CAPÍTULO 28

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Henry pasó los siguientes días en las calles, trabajando como no había trabajado en su vida. Pero aquellos días también estuvieron llenos de comidas que nunca había comido, de risas y canciones que nunca había escuchado, de veladas llenas de historias y de sueños de un cuerpo y una mente que usó como herramientas y no como si fueran un tesoro.

Durante aquellos días soñó, pero al despertar únicamente recordó un sueño. En él estaba sentado con Ron y Nella en su terraza, contemplando Bizantemo. Nadie dijo una palabra, pero todos sonreían y, en su sueño, lo único que hacían era pasar allí sentados la vida entera y contemplar como el humo se disipaba lentamente hasta que la ciudad que había debajo pudo volver a respirar.

Aunque aquellos días fueron muy atareados, no pasó ni uno solo en el que no repitiera la visita al tejado. Allí siempre se le unía el raggant. Elegían juntos una pared o bien dejaban que el viento eligiera por ellos y contemplaban el cielo, el mar, los árboles, la ciudad, el mundo, y Henry escuchaba la respiración del raggant y la respiración del viento al pasar entre sus alas.

A veces Henry se sentía preocupado. A veces sentía miedo. En todo momento era consciente de que le gustaban muchas cosas del mundo, de dos mundos, pero que sus raíces solo pertenecían a uno.

Poco después de derrotar a Darius, el tío Frank, Henrietta, Zeke y el sargento Simmons siguieron a Henry, que los guió de vuelta a la habitación del abuelo en la vieja casa de Kansas.

Cuando los llevó al piso de abajo y atravesaron el comedor y la cocina y salieron por la puerta trasera al brillante sol de Kansas, el tío Frank rió, Zeke dio un grito de alegría y el sargento Simmons atravesó la puerta corriendo y secándose las lágrimas. Zeke y Simmons se alejaron juntos, despidiéndose con la mano y riendo.

Volverían a verse. Pronto. Incluso fijaron un día.

* * *

Eli, duque de FitzFaeren, fue enterrado en Hylfing, bajo el suelo de la catedral. Magdalene, sus nietos y muchos otros viajaron a través de los portales de los brujos para asistir al entierro.

Magdalene requirió formalmente el derecho a desenterrar el cuerpo de su hermano si los salones de FitzFaeren se reconstruían alguna vez. No pidió que le devolvieran la flecha. Tras la muerte de su madre y antes de su coronación, la Flecha del Hado había estado bajo la autoridad del duque.

Frank y Dorothy Willis se la entregaron.

Tate y Roland fueron enterrados en privado, de acuerdo con una antigua costumbre propia de los faeren que no estaba registrada en el Libro de Faeren. Ni siquiera se permitió a Henry ni a Mordecai asistir al entierro y el Gordo Frank no dijo más que aquel había sido el tipo de acontecimiento del que ambos habrían disfrutado y del que los jugadores habrían salido satisfechos.

* * *

Cuando llegó la fecha señalada, Henry se despertó al alba sin necesidad de que nadie lo levantara y ayudó a su madre a plantar un árbol en el patio. Después, su padre y él atravesaron la puerta sur de la muralla, caminaron hasta el salón faeren local, viajaron hasta el lejano montículo regional (abarrotado de hadas que se mostraron extremadamente respetuosas) y de allí hasta Badon Hill, en el lejano norte.

Su padre llevaba consigo una caja de madera larga y estrecha.

Bajo el joven cielo azul de la mañana en el que todavía colgaba una pálida luna, ambos se arrodillaron en la tierra húmeda de Badon Hill y la palparon buscando unos huesos antiguos y cubiertos de musgo con los que fueron llenando la caja poco a poco. Cuando terminaron, el cielo se había tornado más claro. Mordecai sacó de su capa un suave paño que Hyacinth había tejido y lo colocó sobre ella. La caja estaba cerrada y Mordecai la levantó y la colocó sobre la enorme roca gris. Se aupó para subirse a ella y se sentó. Henry lo imitó y allí se quedaron, con el sol calentándoles a medida que se elevaba.

Cuando el sol estuvo sobre las copas de los árboles, Henry habló.

—¿Podrían volver a encerrarte los faeren?

Mordecai miró a su hijo.

—Sí, con inteligencia, engaño y traición, cualquier hombre puede ser encerrado. La magia de los faeren es muy poderosa, aunque la dan por supuesta y son fáciles de despistar. Las colinas mágicas son la magia más poderosa que poseen. Pueden atrapar ciudades enteras en las colinas y, si fueras allí armado con una pala, no serías capaz de encontrarla. La colina no ha sido excavada, sino que se ha usado para crear un espacio completamente nuevo que se conecta con este mundo a través de ciertas puertas que mantienen escondidas.

—Así que te encerraron en una colina.

—Me encerraron en esta colina. Su magia se sumó al vínculo, pero no consiguieron matarte. El bautismo tiene un poder propio, su propia y terrible fuerza. Las cadenas les hubieran sido más útiles que la magia contra un rito de nombramiento.

Henry saboreó el aire soleado.

—No sé si lo entiendo.

Mordecai rió.

—¿Entiendes cómo funciona la fuerza de la gravedad, o por qué la Tierra nunca ha sido absorbida por el Sol, o cómo una lombriz que se arrastra se transforma en una mariposa? Podemos dar nombre a todas esas cosas, pero eso no implica entendimiento.

—¿Cómo fue? —preguntó Henry.

Como p3.sa.rte la vida durmiendo un sueño irregular, discontinuo.

Cuando Mordecai consideró que era un buen momento, ambos se levantaron y entraron en la gruta que había bajo la enorme roca gris. Mordecai llevaba los huesos de su perro fiel, el salvador de su bebé y, a través de aquel bebé, su propio salvador. Más allá del rostro del hombre verde esculpido en la piedra, entraron por un pasillo que formaba un anillo en torno a la estancia. En sus paredes se alineaban los lechos de piedra de los ancestros de Mordecai.

Henry estaba en el mismo lugar en el que su padre lo había sostenido de bebé y observó cómo Mordecai dejaba que los huesos del perro encontraran descanso eterno. Y le escuchó cantar. La voz de su padre atravesó los salones y las cúpulas de cámaras lejanas. Henry no había conocido al perro más que en sueños y a través del cachorro, hijo suyo, que su tío Caleb había criado, pero aquella canción, el recuerdo de aquella canción le hizo sentir como si lo hubiera hecho. Las palabras de su padre pertenecían a un idioma que no comprendía, pero eran palabras que podían verse. A través de aquellas palabras, Henry amó a aquel perro, el perro que lo había empujado por el hueco del árbol.

Cuando la canción se desvaneció, ambos regresaron al mundo de los vivos y vieron que los demás los estaban esperando.

Uno a uno, la risueña familia de Henry se introdujo por el hueco del gran árbol de Badon Hill y aparecieron en la vieja casa destrozada, reubicada en un mundo vacío.

* * *

Henry, Kansas, es un pueblo en el que la gente perdida se encuentra a sí misma o bien descubre que está perdida. En verano se pueden cazar ranas en las acequias, también se puede jugar al béisbol en campos cuyo césped nadie se molesta en cortar y se pueden encontrar tres variedades distintas de helado en la gasolinera.

En un extremo del pueblo hay un granero, una vieja furgoneta marrón y un estanque bastante profundo rodeado por una verja hecha de malla de plástico.

Tras el granero, del lado del que se pone el sol, estaban Henry York Maccabee y su tío, Frank Willis.

Frente a ellos se mecía el trigo, impaciente por ser cosechado. El aire se había vuelto pesado con su aroma. Las espigas ondeaban en la brisa, doradas, cerdas ásperas que fingían ser suaves. La hierba silvestre que rodeaba a Henry también estaba seca, convertida en semillas.

No había dientes de león, pero sí había un trozo de papel rígido y arrugado.

Henry lo recogió del suelo y lo leyó. Era la nota de los abogados y decía que irían a buscarlo el 3 de julio.

Ayer.

El tío Frank se llenó los pulmones con aquel aire pesado y miró a Henry.

—Pueden pasar muchas cosas en dos semanas.

Sonreía.

Henry parpadeó. Dos semanas. ¿Ese era el tiempo que realmente había pasado? Por un momento consideró la idea de lanzar la carta de nuevo a la hierba. En cambio la dobló y la deslizó junto a un sobre que tenía en el bolsillo.

Frank se volvió y rodeó lentamente una esquina del granero. Henry lo siguió.

* * *

No era más que el crepúsculo pero, para los que vivían en Henry, Kansas, había oscuridad suficiente para lanzar fuegos artificiales. Una pequeña casa, pintada en el mismo tono de verde pálido que el césped del jardín trasero, contemplaba los fuegos explotar en el cielo y escuchaba las risas de las personas que la rodeaban. Era la casa en la que vivía Zeke Johnson, pero estaba pensando en mudarse. Aunque el jardín era pequeño, estaba abarrotado de gente. Había tres hombres muy altos que reían, y niñas, y niños, y madres. Había un hombre que llevaba un traje de policía nuevo y una mujer amable que no se despegaba de su brazo ni dejaba de contemplar a la gente de la que tanto había oído hablar y de cuya existencia había dudado.

Monmouth se estaba comiendo un perrito caliente mientras observaba cómo el rastro de fuego azul descendía sobre los campos de la ciudad emitiendo un zumbido. Caleb estaba junto a Zeke, que abrazaba a una esbelta mujer rubia, su madre.

Caleb reía; por alguna razón, era incapaz de concentrarse en los fuegos artificiales. La mujer sonreía y no tenía ninguna intención de dejar de hacerlo.

Sin embargo, antes de que terminaran los fuegos artificiales, mientras las calles de Henry estuvieron libres de miradas indiscretas, todos los invitados se marcharon y Zeke y la mujer rubia los siguieron. Una fila de personas que cargaban con fundas de almohada llenas caminó calle abajo y el único testigo que los vio fue un gato blanco y gris que se apresuró para alcanzarlos.

Cuando llegaron al granero que lindaba con el límite del pueblo, rodearon el estanque que había en el lugar que debía haber ocupado la casa. En la parte trasera, suspendida en el aire, había una puerta que se mantenía abierta gracias a un bate de béisbol.

Al llegar a la puerta, se abrazaron y el policía y su mujer les dijeron adiós. A continuación empezaron a pasar sacos llenos de ropa, fotos viejas, mantequilla de cacahuete y, lo más importante, guantes, bates, pelotas de béisbol y también cascos. El policía se quedó allí hasta que vio que la puerta se cerraba de un portazo y desaparecía. Después miró a su mujer y ambos contemplaron los fuegos artificiales. Tres de ellos explotaron en el cielo a la vez. El policía y su mujer se besaron y los fuegos fueron cuatro. Aquel fue el broche final de Henry, Kansas.

El sargento Simmons tarareaba mientras caminaba con su esposa, ya casi sin cojear, de vuelta a donde habían dejado el coche. En la mano llevaba una carta que Henry le había pedido que enviara.

* * *

Al otro lado de la puerta, dos tramos de escaleras más arriba, atravesando la puerta de la habitación del abuelo y los pasadizos de los faeren, las cosas eran distintas. El sol estaba bajo pero brillaba tras una lluvia ligera y soplaba una suave brisa marina. Una fila de personas cruzó el puente, pero no subieron por la colina adoquinada. Giraron por una de las callejuelas laterales, se dirigieron a las murallas de la ciudad y, desde allí, a los campos de hierba verde que había junto al río.

Se escucharon unos sonidos que la ciudad pronto aprendería a apreciar. El crujido del bate al chocar con la bola, las risas y el ruido de la primera pelota golpeada lo suficientemente lejos como para caer al agua.

El tío Frank rodeó las bases.