El viaje a la casa de retiro de Talamasca duró menos de una hora y media.
Cuando llegaron, Michael ya sabía bastante bien lo que era Talamasca y había asegurado a Aaron que mantendría para siempre en secreto lo que iba a leer. La idea de Talamasca le gustaba; le gustaba la manera amable y civilizada con la que Aaron le había presentado las cosas, y pensó más de una vez que si no tuviera el compromiso de cumplir su «misión», con mucho gusto se habría unido a ellos.
Pero eran pensamientos absurdos, porque precisamente por haberse ahogado debía cumplir una misión y disfrutaba de su poder psíquico, y por ello Talamasca se acercaba a él.
Además, su amor por Rowan crecía —y era amor, lo sabía— como algo aparte de las visiones, incluso ahora que sabía que ella estaba implicada.
Mientras se acercaban a la entrada de la casa, trató de explicárselo a Aaron.
—Todo lo que me ha dicho me resulta familiar, como si lo reconociera, igual que anoche, cuando vi la casa. Y usted, naturalmente, debe saber que es imposible que yo supiera algo de Talamasca, a no ser que ellos me hubieran contado algo mientras estuve ahogado, y luego lo hubiera olvidado. Lo que trato de decir es que mi afecto por Rowan no me resulta familiar. No tengo la sensación de que fuese algo predeterminado. Es algo nuevo; y al pensar en ello siento de algún modo cierta rebeldía. Recuerdo el momento en que desayunamos juntos en su casa de Tiburón y hablábamos. Miré al agua y me dirigí a aquellos seres casi desafiante para decirles que lo que ocurría entre ella y yo era asunto mío.
Aaron lo escuchaba con interés, como había hecho todo el camino.
Salieron hacia la izquierda de la carretera del río, dejando el dique atrás, y en cuanto atravesaron la entrada de la casa de retiro, Michael reconoció el lugar, lo había visto en libros de fotos. El sendero bordeado de robles había sido fotografiado innumerables veces a lo largo de las décadas. Los gigantescos árboles de corteza oscura que extendían sus ramas pesadas y nudosas formaban una bóveda continua de arcos rústicos, parecían un sueño prodigioso con su gótica perfección sureña que conducía a las galerías de la casa.
Enormes matas de musgo negro colgaban de los nudos de las ramas. Las raíces bulbosas se apiñaban a ambos lados del estrecho y gastado sendero cubierto de grava.
El coche se internaba cada vez más en una luz teñida de verde. Los rayos del sol horadaban las sombras, mientras el campo, cubierto de hierba alta y de arbustos informes, se extendía a lo lejos, a ambos lados, y parecía rodear el cielo y la casa.
Michael apretó el botón para bajar la ventanilla.
—Dios mío, qué aire —murmuró.
—Sí, notable —dijo Aaron en voz baja mientras sonreía a Michael con indulgencia. Hacía un calor terrible, pero a Michael no le importaba.
En el momento en que se detuvo el coche y bajaron delante de una amplia casa de dos pisos, el silencio pareció descender sobre el mundo. Era una de esas estructuras de sublime sencillez, hechas antes de la guerra civil. Una planta cuadrada, enorme, típicamente tropical, con ventanales hasta el suelo, rodeada por todos sus lados de galerías profundas y columnas gruesas y lisas que sostenían un techo plano.
Costaba creer, pensó Michael, que detrás del dique lejano estuviera el tráfico del río, con sus remolcadores y barcazas, que acababan de ver hacía menos de una hora cuando el transbordador los había cruzado a la orilla sur. Lo único real ahora era la suave brisa que rozaba el suelo de ladrillos, la puerta de entrada de doble hoja abierta repentinamente para recibirlos, el sol errante que brillaba contra el cristal de la bella ventana de arriba en forma de abanico.
¿Dónde estaba el resto del mundo? Ahora no importaba. Michael volvió a oír los prodigiosos sonidos que lo habían arrullado en First Street, el zumbido de los insectos, el canto salvaje, casi desesperado, de los pájaros.
Aaron le apretó con suavidad el brazo y lo invitó a pasar: no notó el cambio de temperatura producido por el aire acondicionado.
—Vamos a dar una vuelta rápida —dijo.
Michael apenas lo escuchaba. La casa, como ocurría siempre, se había apoderado de su atención. Le gustaban las casas de este período, con un vestíbulo central amplio, una escalera sencilla y espaciosas habitaciones cuadradas a ambos lados, en perfecto equilibrio. La restauración y el mobiliario eran suntuosos y meticulosos. Tenía un aspecto bastante británico, con alfombras verde oscuro, libros encuadernados dispuestos en estanterías de caoba que se elevaban hasta el techo en todas las habitaciones principales. Unos pocos espejos adornados y un pequeño clavicordio en un rincón recordaban el período anterior a la guerra civil. El resto era sólidamente victoriano, pero en modo alguno desagradable.
—Parece un club privado —murmuró Michael. Le resultaba casi cómico que una persona sentada cómodamente en una silla tapizada no hubiera levantado la vista de su libro en el momento en que ellos pasaron en silencio por la estancia. Pero el ambiente, en conjunto, era muy acogedor. Le gustó la sonrisa rápida de la mujer que se cruzó con ellos en la escalera. Él también quería sentarse en un momento u otro en una silla de la biblioteca.
—Venga, le enseñaré su habitación —dijo Aaron.
—Aaron, no voy a quedarme. ¿Dónde está el informe?
—Por supuesto —dijo Aaron—, pero debe tener tranquilidad para leerlo.
Condujo a Michael por un corredor del piso de arriba hasta una habitación en el ala este de la casa. Los ventanales daban a ambas galerías, la delantera y la lateral. Y aunque la alfombra era tan espesa como en el resto de la casa, el decorador había sucumbido a la tradición de las plantaciones dejando un par de cómodas de mármol y una impresionante cama de anuncio que parecía hecha para este tipo de casa. Varias colchas hechas a mano cubrían el colchón informe de plumas. Los cabezales de dos metros de alto no tenían ningún tipo de ornamentación.
La habitación, sin embargo, tenía una serie sorprendente de comodidades modernas: una pequeña nevera y un televisor empotrados en un armario labrado, una silla y un escritorio en un rincón de modo que quedaran frente a la ventana. El teléfono estaba lleno de botones con los números de las diferentes extensiones. Frente a la chimenea, y como de puntillas, había un par de sillones de orejas estilo reina Ana. La puerta que daba al cuarto de baño contiguo estaba abierta.
—Bueno, aquí me quedo —dijo Michael—. ¿Dónde está el informe?
—Primero tenemos que desayunar.
—Usted tendrá que desayunar, yo puedo comer un bocadillo mientras leo. Por favor, me lo prometió, el informe.
Aaron insistió para que salieran al porche trasero del primer piso. Y allí, frente al jardín central, con senderos de grava y fuentes de agua, se sentaron a comer. Se trataba de un enorme y completo desayuno sureño con bollos, cereales, salchicha y mucho café de malta con leche.
Michael estaba hambriento. Volvía a sentir lo mismo que con Rowan: era agradable mantenerse apartado del alcohol. Era agradable tener la cabeza despejada mientras observaba el verde del jardín y las ramas de los robles que casi se hundían en la hierba. Qué maravilla sentir otra vez el calor del aire.
—Todo esto ha ocurrido tan deprisa —dijo Aaron; le pasó la cestilla de bollos calientes—. Pienso que debería decirle algo más, pero no sé muy bien qué. Nuestra intención era ir acercándonos a usted poco a poco, llegarlo a conocer y que nos conociera.
»Si lo hubiera conocido como esperaba, lo habría invitado a nuestra casa matriz de Londres y una vez allí su entrada en la orden habría sido lenta y adecuada. Ni siquiera tras años de trabajo de campo le habríamos encomendado una tarea tan peligrosa como intervenir en el asunto de las brujas Mayfair. La única persona cualificada de la orden para intervenir directamente en algo así soy yo. Pero, para decirlo con una expresión moderna, usted ya está metido.
—Hasta las cejas —añadió Michael; mientras escuchaba comía vorazmente—. Es como si la Iglesia católica me pidiera que participara en un exorcismo pese a saber que no soy un sacerdote ordenado.
—Más o menos. A veces pienso que teniendo en cuenta nuestra falta de dogma y rito, somos bastante estrictos. Nuestra definición de lo correcto y lo incorrecto es más sutil, y nos enfadamos más con aquellos que no cumplen.
—Aaron, escuche, no pienso hablarle del bendito informe a ningún ser viviente de la cristiandad, excepto a Rowan. ¿De acuerdo?
Aaron se quedó pensativo durante un momento.
—Michael —dijo—, una vez que haya leído el material, hemos de hablar más extensamente de lo que hará. Espere antes de decir no. Al menos, prométame escuchar mi consejo.
—Usted, personalmente, tiene miedo de Rowan, ¿no?
Aaron tomó un trago de café y se quedó mirando fijamente el plato. Había comido sólo medio bollo.
—No estoy seguro —respondió—. Mi único encuentro con ella fue muy peculiar. Hubiera jurado…
—¿Qué?
—Que ella quería desesperadamente hablar conmigo. Hablar con alguien. Y entonces volví a percibir cierta hostilidad en ella, una hostilidad bastante generalizada, como si fuera una mujer superhumana que se ponía en guardia de modo instintivo ante cualquier cosa ajena que proviniera de otros seres humanos. Sentí su diferencia, por así decirlo.
—Quiero el informe —dijo Michael. Se limpió la boca con una servilleta y terminó el café.
—Por supuesto, y lo tendrá —dijo Aaron con un suspiro.
—¿Puedo ir ahora a mi habitación? Ah, y si pudieran traerme un poco más de este delicioso café con leche…
—Naturalmente.
Salieron del saloncito del desayuno y Aaron se detuvo sólo para pedir más café. Luego acompañó a Michael por el amplio pasillo central hasta su dormitorio.
Las cortinas oscuras de damasco que cubrían el ventanal del frente estaban descorridas, y la luz suave del verano se filtraba por las ramas de los árboles y entraba por los cristales.
El maletín con la abultada carpeta de cuero yacía sobre la colcha de la cama.
—Muy bien, amigo —dijo Aaron—, le traerán el café sin llamar a la puerta, para no molestarlo. Si lo desea, puede sentarse en la galería de delante. Y, por favor, lea cuidadosamente. Si me necesita, llame por teléfono al operador y pida por Aaron. Voy a dormir un rato; mi habitación está un par de puertas más allá.
Michael se quitó la corbata y la chaqueta, entró en el cuarto de baño, se lavó la cara, y estaba a punto de sacar los cigarrillos de su maleta cuando llegó el café.
Se sorprendió y se molestó un poco cuando vio reaparecer a Aaron con expresión preocupada. No habían pasado ni cinco minutos.
Le dijo al joven camarero que dejara la bandeja en el escritorio del rincón y esperó a que se fuera.
—Malas noticias, Michael.
—¿Qué quiere decir?
—Acabo de llamar a Londres para que me den los recados. Parece que trataron de localizarme en San Francisco para decirme que la madre de Rowan se estaba muriendo. Pero no consiguieron encontrarme.
—Rowan querrá saberlo, Aaron.
—Ya es tarde, Michael. Deirdre Mayfair ha muerto esta mañana alrededor de las cinco —tartamudeó ligeramente—. Creo que usted y yo estábamos hablando en aquel momento.
—Qué horror para Rowan —dijo Michael—. No se imagina cómo la afectará todo esto. No lo sabe.
—Michael, ella está en camino —le dijo Aaron—. Se puso en contacto con la funeraria, pidió que postergaran los servicios y estuvieron de acuerdo. Pidió informaciones sobre el hotel Pontchartrain. Por supuesto, comprobaremos si hizo alguna reserva, pero supongo que podemos contar con su llegada de un momento a otro.
—Es usted peor que el FBI, ¿lo sabía? —dijo Michael.
—Sí, somos muy minuciosos —asintió Aaron con tristeza—. Pensamos en todo. Me pregunto si Dios es tan indiferente como nosotros con los acontecimientos que vigilamos. —Su cara sufrió un cambio mientras se quedaba aparentemente ensimismado. Luego se acercó a la puerta dispuesto a salir sin decir nada más.
—¿Conoció usted a la madre de Rowan? —preguntó Michael.
—Sí, la conocí —respondió Aaron con amargura— y nunca fui capaz de hacer lo más mínimo para ayudarla. Pero, ya ve, a menudo eso es lo que sucede con nosotros. Quizás esta vez las cosas sean diferentes. Pero también es posible que no. —Empujó el picaporte para salir—. Está todo allí —dijo, y señaló la carpeta—. Ahora no hay tiempo para seguir hablando.
Michael observó impotente cómo se marchaba en silencio. Lo había sorprendido esa pequeña muestra de emoción, pero también lo había tranquilizado. Se sentía triste por no haber podido decir nada consolador. Si empezaba a pensar en Rowan, en verla y abrazarla, en tratar de explicarle todo esto, se volvería loco. No podía perder tiempo.
Cogió la carpeta de cuero de la cama y la puso sobre el escritorio. Se llevó los cigarrillos y se sentó en el sillón de piel. Tomó la cafetera de plata casi sin darse cuenta, se sirvió café y le añadió leche caliente.
El dulce aroma invadió la habitación.
Abrió la tapa y cogió la carpeta de papel manila que simplemente decía: «las brujas Mayfair. Primera parte». Contenía una pila gruesa de hojas mecanografiadas y un sobre que decía: «Fotocopias de los documentos originales».
Lo sentía en el alma por Rowan, pero empezó a leer.