Capítulo XVIII

Privados una vez de las alegrías de la paternidad por el asesinato ocurrido en la Roca del Sol, tanto Kazán como Loba Gris eran distintos de lo que habrían sido si el enorme lince no hubiese intervenido en sus vidas de tan trágica manera. Como si la tragedia fuese de ayer, recordaban la noche de luna en que el lince causó la ceguera a Loba Gris y despedazó a sus pequeñuelos, así como la venganza que Kazán tomara del asesino en la terrible lucha que con él sostuvo. Y ahora, con aquel montón viviente que respiraba a su lado, Loba Gris vio, a través de sus ciegos ojos, mucho más claramente que en otra ocasión cualquiera el trágico cuadro de aquella noche, y temblaba de miedo a cada uno de los sonidos que llegaban a ella, dispuesta a saltar al cuello del invisible enemigo, para destrozar a todo el que no fuese Kazán. E incesantemente y poniéndose en pie al oír el más pequeño ruido, Kazán vigilaba atento. Desconfiaba hasta de las sombras, y el crujido de una rama le hacía arrugar los labios para enseñar los dientes que brillaban también amenazadores cuando a su olfato llegaba algún extraño olor. También en él el recuerdo de la Roca del Sol, la muerte de su, pequeñuelos y la ceguera de Loba Gris, habían hecho nacer un nuevo instinto. Ni siquiera por un instante se distraía y tan seguramente como se espera que se levante el sol por la mañana, él esperaba que más tarde o más temprano su mortal enemigo se acercaría a escondidas a ellos desde el bosque. En otra hora semejante a aquélla, el lince trajo la muerte y la ceguera, y así, día y noche, esperaba y vigilaba la para él segura llegada del enemigo. Desgraciado de cualquier animal que se atreviera a acercarse a la guarida en aquellos primeros días de la maternidad de Loba Gris.

Pero en aquellos lugares reinaba la más completa paz. Por allí no había intruso alguno, a excepción de los pájaros, los ratones y los armiños, que no podían ser considerados como tales. Kazán iba a menudo a visitar a Loba Gris, y a pesar de que más de una vez husmeó, buscando, junto a su compañera, solamente pudo encontrar un pequeñuelo. Un poco más lejos, al Oeste, los Dog-Ribs[8] habrían llamado al pequeñuelo Bari por dos razones: la primera porque no tenía hermanos y la segunda por ser mestizo de perro y de lobo.

Era un animalito brillante, muy vivaracho desde el primer día, porque entonces la atención y el vigor de la madre no tenía que dividirse entre varios hijos. Se desarrolló con la rapidez propia de los lobatos y no tan lentamente como los perros. Los tres primeros días de su vida permaneció junto a su madre, mamando cuando sentía necesidad de alimentarse y durmiendo la mayor parte del tiempo mientras su madre lo lavaba lamiéndolo casi constantemente. A partir del cuarto día ya empezó a dar muestras de vida activa, haciendo verdaderos progresos de hora en hora. Encontró la cara de su ciega madre y, con tremendo esfuerzo, quiso encaramarse a ella; pero cayó en seguida lanzando lastimeros chillidos. No tardó mucho en reconocer a Kazán como cosa inseparable de su madre y apenas tenía una semana cuando se revolcó por entre las patas delanteras del perro para echar un sueñecito. El padre sentía la mayor extrañeza. En cuanto a Loba Gris, dio un suspiro y apoyó la cabeza en una de las patas de su compañero, de modo que su hocico tocaba casi a su cachorro, que por vez primera se alejaba de ella.

Cuando tuvo ya diez días de edad, Bari descubrió que era muy divertido jugar con una piel de conejo. Poco después hizo otro importantísimo descubrimiento; el de la luz del sol. Éste había llegado a un lugar del cielo desde donde podía mandar algunos de sus rayos por una abertura del techo de la guarida. Al principio Bari se contentó con mirar el hilo dorado, pero luego quiso jugar con él como lo hacía con la piel de conejo. Y desde entonces cada día se acercaba un poco más a la entrada de la guarida, por la que Kazán salía al enorme mundo exterior. Finalmente llegó la ocasión en que se atrevió, a situarse en la entrada de su vivienda y allí se echó, parpadeando y asustado por lo que veía. Loba Gris ya no trató de retenerlo, sino que salió a la luz del sol y lo llamó para que se reuniera con ella. Ello sucedía tres días antes de que los débiles ojos del cachorro se hubiesen reforzado lo bastante para poder seguir a su madre, y muy poco después Bari aprendió a querer al sol, al aire cálido y a la dulzura y suavidad de la vida, así como a temer la obscuridad de la guarida en que naciera.

Pero pronto pudo convencerse de que el mundo no era tan agradable como se figuraba. Ante las señales de que se acercaba una tormenta, Loba Gris trató de hacerlo entrar en la guarida. Era aquél su primer aviso a Bari y él no lo entendió. Pero donde fracasó Loba Gris logró la naturaleza dar una lección al cachorro, porque éste fue cogido por un verdadero diluvio y se tendió en el suelo aterrorizado, de modo que se mojó y casi se ahogó antes de que se acerca la madre para llevarlo a su cobijo. Y así, una a una, recibió las lecciones de la vida y uno a uno nacieron sus instintos. El más memorable de los días que siguieron, fue aquél en que su curiosa nariz tocó la carne de un conejo recién muerto y que aún sangraba. Fue la primera vez que probó la sangre y esto lo llenó de extraña excitación. En adelante ya supo por qué Kazán llevaba la carne entre sus dientes. Pronto empezó a pelear con ramitas en vez de entretenerse con la blanda piel de conejo y sus dientes se endurecieron y afilaron como pequeñas agujas.

Por último descubrió el Gran Misterio cuando un día Kazán le llevó un conejo que aún estaba vivo, pero tan mal herido que no podía correr. Bari ya sabía lo que significaban los conejos y las perdices: aquella dulce y caliente sangre que le gustaba más que la leche de su madre. Pero hasta entonces los animales que vio habían llegado muertos a él y nunca había visto vivo a ninguno de aquellos monstruos. Y, naturalmente, el conejo que Kazán dejó caer al suelo, que agitaba convulso las patas y que luchaba en vano con la espalda rota, hizo retroceder a Bari, muy atemorizado. Por unos instantes observó los movimientos agónicos de la presa de Kazán, en tanto que éste y Loba Gris parecían comprender muy bien que aquélla era para su hijo la primera lección de cómo debía matarse un ser de carne comestible, y permanecían cerca del conejo, sin tratar de que acabara de sufrir. Media docena de veces Loba Gris olió al conejo y luego volvió su ciego rostro a Bari. Mientras tanto Kazán se tendió en el suelo a poca distancia del conejo, dispuesto a ser espectador de la escena que esperaba. Cada vez que Loba Gris bajaba la cabeza para oler al conejo, se erguían curiosas las orejas de Bari y al ver que no sucedía nada y que su madre no recibía daño alguno, se acercó a su vez. Llegó junto al conejo, con las patas rígidas, y se atrevió a tocar la cosa cubierta de piel que aún no estaba muerta. En una de sus últimas convulsiones espasmódicas el conejo encogió sus patas traseras y dio a Bari una coz que lo mandó a alguna distancia, aullando de pánico espantoso. Se puso nuevamente en pie y entonces, por vez primera, la cólera y el deseo de venganza se apoderaron de él. La coz completó su educación. Volvió junto al conejo sin tomar tantas precauciones como la vez pasada, pero con las patas más rígidas aún, y un momento después había clavado sus dientecitos en el cuello del conejo. Podía sentir el latido de la vida en el blando cuerpo, y los músculos del moribundo conejo se retorcían bajo sus dientes, que siguió apretando hasta que ya no hubo el más pequeño temblor de vida en su primera «víctima». Loba Gris, muy satisfecha, acarició a Bari con la lengua. Y el mismo Kazán se dignó oler a su hijo aprobando lo hecho, cuando el cachorro se acercó de nuevo al conejo. Y nunca encontró Bari la sangre caliente y dulce tan agradable como aquel día.

Rápidamente, el cachorro se convirtió de animal aficionado a la sangre en devorador de carne. Uno a uno se le revelaron los misterios de la vida, los odiosos gritos del celo de los búhos grises, el ruido que hacía al caer un tronco de árbol, el estampido del trueno, el rumor del agua corriente, el maullido de un gato silvestre, el mugido de la hembra del alce y la distante llamada de los de su propia raza. Pero el más importante de todos esos misterios y el cual formaba parte de su propio instinto, era el del olfato. Un día vagaba a poca distancia de la guarida cuando su hocico descubrió el rastro reciente de un conejo. Instantáneamente, sin razonar en lo más mínimo, se dio cuenta de que para llegar a la dulce sangre y a la carne que tanto le gustaba, era preciso seguir aquel rastro. Marchó con la nariz pegada al suelo, hasta llegar a un enorme tronco que el conejo traspusiera de un salto, y perdió el rastro, de manera que se volvió atrás. Desde entonces no pasaba día sin que emprendiera una nueva aventura. Al principio parecía un explorador sin brújula en un mundo extraño y desconocido. Todos los días encontraba algo nuevo, siempre maravilloso y con frecuencia aterrador. Pero sus terrores cesaron gradualmente a medida que la confianza en sí mismo iba en aumento. Y cuando se daba cuenta de que ninguna de las cosas que lo asustaban le causaba daño alguno, se bacía más atrevido en sus investigaciones. Su mismo aspecto cambiaba, así como el modo de considerar las cosas. Su cuerpo, antes tan redondo y parecido a una pelota, tomaba forma diferente.

Se hizo ágil y diestro en movimientos. Oscureciéndose los pelos amarillos de su cuerpo y a lo largo de su espinazo apareció una línea grisácea, semejante a la de Kazán. Tenía la garganta y la hermosa cabeza de su mache, pero, por lo demás, parecíase en todo a Kazán. Sus miembros indicaban que alcanzaría mucha fuerza y robustez. Tenía el pecho ancho, los ojos muy separados uno de otro y en su comisura inferior había una manchita de color rojo. Los habitantes de las regiones del Norte ya saben lo que puede esperarse de los cachorros que muestran en la comisura inferior de los ojos estas manchitas rojas. Es una prueba de que descienden del lobo por la línea paterna o materna. En Bari la maneja roja era tan pronunciada que solamente podía significar una cosa: que aun teniendo alguna sangre de perro en las venas, pertenecía por siempre jamás a la vida salvaje.

Pero hasta el día en que tuvo el primer combate con un ser vivo, no entró Bari en plena posesión de su herencia. Habíase alejado de la guarida más de lo acostumbrado; tal vez un centenar de metros. Y allí encontró una nueva maravilla. Era el arroyo. Ya lo había oído antes y hasta lo había contemplado desde lejos, desde cincuenta metros, por lo menos, pero aquel día se atrevió a acercarse a la orilla, en la que permaneció largo rato, mientras el agua corría tumultuosa a sus pies, mirando al mundo que en la otra orilla se ofrecía a sus ojos. Luego avanzó prudentemente a lo largo de la corriente, pero apenas había dado una docena de pasos cuando junto a él sintió un ruido furioso. Un grajo, de enormes ojos y de batalladoras costumbres, cosa frecuente en aquella región, estaba en su camino. No podía volar, por tener un ala rota, tal vez a consecuencia de una pelea con alguno de los pequeños animales de rapiña. Pero, por un instante se mantuvo atrevido y retador ante Bari.

Erizáronse los pelos del espinazo de éste y el grajo no se movió hasta que el cachorro se halló a un metro de distancia. Entonces, dando saltitos, empezó a retirarse, pero en aquel preciso momento desapareció por completo la indecisión de Bari. Dando un aullido se arrojó sobre el Herido volátil; y, tras una corta carrera, logró clavar los dos dientes en las plumas del grajo. Éste, rápido como el rayo, empezó a picotear a su enemigo. Es de advertir que el grajo es el rey de los pajarillos. En la estación de la puesta mataba a los gorriones, a los grajos más pequeños y a los picamaderos. Una y otra vez golpeó a Bari con su pico poderoso, pero el hijo de Kazán había llegado ya a la edad de las luchas y el dolor de los picotazos le dio ánimos para apretar con más fuerza con los dientes. Por fin encontró la carne y un rugido infantil salió de su garganta. Afortunadamente había hecho presa por debajo de una ala y después de haber dado una docena de golpes, la resistencia del grajo disminuyó. Cinco minutos después Bari aflojó las mandíbulas y retrocedió un paso para contemplar el inanimado cuerpo que tenía delante. El grajo estaba muerto; Bari había ganado su primera batalla. Y con la victoria llegó el amanecer del instinto mayor de todos, que le dijo que no era ya un zángano en el maravilloso mecanismo de la vida salvaje, sino uno de sus individuos activos, porque ya había matado.

Media hora más tarde llegó Loba Gris siguiendo su rastro. El grajo estaba despedazado, con las plumas diseminadas por el suelo, y Bari tenía el hociquito lleno de sangre. El cachorro se había echado, triunfante, junto a su víctima. Loba Gris comprendió en seguida y lo tu acarició alegremente. Y cuando volvieron a la guarida, Bari llevaba entre sus mandíbulas lo que quedara del grajo.

A partir de entonces la caza fue la pasión dominante de Bari. Cuando no dormía al sol o en la guarida por la noche, buscaba incesantemente algo vivo que destruir. Asesinó a una familia entera de ratones. Los grajos fueron también sus víctimas, pues mató a tres de ellos. Luego encontró un armiño y el fiero y blanco asesino de los bosques le infligió la primera derrota. Este fracaso enfrió sus entusiasmos por algunos días, pero le aleccionó acerca de que había otros animales provistos de dientes y devoradores de carne, además de él mismo, y que la naturaleza había dispuesto las cosas de tal manera que convenía ser prudente con los que, como él, poseían colmillos. Muchas cosas habían nacido en él. Instintivamente se desvió del camino del puercoespín, aun sin haber sido víctima de sus espinas. Un día, quince después de su derrota, se vio cara a cara con un gato salvaje. Los dos buscaban comida y como no había presa alguna entre ellos que justificara la lucha, cada uno se alejó por su lado.

Cada día Bari se aventuraba más lejos de la guarida, siempre siguiendo el curso del arroyo. A veces permanecía fuera por espacio de horas. Al principio Loba Gris se manifestaba intranquila en su ausencia y pocas veces lo acompañaba, hasta que por último ya no se inquietó. La naturaleza obraba rápidamente. Kazán era el que manifestaba ahora cierta intranquilidad. Habían llegado las noches de luna y el deseo de vagabundear un poco se hacía cada vez más fuerte en sus venas. Como Loba Gris, sentía la necesidad de echar a correr hacia el enorme mundo.

Llegó la tarde en que Bari partió para su cacería más larga. Medio kilómetro más lejos mató su primer conejo y se quedó al lado de la víctima hasta el obscurecer. Salió la luna, enorme y dorada, inundando los bosques y las llanuras con luz tan viva que semejaba la del día. Era una noche divina. Y Bari, ante la luz de la luna, dejó el conejo. Echó a correr, y la dirección que seguía era opuesta a la de la guarida.

Toda aquella noche Loba Gris esperó vigilante, pero en vano. Por fin, cuando la luna se hundía por el Sudoeste, se sentó sobre las ancas, levantó hacia el cielo su ciego rostro y exhaló el primer aullido desde que naciera Bari. Muy lejos, éste pudo oír a su madre, pero no contestó. Un mundo nuevo le llamaba. Y habíase despedido de su morada y de sus padres.

Corrían los espléndidos días precursores del verano y las noches del Norte tenían la luminosidad de la luna y de las estrellas.

Kazán y Loba Gris se alejaron por el valle que había entre las dos montañas para emprender tina larga cacería. Era el deseo de correr que sienten todos los animales salvajes poco después de que los cachorros les han abandonado para recorrer el mundo por su cuenta. Se encaminaron hacia el Oeste y cazaban principalmente de noche, dejando tras ellos un rastro de huesos, pieles y plumas de los conejos y las perdices que devoraban. Era la estación de la matanza y no del hambre. A diez kilómetros de su guarida dieron muerte a un cervatillo, pero dejaron la mayor parte de la carne después de haber comido una sola vez. Su apetito se saciaba todos los días con carne recién matada. Engordaron, se les hizo el pelo brillante y cada día pasaban más rato tomando el sol. Tenían pocos rivales, porque los linces habitaban más hacia el Sur, entre los bosques más selváticos. No había lobo alguno en la región que recorrían. Los gatos silvestres, las martas y las comadrejas abundaban a lo largo del arroyo; pero no eran cazadores rápidos ni tenían colmillos temibles. Un día se vieron frente a frente con una vieja nutria. Era un gigante entre los de su especie y estaba cambiando su pelaje, que se tornaba en gris pálido con la proximidad del verano. Kazán, que se había puesto gordo y era va algo perezoso, la miró con cierta indiferencia, y en cuanto a la ciega Loba Gris, se limitó a olfatear en el aire el fuerte olor de pescado que despedía. Para ellos la nutria no representaba más que hubiera representado una rama flotante en el arroyo, y continuaron su camino, ignorando que aquel peligroso animal había de ser muy pronto su aliado en uno de los extraños y mortales conflictos tan frecuentes y tan sangrientos en la vida animal como en la vida de los seres humanos.

Al día siguiente al de su encuentro con la nutria, Loba Gris y Kazán prosiguieron su viaje recorriendo cinco kilómetros hacia el Oeste, siguiendo siempre la corriente. Allí encontraron un obstáculo en su camino que les hizo volver hacia la montaña del Norte. El obstáculo era un enorme dique de castores que mediría muy bien doscientos metros de ancho y retenía de tal manera el agua, que quedaba inundado más de un kilómetro de bosque. Ni Loba Gris ni Kazán sentían interés alguno por los castores, porque estos animales vivían también fuera de su elemento, como los peces, las nutrias y los pájaros de rápido vuelo.

Así, pues, se volvieron hacia el Norte, sin saber que la naturaleza había proyectado que los cuatro —el perro, la loba, la nutria y el castor— estarían en breve empeñados en una de aquellas luchas sin cuartel que ocurren en la vida salvaje y que impiden la supervivencia de los animales menos aptos y cuyas trágicas historias se conservan en secreto bajo las estrellas, la luna y los vientos.

Durante muchos años ningún hombre había llegado a aquel valle, situado entre las dos montañas, para molestar a los castores. Si un cazador hubiese seguido el curso de aquel arroyo sin nombre y cogido al patriarca y jefe de la colonia, al punto lo habría juzgado demasiado viejo y en su lenguaje indio le hubiese dado un nombre. Lo habría llamado «Diente Roto», porque uno de los cuatro largos dientes con los cuales cortaba los árboles y construía presas estaba roto. Seis años antes Diente Roto guió a unos cuantos castores de su edad corriente abajo y construyeron su primera presa pequeñita y su primera colonia. Al siguiente mes de abril la hembra de Diente Roto tuvo cuatro pequeñuelos y cada una de las madres de la colonia aumentó también la población en dos, tres o cuatro individuos. Al final del cuarto año, esta primera generación de hijos, de haber seguido las leyes usuales de la naturaleza, se habrían apareado y abandonarían la colonia para establecerse en otra parte y construir su propia presa. Pero aunque se aparearon, no emigraron. Al otro año la segunda generación de los castores, de cuatro años entonces, se aparearon a su vez, pero no emigraron tampoco, de manera que a principios de verano del sexto año la colonia se parecía mucho a una gran ciudad largo tiempo sitiada por un enemigo. Contaba con quince viviendas y un centenar de habitantes, sin comprender los pequeñuelos nacidos en marzo y abril de aquel año. La presa fue alargada hasta que alcanzó doscientos metros y el agua inundaba una extensión bastante grande de bosque poblado de álamos y abedules y llanos pantanosos de sauces y alisos. Pero aun así, el alimento escaseaba y las viviendas estaban demasiado llenas de habitantes, lo cual se debía a que los castores tienen sentimientos casi humanos, por lo que se refiere a su amor hacia el hogar. La vivienda de Diente Roto medía cerca de tres metros de largo por dos y medio de ancho y allí habitaba en compañía de sus hijos y nietos en número de veintisiete. Por esta razón Diente Roto se disponía a romper los precedentes de su tribu. Cuando Loba Gris y Kazán husmeaban descuidadamente los fuertes olores de la ciudad de los castores, Diente Roto estaba disponiendo a su familia y a dos de sus hijos, también con sus respectivas familias, para emprender el éxodo.

Diente Roto era el jefe reconocido en la colonia, pues ningún otro castor había alcanzado su tamaño o su fuerza. Su grueso cuerpo tenía noventa centímetros de altura y por lo menos pesaba treinta kilos. Tenía una cola de treinta y cinco centímetros de largo y de doce y medio de ancho y en una noche tranquila podía dar un golpe de plano en el agua que se oyese a cuatrocientos metros de distancia. Sus patas traseras, palmeadas, tenían, por lo menos, doble tamaño que las de su hembra y era sin duda el mejor nadador de la colonia.

Después de la tarde en que Kazán y Loba Gris se dirigieron hacia el Norte, llegó la noche clara y tranquila en que Diente Rojo se encaramó en lo más alto del dique, se sacudió el agua y miró hacia abajo para cerciorarse de que su ejército estaba allí para seguirle. El agua del pantano, bastante alumbrada por resplandor de las estrellas, se rizaba y saltaba a causa del movimiento de tantos cuerpos. Algunos de los castores más viejos se situaron al lado de Diente Roto, y el anciano patriarca se hundió en la estrecha corriente, por la parte opuesta al dique, seguido de los emigrantes de sedosos cuerpos, los cuales iban de uno en uno, por parejas y en grupos de tres. También les acompañaban una docena de pequeñuelos nacidos tres meses antes. Fácil y rápidamente emprendieron el viaje corriente abajo; solamente los pequeños nadaban con ardor para mantenerse junto a los viejos. En total eran unos cuarenta. Diente Roto nadaba precediéndolos a todos y sus más viejos subordinados lo seguían. Y más atrás, iban las madres y los pequeños.

Continuaron nadando toda la noche. La nutria, el más mortal enemigo del castor, mucho más terrible para él que el hombre, se ocultó en unos arbustos cuando pasaron. La naturaleza la había hecho enemiga de aquellos seres que pasaban nadando por el arroyo. La nutria era devoradora de peces y su papel consistía tanto en conservar como en destruir los animales de que se alimentaba. Tal vez la naturaleza le dio a entender que demasiados diques de castores interrumpían la propagación de los peces que no podían efectuar cómodamente su desove y que donde había muchos diques, escaseaba el número de peces. Probablemente razonaba que la pesca era escasa y que su hambre aumentaba en la misma proporción en que disminuía el pescado. Y así, incapaz de batirse con tribus enteras de sus enemigos, se esforzaba en destruir sus diques. De cómo con ello aniquilaba al mismo tiempo a los castores, es cosa que se verá en el conflicto que la naturaleza había proyectado hacer surgir y en el cual debían verse envueltos la nutria, Kazán y Loba Gris.

Por lo menos una docena de veces durante la noche, Diente Roto se detuvo para investigar las posibilidades de aprovisionamiento a lo largo de las orillas. Pero en los dos o tres lugares en que halló gran cantidad de la corteza de que se alimentaba, comprendió que habría sido muy difícil construir un dique. Su maravilloso instinto de ingeniero prevalecía aun sobre el de la nutrición. Y cada vez que resolvía continuar la marcha, ningún castor se permitía contrariarle ni se quedaba atrás. Hacia el alba cruzaron la llanura incendiada un año antes y llegaron al extremo del terreno pantanoso que constituía el dominio de Loba Gris y de Kazán. Por derecho de descubrimiento y de ocupación, aquel terreno pertenecía al perro y a la loba, y en todos lados habían dejado pruebas de su dominio. Pero Diente Roto era un habitante de las aguas y el olfato de su tribu no era muy agudo para poder notarlo. Continuó avanzando, aunque más despacio cuando llegaron al bosque; se detuvo precisamente junto a la guarida de Kazán y de Loba Gris y, tomando tierra, se equilibró sobre sus palmeadas patas traseras y su ancha cola. Allí encontraba condiciones ideales de instalación. Podía construirse fácilmente un dique a través de la estrecha corriente y quedaría inundada una gran extensión de tierra abundantemente poblada de alisos, sauces, álamos y abedules. Además, el lugar estaba abrigado por el bosque, de manera que los inviernos serían menos fríos. Diente Roto dio a entender rápidamente a sus compañeros que aquélla era su nueva patria. En ambos lados de la corriente tomaron tierra dirigiéndose a los árboles más próximos. Los pequeñuelos empezaron a devorar hambrientos las cortezas tiernas de los sauces y alisos, en tanto que los mayores, convertido cada uno de ellos en un ingeniero, investigaban muy excitados, y desayunábanse apenas con algunos bocados que de vez en cuando daban a la corteza.

Aquel mismo día empezó la construcción de las viviendas. Diente Roto eligió un enorme abedul que se inclinaba hacia el agua y empezó el trabajo de cortar el tronco, que tenía veinticinco centímetros de diámetro, por medio de sus tres largos dientes. Aunque el anciano patriarca había perdido uno, los tres que le quedaban no se habían deteriorado con la edad. El filo exterior de los mismos era del esmalte más duro; y la cara interior, de blanco marfil. Eran como los mejores cinceles de acero. El esmalte no se desgastaba nunca, en tanto que el marfil se renovaba a medida que se consumía. Sentado sobre sus patas posteriores, apoyadas las anteriores en el árbol y equilibrando su cuerpo por medio de la pesada cola, Diente Roto empezó a practicar con su dentadura una muesca circular en el tronco. Incansable, trabajó por espacio de varias horas y cuando, por fin, se detuvo para reposar, otro obrero se encargó de la tarea. Mientras tanto una docena de castores trabajaban rudamente, cortando madera. Mucho antes de que el árbol de Diente Roto estuviera dispuesto para caer a través de la corriente, se desplomó sobre el agua un álamo pequeño. El corte alrededor del enorme abedul tenía la forma de un reloj de arena. A las veinte horas caía a través del arroyo.

Aunque los castores prefieren trabajar de noche, también lo hacen durante el día, y Diente Roto otorgó a su tribu muy pocos descansos durante los días siguientes. Con inteligencia casi humana continuaban su trabajo los pequeños ingenieros. Cortaron árboles de poca altura y los dividieron en trozos de un metro poco más o menos. Estos trozos fueron echados al agua uno a uno y llevados por los castores que los empujaban con la cabeza y las patas anteriores hasta donde estaba el abedul, y allí, por medio de ramitas de plantas los sujetaron. Terminada la armazón, empezaron la maravillosa obra de relleno, en la cual los castores aventajan a los hombres. Una vez que pusieron la especie de argamasa, nada hubiera podido destruir aquel dique. Debajo de las barbillas, que tenían forma cóncava, llevaban de la orilla una mezcla de barro y ramitas, en cantidad de una a dos libras cada viaje, con la que empezaron a rellenar la armazón. Se creerá que no iban a concluir nunca, pero Diente Roto y sus compañeros eran capaces de transportar de este modo casi una tonelada de material en veinticuatro horas. A los tres días el agua empezó a crecer hasta que cubrió los tocones de una docena de árboles cortados y cierta extensión de los matorrales. Esto facilitó el trabajo, porque así los materiales podían ser cortados en el agua y, una vez desprendidos, flotaban ya en ella. Mientras una parte de la colonia de los castores se aprovechaba de la elevación del agua, otros derribaban árboles para unirlos por los extremos con el abedul, de manera que la armazón del dique alcanzara treinta metros de anchura.

Y casi habían terminado este trabajo, cuando, una mañana, Kazán y Loba Gris volvieron a sus lares.