Capítulo VIII

Las rocas, los montes y los valles tomaban otro aspecto gracias al calor que llegaba. Los botones de los álamos estaban hinchados y prontos a abrirse. El aroma de los bálsamos y de los pinos era cada día más intenso y en toda la región, en la llanura y en el bosque, oíase el dulce murmullo de las corrientes primaverales que recorrían su camino hacia la Bahía de Hudson.

En ésta oíase el fragoroso ruido y los estampidos de los campos de hielo que se rompían y resquebrajaban a través de las Roes Welcome —la puerta para las regiones árticas— y por esa razón llegaron con el viento de abril algunos fríos de poca duración que parecían el último esfuerzo del invierno.

Kazán se había guarecido contra aquel viento. En su soleada guarida no se sentía el más pequeño soplo; estaba más cómodo que en cualquiera de los días de aquel largo y terrible invierno… y cuando dormía soñaba cosas agradables.

Loba Gris estaba echada a su lado, con las patas extendidas y el olfato siempre alerta al olor del hombre, que estaba cerca. Porque allí se percibía el olor del hombre, así como el de los bálsamos y abetos en el cálido y agradable aire primaveral. Miraba ansiosa y a veces preocupada, a Kazán, mientras éste dormía. Erizábanse los pelos de su espinazo cuando advertía que a Kazán le ocurría lo propio a impulsos de algún ensueño desagradable.

Gemía suavemente al ver que él arrugaba los labios hasta dejar al descubierto sus blancos y terribles dientes, pero generalmente Kazán, durmiendo, permanecía tranquilo, a excepción de las contracciones musculares de las patas, del lomo y del hocico, que siempre revelan que un perro está soñando. Y mientras soñaba abrióse la puerta de la cabaña para dar paso a la joven de ojos azules y cabellos brunos, la cual, formando portavoz con sus manos llamaba:

—¡Kazán! ¡Kazán! ¡Kazán!

La voz llegaba débil a la cima de la Roca del Sol, y Loba Gris agachó las orejas. Kazán se estremeció y casi inmediatamente se puso en pie despierto. Saltó hacia una roca desde la cual se dominaba la llanura, husmeando el aire y mirando a lo lejos.

De la llanura llegó nuevamente la voz de la mujer y Kazán gimió en respuesta a la llamada. Loba Gris se acercó y posó el hocico en su espalda. Había aprendido a conocer el significado de aquella voz, y la temía mucho más que al olor o al ruido que producía, el hombre.

Desde que ella abandonara la manada y su antigua vida por Kazán, aquella voz había llegado a convertirse en el mayor enemigo de Loba Gris y la odiaba, pues se le llevaba a Kazán, y a donde quiera que la voz fuese, Kazán la seguía.

Noche tras noche le robaba a su compañero y la dejaba errar solitaria a la luz de las estrellas y de la luna, guardándole fidelidad a pesar de su soledad, y ni una sola vez Loba Gris contestó a las llamadas de sus hermanos salvajes que la invitaban a la caza. Usualmente gruñía a la voz y hasta llegaba a morder ligeramente a Kazán para demostrarle su disgusto. Pero aquel día, cuando la voz llegó hasta ellos por tercera vez, ella se ocultó en una fisura entre dos rocas y Kazán no vio más que sus furiosos ojos.

Kazán corrió nerviosamente hacia la senda que sus propias patas trazaran hasta la cima de la Roca del Sol y se quedó indeciso. Todo el día y el anterior había estado intranquilo y molesto. Y lo que lo excitaba parecía estar en el aire, porque no podía verlo, oírlo ni olfatearlo. Pero en cambio, lo sentía. Dirigióse a la fisura y husmeó a Loba Gris. Usualmente ella gemía invitándolo a que se quedara, pero su respuesta aquel día fue arrugar los labios hasta enseñar a su compañero sus dientes blancos.

Por cuarta vez llegó hasta ellos débilmente la voz y Loba Gris mordió fieramente algo invisible en la oscuridad entre las dos rocas. Kazán se dirigió vacilante a la senda, pero luego empezó a bajar. Era una senda estrecha y sinuosa practicada en la piedra por patas de animales, porque la Roca del Sol era un peñasco enorme que se remontaba a gran altura, tal vez a treinta metros por encima de las copas de los árboles y su pelada cima era la primera en recibir los rayos del sol y la última en ser bañada por su luz a la puesta. Loba Gris llevó a Kazán a aquel lugar después de haberlo examinado y hallado seguro.

Cuando llegó a la parte inferior, ya no vaciló más, sino que rápidamente partió en dirección de la cabaña. Y a causa del instinto salvaje que siempre gobernaba sus actos, no se acercaba nunca a la cabaña, sin tomar toda suerte de precauciones. Nunca avisaba su llegada, y aquella vez Juana se sobresaltó ligeramente cuando, al levantar los ojos que miraban a su niñita, vio a Kazán en el umbral de la puerta. La niña, al verlo a su vez, expresó su alegría con toda clase de movimientos y empezó a gritar llamando a Kazán. Juana también le tendió la mano.

—¡Kazán! —dijo suavemente—. ¡Ven Kazán, entra!

Lentamente se apagó el rojizo resplandor de los ojos de Kazán. Puso una pata en el umbral y se quedó inmóvil, mientras Juana lo llamaba nuevamente. De pronto pareció que le flaqueaban las patas, bajó la cola y entró medrosamente como si esperase el castigo por haber hecho alguna travesura. Los seres que amaba estaban en la cabaña, pero, por otra parte, odiaba la habitación. Odiaba todas las cabañas, porque todas significaban para él la existencia de palos, látigos y esclavitud. Como todos los perros de trineo, prefería los campos nevados por cama y las copas de los árboles por único techo.

Juana dejó caer su mano sobre su cabeza y al sentir este contacto, Kazán se estremeció con alegría, sintiéndose recompensado de haber abandonado a Loba Gris y a la misma libertad. Lentamente levantó la cabeza hasta dejarla reposar sobre las rodillas de la joven y cerró los ojos, mientras la niñita lo golpeaba con sus piececitos y tiraba con toda su alma de su leonado pelo. Kazán sentía la mayor delicia al ser objeto de aquellos juegos infantiles, mucho más aún que cuando le acariciaba la mano de Juana.

Inmóvil e impasible, Kazán estaba junto a sus amitas, atreviéndose apenas a respirar. Más de una vez su impasibilidad había inducido al marido de Juana a ponerla en guardia, pero la naturaleza lobuna de Kazán, su salvaje alejamiento y hasta su compañerismo con Loba Gris, fueron motivo para que la joven lo quisiera más. Y comprendiendo perfectamente su carácter, tenía con él la mayor confianza.

En los días de la última nevada, Kazán había demostrado su fidelidad. Un cazador vecino llegó a la cabaña con su trineo de perros y la niñita se acercó imprudentemente a jugar con uno de los mayores. Oyóse un gruñido formidable y ruido de mandíbulas al abrirse, un grito de horror de Juana y una exclamación de alarma y cólera de los dos hombres que saltaron rápidamente para impedir que el perro destrozase a la pequeña. Pero Kazán acudió antes que nadie. De un formidable salto se arrojó al cuello del perro. Cuando lograron hacerle soltar la presa, el perro estaba muerto. Juana se acordó de este acto de Kazán, cuando la niña golpeaba al perro y le tiraba de los pelos.

—Querido Kazán —le decía cariñosa, acercando su cara a la cabeza del perro—. Estamos muy contentas de que hayas venido, porque esta noche estaremos solas la niña y yo. Papá se ha ido a la factoría, y mientras tanto tú habrás de cuidar de nosotras.

Con una de sus trenzas le hizo cosquillas en el hocico, lo cual divertía mucho a la pequeñuela, porque a pesar de su estoicismo, Kazán no podía evitar la tentación de oler los cabellos de la joven. A veces éstos le hacían cosquillas y se veía obligado a estornudar y a mover las orejas. Pero también le gustaba, pues le agradaba el dulce aroma de los cabellos de Juana.

—Y serías capaz de pelear por nosotras si fuese necesario ¿verdad? —continuó diciendo Juana. Luego se levantó sin hacer ruido—. He de cerrar las puertas —añadió—. No quiero que hoy te marches, Kazán. Has de estar con nosotras, acompañándonos.

Kazán se dirigió a su rincón y se echó. Precisamente así como aquel día hubo algo en la Roca del Sol que lo intranquilizó, algún misterio había ahora en la cabaña que le daba cuidado. Husmeaba el aire, tratando de descubrir su secreto, que, fuese lo que fuese, parecía también hacer diferente a su ama, la cual sacaba muchas cosas, las ponía en el centro de la estancia y hacía paquetes con ellas. Muy tarde ya, antes de acostarse, Juana se acercó a Kazán y posó la mano sobre él, manteniéndola inmóvil unos instantes.

—Nos marchamos —murmuró con voz ligeramente temblorosa, hasta el punto que parecía contener un sollozo—. Nos volveremos a casa, Kazán. Nos vamos a habitar en donde la gente vive mejor, donde hay iglesias, ciudades, música y todas, las cosas hermosas del mundo. Y vamos a llevarte con nosotros, Kazán.

Éste no entendió las palabras de su ama, pero se sentía feliz con tener tan cerca a la mujer que le dirigía la palabra. En aquellos momentos había olvidado a Loba Gris. El perro que había en él predominó sobre su naturaleza salvaje y la niña y su madre llenaron su mente. Mas en cuanto Juana se acostó en su cama y en la cabaña reinó el silencio, volvió su desasosiego de aquel día. Púsose en pie y fue de un lado a otro de la cabaña, oliendo las paredes y las cosas que su ama guardaba en paquetes. Ligero gemido salió de su garganta y como lo oyera Juana medio dormida, le dijo:

—¡Cállate, Kazán! Vete a dormir… vete a dormir.

Por espacio de mucho tiempo después de esto Kazán permaneció en pie en el centro de la cabaña, escuchando tembloroso. Y débilmente oyó, lejos, muy lejos, el lamentable aullido de Loba Gris. Pero aquella noche no era un grito de soledad. El aullido lo hizo estremecer. Corrió hacia la puerta y gimió. Juana estaba profundamente dormida y no pudo oírlo. Una vez más escuchó Kazán el grito de su compañera, pero luego ya no se alteró nuevamente la tranquilidad de la noche y Kazán se tendió en el suelo, junto a la puerta.

Juana lo encontró allí, aún vigilante, prestando oído, cuando se despertó a la mañana siguiente. Abrió la puerta, y él huyó a toda prisa. Parecía que sus patas no tocaban al suelo cuando se alejaba rápidamente en dirección a la Roca del Sol. A través de la llanura pudo ver el pico de la roca teñido ya de oro por el sol naciente.

Llegó a la senda sinuosa y subió por ella con ligereza.

Loba Gris no estaba a la entrada de la madriguera esperándolo, pero él la olfateó y, además, en el aire descubrió el olor de otra cosa. Se contrajeron sus músculos y las patas se le quedaron rígidas. En lo profundo de su pecho nació un gruñido, pues comprendió que aquella extraña cosa era la que lo había desasosegado. Era vida. Algo que vivía y respiraba había invadido la guarida que él compartía con Loba Gris. Puso al descubierto sus terribles dientes y un gruñido de desafío surgió de su boca. Y, dispuesto a saltar sobre aquella cosa desconocida, se acercó a las dos rocas entre las cuales Loba Gris se alojara el día anterior. Estaba allí todavía y con ella había algo más. Casi en seguida se relajaron los músculos de Kazán y los pelos de su espinazo se alisaron. Dirigió las orejas hacia adelante y poniendo la cabeza y los hombros entre las rocas gimió blandamente. Loba Gris gimió también. Kazán se retiró despacito y miró al sol que se levantaba. Luego se echó de manera que su cuerpo impidiese la entrada al espacio libre entre las dos rocas.

Loba Gris era madre.