12

Una hora más tarde Rowan llamó al hotel.

Había guardado en la maleta las pocas cosas de verano que tenía. En realidad, le resultaba algo extraño aquel conjunto de gestos y elecciones de ropa, como si se tratara de un traslado.

Habían ido a parar a la maleta algunas cosas ligeras de seda, blusas y vestidos comprados hacía años para unas vacaciones y que desde entonces no había vuelto a ponerse; un montón de joyas olvidadas desde la universidad; perfumes sin abrir, delicados zapatos de tacón que nunca había sacado de las cajas.

Los años dedicados a la medicina no le habían dejado tiempo para ese tipo de cosas. Bueno, ahora le servirían. También guardó un neceser con cosméticos que hacía más de un año que no abría.

Le contestó una amistosa voz sureña. Sí, tenían una suite libre. Y no, el señor Curry no estaba, pero había dejado un mensaje para ella; que había salido y la llamaría en las próximas veinticuatro horas. No, no había dicho dónde estaría ni a qué hora regresaría.

—De acuerdo —dijo Rowan, con un suspiro de cansancio—. Por favor, dígale que voy hacia allí, que ha muerto mi madre y el funeral es mañana en Lonigan e Hijos. ¿Lo ha comprendido?

—Sí, señora. Todos sentimos mucho lo de su madre. Yo solía verla en aquel porche detrás de la tela metálica cada vez que pasaba.

Rowan estaba sorprendida.

—Dígame una cosa, por favor —añadió—, ¿la casa donde vivía estaba en First Street?

—Sí, doctora.

—¿Está en un barrio llamado Garden District?

—Sí, doctora.

Rowan dio las gracias en voz baja y colgó. «Entonces es el mismo lugar que Michael me describió —pensó—. ¿Y cómo es que todo el mundo sabe de qué se trata?», se preguntó. Vaya, si ni siquiera le dije a esa mujer el nombre de mi madre.

Pero era hora de irse. Salió a la terraza norte y se dirigió al Dulce Cristina para comprobar que estaba bien amarrado en caso de mal tiempo. Luego cerró la cabina de mando y volvió a la casa.

Había llegado el momento de echar el último vistazo.

La casa parecía abandonada, desgastada. Y cuando miró el Dulce Cristina sintió lo mismo.

Era como si el barco le hubiera prestado un buen servicio pero ya no le importara. Ya no importaban todos aquellos hombres con los que había hecho el amor en el camarote de abajo. En realidad, era extraordinario que no hubiera llevado a Michael por esa escalerilla a la abrigada tibieza del camarote. Ni siquiera había pensado en ello. Parecía que Michael formara parte de un mundo diferente.

De repente sintió la urgente necesidad de hundir el Dulce Cristina junto con todos los recuerdos que la unían a él. Pero era una tontería. Caramba, era el Dulce Cristina el que la había llevado hasta Michael. Debía de estar perdiendo el juicio. Gracias a Dios, se iba a Nueva Orleans. Gracias a Dios, vería a su madre antes de que la enterraran y, gracias a Dios, pronto iba a estar con Michael, le contaría todo y lo tendría a su lado. Sí, tenía que pensar que era esto lo que ocurriría. Daba igual el motivo por el que él no la había llamado. Pensó con amargura en el documento de la caja fuerte. Pero ahora le importaba tan poco que ni siquiera valía la pena acercarse a la caja, mirarlo y romperlo.

Cerró la puerta sin mirar atrás.