Kazán y Loba Gris esperaron sentados sobre sus ancas. Pasaron cinco minutos, diez, quince, y Loba Gris se sintió intranquila, al no oír respuesta alguna a su llamada. Nuevamente aulló, mientras Kazán estaba a su lado tembloroso de impaciencia y otra vez siguió el mortal silencio de la noche. Ello no estaba conforme con las costumbres de la manada, y, convencida Loba Gris de que no se habían alejado más allá del alcance de su voz, sentía la mayor extrañeza. De pronto los dos se dieron cuenta de que la manada o el lobo solitario cuyo aullido oyeran, estaba muy cerca de ellos. El olor era muy pronunciado. Pocos momentos después Kazán vio algo que se movía a la luz de la luna. Aquel ser fue seguido por otros varios, hasta que se situaron cinco en semicírculo, a cosa de setenta metros. Luego se echaron sobre la nieve y se quedaron inmóviles.
Un gruñido hizo volver los ojos de Kazán hacia su compañera, la cual se había retirado. Sus blancos dientes, a la luz de las estrellas, brillaban amenazadores y tenía las orejas gachas. Kazán no comprendía lo que le pasaba. ¿Por qué le daría la voz de alarma cuando ante dios tenían a los lobos y no a un lince? Paso a paso, avanzó Kazán hacia ellos y notando Loba Gris que se alejaba lo llamó dando un gemido. Él no hizo caso, sino que siguió avanzando con la cabeza levantada, aunque con los pelos del espinazo erizados.
En el olor que despedían los recién llegados había algo que Kazán encontraba extrañamente familiar. Se adelantó con mayor rapidez y cuando se detuvo a veinte metros del grupo, movió ligeramente la poblada cola. Uno de los animales se acercó a él y los demás lo siguieron, de modo que en un momento Kazán se encontró en medio de ellos, oliéndolos, dejándose oler y moviendo amistosamente la cola. Eran perros y no lobos.
Seguramente su amo había muerto en alguna solitaria cabaña y ellos huyeron al bosque. Todavía llevaban señales de las correas del trineo y en sus cuellos llevaban collares de piel de alce. Tenían el pelo raído en los costados y uno todavía arrastraba un metro de correa trenzada. Sus ojos enrojecidos y hambrientos brillaban a la luz de la luna y de las estrellas. Estaban flacos, descarnados y muertos de hambre, y, al advertirlo, Kazán los guió hasta donde estaba el alce muerto. Luego se sentó orgullosamente, al lado de Loba Gris, escuchando complacido el ruido de las mandíbulas al romper los huesos y mascar la carne con que la jauría se regalaba.
Loba Gris se acercó más a Kazán. Empujó su cuello con el hocico y Kazán la acarició con la lengua, como perro que era, para tranquilizarla y darle la sensación de que todo iba bien. Ella se echó por completo sobre la nieve cuando los perros, después de comer, se acercaron a ella para olería y trabar más estrecho conocimiento con Kazán. Éste se volvió hacia ella vigilante, y como advirtiese que un enorme perro, de ojos enrojecidos, que todavía llevaba arrastrando la correa del trineo, husmeaba a Loba Gris por un espacio de tiempo demasiado largo, dio un salvaje grito de advertencia, el perro retrocedió y por un momento los dientes de ambos brillaron sobre la ciega cabeza de Loba Gris. Era el desafío de la raza.
El enorme perro era el guía del trineo y si otro cualquiera de sus compañeros le hubiese gruñido como acababa de hacerlo Kazán, le habría saltado inmediatamente al cuello. Pero en Kazán, el fiero defensor de Loba Gris, reconoció a uno que no estaba sujeto a la servidumbre de los perros de trineo. Era un jefe frente a otro y, por lo que se refiere a Kazán, había más aún, porque era el macho de Loba Gris. Un momento más y habría saltado por encima del cuerpo de ella para pelear por ella con más fiereza que por su calidad de guía. Pero el enorme perro se volvió huraño, gruñendo, y desahogó su rabia mordiendo el costado de uno de sus compañeros.
Loba Gris comprendió perfectamente lo ocurrido aun sin verlo. Se acercó más a Kazán adivinando que acababa de iniciarse un drama que siempre significaba muerte: el desafío del derecho del macho.
Gimiendo y acariciando a Kazán trató de alejarlo del círculo tan recorrido por ella misma y dentro del cual estaba el alce, pero la respuesta de Kazán fue un gruñido que más parecía rugido. Luego se echó junto a ella, lamió su rostro y miró a los perros.
La luna descendía hacia el horizonte y al fin se ocultó tras los bosques occidentales. Las estrellas palidecieron y una a una se borraron en el cielo al aparecer la fría y gris aurora del Norte. Entonces el enorme perro de trineo se levantó del hueco que había hecho en la nieve y volvió junto al alce. Kazán, vigilante, se puso en pie instantáneamente y se situó al lado de su víctima. Los dos perros empezaron a dar vueltas, mirándose torvamente, con las cabezas bajas y erizados los pelos del espinazo. El perro de trineo se alejó dos o tres pasos y Kazán se echó junto al cuello del alce para dar mordiscos a la carne congelada, no porque estuviera hambriento, sino para demostrar su derecho de propiedad y para desafiar al otro perro.
Por espacio de algunos segundos olvidó a Loba Gris, y el otro los aprovechó para deslizarse como una sombra junto a ella. Entonces lanzó un gemido de súplica mediante el que le expresó su pasión y las exigencias de la especie, pero rápidamente Loba Gris hundió sus brillantes y amenazadores dientes en la espalda del «husky».
Una estela gris, silenciosa y terrible, cruzó entonces el espacio, a la débil luz del alba. Era Kazán… Llegó sin proferir el más pequeño gruñido y un momento después él y el «husky» estaban empeñados en mortal batalla.
Los otros cuatro perros se acercaron en seguida y se situaron a una docena de pasos de los combatientes. Loba Gris siguió echada a poca distancia. Tanto el perro gigante como Kazán no peleaban de acuerdo con los métodos de los perros de trineo ni de los lobos, sino que la rabia y el odio que sentían los hicieron luchar como perros mestizos. Ambos habían hecho presa, y tan pronto estaba uno debajo como el otro y tan aprisa cambiaban de posición que los cuatro espectadores sentíanse extrañados y permanecían inmóviles. En otras circunstancias habríanse apresurado a arrojarse sobre el primero de los combatientes que cayese de espaldas para destrozarlo, pues tal era el sistema de los perros de trineo y aun de los mismos lobos. Pero ahora se contenían, indecisos y temerosos.
El enorme «husky» no había sido vencido nunca. Sus antecesores, magníficos daneses, le habían dado enorme corpulencia y unas mandíbulas capaces de triturar una cabeza de perro, mas en Kazán no solamente encontraba al perro y al lobo, sino lo mejor de cada uno de ellos. Y Kazán tenía, además, la ventaja de haber reposado unas cuantas horas y de tener el estómago lleno, sin contar con que combatía por Loba Gris. Sus dientes se hundieron profundamente en la espalda de su contrario y éste los había clavado en la piel y la carne de su cuello. Unos centímetros más y habrían llegado a la yugular. Kazán lo sabía y trituró la clavícula de su enemigo guardándose de una respuesta, que hubiera sido terrible.
Por fin pudo desasirse y, más rápido que un lobo, saltó hacia atrás. Su pecho estaba ensangrentando, pero ni siquiera sentía el más pequeño dolor. Los luchadores empezaron a dar vueltas lentamente y entonces los perros espectadores se acercaron uno o dos pasos mientras sus mandíbulas se abrían nerviosamente, y sus enrojecidos ojos brillaban esperando el fatal momento. Sus miradas estaban fijas en el «husky» que permanecía en el centro del círculo que describía Kazán. Tenía la espalda desgarrada y con las orejas gachas observaba los movimientos del macho de Loba Gris.
Las orejas de Kazán estaban erguidas y sus pies se posaban ligeramente en la nieve. Toda su habilidad de luchador y toda su prudencia habían vuelto a dirigir sus movimientos. La rabia ciega de los primeros momentos lo había abandonado ya y peleaba ahora como combatiera con su más mortal enemigo, el lince de largas garras. Cinco vueltas dio en torno al enorme perro «husky» y luego, con la mayor rapidez y violencia, se arrojó contra la fracturada espalda del perro, con tal impulso que dio un salto de tres metros de largo. Aquella vez no trató siquiera de hacer presa con sus dientes, pero desgarró ligeramente las mandíbulas de su contrario. Aquél fue el ataque mortal, pues el tribunal despiadado que presenciaba la terrible contienda, esperaba la primera caída del vencido. El enorme perro fue derribado al suelo y por un momento dio una vuelta sobre sí mismo, de lo cual se aprovecharon sus antiguos subordinados para arrojarse sobre él. Todo el odio que le tenían y que por espacio de semanas y de meses habían disimulado, se concentró en un momento y en un abrir y cerrar de ojos fue destrozado.
Kazán fue a sentarse orgullosamente al lado de Loba Gris y ésta, dando un alegre gemido, le apoyó la cabeza sobre el cuello. Dos veces Kazán había luchado a muerte por ella y las dos venció. Y, en su ceguera, el alma de Loba Gris —si tenía alma— se llenó de gozo y se elevó hacia el cielo, frío y gris, y su pecho jadeó apoyándose en Kazán mientras oía el crujir de los dientes de los perros sobre los huesos y la carne del enemigo que su amo y señor había abatido.