Kazán y Loba Gris se encaminaron en dirección al Norte, hacia la región de Fond du Lac, y allí estaban cuando Jacques, un mensajero de la Compañía de la Bahía de Hudson llegó a la factoría desde el Sur con las primeras y auténticas noticias de la terrible plaga, la viruela. Por espacio de muchas semanas estuvo oyéndose el rumor por doquier, multiplicándose cada vez más y repitiéndose con la mayor insistencia. Llegaba del Este, del Sur y del Oeste, hasta que por todas partes se supo que la Mort Rouge (la Muerte Roja) se iba acercando cada vez más. El miedo se enseñoreó de todos, desde los confines de las naciones civilizadas hasta la Bahía de Hudson. Diez y nueve años antes, llegaron del Sur estos mismos rumores y tras ellos la Muerte Roja. Aún se recordaba el horror de aquella epidemia y de ella quedaban pruebas palpables en las mil tumbas sin nombre que todo el mundo evitaba dando un rodeo y que estaban diseminadas por las aguas bajas de James Bay hasta la región del lago de Athabasca y que probaban los estragos que hiciera.
De vez en cuando, en sus correrías, Kazán y Loba Gris habían encontrado alguno de los montoncitos de tierra que cubrían a los muertos. El instinto —algo infinitamente más sutil que la comprensión humana— les hizo sentir la presencia de la muerte a su alrededor y tal vez llegaron a husmearla en el aire. La sangre salvaje de Loba Gris y hasta su misma ceguera dábanle infinita ventaja sobre su compañero cuando lograba descubrir estos misterios en el aire y en la tierra, que los ojos no podían ver en manera alguna, y ella fue la primera en descubrir la presencia de la peste.
Kazán la llevó nuevamente a la línea de trampas que tanto le gustaba, pero las huellas que encontraron eran ya viejas. Hacía muchos días que no habían sido visitadas. En otra había los restos de una zorra devorada casi por entero por los búhos. Otras trampas se habían disparado en vano y no tenían presa alguna y otras, en fin, estaban cubiertas por la nieve. Kazán las recorrió todas, en busca de algo que comer, de carne viva que devorar. Loba Gris, gracias a su olfato, sentía la presencia de la muerte, que vibraba por encima de ellos, en las copas de los árboles. Y en cada una de las trampas que visitaban, descubría siempre, la muerte, la muerte del hombre. Su presencia era cada vez más palpable y ella gimió y golpeó el flanco de Kazán. Éste prosiguió la marcha y su compañera lo siguió hasta el claro en que estaba la cabaña del cazador de pieles Otto. Luego se sentó sobre las patas posteriores, levantó su ciega cabeza hacia el cielo gris y dio un largo y quejumbroso aullido. En aquel momento empezaron a erizarse los pelos del espinazo de Kazán y sentándose como Loba Gris, la imitó profiriendo el aullido de muerte, pues también la olfateaba ahora. La muerte estaba en la cabaña sobre cuyo tejado veíase un tronco de arbolillo en cuyo extremo superior ondeaba un trapo rojo, la señal de la peste desde Athabasca a la Bahía de Hudson. Otto, como otros muchos héroes del Norte había recorrido la comarca dando aviso de la plaga, hasta que, por último, fue su víctima. Y aquella misma noche, a la fría luz de la luna, Kazán y Loba Gris se encaminaron al Norte, hacia la región de Fond du Lac.
Los precedía un mensajero que saliera del puesto del Lago del Reno y que difundía el aviso recibido de la Casa de Nelson y de la gente del Sudeste.
—Hay viruela en la Casa de Nelson —informó el mensajero a Williams, en Fond du Lac y ha atacado a los crees del lago Wollaston. Sólo Dios sabe los estragos que está haciendo entre los indios de la Bahía. Hemos oído decir que está acabando con los chippeways[5] Mitre el Albany y el Churchill.
Y aquel mismo día se marchó con sus ratigados perros, diciendo:
—Voy a avisar inmediatamente a la gente del Reveillon, que está al Oeste.
Tres días más tarde llegaron instrucciones de Churchill a fin de que todos los empleados de la Compañía, así como todos los súbditos del Rey de Inglaterra que habitaban al Oeste de la Bahía de Hudson, se preparasen para la próxima llegada de la Muerte Roja.
El flaco rostro de Williams se puso tan blanco como el papel cuando leía el comunicado del factor de Churchill.
—Quiere decir que hemos de cavar muchas tumbas —dijo—. Son los únicos preparativos que podemos hacer.
Leyó en voz alta la comunicación, a los hombres del Fond du Lac y todo el que era útil fue destinado a difundir la terrible noticia por el territorio de la factoría. Hubo rápidos preparativos, numerosos perros enganchados a los trineos y cada uno de éstos llevaba un rollo de trapo rojo, de algodón, cuya vista hacía estremecer a todos por su terrible significado. Kazán y Loba Gris hallaron la pista de uno de esos trineos en el Grey Beaver y la siguieron por espacio de un kilómetro. Al día siguiente, más lejos, hacia el Oeste, encontraron otra, y otra un día después. Esta última pista era reciente y Loba Gris retrocedió al encontrarla, gruñendo y enseñando los dientes. El viento llevaba hacia ellos el acre olor del humo. Cruzaron la pista en ángulo recto y se encaramaran a un monte cercano. En la llanura que tenían debajo, ardía una cabaña, mientras por el bosque inmediato desaparecía en aquel momento un trineo arrastrado por perros y un hombre. Kazán gruñó y Loba Gris estaba tan inmóvil como una roca. En la cabaña se quemaba también un ser humano muerto de la peste. Aquélla era la ley del Norte y el misterio de tal pira funeraria fue claramente comprendido por Kazán y su compañera. Aquella vez no aullaron, sino que se encaminaron a la llanura, atravesándola hasta hundirse en un seco y abrigado terreno pantanoso situado a quince kilómetros hacia el Norte.
Después siguieron los días y las semanas que hicieron del invierno de 1910 el más terrible en la historia de las tierras del Norte. Transcurrió un mes en que tanto la vida de los animales como la de los hombres estuvo en peligro y en que el frío, el hambre y la peste escribieron una terrible página en las vidas de los habitante de la región, página que no habían de olvidar ni ellos ni las generaciones venideras.
En el terreno pantanoso Kazán y Loba Gris hallaron refugio entre unos troncos caídos y cuya disposición casual les ofrecía un abrigo bastante cómodo contra el viento y la nieve. Inmediatamente Loba Gris tomó posesión de él, y echándose sobre el vientre, jadeó para demostrar a Kazán su satisfacción. La Naturaleza le conservaba la compañía de Kazán. Éste tuvo una visión, irreal y como de ensueño, de la maravillosa noche en que a la luz de las estrellas, hacía mucho, muchísimo tiempo, peleó con el jefe de la manada de lobos y la joven Loba Gris acudió a su lado, después de su victoria, entregándosele por hembra y compañera. Pero ahora ya no vivían de la caza de grandes piezas como antaño, sino que se alimentaban tan sólo de conejos y perdices a causa de la ceguera de Loba Gris. Kazán podía cazar él sólo estos pequeños animales. En cuanto a Loba Gris ya no se quejaba ni se frotaba los ojos con las patas delanteras, ni gemía ya en añoranza de la luz del sol, la luna o las estrellas. Paulatinamente había ido olvidando que alguna vez viera estas cosas. Ahora podía correr ya rápidamente al lado de Kazán y su oído y su olfato se le habían agudizado extraordinariamente. A tres kilómetros de distancia era capaz de olfatear la presencia de un reno y al hombre lo descubría más lejos aún. En una noche tranquila era capaz de oír el ruido que hacía una trucha al saltar en el agua a ochocientos metros. Y a medida que estos dos sentidos —el oído y el olfato— se desarrollaban más en ella, se embotaban en Kazán, que dependía de Loba Gris. Ella le indicaba el escondrijo de una perdiz a cincuenta metros del lugar en que se hallaran, y en las cacerías, llegó a ser el guía hasta que encontraban las piezas de que se tratase. Kazán aprendió a depender de ella y hacía caso de todos sus avisos. Si Loba Gris hubiese podido razonar, no hay duda de que habría creído que sin Kazán moriría irremisiblemente. Muchas veces trató de apoderarse de una perdiz o de un conejo, pero no lo consiguió nunca. Kazán era para ella sinónimo de vida. Y lo poco de razón que hubiera en ella le dictaba que se hiciera indispensable a su compañero. La ceguera la hizo distinta de lo que habría sido. Por esta causa, fue algo menos feroz y se convirtió en la hembra de Kazán, no para una estación, sino para siempre. Tenía la costumbre de permanecer siempre pegada a él y cuando estaban echados, su hermosa cabeza reposaba sobre el cuello o la espalda de su compañero. Si Kazán le dirigía un gruñido no se alejaba, sino que bajaba la cabeza como si la hubiesen golpeado. Con su cálida lengua lamía el hielo que quedaba pegado en los largos pelos de entre los dedos de su compañero y si él se lastimaba no dejaba de lamerle las heridas o las contusiones. La ceguera hizo a Kazán absolutamente necesario para su existencia, y ella, a su vez, llegó a ser indispensable para él. Sentíanse felices en el retiro allí elegido, pues a su alrededor había abundante caza menor y allí estaban bastante calientes. Raras veces se alejaban de los alrededores para cazar. En las lejanas llanuras y las peladas montañas oían, en algunas ocasiones, el aullido de la manada de lobos que iban de caza, pero ya no sentían el deseo de unirse a sus hermanos de raza.
Un día se alejaron hacia el Oeste más de lo acostumbrado. Salieron del terreno pantanoso y cruzaron una llanura, devastada el año anterior por el fuego. Luego traspusieron una colina y bajaron a una segunda llanura. Al llegar a ella Loba Gris se detuvo y olfateó el aire. En ocasiones semejantes Kazán se quedaba observándola, esperando impaciente, si el olor era demasiado débil, para descubrirlo con su propio olfato. Pero aquel día lo husmeó también y supo por qué su compañera agachaba las orejas y se sentaba sobre sus patas traseras. El olor de la caza la habría hecho ponerse rígida y alerta, pero lo que husmeaba entonces no era caza alguna, sino algo humano; luego Loba Gris fue a situarse detrás de Kazán y gimió. Durante varios minutos permanecieron sin moverse, silenciosos, y luego él echó a andar. A menos de trescientos metros más allá, llegaron a un macizo de arbolillos y casi se metieron en una tienda estropeada por las nevadas. Estaba abandonada. La vida y el fuego no habían estado allí desde hacía mucho tiempo, pero desde ella se desprendía aún el olor del hombre. Con las patas rígidas y el espinazo tembloroso Kazán se aproximó a la entrada de la tienda y miró al interior. En medio del recinto y sobre los tizones apagados de una hoguera, había una manta destrozada que envolvía el cadáver de un niñito indio. Kazán pudo ver los piececitos calzados con mocasines. Pero hacía ya tanto tiempo que la muerte llegara allí, que apenas pudo husmearla. Retrocedió y vio que Loba Gris estaba oliendo prudentemente una pequeña prominencia de forma especial que había en la nieve. Al final de la tercera vuelta se sentó sobre su cuarto trasero y Kazán se acercó a la prominencia y husmeó. Bajo aquel lugar, así como dentro de la tienda, estaba la muerte. Marcháronse ambos con las orejas gachas y las colas caídas y no se detuvieron hasta llegar a su guarida. Y aun allí Loba Gris husmeaba el horror de la plaga y sus músculos se contraían y temblaban cuando se echó al lado de Kazán.
Aquella noche la luna llena tenía alrededor un círculo rojizo, lo cual indicaba frío, intenso frío. Siempre la epidemia hacía estragos en los días de mayor frío y cuanto más baja era la temperatura mayor era la mortandad. Aquella noche hizo un frío terrible, y dentro de su guarida, tanto Kazán como Loba Gris lo sentían con bastante intensidad, razón por la cual se acercaron para calentarse mutuamente. A la aurora, que llegó a las ocho de la mañana, Kazán y su ciega compañera salieron a la luz del día. La temperatura era de treinta grados bajo cero. A su alrededor los árboles daban tales chasquidos, rompiéndose por la acción del frió, que parecían disparos de pistolas. En lo más espeso del ramaje estaban acurrucadas las perdices semejando bolas de plumas. Los conejos se habían enterrado debajo de la nieve o guarecido debajo de troncos o matorrales. Kazán y Loba Gris encontraron pocas huellas recientes y después de una hora de inútiles esfuerzos por cazar algo, volvieron a su cobijo. Kazán, siguiendo en ello una costumbre canina, había enterrado la mitad de un conejo dos o tres días antes y sacándolo de donde estaba, se comieron la helada carne. En todo el día el frío no cesó de aumentar. Durante la noche no hubo nubes y el cielo estaba brillantemente iluminado por la luna y las estrellas. En noches como aquellas ningún animal caía en las trampas, porque hasta los bichos provistos de piel como las martas, los armiños y los linces, estaban guarecidos en agujeros practicados en la nieve o en los nidos que habían encontrado. Un poco más de hambre no era bastante para obligar a Kazán y a Loba Gris a abandonar su refugio. Al día siguiente no se interrumpió el terrible frío y hacia el mediodía Kazán salió a cazar, dejando a Loba Gris en su guarida. En Kazán el hecho de que por sus venas corriese alguna sangre de perro, hacía que el alimento le fuese más necesario que a Loba Gris, pues la Naturaleza ha dado a los lobos una resistencia al hambre que les permite vivir sin comer cerca de quince días. Y la misma Loba Gris, a cuarenta grados bajo cero, era capaz de aguantar una semana y quizás diez días. Desde que se comieron el resto del conejo helado solamente habían transcurrido treinta horas y ella no sentía necesidad alguna de alejarse de su retiro. En cambio, Kazán estaba hambriento. Empezó a correr de cara al viento, en dirección hacia la llanura incendiada. Husmeaba junto a cualquier lugar que pudiera servir de escondrijo a los pequeños animales. Había caído una ligera nevada y en la nieve encontró una sola huella, que luego resultó ser de un armiño. Bajo unas ramas derribadas por el viento, descubrió el rastro reciente de un conejo, pero éste se había metido en un agujero inmediato y estaba allí tan a salvo de los ataques de Kazán como las perdices en los árboles, y después de una hora de fútiles esfuerzos excavando tierra y nieve, tuvo que abandonar la esperanza de apoderarse del roedor. Había estado tres horas buscando algo que cazar y cuando volvió junto a Loba Gris estaba exhausto. Por el contrario, ésta, gracias al instinto de los animales salvajes, había economizado su fuerza y su energía, en tanto que Kazán las malgastó vanamente y estaba más hambriento que nunca.
Aquella noche se levantó la luna en el cielo ciara y brillante y Kazán salió nuevamente de caza. Invitó varias veces a Loba Gris a que lo acompañara, gimiendo desde fuera y yendo dos veces en su busca, pero ella agachó las orejas y se negó a moverse. La temperatura había bajado a cuarenta y cinco grados bajo cero y empezó a soplar el viento del Norte de tal manera que un hombre expuesto a aquel tiempo, no habría podido vivir más de una hora. A media noche regresó Kazán a la guarida. El viento redobló su violencia, y de vez en cuando soplaban terribles rachas con intervalos de calma. Eran los primeros avisos del temporal que se acercaba desde las grandes extensiones estériles que había entre las últimas líneas de bosques y el Ártico. Por la mañana la tempestad desarrolló toda su furia desde el Norte y Loba Gris y Kazán permanecieron juntos y temblorosos de frío, oyendo el rugido de la tempestad desde su guarida. Una vez Kazán sacó parte del cuerpo del abrigo que les prestaban los caídos árboles, pero la tormenta lo obligó a meterse otra vez dentro. Todo ser vivo había buscado abrigo de acuerdo con sus costumbres peculiares. Los animales de largo pelaje como la marta y el armiño estaban a salvo, porque pertenecían al grupo de animales que durante los días de abundancia guardaban carne escondida. Los lobos y los zorros habían buscado abrigo entre las rocas o junto a algunos troncos de árboles. Los animales alados se abrigaron debajo de la nieve o entre las espesas ramas de los abetos. Sólo los búhos, que tenían poco cuerpo y una enorme cantidad de plumas, permanecían a la intemperie. En cuanto a los rumiantes, la tormenta les ocasionaba serias molestias y peligros. Los venados, los renos y los alces no podían cobijarse bajo los troncos caídos o esconderse entre rocas. Lo único que podían hacer era echarse cuando nevaba y dejar que la nieve los cubriese con su manto protector. Y aun entonces no podían conservar su abrigo por largo tiempo, porque les era preciso comer. Cada diez y ocho horas, a lo sumo, el alce necesita alimentarse para conservar la vida. Su enorme estómago exige grandes cantidades, y ha de emplear casi el día entero para mordisquear en los setos la cantidad de comida que necesita. El reno también ha de comer mucho; sólo el venado es el que, relativamente, está mejor de los tres.
La tormenta duró tres días y tres noches. El tercer día hubo una violenta nevada que cubrió la tierra con una capa de sesenta centímetros de espesor, llegando en algunos sitios a la altura de dos metros y medio a tres. Era la «nieve pesada» como la llamaban los indios, la nieve que se posa sobre la tierra como plomo, y bajo la cual perecieron a millares los conejos y las perdices.
El tercer día después de haber empezado la tormenta, Kazán y Loba Gris salieron de su refugio. Ya no hacía viento ni nevaba. El mundo entero estaba cubierto de una capa de purísimo blanco y el frío era muy intenso.
La plaga había diezmado a los hombres. Y ahora llegaban los días de hambre y de muerte para los animales.