Mac Trigger se dejó caer de rodillas sobre la arena. La expresión de triunfo había desaparecido de su semblante. Dio vuelta al collar sobre el inanimado cuello del perro basta que apareció la desgastada placa, sobre la cual pudo distinguir las letras casi borradas: K-A-Z-A-N. Cuando deletreó el nombre, el aspecto de su rostro fue el de quien no se atreve a creer en lo que está viendo.
—¡Un perro! —exclamó de nuevo—. ¡Un perro, Sandy Mac Trigger, y además, de raza estupenda!
Se puso en pie y miró nuevamente a su víctima. De los hocicos de Kazán brotaba un hilillo de sangre que enrojecía la arena; Sandy se inclinó otra vez para examinar la herida de la bala. El examen le causó contento, pues vio que el perro estaba herido muy levemente, ya que la gruesa bala le rozó tan sólo el cráneo, sin romperlo, de manera que el animal tenía únicamente una fuerte contusión que lo hizo caer sin sentido al suelo.
Al principio Sandy se figuró que los movimientos, en apariencia espasmódicos, de la espalda y las patas de Kazán eran los de la agonía, pero no era así, pues a los pocos instantes recobraría nuevamente el sentido, Sandy era inteligente en perros, en perros de trineo, se entiende, pues entre ellos pasó casi las dos terceras partes de su vida. De una mirada podía adivinar la edad, el precio y gran parte de la historia de un can. En la nieve sabía distinguir las huellas de un perro de Mackenzie de las de un Malemute, y las de un esquimal de las de un Yukón. Miró los pies de Kazán y, observando que eran característicos de lobo, profirió una exclamación de contento. Kazán tenía sangre salvaje en las venas, era grande y fuerte, y Sandy pensó en el invierno siguiente y en los altos precios que los perros alcanzarían en Red Gold City. Yendo entonces hacia la canoa volvió con un rollo de gruesa correa de piel de alce. Sentóse ante Kazán y empezó a atarle el hocico de manera que quedara sujeto como por un bozal, y luego ató sólidamente la cuerda a su cuello. Hecho esto, ató al collar del animal una gruesa correa y, retrocediendo, esperó a que Kazán recobrara el sentido.
Cuando el perro levantó la cabeza no veía aún, porque ante sus ojos parecía haber un velo de color de sangre, pero pronto desapareció este velo y vio al hombre. Su primer deseo fue el de ponerse en pie, mas se cayó tres veces antes de conseguirlo. Sandy estaba a dos metros de distancia, sujetando el extremo de la cuerda, y entonces Kazán contrajo los labios para enseñar los dientes. Gruñó y se le erizaron los pelos del espinazo. El hombre se apresuró a ponerse en pie.
—Me parece adivinar lo que te figuras —dijo—. Ya he tenido perros como tú. Los malditos lobos te han hecho malo y necesitas un poco de jarabe de palo antes de ser lo que debes. Ahora, mira aquí…
Sandy había tenido la precaución de traerse de la lancha un palo juntamente con la correa. Lo cogió del suelo, mientras Kazán recobraba toda su fuerza. Ya no estaba atontado y la niebla roja se desvaneció ante sus ojos. Veía nuevamente a su enemigo de siempre: el hombre… el hombre y el garrote. Instantáneamente se sintió animado de su salvaje ferocidad. Sin razonar, sabía que Loba Gris se había marchado y que el hombre que tenía delante era el culpable de su marcha. Sabía también que aquel hombre le había hecho el daño que sufriera y lo mismo que lo atribuía al hombre, lo adjudicaba también al palo. En su nueva comprensión de las cosas, debida a la libertad y a la compañía de Loba Gris, el hombre y el palo eran inseparables. Dando un gruñido que más parecía rugido, saltó sobre el hombre. Sandy no esperaba este salto directo y antes de que pudiera levantar el garrote o echarse a un lado, el perro chocó contra su pecho. El bozal que Mac Trigger pusiera en el hocico del perro le salvó de una muerte cierta, porque los dientes de éste le habrían abierto el cuello, pero bajo el peso del cuerpo del animal, cayó de espaldas, como si le hubiese tocado la piedra disparada por una catapulta.
Con la agilidad de un gato se puso nuevamente en pie, con el extremo de la cuerda varias veces arrollado a su muñeca. Kazán volvió a saltar, pero esta vez se encontró con un rápido golpe del garrote que le dio en la espalda y lo tumbó al suelo de costado. Y antes de que pudiera rehacerse, Sandy se echó sobre él con la furia de un loco. Acortó la correa arrollándola más aún a su mano y el garrote se levantó y se desplomó con la habilidad y fuerza propias de un hombre acostumbrado a usarlo. Los primeros golpes sirvieron tan sólo para enfurecer más a Kazán y para hacerlo más atrevido en sus ataques contra el enemigo, pero el garrote caía sobre él con fuerza tal, que amenazaba romper sus huesos. Había en los ojos de Sandy una mirada cruel y en su boca un rictus de maldad. Nunca había visto perro semejante a aquél y aun con la defensa del bozal le daba algún cuidado la fiereza de Kazán. Éste habría hundido tres veces sus dientes en el cuerpo de Sandy, a no ser por el bozal.
En cuanto se le ocurrió tal idea, Sandy dio un furioso garrotazo al perro en la cabeza, y el perro cayó otra vez inanimado al suelo. Sandy jadeaba fatigado por el esfuerzo de la pelea y hasta que soltó el palo no se dio cuenta de lo empeñada que había sido la lucha.
Antes de que Kazán se repusiera del golpe que lo había atontado, Sandy examinó el bozal y lo reforzó con otra correa. Entonces arrastró al perro hasta un tronco que la corriente dejara en una crecida, en la orilla, a poca distancia, y allí ató la correa. Luego arrastró la canoa hasta la orilla y empezó los preparativos para acampar.
Durante algunos minutos después de recobrar el sentido, Kazán permaneció inmóvil, vigilando a Sandy Mac Trigger. Le dolían todos los huesos del cuerpo. Las mandíbulas estaban heridas por la cuerda y ensangrentadas por los garrotazos, y además tenía el labio superior casi destrozado de un golpe y un ojo cerrado por la misma causa. Sandy se acercó, complacido del resultado de la paliza, pero no sin empuñar el garrote por lo que pudiera pasar. La tercera vez, empujó al perro con el palo y el animal gruñó, tratando de morderlo. Eso era lo que deseaba Mac Trigger, pues era uno de los ardides del domador de perros.
Instantáneamente volvió a hacer uso del garrote, y continuó pegando hasta que Kazán, dando un gemido, buscó protección en el tronco del árbol al cual estaba atado.
Habían sido tan formidables las palizas recibidas, que apenas podía arrastrarse. Tenía una pata delantera casi, deshecha y no se podía sostener sobre sus ancas. Y por espacio de un cuarto de hora después de la segunda paliza, no habría podido huir aun estando libre.
Sandy estaba de excelente humor, cosa en él no acostumbrada.
—Te voy a quitar el diablo del cuerpo —dijo a Kazán por vigésima vez—. No hay nada como el palo para educar a los perros. Dentro de un mes valdrás dos cientos dólares o te despellejo vivo.
Antes de que obscureciera aún trató Sandy tres o cuatro veces más de suscitar la animosidad de Kazán, pero en éste ya no existía el menor deseo de pelear. Las dos tremendas palizas y la contusión de la cabeza causada por la bala lo habían puesto, realmente, enfermo. Estaba echado y con la cabeza entre las dos patas anteriores. Como tenía los ojos cerrados no veía a Mac Trigger. No hizo el menor caso de la carne que le echó bajo la nariz y ni se dio cuenta siquiera de cuándo se puso el sol y llegó la noche. Más, por fin, algo lo sacó de su estupor: a su atontado y enfermo cerebro llegó el recuerdo del pasado lejano y levantó la cabeza y escuchó. En la arena, Sandy Mac Trigger había encendido una hoguera que lo alumbraba con sus rojos resplandores mientras miraba a las tinieblas que había más allá del arroyo. También él escuchaba y lo que despertó a Kazán volvió a oírse. Era el aullido triste y quejumbroso de Loba Gris en la llanura.
Dando un gemido, Kazán se puso en pie, tirando de la cuerda, pero Sandy empuñó el garrote y se acercó a él.
—¡Échate, animal! —ordenó. Y levantó el palo, y lo volvió a dejar caer sobre los lomos de Kazán. Cuando hubo terminado, echó el garrote al lado de las mantas que había tendido en el suelo, a guisa de cama, pero el palo tenía ya otro aspecto, pues estaba cubierto de pelos y de sangre.
—No te quepa duda de que te voy a sacar el demonio del cuerpo —dijo—. Lo haré o te mataré.
Durante aquella noche Kazán oyó varias veces la llamada de Loba Gris, pero él sólo se atrevió a gemir suavemente, pues temía al palo. Observó el fuego hasta que se apagaron las últimas brasas y luego, cuidadosamente, se arrastró para alejarse del tronco. Dos o tres veces probó a ponerse en pie, pero no pudo lograrlo, pues se caía, no porque tuviera algún hueso roto, sino por el horrible dolor que sentía en las patas cuando quería sostenerse sobre ellas. Estaba febril y durante la noche a sus dolores se agrego el sufrimiento de una sed horrible. Cuando, a la aurora, Sandy salió de entre sus mantas, le dio carne y agua, y el perro bebió, pero no comió nada. El hombre observó satisfecho el cambio. Cuando hubo salido el sol, Sandy había ya desayunado y estaba dispuesto a partir. Se acercó entonces a Kazán, sin miedo alguno y sin llevar el palo. Lo desató del tronco y lo arrastró hasta la canoa, en cuya popa ató la correa, riéndose silenciosamente al pensar en lo que iba a hacer, pues en el Yukón había aprendido a domar a los perros más fieros.
Empujó la embarcación al agua, la proa por delante, y luego, por medio de un remo, llevó a Kazán a la orilla, de manera que a los pocos instantes las patas delanteras del perro estaban en contacto con la corriente. Por espacio de unos instantes Sandy dejó floja la cuerda que sujetaba al perro y luego, con repentino empuje hizo entrar a Kazán en el agua. Inmediatamente lanzó la canoa hacia el centro y empezó a remar de manera que la cuerda que sujetaba al perro tirase del cuello de éste. Y así, a pesar de sus contusiones y heridas, Kazán se vio obligado a nadar para conservar la cabeza fuera del agua. Y como los golpes del remo de Sandy iban siendo más vigorosos, la situación del pobre animal era cada vez más peligrosa y le causaba mayores torturas. A veces su peluda cabeza se veía completamente sumergida. Otras veces Sandy esperaba a que el perro nadase al lado de la barca y entonces, con el remo, le hundía nuevamente. El pobre Kazán sentíase a cada momento más débil y cuando apenas habían recorrido un kilómetro se estaba ahogando. Entonces fue cuando Sandy lo recogió a bordo y le permitió echarse en la canoa. Kazán cayó sobre las tablas pudiendo respirar apenas. Pese a lo brutal del método de Sandy, era preciso reconocer que había logrado su objeto, porque Kazán no tenía el más pequeño deseo de luchar, ni siquiera para conquistar la libertad. Sabía que aquel hombre era su amo y por el momento había perdido completamente el ánimo. Todo lo que por entonces deseaba, era estar echado en el fondo de la canoa, fuera del alcance del garrote y alejado del agua. El palo estaba entre él y Sandy y su extremo se hallaba a medio metro de su nariz, permitiéndole oler su propia sangre, de la que estaba manchado.
Durante cinco días y cinco noches continuaron el viaje río abajo y Mac Trigger continuó el sistema educativo de Kazán, dándole tres palizas más y algún que otro chapuzón. En la mañana del sexto día llegaron a Red Gold City y Mac Trigger armó su tienda junto al río.
Halló en alguna parte una cadena para Kazán y después de atarlo con firmeza en la parte posterior de la tienda, cortó la correa que le impedía abrir la boca.
—No podrías comer con bozal —dijo a su preso—. Y quiero que vuelvas a ser fuerte otra vez y tan fiero como un demonio. He tenido una idea, una idea excelente. Vas a ver cómo me lleno los bolsillos de polvo de oro. Otra vez ya hice lo mismo y ahora lo repetiré.
Después de esto, ofreció dos veces al día carne cruda a su prisionero, el cual recobró prontamente el ánimo. Atenuóse el dolor de sus miembros y se curaron las heridas de su boca. Y a partir del cuarto día, cada vez que se le acercaba Sandy para darle carne, lo recibía con un gruñido de muy mal agüero, pero su amo ya no le pegaba. No le daba pescado, grasa ni harina, sino solamente carne cruda. Y para lograr las entrañas frescas de un reno, hacía a veces viajes de ocho o diez kilómetros. Un día Sandy llegó acompañado de otro hombre y cuando el desconocido dio un paso hacia Kazán, éste saltó repentinamente sobre él. El recién llegado dio a su vez un salto retrocediendo y mascullando una blasfemia.
—¡Ya lo creo que servirá! —exclamó—. Pesa, sin duda alguna, de cinco a siete kilos menos que el Danés, pero como tiene buenos dientes y mucha agilidad, hará una buena demostración antes de ser vencido.
—Te apuesto veinticinco por ciento de mi parte a que no es vencido —arguyó Sandy.
—Hecho —contestó el otro—. ¿Cuándo estará dispuesto?
Sandy se quedó un instante pensativo.
—Dentro de una semana —dijo—. No alcanzará su peso hasta entonces. De hoy en una semana, digamos. El próximo martes por la noche. ¿Te conviene, Harker?
Éste contestó afirmativamente.
—El próximo martes por la noche —dijo—. Y apuesto la mitad de mi parte a que el Danés mata a tu perro lobo.
Sandy miró largamente a Kazán y contestó:
—No quiero ganarte la apuesta, porque estoy seguro de que no hay perro entre esta región y el Yukón capaz de matar al lobo.