El doctor se despertó asustado. Había vuelto a soñar con la vieja casa de Nueva Orleans. Había visto a la mujer en la mecedora y al hombre de ojos marrones.
Incluso ahora, en este tranquilo hotel de la ciudad de Nueva York, sintió la inquietante desorientación de antaño. Había vuelto a hablar con el hombre de ojos marrones. Sí, ayúdala. «No, sólo es un sueño. Tengo que salir de él».
El doctor se incorporó en la cama. Lo único que se oía era el suave ronroneo del aire acondicionado. ¿Por qué pensaba en ello esa noche, en una habitación del hotel Parker Meridian? No conseguía librarse de la impresión de la vieja casa. Volvió a ver a la mujer: la cabeza gacha, la mirada vacía. Casi podía oír el zumbido de los insectos contra la malla mosquitera del porche. Y el hombre de ojos marrones hablaba sin mover los labios. Un muñeco de cera lleno de vida…
«No. Basta».
Salió de la cama y caminó en silencio por el suelo alfombrado. Se detuvo ante las finas cortinas blancas y observó los tejados cubiertos de hollín y los mortecinos carteles de neón que titilaban sobre las paredes de ladrillo. La luz del amanecer surgía detrás de las nubes, en lo alto de la monótona fachada de hormigón de enfrente. Aquí no hacía ese calor extenuante, ni había el soñoliento perfume de rosas y gardenias.
Poco a poco su cabeza se despejaba.
Volvió a pensar en el inglés del bar del vestíbulo. Por eso lo había recordado todo: el inglés explicaba al camarero que acababa de regresar de Nueva Orleans, y que sin duda era una ciudad hechizada. Un hombre afable, un auténtico caballero del Viejo Mundo, con un traje de lino de finas rayas y la cadena de oro del reloj sujeta al bolsillo del chaleco. Qué extraño era encontrarse con hombres como éste hoy en día. Un individuo con el nítido y melodioso acento de un actor británico y unos ojos azules, brillantes, sin edad.
—Sí, sin duda tiene razón sobre Nueva Orleans —intervino el doctor, dirigiéndose a él—. Yo mismo vi un fantasma, y no hace mucho.
Entonces se calló, desconcertado, y fijó la mirada en el bourbon con hielo y en el reflejo de luz en la base del vaso de cristal.
El zumbido de las moscas en verano, el olor a medicamentos. «¿Tanto Thorazine?[1] ¿No sería un error?»
Pero el inglés se mostró educadamente interesado y lo invitó a cenar; le explicó que recopilaba historias de ese tipo. Por un momento, el doctor estuvo a punto de aceptar. Había un descanso en la convención y, además, le gustaba aquel hombre, enseguida le inspiró confianza. El vestíbulo del Parker Meridian era un lugar bonito y alegre, lleno de luz, animación y gente. Tan diferente de aquel sombrío rincón de Nueva Orleans, de aquella ciudad triste y vieja, sumida en secretos y en ese permanente calor tropical.
Pero el doctor no podía contar aquella historia.
—Si alguna vez cambia de idea, llámeme —insistió el inglés—. Me llamo Aaron Lightner. —Y le dio una tarjeta con el nombre de una organización—. Recopilamos historias de fantasmas; las verídicas, digámoslo así.
TALAMASCA
Vigilamos
y siempre estamos aquí
Era un lema extraño. Sí, eso era lo que le había hecho recordar todo de nuevo. El inglés y esa curiosa tarjeta de visita, con números de teléfono europeos, el inglés que al día siguiente se iba a la costa para ver a un hombre de California que hacía poco se había ahogado y vuelto a la vida. El doctor había leído algo en los periódicos de Nueva York, se trataba de uno de esos personajes que tienen una muerte clínica y regresan después de haber visto «la luz».
Ambos se pusieron a hablar del tema.
—Ahora afirma que tiene poderes psíquicos, ¿sabe? —le había dicho el inglés—, y, por supuesto, nos interesa. Parece que cuando toca objetos con las manos desnudas ve imágenes. Lo llamamos adivinación por contacto.
El doctor se sintió intrigado. Él mismo había oído hablar de algunos pacientes, víctimas de ataques de corazón, si mal no recordaba, que habían regresado a la vida. Uno afirmaba haber visto el futuro.
—Sí —explicó Lightner—, los cardiólogos han hecho las mejores investigaciones sobre el tema.
—¿No hubo una película hace unos años —preguntó el doctor— sobre una mujer que volvía a la vida con poder para curar? Extrañamente conmovedora.
—Veo que es receptivo —comentó el inglés, con una sonrisa de satisfacción—. ¿Está seguro de que no quiere hablarme de su fantasma? Me gustaría mucho escucharlo. No salgo de viaje hasta mañana al mediodía. ¡Lo que daría por oír su historia!
No, esa historia no. Nunca.
Y ahora, a solas en la oscura habitación del hotel, el doctor volvió a sentir miedo. El tictac del reloj sonaba en el polvoriento pasillo de Nueva Orleans. Oía los pasos de su paciente cuando la enfermera la ayudaba a andar. Volvía a oler el aroma característico de una casa de Nueva Orleans en verano, calor y madera vieja. El hombre hablaba con él…
Hasta aquella primavera en Nueva Orleans, el doctor nunca había entrado en una mansión de la época anterior a la guerra civil. En la fachada de la vieja casa podían verse incluso columnas blancas estriadas, si bien con la pintura descascarada. Estilo «renacimiento griego» lo llamaban, una casa de ciudad, de un color gris violeta, alargada, situada en un rincón en sombras del Garden District, con su entrada protegida por dos enormes robles. La verja de hierro tenía rosas labradas y estaba festoneada con glicinas púrpuras, las enredaderas amarillas de Virginia, y buganvillas de un rosa oscuro, incandescente.
A él le gustaba pararse en los escalones de mármol y contemplar los capiteles dóricos, envueltos en capullos soñolientos y fragantes. El sol se filtraba en finos haces a través de las ramas retorcidas. Las abejas zumbaban en la maraña de brillantes hojas verdes debajo de las cornisas desnudas. No importaba que el lugar fuera tan sombrío, tan húmedo.
A pesar de todo, la decadencia del lugar lo perturbaba. Las arañas tejían diminutas telas sobre las rosas de hierro, tan oxidadas en algunos sitios que se desintegraban al tacto. Y un poco por todas partes, en los porches, la madera de las barandillas estaba completamente podrida.
Había también una vieja piscina, al fondo del jardín, un octógono grande rodeado de lajas, que se había convertido en un pantano de negras aguas y lirios silvestres. Sólo el olor era ya horroroso.
Allí vivían ranas que entonaban al atardecer su canto ronco y horrible. Era triste ver cómo la fuentecilla lanzaba un chorro arqueado hacia arriba y otro hacia abajo sobre aquella inmundicia. Al doctor le hubiera gustado vaciarla, limpiarla, frotar con sus propias manos sus paredes si fuera necesario. Deseaba reparar la balaustrada rota y quitar los hierbajos de los maceteros.
Hasta las ancianas tías de su paciente, la señorita Carl, la señorita Millie y la señorita Nancy, tenían un aire rancio y decadente. No era una cuestión de cabello canoso y gafas con montura de metal, sino de sus modales y de la fragancia a alcanfor que despedía su ropa.
Si por lo menos hubiera habido aire acondicionado en el lugar, las cosas habrían sido distintas. Pero la vieja casa era demasiado grande para instalarlo, o eso le habían dicho por aquel entonces. El techo se elevaba a una altura de cuatro metros. La perezosa brisa arrastraba el aroma de la tierra húmeda.
Sin embargo, tenía que reconocer que su paciente estaba bien cuidada. Una cariñosa enfermera negra entrada en años, llamada Viola, la sacaba al porche por la mañana y la entraba por la tarde.
—No me da ningún problema, doctor. Ahora, señorita Deirdre, camine hacia el doctor. —Viola la ayudaba a levantarse de la silla y caminaba con ella paso a paso, con paciencia—. Ya llevo con ella siete años, doctor, es mi niña.
«Siete años así». No era de extrañar que los pies de la mujer empezaran a doblarse en los tobillos y los brazos a encogerse contra su pecho si la enfermera no se los bajaba otra vez sobre la falda.
Viola la paseaba una y otra vez por el doble salón, pasaban junto al arpa y el piano de cola Bösendorfer, cubierto de polvo. Entraban en el espacioso comedor con sus murales descoloridos de robles cubiertos de musgo y campos de cultivo.
Unos pies en zapatillas que se arrastraban sobre la gastada alfombra Aubusson. La mujer tenía cuarenta y dos años, y parecía vieja y joven al mismo tiempo, una niña pálida y encorvada, ajena a las preocupaciones de los adultos o a la pasión. «¿Deirdre, has tenido alguna vez un amor? ¿Has bailado alguna vez en aquel salón?»
En las estanterías de la biblioteca había gruesos volúmenes encuadernados en piel, con fechas viejas escritas en el lomo en tinta púrpura descolorida: 1756, 1757, 1758… Todos llevaban el apellido Mayfair en letras doradas.
Mayfair, un añejo clan colonial. En las paredes había viejos retratos de hombres y mujeres vestidos con ropa del siglo XVIII, daguerrotipos, ferrotipos y descoloridas fotografías. Un mapa amarillento de Santo Domingo —¿lo llamaban así todavía?—, en un marco muy sucio, en el salón. Y una pintura oscura de la casa de una gran plantación.
Y había que ver las joyas que llevaba su paciente. Reliquias, seguramente, de montura antigua. ¿Por qué le ponían semejantes alhajas a una mujer que no había pronunciado una palabra ni hecho un solo movimiento por propia voluntad durante más de siete años?
La enfermera decía que nunca le quitaba la cadena con el dije de esmeralda, ni siquiera cuando la bañaba.
—Deje que le cuente un pequeño secreto, doctor, ¡no se le ocurra tocarlo nunca!
«¿Y por qué no?», quiso preguntarle él. Pero no dijo nada, simplemente observó nervioso cómo la enfermera le ponía los pendientes de rubí y el anillo de diamantes.
«Como vestir a un cadáver», pensó. Fuera, los robles agitaban sus ramas contra los mosquiteros de las ventanas cubiertas de polvo y el jardín resplandecía bajo el tedioso calor.
—Y mire qué pelo —decía la enfermera, con cariño—. ¿Ha visto alguna vez un cabello tan hermoso?
Sí, de acuerdo, era moreno, largo y rizado. A la enfermera le encantaba cepillarlo, y observar cómo los rizos volvían a su sitio a medida que pasaba el cepillo. Y los ojos de la paciente, a pesar de su mirada apática, eran de un color azul claro. De vez en cuando, un fino hilillo de baba plateada se le escurría por la comisura de los labios y le dejaba una mancha oscura en el pecho, sobre el camisón blanco.
—Es increíble que nadie haya intentado robar estas cosas. —Lo dijo casi para sí mismo—. Es un ser tan indefenso…
La enfermera le dirigió una sonrisa orgullosa y perspicaz.
—A nadie que haya trabajado en esta casa se le ocurriría siquiera intentarlo.
—Pero pasa horas enteras sola en el porche. Cualquiera puede verla desde la calle.
—No se preocupe por eso, doctor —dijo la enfermera, con una carcajada—. Nadie de los alrededores está tan loco como para entrar por esa puerta. El viejo Ronnie viene a cortar el césped porque siempre lo ha hecho, desde hace treinta años. Aunque no está muy bien de la cabeza.
—Sin embargo…
Pero se calló. No podía hablar así ante aquella silenciosa mujer, cuyos ojos apenas se movían de vez en cuando, cuyas manos estaban exactamente donde las había dejado la enfermera y cuyos pies descansaban fláccidamente sobre el suelo desnudo. Qué fácil era extralimitarse, olvidarse de respetar a esta trágica criatura. Nadie sabía con precisión lo que ella comprendía.
—Habría que sacarla un rato al sol —dijo el doctor—, tiene la piel muy blanca.
Pero sabía que el jardín era imposible, incluso lejos del hedor de la piscina. La enmarañada buganvilla surgía de golpe debajo del laurel real silvestre. Unos querubines gorditos veteados de fango se asomaban por entre la lantana salvaje como pequeños fantasmas.
Sin embargo, tiempo atrás allí habían jugado niños.
Algún niño o niña había grabado la palabra «Impulsor» en el tronco del gigantesco mirto que crecía junto al distante seto. La talla era tan profunda que tras años de intemperie brillaba blanca en contraste con la corteza cerúlea. Qué extraña palabra. Y un columpio pendía todavía de la rama de un roble lejano.
El flanco meridional de la casa parecía enorme y arrolladoramente hermoso desde esa perspectiva; las enredaderas en flor trepaban junto a los postigos de las ventanas hasta llegar a las chimeneas gemelas del segundo piso. El oscuro bambú se agitaba bajo la brisa contra la mampostería de yeso. Los plátanos brillantes crecían tan altos y densos que formaban una selva hasta la pared de ladrillos.
Este lugar era como su paciente: hermoso pero olvidado por el tiempo, por la prisa.
El rostro de la mujer, de no ser tan exageradamente inerte, aún se podría considerar bonito. ¿Vería los delicados ramilletes púrpura de glicina agitarse contra los mosquiteros? ¿La enmarañada serpentina que formaban las otras flores? ¿El camino que se extendía entre los robles hasta la casa de columnas blancas al otro lado de la calle?
En una ocasión él había subido con ella y la enfermera en el pintoresco ascensor con puerta de bronce y alfombra gastada. La expresión de Deirdre no había cambiado cuando la pequeña cabina empezó a subir. El trepidar de la maquinaria, por un motor que él imaginaba sucio y negro, pegajoso y viejo, cubierto de polvo, lo llenaba de ansiedad.
Naturalmente, había hablado con el viejo médico del sanatorio.
—Recuerdo que cuando tenía su edad —le explicó—, pretendía curar a todo el mundo. Quería razonar con los paranoicos, devolver a los esquizofrénicos a la realidad y despertar a los catatónicos. Hijo, póngale esta inyección cada día. No se puede hacer nada más. Simplemente, tratamos de evitar en lo posible que sufra crisis nerviosas ¿comprende?
¿Crisis nerviosas? ¿Era ésa la razón de drogas tan fuertes? Aunque dejara de inyectárselas mañana, los efectos tardarían un mes en desaparecer. Y las dosis eran tan altas que hubieran matado a cualquier otra paciente. Además, no había más remedio que aumentarlas.
¿Cómo se podía saber el verdadero estado de aquella mujer después de tanto tiempo de medicación continuada? Si pudiera hacerle un electroencefalograma…
Ya llevaba cerca de un mes con el caso cuando solicitó los informes. Era una petición de rutina, nadie había reparado en ello. Se pasó toda una tarde sentado ante su escritorio del sanatorio, enfrentado a los garabatos de muchos otros médicos y a unos diagnósticos vagos y contradictorios: obsesiones, paranoia, agotamiento nervioso, delirios, crisis psicótica, depresión, intento de suicidio. Por lo visto, abarcaban toda su historia desde la adolescencia. No, desde antes, incluso. Alguien la había visitado por «demencia» cuando tenía diez años.
¿Qué había en concreto detrás de todas esas abstracciones? En algún lugar de la montaña de palabras descubrió que a los dieciocho años había sido madre de una niña, que la había dado en adopción y padeció una «paranoia grave».
¿Por eso la habían tratado con electroshocks en un sitio y con shocks insulínicos en otro? ¿Qué les hacía a las enfermeras para que una detrás de otra se marcharan alegando «ataques físicos»?
En un momento dado había «huido» y «había sido recluida por la fuerza» otra vez. Faltaban a continuación varias páginas, años enteros ignorados. «Daño cerebral irreversible —señalaba un informe de 1976—. Paciente enviada a su domicilio. Se prescribe Thorazine para impedir parálisis, obsesión».
Era un documento desagradable que no explicaba nada ni revelaba la verdad, y que al final lo desanimó. ¿Acaso aquella legión de médicos había hablado con ella de la forma que lo hacía él cuando se sentaba junto a ella en el porche?
—Es un día muy bonito, ¿no le parece, señorita Deirdre?
Ah, la brisa, qué fragante. El aroma de las gardenias de repente era opresivo, y sin embargo le encantaba y cerraba los ojos durante un instante.
¿Se reía de él, lo odiaba, sabía que estaba allí? Ahora se daba cuenta de que Deirdre tenía algunas mechas canosas. Sus manos estaban frías y eran desagradables al tacto.
La enfermera salió con un sobre azul en las manos, una foto.
—Es de su hija, Deirdre. Mire Deirdre, ahora tiene veintidós años. —La enfermera sostuvo la foto para que el doctor también la viera. Una chica rubia en la borda de un gran yate blanco; el viento le agitaba el cabello. Guapa, muy guapa—. En la bahía de San Francisco, 1983.
No hubo ni un cambio en el rostro de la mujer. La enfermera le apartó el cabello negro de la frente.
—¿Ve esta chica? —preguntó la enfermera, y tendió la foto al doctor—. ¡Esta chica también es médico! —Y le hizo un gesto orgulloso con la cabeza—. Ahora es residente, pero un día será doctora en medicina, como usted, de verdad.
¿Era posible? ¿Nunca venía la joven a casa a ocuparse de su propia madre? De repente le cayó mal. Más aún si estudiaba medicina.
Desconfiaba de las tías.
La alta, la que firmaba los cheques, «la señorita Carl», todavía ejercía la abogacía, aunque debía de tener unos setenta años. Iba y venía en taxi de sus oficinas en Carondelet Street porque ya no podía subir el estribo de madera del tranvía de St. Charles. En cierta ocasión en que se encontraron en la entrada, le contó que había viajado en aquel tranvía durante cincuenta años.
—Así es —le explicó una tarde la enfermera, mientras cepillaba el cabello de Deirdre con suavidad—. La señorita Carl es la inteligente. Trabaja para el juez Fleming. Fue una de las primeras mujeres graduadas en la Escuela de Leyes Loyola, tenía diecisiete años cuando fue a Loyola.
La señorita Carl nunca hablaba con la paciente, por lo menos el doctor nunca la había visto. La señorita Nancy, la regordeta, era cruel con ella, o así lo creía él.
—Dicen que la señorita Nancy no tuvo muchas oportunidades para estudiar —le cotilleó la enfermera—. Siempre estaba en casa, ocupándose de los demás. También estaba aquí la vieja señorita Belle.
Había algo hosco, casi vulgar, en la señorita Nancy. Era rechoncha, descuidada, siempre llevaba un delantal y hablaba a la enfermera con voz afectada y aires de superioridad. Cada vez que miraba a Deirdre sus labios mostraban un rictus despectivo.
También estaba la señorita Millie, la mayor de todas, que en realidad era una especie de prima, una anciana clásica con vestido negro de seda y zapatos abotinados. Iba y venía por la casa, siempre con guantes y un pequeño sombrero negro de paja con velo. Tenía una sonrisa alegre para el doctor y un beso para Deirdre.
—Ay, niñita mía —solía decirle con voz trémula.
Una tarde, se encontró con la señorita Millie de pie sobre las lajas rotas de la piscina.
—Nunca más levantaremos todo esto, doctor —dijo con tristeza.
No era de su incumbencia responder a aquellas palabras, pero algo lo impulsó a escuchar aquel lamento.
—A Stella le gustaba mucho nadar aquí —continuó la anciana—. Fue ella quien la mandó construir, tenía tantos planes y sueños… Y daba unas fiestas maravillosas. Vaya, recuerdo cientos de fiestas en la casa, mesas por todo el jardín y orquestas tocando. Usted es demasiado joven, doctor, para recordar la música de esas orquestas. También fue Stella quien hizo abrir estos senderos de lajas alrededor de la piscina. Como los del frente de la casa y los lados… —Se interrumpió, señaló el patio lateral de la casa cubierto de hierbajos. Parecía que no podía seguir hablando. Lentamente, dirigió la mirada hacia la ventana de la buhardilla.
«Pero ¿quién es Stella?», quiso preguntar el doctor.
—Pobre Stella.
Él se imaginaba los farolillos de papel colgando de los árboles.
Quizás estas mujeres simplemente fueran demasiado viejas. Y la joven, la médica residente o lo que fuera, a tanta distancia de su madre…
La señorita Nancy parloteaba con la silenciosa Deirdre. Solía observar cómo la enfermera paseaba a la paciente y luego le gritaba al oído:
—Levanta los pies. Maldición, si quisieras podrías caminar muy bien sola.
—La señorita Deirdre oye bien —la interrumpía la enfermera—. El doctor dice que ve y oye perfectamente.
Una vez él había intentado interrogar a la señorita Nancy mientras barría el pasillo de arriba; pensaba que, en fin, quizás a pesar del enfado podía explicarle algo.
—¿Hay alguna vez un mínimo cambio en ella? ¿Dice algo… aunque sea una sola palabra?
La mujer lo miró durante un buen rato, con los ojos entrecerrados. El sudor brillaba en su rostro redondo y la nariz tenía una marca roja sobre el puente debido al peso de las gafas.
—¡Le diré lo que me gustaría saber a mí! —dijo—. ¿Quién va a ocuparse de ella cuando ya no estemos aquí? ¿Cree que esa hija mimada de California la cuidará? Esa muchacha ni siquiera sabe el nombre de su madre. La que manda esas fotos es Ellie Mayfair. —Lanzó una risotada—. Ellie Mayfair no ha vuelto a pisar esta casa desde el día en que nació la criatura y se la llevó. Lo único que quería era el bebé, porque ella no podía tener hijos y la aterraba la idea de que su marido la abandonara. Es un abogado muy importante. ¿Sabe lo que Carl pagó a Ellie para que se llevara a la niña, para asegurarse de que nunca volvería a casa? Lo único que le importaba era que la sacaran de aquí. Hizo que Ellie firmara un papel. —Le lanzó una sonrisa amarga y se secó las manos en el delantal—. La mandó a California con Ellie y Graham para que viviera en una casa elegante, en la bahía de San Francisco, con yate y todo; eso es lo que ocurrió con la hija de Deirdre.
«Ah, así que la joven no lo sabía», pensó él, pero no dijo nada.
—¡Dejemos que Carl y Nancy se queden aquí y se ocupen de todo! —continuó la mujer—. Es el sonsonete de la familia. Dejemos que Carl firme los cheques y Nancy cocine y friegue. ¿Y qué demonios hace Millie? Ir a la iglesia y rezar por todas nosotras. ¿No es admirable?
Lanzó una carcajada honda y desagradable, pasó a su lado y entró en el dormitorio de la paciente, cogida al palo manoseado de la escoba.
—¿Sabía usted que a una enfermera no se le puede pedir que barra? Ah, no, vaya, ellas no pueden agacharse. ¿Le importaría decirme por qué una enfermera no puede barrer el suelo?
La habitación estaba muy limpia; parecía el dormitorio principal de la casa, un cuarto grande, ventilado, orientado al norte. En la chimenea de mármol había ceniza. Y vaya cama que tenía la paciente: enorme, de finales del siglo pasado, con un dosel alto de nogal y seda con volantes.
A él le gustaba el olor a cera para el suelo y ropa blanca recién lavada que tenía la habitación. Pero estaba llena de espantosos objetos religiosos. Sobre la cómoda de mármol había una estatuilla de la Virgen con el corazón abierto, rojo, chocante, desagradable a la vista, y un crucifijo con el cuerpo de Cristo inclinado, torcido, en colores naturales, hasta el de la sangre oscura que manaba de los clavos de las manos. Unas velas ardían en unos vasos rojos junto a una hoja de palma marchita.
—¿Se da cuenta ella de estos objetos religiosos? —preguntó el doctor.
—Dios mío, no —respondió la señorita Nancy. Una vaharada de alcanfor se elevó de los cajones de la cómoda mientras la mujer los arreglaba—. ¡Pero son de gran utilidad bajo este techo!
Había rosarios que colgaban de las lámparas labradas de bronce, incluso de las descoloridas pantallas de raso. Daba la sensación de que nada había cambiado durante décadas. Las cortinas amarillas de encaje estaban tiesas y rotas en algunas partes; parecían absorber los rayos del sol y proyectar su propia luz sombría.
Sobre el mármol de la mesilla de noche había un joyero abierto, como si su contenido no valiera nada, y ciertamente era valioso. Hasta el doctor, con sus escasos conocimientos sobre el tema, se dio cuenta de que eran joyas de calidad.
En el momento en que tocó la tapa de terciopelo del joyero, la señorita Nancy se volvió y casi gritó:
—¡No toque eso, doctor!
—Dios mío, no soy ningún ladrón.
—Hay muchas cosas sobre esta casa y su paciente que usted no sabe. ¿Por qué cree que están los postigos rotos, casi a punto de caerse de las bisagras, doctor? ¿Por qué cree que el estuco se está descascarando de los ladrillos? —Agitó la cabeza, la carne de sus mejillas tembló y la mujer apretó su boca pálida—. Deje que alguien intente arreglar los postigos. Deje que alguien ponga una escalera e intente pintar esta casa…
—No la comprendo —dijo el doctor.
—No toque nunca sus joyas, doctor, sólo le digo eso. No toque nada de lo que hay por aquí que no tenga que tocar. La piscina de ahí fuera, por ejemplo. Repleta de hojas y suciedad como está y, sin embargo, las viejas fuentes todavía siguen funcionando; ¿ha pensado alguna vez en ello? ¡Intente cerrar esos grifos, doctor!
—Pero ¿quién…?
—Deje esas joyas tranquilas, doctor. Es un consejo.
—¿Por qué? ¿Deirdre hablaría si se cambiara algo? —preguntó, imprudente, impaciente; ante ella no sentía el mismo miedo que ante la señorita Carl.
La mujer rió.
—No, no haría nada —respondió la señorita Nancy, burlona. Cerró de golpe el cajón de la cómoda. Las cuentas de vidrio del rosario tintinearon contra la estatuilla de Jesús—. Ahora, si me perdona, tengo que limpiar el cuarto de baño.
El doctor miró al Jesús con barba que se señalaba con el dedo la corona de espinas.
A lo mejor estaban todas locas. Quizás él también acabaría loco si no se marchaba de aquella casa.
En cierta ocasión, estando a solas en el comedor, volvió a ver esa palabra, «Impulsor», escrita sobre la espesa capa de polvo de la mesa. Parecía hecho con la yema del dedo. Una elegante «I» mayúscula. Pero ¿qué significaba? A la tarde siguiente ya lo habían limpiado, en realidad fue la única vez que vio que quitaran el polvo del comedor, donde el juego de té de plata del aparador estaba ennegrecido.
Por la noche, en su casa, un moderno apartamento con vistas al lago, no podía dejar de pensar en su paciente. Se preguntaba si tendría los ojos abiertos cuando estaba acostada.
«A lo mejor debería hacer algo…» Pero ¿qué hacer? El médico que la había atendido era un psiquiatra importante. No debería poner en tela de juicio su criterio. ¿E intentar algún disparate, como llevarla a dar un paseo por el campo o ponerle una radio en el porche? ¿O interrumpir el tratamiento con sedantes para ver qué pasaba?
Sin duda, era de sentido común interrumpir la medicación de vez en cuando. ¿Y por qué no una reevaluación completa del caso? Por lo menos tenía que sugerirlo.
—Limítese a las inyecciones —le había dicho el viejo médico— y visítela una hora cada día. Eso es lo que se espera de usted. —Esta vez lo había recibido con una ligera frialdad. ¡Viejo necio!
Así que no es de extrañar la satisfacción que sintió la primera vez que vio al hombre que la visitaba.
Era a principios de septiembre y todavía hacía buen tiempo. Mientras cruzaba la puerta vio al hombre junto a ella, en el porche, tenía un brazo sobre el respaldo de su silla y era evidente que le hablaba.
Un hombre alto, moreno, bastante delgado.
El doctor experimentó una curiosa sensación de posesión. Le molestó que un desconocido hablara con su paciente. Aunque, en realidad, estaba ansioso por conocerlo. Quizás aquel hombre le explicaría cosas que la mujer no podía explicar. Seguramente era un buen amigo. Había algo íntimo en la forma en que estaba de pie junto a ella, tan cerca, en la forma en que se inclinaba hacia la silenciosa Deirdre.
Pero cuando el doctor salió al porche el visitante ya no estaba. Tampoco encontró a nadie en las habitaciones de delante.
—He visto a un hombre aquí, hace un momento —dijo a la enfermera cuando entró—. Hablaba con la señorita Deirdre.
—No lo he visto —contestó ella con brusquedad.
La señorita Nancy, que pelaba guisantes cuando él la encontró, lo miró fijamente durante un momento y sacudió la cabeza con la barbilla levantada.
—Yo no he oído a nadie.
¡No era algo tan increíble! Aunque tenía que reconocer que había sido una visión fugaz a través de la malla del mosquitero. Pero no, estaba seguro de haberlo visto.
—Si pudiera hablarme —le dijo a Deirdre cuando se quedaron a solas. Preparaba la inyección—. Si pudiera decirme si le gusta que la vengan a ver, si le importa…
Su brazo era tan delgado… Cuando levantó los ojos con la aguja preparada descubrió que ella lo miraba fijamente.
—¿Deirdre? —El corazón le latía deprisa.
Pero ella apartó los ojos a la izquierda y continuó mirando al vacío, muda y apática como antes. Y el calor, que al fin había terminado por gustarle, de repente se volvió opresivo. En realidad se sentía mareado, como si estuviera a punto de desmayarse. El césped, al otro lado de la malla cubierta de polvo y ennegrecida, parecía moverse.
Pero no se había desmayado en su vida, y mientras lo pensaba, mientras trataba de pensar en ello, se dio cuenta de que había hablado con el hombre, sí, aquel hombre estaba allí, no, ahora ya no estaba, acababa de estar. Habían conversado, y ahora había perdido el hilo, no, no era eso, sino que de pronto no podía recordar cuánto tiempo habían hablado. ¡Qué extraño haber hablado todo aquel rato y no recordar como habían empezado!
Trató de despejar su mente, de representar en una imagen al sujeto, pero… ¿qué acababa de decir aquel hombre? Todo era muy confuso, ahí no había nadie con quien hablar nadie salvo ella, pero él acababa de decirle al hombre moreno: «Por supuesto, suspender las inyecciones…», y la absoluta corrección de su postura quedaba fuera de toda duda, el viejo médico… «¡Un necio, sí!», respondió el hombre… ¡acababa de oírlo!
Todo esto era una monstruosidad, y la hija en California…
El doctor se estremeció. Se puso de pie, en el porche. ¿Qué había pasado? Se había quedado dormido en la silla de mimbre y había soñado. Un zumbido de abejas sonaba cada vez con más fuerza en sus oídos y la fragancia de las gardenias de pronto parecía drogarlo. Se asomó por la barandilla y miró el patio, a la izquierda. ¿Se había movido algo?
—Tengo que irme a casa —dijo en voz alta, sin dirigirse a nadie—, no me siento muy bien, creo que debo acostarme. El hombre, ¿cómo se llamaba? Un minuto antes lo sabía, un nombre extraordinario… Ah, así que ése era el significado de la palabra. Usted es… En realidad es muy bonito… Pero espera. Me vuelve a pasar otra vez. ¡Él no lo permitiría!
—¡Señorita Nancy! —Se levantó de la silla.
Su paciente miraba al frente, sin cambios. El medallón de esmeraldas brillaba sobre su vestido. El mundo a su alrededor estaba repleto de luz verde, con hojas que se agitaban, la buganvilla que sólo era una mancha pálida.
—Sí, el calor —murmuró el doctor. «¿Le he puesto la inyección?» Dios mío. En realidad había tirado la jeringuilla y se había roto.
—¿Me llamaba, doctor? —preguntó la señorita Nancy. Allí estaba, en la puerta del salón; lo miraba fijamente y se secaba las manos en el delantal. La mujer de color también estaba allí y la enfermera detrás.
—No es nada, sólo el calor —murmuró—. Se ha caído la jeringuilla, pero tengo otra.
¡Cómo lo miraban, cómo lo estudiaban! «¿Creen que yo también me estoy volviendo loco?»
El viernes siguiente, al atardecer, volvió a ver al hombre.
El doctor había llegado tarde por culpa de una urgencia en el sanatorio. Como no quería molestar a la familia a la hora de la cena, condujo deprisa por First Street y entró casi corriendo.
El hombre estaba de pie, en las sombras del porche descubierto de la entrada. Observaba al doctor con los brazos cruzados, apoyado contra una columna y con los ojos oscuros muy abiertos, como si meditara. Alto, delgado, con ropa elegante.
—Ah, aquí está otra vez —murmuró el doctor, con una oleada de alivio. Mientras subía la escalinata le tendió la mano—: Soy el doctor Petrie, ¿cómo está usted?
Y… ¿cómo describirlo? Sencillamente, no había ningún hombre.
—Ahora estoy seguro de que ocurrió —explicó a la señorita Carl en la cocina—. Lo vi en el porche y se desvaneció en el aire.
—Bien, ¿qué nos importa a nosotros lo que haya visto, doctor? —preguntó la mujer. Extraña elección de palabras. Era muy dura esa mujer. A pesar de su avanzada edad no mostraba ni un ápice de debilidad. Se erguía recta con su traje de gabardina azul oscuro y lo miraba fijamente a través de las gafas de montura de metal, con la boca tan apretada que parecía apenas una línea.
—Señorita Carl, he visto a ese hombre con mi paciente. Y mi paciente, como todos sabemos, es una mujer indefensa. Si una persona no identificada se mueve con tanta libertad por la casa…
Pero las palabras no importaban. La mujer no lo creía o no le hacía caso. Y la señorita Nancy, en la mesa de la cocina, ni siquiera había levantado la mirada del plato mientras arañaba ruidosamente la comida con el tenedor. Pero el aspecto de la señorita Millie, ah, ahí había algo: la vieja señorita Millie se mostraba muy turbada, sus ojos iban sin cesar de Carl a él.
Qué casa.
El doctor entró enfadado en el ascensor y apretó el botón negro en la placa de bronce. Las cortinas de terciopelo azul del dormitorio estaban cerradas y la habitación casi a oscuras, sólo las velas chisporroteaban en sus vasos rojos. La sombra de la Virgen se proyectaba en la pared. Le costó encontrar el interruptor de la luz y cuando al fin dio con él se encendió sólo una pequeña bombilla en la lámpara de la mesilla de noche. El joyero abierto estaba justo al lado. Era algo espectacular.
Cuando vio a la mujer acostada, con los ojos abiertos, sintió como un nudo en la garganta. Tenía el cabello negro cepillado sobre la funda almidonada de la almohada y las mejillas desacostumbradamente sonrosadas.
¿Había movido los labios?
—Impulsor…
Un susurro. ¿Qué había dicho? Vaya, había dicho Impulsor ¿no? La palabra que había visto grabada en el tronco y escrita sobre el polvo de la mesa del comedor. Además, la había oído en alguna otra parte… El hecho de que su paciente catatónica hablara le provocó un escalofrío en la espalda y en el cuello. Pero no, seguramente se lo había imaginado. Era justamente lo que él esperaba que ocurriera: un cambio milagroso en ella. La mujer yacía como siempre, en trance, con suficiente Thorazine como para matar a cualquiera…
Dejó el maletín a un lado de la cama. Llenó la jeringuilla con cuidado y una vez más pensó: «¿Y si no lo hago? ¿Y si reduzco la dosis a la mitad, a la cuarta parte, o la interrumpo sin más y me siento junto a ella a observar qué ocurre? ¿Y si…?» De repente se vio a sí mismo levantando a la mujer y sacándola de la casa. Llevándola en coche al campo. Caminaban cogidos de la mano por un sendero cubierto de hierba hasta el muelle de un río. Y ella sonreía, con el pelo al viento…
Qué absurdo. Eran las seis y media y hacía rato que había pasado la hora de la inyección. La jeringuilla estaba preparada.
De repente algo lo empujó, estaba seguro, aunque no sabía exactamente desde dónde. Se fue hacia delante, se le doblaron las piernas y la jeringuilla salió volando.
Cuando se dio cuenta estaba de rodillas en la semipenumbra, y miraba las motas de polvo sobre el suelo desnudo debajo de la cama.
—Qué demonios… —dijo en voz alta antes de poder contenerse.
No encontraba la jeringuilla hipodérmica. Luego la vio a metros de distancia, al lado del armario. Estaba rota, aplastada, como si alguien la hubiera pisado. La Thorazine se había salido del plástico roto y estaba sobre el parqué.
—Espera un poco —murmuró. Recogió la jeringuilla aplastada y la sostuvo en su mano. Claro que tenía otras jeringuillas, pero ésta era la segunda vez que le pasaba lo mismo… Y otra vez volvió junto a la cama y miró a la paciente, mientras se preguntaba quién lo había hecho, o mejor dicho, por el amor de Dios, ¿qué ocurría?
De pronto sintió un intenso calor. Algo se movía en la habitación con un repiqueteo. Sólo eran las cuentas del rosario que colgaban de la lámpara de bronce. Se enjugó la frente. Luego, poco a poco y mientras observaba a Deirdre, advirtió que al otro lado de la cama había una figura. Vio la ropa oscura, un chaleco, un abrigo de botones negros… Levantó la vista y allí estaba el hombre.
En una fracción de segundo su incredulidad se transformó en terror. Ahora no había ninguna confusión, ninguna irrealidad soñada. Aquel hombre estaba frente a él. Unos suaves ojos oscuros lo miraban. Luego el sujeto, simplemente, desapareció. La habitación estaba fría. Una corriente de aire levantó las cortinas de la ventana. El doctor se dio cuenta de que estaba gritando. No, chillando, para ser exactos.
A las diez de aquella noche ya no se ocupaba del caso. El viejo psiquiatra hizo todo el camino hasta su apartamento, frente al lago, para decírselo en persona. Bajaron juntos y dieron un paseo por la orilla.
—No se puede discutir con estas viejas familias y seguramente no querrá tener problemas con Carlotta Mayfair. Esta mujer conoce a todo el mundo. Le sorprendería saber cuánta gente está en deuda con ella por un motivo u otro, o con el juez Fleming. Y esta gente tiene propiedades por toda la ciudad, si usted…
—Le digo que lo he visto —se sorprendió diciendo el doctor.
Pero el viejo psiquiatra lo estaba despidiendo. Su mirada, a pesar del tono amable e inmutable de su voz, expresaba una sospecha apenas oculta mientras miraba de arriba abajo al joven médico.
—Ya se sabe, estas viejas familias… —El doctor no volvería a aquella casa.
No dijo nada, pero la verdad es que se sentía bastante estúpido. ¡Él no era un hombre que creyera en fantasmas! Sin embargo, sabía que había visto a aquel sujeto. Lo había visto tres veces. Y no podía olvidar la tarde de la conversación vaga e imaginaria. Aquel hombre también había estado allí, sí, aunque inmaterial. Y él se había enterado de su nombre, sí… ¡Impulsor!
Y a pesar de aquella conversación soñada, tal vez producto de la tranquilidad del lugar, el calor infernal y la sugestión de una palabra grabada en el tronco de un árbol, quedaban las otras. Había visto un ser vivo y corpóreo. Nadie conseguiría que lo negara.
Pasaron las semanas y el trabajo en el sanatorio no lograba distraerlo. Empezó a escribir sobre la experiencia, a describirla en detalle. El pelo moreno del hombre era ligeramente rizado. Ojos grandes. Una piel tersa, como la de la pobre enferma. Un hombre joven, de veinticinco años como máximo. La expresión de su rostro era muy clara. Incluso recordaba sus manos; no tenían nada especial, pero eran bonitas. Era delgado, pero bien proporcionado. Sólo la ropa parecía rara y no por la forma, que era de lo más corriente, sino por la textura, inexplicablemente uniforme, como el rostro del hombre. Era como si toda la figura, ropa, piel y rostro, estuvieran hechos del mismo material.
Una mañana, el doctor se despertó con un pensamiento extrañamente claro: ¡el misterioso hombre no quería que la mujer tomara los sedantes! Él sabía que eran perjudiciales, y como la mujer era un ser indefenso que no podía oponerse, ¡el espectro la protegía!
Pero, por el amor de Dios, ¿quién iba a creer todo esto?, pensó el doctor. Deseó encontrarse en casa, en Maine, trabajando en la clínica de su padre y no en aquella ciudad húmeda y extraña. Su padre lo comprendería… No, seguramente se asustaría.
Mientras el otoño daba paso al invierno, el doctor empezó a soñar con Deirdre. En sus sueños la veía curada, revitalizada, caminando a paso vivo por una calle de la ciudad con el cabello al viento. De vez en cuando, al despertarse, se preguntaba si la pobre mujer no habría muerto. Era lo más probable.
Cuando llegó la primavera, y hacía ya un año que había llegado a la ciudad, se dio cuenta de que debía ver la casa otra vez. Tomó el tranvía de St. Charles hasta Jackson Avenue y desde allí caminó, como solía hacer antes.
Todo estaba igual: la enmarañada buganvilla en flor sobre los porches, el jardín salvaje lleno de mariposillas blancas, la lantana con sus pequeños capullos naranjas enroscada en la verja de hierro negra.
Y Deirdre sentada en la mecedora del porche lateral, detrás de la tela metálica oxidada.
El doctor sintió una profunda angustia. Quizá nunca en su vida había estado tan preocupado. «Alguien tiene que hacer algo por esa mujer». Paseó luego sin rumbo fijo hasta dar a una calle sucia y animada. Un mísero bar de barrio atrajo su atención. Entró, agradecido por el frío del aire acondicionado y por la relativa tranquilidad del lugar, en el que sólo unos pocos viejos hablaban en voz baja junto a la barra. Pidió una bebida y se la llevó a una mesa apartada.
El estado de Deirdre Mayfair lo torturaba. Y el misterio de la aparición le hacía sentir peor. Pensó en aquella hija en California. ¿Se atrevería a llamarla? De médico a médico… Pero no sabía el nombre de la joven.
—Además, no tienes derecho a interferir —murmuró en voz alta. Bebió un trago de cerveza, paladeó su frescor—. Impulsor —volvió a murmurar. Hablando de nombres, ¿qué clase de nombre era ése? La joven médica residente de California pensaría que estaba loco. Tomó otro trago de cerveza.
De repente sintió que empezaba a hacer más calor en el bar, como si alguien hubiera abierto la puerta al viento del desierto. Hasta los viejos que conversaban junto a sus botellas de cerveza parecieron notarlo. Vio que uno de ellos se secaba el rostro con un pañuelo sucio y continuaba conversando.
Entonces, mientras el doctor levantaba su vaso, vio al misterioso hombre sentado en una mesa, cerca de la puerta de salida, justo frente a él.
La misma cara cerúlea, los mismos ojos marrones. La misma ropa indescriptible de textura poco corriente, tan lisa que brillaba suavemente bajo la luz tenue.
A pesar de la presencia de los hombres que seguían charlando, sintió el mismo vívido terror que en la oscura habitación de Deirdre Mayfair.
El hombre permanecía quieto y lo miraba. No estaba ni a cinco metros de él y la blanca luz del día que entraba por los ventanales del bar caía directamente sobre el hombro del sujeto, iluminando un lado de la cara.
Entonces, sin ningún aviso, la imagen del hombre empezó a vacilar como si fuera una proyección y se desvaneció ante sus propios ojos. Una brisa fría recorrió el local.
El camarero se volvió para coger una servilleta usada que volaba. Una puerta se cerró de golpe en alguna parte y la conversación pareció subir de volumen. El doctor sintió una débil palpitación en la cabeza.
Nada en el mundo podría convencerlo de que volviera a pasar otra vez por la casa de Deirdre Mayfair.
Pero a la noche siguiente, mientras iba en coche a su casa rodeando el lago, volvió a ver al hombre, esta vez de pie bajo una farola, cerca del cementerio de Canal Boulevard. La luz amarillenta caía de lleno sobre él, apoyado contra la pared blanca del camposanto. Fue una visión fugaz, pero supo que no se equivocaba. Empezó a temblar con violencia. Durante un instante parecía haberse olvidado de cómo conducir su coche. Luego aceleró temeraria y estúpidamente, como si el hombre lo persiguiera. No se sintió a salvo hasta que cerró la puerta de su casa.
Al viernes siguiente lo vio a plena luz del día, de pie, inmóvil sobre el césped de Jackson Square. Una mujer que pasaba se volvió para echar una mirada al hombre de pelo castaño. ¡Sí, ahí estaba, igual que antes! El doctor corrió por las calles del Barrio Francés. Subió a un taxi en la puerta de un hotel y dijo al conductor que lo sacara de allí, que lo llevara a cualquier parte, daba igual.
Conforme pasaban los días, el doctor más que asustado estaba aterrorizado. No comía ni dormía y no podía concentrarse en nada. Se sentía continua y completamente abatido. Cada vez que se cruzaba con el viejo psiquiatra lo miraba con silenciosa rabia.
Por el amor de Dios, ¿cómo haría entender a ese personaje monstruoso que él no volvería a acercarse a la desdichada mujer de la mecedora del porche? ¡No más agujas ni drogas por su parte! «¡Ya no soy su enemigo!, ¿no se da cuenta?»
Pedir ayuda o comprensión a alguno de sus conocidos era poner en juego su reputación y hasta su futuro. Un psiquiatra que empezaba a volverse loco, como sus pacientes. Estaba desesperado. Tenía que huir de todo aquello. ¿Quién sabe cuándo volvería a presentarse? ¿Y si se metía en sus habitaciones?
Al final, el lunes por la mañana sus nervios no pudieron más; con las manos temblorosas, se dirigió al despacho del viejo psiquiatra. Todavía no había decidido lo que iba a decirle, sólo que ya no podía aguantar la tensión. Se vio parloteando sobre el calor tropical, dolores de cabeza e insomnios. Necesitaba que aceptara rápidamente su dimisión.
Aquella misma tarde se fue de Nueva Orleans.
Cuando ya se encontraba a salvo en el despacho de su padre, en Portland, Maine, contó al fin toda la historia.
—Nunca hubo ni un solo gesto amenazador en su cara —explicó—, al contrario. Curiosamente, no tenía ni una arruga, su rostro era tan terso como el del Cristo del retrato del cuarto de Deirdre. Lo único que hacía era mirarme fijamente. ¡Y no quería que le pusiera la inyección! Trataba de asustarme.
—Lo importante, Larry, es que descanses —le dijo su padre—. Deja que desaparezcan los efectos de todo esto. —«Y no hables con nadie más de este tema».
Ahora, mientras estaba a oscuras junto a la ventana de la habitación del hotel de Nueva York, descubrió que todo aquello volvía a trastornarlo. Y, tal como había hecho ya miles de veces, analizó la extraña historia en busca de un significado más profundo.
¿Realmente el espectro lo perseguía en Nueva Orleans, o él lo había malinterpretado?
Quizás aquel hombre no quería asustarlo. ¡A lo mejor sólo le suplicaba que no se olvidara de aquella mujer! Tal vez era una extraña proyección de los desesperados pensamientos de la paciente, una imagen que le enviaba una mente que no podía comunicarse por otros medios.
Pero ¿quién sería capaz de interpretar estos elementos extraños? ¿Quién se animaría a decir que el doctor tenía razón?
¿Aaron Lightner, el inglés, el recopilador de historias de fantasmas que le había dado la tarjeta con la palabra Talamasca? Le había comentado que quería ayudar al hombre que se ahogó en California:
—Quizás él no sepa que hay otras personas a las que les ha pasado lo mismo. Quizá tenga que decirle que hay otros que también han regresado del filo de la muerte con los mismos dones.
Sí, tal vez saber que otras personas también habían visto fantasmas le ayudaría. ¿Sería cierto?
Pero lo peor no había sido la visión del espectro. Algo peor que el miedo lo hacía regresar a aquel porche y a la pálida imagen de la mujer en la mecedora: un sentimiento de culpabilidad, que arrastraría toda su vida por no haber intentado con más fuerza ayudarla, por no haber llamado a aquella hija que tenía en el oeste.
La luz de la mañana empezaba a derramarse sobre la ciudad. Observó los cambios en el cielo y las sucias paredes de enfrente débilmente iluminadas. Luego se dirigió al armario y sacó la tarjeta del inglés del bolsillo de su abrigo.
TALAMASCA
Vigilamos
y siempre estamos aquí
Cogió el teléfono.
Lightner resultó ser un oyente espléndido, respondía con amabilidad y no interrumpía. Pero el doctor no se sentía mejor. En realidad, cuando todo hubo terminado, se sintió como un estúpido. Mientras observaba cómo Lightner guardaba la grabadora en su maletín, estuvo casi a punto de pedirle la cinta.
Fue Lightner quien rompió el silencio mientras dejaba unos billetes sobre la cuenta.
—Hay algo que debo explicarle —le dijo—, y que lo tranquilizará.
¿Qué sería?
—¿Recuerda —continuó— que le dije que recopilaba historias de fantasmas?
—Sí.
—Bueno, conozco esa vieja casa de Nueva Orleans, la he visto. Además, he grabado otras historias de gente que ha visto al hombre que acaba de describirme.
El doctor se quedó sin habla. Se lo había dicho con absoluta convicción. En realidad, había hablado con tal autoridad y seguridad que le creyó sin ninguna duda. Por primera vez estudió a Lightner detenidamente. Era mayor de lo que aparentaba a primera vista, sesenta y cinco, quizá setenta. La expresión del inglés volvió a cautivarlo; tan afable y segura que invitaba a que confiaran en él.
—Otras personas —murmuró el doctor—. ¿Está seguro?
—He oído otros relatos, algunos muy parecidos al suyo. Se lo digo para que comprenda que no se lo ha imaginado y para que no siga atormentándose. A propósito, usted no podría haber hecho nada por Deirdre Mayfair; Carlotta Mayfair nunca lo hubiera permitido. Debería tratar de apartar de su mente todo lo ocurrido. No vale la pena que vuelva a preocuparse por ello.
En un principio el doctor sintió un gran alivio. Pero enseguida se quedó perplejo ante las revelaciones de Lightner.
—¡Usted conoce a esa gente! —murmuró. Sintió que se le encendía el rostro. Esa mujer ha sido paciente suya.
—No, no los conozco —le respondió Lightner—. Y mantendré su relato en la más estricta confidencialidad. Por favor, no lo dude. Recuerde que no utilizamos ningún nombre en la grabación. Ni siquiera el suyo o el mío.
—Sin embargo, debo pedirle la cinta —dijo el doctor, turbado—. He roto el secreto profesional. No tenía idea de que usted los conocía.
Lightner quitó en el acto la pequeña cinta del aparato y se la dio. El hombre parecía tranquilo.
—Por supuesto, puede quedarse con ella —dijo—. Lo comprendo.
El doctor se lo agradeció; su confusión iba en aumento. Con todo, seguía sintiéndose aliviado. Otras personas habían visto a aquel personaje. Este hombre lo sabía. No le mentía. El doctor no estaba loco, y nunca lo había estado. Un débil rencor se despertó en su interior, rencor hacia sus jefes de Nueva Orleans, hacia Carlotta Mayfair, hacia la desagradable señorita Nancy…
—Lo importante —añadió Lightner— es que deje de preocuparse por esta historia.
—Sí —respondió el doctor—. Fue espantoso. Esa mujer, las drogas…
No, ni siquiera… Permaneció en silencio; miró fijamente la cinta y su taza de café vacía.
—La mujer, ¿todavía…?
—Sí, sigue igual. Estuve allí el año pasado. La señorita Nancy, la que le caía tan mal, murió. Y la señorita Millie también. De vez en cuando recibo noticias de gente de la ciudad que me informan que Deirdre no ha cambiado.
El doctor suspiró.
—Sí, sin duda sabe por ellos… todos los nombres —dijo.
—Entonces, por favor, créame cuando le digo que otra gente ha tenido la misma visión. Usted no estaba loco, de ninguna manera. Y no debe preocuparse por todo aquello.
El doctor volvió a estudiar a Lightner detenidamente. El hombre estaba cerrando su maletín. Miró el billete de avión y se puso el abrigo.
—Déjeme decirle una última cosa antes de ir al aeropuerto. No cuente esta historia a nadie más. No lo creerán. Sólo los que han visto cosas semejantes, creen en ellas. Es trágico, pero es invariablemente cierto.
—Sí, lo sé —comentó el doctor. Quería preguntarle muchas cosas, pero no podía—. ¿Usted lo ha…? —Se interrumpió.
—Sí, lo he visto —respondió Lightner—. En efecto, era aterrador, tal como usted lo ha descrito. —Se levantó para marcharse.
—¿Qué es? ¿Un espíritu? ¿Un fantasma?
—En realidad no lo sé. Todas las historias son muy parecidas. Allí las cosas no cambian, continúan igual año tras año. Ahora debo irme, gracias de nuevo, y si alguna vez quiere volver a hablar conmigo, ya sabe cómo encontrarme. Tiene mi tarjeta. —Lightner le tendió la mano—. Adiós.
—Espere. ¿Y la hija? ¿Qué ha sido de ella? ¿La médica residente del oeste?
—Pues ahora es cirujana —respondió Lightner; miró el reloj—, neurocirujana, creo. Acaba de pasar los exámenes de su especialidad. Pero tampoco la conozco; me entero de algunas cosas sobre ella de vez en cuando. Nuestros caminos se han cruzado sólo una vez. —Dejó de hablar y le lanzó una rápida sonrisa, casi formal—. Adiós, doctor, y gracias otra vez.
El doctor se quedó sentado, pensativo, durante un buen rato. Se sentía mejor, infinitamente mejor. Tenía que reconocerlo. No se arrepentía de haber contado la historia. En realidad, aquel encuentro parecía un regalo, algo que el destino le daba para aliviar de sus hombros la peor carga que había llevado en su vida.
En aquel momento pensó en algo muy extraño, algo que no se le había ocurrido hacía años. Nunca había estado en esa gran casa del District Garden durante una tormenta. Qué bonito habría sido ver la lluvia por esos ventanales, oír la lluvia golpear sobre el techo de los porches. Qué lástima haberse perdido algo así. En aquella época pensaba a menudo en ello, pero siempre se lo había perdido. Y la lluvia en Nueva Orleans era tan hermosa…
Bueno, tenía que olvidar todo aquello, ¿no? Otra vez advirtió que reaccionaba a las afirmaciones de Lightner como a las palabras oídas en un confesionario, palabras con autoridad religiosa. Sí, olvídate.
Llamó a la camarera. Tenía hambre. Ahora que podía comer, quería desayunar. Y, sin pensárselo demasiado, sacó la tarjeta de Lightner de su bolsillo, echó una mirada a los números de teléfono —los números a los que podía llamar si tenía alguna pregunta, los números a los que nunca había pensado llamar—, la rompió en trocitos, los puso en el cenicero y los quemó con una cerilla.