Capítulo XX

En los meses de julio y agosto del año 1911 hubo grandes incendios en el Norte. El terreno pantanoso donde Kazán y Loba Gris tenían su guarida y la llanura entre las dos montañas habían escapado a los mares de devastadoras llamas; pero ahora, al continuar la pareja sus errantes aventuras, no transcurrió mucho tiempo sin que sus patas se pusieran en contacto con las extensiones llenas de carbón y ceniza, obra de los incendios que tan de cerca siguieron a la epidemia y al hambre del invierno anterior. En su humillación y derrota, después de haber sido arrojados de su guarida por los castores, Kazán llevó a su ciega compañera hacia el Sur. Treinta kilómetros más allá se encontraron en la región de los bosques destruidos por el fuego. Los vientos procedentes de la Bahía de Hudson habían empujado las llamas hacia el Oeste y por donde ellas pasaron no dejaron un vestigio de vida ni una faja de vegetación. Loba Gris no podía ver la desolación del mundo que atravesaba, pero en cambio la sentía. Recordó el fuego que hubo después de la tragedia de la Roca del Sol, y sus maravillosos instintos, aguzados y desarrollados por la ceguera, le dieron a entender que hacia el Norte y no al Sur, estaban los terrenos de caza que andaban buscando. La sangre de perro que corría por las venas de Kazán lo impulsaba hacia el Sur, no porque buscara al hombre, pues de éste era tan mortal enemigo como la misma Loba Gris, sino porque obedecía a su instinto de perro de dirigirse hacia el Sur, así como ante el fuego su instinto de lobo le impelía a encaminarse al Norte. Al terminar el tercer día venció Loba Gris, pues desandando lo que habían recorrido, torcieron hacia el Noroeste, hacia la región de Athabasca, emprendiendo un camino que los llevaría finalmente a las fuentes del río Mac Farlane.

A últimos del otoño anterior un buscador de oro llegó a Fort Smith, en el río Slave, con una botella llena de polvo de oro y pepitas. Había hecho el hallazgo en el Mac Farlane. Los primeros correos llevaron la noticia a las regiones civilizadas y a mediados de invierno la primera horda de buscadores de oro se precipitaron sobre el país en trineos o calzados de raquetas de nieve. Se encontraron rápidamente yacimientos de oro. El Mac Farlane era rico en pepitas de oro y numerosos mineros denunciaron sus pertenencias y empezaron a trabajar. Los últimos en llegar buscaron en nuevos campos situados más al Norte y al Este, y al Fort Smith llegaron rumores acerca de filones mucho más ricos que los de Yukón[9]. Al principio una veintena de hombres, luego un centenar, quinientos y hasta un millar, acudieron a la nueva región. Muchos de éstos procedían de las praderas del Sur y de los placeres de Saskatchewan y el Frazer. Desde el lejano Norte, siguiendo el Mackenzie y el Liard, llegó cierto número de buscadores de oro veteranos y algunos aventureros del Yukón, gente que ya sabía lo que era pasar hambre y frío, y morirse poco a poco.

Uno de los últimos en llegar fue Sandy Mac Trigger, el cual tenía varias razones para marcharse del Yukón. Estaba en malas relaciones con la policía que recorría el país al Oeste de la ciudad de Dawson, y apurado como estaba, tenía necesidad de alejarse. A pesar de estos hechos era uno de los mejores buscadores de oro que siguiera las orillas del Klondike. Había hecho descubrimientos importantes que valieron uno o dos millones, pero lo perdió todo bebiendo y jugando. Era muy astuto y listo, y ni tenía conciencia ni conocía el miedo. La brutalidad era el rasgo que más claramente expresaba su semblante. Su mandíbula inferior prominente, los abiertos ojos, la frente estrecha y los revueltos mechones de cabello rojo lo designaban en seguida como hombre de quien se debía desconfiar. Se sospechaba que había dado muerte a dos personas y que robó a otras; pero la misma policía no pudo encontrar pruebas de cargo suficientes. Sin embargo, a pesar de todas estas malas cualidades, Sandy Mac Trigger tenía un valor frío y temerario que hasta sus peores enemigos se veían obligados a admirar, y también ciertas profundidades mentales que no expresaban sus desagradables facciones.

A los seis meses, una ciudad, Red Gold City[10] había brotado en las márgenes del río Mac Farlane, a doscientos kilómetros del Fuerte Smith, el cual se hallaba a setecientos kilómetros de las regiones civilizadas.

Al llegar: Sandy, observó la abigarrada colección de barracas, casas de juego y salones de reunión de la nueva ciudad y comprendió que la ocasión no era favorable todavía para realizar uno de los proyectos que llevaba estudiados. Jugó un poco y ganó lo suficiente para comprar víveres y medio equipo. Un detalle de este equipo era un rifle que se cargaba por la boca, y Sandy, que siempre había usado los últimos modelos de las armas de fuego, se rió al verlo. Pero era lo mejor que le permitían adquirir sus recursos. Se dirigió hacia el Sur, remontando el Mac Farlane. Más allá de cierto punto, los buscadores de oro no habían hallado el precioso metal, pero Sandy prosiguió su camino y hasta que no estuvo a bastante distancia no empezó a buscar. Remontó el curso de un pequeño río tributario cuyas fuentes estaban cien kilómetros hacia el Sudeste. De vez en cuando encontraba algunas muestras de oro, pero no más de lo suficiente para ganar de seis a ocho dólares por día y ello le causó profundo disgusto. Siguió corriente arriba por espacio de algunas semanas, pero cada vez era más pequeña la cantidad de oro que encontraba. Por fin, sólo muy de tarde en tarde encontraba algo y en poquísima cantidad. En tales ocasiones Sandy se convertía en un hombre que hubiera sido peligroso de hallarse en compañía de otras personas, pero si estaba solo era inofensivo.

Una tarde acercó su canoa a una estrecha faja de arena. Era un recodo del río, que allí se ensanchaba y hacia él se dirigió con la esperanza de encontrar algo. Se había inclinado sobre la arena, para examinarla, cuando llamaron su atención unas huellas que descubrió en ella. Dos animales, uno al lado del otro, habían estado allí bebiendo. Las huellas eran muy recientes, tal vez de una hora antes. Brillaron los ojos de Sandy y miró curiosamente en todas direcciones, murmurando:

—Lobos. Me gustaría poder largarles un tiro con este rifle.

A unos quinientos metros Loba Gris sorprendió el temido olor del hombre y avisó a Kazán con un largo aullido que llegó a oídos de Sandy Mac Trigger. Éste desembarcó en el acto, cargó de nuevo su rifle y se metió tierra adentro.

Durante una semana Kazán y Loba Gris habían estado vagabundeando por las fuentes del Mac Farlane, y aquélla era la primera vez, desde el invierno anterior, que Loba Gris sorprendía el olor del hombre en el aire. Cuando el viento le llevó este olor estaba sola, pues Kazán la había dejado para cazar un conejo. Primero oyó el ruido de los remos de Mac Trigger al golpear el agua, y el olor llegó casi en seguida a su olfato. Cinco minutos después de su aviso, Kazán estaba ya a su lado, jadeando a causa de la carrera. Sandy, que había cazado zorros árticos, seguía ahora la táctica esquimal que consiste en describir un semicírculo hasta que el cazador se sitúa de cara al viento. Kazán sorprendió en el aire el olor del hombre y se le erizaron los pelos del espinazo. Pero Loba Gris era mucho más lista que las pequeñas zorras de enrojecidos ojos del Norte. Su hocico señalaba exactamente los movimientos del hombre y en cuanto advirtió que el viento no le acarreaba el olor de Sandy, gimió y se frotó contra Kazán, trotando luego algunos pasos hacia el Sudoeste.

En ocasiones como aquella Kazán pocas veces se negaba a dejarse guiar por ella. Se alejaron uno al lado del otro y mientras tanto Sandy Mac Trigger se arrastraba como una serpiente cara al viento. Kazán observaba, a través de un matorral, la canoa varada en la faja de arena. Cuando regresó Mac Trigger, después de una hora de inútil acecho, observó, lleno de estupor, dos huellas recientes que se dirigían hasta casi la canoa. Gruñó, hizo una mueca y luego, buscando en su petate, sacó una bolsa de goma y de ella una botella fuertemente tapada que contenía algunas cápsulas gelatinosas de estricnina. En cada una de estas cápsulas había cinco gramos del veneno. Se tenían fundadas sospechas de que Mac Trigger ensayó el efecto de una de estas cápsulas, dejándola caer en la taza de café que ofreció a un amigo, pero la policía no pudo probarlo nunca. Sandy era experto en el uso de los venenos. Probablemente había matado un millar de zorras y se reía silenciosamente mientras contaba una docena de aquellas cápsulas y se prometía acabar en breve con aquellos dos lobos. Dos o tres días antes había matado un reno y envolvió cada una de las cápsulas en grasa de dicho animal, valiéndose de unas ramitas para no tocar el cebo con las manos.

A la puesta del sol fue a poner el cebo envenenado, que en su mayor parte dejó en los matorrales, y luego regresó al arroyo y guisó la cena.

A la mañana siguiente se levantó temprano y fue a visitar los cebos. El primero no había sido tocado y el segundo tampoco, pero el tercero no estaba, circunstancia que le causó la mayor alegría, dándole la seguridad de que en un radio de trescientos metros encontraría a la víctima. Pero al fijarse mejor observó que el cebo estaba debajo de unas ramitas, y no había sido tocado tampoco. Mac Trigger no sabía que se las había con un animal cuyos sentidos estaban extraordinariamente afinados por la ceguera, y no podía comprender lo que sucedía, pues nunca le ocurrió cosa semejante. Si una zorra o lobo llegaba a tocar los cebos, era indudable que se los comería. Sandy examinó los otros cebos y vio que estaban sin tocar. Varios estaban destrozados y el polvo blanco desparramado por el suelo. No le cupo duda de que los autores de ello eran Kazán y Loba Gris, porque encontró fácilmente sus huellas en diferentes sitios. El malhumor acumulado durante semanas enteras de fracaso hizo explosión al fin y Mac Trigger maldijo de su mala suerte y consideró que lo mejor que podía hacer era regresar a Red Gold City. Por la mañana, temprano, botó la canoa en el río y empezó a descender por la corriente. Dejaba que ésta lo arrastrara y solamente usaba el remo para evitar choques contra las orillas. Estaba cómodamente sentado, con la espalda reclinada, y el viejo rifle entre las rodillas. El viento le daba de cara y Mac Trigger observaba con la mayor atención por si descubría alguna pieza de caza.

Por la tarde, cerca del crepúsculo, Kazán y Loba Gris se acercaron a un banco de arena situado en el arroyo, a ocho o diez kilómetros más abajo. Kazán bebía tranquilamente el agua fría cuando apareció Sandy en su canoa, la que se deslizaba sin hacer ruido, a menos de cien metros de distancia. Si el viento hubiese sido favorable o Sandy hubiera usado el remo, Loba Gris habría advertido el peligro, pero fue el ruido metálico del cierre del viejo rifle lo primero que llamó su atención. Loba Gris se estremeció al advertir cuán cerca estaba el enemigo y Kazán, que oyó el ruido, cesó de beber para mirar. En aquel momento Sandy apretó el gatillo. Inmediatamente salió humo del extremo del cañón, resonó un estampido y Kazán sintió como si una corriente de fuego pasara con la rapidez del rayo por su cerebro. Cayó hacia atrás, pues las piernas se negaron a sostenerle, y se quedó en el suelo convertido en una masa inmóvil. Loba Gris, al oír el disparo, se apresuró a huir a la maleza y, como era ciega y no vio caer a Kazán, en cuanto estuvo a quinientos metros de distancia, se detuvo para esperarlo.

Sandy Mac Trigger acercó su canoa al banco de arena, dando un grito de triunfo.

—¡Te cogí, maldito! ¡Te cogí! —exclamó—. ¡Y si hubiese tenido otro tiro en esta antigualla, también habría matado a tu compañero!

Con el cañón de su arma levantó la cabeza de Kazán. Entonces la satisfacción que se pintaba en su cara se trocó en el asombro más extraordinario. Acababa de ver el collar que llevaba Kazán.

—¡Demonio! —exclamó—. No es un lobo. ¡Es un perro!