Kazán continuó infatigablemente la marcha. Por espacio de algunos minutos se sintió oprimido por el grito de muerte que profiriera Mac Trigger al caer, y se deslizó detrás de unos arbustos, con las orejas gachas, como una sombra. Luego salió a una llanura y la tranquilidad de la noche, las innumerables estrellas en la clara bóveda del cielo y el aire purísimo y fresco que consigo llevaba el aliento de las tierras estériles árticas, le devolvieron su aplomo y el instinto vigilante. Se volvió en la dirección del viento.
En alguna parte, hacia el Sur o hacia el Oeste, estaba Loba Gris. Por vez primera en varias semanas se sentó sobre sus ancas y profirió un aullido vibrante que se difundió por espacio de muchos kilómetros. Desde el lugar en que estaba atado lo oyó el Danés y gimió en respuesta. El profesor, que estaba inclinado sobre el cuerpo de Sandy, se incorporó también y escuchó con la mayor atención, en espera de un segundo aullido. Pero el instinto dio a entender a Kazán que nadie le contestaría entonces y prosiguió apresuradamente la marcha, galopando kilómetro tras kilómetro, como perro que sigue el rastro para volver a la casa de su amo. No se dirigió hacia el lago ni tampoco hacia Red Gold City, sino que en línea tan recta como si siguiera un camino perfectamente trazado, recorrió los sesenta kilómetros de llano, terreno pantanoso, rocas y bosques que había desde el campamento del profesor al Mac Farlane. Durante toda aquella noche no volvió a aullar llamando a Loba Gris. En él los razonamientos se basaban con preferencia en la costumbre, y como Loba Gris le había esperado muchas veces, se dijo que, sin duda, debía de estar aún aguardándole en la faja de arena del riachuelo.
A la aurora llegó al río, situado a tres millas de la faja de arena, y apenas había salido el sol cuando se halló en el lugar en que él y Loba Gris fueron a beber. Confiado miró a su alrededor en busca de su compañera, gimiendo al mismo tiempo y moviendo la cola. Luego, observando que no la veía, empezó a buscar su rastro, pero las lluvias habían borrado no solamente el olor, sino también las huellas. Durante todo el día buscó a lo largo del río y por la llanura, y se llegó, incluso, a donde mataron el último conejo. Husmeó los matorrales en que Mac Trigger dejara los cebos envenenados y repetidas veces dejóse caer sobre las ancas para proferir un aullido. Y lentamente, mientras hacía todo esto, la Naturaleza estaba obrando en él el milagro que los crees han denominado la «llamada del espíritu».
Y de la misma manera que obrara en Loba Gris, excitó la sangre de Kazán. Con la aparición del sol se dirigió hacia el Sudeste. Su mundo entero estaba señalado por las pistas en que había cazado. Más allá ignoraba incluso la existencia de otros lugares y en el mundo que conocía, pequeño en su comprensión de las cosas, estaba Loba Gris. No podía perderla. Aquel mundo, en su concepción, comprendía desde el Mac Farlane, en una pista estrecha a través de los bosques y sobre las llanuras, hasta el valle del que los habían echado los castores. Forzosamente Loba Gris debía de estar en alguno de estos parajes e incansablemente continuó buscándola.
Hasta que el cielo volvió a oscurecerse a la llegada de la noche, no se vio detenido por la fatiga y el hambre. Mató un conejo y después de haber comido se echó allí mismo y durmió por espacio de algunas horas. Luego prosiguió el camino. A la cuarta noche llegó al pequeño valle entre las dos colinas, y bajo las estrellas, más brillantes entonces en la fría claridad de las noches de otoño, siguió la corriente del arroyo hasta la guarida que antes tuvieran en el terreno pantanoso de que los arrojaron los castores. Era día claro cuando llegó a la orilla del pantano de los castores, que entonces rodeaba por todas partes la guarida situada en una pequeña elevación del terreno. Diente Roto y los demás castores habían realizado una transformación extraordinaria en lo que antes fuera el lugar de su vivienda y por espacio de varios minutos Kazán permaneció inmóvil y silencioso, olfateando el aire lleno del desagradable olor de los usurpadores. Hasta entonces no había perdido el ánimo. Con los pies doloridos, los ijares hundidos y la cabeza descarnada, dio lentamente la vuelta en torno del pantano. Durante todo aquel día siguió buscando. Y entonces no estaban erizados los pelos de su espinazo y se advertía ya el desaliento en sus espaldas y en la mirada de sus ojos.
Loba Gris no estaba.
Lentamente la naturaleza insistía en este hecho. Había desaparecido ya de su mundo y de su vida y él se sentía tan solo y tan triste que hasta el mismo bosque le parecía extraño y la tranquilidad de la selva se le mostraba como algo imponente. Una vez más, el perro dominaba al lobo. Con Loba Gris había vivido en el mundo de la libertad y sin ella aquel mismo mundo era tan grande, extraño y vacío, que le daba miedo. Más tarde, al oscurecer, llegó a un montón de conchas rotas de molusco a la orilla de la corriente. Las olió, se volvió en otra dirección, regresó junto a ellas y las volvió a oler.
Allí comió Loba Gris por última vez antes de continuar su viaje al Sur. Pero el rastro que dejó tras ella no era bastante fuerte para guiar a Kazán, y por segunda vez se alejó. Aquella noche durmió bajo un tronco caído; gimió tristemente antes de dormirse y más tarde despertó de su sueño, para gemir de nuevo como un niño. Y día tras día y noche tras noche Kazán fue un tímido animal en las cercanías del pantano, llorando por el único ser que lo sacó del caos a la luz, que llenó el mundo para él, y que, al alejarse de él, se había llevado de este mundo incluso las mismas cosas que Loba Gris perdiera en su ceguera.