Capítulo III

Después de pronunciar estas palabras, Mac Cready estuvo largo rato sentado en silencio junto al fuego, y cuando separaba la mirada de Kazán, solo lo hacía por un momento. Luego, en cuanto estuvo seguro de que Thorpe e Isabel se habían retirado a descansar por aquella noche, penetró en su propia tienda y salió de ella llevando un frasco de whisky en la mano. Durante la media hora siguiente bebió con frecuencia y más tarde fue a sentarse sobre el extremo del trineo, fuera del alcance de Kazán.

—¿Te he cogido, verdad? —repitió con los ojos brillantes a causa del licor que había bebido—. No sé quién te cambiaría el nombre, Pedro. Me gustaría saber cómo llegó a ser tu amo. ¡Qué lástima que no puedas hablar!

Entonces oyó la voz de Thorpe en el interior de la tienda, seguido por una cristalina risa de mujer, cosa que le hizo incorporarse. Su rostro se tiñó de rojo, y se levantó, guardándose el frasco en el bolsillo de la chaqueta. Dando vuelta alrededor del fuego, se encaminó de puntillas a un árbol junto al cual se alzaba la tienda, y allí estuvo varios minutos escuchando con la mayor atención. Sus ojos ardían furiosos cuando volvió a sentarse en el trineo al que Kazán estaba atado. Y era más de media noche cuando se retiró a su tienda.

Al calor del fuego los ojos de Kazán se cerraron lentamente. Pero su sueño fue intranquilo y en su cerebro no se representaban sino escenas desagradables. A veces soñaba que se peleaba, y entonces abría y cerraba las mandíbulas; otras veces daba estirones al extremo de la cadena, tratando, en su sueño, de alcanzar a su ama o a Mac Cready, sin lograrlo. Luego sentía nuevamente el contacto suave y agradable de la manita de la joven y oía otra vez la maravillosa dulzura de su voz al cantar para él y para su amo y su cuerpo temblaba y se estremecía con la emoción que había sentido aquella noche. Después cambió la escena. Veíase corriendo al frente de un espléndido tiro, formado por seis perros de la Real Policía Montada del Noroeste, y su amo, para llamarlo, dábale el nombre de Pedro. Otra vez cambió el sueño. Hallábase en el campamento y su amo era joven y barbilindo; ayudaba éste a bajar del trineo a otro hombre cuyas manos estaban sujetas por extrañas anillas negras. Recordó sucesos posteriores: se vio echado ante una gran hoguera; su amo estaba sentado frente a él, vuelto de espaldas a la tienda y, al mirar, advirtió que salía de ella el hombre de las anillas negras, mas entonces sus manos estaban ya libres y en una llevaba un grueso garrote. Oyó el terrible ruido que produjo, al caer, la porra sobre la cabeza de su amo, y a su recuerdo despertó de su intranquilo sueño.

Se puso en pie, erizados los pelos del espinazo y gruñendo ferozmente. El fuego se había apagado y en el campamento reinaba la intensa oscuridad que precede a la aurora. Sin embargo, entre las tinieblas vio a Mac Cready, el cual estaba de nuevo junto a la tienda de su ama. Entonces recordó que era él quien había llevado las anillas negras en las manos, y que fue él también quien le había pegado con el látigo y con el garrote durante largos días, después de haber dado muerte a su amo. Mac Cready oyó la amenaza en la garganta del perro y regresó apresuradamente junto a la hoguera apagada ya. Allí empezó a silbar y a reunir los tizones; en cuanto hubo logrado que ardiesen de nuevo, gritó para despertar a Thorpe y a Isabel. Pocos minutos más tarde apareció el amo de Kazán seguido de su esposa, la cual iba a medio peinar y cuyas doradas trenzas le caían sobre los hombros. Sentóse en el trineo, junto a Kazán, y empezó a peinarse. Mac Cready se acercó a ella, aparentemente para revolver algunos de los paquetes que había en el trineo, y, como por casualidad, una de sus manos se hundió por un momento entre las trenzas de oro que colgaban a la espalda de la joven. Ella sintió el contacto de los dedos del hombre. Thorpe no vio la maniobra, pues les daba la espalda en aquel momento. Solamente Kazán se dio cuenta del furtivo movimiento de la mano y de la presión acariciadora que por un instante ejerció sobre la trenza, y de la pasión que brillaba en los ojos del hombre, y con mayor rapidez que un lince, saltó el perro, cuanto le permitió la cadena, por encima del trineo. Mac Cready retrocedió oportunamente y cuando Kazán llegó, en su salto, a la distancia máxima que le permitía la cadena, su impulso, interrumpido de pronto, le hizo inclinarse a un lado, mal de su grado, de manera que fue a chocar con su ama. Thorpe se volvió a tiempo para observar el final del salto, y, creyendo que el perro había querido atacar a Isabel, se acercó a ella rápida como el rayo, y, sin ánimos para gritar siquiera, tanto era el horror que sentía, apartó a su esposa del lugar en que estaba sentada. Vio que no había recibido daño alguno, e hizo ademán de asir la culata de su revólver, pero recordó que estaba en su cinturón, el cual se hallaba aún en la tienda. A sus pies, en cambio, estaba el látigo de Mac Cready y, dejándose dominar por la cólera que sentía, lo empuñó y se acercó a Kazán. El perro se acurrucó sobre la nieve y no hizo el menor movimiento para huir ni para atacar. Y solamente pudo recordar otra ocasión en su vida en que hubiese recibido una paliza tan fenomenal como la que Thorpe le dio entonces. Pero no profirió ni un gemido ni un gruñido.

De pronto se adelantó su ama y cogió al vuelo el mango del látigo que empuñaba Thorpe.

—¡No le pegues más! —exclamó—. Y tal fue su acento, que su marido la obedeció. En cuanto Mac Cready no oyó lo que luego dijo la mujer a su marido, pero en los ojos de Thorpe apareció una extraña mirada y sin añadir palabra alguna siguió a su mujer al interior de la tienda.

—Kazán no se abalanzó sobre mí —murmuró temblorosa y pálida—. Ese hombre estaba detrás de mí —continuó, cogiendo a su marido entre sus brazos—. Sentí que me tocaba y entonces fue cuando saltó Kazán. No quería morderme a mí sino a ese hombre. Hay en todo esto algo incomprensible.

Los ojos de ella se humedecieron y Thorpe la estrechó fuertemente entre sus brazos.

—No me figuraba eso, pero es raro —dijo—. ¿No dijo Mac Cready que conocía al perro? Es posible que así sea; tal vez tuvo en su poder a Kazán y lo trató mal, cosa que los perros nunca olvidan. Mañana pondré en claro todo eso. Pero hasta entonces ¿quieres prometerme no acercarte siquiera a Kazán?

Isabel lo prometió. Cuando salieron de la tienda, Kazán levantó su enorme cabeza. La punta del látigo había cerrado uno de sus ojos y tenía la boca bañada en sangre. Isabel prorrumpió en un sollozo contenido, pero no se acercó a él. Aunque estaba medio ciego, sabía que su ama interrumpió el castigo y gimió suavemente, moviendo en la nieve su peluda cola.

Nunca se sintió tan desgraciado como durante las horas del día siguiente en que, colocado a la cabeza del trineo tuvo que abrir paso en su camino hacia el Norte. Uno de sus ojos estaba cerrado y lleno de ardiente fuego y te nía todo el cuerpo dolorido por los latigazos. Pero no era el dolor físico lo que le hacía andar con la cabeza baja y le privaba de la perspicacia y vigilante atención propias del perro guía, jefe de sus compañeros, sino el estado de su ánimo. Por primera vez en su vida se sentía anonadado. Tiempo atrás Mac Cready le había pegado cruelmente, y ahora le había pegado también su amo actual. Durante todo aquel día las voces de los dos hombres sonaron irritadas y vengativas en sus oídos. Pero fue su ama la que le hizo más daño. Permaneció alejada de él, siempre fuera del alcance de las correas que lo retenían, y cuando llegaron al fin de la jornada y hubieron instalado el campamento, lo miró con extraños y asombrados ojos y no le dirigió la palabra. Era indudable que ella estaba también dispuesta a pegarle; así lo creyó él y se alejó de ella y se tendió de vientre sobre la nieve. Y tan triste estaba, que se escondió en uno de los puntos más oscuros del campamento. Nadie se dio cuenta de la tristeza de Kazán, a excepción de la joven, la cual no hizo la más pequeña tentativa para acercarse a él, ni le dirigió tampoco la palabra. Pero, en cambio, lo miraba mucho y especialmente tenía en él los ojos fijos en cuanto Kazán miraba a Mac Cready.

Más tarde, cuando ya Thorpe y su mujer se hubieron retirado a la tienda, empezó a nevar y el efecto de la nieve en Mac Cready extrañó mucho a Kazán, porque el hombre estaba intranquilo y con mucha frecuencia empinaba el fiasco en que bebiera la noche antes. A la luz del fuego el rostro se le ponía cada vez más encendido y Kazán observó el brillo de sus dientes en un momento en que miró hacia la tienda en que reposaba Isabel. Mac Cready se acercó una y otra vez a aquella tienda y escuchó. Por dos veces oyó el ruido de algún movimiento. Luego percibió el ruido de la honda respiración de Thorpe. Mac Cready se apresuró entonces a regresar junto a la hoguera, y, levantando el rostro, miró al cielo. La nieve caía tan espesa que cuando bajó la cara, parpadeó fuertemente y tuvo que restregarse los ojos. Luego se alejó hacia la oscuridad y examinó detenidamente la pista que practicaran pocas horas antes, que estaba casi borrada ya por los copos de nieve. En menos de una hora ya no se distinguiría en lo más mínimo, por lo cual no podría indicar al que por allí pasase al día siguiente, que por el mismo camino habían venido ellos el anterior. Por la mañana estaría todo cubierto de nieve, hasta la misma hoguera si se dejaba apagar. Mac Cready bebió nuevamente en la oscuridad y de sus labios surgieron expresiones de brutal alegría. Su cabeza ardía y el corazón le latía con fuerza, pero no tan furiosamente como el de Kazán cuando éste vio que Mac Cready regresaba empuñando un garrote que dejó apoyado al tronco de un árbol. Luego tomó una linterna del trineo, la encendió y, acercándose a la puerta de la tienda de Thorpe, llamó:

—¡Eh, Thorpe!

No obtuvo respuesta. Oía a Thorpe respirar acompasadamente. Entonces, levantando la lona que cubría la entrada, llamó de nuevo, elevando la voz:

—¡Thorpe!

No se alteró el silencio en el interior de la tienda y Mac Cready desató las cintas de la puerta de lona, introduciendo la linterna, cuya luz fue a dar en el dorado cabello de Isabel, que apoyaba la cabeza en un hombro de su marido.

Mac Cready la miró con los ojos encendidos hasta que vio despertar a Thorpe. Rápidamente dejó caer la lona moviéndola desde fuera.

—¡Eh, Thorpe! —exclamó otra vez.

Aquella vez el llamado contestó:

—¿Qué hay, Mac Cready? ¿Me llama usted?

Mac Cready levantó ligeramente la lona de la entrada y dijo en voz baja:

—Sí. ¿Puede usted salir un momento? Ocurre algo en el bosque. No despierte a su esposa.

Retrocedió y esperó. Un minuto más tarde apareció Thorpe, y Mac Cready, al verlo, señaló hacia la oquedad de los abetos.

—Juraría que hay alguien que está husmeando alrededor del campamento. Estoy seguro de haber visto a un hombre, hace algunos minutos, cuando fue a buscar leña. Es una noche excelente para robar perros. Usted tome la linterna y, si no me he engañado, vamos a encontrar el rastro.

Dio la linterna a Thorpe y él se armó con el grueso garrote. Kazán empezó a gruñir, pero se contuvo. Habríale gustado romper la cuerda que lo sujetaba, pero si lo intentaba, los dos hombres volverían para pegarle. Por esta razón se quedó quieto, temblando y gimiendo suavemente. Observó a los dos hombres hasta que desaparecieron y luego esperó y prestó atento oído. Por fin oyó el chasquido de la nieve al ser pisada y no tuvo la menor sorpresa viendo que solamente regresaba Mac Cready, porque ya lo esperaba. De sobra sabía cuál era el significado de un garrote.

El rostro de Mac Cready era entonces horrible; parecía el de una fiera. Llevaba la cabeza descubierta. Kazán se ocultó lo mejor que pudo en la sombra al oír la risa contenida y terrible que surgió de los labios del hombre, porque éste empuñaba todavía el garrote. Pero lo soltó en seguida y se acercó a la tienda. Levantó la lona y miró a su interior. La esposa de Thorpe estaba durmiendo y él, silencioso como un gato, entró y colgó la linterna de un clavo que encontró en el mástil. La joven siguió durmiendo y él, durante algunos instantes, permaneció en pie, quieto, mirándola…

Fuera, acurrucado en la profunda sombra, Kazán trataba de comprender el significado di cuanto observaba. ¿Por qué su amo y Mac Cready habían ido hacia el bosque? ¿Por qué no había vuelto el primero? La tienda pertenecía a su amo y no a Mac Cready, y no comprendía cómo éste se atrevía a entrar. De pronto el perro se puso de pie, con los pelos de la espina dorsal erizados y las patas rígidas. Vio la sombra de Mac Cready proyectada en la lona de la tienda y pocos instantes después llegó a sus oídos un grito extraño y desgarrador. En el terror que motivó aquel grito, reconoció la voz de ella y saltó hacia la tienda. La cuerda lo detuvo en su impulso, interrumpiendo, con el tirón que dio, el aullido que profería. Entonces vio luchar las dos sombras y los gritos de la joven no cesaban. Llamaba a su amo y luego, además, lo llamó a él.

—¡Kazán! ¡Kazán!

De nuevo saltó y fue tanta la violencia de su embestida, que se cayó de espaldas. Saltó una y otra vez y la cuerda que le rodeaba el cuello llegó a herirle, tal era la violencia de los tirones. Detúvose un instante para recobrar el aliento. Las sombras luchaban todavía. ¡Y estaban en pie! ¡Ahora se agachaban! Dando un gruñido de rabia se lanzó hacia adelante con toda su fuerza y por fin logró romper la cuerda.

En menos de seis saltos Kazán llegó junto a la tienda y pasó por debajo de la lona de la entrada. Luego dio un aullido y se arrojó al cuello de Mac Cready. Un mordisco de sus poderosas mandíbulas bastaba para matar a un hombre, pero él no lo sabía. Sabía tan sólo que allí estaba su ama y que luchaba por ella. Luego se oyó un grito extraño que terminó en terrible sollozo; procedía de Mac Cready. El hombre cayó de espaldas con las rodillas dobladas y Kazán clavó sus colmillos a mayor profundidad en el cuello de su enemigo; entonces sintió en la boca el calor de la sangre.

La joven llamó al perro y viendo que no le hacía caso, tiró de su velludo cuello, pero él no quería soltar la presa y la tuvo agarrada durante bastante tiempo. Cuando soltó a la víctima, su ama miró el rostro del muerto y luego, cubriéndose la cara con las manos, se sentó sobre la manta de su cama. Se quedó inmóvil. Su cara y sus manos estaban muy frías y Kazán las lamió tiernamente. Tenía cerrados los ojos y el perro se acurrucó a su lado, sin dejar de vigilar a su enemigo, dispuesto a volver al ataque.

—¿Por qué estaría ella tan quieta? —se preguntó.

Pasó bastante tiempo y por fin ella se movió. Abrió los ojos y tocó al perro.

Éste oyó entonces pasos en el exterior.

Era su amo, y sintiendo nuevamente el antiguo miedo, miedo al garrote, se dirigió apresuradamente hacia la puerta. En efecto, era su amo, según vio a la luz de la hoguera… y en su mano llevaba el palo. Se acercaba despacio, cayéndose casi a cada paso y tenía la cara roja de sangre. Pero llevaba el palo. Sin duda alguna le pegaría de nuevo y esta vez más que nunca, porque había lastimado a Mac Cready. Creyéndolo así, Kazán se deslizó por la abertura de la tienda y fue a guarecerse en las sombras. Una vez a salvo miró hacia atrás y gimió pensando en su ama y sintiendo dejarla. Pero no había más remedio, porque le pegarían mucho… después de lo que pasó. Hasta ella misma le pegaría.

Desde las sombras inmediatas al círculo de luz de la hoguera, volvió su lobuna cabeza hacia las profundidades del bosque. Allí no había garrotes, tirantes, arreos ni cuerdas. Allí no lo encontrarían nunca más.

Vaciló todavía un momento. Y luego, tan silenciosamente como uno de los animales salvajes cuya sangre corría también por sus venas, se hundió en las profundas sombras de la noche.