Siguieron algunos días de continuos festines gracias a la carne del alce y en vano Loba Gris trató de llevarse a Kazán a los bosques y las tierras pantanosas. Cada día subía un poco más la temperatura y la caza abundaba ya. Era el jefe de la jauría de perros de trineo, como lo había sido de los lobos. No solamente lo seguía ya Loba Gris tocando su costado, sino que tras él iban los cuatro perros. Una vez más experimentaba el triunfo y la emoción que casi había olvidado, y solamente Loba Gris, en la eterna noche de su ceguera, tuvo el presentimiento del peligro a que podía conducirlo su nueva condición.
Por espacio de tres días y tres noches permanecieron cerca de los restos del alce, dispuestos a defenderlos contra todos, aunque menos vigilantes a medida que pasaba el tiempo. Luego llegó la cuarta noche, en la que mataron una, hembra joven de gamo. Kazán fue el guía de aquella caza, y por vez primera, con la excitación de ser seguido por una jauría, dejó atrás a su ciega compañera. Cuando llegaron junto a la res, fue el primero en saltar a su blanda garganta, y hasta que él no hubo desgarrado la carne de la víctima, no se atrevieron los demás a acercarse para comer. Era el amo; de un gruñido podía hacer retroceder a los demás perros y, al mostrarles los dientes, se agazapaban temblorosos en la nieve.
La sangre de Kazán sentía salvaje exaltación, y la excitación y la fascinación que se apoderaron de él, lo alejaban de Loba Gris un poquito más cada día. Ella llegó media hora después de haber sido muerta la hembra del gamo, pero ya no tenían sus patas la vivacidad de otras veces ni la alegría que se advertía en sus erguidas orejas o en la posición de la cabeza. Apenas comió; su cabeza estaba casi siempre vuelta en dirección a Kazán y seguía con sus ciegos ojos todos los movimientos de éste, como si esperase oír la señal a que tan acostumbrada estaba: el profundo gemido con que tan frecuentemente la llamaba cuando estaban solos.
En Kazán, como jefe de manada, se estaba operando extraño cambio. De haber sido lobos sus compañeros, Loba Gris no habría tenido dificultad alguna en atraerlo de nuevo a ella, pero Kazán estaba casi con los de su propia raza. Él era perro y los demás también. Y el fuego que se había apagado cesando de darle calor, ardía nuevamente en él. Durante su vida en compañía de Loba Gris sólo una cosa lo Había entristecido a veces, aunque ella no sintiera tal tristeza, y esta cosa era la soledad. La naturaleza lo creó Haciéndolo individuo de la raza que necesita la compañía, no de uno, sino de muchos. Y además, lo hizo obediente a los mandatos de la voz del hombre. Ciertamente, había llegado a odiar al hombre, pero seguía sintiéndose individuo de la raza canina. Como había sido feliz con Loba Gris, mucho más que en compañía de los hombres y de sus Hermanos de raza, y hacía ya tanto tiempo que estaba alejado de la vida que a su calidad de perro correspondía, se había olvidado de ella pasajeramente. Pero Loba Gris, con un superinstinto que la naturaleza le otorgaba como compensación a su vista perdida, pudo prever el final a que había de conducir todo aquello.
Cada día era mejor la temperatura, el sol iba calentando más y la nieve comenzaba a fundirse. Esto ocurrió cosa de dos semanas después de la lucha junto al cadáver del alce. Gradualmente la jauría se había dirigido hacia el Este hasta hallarse a setenta y cinco kilómetros en esta dirección y treinta al Sur de la morada que Kazán y Loba Gris acababan de abandonar. Más que nunca la echaba de menos Loba Gris, y, con las primeras promesas de la primavera en el ambiente, llegaron para ella por segunda vez las promesas de la maternidad.
Pero sus esfuerzos para llevar a Kazán a la morada que acababan de dejar eran infructuosos y a pesar de su protesta él se alejaba cada día un poco más hacia el Sudoeste, al frente de su jauría.
El instinto obligaba a los perros de trineo a tomar aquella dirección, pues llevaban poco tiempo en libertad para olvidar la necesidad de estar sujetos al hombre, y en la dirección que seguían habían de encontrarlo. Por allí y ya no lejos de ellos, estaba la factoría de la Compañía de la Bahía de Hudson, a la cual, tanto ellos como su difunto amo, prestaban su servicio. Kazán lo ignoraba completamente, pero un día ocurrió algo que le ofreció visiones de cosas pasadas y suscitó en él deseos que lo apartaban cada vez más de Loba Gris.
Habían llegado a la cima de una prominencia, cuando algo los obligó a detenerse. Era la voz de un hombre gritando con fuerza aquella palabra que tantas veces hiciera correr rápida la sangre por las venas de Kazán:
—«¡Cuz, cuz, cuz!». Desde el lugar en que se hallaban miraron hacia el espacio libre que se ofrecía a su vista en la llanura, y vieron un tiro de seis perros que arrastraban un trineo, mientras un hombre corría tras ellos azuzándolos por medio del grito que repetía sin cesar: «¡cuz!, ¡cuz!, ¡cuz!».
Temblorosos e indecisos, los cuatro perros y el perro lobo estaban en el borde de la cresta, mientras Loba Gris, tras ellos, gemía tristemente. No se movieron basta que hubieron desaparecido el hombre y el trineo, con sus perros, pero entonces echaron a andar tras la pista, husmeando la nieve y gimiendo muy excitados. Durante dos o tres kilómetros, tanto Kazán como sus compañeros siguieron al trineo. Loba Gris se quedó atrás, andando a veinte metros y a la derecha de ellos, sintiendo que el olor del hombre hacía correr febrilmente la sangre por su cerebro. Únicamente su amor por Kazán y la fe que aún tenía en él fueron capaces de obligarla a seguir.
Al extremo del terreno pantanoso se detuvo Kazán y luego se alejó de la pista que continuaba en la misma dirección. Con el deseo que crecía entonces en él a cada momento, se acentuaba más el recelo que nada podía borrar por completo, recelo que era herencia de su sangre de lobo. Loba Gris gimió de alegría al notar que su compañero abandonaba la pista del hombre y se dirigía hacia el bosque, y se acercó tanto a Kazán que los dos cuerpos semejaban uno solo cuando se alejaron juntos.
Hubo algunas ligeras nevadas todavía, pero eran las características del final del invierno, cuando ya se acerca la primavera. Estas nieves presagian el buen tiempo y la terminación del aislamiento en la vida humana. Kazán y sus compañeros pronto empezaron a husmear la presencia y el movimiento de aquella vida. Estaban entonces a cuarenta y cinco kilómetros de la factoría, hallándose, pues, dentro de la región que los cazadores recorrían con su provisión de pieles lograda durante el invierno. Desde el Este y desde el Oeste, y de Norte a Sur, multitud de pistas conducían a la factoría de modo que la jauría de Kazán se vio cogida en la red de todas ellas. Durante una semana no transcurrió un solo día sin que encontraran huellas recientes de un trineo, y a veces hasta de dos o tres.
Loba Gris estaba en un continuo sobresalto. A pesar de su ceguera, se daba cuenta de que estaban rodeados por la amenaza del hombre. En cuanto a Kazán, lo que pudiera suceder había cesado de infundirle temor y ni siquiera le hacía tomar precauciones. Aquella semana oyó por tres veces los gritos de los hombres y en una ocasión hasta llegó a él una risa humana y el ladrido de los perros cuando su amo les arrojaba la diaria ración de pescado. En el aire sentía el acre olor de las hogueras de los campamentos y una noche, a mucha distancia, oyó un fragmento de canción, seguida por los ladridos y aullidos de la jauría.
Lenta, pero seguramente, el atractivo del hombre lo aproximaba cada vez más a la factoría. Y Loba Gris, luchando hasta lo último, sintió en el aire lleno de peligros la proximidad de la hora en que él acudiría a la llamada final, dejándola sola.
Aquellos días eran de grande excitación y actividad en la factoría de la compañía, días de echar cuentas, de ganancias y de diversiones, días en que se amontonaban tesoros de pieles para ser mandadas más tarde a París, a Londres y a las demás capitales de Europa. Y aquel año, en la reunión de toda aquella gente de los bosques, había un interés mayor que en los anteriores. La epidemia había hecho estragos y hasta que los cazadores de pieles se hubiesen reunido, contestando a la llamada de la primavera, no se sabría quienes habían sobrevivido y quiénes murieron.
Los chippeways y mestizos del Sur fueron los primeros en llegar, con sus tiros de perros bastardos y sin raza definida, cogidos en los límites de las regiones civilizadas. Casi inmediatamente después llegaron los cazadores de las tierras estériles del Oeste, llevando consigo cargamentos de pieles de reno y de zorro blanco y un verdadero ejército de perros de Mackenzie, de largas patas y enormes pies, que tiraban de los trineos como caballos y aullaban como cachorros azotados cuando los perros esquimales y los de verdadera raza de trineos los atacaban. Manadas de fieros perros del Labrador, nunca vencidos, a no ser por la muerte, llegaron desde las cercanías de la Bahía de Hudson. Varios tiros de perros esquimales, amarillos y grises, tan rápidos de quijadas como sus negros amos lo eran de manos y pies, se encontraron con los mucho mayores y de obscuros colores que se llaman malemutes de Athabasca. Y aquí y allá peleaban aquellos perros feroces, mordiéndose, gruñendo, dando alaridos y aullando con el deseo de matar que tan arraigado estaba en ellos a causa de su descendencia, en mayor o menor grado, de los lobos.
Desde que los primeros perros llegaron, se entabló la pelea que no había terminado todavía. Se pasaban el día entero peleando y la contienda continuaba por las noches, en torno de las hogueras de los campamentos. Nunca cesaba la lucha entre los perros y entre éstos y los hombres.
La nieve estaba sucia y manchada de sangre y su olor aumentaba la ferocidad de aquellos perros que, aunque lejanamente, descendían del lobo.
Cada día y cada noche había más de media docena de luchas a muerte. Principalmente morían los perros de las tierras del Sur, mestizos de mastín, de daneses y de perros de Pastor, así como también los lentos perros de Mackenzie. Alrededor de la factoría se levantaba el humo de un centenar de hogueras de otros tamos campamentos y en torno de ellas se congregaban las mujeres y los niños de los cazadores. Cuando la nieve no permitió seguir patinando, Williams, el factor, notó que muchos no habían acudido y de sus libros borró las cuentas de los que faltaban a la reunión anual, seguro de que habían sido víctimas de la epidemia.
Por fin llegó la noche del gran carnaval. Durante semanas y meses, mujeres y niños y hasta los mismos hombres, habían estado esperándolo. En muchísimas cabañas del bosque, en tiendas ennegrecidas por el humo y hasta en las heladas viviendas de los pequeños esquimales, la ilusión de aquella ruda noche de diversión había prestado algún encanto a la vida. Era el «gran circo», la fiesta que dos veces al año da la Compañía a su gente.
Aquel año, para olvidar el recuerdo de la epidemia y de la muerte, el factor hizo extraordinarios esfuerzos. Sus cazadores mataron cuatro gordos renos. En el claro del bosque se habían amontonado numerosos troncos secos, y en el centro se erguían ocho troncos de tres metros de alto, con una muesca en su parte superior; y en cada pareja, se apoyaba un travesaño formado por el pelado tronco de un arbolillo, formando así cuatro horcas, de cada una de las cuales estaba suspendido el cuerpo entero de un reno para asarlo con la leña amontonada debajo. Al obscurecer se encendieron las hogueras y el mismo Williams entonó la primera de aquellas rudas canciones de las tierras del Norte, la «Canción del Reno» cuando las llamas saltaban hacia el negro cielo:
«Oh, ze cariboo-oo-oo, ze cariboo-oo-oo.
He roas’ on high
Jes’ under ze sky,
Ze beeg white cariboo-oo!»[6]
—¡Ahora! —gritó—. ¡Ahora todos juntos!
Y arrastrado por su entusiasmo, el pueblo de los bosques despertó de su largo silencio y la canción tomó en sus labios un acento salvaje que llegó a los mismos cielos.
Aquel coro de voces humanas llegó a los oídos de Kazán, de Loba Gris y de los perros sin amo, que estaban a tres kilómetros al Sudoeste. Y con las voces de los hombres oyeron también los excitados aullidos de los perros. Los que acompañaban a Kazán se volvieron hacia el lugar de donde el coro procedía y dieron muestras de agitación. Por unos instantes Kazán se estuvo tan quieto como si se hubiese convertido en piedra. Luego volvió la cabeza y su primera mirada fue para Loba Gris, la cual había retrocedido tres o cuatro metros y estaba echada bajo un arbusto de bálsamo. Su cuerpo, patas y cuello, estaban tendidos sobre la nieve. No profería ningún sonido, pero tenía los labios contraídos y sus dientes blancos brillaban intensamente.
Kazán se acercó a ella, olió su cara y gimió. Pero Loba Gris no se movió. Él se volvió hacia los perros y, tras abrir la boca, cerró con ruido las mandíbulas. Más claro que nunca llegó hasta ellos el vocerío de la fiesta y sin que Kazán pudiera hacer valer su autoridad sobre ellos, los cuatro perros inclinaron las cabezas al suelo y como sombras partieron hacia las hogueras. Kazán vaciló y se acercó a Loba Gris tal vez con la esperanza de que quisiera acompañarlo, pero no se movió un solo músculo de la loba. Habríalo seguido ante el peligro de un incendio, pero no cuando quería acercarse al hombre. Ni un solo ruido dejó de percibir; oyó el que hacían los pies de Kazán cuando la dejó y un momento después comprendió que se había marchado. Entonces, y no antes, levantó la cabeza y de su garganta salió un quejunbroso gemido.
Era su última llamada a Kazán. Pero en la excitada sangre de éste corría entonces con mayor fuerza el atractivo del hombre y del perro. Los que hasta poco antes lo siguieran le llevaban mucha ventaja y por un momento corrió locamente para alcanzarlos. Luego acortó la marcha hasta ir casi al trote y cien metros más lejos se detuvo. A menos de un kilómetro podía ver cómo las llamas de las hogueras enrojecían el cielo. Miró hacia atrás para ver si lo seguía Loba Gris y luego prosiguió su camino hasta llegar a una pista muy frecuentada por hombres y perros y por la cual el día anterior habían sido arrastrados los cuerpos de los renos.
Por fin llegó a la línea de árboles que rodeaba el claro, y el brillo de las llamas iluminó sus ojos. El ensordecedor ruido que llegó a sus oídos parecía hacer correr fuego por su cerebro. Oyó las canciones y las risas de los hombres, los gritos agudos de mujeres y niños, los ladridos, gruñidos y luchas de un centenar de perros. Sintió la necesidad de dar una carrera para reunirse con ellos y ser nuevamente un perro como lo había sido ya otra vez. Paso a paso, se deslizó tras los árboles, hasta llegar al claro. Allí se quedó a la sombra de un abeto y contempló la vida que en otros tiempos llevara, tembloroso, atento y, sin embargo, indeciso en el último instante.
A cosa de cien metros de distancia estaba el círculo de hombres, perros y hogueras. Su nariz se llenaba del delicioso aroma de la carne de reno asada y cuando se echó, dominado aún por la prudencia propia del lobo que Loba Gris le inculcara, unos hombres provistos de largos palos descolgaron los renos asados, que cayeron sobre la nieve licuada en torno de las hogueras. La horda de los que celebraban la fiesta se arrojó cuchillo en mano hacia los renos y una masa gruñidora de perros acudió tras ellos. Kazán olvidó a Loba Gris y todo lo que el hombre y la selva le habían enseñado, y como un rayo salió al claro.
Los perros retrocedían cuando él los alcanzó, porque media docena de los hombres del factor los golpeaban con largos látigos de nervio de reno. La punta de uno de ellos golpeó la espalda de un perro esquimal y cuando quiso morder la cuerda, sus mandíbulas chocaron con la grupa de Kazán. Éste, con rapidez extraordinaria, mordió al perro, y un momento después se habían agarrado como fieras. Poco después estaban echados en el suelo y Kazán tenía cogido a su contrario por el cuello.
Dando gritos se acercaron algunos hombres. Una y otra vez sus látigos cortaron el aire como cuchillos y sus golpes fueron recibidos por Kazán, que estaba encima de su contrario, y cuando sintió el agudo dolor del Garrote y del Látigo gruñó fieramente y, despacio, soltó la presa que había hecho en el cuello del perro esquimal. Y entonces se acercó al grupo de hombres y perros otro hombre… ¡armado de un garrote!, el palo se desplomó sobre el lomo de Kazán y la fuerza del golpe lo hizo caer al suelo. El palo se levantó otra vez. Tras el garrote había una cara brutal y encolerizada. Un rostro como aquél fue el causante de la fuga de Kazán al bosque, y cuando caía el palo por segunda vez, evitó el golpe y sus dientes brillaron como cuchillos de marfil. Por tercera vez se levantó el palo y esta vez Kazán dio un salto y sus dientes se cerraron sobre el antebrazo del hombre.
El hombre profirió un grito de dolor.
Kazán entrevió el brillo del cañón de un arma de fuego y echó a correr hacia el bosque. Oyó un tiro y algo semejante a una brasa de carbón encendida corrió a lo largo de su cadera. Una vez se hubo internado en el bosque se detuvo para lamer la herida que afortunadamente no fue más que una rozadura, pues la bala trazó un surco sobre la piel, arrancando ésta y el pelo por donde pasara.
Loba Gris lo esperaba aún bajo el arbusto de bálsamo cuando Kazán volvió a su lado. Alegremente se adelantó a recibirlo. Una vez más el hombre se lo devolvía. Le olió el cuello y la cara, y luego, por unos instantes, apoyó su cabeza sobre el cuello de su compañero, escuchando los distantes sonidos.
Con las orejas gachas Kazán se encaminó hacia el Noroeste. Y Loba Gris corría a su lado, tocando su espalda, como antes de que se uniera a ellos la jauría de perros sin amo. Y aquella cosa maravillosa que existía más allá del reino de la razón, le dijo que una vez más ella camarada y hembra de Kazán y que su camino de aquella noche conducía a su antigua vivienda situada entre los troncos, en el terreno pantanoso.