Durante todo aquel día Kazán estuvo de guardia en la cima de la Roca del Sol. El destino y el miedo a la brutalidad de sus amos, le habían privado anteriormente de la paternidad y estaba sumamente extrañado. Algo le dijo que ahora pertenecía a la Roca del Sol y no a la cabaña y la llamada que llegó a él desde la llanura le pareció ya menos fuerte. Al crepúsculo Loba Gris salió de su retiro, se acercó a él, gimiendo, y le mordió suavemente en el cuello. El antiguo instinto de sus padres le hizo acariciar con la lengua la cara de Loba Gris. Ésta abrió las mandíbulas y respiró ruidosamente como si acabara de dar una carrera. Sentíase feliz y, como oyera un ligero ruido a su espalda, Kazán movió la cola y Loba Gris volvió al lado de sus cachorros.
El infantil grito y sus efectos sobre Loba Gris, fue la primera lección de paternidad para Kazán. El instinto le dijo que Loba Gris no podría ir entonces de caza con él, pues tendría que permanecer en la Roca del Sol. Por eso, en cuanto se levantó la luna, salió solo, y hacia la aurora volvió con un gran conejo blanco entre los dientes. Obedeció así a su naturaleza salvaje y Loba Gris comió vorazmente. Y comprendió que a partir de entonces todas las noches debería cazar para Loba Gris y para los pequeñuelos que estaban ocultos entre las rocas…
Ni al día siguiente ni al otro fue a la cabaña, a pesar de oír las voces del hombre y de la mujer que lo llamaban. Al quinto día fue, sin embargo, y Juana y la niña se alegraron tanto de verle que la primera lo abrazó y la niña gritó, se rió y le pegó, mientras el hombre observaba tales manifestaciones de júbilo con una mirada de desaprobación.
—Le tengo miedo —dijo a Juana por centésima vez—. Hay en sus ojos un brillo especial que sólo he visto en los lobos. Es de raza traidora. Muchas veces me gustaría no haberlo traído aquí.
—De ser así ¿dónde estaría nuestra niña? —preguntó Juana conmovida.
—Casi lo había olvidado —dijo su marido—. Y ahora que lo recuerdo, Kazán, me parece que también te quiero yo —añadió, y puso su acariciadora mano sobre la cabeza del perro—. Vamos a ver qué le parecerá vivir allí. Toda la vida la habrá pasado en el bosque. No hay duda que lo encontrará raro.
—A mí me pasa lo mismo —contestó Juana—, porque toda la vida la he pasado en el bosque. Más, por otra parte, te aseguro que quiero muchísimo a Kazán y que solamente lo aventajáis tú y la niña en mi cariño. ¡Querido Kazán!
En aquella ocasión sintió y husmeó Kazán un misterioso cambio que se realizaba en la cabaña. Juana y su marido, en cuanto estaban juntos, hablaban incesantemente de sus planes; y cuando el hombre estuvo fuera, Juana habló a la niña y a Kazán. Cada vez que Kazán fue a la cabaña durante la semana que siguió, sintióse más tranquilo, hasta el punto de que el hombre advirtió su inquietud.
—Casi estoy tentado a asegurar que este animal lo sabe todo —dijo una noche a Juana—. Creo que conoce nuestros preparativos de marcha. —Hizo una pausa y añadió—: El río estaba creciendo hoy y por lo menos hemos de dejar pasar una semana antes de marcharnos.
Aquella misma noche la luna inundó la cima de la Roca del Sol de luz dorada y Loba Gris salió de su madriguera acompañada por los tres cachorros que rodeaban a su padre, le mordían y le tiraban de los pelos, recordándole entonces los juegos de la niñita. A veces daban unos gritos muy semejantes a los de ella y se sostenían mal sobre sus patitas, con la misma torpeza con que la pequeña Juana trataba de andar sobre sus dos piernas. Kazán no los acariciaba como Loba Gris, pero el contacto de sus cuerpecillos y sus juegos infantiles lo llenaban de un placer especial que nunca hasta entonces había sentido.
La luna brillaba en el cénit y la noche estaba casi tan alumbrada como si fuera de día, cuando Kazán salió a la llanura para cazar algo destinado a Loba Gris. Al pie de la roca saltó ante él un enorme conejo blanco y se apresuró a darle caza. Lo persiguió por espacio de un kilómetro, hasta que en él predominó el instinto de los lobos sobre el del perro y abandonó la fútil persecución. Habría podido vencer en la carrera a un gamo, pero a las piezas menores era preciso cazarlas de la misma manera que la zorra, y empezó a buscar por entre los setos despacio, y sin hacer el más pequeño ruido. Hallábase a un kilómetro y medio de la Roca del Sol cuando dos oportunos saltos pusieron entre sus dientes la cena de Loba Gris. Volvió despacio a su morada, dejando de vez en cuando en el suelo el enorme conejo que había cazado a fin de descansar.
Cuando llegó a la estrecha senda que conducía a lo alto de la Roca del Sol se detuvo, porque notó que había en ella un olor de extrañas pisadas. Cayó el conejo de entre sus dientes y cada uno de los pelos del cuerpo de Kazán pareció animarse con vida propia. Lo que husmeaba no era el olor de un conejo, de una marta, o de un puercoespín, sino que advertía claramente que un animal de dientes y garras lo había precedido en su camino hasta la cima de la Roca del Sol. Entonces, débilmente, desde lo alto, oyó sonidos que le hicieron prorrumpir en un aullido de alarma. Y al llegar arriba, vio alumbrada por la luna una escena que le hizo detenerse por un momento como si se hubiese convertido en estatua. Cerca del borde del precipicio que allí formaban las rocas, Loba Gris estaba empeñada en mortal lucha con un enorme lince. Alternativamente la loba estaba debajo de su enemigo o encima, y de pronto, dio un terrible alarido de dolor.
Kazán acudió al teatro de la lucha y su ataque fue rápido y silencioso como el del lobo, combinado con la mayor valentía, furia y estrategia del perro «husky». Otro husky hubiese perecido ante el primer ataque de Kazán, pero el lince no era perro ni lobo. Era el ser más rápido de aquellas selvas. Los agudos y largos colmillos de Kazán, se habrían clavado en la yugular de su enemigo, pero en una fracción de segundo el lince retrocedió como enorme y blanda pelota y los dientes de su adversario se hundieron en la carne del cuello en vez de morder la yugular. Y es preciso tener en cuenta que Kazán no peleaba entonces contra los dientes de un lobo de manada ni contra otro perro. Luchaba contra garras, garras que cortaban como veinte navajas de afeitar y que podían seccionar perfectamente la yugular de un animal tan grande como Kazán.
Éste había peleado una vez con un lince que cayó en una trampa, y no olvidó la lección que tal combate le diera. Trataba ahora de situarse sobre la espalda del lince, en vez de procurar cogerlo panza arriba, como habría hecho de pelear contra un perro o un lobo, pues sabía muy bien que su enemigo sería doblemente peligroso si se defendía presentándole sus cuatro patas, ya que con un golpe de cualquiera de ellas podría abrirle el vientre.
Tras él oía los gritos de dolor de Loba Gris, lo que le dio a entender que estaba muy mal herida. Esta idea lo llenó de rabia y duplicó su fuerza, y sus dientes se cerraron sobre la piel y la carne del cuello del lince, pero éste pudo eludir la muerte. Era preciso que Kazán mordiera de nuevo y con mayor acierto para encontrar la yugular y, separándose ligeramente, dio la embestida final. El lince estuvo un instante en libertad y, aprovechándolo, se echó de espaldas, más Kazán se arrojó sobre él, ladeándose ligeramente y pudo cogerlo por el cogote.
Las garras del gato rasgaron el costado del perro y lo abrieron, aunque a demasiada altura para que la herida fuese mortal. Con otro golpe habría llegado a algún punto vital, pero como estaban luchando ciegos de rabia y en el mismo borde del precipicio, de pronto, sin proferir grito ni gruñido alguno, se despeñaron ambos. Había de quince a diez y ocho metros de altura desde donde se hallaban hasta el escalón de rocas más cercano, pero ni en la caída Kazán soltó su presa, sino que, por el contrario, clavó sus dientes con mayor fuerza. Diéronse un batacazo enorme, pero Kazán tuvo la suerte de caer encima de su enemigo y eso amortiguó considerablemente el golpe, cuya violencia, no obstante, lo lanzó a cuatro o cinco metros de su enemigo. Levantóse instantáneamente, aturdido, gruñendo y dispuesto a la defensiva. El lince estaba inmóvil en el mismo lugar en que cayera y Kazán se acercó apercibido y husmeó prudentemente. Comprendió, sin embargo, que había terminado ya la pelea. Entonces se esforzó en llegar a la Senda, y apresuradamente volvió junto a Loba Gris.
Ésta no se hallaba ya en el mismo sitio, a la luz de la luna. Cerca de las dos rocas que le sirvieran de abrigo estaban los cuerpos de los tres cachorros desprovistos de vida, pues el lince los había destrozado. Dando un gemido de tristeza, Kazán se aproximó a las rocas y metió la cabeza entre ellas. Loba Gris estaba allí, quejándose como si sollozara. Él se adelantó y empezó a lamer el lomo y la cabeza de su compañera, la cual siguió quejándose durante toda la noche. Al llegar la aurora, la pobre loba se arrastró hasta el lugar en que quedaron los cadáveres de sus hijitos.
Y entonces fue cuando Kazán pudo darse cuenta de la obra del lince, porque Loba Gris estaba ciega, no por un día ni una noche, sino para siempre. La había envuelto una obscuridad eterna que ningún sol podía disipar. Y tal vez también el maravilloso instinto de los animales, a veces más maravilloso que la razón humana, hizo comprender a Kazán lo ocurrido. Porque sabía que Loba Gris estaba indefensa, mucho más que los cachorros que jugaban a la luz de la luna pocas horas antes.
En vano Juana llamó al perro. Su voz llegó ciertamente a la Roca del Sol y, al oiría, Loba Gris se acercó más a Kazán, el cual echó hacia atrás las orejas y le lamió las heridas. Poco rato después Kazán dejó un momento a su compañera para ir en busca del conejo muerto que dejara al pie de la roca, pero Loba Gris olió la presa y no quiso comer. Un poco más tarde él le indicó su deseo de que lo siguiera hacia la senda, pues no deseaba seguir en lo alto de la Roca del Sol, ni quería que se quedara allí Loba Gris. Paso a paso la guió, alejándola de sus muertos cachorros; ella no quería moverse más que cuando sentía el cuerpo de Kazán en contacto con el suyo, de tal manera que pudiese tocar su desgarrado flanco con la nariz.
Por fin llegaron a un lugar en que era preciso dar un salto de un metro aproximadamente, pues en el camino había una solución de continuidad, y allí comprendió Kazán cuán absolutamente inválida había quedado Loba Gris. Gimió y se echó al suelo veinte veces, antes de atreverse a dar el salto; se decidió al fin, haciéndolo con las patas rígidas, y cayó pesadamente junto a Kazán.
Desde entonces éste ya no tuvo que esforzarse tanto para que la hembra le siguiera, pues Loba Gris, a raíz del salto que tuvo que dar, se convenció de que solamente estaba segura cuando su nariz tocaba el costado de su compañero. Lo siguió, pues, obediente cuando llegaron a la llanura, trotando de manera que su espalda tocaba la cadera de él.
Kazán se encaminaba hacia un bosquecillo que había junto al arroyo, a unos ochocientos metros de distancia, pero mientras lo recorría, Loba Gris tropezó y se cayó por lo menos una docena de veces.
Y cada vez que caía, Kazán comprendía un poco más las limitaciones de la ceguera. Una vez, él saltó en persecución de un conejo, pero no había dado aún veinte saltos, cuando se detuvo y miró hacia atrás. Loba Gris no se había movido de donde estaba; permanecía inmóvil, olfateando el aire y esperando a su compañero. Éste, por espacio de un minuto, también se detuvo, aguardando, y luego volvió hacia ella. Y a partir de entonces, cada vez que tenía que alejarse de ella, volvía donde la dejara, seguro de que estaba esperándole.
Durante todo el día permanecieron en el bosquecillo, y, por la tarde, Kazán fue a hacer una visita a la cabaña, en la que encontró a Juana y a su marido. Como es natural se dieron cuenta de las heridas que tenía el perro, y el hombre, después de examinarlas, observó:
—Dura debió de ser la pelea. Eso se lo ha hecho un lince o un oso, porque no es herida que pueda causar otro lobo.
Por espacio de media hora Juana se ocupó exclusivamente de él, hablándole y acariciándolo con sus manos suaves. Le lavó las heridas con agua caliente, luego le aplicó un ungüento calmante y Kazán volvió a sentir el intenso deseo de permanecer con ella para siempre y no volver al bosque. Durante una hora ella le permitió permanecer echado sobre, el extremo de su vestido y con el hocico casi pegado a su zapato, mientras se ocupaba en arreglar a su hija. Luego fue a preparar la cena y Kazán no tuvo más remedio que levantarse, cosa que hizo de bastante mala gana. Se dirigió a la puerta. Llamábanlo Loba Gris y las sombras de la noche y contestó a ambas llamadas con la cabeza baja, pues ya había desaparecido el encanto que para él tuviera la libertad. Poco después salió de la cabaña. Cuando se reunió con Loba Gris, había salida la luna. La compañera lo recibió alegremente, manifestando su contento con un gemido de gozo y aproximando a él su cabeza. Más feliz parecía Loba Gris en su lamentable estado que Kazán en el uso de todo su vigor.
A partir de aquel día y durante los que siguieron, hubo una enconada lucha entre la ciega y fiel Loba Gris y la mujer de la cabaña. Si Juana hubiese sabido lo que Kazán dejaba en el bosque, si hubiera visto una sola vez al pobre animal para quien Kazán era entonces la misma vida —el sol, la luna, las estrellas, todo— seguramente habría ayudado a Loba Gris. Pero no siendo así, esforzábase en atraer cada vez más al perro y por último logró la victoria.
Llegó, finalmente, el gran día, ocho después del de la lucha en la Roca del Sol. Kazán, dos días antes, llevó a Loba Gris a un bosquecillo inmediato al río y allí la dejó la noche anterior cuando se encaminó a la cabaña. Aquella vez le ataron una fuerte correa de piel de reno al collar y lo dejaron sujeto a la pared de troncos. Al día siguiente Juana y su marido se levantaron antes del alba y cuando ambos dejaban la cabaña, el marido llevando a la niña y Juana precediéndoles, salía el sol. La joven se volvió y cerró la puerta de la cabaña, y Kazán oyó cómo sollozaba al seguir a su esposo hacia el río. La enorme canoa estaba dispuesta y esperándolos. Juana y la niña fueron las primeras en embarcar. Luego, sosteniendo el extremo de la cuerda, hizo entrar a Kazán y le ordenó que se echara junto a ella.
Cuando empezó la navegación, el sol bañó cálidamente la espalda de Kazán y éste cerró los ojos y posó su cabeza en el regazo de su ama. La mano de ésta se apoyó en su hombro y él oyó nuevamente el sollozo que el hombre no podía percibir, a medida que la canoa se alejaba corriente abajo.
Juana agitó la mano para despedirse de la cabaña que precisamente entonces desaparecía tras los árboles.
—¡Adiós! —exclamó—. ¡Adiós! —Y luego escondió su rostro junto a Kazán y a la niña y lloró.
El hombre cesó de remar.
—¿Te sabe mal que nos marchemos, Juana? —preguntó.
Pasaban entonces junto a un recodo del río y el olor de Loba Gris llegó hasta Kazán, que prorrumpió en débil gemido.
—¿Te sabe mal que nos marchemos?
Juana movió la cabeza negativamente.
—No —contestó—. Pero como siempre hemos vivido aquí… entre los bosques… que son mi país…
Kazán tenía la cabeza vuelta en dirección de la cabaña. Lo llamó el hombre y Juana levantó la cabeza. Súbitamente se deslizó de su mano la cuerda que sujetaba al perro y extraña luz alumbró sus ojos, cuando vio lo que había en la orilla, a poca distancia. Era Loba Gris, cuyos ciegos ojos estaban vueltos hacia Kazán. Por fin Loba Gris, fiel y amante, había comprendido. El olfato le dio cuenta de lo que no podían ver sus ojos. Kazán y el olor del hombre estaban juntos. Y se marchaban… se marchaban.
—¡Mira! —exclamó Juana, dirigiéndose a su marido.
Éste se volvió. Las patas anteriores de Loba Gris estaban en el agua. Y cuando se alejaba la lancha, la loba se sentó sobre su cuarto trasero, levantó la cabeza al sol que no podía ver y profirió un tristísimo aullido dirigido a Kazán.
La canoa se ladeó inesperadamente. Un cuerpo leonado saltó… y Kazán cayó al agua.
El hombre se inclinó para coger su rifle, pero la mano de Juana lo detuvo. La cara de la joven estaba palidísima.
—¡Déjale que se vaya con ella! ¡Déjale! ¡Déjale! —exclamó—. Su sitio está al lado de la loba.
Y Kazán, llegando a la orilla, tomó tierra, se sacudió el agua de su espeso pelaje y por última vez miró a la mujer. La canoa desapareció lentamente tras el primer recodo de la corriente. Un momento después desapareció. Loba Gris había ganado.