En el lindero del bosque de cedros y de abetos el viejo Pierre Radisson encendió una hoguera. El pobre hombre sangraba por diez o doce heridas, causadas por los dientes de los lobos, y sentía en su pecho aquel dolor antiguo y terrible, cuyo significado nadie conocía más que él. Arrastró varias ramas de árbol, las apiló en el fuego, hasta que las llamas llegaron a las agujas del abeto bajo el cual se hallaba, y amontonó leña de reserva para usarla durante la noche.
Juana lo observaba desde el trineo, con los ojos agrandados por el miedo, temblorosa y bastante asustada todavía. Sostenía a su hijita sobre el pecho y su largo y pesado cabello le cubría los hombros y los brazos con negro y brillante velo que relucía a la luz de las llamas cada vez que se movía. A pesar de ser una madre, su lindo rostro no parecía aquella noche el de una mujer sino el de una niña. El viejo Pierre, su padre, se reía al transportar el último haz de leña y se detuvo para respirar con fuerza.
—Peligrosa estuvo la cosa, ma chérie —dijo jadeando—. Estuvimos más cerca de la muerte que nunca. Pero ahora estamos cómodos y calientes ¿No es verdad? ¿Ya no tienes miedo?
Sentóse junto a su hija y cariñosamente retiró la suave piel que envolvía el bulto que ella conservaba entre sus brazos. Apareció la carita sonrosada de la pequeña Juanita. Los ojos de la madre brillaban entonces como estrellas.
—Fue la niña quien nos salvó —murmuró—. Nuestros pobres perros estaban siendo destrozados por los lobos y los vi abalanzarse hacia ti, cuando uno de ellos se echó sobre el trineo. Al principio me figuré que sería uno de los perros, pero me engañé, porque era un lobo. Se echó sobre nosotras y la piel de oso nos salvó. Estaba ya a punto de agarrarme por el cuello, cuando gritó la niña y él se contuvo y me miró con sus enrojecidos ojos, a treinta centímetros de distancia. Entonces habría jurado que era un perro. En un momento se volvió y empezó a pelear contra los lobos. Y hasta vi cómo se arrojaba contra el que te atacaba.
—Era un perro —contestó el viejo Pierre exponiendo sus manos al calor de la llama—. A menudo van errantes, lejos de las factorías, y se unen a los lobos. He visto casos en que los perros obran de esta manera. Pero chérie, un perro es toda la vida un perro. Los golpes, los malos tratos, y hasta los mismos lobos, no pueden transformarlos por mucho tiempo. Él era uno de los de la manada. Con ellos vino… a matar. Pero cuando nos encontró…
—Se batió por nosotros —exclamó la muchacha—. Dio a su padre el fardo y se puso en pie, apareciendo su figura alta y esbelta a la luz del fuego.
—Se batió, luchó por nosotros y el pobre salió muy mal herido —añadió—. Lo vi cuando se alejaba casi arrastrándose. Padre, sin duda está aquí cerca, muriéndose.
Pierre Radisson se puso en pie a su vez. Tosió y la violencia de la tos hizo temblar todo su cuerpo; trató de ocultar el ruido con su barba y la espuma roja que salió de sus labios no fue vista por Juana. Ésta no había observado nada durante los seis días que viajaran alejándose de las regiones civilizadas. Y a causa de aquella tos y de la sangre que esputaba, había procurado viajar con la mayor rapidez posible.
—Ya he pensado en eso —dijo—. Estaba muy mal herido y no creo que haya podido alejarse mucho. Y, mira, toma a Juanita y siéntate junto al fuego hasta que yo vuelva.
La luna y las estrellas estaban brillantes en el cielo cuando se alejó hacia la llanura. A poca distancia del lindero del bosque se detuvo un momento en el lugar en que los lobos lo sorprendieron una hora antes. Ni uno solo de sus cuatro perros quedó con vida. La nieve estaba roja de su sangre y sus cadáveres aparecían rígidos donde cayeron muertos por la manada.
Pierre se echó a temblar al verlos. Si los lobos no hubiesen dirigido su primer ataque contra los perros, ¿qué habría sido de él, de Juana y de la niña? Se alejó con otro de los ataques de cavernosa tos que hacía asomar la sangre a sus labios.
Pocos metros más allá, a un lado, encontró en la nieve las huellas del extraño perro que viniera con los lobos y que, cuando todo parecía perdido, se revolvió contra ellos. No era una pista clara de animal que se aleja corriendo, sino que parecía haberse arrastrado sobre la nieve, y Pierre Radisson siguió las huellas, esperando encontrar al perro muerto al final de la carrera.
En el abrigado lugar en que se había cobijado, en el lindero del bosque, Kazán permaneció largo rato después de la batalla, alerta y vigilante. No sentía grandes dolores, pero tampoco tenía fuerzas para ponerse en pie. Sus flancos parecían estar paralizados. Loba Gris sentóse a su lado husmeando el aire. Ambos podían olfatear el campamento y Kazán distinguió claramente los dos bultos que eran el hombre y la mujer. Sabía que allí estaba la muchacha, junto al resplandor de la hoguera, que percibía por entre las ramas, y sentía deseos de acercarse a ella. Habría querido arrastrarse hasta el fuego, llevándose consigo a Loba Gris y escuchar la voz de ella y sentir el contacto de su mano. Pero allí estaba el hombre y el hombre siempre había significado para él el palo, el látigo, el dolor y la muerte.
Loba Gris se acurrucó a su lado y gimió suavemente para inducir a Kazán a internarse más en el bosque. Por fin entendió que Kazán no podía moverse y echó a correr nerviosamente por la llanura, retrocediendo luego hasta que con sus nuevas huellas confundió enteramente la pista que dejaran.
El instinto de compañerismo estaba en ella muy bien desarrollado. Ella fue la primera en ver a Pierre Radisson siguiendo su pista y apresuradamente regresó a donde estaba Kazán para avisárselo.
Kazán sorprendió también el olor del hombre, y vio su alta y delgada silueta que se acercaba a la luz de la luna. Trató de internarse más en el bosque, pero solamente pudo arrastrarse unos centímetros. El hombre se acercó rápidamente y Kazán sorprendió el brillo del rifle que llevaba en una de sus manos. Oyó su cavernosa tos y el ruido que hacía con los pies al arrastrarlos por la nieve. Loba Gris se sentó junto a él, tocando su cuerpo, temblando y enseñando los dientes. Cuando Pierre se hubo acercado a unos quince metros, ella se apresuró a ocultarse en la espesura.
Los dientes de Kazán aparecían amenazadores cuando Pierre se detuvo y lo miró. Haciendo un esfuerzo se puso en pie, pero casi inmediatamente se cayó en la nieve. El hombre dejó su rifle apoyado en un árbol pequeño y sin mostrar miedo alguno se inclinó hacia el perro, el cual, dando un feroz gruñido, trató de morder a sus tendidas manos. Pero con gran sorpresa por su parte, el hombre no cogió ningún palo o garrote. Otra vez tendió la mano, con la mayor precaución y habló con voz muy nueva para Kazán, quien de nuevo mordió al aire y gruñó.
El hombre insistió, sin cesar de hablarle, y con sus manos enguantadas tocó la cabeza de Kazán, retirándola en seguida antes de que el perro pudiera morder. Una y otra vez le acercó la mano a la cabeza y por tres veces Kazán sintió su contacto, sin que de ello resultara amenaza ni daño. Por fin Pierre se volvió y se encaminó nuevamente hacia el campamento.
Cuando ya estuvo algo lejos, Kazán lanzó un gemido quejumbroso y se alisaron los pelos de su espinazo. Miró atentamente al fuego, pensó que el hombre no le había hecho daño alguno y cuanto había en él de naturaleza canina sintió el deseo de seguirlo.
Volvió Loba Gris y se plantó a su lado. Nunca había estado tan cerca del hombre como entonces, excepción hecha de cuando la manada atacó al trineo. No podía entender lo que sucedía, pero su instinto le advertía que el hombre era lo más peligroso de todas las cosas existentes, mucho más temible que las bestias más fuertes y feroces, que las tormentas, las inundaciones, el frío y el hambre. Y, sin embargo, aquel hombre no había causado daño alguno a su compañero. Olió a Kazán especialmente en la cabeza y la espalda, en los lugares que tocara la enguantada mano. Luego, trotando, se dirigió nuevamente a la obscuridad del bosque, porque más allá del lindero de éste veía algo vivo que se movía.
El hombre volvió y con él venía la joven. Su voz era suave y dulce, y en torno de ella se advertía la delicadeza y la ternura femeninas. El hombre parecía estar apercibido, pero no se mostraba amenazador.
—Ten cuidado, Juana —avisó.
Ella se dejó caer de rodillas sobre la nieve, junto a Kazán pero fuera de su alcance.
—¡Ven, pobrecito, ven! —dijo cariñosamente, tendiendo la mano.
Kazán se estremeció al oiría. Luego se adelantó dos o tres centímetros hacia ella, viendo que en sus ojos y en su rostro brillaba la dulce luz que antes conociera y amara, cuando otra mujer de ojos y cabellos brillantes formaba parte de su vida.
—¡Ven! —murmuró ella al advertir que el perro avanzaba. Y se inclinó un poquito más, adelantó más la mano y, por último, lo tocó.
Pierre se arrodilló al lado de su hija. Ofrecía carne a Kazán y éste la olió, pero fue la mano de la joven la que lo hizo temblar, y cuando ella se retiró algo, induciéndolo a que lo siguiera, él se arrastró dolorosamente por espacio de medio metro sobre la nieve. Entonces fue cuando la joven advirtió que tenía la pata mal herida y, olvidando en un momento toda precaución, se acercó del todo.
—¡No puede andar! —exclamó con temblorosa voz—. ¡Mira, mon pére! ¡Qué herida tan terrible! Es preciso que nos lo llevemos.
—Ya me lo figuraba —replicó Radisson—. Por eso traje la manta. ¡Mon Dieu, escucha!
De las tinieblas de la selva llegó a sus oídos un gemido que era un lamento.
Kazán levantó la cabeza y con un gemido tembloroso contestó a la llamada que le dirigía Loba Gris.
Fue un milagro que Pierre Radisson pudiera cubrir con la manta al perro y llevarlo al campamento, saliendo indemne de la aventura, pero si realizó este milagro, debióse a que Juana rodeaba con su brazo el cuello de Kazán cuando ayudaba a transportarlo. Lo dejaron por último junto al fuego, y poco después el hombre llevó a su lado agua caliente y lavó la sangre de la pata herida, poniendo luego en ella algo suave, cálido y que calmaba el dolor, y finalmente la vendó con un trapo.
Todo ello resultaba extraño y nuevo para Kazán. Luego las manos de Pierre, y las de su hija, acariciaron su cabeza. El primero le ofreció una cazuela de harina y grasa, obligándole a que comiera, mientras Juana, sentada ante él, con la cabeza apoyada en sus manos, lo miraba cariñosa y le hablaba. Luego, en cuanto se sintió cómodo, y nada receloso, oyó un grito débil y extraño que salía del paquete de pieles que había en el trineo, y ello le hizo levantar la cabeza alarmado.
Juana vio el movimiento y oyó un débil gemido con que contestó Kazán. Rápidamente se volvió ella hacia el envoltorio de pieles, arrullando a la niña mientras la tomaba en brazos y luego retiró la piel de oso gris para que Kazán pudiera ver lo que había debajo. Kazán no había visto nunca a un niño de corta edad como el que Juana le mostraba, y así, miró con la mayor atención y pudo ver que era realmente algo maravilloso. Su carita rosada miraba fijamente a Kazán; sacó sus manitas del envoltorio y luego agitó manos y pies, riéndose satisfecha. Al oírlo, Kazán se tranquilizó y se arrastró hasta llegar a los pies de la pequeñuela.
—¡Mira, le gusta la niña! —exclamó la madre—. Mon pére, es preciso que le pongamos nombre. ¿Cuál te parece que le pongamos? ¿Cómo te parece que lo bauticemos?
—Espera basta mañana para eso —le contestó su padre—. Es tarde ya, Juana. Métete en la tienda y duerme. Ahora no tenemos ya perros y tendremos que viajar despacio. Hemos de levantarnos temprano.
Juana, levantando con la mano la lona que tapaba la entrada, se volvió.
—Con los lobos vino —dijo—, vamos a llamarle Lobo. —Con un brazo sostenía a la pequeñuela y el otro lo tendió a Kazán—. ¡Lobo! ¡Lobo! —exclamó suavemente.
Los ojos de Kazán estaban fijos en ella. Comprendía que le dirigía la palabra y se arrastró unos centímetros hacia ella.
Una vez se hubo metido en la tienda, el viejo Pierre Radisson se sentó en el borde del trineo, mirando al fuego, con Kazán tendido a sus pies. De pronto el silencio fue nuevamente interrumpido por el solitario y triste aullido de Loba Gris en lo profundo del bosque. Kazán levantó la cabeza y gimió.
—Te está llamando, amigo —dijo Pierre, comprensivo.
Tosió y se llevó la mano al pecho, en donde el dolor lo atenazaba.
—Tengo helado un pulmón —dijo dirigiéndose a Kazán—. Fue al principio del invierno en Fond de Luc, cuando me pasó esto. Tengo esperanzas de llegar a tiempo a casa… con las niñas.
En las soledades de aquellas desiertas regiones norteñas se contrae pronto la costumbre de hablar solo. Pero como Kazán tenía la cabeza erguida y los ojos atentos, Pierre le dirigía la palabra, en lugar de hablar a solas.
—Hay que llevarlas a casa, y para eso ya no queda nadie más que tú y yo —añadió retorciendo su barba. Más de pronto, crispó los puños y la cavernosa y ronca tos hizo nuevamente presa en él.
—¡Mi casa! —exclamó luego fatigado y con una mano en el pecho—. Está a ciento veinte kilómetros al Norte, hacia el río Churchill… y quiera Dios que lleguemos allí… antes que se me acabe la vida.
Se puso en pie y se tambaleó un poco cuando empezó a andar. Kazán llevaba todavía collar y por medio de él, lo ató con una cadena al trineo. Luego echó al fuego tres o cuatro ramas y se metió en la tienda en donde Juana y la niña estaban ya dormidas. Tres o cuatro veces oyó Kazán aquella noche la voz de Loba Gris que llamaba al compañero perdido, pero algo advirtió a éste que no debía contestar entonces. Hacia la aurora, Loba Gris se aproximó al campamento y por vez primera Kazán le contestó.
Su aullido despertó al hombre, que salió de la tienda, miró por unos instantes al cielo, encendió nuevamente la hoguera y empezó a preparar el desayuno. Acarició la cabeza de Kazán y le dio un trozo de carne. Juana salió unos momentos más tarde, dejando a la niña dormida en la tienda. Se acercó a Pierre para besarlo y luego se dejó caer de rodillas junto a Kazán, hablándole casi de la misma manera como éste lo oyera dirigirse a la niña. Cuando se puso en pie para ayudar a su padre, Kazán, restablecido, la siguió, y viéndolo Juana en pie y andancio con firmeza, dio un grito de alegría.
Aquel mismo día empezó el extraño viaje al Norte. Pierre Radisson vació el trineo de casi todo lo que contenía, a excepción de la tienda, las mantas, las provisiones y el nido formado con la piel de oso para la pequeña Juanita. Luego se ató las correas al cuerpo y arrastró el trineo por la nieve. Tosía incesantemente.
—Un catarro que he pillado este invierno —mintió a Juana, tratando de impedir que viese sus esputos de sangre—. En cuanto lleguemos a casa, no voy a salir hasta que me haya curado.
Hasta el mismo Kazán, con el extraño conocimiento de los animales que los hombres, incapaces de explicarlo, llaman instinto, sabía que lo que estaba diciendo no era verdad. Tal vez se debía a que oyera toser a muchos hombres como lo hacía Radisson y que por espacio de muchas generaciones sus antepasados, perros de trineo, habían oído toser a otros hombres como aquel… y sabían ya en lo que solía acabar aquella tos.
Más de una vez había olfateado la muerte en cabañas y tiendas, en las que no entrara, y más de una vez también olfateó los misterios de la muerte aún antes de estar presente, precisamente del mismo modo que a distancia percibía la amenaza de la tempestad y del incendio. Y aquella cosa extraña le parecía estar ahora muy cerca, mientras, atado a la cadena seguía al trineo. Ello lo puso intranquilo y más de media docena de veces, cuando se detenía el trineo, olía a la pequeñuela encerrada en la piel de oso. Cada vez que lo hacía, Juana acudía a su lado, y por dos veces acarició su ruda, cabeza llenando con ello a Kazán de una alegría que hacía circular de prisa la sangre por sus venas, aunque no se traslucía al exterior.
Aquel día la cosa más importante que llegó a comprender fue que la niñita que iba en el trineo era lo más precioso del mundo para la joven que le acariciaba la cabeza y le hablaba, y que el pequeño ser estaba en absoluto indefenso… También observó que Juana se ponía muy contenta, y que su voz era más cariñosa, cuando él se interesaba por aquella cosa pequeña, cálida y viviente, abrigada por la piel de oso.
Después de haber instalado el campamento, Pierre Radisson permaneció largo rato junto al fuego. Aquella noche no fumó. Miraba fijamente las llamas. Y cuando, por último se levantó para meterse en la tienda con la joven y la niña, se inclinó hacia Kazán y le examinó la herida.
—Mañana tendrás que trabajar tirando del trineo, amiguito —dijo—. Hemos de llegar al rió mañana por la noche. De lo contrario…
No terminó la frase, pues se esforzó en sofocar uno de aquellos terribles accesos de tos cuando la lona de la entrada cayó tras él. Kazán se mantuvo rígido y alerta, con la mirada llena de extraña ansiedad. No le gustaba ver que Radisson entrara en la tienda, porque entonces percibía más fuerte que nunca a su alrededor el misterio opresivo que ya le impresionara y al que, según creía, estaba ligado Pierre.
Aquella noche oyó tres veces cómo lo llamaba la fiel Loba Gris desde las profundidades del bosque y las tres veces le contestó. A la aurora la loba se acercó y él la descubrió por el olfato gracias al viento, mientras ella daba la vuelta al campamento; empezó a tirar de la cadena que lo sujetaba y a gemir, esperando que ella acudiera y se echara a su lado. Pero, en cuanto Radisson empezó a moverse dentro de la tienda, Loba Gris se alejó. El rostro del viejo estaba más demacrado aún y tenía los ojos más enrojecidos, pero la tos no era tan violenta ni frecuente. Parecía más bien un silbido, como si algún órgano funcionara con dificultad y antes de que la joven saliera de la tienda, el hombre se llevó frecuentemente las manos al cuello. Cuando Juana lo vio, se puso muy pálida y el temor que sentía se reflejó claramente en sus ojos, pero Pierre Radisson se echó a reír mientras ella lo abrazaba y tosió para probar que decía la verdad.
—Fíjate que la tos ya no está tan dura, querida Juana —exclamó—. Va mejorando. Sabes perfectamente que después de un catarro como éste se queda uno débil y con los ojos enrojecidos.
El día que siguió fue frío, obscuro y desagradable y mientras hubo luz el hombre y el perro tiraron tenazmente del trineo, tras el cual Juana seguía a pie. A Kazán no le molestaba va lo más mínimo su herida. Tiraba firmemente con su magnífica fuerza, y el hombre no le pegó una sola vez, sino que, de cuando en cuando, le acariciaba la espalda y la cabeza con su enguantada mano. Poco a poco, el día fue oscureciéndose y en las copas de los árboles se empezó a oír el gemido de la tormenta.
Pero ni la obscuridad ni la tempestad que se aproximaban indujo a Pierre Radisson a acampar.
—Hemos de llegar al río… hemos de llegar al río —repetía una y otra vez. Y acariciando a Kazán, lo animaba a hacer un esfuerzo más, sintiendo al mismo tiempo, que sus propias fuerzas disminuían rápidamente.
Cuando Pierre Radisson se detuvo al mediodía, la tempestad los había alcanzado ya. La nieve caía con fuerza, y tan espesa que ya no se veía nada a cincuenta metros de distancia. Pierre se echó a reír advirtiendo que la joven temblaba de frío y se acurrucaba contra él con la niñita en brazos. Detuviéronse solamente una hora y luego ató a Kazán nuevamente a las correas del tiro y él mismo se dispuso a ayudar al arrastre del trineo, pasándose una correa por el cinturón. En la silenciosa obscuridad que era tan negra casi como la noche, Pierre llevaba la brújula en una mano, y por fin, ya avanzada la tarde, llegaron al borde del bosque y ante ellos se extendió una llanura que Radisson señaló satisfecho.
—Allí está el río, Juana —exclamó con voz débil y entrecortada—. Podemos acampar aquí y esperar que vuelva el buen tiempo.
Bajo unos altos abetos armó la tienda y luego empezó a reunir leña; Juana le ayudaba y, tan pronto como hubieron hecho café y tomado la cena compuesta de carne y galletas tostadas, se metió en la tienda y cayó extenuada en su lecho de espesas ramas de bálsamo, envolviéndose ella y la niña en mantas y pieles.
Aquella noche no dirigió palabra alguna a Kazán. Y Pierre se sintió contento de que ella estuviese tan cansada y no tuviera ánimo para sentarse, junto al fuego a hablar. Sin embargo…
Los vivos ojos de Kazán lo vieron estremecer repentinamente. Levantóse de su asiento en el trineo y se dirigió hacia la tienda y en cuanto estuvo junto a ella levantó la lona e introdujo la cabeza y los hombros.
—¿Duermes, Juana? —preguntó.
—Casi, padre. ¿No vendrás pronto?
—Después de fumar —contestó—. ¿Estás bien?
—Sí. ¡Estoy tan cansada y tengo tanto sueño!
Pierre se rió suavemente. Y en la oscuridad se llevó una mano a la garganta.
—Ya casi hemos llegado al fin de nuestro viaje, Juana. Ahí fuera está nuestro tío, el pequeño Castor… Si me diese la humorada de echar a correr abandonándote, podrías llegar a nuestra cabaña siguiendo su curso. Solamente hay sesenta kilómetros. ¿Me oyes?
—Sí… ya lo sé.
—Sesenta kilómetros, río abajo, sin desviarte. No podrías extraviarte en manera alguna. Sin embargo, deberías tener cuidado con los respiradores en el hielo.
—¿Quieres venir a acostarte, padre? Estás cansado y no te encuentras bien.
—Sí, ya iré en cuanto haya fumado —repitió—. Ahora te ruego que mañana me hagas acordar de los agujeros del hielo, porque podría olvidarme. Puedes advertirme cada vez que encontremos uno y los conocerás en que la nieve y la costra de hielo que hay sobre ellos es más blanca que el hielo compacto y, además, de apariencia esponjosa. ¿Te acordarás de los respiradores?
—Sí…
Pierre dejó caer la lona de la entrada y se volvió junto al fuego, vacilando cuando andaba.
—Buenas noches, amigo —dijo al perro—. Me parece que mejor haría metiéndome en la tienda para acompañar a las niñas. Dos días más… sesenta kilómetros… dos días…
Kazán lo miraba cuando entraba en la tienda, y se abalanzó hacia ella, tirando de la cadena hasta que le faltó el aire por la presión que ejercía el collar en su garganta. Sus patas y su espina dorsal se contrajeron. En aquella tienda en que entrara Radisson estaban Juana y la niñita. Sabía que Pierre no les haría daño alguno, pero sabía también, que sobre Pierre y muy cerca de ellas, estaba suspendido algo terrible. Deseaba que el hombre estuviera fuera… junto al fuego… en donde pudiera reposar tranquilo bajo su vigilancia.
En la tienda reinaba absoluto silencio. Kazán oyó más cercano que el día anterior el aullido de Loba Gris. Cada noche lo llamaba más temprano y se acercaba más al campamento. Aquella noche la deseaba cerca de él, pero ni siquiera gimió para contestarle. No se atrevió a interrumpir el silencio reinante en la tienda. Estuvo quieto durante algún tiempo, cansado y quebrantado por la jornada del día anterior, pero sin poder dormir. El fuego iba consumiéndose gradualmente y el viento cesó de agitar las copas de los árboles mientras las nubes rodaban bajas como cortina maciza. Las estrellas empezaron a brillar con resplandor blanco y metálico y del lejano Norte llegó débilmente, un ruido quejumbroso semejante al de los patines de acero de un trineo que se deslizara sobre la nieve helada, ese ruido monótono, misterioso que produce la aurora boreal. Luego el frío aumentó rápida e intensamente.
Aquella noche Loba Gris siguió como una sombra la pista que había dejado Pierre Radisson, sin cuidarse de la dirección del viento, y cuando Kazán la oyó de nuevo, mucho después de media noche, irguió la cabeza y continuó inmóvil, con el cuerpo rígido, pero con una curiosa contracción en sus músculos. Había una nueva nota en la voz de Loba Gris, una noca que significaba más que la llamada ordinaria a su compañero. Era el Mensaje. Y al oírlo, Kazán se levantó, abandonando el silencio y el miedo, y con la cabeza levantada al cielo aulló como los salvajes perros del Norte lo hacen ante las tiendas de sus amos cuando acaban de morir.
Pierre Radisson había muerto.