede tener cierta relación con nuestra historia. Ahora que lo pienso, en efecto la tiene, pero eso lo determinaremos juntos más adelante. Mientras tanto continuaré.

De inmediato fui a ver al clérigo y a la comisión convocada por el Consejo de los Gobernadores, que todavía no se había disuelto porque estaban cenando, según la costumbre, a expensas de los bienes de la bruja muerta. El posadero, en cuanto entré, me explicó que la bruja tenía mucho oro en su cabaña, suficiente para pagar el proceso, la tortura, el custodio de brujas, el juez que la había juzgado, la madera y el carbón para quemarla y hasta los carros para tirar sus cenizas.

—Cene con nosotros —me invitó el hombre mientras me explicaba todo esto—, paga la bruja. Y todavía queda más oro.

Decliné la invitación; gracias al cielo no me pidieron explicaciones y me dirigí directamente a los hombres de la reunión, presentándome como un estudiante de la Biblia temeroso de Dios. ¿Podría llevarme a la hija de la bruja a Suiza, a casa de un pastor calvinista, que la acogería, la educaría y haría una buena cristiana de ella, borrándole a su madre de la memoria?

La verdad es que di demasiadas explicaciones para lo poco que me preguntaron, puesto que lo único que les interesó fue la palabra Suiza, ya que querían librarse de ella, según me dijeron enseguida, porque el duque no quería que la quemaran. Además, era una “engendrada en las rondas”, cosa que asustaba mucho a los aldeanos.

—Decidme, por favor, ¿qué es eso?

Me explicaron que las gentes de los pueblos de los Highlands todavía estaban muy apegadas a sus viejas costumbres, y que en la víspera del primero de mayo hacían fogatas grandes al aire libre y bailaban toda la noche alrededor del fuego haciendo rondas. Suzanne, la más bella del pueblo y la madre de la superviviente, había concebido a Deborah en una celebración de este tipo.

Era una “engendrada en las rondas”, y, por consiguiente, todos la querían porque nadie sabía quién era el padre, podía haber sido cualquiera de los hombres del pueblo, incluso un noble. Y en los tiempos antiguos de los paganos —tiempos que era mejor olvidar, aunque nunca se consiguió que los aldeanos llegaran a olvidarlos del todo—, los “engendrados en las rondas” eran los hijos de los dioses.

—Llévesela, hermano, a ese buen pastor de Suiza —me dijeron—, y el duque estará muy contento; pero coma y beba algo antes de irse, porque la bruja paga y hay para todos.

Al cabo de una hora, salía del pueblo con la muchacha montada delante, sobre mi caballo. Pasamos sobre las cenizas para salir al cruce de caminos y junto al círculo de piedras; ella, por lo que vi, ni siquiera echó una mirada. Tampoco se despidió del castillo mientras galopábamos por el camino que discurre junto al lago Donnelaith.

Tan pronto llegamos a la primera posada en la que íbamos a alojarnos, tomé conciencia de lo que había hecho. La muchacha, muda, indefensa y muy bonita y en algunos aspectos desarrollada como una mujer, estaba en mis manos. Y ahí estaba yo, poco más que un chiquillo, pero lo bastante mayor para darme cuenta de que no era un niño, y me la había llevado sin permiso de Talamasca, de modo que cuando regresara me exponía a una tormenta de reprimendas.

Nos instalamos en dos habitaciones separadas, como correspondía, porque parecía más una mujer que una niña. Pero tenía miedo de que escapara si la dejaba sola, así que me envolví en mi capa, como si ésta pudiera refrenarme de algún modo, y me tumbé sobre el jergón mientras la miraba y pensaba qué hacer.

Observé entonces, a la luz humeante de la vela, que llevaba dos mechones recogidos a ambos lados de la cabeza, para mantener sujeto hacia atrás el grueso de la cabellera, y que sus ojos parecían los de un gato; me refiero a que eran almendrados, rasgados, se elevaban ligeramente en el rabillo y tenían el mismo brillo, debajo de los cuales se veían dos mejillas redondeadas, exquisitas. No era la cara de una campesina, sino un rostro muchísimo más delicado. Debajo de su vestido harapiento se dibujaban unos pechos de mujer altos y llenos, y al sentarse en el suelo y cruzar las piernas, vi unos tobillos muy bien torneados. No podía mirarle la boca sin sentir el deseo de besarla, cosa que me hacía sentir profundamente avergonzado.

Me pregunté cuáles serían sus pensamientos y traté de leérselos, pero ella pareció darse cuenta y me cerró su mente.

Al final conseguí pensar en cosas sencillas: la muchacha necesitaba comida y ropas decentes —fue como descubrir que el sol calienta y que el agua calma la sed—, así que salí a buscar vino y comida, un vestido adecuado, un cubo de agua caliente para que se lavara y un cepillo para que se peinara.

Cuando volví, se quedó mirando todas estas cosas como si no las conociera.

En aquel momento pude ver a la luz de la vela que tenía el cuerpo cubierto de mugre y marcas de latigazos y que los huesos sobresalían debajo de la piel.

Stefan, ¿qué es lo que lleva a un holandés a aborrecer semejante estado? Le juro que mientras la desvestía y la bañaba me consumía la piedad, pero el hombre que había en mí, sin embargo, ardía en el infierno. Su piel era suave y blanca —ya era una mujer preparada para la maternidad— y dejó que la lavara, la vistiera y la peinara, sin hacer el menor gesto de resistencia.

Para entonces yo ya sabía algo sobre las mujeres, pero menos que lo que sabía de libros. Y me parecía misteriosa, así, desnuda, en su silencioso desamparo. Durante todo el tiempo me espió con violencia desde la prisión de su cuerpo, unos ojos callados que de algún modo me asustaban y hacían que sintiera que si mis manos se descarriaban, me fulminaría ahí mismo.

No retrocedió cuando le limpié las marcas del látigo en su espalda.

Le di de comer con una cuchara de madera, Stefan, y aunque comió cada cucharada que le daba, ella, por sí misma, no hubiera hecho nada.

Durante la noche me desperté soñando que la había poseído y me sentí aliviado al descubrir que no era cierto. Ella estaba despierta, y me vigilaba con sus ojos de gato. Volví a mirarla tratando de adivinar sus pensamientos. La luz de la luna se filtraba por la ventana, así como el aire fresco y tónico de la noche; noté entonces que ella había perdido su expresión vacía y parecía malévola y enfadada, cosa que me asustó bastante. Tenía un aspecto salvaje, con su cuello blanco almidonado y su vestido azul.

Con voz tranquila traté de decirle en inglés que conmigo estaba a salvo, que la llevaría a un lugar donde nadie la acusaría de brujería y que los que habían atacado a su madre eran malvados y crueles.

No dijo nada, pero su cara parecía menos terrible, como si mis palabras disolvieran su ira. Volví a ver entonces esa expresión de perplejidad.

Le dije que yo pertenecía a una orden de personas buenas que no querían hacer daño ni quemar a los viejos curanderos, que la llevaría a nuestra casa matriz, donde los hombres no tomaban en serio las cosas en las que creían los cazadores de brujas.

—No está en Suiza, como dije a esos malvados de tu pueblo, sino en Amsterdam. ¿Has oído hablar de esta ciudad? Es un lugar fantástico.

En aquel momento la frialdad pareció invadirla otra vez. Sin duda comprendía mis palabras. Me miró despectivamente y me dijo en voz baja, en inglés, casi en un murmullo:

—Tú no eres un religioso. ¡Mentiroso!

Al día siguiente no me dijo ni una palabra, y al otro lo mismo, aunque ahora ya comía sin ayuda y me pareció que recobraba las fuerzas.

Cuando llegamos a Londres, me desperté en la posada en medio de la noche y la oí hablar. Me incorporé en el jergón y la divisé mirando por la ventana mientras decía en un inglés con marcado acento escocés:

—¡Aléjate de mí, demonio! No quiero volver a verte.

Cuando se volvió, tenía lágrimas en los ojos. Surgía frente a mí con más aspecto de mujer que nunca, apoyada contra la ventana y con el rostro iluminado por la luz del cabo de vela. Me miró sin sorprenderse, con la misma frialdad que había demostrado antes, y se acostó de cara a la pared.

—¿Pero con quién hablabas? —le pregunté. No me respondió. Hablé con ella en la oscuridad sin saber si me escuchaba o no. Le dije que si había visto algo, ya fuera un fantasma o un espíritu, no tenía por qué ser el diablo. Porque ¿quién podía decir lo que eran esos seres invisibles? Le rogué que me hablara de su madre, que me contara lo que había hecho para que la acusaran de brujería, porque ahora estaba seguro de que ella tenía poderes y que su madre también los había poseído, pero no pronunció ni una palabra.

La llevé a una casa de baños y le di otro vestido. Estas cosas no despertaban ningún interés en ella. Miraba a la gente y los carruajes con frialdad. Y ansioso por llegar a casa lo antes posible, me quité el negro eclesiástico y me puse ropas de caballero holandés, ya que era más probable que inspiraran mayor respeto y me rindieran mejor servicio.

Este cambio en mí le produjo cierto desdén y secreta diversión, otra vez sonreía despectivamente como si supiera que yo albergaba algún propósito sórdido, aunque mi intachable conducta no confirmó sus sospechas. Me pregunté si ella leería mis pensamientos, y sabría que yo la imaginaba a cada momento tal como la había visto mientras la bañaba. Esperaba que no.

Está tan bonita con su nuevo vestido, pensaba, nunca había visto a ninguna joven tan hermosa. Como ella no lo hacía, la había peinado yo con una trenza que recogí en un moño en lo alto de su cabeza, para mantenerle la frente despejada, tal como había visto que hacían las mujeres y, ah… era una pintura.

Nos dirigimos a Amsterdam haciéndonos pasar por un rico holandés y su hermana ante todo aquel que se interesó; y tal como esperaba y deseaba, nuestra ciudad —con sus hermosos canales bordeados de árboles, sus maravillosos barcos y sus elegantes casas de tres y cuatro pisos que Deborah observó con un nuevo vigor— la hizo despertar de su apatía.

Y al llegar a la gran casa matriz, con el canal a sus pies, y ver que era “mi hogar” y también sería el suyo, no pudo ocultar su sorpresa. Porque además de su miserable pueblo y las sucias posadas en las que nos habíamos alojado, ¿qué había visto esta chica del mundo? Así pues, muy bien puede usted imaginar su reacción al ver una cama auténtica en un limpio dormitorio holandés. No dijo ni una palabra, pero el asomo de sonrisa en sus labios hablaba por sí solo.

Me dirigí directamente a mis superiores Roemer Franz y Petrus Lancaster, a quienes recordará con profundo cariño, y les confesé todo lo que había hecho.

Me eché a llorar y dije que como la niña estaba sola la había traído, que no tenía excusa por haber gastado tanto dinero; lo único que podía decir era que ya estaba hecho. Para mi sorpresa, me perdonaron, aunque también se rieron porque conocían mis secretos más íntimos.

—Petyr —me dijo Roemer—, has hecho un viaje tan penoso hasta Escocia que sin duda mereces un aumento de tu asignación y, quizás, una habitación mejor en la casa.

Nuevas risas recibieron estas palabras. Y me reí de mí mismo, porque aun en aquel momento mi cabeza bullía llena de fantasías con la belleza de Deborah. Pero pronto me abandonó el buen humor y volvió a presentarse el dolor.

Deborah no contestaba a ninguna pregunta, pero cuando la mujer de Roemer, que vivió con nosotros toda su vida, puso en sus manos una aguja y una labor, empezó a coser con cierta habilidad.

Tras una semana, la mujer de Roemer y las otras esposas le habían enseñado a hacer encaje con su ejemplo, y ella se entregaba a la tarea durante horas. No respondía a nada de lo que le decían, pero cada vez que levantaba la mirada, observaba a quienes la rodeaban y volvía al trabajo sin decir palabra.

A los miembros femeninos de la orden, a las que no eran esposas sino eruditas con poderes propios, parecía tenerles una aversión evidente. A mí tampoco me decía nada, pero había dejado de lanzarme miradas de odio y cuando la invité a pasear aceptó. La ciudad la fascinó de inmediato y yo me permití el lujo de invitarla a una bebida en una taberna. El espectáculo de mujeres respetables bebiendo y comiendo allí pareció sorprenderla, como sorprende a otros extranjeros que han viajado mucho más que ella.

Durante el paseo le describí nuestra ciudad. Le hablé de su historia, de la tolerancia, de los judíos que habían llegado aquí huyendo de las persecuciones de España, de los católicos que vivían en paz con los protestantes; le conté que ya no se ejecutaba a nadie por acusaciones tales como brujería. La llevé a ver las imprentas y las librerías. Hicimos una visita breve a la casa de Rembrandt van Rijn, ya que le gustaba mucho que lo visitaran y siempre estaba rodeado de alumnos.

Tomamos un vaso de vino con los jóvenes pintores, que siempre se reunían con su maestro en el estudio, y fue entonces cuando Rembrandt vio por primera vez a Deborah, aunque no la pintó hasta más adelante.

Guardaba silencio, pero yo veía que disfrutaba con los pintores y se sentía especialmente atraída por las pinturas de Rembrandt, por este artista genial y bondadoso. Fuimos a otros estudios y hablamos con otros pintores; visitamos a Emmanuel de Witoe y otros artistas que en aquella época vivían en nuestra ciudad, muchos de ellos eran entonces amigos nuestros, tal como lo son ahora. Deborah parecía ablandarse y volver a la vida, y su rostro por momentos se volvía más dulce y amable.

Pero cuando pasamos junto a las tiendas de los joyeros me tocó ligeramente el brazo con sus dedos blancos para que nos detuviéramos. Dedos blancos. Lo escribo porque recuerdo tan bien su mano delicada que brillaba como la de una dama y el débil deseo que sentí por ella mientras me tocaba.

Estaba fascinada con los que tallaban y pulían diamantes, y con el ajetreo de mercaderes y ricos clientes venidos de toda Europa, por no decir de todo el mundo, a comprar esas maravillosas piezas. Ojalá hubiera tenido dinero para regalarle algo hermoso. Los comerciantes, impresionados por supuesto con su belleza y su elegante atuendo —la esposa de Roemer la había convertido en una belleza celestial—, empezaron a revolotear en torno a ella y a preguntarle si quería ver sus mercancías.

En aquel momento, un acaudalado inglés miraba una fina esmeralda de Brasil montada en oro que atrajo la atención de la muchacha. Cuando el hombre la rechazó por su elevado precio, ella se sentó a la mesa para mirarla, como si pudiera comprársela sin problemas o, en cualquier caso, comprársela yo. Parecía hechizada por aquella gema rectangular engarzada sobre filigranas de oro viejo y, en inglés, preguntó el precio. Al oír la respuesta ni siquiera parpadeó.

Le aseguré al comerciante que lo consideraríamos, ya que obviamente la dama la deseaba, y con una sonrisa la ayudé a levantarse y salimos a la calle. Una vez fuera me entristecí por no poder comprársela.

Mientras regresábamos a la casa caminando junto al muelle, me dijo:

—No estés triste. ¿Quién espera algo así de ti? —Y por primera vez me sonrió y me apretó la mano. Mi corazón dio un brinco, pero ella volvió a caer en su indiferencia y silencio habituales y no dijo nada más.

Al séptimo día de la estancia de Deborah en la casa matriz, regresó de Haarlem uno de nuestros miembros femeninos (persona a la que usted ha estudiado mucho y de la que ha oído hablar mucho también), adonde había ido a visitar a su hermano, un hombre de lo más corriente. Ella, por el contrario, no lo era; me refiero a la gran bruja Geertruid van Stolk. En aquella época era la más poderosa de nuestros miembros, tanto hombres como mujeres. Le contaron enseguida la historia de Deborah y le pidieron que hablara con la niña para ver si podía leer sus pensamientos.

Geertruid fue a verla enseguida, pero Deborah sólo al oír que esta mujer se acercaba, se levantó de un salto, arrojó la labor y retrocedió contra la pared. Miró fijamente a Geertruid con una expresión de odio puro e intentó escapar de la habitación, arañando las paredes como si intentara atravesarlas. Al final encontró la puerta y corrió escaleras abajo hacia la calle.

Roemer y yo la contuvimos, rogándole que se calmara y diciéndole que nadie quería hacerle daño.

—¡Tenemos que hacer que esta niña rompa el silencio! —dijo Roemer al final.

Mientras Geertruid me pasó una nota escrita deprisa en latín: “La muchacha es una bruja poderosa”, y yo se la di a Roemer sin decir palabra.

Le suplicamos a Deborah que viniera con nosotros al estudio de Roemer, una habitación grande y cómoda, como usted bien sabe puesto que la ha heredado, pero que en aquella época estaba llena de relojes —a él le gustaban mucho— que luego se distribuyeron por toda la casa.

Roemer siempre tenía las ventanas que daban al canal abiertas y parecía como si todos los agradables sonidos de la ciudad invadieran la soleada habitación. Le daba un aire alegre. Hizo pasar a Deborah y le rogó que se sentara y se calmara. La muchacha se apoyó sobre el respaldo y una expresión de dolor y fatiga asomó a sus ojos.

Dolor. Vi tanto dolor en aquel instante que casi se me llenan los ojos de lágrimas. Porque la máscara de indiferencia se había desvanecido por completo y sus labios temblaban.

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó—. En nombre de Dios, ¿qué es lo que queréis de mí?

—Deborah —dijo Roemer con suavidad—, escúchame y te lo explicaré claramente. Durante todo este tiempo hemos intentado saber hasta qué punto podías comprender.

—¿Y qué hay que comprender? —preguntó con odio. Una voz vibrante de mujer surgía de su pecho henchido, y mientras sus mejillas se encendían, se convirtió en una mujer dura, fría y amargada por los horrores que había presenciado. ¿Dónde estaba la niña?, pensé yo, desesperado.

Deborah se volvió y me miró primero a mí y luego a Roemer, que estaba intimidado como nunca lo había visto, pese a que rápidamente hizo un esfuerzo para sobreponerse y continuar.

—Somos una orden de estudiosos y nuestro objetivo es investigar a aquellos que poseen poderes singulares, poderes como el que tenía tu madre, que equivocadamente se consideran diabólicos, y poderes como el que tú misma quizá poseas. ¿No es verdad que tu madre podía curar? Muchacha, estos poderes no vienen del diablo. ¿Ves todos estos libros que hay a tu alrededor? Están llenos de personas similares; en algunos lugares lo llaman hechicería, en otros, brujería, pero ¿qué tiene que ver el diablo con todo esto? Si tú tienes tales poderes, confía en nosotros; podemos enseñarte qué se puede y qué no se puede hacer.

—Está leyendo nuestros pensamientos, Petyr —me dijo Roemer en voz baja—, pero esconde los suyos de nosotros.

Deborah se sobresaltó, pero siguió sin decir nada.

—Hija —dijo Roemer—, lo que has visto es terrible, pero seguro que no crees en las acusaciones hechas contra tu madre. Dinos, por favor, con quién hablabas la noche en que Petyr te escuchó en la posada. Si puedes ver espíritus, cuéntanoslo. No te pasará nada.

Silencio.

—Hija, deja que te muestre mi propio poder. No viene de Satán y no hace falta evocarlo para utilizarlo. Yo no creo en Satán. Ahora mira los relojes que hay a tu alrededor, el alto reloj de caja de allí, el del péndulo que está a tu izquierda, el de la repisa de la chimenea y el de aquel escritorio.

Deborah los miró —con gran alivio para nosotros, por lo menos comprendía—, y luego observó consternada cómo Roemer, sin mover una sola partícula de su cuerpo, hizo que todos se detuvieran.

El incesante tictac había desaparecido de la habitación, dejando un silencio tan grande como si se hubieran acallado los ruidos del canal de abajo.

—Hija, confía en nosotros, porque aquí compartimos estos poderes —dijo Roemer, y dirigiéndose a mí me pidió que los hiciera funcionar otra vez con el poder de mi mente.

Yo cerré los ojos y dije a los relojes:

—En marcha. —Los relojes hicieron lo que les ordenaba y la habitación se llenó otra vez de tictacs.

Mientras los ojos de Deborah iban de Roemer a mí, su rostro pasó de una fría indiferencia a un súbito desprecio. Saltó de la silla y retrocedió hasta la biblioteca, mirándonos con malevolencia.

—¡Ah, brujos! —gritó—. ¿Por qué no me lo dijisteis? ¡Todos vosotros sois brujos! Estáis a las órdenes de Satán. ¡Es verdad, verdad, verdad! —gritó mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

—¡No, hija, no! —exclamó Roemer—. No tenemos nada que ver con el diablo. Nosotros sólo queremos comprender lo que otros condenan.

—Deborah —grité yo—, olvida las mentiras que te han enseñado. ¡Nadie en la ciudad de Amsterdam va a quemarte! Piensa en tu madre. ¿Qué decía ella sobre lo que hacía antes de que la torturaran y la obligaran a decir lo que ellos querían?

Ah… me equivoqué, Stefan. Pero cómo iba a saberlo. ¡Cómo iba a saberlo! No me di cuenta de mi error hasta que vi su cara de desesperación mientras se tapaba los oídos con las manos. ¡Su madre creía que era malvada!

Luego, de sus labios temblorosos salieron más condenas.

—¿Así que sois perversos? ¿Así que sois brujos? ¡Parar relojes! Pues bien, ¡os demostraré lo que puede hacer el diablo en manos de una bruja!

Se desplazó hasta el centro de la habitación y levantó la mirada hacia la ventana, hacia el cielo, y exclamó:

—Ven ahora, Impulsor mío, demuéstrales a estos pobres brujos el poder de una gran bruja y su demonio. ¡Rompe todos los relojes!

De pronto una sombra negra cubrió la ventana, como si el espíritu que había invocado se hubiera condensado, transformándose en algo pequeño y poderoso dentro de la habitación.

Los finos cristales que cubrían los relojes se hicieron añicos, las juntas de las cajas de madera se desgarraron, saltaron los muelles y los relojes se cayeron del escritorio, de la repisa, de la chimenea. Hasta el alto reloj de caja se estrelló contra el suelo.

Roemer estaba alarmado porque pocas veces había visto un espíritu con semejante poder, y lo sentíamos ahí, rozando nuestra ropa, como si pasara junto a nosotros y extendiera sus tentáculos invisibles, como si estuviera allí para obedecer las órdenes de la bruja.

—¡Condenaos en el infierno, brujos! ¡Yo no seré vuestra bruja! —gritó Deborah, y mientras los libros comenzaban a caerse a nuestro alrededor, huyó una vez más de nosotros y la puerta se cerró de un portazo a sus espaldas. No pudimos abrirla ni siquiera haciendo palanca, pese a que lo intentamos.

Pero el espíritu ya se había marchado, ya no teníamos nada que temer. Tras un largo silencio, pudimos abrir otra vez la puerta y salimos en busca de Deborah. Nos quedamos perplejos al ver que hacía rato que se había marchado de la casa.

Pues bien, como usted sabe, Stefan, por aquella época Amsterdam era una de las ciudades grandes de Europa, tendría alrededor de ciento cincuenta mil habitantes, y Deborah se había esfumado en medio de la ciudad. Ninguna de las pesquisas realizadas en burdeles y tabernas dio resultado. Hasta fuimos a ver a la duquesa Anna, la prostituta más rica de Amsterdam, porque era probable que una hermosa muchacha como Deborah encontrara refugio allí. La duquesa se alegró como siempre de vernos y hablar con nosotros, nos ofreció vino, pero no sabía nada de la misteriosa chica.

Dos semanas más tarde un joven alumno de Rembrandt, que hacía poco había llegado de Utrecht, me dijo que la muchacha que estábamos buscando vivía ahora con el viejo retratista Roelant, artista que en su juventud había estudiado muchos años en Italia y que apenas podía pagar sus deudas, a pesar de que su obra tenía mucha aceptación, porque estaba extremadamente enfermo y débil.

Fui a ver a Roelant de inmediato, lo conocía y siempre había sido afable, pero me cerró la puerta en las narices. No tenía tiempo para visitas de “eruditos locos”, como nos llamó, y me advirtió en términos duros que incluso en Amsterdam era posible que expulsaran a personas extrañas como nosotros.

Roemer me dijo que debía dejar las cosas por un tiempo, y usted sabe, Stefan, que sobrevivimos gracias a la discreción y así conseguimos mantener nuestra orden. Pero al cabo de un tiempo vimos que Roelant pagaba todas sus viejas deudas, que eran muchas, y que él y sus hijos vestían con una elegancia que sólo podría describirse como de personas ricas en extremo.

Se decía que Deborah, una chica escocesa de gran belleza, acogida para criar a los niños, había preparado un ungüento para sus dedos lisiados, que los calentaba y los aflojaba de modo que otra vez podían sostener los pinceles. Según los rumores que circulaban, parece ser que le pagaban muy bien por sus nuevos retratos; pero, Stefan, tendría que haber pintado tres o cuatro por día para pagar el mobiliario y el vestuario que había ahora en aquella casa.

Pronto nos enteramos de que la escocesa era rica, la amada hija ilegítima de un noble de aquel país, y pese a que su padre no podía reconocerla, le mandaba mucho dinero, que ella, generosamente, compartía con los Roelant, que habían tenido la bondad de acogerla.

¿Quién sería?, me pregunté. ¿El noble de aquel enorme castillo escocés que brillaba como una masa de rocas naturales sobre el valle del que me había llevado a su “engendrada en las rondas”, descalza, sucia, marcada hasta los huesos por el látigo, incapaz siquiera de comer sola? ¡Vaya cuento más bonito!

Sin embargo, en casa de Roelant todo era satisfacción, y el viejo pintor se casó con la joven antes de que pasara un año. Dos meses antes de que la boda se llevara a cabo, Rembrandt, el maestro, ya la había pintado, y un mes después de celebrarse ésta, se expuso el cuadro en el salón de Roelant para que todos lo vieran.

En el retrato llevaba al cuello la mismísima esmeralda brasileña que tanto había deseado aquel día en que yo la había sacado a pasear. La había comprado al joyero hacía tiempo, junto con toda la plata y joyas con las que se había encaprichado, así como pinturas de Rembrandt, Hals y Judith Leister, a quienes tanto admiraba.

Al final ya no pude aguantar más tiempo mantenerme alejado. La casa estaba abierta para admirar el retrato de Rembrandt, del que Roelant estaba justificadamente orgulloso. Mientras cruzaba la entrada para ver el cuadro, el viejo Roelant no hizo el menor gesto de impedirme el paso, al contrario, se acercó cojeando, apoyado en su bastón, y me ofreció un vaso de vino. Luego me señaló a su amada Deborah en la biblioteca de la casa, que estudiaba latín y francés con un tutor, porque era su mayor deseo. Roelant dijo que aprendía muy deprisa, era asombroso, y que Deborah últimamente había leído a Anna Maria van Schurman, que sostenía que las mujeres eran incluso tan capaces como los hombres para aprender.

El pintor parecía rebosante de alegría.

Al ver a Deborah, llena de joyas y vestida de terciopelo verde, dudé de su edad. Parecía una mujer de unos diecisiete años. Llevaba mangas amplias, faldas voluminosas y un lazo verde con rosas de satén en su cabellera negra. Hasta sus ojos parecían verdes con todo el esplendor de la tela que la rodeaba. Me sorprendió que ni siquiera Roelant supiera lo joven que era. De mi boca no había salido ni una palabra para desenmascarar todas las mentiras que circulaban en torno a ella. Me quedé inmóvil, herido por su belleza, como si ella hubiera descargado una lluvia de golpes sobre mis hombros y mi cabeza. Y cuando levantó la mirada y me sonrió, recibí el golpe de gracia.

Ahora debo irme, pensé, y dejar que se asiente el vino. Pero ella se acercó a mí, sin dejar de sonreír, me tomó de las manos y me dijo:

—Petyr, ven conmigo. —Y me llevó a un cuarto pequeño lleno de armarios, en los que guardaba la ropa blanca de la casa.

Qué refinamiento tenía, y qué gracia. Una dama de la corte no lo habría hecho mejor. Pero si pensaba en ello, si consideraba los recuerdos que tenía de aquel día en el carro, en el cruce de caminos, debo decir que también me había parecido una princesita.

Sin embargo, había cambiado mucho desde entonces. Los haces de luz que atravesaban la habitación me permitieron inspeccionarla en detalle. La encontré llena de vigor, perfumada, con las mejillas sonrosadas. Lucía la esmeralda brasileña engarzada en filigranas de oro sobre su pecho alto y rotundo.

—¿Por qué no le has contado a nadie lo que sabías de mí? —me preguntó, como si no supiera la respuesta.

—Deborah, lo que te dijimos sobre nosotros era verdad. Sólo queríamos ofrecerte refugio y nuestros conocimientos sobre los poderes que posees. Puedes ir a vernos siempre que lo desees.

Se rió.

—Eres un tonto, Petyr, pero me has sacado de la oscuridad y la miseria y me has traído a un mundo maravilloso. —Se metió la mano en un bolsillo oculto del amplio vestido y sacó un puñado de esmeraldas y rubíes—. Toma esto, Petyr.

—Deborah —murmuré—, ¿de dónde has sacado estas joyas? ¿Y si te acusan de robarlas?

—Mi demonio es demasiado listo para eso, Petyr. Vienen de muy lejos y lo único que preciso para tenerlas es pedirlas. Compré la esmeralda que llevo al cuello sólo con una fracción insignificante de este suministro interminable. El nombre de mi demonio está grabado en el engarce de oro, Petyr. Tú lo sabes, pero te advierto que no intentes nunca invocarlo, porque está sólo a mi servicio y destruye a todos los que lo invocan por su nombre.

—Deborah, vuelve con nosotros —le rogué—, sólo de día, si lo deseas, o algunas horas de vez en cuando para hablar con nosotros, cuando tu marido te lo permita. Tu espíritu no es un demonio, pero es poderoso, y puede hacer cosas perversas por la temeridad y picardía que caracteriza a los espíritus. Deborah, no es un juego, ¡y tú lo sabes! Estas cosas, cuanto más hablas con ellas, más fuertes se vuelven…

Me hizo callar. Ahora sentía desprecio por mí. Insistió otra vez que cogiera las joyas. Me dijo directamente que era un tonto porque no sabía usar mis poderes y luego me agradeció haberla traído a la ciudad perfecta para las brujas y se rió con una risa perversa.

—Deborah, nosotros no creemos en Satán, pero creemos en el mal. Y el mal es destructivo para la humanidad. Te suplico que tengas cuidado con ese espíritu. No creas lo que te dice sobre él y sus intenciones, porque en realidad nadie sabe lo que son esos seres.

—Basta, Petyr, me pones de mal humor. ¿Qué te hace pensar que el espíritu me dice algo? ¡Soy yo la que habla con él! Mira las demonologías, Petyr, los viejos libros escritos por el clero furioso que sí cree en demonios. Esos libros dicen más verdades sobre cómo controlar a los demonios de lo que te imaginas. Los he visto en vuestra biblioteca. Era la única palabra que sabía en latín, demonología, porque había visto esos libros antes.

Le dije que los libros estaban llenos de verdades y de mentiras. Me alejé de ella con tristeza. Me pidió una vez más que cogiera las joyas. Le dije que no lo haría. Las metió en mi bolsillo y acercó sus tibios labios a mi mejilla. Yo salí de la casa.

Tras aquel episodio, Roemer me prohibió que la viera. Nunca le pregunté qué hizo con las gemas. Las reservas del tesoro de Talamasca nunca fue asunto de mi incumbencia. Sabía entonces lo mismo que sé ahora: que se pagaban mis deudas y no me faltaba ropa. Tengo en mi bolsillo el dinero que me hace falta.

Ni siquiera cuando Roelant enfermó, y puedo asegurarle que no fue por culpa de ella, Stefan, me permitieron visitarla.

Pero lo raro era que a menudo la veía en extraños lugares, a veces sola, otras con alguno de los hijos de Roelant de la mano, vigilándome desde lejos. Una vez la vi en la calle, pasaba por delante de la casa de Talamasca, justo debajo de mi ventana. En otra oportunidad fui a visitar a Rembrandt van Rijn, y allí estaba ella, sentada junto a Roelant, cosiendo, y mirándome de reojo.

Hubo momentos en los que imaginé que me perseguía. A veces, mientras caminaba solo, pensaba en ella y recordaba nuestros primeros momentos juntos, la forma en que le daba de comer y la bañaba como a una niña. No pretendo decir con esto que pensaba en ella como una niña, pero de repente me detenía, me volvía, y allí estaba ella, caminando detrás de mí, con su elegante capa con capucha, clavándome la mirada antes de girar por otra calle.

Un mes antes de la muerte de Roelant llegó una joven pintora de exquisito talento, Judith de Wilde, y se instaló en la casa. Poco después de la muerte del pintor, llegó también su anciano padre, Anton de Wilde.

Los hermanos de Roelant se llevaron a los hijos de éste al campo, y la viuda de Roelant y Judith de Wilde se quedaron al frente de la casa. Aunque se ocupaban con esmero del anciano, vivían una vida alegre llena de diversiones. La casa estaba día y noche abierta a escritores, estudiantes, pintores, además de los alumnos de Judith, que la admiraban tanto como podían admirar a cualquier pintor varón, porque era excelente y, además, miembro del Gremio de St. Luke, igual que un hombre.

Yo no podía entrar a la casa por la prohibición de Roemer, pero muchas veces pasaba por delante y si me demoraba lo suficiente, se lo juro, la silueta oscura de Deborah aparecía detrás de la ventana de arriba. A veces, lo único que veía era el brillo de su esmeralda, pero otras ella abría la ventana y me llamaba en vano con señas.

Roemer en persona fue a verla, pero ella lo despidió.

—Cree que sabe más que nosotros —dijo con tristeza—. Pero no sabe nada, si no no jugaría con aquello. Es el error que siempre cometen las hechiceras, ¿sabes?, creer que tienen poder absoluto sobre las fuerzas ocultas y que éstas las obedecen, cuando en realidad no es así. ¿Y qué me dices de sus intenciones, su conciencia y su ambición? ¡Cómo la corrompe ese ser! Es anormal, Petyr, y ciertamente peligroso.

—Si yo quisiera, ¿podría invocarlo, Roemer?

—Nadie lo sabe, Petyr. Si lo intentaras, quizá podrías y a lo mejor una vez lo hubieras llamado te sería imposible librarte de él; ahí reside la trampa. Jamás lo invocarás con mi permiso, Petyr. ¿Me estás escuchando?

—Sí, Roemer —respondí, obediente como siempre. Pero él sabía que mi corazón había sido corrompido y conquistado por Deborah, como si me hubiera embrujado.

—Por ahora no podemos ayudarla, está fuera de nuestras posibilidades —me dijo—. Ocupa tu mente con otras cosas.

Hice todo lo posible por obedecer la orden. Sin embargo, no pude evitar enterarme de que muchos caballeros de Francia e Inglaterra la cortejaban. Sus riquezas eran tan vastas y sólidas que ya nadie dudaba de su origen ni se preguntaba si en algún momento había sido pobre. Su educación avanzaba a gran velocidad y tenía una devoción tan grande por Judith de Wilde y su padre que, aunque permitía que los pretendientes la visitaran, no mostraba ninguna prisa por casarse.

Pues bien, ¡fue uno de estos pretendientes quien al fin se la llevó!

Nunca supe con quién se había casado, ni cuándo se celebró la boda. Vi a Deborah sólo una vez más y en aquel momento no sabía lo que sé ahora: que era su última noche antes de partir.

Un ruido en mi ventana me despertó a la noche, un golpeteo regular sobre el cristal que no podía ser accidental. Fui a ver si algún ladronzuelo había subido por el tejado, después de todo yo entonces me alojaba en el cuarto piso, en la orden era poco más que un niño y me habían dado sólo una habitación modesta, aunque muy cómoda.

La ventana estaba cerrada como debía estar, pero abajo, sobre el muelle, había una mujer sola con una capa negra que me miraba. Abrí la ventana y me hizo señas de que bajara.

Yo sabía que era Deborah, pero estaba enloquecido, como si un súcubo se hubiera metido en mi cuarto, arrancado las mantas y empezado a trabajar con su boca.

Salí de puntillas de la casa para evitar cualquier pregunta y allí estaba ella, esperándome, con la esmeralda en su cuello, brillando en la oscuridad como un gran ojo. Me llevó con ella a su casa por las calles de atrás.

Qué mobiliario tan costoso tenía la dama, qué alfombras tan espesas, qué maderas tan finas. Pasamos junto a unas vitrinas llenas de objetos de plata y porcelana y me condujo por la escalera a sus aposentos y, de allí, a una alcoba con una cama cubierta de terciopelo verde.

—Me caso mañana, Petyr —me dijo.

—¿Entonces para qué me has traído aquí, Deborah? —le pregunté; pero estaba consumido de deseo, Stefan. Se quitó la capa, la dejó caer al suelo y vi sus pechos llenos, realzados por el lazo del vestido, y sentía locos deseos de tocarlos, pero no me moví. Su talle, apretado con fuerza por el corsé, su cuello blanco y la curva de sus hombros, todo en ella me excitaba. No había ni una partícula de su piel que no deseara devorar. Me sentía como una fiera en una jaula.

—Petyr —dijo, y me miró a los ojos—, sé que has entregado las piedras preciosas a tu orden y no has querido aceptar mi gratitud. Así que déjame darte ahora lo que tanto deseabas de mí durante nuestro largo viaje, y que tu gentileza te impidió tomar.

—Pero, Deborah, ¿por qué haces esto? —pregunté, decidido a no aprovecharme de ella en modo alguno, porque podía leer la angustia en sus ojos.

—Porque quiero, Petyr —dijo, de pronto, mientras me abrazaba y cubría de besos—. Deja Talamasca, Petyr, y ven conmigo. Si te casas conmigo, dejaré al otro hombre.

—Deborah, ¿por qué me pides algo así?

Se rió con tristeza y amargura.

—Me siento sola, Petyr, me hace falta tu comprensión. Necesito alguien a quien no tenga que ocultar nada. Somos brujos, Petyr, pertenezcamos a Dios o al diablo, tú y yo somos brujos. Tú sabes que me deseas, Petyr, y que siempre me has deseado. ¿Por qué no te entregas? Ven conmigo; si Talamasca no te permite ser libre, nos iremos de Amsterdam, nos marcharemos juntos. No hay nada que no pueda conseguir para ti, nada que no pueda darte, sólo quédate conmigo, déjame estar cerca de ti y no sentir más miedo. Puedo contarte quién soy y qué le sucedió a mi madre. Puedo contarte todo lo que me perturba, Petyr, contigo no tengo miedo.

Al decir esto su rostro se entristeció aún más y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Mi joven prometido es bello y posee todo lo que siempre soñé poseer cuando me sentaba descalza y sucia en la puerta de mi cabaña. Es el caballero que pasa cabalgando camino de su castillo, y me lleva con él hacia otras tierras. Es como si hubiera entrado en los cuentos de hadas que me contaba mi madre: yo seré la condesa y todos los poemas y canciones se convertirán en realidad. Ahora mi pasado me resulta algo fantasmal —exclamó con suavidad, mientras los ojos se le agrandaban como si se maravillara de ello—. ¿He vivido alguna vez en un sitio como aquél? ¿He visto morir a mi madre?

—No saques esos recuerdos a la luz, Deborah. Deja que las viejas imágenes se desvanezcan.

—Petyr, ¿recuerdas cuando hablaste conmigo por primera vez y me dijiste que mi madre no era mala, que eran los hombres los que habían sido malos con ella? ¿Por qué creíste algo así?

—Tú me dijiste que era una bruja, Deborah, y por Dios, ¿qué es una bruja?

—Ay, Petyr, recuerdo cuando paseaba con ella por el campo en noches sin luna, por el lugar donde estaban las piedras.

—¿Y qué pasó, querida? ¿Vino el diablo con sus diabólicas pezuñas?

Sacudió la cabeza y me hizo ademán de que me callara, prestara atención y me portara bien.

—Petyr —dijo—, ¡fue un inquisidor el que le enseñó magia negra! Ella me mostró el libro. Un hombre que había venido a nuestro pueblo cuando yo era muy pequeña, todavía gateaba, y llegó a nuestra cabaña para hacerse curar una herida en la mano. Se sentó con mi madre junto al fuego y le habló de todos los lugares en los que había estado por su trabajo y de las brujas que había quemado. “Cuidado, hija”, le dijo, o por lo menos eso es lo que me contó mi madre más tarde, y sacó el perverso libro de su morral de cuero. Se llamaba Demonologie y se lo leyó, porque ella no sabía leer latín, bueno, ni ninguna otra lengua, y le mostró las ilustraciones a la luz de la lumbre para que pudiera verlas bien.

»La última noche, mientras yacían juntos, le habló de las torturas, las quemas y los gritos de las condenadas. Cuidado, hija, le dijo antes de marcharse.

»Ella me lo contó más tarde; yo tendría unos seis o siete años cuando me explicó toda la historia. Nos sentamos junto al fuego de la cocina y me dijo: Ven y verás. Salimos al campo y cuando llegamos a las piedras buscamos a tientas el centro del círculo. Allí nos quedamos clavadas, inmóviles, para sentir el viento.

»La oí canturrear mientras me cogía de la mano. Luego bailamos en círculo, dando vueltas una y otra vez. Empezó a cantar más alto y a pronunciar palabras en latín para invocar al demonio y, luego, extendiendo los brazos, le pidió que viniera.

»La noche estaba vacía y nadie respondió. Yo me pegué a sus faldas y le apreté su mano fría. Entonces sentí que algo surgía de los prados, parecía una brisa que se transformaba en viento a medida que se acercaba a nosotras. Sentí que me tocaba el pelo y luego la nuca. Sentí como si nos envolviera con aire. Entonces lo oí hablar, aunque no eran palabras, y decía: ¡Estoy aquí, Suzanne!

»Ay, con qué placer se rió mi madre; cómo bailó. Se retorcía las manos como una niña, reía y se echaba el cabello hacia atrás. ¿Lo has visto, hija?, me preguntó. Yo respondí que lo sentía y lo oía muy cerca de nosotras.

»Luego él volvió a hablar. Llámame por mi nombre, Suzanne, dijo.

»Mi madre respondió: Te llamaré Impulsor, porque impulsas el viento que azota los prados, porque impulsas el viento que agita las hojas de los árboles. ¡Ven ahora, Impulsor mío, desata una tormenta sobre Donnelaith y sabré que soy una bruja poderosa y que lo haces por amor a mí!

»Cuando llegamos a la cabaña y cerramos de un portazo, el viento rugía sobre los campos y se oía por la chimenea. Nos sentamos junto al fuego, riendo como niñas. ¿Has visto? ¿Has visto? Lo he hecho yo, murmuró mi madre. La miré a los ojos y vi lo que siempre había visto, lo que siempre vería incluso en su última hora de agonía y dolor: los ojos de una tonta, de una chiquilla boba que se reía, la boca tapada con una mano, mientras sostenía un dulce robado con la otra. Para ella era un juego, Petyr, ¡un juego!

—Ya veo, amada mía —dije.

—Ahora dime que no existe Satán. ¡Dime que no salió de las tinieblas para reclamar a la bruja de Donnelaith y llevarla a la hoguera! Fue el Impulsor quien encontraba los objetos que otros perdían, fue el Impulsor quien trajo el oro que le encontraron; fue el Impulsor quien le contaba los secretos de traiciones que luego ella revelaba a oídos interesados. Y fue el Impulsor quien hizo que granizara sobre la ordeñadora que luego se peleó con ella, quien hizo castigar a sus enemigos, por lo que se conoció su poder. Ella no podía darle órdenes, Petyr, no sabía cómo usarlo. Y como una niña que juega con una vela, encendió el fuego que la quemó.

—¡No cometas el mismo error, Deborah! —le susurré, mientras la besaba—. Nadie da órdenes a un demonio, precisamente porque eso es lo que es.

—Ah, no, es más que eso. Te equivocas por completo. Pero no temas por mí, Petyr, no hay razón, yo no soy mi madre.

Nos quedamos en silencio junto al fuego, aunque yo suponía que ella no querría estar tan cerca. En el momento en que apoyó la frente sobre la piedra, volví a besarla en la mejilla y le eché hacia atrás la larga cabellera negra.

—Petyr —me dijo—, nunca más pasaré hambre ni viviré en la suciedad en que vivía. Jamás estaré a merced de hombres absurdos.

—No te cases, Deborah. ¡No te vayas! Quédate conmigo. Ven a Talamasca y juntos descubriremos la naturaleza de ese ser…

—No, Petyr, sabes que no lo haré. —Sonrió entonces con tristeza—. Eres tú quien debe venir conmigo. Nos marcharemos juntos. Háblame ahora con tu voz secreta, la voz con la que puedes ordenar a los relojes que se detengan y a los espíritus que se presenten, y quédate conmigo, serás mi desposado. Ésta será la noche de bodas de los brujos.

Iba a responderle con mil protestas, pero cubrió mi boca con su mano y luego con su boca. Me besó con tal ardor que ya no recuerdo nada más que haberle arrancado la ropa que la ceñía y haberla poseído en la cama con las cortinas corridas a nuestro alrededor; un tierno cuerpo de niña, que yo había lavado y vestido, con pechos y secretos de mujer.

¿Por qué me torturo escribiendo esto? Estoy confesando mi viejo pecado, Stefan. Le cuento todo lo que hice porque no puedo escribir sobre esta mujer sin una confesión, por lo tanto, continúo.

Nunca he celebrado los ritos del amor con semejante abandono. Nunca he conocido tal voluptuosidad y dulzura como con ella.

Porque ella creía ser una bruja, Stefan, y, por lo tanto, que era mala; y éstos eran ritos demoníacos que ella celebraba con total entrega. Sin embargo, era también dulce y cariñosa, se lo juro, y esta mezcla, en efecto, era un brebaje hechizador, raro y poderoso.

Me vestí, fatigado, sin desear otra cosa en toda la cristiandad que su cuerpo y su alma. Sin embargo, la abandonaba. Me iba a casa a contarle a Roemer lo que había hecho. Regresaba a la casa matriz, que en realidad era mi padre y mi madre. Sabía que no tenía otra alternativa.

—Adiós, mi curita —me dijo—. Buena suerte y ojalá Talamasca te recompense por haberme abandonado. —Se le llenaron los ojos de lágrimas. Le besé las manos con pasión y apoyé mi cara contra su pelo—. Vete, Petyr —dijo al fin—, y no me olvides.

Creo que uno o dos días más tarde me dijeron que se había marchado. Estaba desconsolado, me pasaba el día llorando y tratando de escuchar a Roemer y Geertruid, pero no oía lo que me decían. Lo único que sé es que no estaban enfadados como yo suponía que iba a encontrarlos.

Roemer fue a ver a Judith de Wilde y le compró el retrato de Deborah hecho por Rembrandt van Rijn que cuelga hasta el día de hoy en nuestra casa.

Pasó quizás un año entero hasta que conseguí recuperarme física y espiritualmente. Nunca más volví a romper las reglas de Talamasca. Viajé por los Estados Germánicos, por Francia e incluso por Escocia e hice mi trabajo de salvar brujas y escribir sobre ellas y sus tribulaciones como siempre habíamos hecho.

Stefan, ahora sabe la historia de Deborah tal como ha sido y comprenderá la sorpresa de toparme con la tragedia de la condesa de Montcleve tantos años después, en esta ciudad fortificada de Cévennes de Languedoc, y descubrir que se trata de Deborah Mayfair, la hija de la bruja escocesa.

Ahora podrá usted comprender con qué miedo y tristeza entré en la celda de la prisión. Mi prisa me impidió pensar hasta el último minuto que la dama, encogida sobre un jergón de paja, vestida con harapos, podía levantar la mirada, reconocerme, llamarme por mi nombre y, en su desesperación, echar a perder mi disfraz.

Pero no lo hizo.

Mientras yo entraba en la celda, levantándome la sotana para parecer un clérigo que no quisiera ensuciarse con toda aquella porquería, posé la mirada sobre ella, pero no vi signo alguno de que me reconociera.

Sin embargo, me alarmó que me mirara con firmeza; le dije entonces al tonto del párroco que tenía que examinarla a solas. No quería dejarme con ella, pero le expliqué que había visto muchas brujas, que ésta no me asustaba en lo más mínimo y que tenía que hacerle muchas preguntas. Si tenía la amabilidad de esperarme en la rectoría, terminaría pronto. Luego saqué del bolsillo unas monedas de oro y añadí:

—Acéptelas para su iglesia, padre, sé que le he ocasionado muchas molestias. —Con esto se terminó la historia y el imbécil se marchó.

La puerta se cerró de repente y aunque se oían murmullos en el corredor, vi que estábamos solos.

—Petyr, ¿de verdad eres tú?

—Sí, Deborah —dije.

—Ah, pero no has venido a salvarme, ¿no? —preguntó, cansada.

Mi corazón se encogió al oír el tono de su voz, porque era la misma voz que me había hablado en la alcoba de Amsterdam aquella última noche. Tenía un tono ligeramente más grave y quizá la musicalidad sombría de alguien que había sufrido.

—No puedo hacerlo, Deborah. Aunque lo intentara, sé que fracasaría.

No pareció sorprenderse, a pesar de todo me sonrió.

Levanté la vela otra vez, me acerqué a ella y me arrodillé sobre el jergón para poder mirarla a los ojos. Vi los mismos ojos que recordaba, las mismas mejillas mientras me sonreía, ese semblante terso y descarnado no podía ser nadie más que mi Deborah, convertida ya en espíritu, con toda su belleza intacta.

No hizo gesto de acercarse a mí, pero examinó mi rostro como si fuera una pintura. Con un torrente de palabras compasivas y lastimeras le expliqué que no sabía nada de sus infortunios, que había venido al pueblo solo, como parte de mi trabajo para Talamasca, y que había descubierto, con gran pesar, que ella era la persona de la que tanto había oído hablar. Me silenció con un sencillo gesto.

—Moriré mañana, y no hay nada que puedas hacer.

—Pero habrá algo de clemencia —dije—, porque tengo en mi poder unos polvos que mezclados con agua te harán entrar en un letargo que te impedirá sufrir. Incluso más, puedo darte una cantidad que te hará morir si es ése tu deseo, y podrás engañar a las llamas. Sé que puedo ponerlo en tus manos. El viejo párroco es un idiota.

Pareció profundamente afectada por mi oferta, aunque sin ninguna prisa por aceptarla.

—Petyr, debo contar con mis sentidos cuando me lleven a la plaza. Te aconsejo que te vayas del pueblo cuando empiecen los procedimientos o que te quedes a salvo bajo techo y detrás de una ventana cerrada, si es que debes quedarte para comprobarlo por ti mismo.

—Deborah, ¿estás pensando en escapar?

—No, no, Petyr, eso está fuera de mi alcance y más allá del poder de aquel que me obedece. Para un espíritu es muy sencillo poner una joya pequeña o una moneda de oro en manos de una bruja, ¿pero cómo va a abrir prisiones o vencer a guardias armados? Es imposible. —Luego, como si estuviera perturbada, añadió con un brillo terrible en los ojos—: ¿Sabes que mis propios hijos testificaron en mi contra? ¿Que mi amado Chrétien ha llamado bruja a su propia madre?

—Supongo que lo obligaron, Deborah. ¿Quieres que vaya a verlo? ¿Qué puedo hacer por ti?

Al oír esto negó con la cabeza.

—Hay mucho más, Petyr. Cuando mi esposo murió creí que yo era inocente. Pero he pasado más de un mes en esta celda pensando en ello y el hambre y el dolor han afilado mi mente.

—Deborah, ¡no creas lo que tus enemigos dicen de ti, no importa cuántas veces te lo repitan ni lo bien que lo digan!

No me contestó. Parecía indiferente a lo que le decía. Luego, se volvió hacia mí y me dijo:

—Petyr, hazme un favor. Si mañana me llevan atada a la plaza, que es mi peor miedo, pide que me desaten los brazos y las piernas para poder llevar la pesada vela en penitencia, como siempre se acostumbra por estas regiones. No dejes que mis pies heridos te inspiren lástima. ¡Temo más a las cuerdas que a las llamas!

—Lo haré —dije—, pero no tienes por qué preocuparte, te harán llevar la vela y caminar por el pueblo hasta la escalinata de la catedral. Una vez allí te atarán y te conducirán a la hoguera. —Casi no podía continuar.

—Escucha, tengo que pedirte algo más.

—Sí, dime, por favor.

—Cuando todo haya terminado y te marches del pueblo, escribe lo que voy a decirte a mi hija Charlotte Fontenay, casada con Antoine Fontenay, y envíalo a Santo Domingo, en la Hispaniola, a la atención del comerciante Jean-Jaques Toussaint, en Puerto Príncipe.

Repetí el nombre y la dirección completa.

—Dile que no sufrí en la hoguera, aunque no sea cierto.

—Haré que lo crea.

Aquí sonrió amargamente.

—Quizá no —dijo—, pero hazlo lo mejor que puedas.

—¿Qué más?

—Dale otro mensaje, y éste lo tienes que recordar palabra por palabra. Dile que proceda con cuidado, que aquel que le he enviado para que le obedezca, a veces hace cosas por nosotras que él cree que queremos que haga. Y dile además que aquel que le envío saca sus propias conclusiones sobre nuestras intenciones, tanto de nuestros irreflexivos pensamientos como de las meditadas palabras que le decimos. ¿Comprendes lo que te digo? ¿Y comprendes por qué debes transmitírselo a ella?

—Sí, lo comprendo. Lo veo claramente. Tú deseabas que tu marido muriera porque te engañaba. Y el demonio provocó la caída.

—Es más profundo. No trates de entenderlo. Nunca deseé su muerte. Lo amaba. ¡Y no sabía que me engañaba! Pero, por su propia seguridad, debes transmitirle a Charlotte lo que te he dicho, porque mi invisible servidor no puede hablarle sobre su naturaleza cambiante, no puede explicarle lo que él mismo no comprende.

—Ah, pero…

—Ahora no me hagas discursos moralizantes, Petyr. Para eso, habría sido mejor que no vinieras. Ella tiene la esmeralda. Cuando yo muera, él irá a ella.

—¡No le mandes el espíritu, Deborah!

Suspiró con gran desilusión y desesperación.

—Por favor, te lo ruego, haz lo que te he pedido.

—¿Qué pasó con tu marido, Deborah?

—Mi marido se estaba muriendo cuando se presentó mi Impulsor y me hizo saber que él le había jugado una mala pasada para que se cayera en el bosque. “¿Cómo has podido hacer algo así, si yo no te lo he pedido?”, le pregunté. “Deborah, si hubieras mirado en su corazón, como yo lo hice, me habrías dicho que lo hiciera”.

Me quedé helado, Stefan. ¿Cuándo hemos visto tal complicidad y premeditación en un diablo invisible, tal agudeza y estupidez al mismo tiempo?

—Sí, tienes razón —dijo, porque me había leído el pensamiento—. Debes escribirle todo esto a Charlotte —me suplicó—. Ten cuidado con las palabras que empleas, no sea que la carta caiga en manos equivocadas, pero escríbelo, escríbelo para que Charlotte comprenda todo lo que tienes que decirle.

—Deborah, no sigas adelante. Déjame que le diga que tire la esmeralda al mar, que su madre se lo pide.

—Petyr, es demasiado tarde, y siendo como es el mundo, le habría mandado a mi Impulsor aunque tú no hubieras venido esta noche para escuchar este último deseo. El Impulsor es más poderoso que todo lo que tus sueños puedan concebir sobre un demonio, y ha aprendido mucho.

—Aprendido —le repetí perplejo—. ¿Cómo puede aprender, Deborah? Si se trata simplemente de un espíritu, y los espíritus no cambian, son siempre necios. Ahí reside el peligro, cuando nos conceden deseos, no comprenden la complejidad de éstos y nos conducen a la ruina. Hay miles de historias que lo demuestran. ¿Acaso no te ha ocurrido a ti? ¿Cómo puedes decir que ha aprendido?

—Piensa en lo que te he dicho, Petyr. Te digo que mi Impulsor ha aprendido mucho, y su error no proviene de su estupidez inmutable, sino de la agudeza de sus propósitos. Prométeme por todo lo que una vez hubo entre nosotros que escribirás a mi amada hija. Debes hacerlo por mí.

—¡Muy bien! —asentí retorciéndome las manos—. Lo haré, pero también le diré lo que acabo de decirte.

—Es justo, mi curita bueno, mi buen erudito —dijo, amargamente, con una sonrisa—. Ahora vete, Petyr. No puedo soportar más tiempo tu presencia. El Impulsor está junto a mí y tenemos que hablar. Te ruego que mañana te protejas bajo techo, cuando veas que mis pies y mis manos están desatados y que he llegado a las puertas de la iglesia.

—Dios en el cielo me asista, Deborah, si pudiera sacarte de aquí, si existiera algún medio… —Aquí me derrumbé, Stefan. Perdí el control—. Deborah, si el Impulsor, tu servidor, pudiera preparar una fuga con mi ayuda, lo único que tienes que hacer es decírmelo.

Me vi a mí mismo arrancándola de la enfebrecida multitud que nos rodeaba y llevándomela al bosque, fuera de las murallas de la ciudad.

Cómo me sonrió entonces, con qué ternura y tristeza. Del mismo modo que cuando nos habíamos separado hacía años.

—Qué ideas, Petyr —dijo. Y su sonrisa se hizo incluso más amplia. A la luz de la vela parecía medio loca, o mejor dicho, una loca angelical o santa. Su rostro era tan hermoso como la misma llama—. Mi vida ha llegado a su fin, pero desde esta pequeña celda he viajado por todas partes. Ahora vete. Vete y cuando estés fuera de la ciudad, envía mi mensaje a Charlotte.

Le besé las manos. Le habían quemado las palmas en las sesiones de tortura. Tenía costras y profundas heridas que también besé. No me importó.

—Siempre te he amado —le dije. Dije también muchas otras cosas, tontas y tiernas, que no escribiré aquí. Escuchó todo con perfecta resignación. Sabía lo que yo acababa de descubrir: que estaba arrepentido de no haber huido con ella, que despreciaba mi trabajo, toda mi vida y a mí mismo.

—Es agradable abrazarte —murmuró. Después me apartó y añadió—: Ahora vete y recuerda todo lo que te he dicho.

Salí como un demente. La plaza todavía estaba llena de gente que había venido a ver la ejecución. Algunos montaban sus tenderetes a la luz de las antorchas, otros dormían tapados con mantas junto a las murallas.

Le dije al viejo párroco que yo no estaba convencido de que la mujer fuera una bruja y que quería ver a los inquisidores inmediatamente. Le digo la verdad, Stefan, estaba dispuesto a remover cielo y tierra por ella.

Pero usted sabe lo que pasó.

Llegamos al castillo y nos hicieron pasar. El tonto del cura estaba muy contento de acompañar a alguien importante e irrumpir en el banquete al que no lo habían invitado. Tomé la delantera y con mis modales más impresionantes interrogué directamente al inquisidor en latín, y a la vieja condesa, una mujer trigueña, de aspecto muy español, que me recibió con una paciencia extraordinaria, teniendo en cuenta mi entrada.

El inquisidor, el padre Louvier, un hombre bien parecido y mejor alimentado, con cabello y barba acicalados y unos ojos negros brillantes, no vio nada sospechoso en mí. Me recibió obsequiosamente como si viniera del Vaticano, que bien podía ser por lo que veía, y sencillamente trató de calmarme cuando le dije que quizás iban a quemar a una mujer inocente.

—Nunca ha visto usted semejante bruja —me dijo la condesa, riéndose de manera desagradable, mientras me ofrecía un vaso de vino. A continuación me presentó a la condesa de Chamillart, que estaba sentada a su lado, y a todos los nobles de la región que se habían alojado en el castillo para ir a ver la quema de la bruja.

Todas las preguntas que hice, todas las objeciones que puse y todas las sugerencias que ofrecí fueron respondidas con la misma natural convicción por el conjunto de asistentes. Para ellos, ya se había presentado batalla y había sido ganada. Lo único que faltaba era la celebración que tendría lugar por la mañana.

—Pero esta mujer no ha confesado —insistí—, y el marido se cayó del caballo en el bosque, como él mismo admitió. ¡Seguramente no se basarán las pruebas condenatorias en los delirios de un moribundo!

Por el efecto que les causaba bien podría haber estado echándoles hojas secas por encima.

—Quise a mi hijo más que nada en este mundo —dijo la vieja condesa, y me lanzó una mirada inquisitiva con sus pequeños ojos negros y un rictus feo en la boca; luego, como si hubiera preparado su mejor tono, añadió con una hipocresía completa—: Pobre Deborah; ¿he dicho yo alguna vez que no la quisiera, que no le perdonara todo lo que hizo?

—¡Es usted muy generosa! —declaró Louvier, con santurronería y un gesto ampuloso, como si estuviera borracho, el monstruo.

—No hablo de la bruja —dijo la vieja, imperturbable—, sino de mi nuera, con todas sus debilidades y secretos. ¿Acaso ignora alguien en este pueblo que Charlotte nació demasiado rápido después de la boda? Mi hijo, sin embargo, estaba completamente cegado por los encantos de esa mujer y adoraba a la niña, se sentía tan agradecido por la dote y era tan tonto en tantos aspectos…

—¿Tenemos que hablar de ello? —exclamó la condesa de Chamillart, temblando visiblemente—. Charlotte ya no está entre nosotros.

—La encontraremos y la quemaremos como a su madre —afirmó Louvier. Entonces todos asintieron.

Siguieron hablando entre ellos de lo satisfechos que estarían después de las ejecuciones, y cada vez que yo intentaba hacer alguna pregunta, simplemente me hacían gestos de que me tranquilizara, que bebiera y no me preocupara.

Qué joviales y tranquilos cenaban a la mesa, que había sido su mesa, con la cubertería de plata que también había sido la suya, mientras ella estaba en aquella celda miserable.

Por último, les supliqué que le permitieran morir por estrangulamiento en lugar de la hoguera.

—¿Cuántos de ustedes han visto a alguien morir quemado? —Pero no les importaba.

—La bruja no se ha arrepentido —añadió la condesa de Chamillart, la única que parecía sobria e incluso ligeramente asustada.

—¿Cuánto sufrirá? ¿Un cuarto de hora como mucho? —preguntó el inquisidor, mientras se limpiaba la boca con una servilleta roñosa—. ¡Qué es comparado con el fuego eterno del infierno!

Al final me marché y, una vez de regreso en la ciudad, crucé la plaza abarrotada donde parecía celebrarse una juerga de borrachos alrededor de las pequeñas fogatas. Me quedé observando la tétrica pira, con el poste en lo alto con sus esposas de hierro. Luego, por casualidad, me sorprendí mirando la triple arcada de las puertas de la iglesia. Allí, toscamente cincelada en la antigüedad, estaba la imagen del arcángel san Miguel, empujando a los diablos con su tridente a las llamas del infierno.

Mientras miraba esta horrible imagen a la luz del fuego, resonaban las palabras del inquisidor en mis oídos. “¿Cuánto sufrirá? ¿Un cuarto de hora como mucho? ¿Qué es eso comparado con el fuego eterno del infierno?”

¡Ay, Deborah, ella que nunca había hecho daño a nadie, que había brindado sus artes curativas tanto al más pobre como al más rico con tanta insensatez!

¿Y dónde estaba ahora su espíritu vengativo, su Impulsor, que había intentado calmar su desdicha haciendo caer a su marido y la habían llevado a esa celda miserable? ¿Estaba con ella, como me había dicho? Sin embargo, no había gritado su nombre cuando la torturaban, sino el mío y el de su viejo y bondadoso esposo, Roelant.

Stefan, esta noche he escrito todo esto tanto para evitar la locura como para nuestros archivos. Ahora estoy cansado. He preparado mi equipaje para marcharme de este pueblo en cuanto haya terminado esta historia amarga. Voy a sellar la carta y ponerla en mi bolsa con la nota acostumbrada, informando de que en caso de muerte se dará una recompensa en Amsterdam a quien la haga llegar allí.

Puesto que no sé lo que me deparará la luz del día, continuaré el relato de esta tragedia mediante una nueva carta, si es que mañana por la noche estoy instalado en otra ciudad.

El sol empieza a asomar por las ventanas. Ruego que Deborah se salve de alguna manera; pero sé que es imposible.

Stefan, llamaría a ese diablo si pensara que me iba a escuchar. Trataría de ordenarle alguna acción desesperada. Pero sé que no poseo ese poder, así espero.

Suyo, con toda lealtad a Talamasca,

Petyr van Abel

Montcleve

Fiesta de San Miguel, 1689».

Michael había terminado de leer el primer texto escrito a máquina. Sacó el segundo cuadernillo de la carpeta de papel manila y se sentó durante un buen rato, las hojas asidas con fuerza en la mano, rogando estúpidamente que no quemaran a Deborah.

Luego, incapaz de estarse quieto por más tiempo, se dirigió al teléfono y pidió al operador que lo pusiera con Aaron.

—Aaron, ¿todavía tienen en Amsterdam esa pintura de Rembrandt? —preguntó.

—Sí, todavía está allí, Michael, en la casa matriz de Amsterdam. Ya he enviado a buscar una fotografía en los archivos. Aún tardará en llegar.

—Aaron, ¡usted sabe que ella es la mujer de pelo negro! Usted lo sabe. Y la esmeralda, tiene que ser la joya que vi, Aaron. Juraría que conozco a Deborah. Ella debe de ser la mujer que se me presentó con la esmeralda al cuello. Y el Impulsor… Impulsor es la palabra que pronuncié cuando abrí los ojos en el barco.

—¿Pero de verdad lo recuerda?

—No, pero estoy seguro… Y, Aaron…

—Michael, no intente interpretar ni analizar. Continúe leyendo. No tenemos mucho tiempo.

—Necesito una pluma y papel para tomar notas.

—Lo que necesita es una libreta para apuntar todos sus pensamientos y cualquier cosa que recuerde de sus visiones.

—Exactamente. Ojalá hubiera tomado notas desde el principio.

—Haré que le suban una. Enseguida le traerán más café. Si le hace falta algo más, solamente tiene que llamar.

—Lo haré, Aaron, hay tantas cosas…

—Lo sé, Michael. Cálmese y siga leyendo.

Michael colgó, encendió un cigarrillo, tomó un poco más del café que quedaba y miró la cubierta del segundo informe.

Fue a abrir la puerta a la primera llamada.

La mujer agradable que había visto antes estaba en el pasillo con café, varias plumas y una libreta de cuero con un papel muy blanco rayado. Colocó la bandeja sobre la mesa, retiró el otro servicio y se marchó en silencio.

Pensó durante un momento, si aquella confusión podía ser llamada pensamiento, y empezó a hacer un dibujo del collar en la libreta; una joya rectangular en el centro, con una montura de filigranas y una cadena de oro. Lo dibujó del modo en que solía trazar los planos de arquitectura, con líneas rectas muy limpias y detalles ligeramente sombreados.

Lo estudió mientras los dedos de su mano izquierda enguantada se movían nerviosamente por el pelo. Luego apretó el puño y lo apoyó sobre el escritorio. Estaba a punto de arrancar el dibujo pero decidió dejarlo. Abrió el segundo informe y empezó a leer.