Llegaron días maravillosos para Kazán, el cual echaba de menos los bosques y las nevadas copiosas, la lucha diaria para mantener su puesto entre los compañeros de tiro, los ladridos lanzados a su espalda, las largas carreras en línea recta por los espacios abiertos y las estepas. Echaba de menos también el «¡Hala, hala!», del conductor, el terrible restallar del látigo de nervio de reno, de seis metros de largo, y aquellos ladridos lanzados tras él, los cuales indicaban que los demás perros estaban debidamente alineados. En cambio, algo había venido a substituir esto de que ahora carecía. Y ese algo estaba en la habitación, en el aire que respiraba, en todas partes, aun cuando sus amos no se hallaran cerca. Donde quiera que ella hubiese posado sus plantas, percibía él aquel algo extraño que le hacía olvidar su soledad. Era un perfume de mujer que muchas veces, cuando era de noche, hora en que él hubiera podido estar ladrando a las estrellas, le hacía gemir débilmente.
Ya no estaba solo. Una noche se dedicó a rondar la vivienda y dio con una puerta junto a la cual se ovilló y se estrechó, y donde le halló la muchacha a la mañana siguiente, al abrirla. La joven se inclinó para acariciarlo y, al hacerlo, su abundante cabellera cayó hacia él en forma de cascada, esparciendo un mareante perfume. Aquella misma noche, la muchacha puso una pequeña alfombra ante la puerta para que él la usara como lecho. Y desde entonces se sintió feliz durante las largas noches, porque sabía que su amita se hallaba al otro lado de la puerta. Cada día pensaba menos en las selvas por él habitadas anteriormente y más en su protectora.
Fue entonces cuando se operó el cambio. Percibió grandes prisas e inusitado movimiento a su alrededor y advirtió que su amita prestábale menos atención que de costumbre. Comenzó a sentirse inquieto. Husmeando, estudió la cara de su dueño. A la mañana siguiente, muy temprano, le sujetaron de nuevo con el collar de piel de ante y la cadena de hierro. Pero hasta que, siguiendo a su amo, traspuso el umbral y se halló en la calle, no empezó a comprender, ¡Lo echaban! Sentóse de pronto sobre sus patas traseras y se negó a dar un paso más.
—¡Ven, Kazán! —llamóle astutamente su amo, tratando de engañarle—. ¡Ven, pobrecito Kazán, ven!
Él se echó hacia atrás y mostró sus blancos colmillos. Esperaba recibir un latigazo o un garrotazo, pero no ocurrió nada de eso. Su amo se echó a reír y lo condujo nuevamente a la casa. Cuando salieron otra vez, les acompañaba la joven, la cual le acariciaba la cabeza con la mano. Ella fue quien lo persuadió para que atravesara un obscuro agujero y se metiera en el interior de un coche más obscuro todavía y ella también la que lo llevó a un rincón, en donde su amo le ató con una cadena. Luego salieron los dos riendo como niños. Durante muchas horas después de esto, Kazán permaneció quieto y atento, escuchando un extraño rindo de ruedas debajo de él. Varias veces se detuvieron estas ruedas y oyó voces en el exterior. Por fin estuvo seguro de percibir una voz conocida y, tirando de la cadena, gimió. Corrióse a un lado la puerta y entró su amo acompañado de un hombre provisto de una linterna. No hizo el menor caso de ellos, sino que por la puerta abierta miró tratando de descubrir a alguien en la noche. Casi se libertó al saltar a la blanca nieve, donde al no ver a nadie, permaneció rígido, husmeando el aire. Sobre él estaban las estrellas a las que aullara durante toda su vida, y las selvas y los bosques, negros y silenciosos, lo rodeaban como si fuesen sombrías paredes. En vano buscó el olor que echaba de menos y un grito de pena brotó de su garganta. Tomó la linterna y la elevó por encima de su cabeza, dejando algo suelta la cadena que sujetaba al perro por el collar. Contestando a tal señal, llegó una voz a través de la obscuridad y Kazán se volvió con tanta rapidez, que la cadena, sujetada débilmente por su amo, cayó de su mano. Vio el brillo de otras linternas y oyó de nuevo la voz que le llamaba.
—¡Kazán! ¡Kaa… aa… zaán!
Emprendió una rauda carrera y Thorpe le siguió riendo.
—¡Tunante! —decía complacido.
Cuando llegó detrás de la cocina, lugar alumbrado por las linternas, Thorpe vio a Kazán echado a los pies de una mujer. Era la esposa de Thorpe, que le sonreía triunfante, a medida que éste salía de la obscuridad.
—¡Has ganado! —le dijo riendo con satisfacción—. Yo me habría apostado mi último dólar a que ese tuno no hubiera sido capaz de hacer eso por ninguna otra persona que le hubiese llamado. ¡Has ganado! ¡Kazán, eres un perfecto sinvergüenza, porque ya no eres mío!
Y poniéndose de pronto serio, añadió, mientras Isabel cogía el extremo de la cadena:
—Tuyo es, Issy, pero has de permitirme que cuide de él hasta… bueno, tú y yo sabemos hasta cuándo. Dame la cadena. No me fío de él todavía. Es un lobo. De un simple mordisco le he visto arrancar la mano de un indio.
Otro día rompió la yugular de un perro al primer ataque. Es un bandido, un mal bicho, a pesar de que me ayudó como un héroe y me salvó la vida. No puedo fiarme de él. Dame la cadena…
No terminó la frase, porque dando un gruñido salvaje, Kazán había saltado a sus pies. Contrajéronse sus labios y dejó al descubierto sus largos colmillos. Erizáronsele los pelos del espinazo y Thorpe dio un grito de alarma echando mano al revólver que llevaba en el cinto.
Kazán no le hizo el menor caso. Otra figura había surgido de la noche. Era quien debía acompañar a Thorpe y a su joven esposa hacia el campamento del Río Rojo, en donde Thorpe estaba encargado de la construcción de un nuevo ferrocarril transcontinental. El recién llegado era alto, derecho, muy bien formado, y no llevaba ni barba ni bigote. Su mandíbula inferior era tan cuadrada que parecía propia de una bestia y en sus ojos había el mismo destello de pasión que se reflejaba a veces en los ojos de Kazán cuando éste miraba a Isabel. La gorra roja y blanca de ésta habíase deslizado y le colgaba sobre un hombro y la tenue luz de las linternas se reflejaba en su cabellera con matices de oro cálido. Tenía Isabel en las mejillas vivo rubor y sus ojos, que se volvieron de repente a Kazán, eran tan azules como la más azul de las flores, y brillaban como diamantes. Mac Cready desvió la mirada e instantáneamente cayó la mano de Isabel sobre la cabeza del perro, más, por primera vez, éste pareció no haberlo notado. Seguía gruñendo a Mac Cready y la amenaza de su rugiente garganta era cada vez mayor. La esposa de Thorpe dio un tirón a la cadena, ordenando al mismo tiempo:
—¡Quieto, Kazán! ¡Échate!
Al oír la voz de su ama se tranquilizó.
—¡Échate! —repitió mientras su mano libre se apoyaba nuevamente sobre su cabeza y Thorpe lo observaba atentamente. Extrañóle la expresión de malignidad que había en los ojos de lobo de Kazán, y miró a Mac Cready. El corpulento guía acababa de desenrollar el enorme látigo que usaba para dominar a los perros, y animaba su rostro un extraño gesto. Observaba fijamente a Kazán y de pronto se inclinó hacia adelante, apoyando ambas manos en las rodillas. Parecía que por un momento olvidaba que los hermosos ojos azules de Isabel Thorpe lo estaban contemplando.
—¡Arriba, Pedro, charge!
La palabra «Charge» se enseñaba únicamente a los perros que estaban al servicio de la Policía Montada del Noroeste. Kazán no se movió. Mac Cready se enderezó y, rápido como el rayo, hizo chasquear su largo látigo, que produjo un estallido semejante a un disparo de pistola.
—¡Charge, Pedro, charge!
El gruñido en la garganta de Kazán se convirtió casi en rugido, pero no se movió lo más mínimo. Mac Cready se volvió hacia Thorpe, diciendo:
—Habría jurado que conocía a este perro. No me extrañaría que fuese Pedro, y de serlo, sería un animal de cuidado.
Thorpe tomó de nuevo la cadena. Únicamente la joven vio la mirada que por un momento animó el rostro de Mac Cready, y se estremeció. Pocos minutos antes, al descender del tren en Le Pas, ella había tendido la mano a aquel hombre y entonces había visto lo mismo que acababa de observar. Pero aun mientras se estremecía, recordó las muchas cosas que su marido le dijera de la gente que habita en los bosques de aquellas regiones. Había llegado ella a quererlos, a admirar sus rudas maneras y leales corazones, antes de verlos. Con un esfuerzo sonrió a Mac Cready, luchando en su deseo de vencer la sensación de miedo y de antipatía que por él experimentara.
—No es usted simpático al perro —díjole riendo dulcemente—. ¿Por qué no trata de atraérselo?
Llevó a Kazán junto a él, mientras Thorpe agarraba el extremo de la cadena. Inclinándose ella sobre el perro, Mac Cready se acercó, y al hacerlo daba la espalda a Thorpe. La cabeza de Isabel estaba a poca distancia de su rostro; vio el rubor de sus mejillas y la deliciosa curva de su boca, mientras trataba de apaciguar el hondo rugido que aún resonaba en la garganta de Kazán. Thorpe estaba preparado para tirar de la cadena, pero por un momento, Mac Cready estuvo entre él y su esposa, de manera que aquél no pudo ver el rostro de este último. Los ojos de Mac Cready no reparaban en Kazán, sino que miraba fijamente a la joven.
—Es usted muy valerosa —dijo—. Yo no me atrevo a tanto, porque este perro sería capaz de arrancarme la mano de una dentellada.
Tomó la linterna de manos de Thorpe y se puso a la cabeza de la comitiva, dirigiéndose hacia un estrecho sendero cubierto de nieve que partía del camino principal. Oculto en el espeso bosque de abetos estaba el campamento que Thorpe dejara una quincena antes. Había allí ahora dos tiendas en vez de la única que habitaron él y su guía. Ante ellos ardía una gran hoguera y cerca había un largo trineo, y atados a los árboles, aun dentro del círculo de luz de la hoguera, Kazán descubrió las vagas siluetas y los brillantes ojos de los demás perros. Permaneció quieto mientras Thorpe lo enganchó al trineo. De nuevo se hallaba en su ambiente…, jefe indiscutido entre sus compañeros. Su ama se reía y palmoteaba de alegría al pensar en la maravillosa vida de campamento de la cual ahora formaría parte. Thorpe levantó la lona que cubría la entrada de la tienda y su esposa entró primero. Al penetrar en la tienda, no miró hacia atrás ni dirigió palabra alguna a Kazán, el cual gimió y volvió sus enrojecidos ojos hacia Mac Cready.
Dentro de la tienda, Thorpe decía:
—Siento mucho que el bueno de Jackpine no haya querido regresar con nosotros, Issy. Fue él quien me llevó al Sur, pero por nada, ni por mejor paga, ha querido volver. Es un indio que se educó entre los padres misioneros y yo daría el salario de un mes porque le vieses manejar a los perros. En cambio no tengo seguridad alguna en ese Mac Cready. Es un tipo extraño, según me ha dicho el agente de la Compañía, pero conoce el bosque como nadie. Los perros no reciben nunca bien a un desconocido y en cuanto a Kazán, no le tiene ninguna simpatía.
Kazán oyó la voz de la joven, y se estuvo quieto como una estatua, escuchándola. No vio, en cambio, ni tampoco oyó a Mac Cready cuando se acercó sin hacer ruido por su espalda. De pronto la voz del hombre sonó como un disparo:
—¡Pedro!
Instantáneamente Kazán se agachó como si lo hubiese tocado la punta de un látigo.
—Esta vez te he cogido, amiguito —exclamó Mac Cready, muy pálido—. ¿Ahora atiendes a otro nombre?, ¿verdad? No importa, ya ves que te he cogido.