Capítulo XXVI

En la dorada gloria del sol de otoño, llegaron, remontando la corriente dominada por la Roca del Sol, un hombre, una mujer y una niña que tripulaban una canoa. La civilización había hecho con la amable Juana lo que hiciera antes con otras flores silvestres trasplantadas a ella desde la vida en plena naturaleza. Sus mejillas estaban delgadas y descoloridas y sus azules ojos habían perdido su brillo. Tosía con frecuencia y, cuando lo hacía, el hombre la miraba amorosamente y con el temor pintado en sus ojos. Pero ya notaban la lenta transformación, y el día en que la canoa empezó a navegar por la corriente que atravesaba el maravilloso valle en que vivieran antes de ser atraídos por la llamada de la ciudad distante, el hombre observó con alegría que la sangre volvía a colorear sus mejillas y sus labios y que en su mirada renacía el brillo de la alegría y de la dicha. Al ver estas cosas el hombre se reía satisfecho y bendecía a los bosques. Ella habíase reclinado en la canoa, con la cabeza caída casi sobre el hombro de su esposo, que cesó de remar para acariciar los gruesos mechones de sus dorados cabellos.

—Veo que eres feliz de nuevo, Juana —dijo alegremente—. Los médicos tenían razón. En realidad formas parte de los bosques.

—Sí, soy feliz —murmuró. Y luego hubo cierto temblor en su voz cuando señaló una faja de arena que se internaba en la corriente—. ¿Te acuerdas… hace ya muchos años, cuando Kazán se separó de nosotros en este mismo lugar? Ella estaba en la orilla, llamándolo. ¿Te acuerdas? —Hizo una pausa y, más conmovida de lo que aparentaba, añadió:

—¡Quién sabe dónde estarán ahora!

La cabaña estaba tal cual la dejaron. Únicamente la roja vid bakneesh había crecido alrededor de ella y también algunos arbustos, y altas hierbas cubrían casi las paredes. Una vez más la vida animó la habitación y todos los días se coloreaban un poco más las mejillas de Juana, cuya voz era como antaño, dulce y agradable como una canción. Su esposo recorría los lugares en que pusiera sus trampas y Juana y la pequeñita, que ya correteaba y hablaba, transformaban la casa en hogar. Una noche el hombre volvió tarde y al entrar observó que en los azules ojos de Juana había cierto brillo inusitado y que la emoción hacía temblar su voz.

—¿Has oído? —preguntó—. ¿Has oído la llamada?

Él hizo una señal de afirmación acariciando la cabeza de la joven.

—Estaba a un kilómetro de distancia —dijo—. La he oído.

Juana le estrechó las manos, añadiendo:

—No era Kazán, porque habría reconocido su voz. Pero me pareció que era la misma llamada que ella nos envió la mañana de nuestra marcha.

El hombre permanecía pensativo. Juana estaba realmente emocionada.

—¿Quieres prometerme que nunca pondrás trampas ni cazarás lobos? —preguntó.

—Ya había pensado en eso —replicó él—. Después de oír el aullido tomé esta resolución. Sí, te lo prometo.

Juana le echó los brazos al cuello.

—Podrías matarlos —murmuró.

De pronto se interrumpió y ambos aguzaron el oído. La puerta estaba entreabierta y hasta ellos llegó una llamada de los lobos. Juana corrió a la puerta y su marido la siguió. Luego los dos permanecieron silenciosos y con intensa emoción Juana señaló la llanura iluminada por las estrellas.

—¡Escucha! —dijo—. Es el grito de ella y procede de la Roca del Sol.

Sin poder contenerse corrió al exterior, olvidándose de su marido y hasta de que la pequeña estaba sola en la cama. Y entonces oyeron a gran distancia otro aullido de respuesta, un aullido que parecía formar parte del gemido del viento y que estremeció a Juana hasta hacerla estallar en sollozos.

Echó a correr por la llanura y luego se detuvo iluminada por la brillante luz de la luna de otoño. Transcurrieron algunos minutos antes de que la llamada se repitiera, pero entonces resonó tan próxima, que Juana hizo con sus manos un portavoz y gritó con toda su fuerza:

—¡Kazán! ¡Kazán! ¡Kazán!

En lo alto de la Roca del Sol, Loba Gris, enflaquecida por el hambre, oyó el grito de la mujer y el aullido que estaba a punto de surgir de su garganta se transformó en gemido. Hacia el Norte vióse pasar rápidamente una sombra que al fin se detuvo y por un momento permaneció inmóvil como una roca. Era Kazán. Extraño fuego recorrió su cuerpo y todas las fibras de su inteligencia de bruto se estremecieron, dándole a entender que estaba en su tierra. Allí era donde hacía muchísimo tiempo había vivido, amado y combatido, y en el acto los sueños que casi se habían borrado de su memoria reaparecieron como cosas reales y vivas, porque a través de la llanura oyó nuevamente la voz de Juana.

Ésta, a la luz de la luna, estaba emocionada y pálida. De pronto, apareció Kazán, arrastrándose sobre su vientre, jadeante y gimiendo de alegría al ver a la joven. Ésta se acercó a él, con los brazos abiertos, y pronunciando el nombre del perro entre sollozos. Mientras tanto el hombre contemplaba la escena desde alguna distancia, maravillado y comprensivo. Ya no temía ahora al perro lobo. Y mientras Juana acariciaba la peluda cabeza del perro, oyó el gemido de gozo de éste y la voz sollozante de aquélla. Volvió la mirada hacia la Roca del Sol, murmurando:

—¡Dios mío!…

Y como en respuesta a su pensamiento, a través de la llanura llegó nuevamente el aullido con que Loba Gris expresaba su soledad y su tristeza. Como azotado por un látigo, Kazán se puso en pie, olvidándose de Juana, de su voz y de la presencia del hombre, para huir.

Momentos después se había perdido de vista y Juana se encontró en los brazos de su esposo, cuya cabeza tomó entre sus manos, diciendo:

—¿Lo crees ahora? ¿Crees ahora en el Dios de mi mundo, en el Dios con quién he vivido, y que da alma a los animales y que nos ha traído una vez más a nuestra casa?

Él la estrechó suavemente entre sus brazos.

—Creo, Juana mía —murmuró.

—Y ¿comprendes ya lo que significa el mandamiento «No matar»?

—Sí, lo comprendo —contestó.

Las manitas de la joven golpearon cariñosamente su rostro. Sus azules ojos, iluminados con la gloria de las estrellas, miraron a los de su esposo.

—Kazán y ella… tú y yo… y la niña. ¿Sientes haber vuelto? —preguntó.

Él estrechó nuevamente en sus brazos a la joven, que no pudo oír las palabras murmuradas junto a su suave cabello. Y después de esto, por espacio de algunas horas, estuvieron sentados ante la puerta de la cabaña, a la luz de las estrellas. Pero ya no volvieron a oír el solitario aullido procedente de la Roca del Sol. Juana y su marido comprendieron.

—Mañana nos hará otra visita —dijo el hombre—. Ven, Juana, entremos.

Entraron juntos en la cabaña.

Y aquella noche, uno junto a otro, Kazán y Loba Gris cazaron en la llanura iluminada por la luna.

FIN