Aquella noche hallaron refugio debajo de unos espesos bálsamos y cuando se echaron sobre la gruesa alfombra de agujas de pino que la nieve no había cubierto, Loba Gris se acercó y le lamió las heridas. El día nació entre una suave nevada tan blanca y tan densa que Kazán y su compañera no alcanzaban a ver a la distancia de una docena de saltos. No hacía frío y estaba todo tan quieto, que en el mundo entero parecía no haber otro ruido que el suavísimo susurro de los copos de nieve al caer. Durante todo el día él y Loba Gris anduvieron uno al lado de otro. De vez en cuando él volvía la cabeza hacia atrás en dirección al monte del que viniera y Loba Gris no podía comprender la extraña nota que temblaba en su garganta.
Por la tarde volvieron a lo que quedara del reno en el lago. Loba Gris se quedó en el extremo del bosque. Ella no conocía por experiencia el significado de los cebos envenenados, trampas y cepos, pero estaba en sus venas el instinto de centenares de generaciones y eso le advertía que había peligro en visitar por segunda vez una cosa que la muerte había enfriado.
En cuanto a Kazán, había visto a sus amos operar en la carroña abandonada ya por los lobos. Vio cómo se ocultaban astutamente las trampas y conocía las capsulitas de estricnina que se escondían entre las entrañas y hasta una vez metió la pata en un cepo y experimentó a su costa el dolor de la mortal presión. Pero no tenía el miedo de Loba Gris. La invitaba con sus movimientos a que lo acompañara a los blancos montones de hielo y por fin ella acudió y se sentó intranquila sobre su cuarto trasero mientras él excavaba huesos y trozos de carne que la nieve había preservado de helarse. Pero ella no quiso comer y por fin Kazán fue a sentarse a su lado y con ella contempló lo que acababa de extraer de la nieve. Luego husmeó el aire y no descubrió el menor peligro cercano, pero Loba Gris le indicó que tal vez estuviera allí.
Dióle a entender otras muchas cosas durante los días y las noches que siguieron. La tercera noche Kazán convocó la reunión de la manada para cazar y él mismo fue el director. Aquel mes fue por tres veces el guía de sus compañeros en la caza mientras la luna no abandonó el cielo, y en cada una de estas cacerías se cobró una pieza. Pero en cuanto las nieves empezaron a ser más blandas bajo sus patas, encontró más agradable la compañía de Loba Gris y los dos cazadores vivieron solos, alimentándose de conejos blancos. Solo dos afectos había tenido en su vida: la joven de los dorados cabellos y de las manos que lo acariciaban y Loba Gris.
No abandonó la dilatada llanura, y, muchas veces, llevaba a su compañera a la cima de la montaña, en donde se esforzaba por hacerle comprender lo que dejaba al otro lado. Con las noches oscuras hízose en él tan fuerte el recuerdo de la mujer, que muchas veces sintió la tentación de volver a su lado, llevando consigo a Loba Gris.
Poco después ocurrió algo. Un día estaban cruzando la dilatada llanura cuando en frente de la montaña Kazán vio algo que le impresionó, Un hombre, a cuyo lado iba un trineo tirado por perros, trataba de penetrar en su mundo. El viento no les había avisado y de pronto Kazán vio en las manos del hombre una cosa que brillaba. Sabía lo que era. Era aquella cosa tan rara que escupía el fuego, el trueno y la muerte.
Avisó a Loba Gris, y ambos partieron velo ces como el viento, uno al lado de otro. Y entonces sonó un disparo, y el odio de Kazán hacia los hombres se tradujo en un terrible gruñido. Sobre sus cabezas se oyó un ligero silbido, se repitió el estampido y aquella vez Loba Gris dio un aullido de dolor y se cayó rodando por la nieve. En un momento se puso nueva mente en pie y Kazán la siguió corriendo, hasta que ambos llegaron al abrigo que le ofrecía el bosque. Loba Gris se tumbó y empezó a lamerse la herida que tenía en el hombro. En cuanto a Kazán, miraba la montaña y observó que el hombre estaba siguiendo su pista. Detúvose en el lugar en que cayera Loba Gris y después de examinar la nieve siguió adelante.
Kazán indicó a Loba Gris que se levantara, y ambos partieron hacia el terreno pantanoso in mediato al lago. Todo el día estuvieron recibiendo el viento de cara y siempre que Loba Gris se echaba, iba Kazán retrocediendo y siguiendo sus propias huellas a la inversa y oliendo el aire.
Durante algunos días Loba Gris estuvo coja. Al poco tiempo llegaron a cierto lugar en donde se advertían señales de haber existido un campamento. Kazán mostró los dientes y gruñó al olor que los hombres dejaran en aquel sitio. Sentía cada vez más violento, el deseo de venganza, no solamente por las heridas recibidas por él, sino también por la que le infirieron a Loba Gris. Trató de descubrir el rastro del hombre bajo la capa de reciente nieve y Loba Gris daba ansiosa algunas vueltas a su alrededor, tratando de inducirlo a que con ella se internara más en el bosque. Por fin él le siguió malhumorado y con salvaje fuego en los ojos.
Tres días después hubo luna nueva. En la quinta noche Kazán dio con una pista. Era reciente, tanto que se detuvo como herido de un balazo al descubrirla, y se quedó tembloroso y con el pelo erizado por la impresión. Era la pista de un hombre. Allí había las huellas de un trineo, de las patas de los perros y hasta las pisadas de su enemigo en la nieve. Entonces levantó su cabeza hacia las estrellas, y de su garganta salió potente el aullido de caza, la salvaje llamada para la manada. Nunca puso en su aullido tanto salvajismo como aquella noche. Una y otra vez repitió el aullido, y llegó una respuesta, luego otra, y otra. Hasta que Loba Gris se sentó también sobre su cuarto trasero y añadió su voz a la de Kazán. Mientras tanto, a lo lejos, en la llanura, un hombre extenuado y pálido, detuvo a sus fatigados perros para es cuchar mejor, mientras una voz le decía débilmente desde el trineo:
—Los lobos, padre. ¿Crees que van a perseguirnos?
El hombre guardó silencio. No era ya joven; la luna brillaba en su luenga barba blanca y parecía aumentar de un modo grotesco su elevada figura descarnada. Una muchacha joven había levantado la cabeza de una almohada de piel de oso que había en el trineo. Sus obscuros ojos brillaban hermosamente a la luz de las estrellas y estaba muy pálida. Su pelo estaba recogido en una gruesa trenza que caía sobre el hombro y abrazaba fuertemente algo sobre su pecho.
—Están siguiendo la pista de algo… probablemente de un gamo —dijo el hombre mirando el gatillo de su rifle—. No te preocupes Josefa. Nos detendremos en el primer bosquecillo que encontremos y trataremos de encender una buena hoguera. ¡Arre, valientes! ¡Kush! ¡Kush! E hizo restallar el látigo sobre el tiro de perros.
Del paquete que sostenía la joven surgió un débil y quejumbroso grito. Y a lo lejos contestó en la llanura el coro de aullidos de la manada de los lobos.
Por fin Kazán estaba siguiendo la pista de la venganza. Al principio corría despacio, llevando al lado a Loba Gris y deteniéndose a cada tres o cuatrocientos metros para proferí; su aullido. De pronto se les reunió un lobo gris y en breve siguió otro. Dos más llegaron por un lado y el aullido solitario de Kazán se convirtió en coro. A cada momento crecía el número de los lobos y a medida que la manada aumentaba, el paso era más apresurado. Y así fueron reuniéndose catorce lobos antes de llegar a la parte más abierta de la llanura.
Era aquella una fuerte manada compuesta de viejos y valerosos cazadores. Loba Gris era la más joven de todos, y caminaba junto a las espaldas de Kazán, sin ver los enrojecidos ojos de su compañero y las mandíbulas amenazadoramente abiertas, pero aunque lo hubiera visto nada habría comprendido. En cambio podía sentir, y estaba impresionada por el espíritu de aquel extraño y misterioso salvajismo que hicieran olvidar a Kazán cuanto no fue se herir y matar.
La manada avanzaba ya silenciosamente. Sólo se oía el jadeo de las fieras y el rumor que producían sus patas al hollar el suelo. Corrían ligeros formando compacto grupo. Y siempre Kazán los precedía a la distancia de un salto, mientras Loba Gris le acompañaba tocándole el lomo con el hocico.
Nunca sintiera Kazán tantas ansias de matar como entonces. Por vez primera olvidó el miedo al hombre, al garrote, al látigo y hasta a la misma cosa que despedía el fuego y la muerte. Corría cada vez más rápidamente, a fin de alcanzar a su enemigo y luchar más pronto con él. Y el recuerdo de sus cuatro años de esclavitud y tormentos derramó fuego por sus venas, y cuando, por fin, vio a lo lejos, en la llanura, un punto negro que se movía, el grito que salió de su garganta fue ininteligible para Loba Gris.
Trescientos metros más allá de aquel punto negro que se movía, estaba el bosque y Kazán y sus compañeros apresuraron la carrera pan llegar cuanto antes. Cuando faltaba ya poco para llegar al bosque, los lobos habían alcanzado casi el trineo, pero éste se detuvo de repente y se quedó inmóvil. De él salió entonces aquella lengua de fuego que Kazán temiera siempre, y oyó sobre su cabeza el zumbido de la abeja de la muerte. Pero entonces no le importaba nada. Ladró fuertemente, y los lobos apretaron el paso hasta que cuatro de ellos se situaron en la misma línea que él. Una segunda llamarada, y la abeja de la muerte atravesó de pecho a cola a un enorme lobo que marchaba junto a Loba Gris. Otra llamarada, otra, y otra salieron del trineo y el mismo Kazán sintió el paso de una cosa que ardía, y que le rozó la espalda, hundiéndose luego en su carne.
Tres de la manada cayeron ante el fuego del rifle y la mitad de los restantes se dispersaron a derecha e izquierda, pero Kazán siguió avanzando en línea recta y Loba Gris lo seguía fiel mente.
Los perros del trineo fueron puestos en libertad y antes de que Kazán pudiera llegar hasta el hombre, a quien vio empuñar el fusil como si fuera un palo, se vio frente a frente con la masa de combatientes que se oponía a su paso. Batióse como un demonio y Loba Gris lo ayudó tan eficazmente que no parecía sino que en sus mandíbulas hubiese la fuerza y la furia de dos lobas. Dos lobos se adelantaron imprudentemente y Kazán oyó el ruido terrorífico que producía el rifle al caer sobre sus cabezas y romperles el cráneo. Aquel rifle pareció ser el compendio de los garrotes que tantas veces su friera, y lleno de rabia trató de avanzar hacia el hombre que lo empuñaba y, libertándose lo mejor que pudo de la masa de combatientes que lo rodeaba, saltó hacia el trineo. Por vez primera advirtió que en él había algo humano, y de ello se dio cuenta de súbito. Acababa de clavar profundamente sus dientes hundiéndolos en algo blando, suave y velludo y abrió de nuevo las mandíbulas para dar otro mordisco, cuando oyó una voz. ¡Era la voz de ella! Sintió una fuerte conmoción y se quedó inmóvil por efecto de la sorpresa.
¡La voz de ella! Apartóse la manta de piel de oso y a la luz de la luna vio claramente lo que estuviera cubierto por ella. En él el instinto obraba con mayor rapidez que la razón en el cerebro humano y advirtió en seguida que no era ella. Pero la voz era la misma y el blanco y aniñado rostro que estaba tan cercano a sus ojos enrojecidos tenía la misma expresión que aprendió a querer. Y entonces vio que del envoltorio que ella apretaba sobre su pecho salía un grito extraño.
Con rapidez se volvió, y mordió en el flanco a Loba Gris, que se alejó dando un aullido de asombro. El hombre estaba casi vencido y derribado. Kazán saltó, colocándose debajo del rifle que usaba aquél a guisa de maza, y se puso frente a frente de lo que había quedado de la manada. Sus colmillos se clavaban en los lobos como cuchillos y si había peleado como un demonio contra los perros, ahora habíase multiplicado su furor contra los lobos. En cuanto al hombre ensangrentado y a punto de caer, se apoyó en el trineo, maravillado de lo que sucedía. Porque Loba Gris seguía el instinto de apoyar a su compañero macho y viendo que Kazán atacaba a los lobos, se unió a él en la lucha a pesar de no comprender la causa.
Acabada la lucha, Kazán y Loba Gris quedaron en la llanura. La manada había desaparecido en la noche y la misma luna y las estrellas que dieran a Kazán el conocimiento de sus derechos de nacimiento, dijéronle entonces que en adelante aquellos salvajes hermanos no con testarían a su llamada cuando aullara al cielo.
Estaba herido. Loba Gris también, pero no tan gravemente como Kazán, el cual tenía un desgarrón y sangraba por una de sus piernas a causa de un terrible mordisco. Poco después vio una hoguera en el bosque y su antigua condición de perro predominó sobre él. Sentía la necesidad de arrastrarse hasta allí y sentir la mano de la joven sobre su cabeza, como le ocurriera en aquella otra región que había más allá del monte. Habría ido, induciendo a Loba Gris a que lo imitara, pero allí estaba el hombre. Gimió y Loba Gris acercó su caliente hocico a su cuello. Algo advertía a los dos que eran proscritos, que las llanuras, la luna y las estrellas estarían ahora contra ellos, y comprendiéndolo así, se ampararon en el abrigo que les ofrecían las tinieblas del bosque.
Kazán no pudo ir muy lejos. Cuando se echó, pudo olfatear todavía el campamento. Loba Gris se echó a su lado, y cariñosamente, con la lengua, calmó el dolor de las sangrientas heridas de Kazán. Y éste, levantando la cabeza, gimió a las estrellas.