Capítulo XXIV

A noventa kilómetros al Norte, Kazán estaba echado, atado a una fina cadena de acero, observando cómo el menudo profesor Mac Gilí mezclaba en un cubo grasa y salvado. A cosa de doce metros más allá estaba el enorme Danés, relamiéndose anticipadamente al ver los preparativos del profesor. Dio muestras de contento cuando Mac Gill se acercó a él con parte de la mezcla, y cuando el perro tuvo llena de comida la enorme boca, el hombrecillo de los ojos azules y de pelo gris, le golpeó cariñosamente el lomo sin sentir miedo alguno. Su actitud fue distinta al acercarse a Kazán. Procedía con prudencia, aunque sonreía con los ojos y los labios, sin dar señales de tener miedo, si miedo podía llamarse a lo que sentía. El pequeño profesor, que se hallaba en el Norte por cuenta de la Institución Smithsoniana, había pasado entre perros la tercera parte de su vida. Los quería y los entendía muy bien. Había escrito gran número de artículos en revistas acerca de la inteligencia canina, artículos que llamaron mucho la atención entre los naturalistas. Y precisamente porque los quería y porque los entendía mejor que nadie compró a Kazán y al enorme Danés. La negativa de los dos hermosos animales a matarse para diversión de trescientos hombres reunidos a fin de presenciar la lucha, le causó enorme satisfacción. Pensaba escribir un artículo acerca del divertido incidente. Sandy le comunicó la historia de la captura de Kazán y le habló de la hembra de éste y el profesor le dirigió innumerables preguntas acerca del particular. Pero cada día Kazán le causaba mayor extrañeza. Por mucha que fuese la bondad con que lo tratara, no lograba una mirada de reconocimiento del perro. Ni una sola vez expresó Kazán su buena voluntad para hacerse amigo del profesor. Sin embargo, no le gruñía ni trataba de morderle las manos cuando se acercaba. Frecuentemente Mac Trigger iba a la cabaña a visitar al profesor y siempre Kazán saltaba al extremo de su cadena con aviesas intenciones y no dejaba de mostrar sus blancos dientes mientras Sandy se hallaba en su presencia. Cuando estaba solo con Mac Gill permanecía quieto y tranquilo, pues algo le decía que el profesor llegó como amigo la noche en que él y el Danés estaban en la jaula que se construyó para que se mataran. En lo más profundo de su corazón de bruto consideraba a Mac Gill diferente de los demás hombres; no tenía el más pequeño deseo de hacerle daño y lo toleraba, pero no mostraba ningún indicio de que aumentase su afecto, como le ocurría al Danés. Esto era lo que extrañaba al profesor, pues nunca había conocido perro que no acabase por quererlo.

Aquel día puso el salvado y la grasa delante de Kazán y la sonrisa de su rostro desapareció para dar lugar a una expresión de perplejidad. Los labios de Kazán se habían contraído y de su garganta salía un fiero gruñido. Erizósele el pelo a lo largo del espinazo y temblaron sus músculos. Instintivamente se volvió el profesor, y vio que Sandy Mac Trigger se había acercado sin hacer el más pequeño ruido y que su rostro brutal se contraía en una sonrisa al mirar a Kazán.

—Es una locura tratar de domar a esta mala bestia —dijo. Luego, con interés que no pudo disimular, preguntó—: ¿Cuándo emprende usted su viaje?

—Con las primeras escarchas —contestó Mac Gilí—. Ya no tardarán. He de ir a reunirme con el sargento Conroy y sus hombres en Fond du Lac a principios de octubre.

—¿Y va usted a ir solo a Fond du Lac? —preguntó Sandy—. ¿Por qué no se lleva a un hombre que lo acompañe?

El pequeño profesor se echó a reír.

—¿Para qué? —preguntó luego—. He recorrido más de una docena de veces las corrientes del Athabasca y conozco el camino tan bien como el Broadway. Además, me gusta estar solo. Por otra parte, el trabajo no es muy pesado, pues la mayor parte de las corrientes se dirigen al Norte y al Oeste y la navegación es fácil.

Sandy miraba al Danés, dando la espalda a Mac Gilí y una mirada equívoca brilló un momento en sus ojos.

—¿Se lleva usted a los perros?

—Sí.

Sandy encendió la pipa y siguió hablando como quien lo hace solamente por curiosidad.

—Seguramente deben de costar un pico esos viajes de usted ¿no es cierto?

—El último que hice, unos siete mil dólares. Éste costará cinco mil.

—¡Caramba! Y ¿lleva usted tanto dinero encima? ¿No tiene miedo? Puede ocurrirle algo y…

El profesor miraba entonces en otra dirección y su rostro cambió por completo. Se endureció su mirada y una sonrisa, que no vio Sandy, distendió por un momento sus labios. Luego se volvió riendo.

—Tengo un sueño muy ligero —dijo—. Unos pasos, por leves que sean, me despiertan. Hasta la respiración de un hombre me haría abrir los ojos cuando me propongo estar alerta. Y además… —Sacó de su bolsillo una magnífica pistola automática marca Savage, pavonada de azul de acero—. Sé usar esto. —Señaló entonces un nudo en la pared de madera de la cabaña—. ¡Mire!

Disparó cinco veces a veinte pasos de distancia, y cuando Sandy se acercó se quedó mudo de asombro, porque solamente había un agujero en donde antes estuviera el nudo.

—¡Magnífico! —dijo a regañadientes—. Muchos quisieran tirar así con un rifle.

Cuando se marchó Sandy el profesor le siguió con la mirada y con extraña sonrisa. Luego se volvió hacia Kazán y le dijo:

—Me parece que tú le calaste. Ahora ya no te censuro el deseo de saltarle al cuello. Tal vez…

Se metió las manos en los bolsillos y entró en la cabaña. Kazán dejó caer la cabeza entre las patas anteriores y se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos. La tarde estaba avanzada, pues eran los primeros días de septiembre y por las noches se empezaba a sentir el fresco propio del otoño. Kazán estuvo observando el sol hasta que se desvaneció en el cielo del Sur. Después sobrevino rápidamente la obscuridad y el perro sintió un más violento deseo de recobrar su libertad. Noche tras noche había estado mordiendo su cadena de acero, y noche tras noche observaba la luna y las estrellas, y escuchaba, tratando de percibir la llamada de Loba Gris mientras el Danés dormía profundamente. Aquella noche era más fría que habitualmente y el viento fresco que soplaba del Este lo excitaba de un modo extraño, enardeciendo su sangre con lo que los indios llaman «hambre de escarcha». El verano letárgico habíase marchado ya y estaban al llegar los días y noches propios para la caza, en que soplan vientos que parecen cortar la carne. Kazán necesitaba recobrar la libertad y correr hasta sentirse exhausto, con Loba Gris a su lado. Sabía que ella estaba lejos, donde las estrellas brillaban en el claro cielo, y que lo esperaba. Tiró de su cadena y gimió. Toda aquella noche estuvo intranquilo, mucho más que en otra ocasión cualquiera. De pronto, a mucha distancia, oyó un grito que le pareció ser de Loba Gris y su respuesta despertó al profesor. Amanecía ya y Mac Gilí se vistió y salió de la cabaña, notando con satisfacción la frescura del aire. Humedeció sus dedos y manteniéndolos en alto, se alegró al notar que el viento soplaba del Norte.

Entre otras cosas dijo a Kazán que dentro de un par de días emprenderían la marcha.

Cinco días más tarde el profesor hizo entrar al Danés en una canoa y luego hizo lo mismo con Kazán. Sandy Mac Trigger los vio marchar y Kazán había estado atento por si se presentaba la ocasión de saltar sobre él. Pero Sandy se mantuvo a prudente distancia y Mac Gilí, que observaba al hombre y al perro, tuvo una idea que hizo correr apresuradamente su sangre, aunque lo disimuló con una sonrisa tranquila y satisfecha. Cuando ya habían recorrido un kilómetro corriente abajo, puso sin miedo la mano sobre la cabeza de Kazán y algo en el contacto de aquella mano y en la voz del profesor refrenó el deseo de morder que sintió el perro. Toleró, pues, aquel acto amistoso con ojos inexpresivos y absoluta inmovilidad.

—Ya empezaba a temer que no podría dormir mucho, amigo —dijo—, pero me parece que gracias a ti podré echar un sueño de vez en cuando.

Aquella noche acampó después de haber recorrido veinticinco kilómetros por la orilla del lago. El Danés fue atado a un arbolillo a veinte metros de la pequeña tienda de seda, pero a Kazán lo sujetó a un grueso tronco que mantenía cerrada la entrada de la tienda. Antes de meterse aquella noche en la tienda, Mac Gilí sacó su pistola automática y la examinó con el mayor cuidado.

Durante tres días continuaron el viaje sin el menor tropiezo a lo largo de la orilla del lago Athabasca. En la cuarta noche Mac Gilí armó su tienda en un bosquecillo de pinos a un centenar de metros del agua. Durante todo el día recibieron el viento por la espalda y el profesor había estado observando con la mayor atención la conducta de Kazán, el cual sentía un olor, procedente del Oeste, que lo hacía estar intranquilo. Desde el mediodía no cesaba de olfatear el viento y el profesor lo oyó, por dos veces, gruñir sordamente. Otra vez en que el olor llegó más acentuado a sus hocicos, mostró los dientes, encolerizado, y se le erizaron los pelos del espinazo. El profesor no encendió ninguna hoguera después de acampar, sino que estuvo mirando a través del lago con unos gemelos de caza y al oscurecer regresó a la tienda, a donde dejara los perros. Miró atentamente a Kazán, el cual estaba todavía nervioso y de cara al Oeste. Mac Gilí se fijó en este detalle y también en que el Danés tenía vuelta la cabeza al Este. En circunstancias ordinarias Kazán habría estado de cara a su compañero, de manera que no tuvo duda alguna de que había algo en el Oeste. Y al pensar en lo que podría ser, ligero estremecimiento recorrió su cuerpo.

Detrás de una roca encendió una pequeña hoguera y preparó la cena. Después se dirigió a la tienda, para salir en breve llevando una manta debajo del brazo y al pasar por el lado de Kazán, murmuró:

—Me parece que no vamos a dormir mucho esta noche, Kazán. No me gusta lo que olfateas hacia el Oeste. Podría ser muy bien «una tempestad de truenos».

Se rió de su propia broma, se instaló a treinta pasos de la tienda, junto a un matorral, y, envolviéndose en la manta, se echó a dormir.

La noche era tranquila, estrellada, y horas después Kazán tendió la cabeza entre las patas delanteras y se adormiló, pero muy pronto lo despertó el crujido de una rama. El Danés siguió durmiendo, pero Kazán se puso inmediatamente en pie, olfateando nerviosamente el aire. El olor que percibiera durante el día era entonces muy fuerte a su alrededor y permaneció quieto y tembloroso de impaciencia. Lentamente, desde más allá de los árboles que cobijaban la tienda, apareció una figura que no era la del profesor. Se acercó con cautela, ton la cabeza baja y hundida entre los hombros, y la luz de las estrellas puso al descubierto el criminal rostro de Sandy Mac Trigger. Kazán se acurrucó, con la cabeza entre sus patas anteriores, mientras enseñaba los dientes. Pero no hizo ruido alguno que revelara su presencia debajo del matorral. Paso a paso, se acercó Sandy y por último llegó a la entrada de la tienda. Entonces no llevaba en la mano garrote ni látigo alguno, sino algo de acero que brillaba. Detúvose a la entrada de la tienda y miró al interior dando la espalda a Kazán.

Silenciosa y rápidamente, y obrando como los lobos en cada uno de sus movimientos, Kazán se puso en pie. Olvidó la cadena que lo retenía, pues a tres metros de distancia estaba el enemigo que odiaba sobre todos los demás que conociera. Y toda la fuerza de su espléndido cuerpo se concentró para saltar.

Por último dio el salto y tan violento fue que la cadena no lo retuvo, aunque el choque de la rotura castigó duramente su cuello. El tiempo y los elementos habían adelgazado la piel del collar que llevaba desde la remota época de su esclavitud en el tiro del trineo, y se rompió con ligero ruido. Sandy se volvió y después de un segundo salto, los dientes de Kazán se clavaron en su brazo. Dando un grito de asombro y dolor el hombre cayó, y mientras con su enemigo se revolcaba por el suelo, se oyó la bronca voz del Danés que daba la alarma mientras tiraba con toda su fuerza de la cuerda que lo retenía. En la caída Kazán perdió la presa y en un momento estuvo nuevamente en pie, dispuesto para la acometida, pero entonces cambió repentinamente de idea. Observó que estaba libre. Ya no sentía el collar, y el bosque, las estrellas y el viento lo rodeaban. A su lado estaban los hombres, pero lejos se hallaba Loba Gris. Agachó las orejas y como una sombra se deslizó hacia las tinieblas y hacia la libertad gloriosa.

A un centenar de metros ocurría algo que le obligó a detenerse por un instante. No era ya la voz del enorme Danés, sino el seco crac, crac, crac de la pistola automática del profesor. Y dominando el ruido de las detonaciones surgió la voz de Sandy Mac Trigger en terrible y desesperado grito.