10

A las diez, cuando Rowan se despertó, empezó a dudar de lo que había visto. A la tibia luz del día que inundaba la casa, el fantasma parecía irreal. Trató de evocar el momento, el ruido pavoroso del viento y el agua. Ahora todo parecía imposible.

Empezó a sentirse agradecida por no haber encontrado a Michael. No quería parecer absurda y, sobre todo, no quería agobiarlo otra vez. Aunque ¿cómo era posible imaginar algo semejante? ¿Un hombre con las manos apoyadas contra el cristal que la miraba de esa manera implorante?

Bueno, ahora no había evidencias de la presencia de aquel ser. Salió a la terraza y la recorrió estudiando los postes y el agua. No había ni rastros de nada extraordinario. Pero ¿qué clase de rastros esperaba? Se apoyó un rato sobre la barandilla, sintió el viento fresco y agradeció el azul oscuro del cielo. Algunos veleros salían lentamente y con elegancia del muelle, al otro lado del mar. Pronto, toda la bahía estaría cubierta de barcos. No sabía si sacar el Dulce Cristina o no. Decidió no hacerlo y volvió a la casa.

Michael seguía sin llamar. Tenía que sacar el barco o ir a trabajar.

Ya estaba vestida y a punto de salir para el hospital cuando sonó el teléfono.

—Michael —murmuró, pero en aquel momento se dio cuenta de que se trataba de la vieja línea de Ellie.

—Llamada de persona a persona para la señora Ellie Mayfair.

—Lo siento, pero no puede ponerse —le respondió Rowan—, ya no está aquí.

¿Era ésa la manera correcta de decirlo? Siempre le resultaba desagradable decir a la gente que Ellie había muerto.

Consulta al otro lado de la línea.

—¿Podría decirnos dónde la podemos encontrar?

—¿Puede decirme quién llama, por favor? —preguntó Rowan. Apoyó su bolso sobre el mostrador de la cocina. El sol de la mañana calentaba la casa y ella tenía calor con su abrigo—. Aceptaré con mucho gusto el cobro revertido si quieren hablar conmigo.

Otra consulta y luego la voz quebradiza de una mujer mayor.

—Muy bien, póngame.

El operador colgó.

—Soy Rowan Mayfair, ¿en qué puedo servirla?

—¿Puede decirme a qué hora puedo encontrar a Ellie? —preguntó la mujer, impaciente, enfadada quizá, pero sin duda con frialdad.

—¿Es usted amiga de ella?

—Si no puedo localizarla de inmediato, me gustaría hablar con Graham Franklin, su marido. ¿Tiene por casualidad el número de su oficina?

Qué persona tan horrible, pensó Rowan, pero empezó a sospechar que podía tratarse de una llamada familiar.

—Es imposible hablar con Graham. Si tuviera la amabilidad de decirme quién es usted, podría explicarle la situación.

—Gracias, pero prefiero no hacerlo —dijo con severidad—. Es del todo imprescindible que hable con Ellie Mayfair o Graham Franklin.

Ten paciencia, se dijo Rowan, obviamente es una anciana y si es un miembro de la familia vale la pena esperar.

—Siento tener que decirle esto —dijo Rowan—, pero Ellie Mayfair murió de cáncer el año pasado. Graham murió dos meses antes que ella. Yo soy su hija, Rowan. ¿Puedo ayudarla en algo? ¿Quizá quiera saber algo más?

Silencio.

—Soy su tía, Carlotta Mayfair —dijo la mujer—. Llamo desde Nueva Orleans. En nombre de Dios, ¿por qué no me avisaron de la muerte de Ellie?

Una cólera instantánea se apoderó de Rowan.

—No sé quién es usted, señora Mayfair —le contestó obligándose deliberadamente a hablar despacio y tranquila—. No tengo ninguna dirección ni teléfono de la familia de Ellie en Nueva Orleans. Ellie no dejó nada y dio instrucciones a su abogado de que no se notificara a nadie más que a sus amigos de San Francisco.

Rowan se dio cuenta de que temblaba y que el teléfono le resbalaba de la mano. Casi no podía creer que hubiera sido tan grosera, pero era demasiado pronto para arrepentirse. También notó que estaba terriblemente excitada. No quería que la mujer colgara.

—¿Está ahí todavía, señora Mayfair? —preguntó—. Lo siento, pero creo que me ha cogido por sorpresa.

—Sí —respondió la mujer—, creo que las dos nos hemos quedado sorprendidas. Bueno, parece que no tengo otra alternativa que hablar directamente con usted.

—Sí, por favor.

—Tengo el triste deber de informarle que su madre ha muerto esta mañana. Supongo que comprenderá a qué me refiero cuando hablo de su madre. Tenía la intención de comunicárselo a Ellie y dejar en sus manos la decisión de cómo o cuándo debía informarle a usted. Siento mucho tener que hacerlo de esta manera. Su madre murió esta mañana a las cinco y cinco.

Rowan estaba demasiado impresionada para responder, era como si la mujer la hubiera golpeado. No era dolor; era demasiado agudo, demasiado horrible para llamarlo así. Su madre, de pronto, se había convertido en un ser vivo que había respirado y existido durante una fracción de segundo para morir en un instante. Ya no existía más.

Rowan no intentó hablar. Se hundió en su habitual y natural silencio. Vio a Ellie muerta en la funeraria, rodeada de flores; pero no había ni punto de comparación con esto, ni el menor rastro de tristeza. Era simplemente terrible. Y el documento que había en la caja fuerte desde hacía más de un año. «Ellie, mi madre vivía y yo hubiera podido conocerla, pero ahora está muerta».

—No es necesario que venga —continuó la mujer, sin ningún cambio perceptible de actitud ni de tono—. Lo que sí es necesario es que se ponga en contacto con su abogado inmediatamente y que éste a su vez se ponga en contacto conmigo. Hay asuntos urgentes con respecto a sus bienes que deben ser discutidos.

—Pero yo quiero ir —dijo Rowan sin dudarlo. Su voz era espesa—. Quiero ir ahora mismo Quiero ver a mi madre antes de que la entierren. —Maldito papel y maldita mujer intratable, fuera quien fuese.

—No es lo más apropiado —respondió la mujer, fatigada.

—Insisto —dijo Rowan—. No pretendo molestarla, pero quiero ver a mi madre antes del entierro. Nadie tiene por qué saber quién soy. Tan sólo quiero ir…

—Sería un viaje inútil; además, a Ellie no le hubiera gustado. Siempre me aseguró que…

—¡Ellie está muerta! —murmuró Rowan; la voz sonaba más ronca aún con sus esfuerzos por controlarse. Temblaba de arriba abajo—. Escuche, ver a mi madre tiene un gran significado para mí. Ellie y Graham ya no están, como le he dicho. Estoy… —No pudo decirlo. Era demasiado íntimo y autocompasivo decir que estaba sola.

—Debo insistir —dijo la mujer en un tono cansado e insensible— en que se quede exactamente donde está.

—¿Por qué? —le preguntó Rowan—. ¿Qué importa que vaya? Ya le he dicho que no hace falta que nadie sepa quién soy.

—No habrá velatorio ni ceremonia de entierro pública. No importa quién se entere y quién no. Su madre será enterrada tan pronto como sea posible. He pedido que sea mañana por la tarde. Estoy tratando de ahorrarle sufrimientos con mis consejos. Pero si no quiere oírlos, haga lo que crea conveniente.

—Voy a ir —le respondió Rowan—. ¿Mañana a qué hora?

—Lonigan e Hijos, de Magazine Street, se ocupará del funeral, y la misa de réquiem se oficiará en la iglesia de la Asunción de Santa María, en Josephine Street. Los servicios tendrán lugar tan pronto como pueda disponerlos. Es absurdo que viaje tres mil kilómetros…

—Quiero ver a mi madre. Le pido por favor que espere hasta que yo llegue.

—Eso es del todo imposible —respondió la mujer, con un asomo de ira e impaciencia—. Si está decidida a venir, le aconsejo que salga ahora mismo. Y no espere pasar la noche en casa, porque no tengo comodidades para recibirla como es debido. La casa es suya, por supuesto, y la dejaré libre lo antes posible, si es eso lo que desea; pero hasta que lo haga, le ruego que se quede en un hotel. Le repito, una vez más, que no tengo comodidades para recibirla.

La mujer le dio la dirección con el mismo tono cansado.

—¿Ha dicho First Street? —preguntó Rowan. Era la calle que Michael le había descrito; estaba segura—. ¿Es la casa de mi madre?

—He pasado toda la noche en vela —dijo la mujer. Las palabras salían lentas, sin vida—. Si viene, le explicaré todo a su llegada.

Rowan iba a hacer otra pregunta cuando, para su sorpresa, la mujer colgó.

Estaba tan enfadada que durante un momento no sintió dolor. Colgó el teléfono de golpe y se cruzó de brazos y se mordió el labio.

—¡Dios mío, qué mujer tan horrible!

Pero no había tiempo para llorar ni para añorar a Michael. Sacó deprisa el pañuelo, se sonó la nariz y se secó las lágrimas. Cogió un bloc y una pluma del mostrador de la cocina y apuntó la información que le había dado la mujer.

First Street, pensó observando lo que acababa de escribir. Bueno, probablemente era sólo una coincidencia. Y Lonigan e Hijos, las palabras que había pronunciado Ellie en sus delirios cuando divagaba sobre su infancia. Llamó rápidamente a información de Nueva Orleans y luego a la funeraria.

La atendió un tal Jerry Lonigan.

—Soy la doctora Rowan Mayfair y llamo desde California para preguntar acerca de un funeral.

—Sí, señora Mayfair —contestó el hombre, con una voz agradable que le recordó de inmediato a Michael—, sé quién es usted. Tengo aquí a su madre.

Gracias a Dios, no había necesidad de subterfugios ni falsas explicaciones. Sin embargo, no pudo evitar preguntarse cómo sabía aquel hombre quién era ella. ¿No había sido una adopción completamente secreta?

—Señor Lonigan —trataba de hablar con claridad e ignorar la torpeza de su voz—, es muy importante para mí llegar al funeral. Quiero ver a mi madre antes del entierro.

—Por supuesto, doctora Mayfair, comprendo. Pero la señorita Carlotta acaba de llamar para decir que si no enterrábamos a su madre mañana… Bueno, digamos que insistió mucho en que el entierro fuera mañana mismo. Puedo fijar la hora de la misa como muy tarde mañana a las tres. ¿Cree que podrá llegar, doctora Mayfair? Trataré de postergar el acto lo máximo posible.

—Sí, por supuesto, llegaré —respondió Rowan—. Saldré esta noche o mañana a primera hora. Pero, señor Lonigan, si me retraso…

—Descuide, doctora Mayfair, si sé que está en camino, no cerraré la tapa de este féretro antes de que llegue.

—¿Puedo dejarle el número de teléfono del hospital? Si llegara a pasar algo, llámeme, por favor.

El hombre apuntó los números.

—No se preocupe, doctora Mayfair. Su madre estará aquí, en Lonigan e Hijos, cuando usted llegue.

Otra vez amenazaban las lágrimas. La voz del hombre era tan sencilla, tan terriblemente sincera.

—Señor Lonigan, ¿puedo preguntarle algo? —le dijo, con voz temblorosa.

—Sí, doctora Mayfair.

—¿Qué edad tenía mi madre?

—Cuarenta y ocho, doctora Mayfair.

—¿Cómo se llamaba?

Obviamente esta pregunta lo sorprendió, pero reaccionó con rapidez.

—Se llamaba Deirdre, doctora Mayfair. Era una mujer muy hermosa. Mi esposa era buena amiga de ella y solía ir a visitarla. Está aquí, a mi lado, y se alegra mucho de que usted haya llamado.

Por alguna razón, aquel comentario la afectó casi tanto como todos los otros fragmentos de información. Se apretó el pañuelo contra los ojos y tragó.

—¿Puede decirme de qué murió mi madre, señor Lonigan? ¿Qué dice el certificado de defunción?

—De causas naturales, doctora Mayfair, pero su madre estuvo enferma durante muchos años, muy enferma. Puedo darle el nombre del médico que la atendía, y puesto que usted también es médica, creo que no tendrá problemas en hablar con usted.

—Ya me lo dará cuando llegue —respondió Rowan. No podía seguir hablando mucho más. Se sonó la nariz rápida y silenciosamente—. Señor Lonigan, me han dado el nombre del hotel Pontchartrain, ¿es cerca de la funeraria y de la iglesia?

—Claro; si no hace mucho calor, desde allí puede venir andando.

—Lo llamaré nada más llegar. Pero, por favor, prométame que no dejará que entierren a mi madre sin…

—Descuide, doctora Mayfair. Pero hay algo más, doctora, mi esposa quiere que le consulte algo.

—Dígame, señor Lonigan.

—Su tía, Carlotta Mayfair, no quiere poner ninguna esquela en el periódico, y bueno, francamente, pienso que tampoco hay tiempo para hacerlo. Pero hay muchos Mayfair que querrían enterarse del funeral, doctora. Quiero decir que los primos pondrán el grito en el cielo si se enteran de que se ha hecho todo con tanta prisa. Ahora bien, es algo que queda enteramente a su criterio, haremos lo que usted diga, pero mi esposa se preguntaba si a usted le importaría que ella llamara a los primos. Naturalmente, llamaría sólo a uno o dos y luego ellos mismos se encargarían de avisar a los demás. Pero si usted no quiere que lo haga, no lo hará. Rita Mae, o sea, mi esposa, cree que es una vergüenza enterrar a Deirdre sin que lo sepa nadie, y piensa que a lo mejor a usted le hace bien ver a los primos. Dios sabe cuántos vinieron el año pasado al entierro de la señorita Nancy. La señorita Ellie también asistió, me refiero a la señorita Ellie de California, como estoy seguro que sabrá…

No, Rowan no lo sabía. Ante la mención del nombre de Ellie sintió una nueva sacudida. La imagen le resultaba dolorosa: Ellie en Nueva Orleans, rodeada de innumerables primos sin nombre, a quienes ella nunca había visto. La intensidad de su ira y amargura la sorprendió. Ellie y los primos. Y Rowan sola en esta casa. Una vez más se esforzó por no perder la compostura. Se preguntó si no era éste uno de los momentos más difíciles desde la muerte de Ellie.

—Sí, le estaré muy agradecida, señor Lonigan. Que su mujer haga lo que considere apropiado. Me gustaría ver a los primos… —Se detuvo porque ya no podía continuar—. Ah, señor Lonigan, y con respecto a Ellie Mayfair, mi madre adoptiva, debo decirle que falleció el año pasado. Si considera conveniente avisar a alguno de esos primos…

—Descuide, doctora Mayfair, les avisaré, para que no tenga que hacerlo usted a su llegada. Y siento mucho la noticia, no lo sabía.

Sonaba muy sincero y sensible, y Rowan no dudó que lo sentía de verdad. Qué persona tan agradable, un hombre con cualidades casi pasadas de moda.

—Adiós, señor Lonigan. Nos veremos mañana por la tarde.

En el momento en que colgó el auricular y dejó de contener las lágrimas, pensó que éstas no pararían nunca.

Se sentó en un taburete, en un rincón de la cocina, con el cuerpo encogido, preparado para ocultar su rostro, y empezó a sollozar en voz alta en la casa vacía. Las imágenes no paraban de desfilar por su mente. Por último agachó la cabeza, cruzó los brazos y lloró y lloró hasta ahogarse y agotarse sin parar de repetir:

—Deirdre Mayfair, cuarenta y ocho años de edad, muerta, muerta, muerta.

Al final se limpió la cara con el dorso de la mano y se tiró en la alfombra, delante de la chimenea. Le dolía la cabeza y todo el mundo le pareció vacío, hostil, sin la mínima promesa de calidez ni luz.

Pasaría. Tenía que pasar. Había sentido la misma tristeza el día del entierro de Ellie. La había sentido en el pasillo del hospital mientras Ellie gritaba de dolor. Sin embargo, ahora parecía imposible que las cosas pudieran mejorar. Al pensar en el documento guardado en la caja fuerte, el papel que le había impedido ir a Nueva Orleans tras la muerte de Ellie, se despreció por haberlo respetado y despreció a Ellie por habérselo hecho firmar.

Debió de haberse quedado una hora tumbada allí, el sol calentaba el parqué a su alrededor, sus brazos y un lado de su cara. Estaba avergonzada de su soledad, de ser víctima de aquella angustia. Hasta la muerte de Ellie, Rowan había sido una persona alegre, despreocupada, dedicada ante todo a su trabajo, alguien que entraba y salía de aquella casa segura del amor y el cariño que recibía y del amor y cariño que daba a cambio. Cuando pensó en lo mucho que dependía de Michael y cómo deseaba verlo, se sintió doblemente perdida.

El hecho de haberlo llamado anoche tan desesperada por lo del fantasma y desearlo ahora con tanta desesperación de verdad era inexcusable. Poco a poco empezó a calmarse. Luego, lentamente, pensó en la noche anterior: el fantasma y su madre, que había muerto.

Se incorporó y cruzó las piernas en posición de loto. Trató de recordar la experiencia con frialdad. En el momento en que el hombre se le apareció había echado un vistazo al reloj: eran las tres y cinco. ¿Esa mujer horrible no había dicho «su madre murió a las cinco y cinco»?

Exactamente la misma hora que en Nueva Orleans. Qué impresionante posibilidad, pensó, que las dos cosas estuvieran ligadas.

Por supuesto, si su madre se le hubiera mostrado habría sido algo espléndido, imposible de creer. Pero no era una mujer lo que se le había aparecido, sino un hombre, un hombre desconocido y extrañamente elegante.

Ahora, al pensar en la expresión implorante de aquel ser volvió a sentir el mismo sobresalto de la noche anterior. Se volvió y miró con ansiedad el cristal del ventanal. Naturalmente sólo se veía el vasto cielo azul sobre las lejanas montañas y el brillante paisaje de la bahía.

Mientras buscaba una explicación y repasaba mentalmente todas las leyendas populares que conocía sobre aparecidos, una fría e inexplicable calma crecía en su interior y el breve interludio de excitación empezó a desvanecerse.

Fuera lo que fuese, parecía vago e insustancial, trivial incluso, frente a la muerte de su madre. De eso debía ocuparse ahora y estaba perdiendo un tiempo muy valioso.

Se levantó y se dirigió al teléfono. Llamó al doctor Larkin a su casa.

—Lark, tengo que marcharme —le explicó—. Es un compromiso ineludible. ¿Puedes hablar con Slattery para que me sustituya?

Qué fría que sonaba su voz; era la misma Rowan de siempre, pero era una mentira. Mientras hablaban, miraba al cristal del ventanal, el espacio vacío de la terraza, precisamente el lugar donde aquel ser alto y delgado había estado. Volvió a ver sus ojos oscuros que buscaban su rostro. Casi no podía seguir lo que Larkin le decía. «Es imposible que me lo haya imaginado todo», pensó.