Henry se quedó mirando la flecha y el corazón le dio un vuelco. El Gordo Frank se acuclilló frente a él; sus ojos rebosaban emoción.
—¡Mírala! —dijo—. ¡Mira lo que estás sosteniendo!
Henry volvió a bajar la mirada. Aquella vez, realmente vio la flecha.
Estuvo a punto de dejarla caer.
Su fuerza se arremolinaba en torno a las astillas de madera del astil pero, a través de ella, Henry vio algo más. La punta de piedra estaba incandescente y viva, llena de una historia que no se apagaba nunca. Henry alejó la mano de la punta y la deslizó por el astil. Al contacto con su mano parecía grueso y firme; crecía sin aumentar de tamaño, se quemaba sin consumirse. La parte trasera estaba decorada con tres plumas, largas, frías, rojas, madres del viento.
Henry tragó saliva y parpadeó y, de nuevo, se encontró sosteniendo una flecha torcida, podrida y a punto de deshacerse.
—¿Cuál es real? —preguntó.
—Ambas —dijo el hada—. Ambas realidades están unidas. Una es su historia, la verdadera forma de su nombre, su esplendor vivo, y la otra es la de la madera y la piedra decrépitas. Ambas están hermanadas y es imposible separarlas. Debemos irnos. Has hecho bien en venir. Esta flecha debe volar.
—Pero, ¿cómo lo hará? —preguntó Henrietta—. Aunque sea mágica, no podrías herir a nadie con eso.
—Eso ya lo veremos —dijo Henry.
Se puso en pie, sujetando la flecha por el centro del astil, rezando por que no se desmoronara. Henrietta cogió la caja y vertió en el suelo el charquito de agua salada que había dentro.
Los tres bajaron corriendo las escaleras y volvieron a la habitación del abuelo.
Henry apretó la flecha contra su pecho y, por un segundo, sintió pánico. El abuelo había usado la flecha para que algunas de las puertas funcionaran. Puede que la puerta de su habitación estuviera cerrada. Se dejó caer de rodillas al suelo y, conteniendo el aliento, estiró la mano dentro del armario, temeroso de toparse con el fondo. Pero palpó tierra húmeda, una lombriz y el aire de la noche. Una oleada de alivio lo invadió y avanzó rápidamente a cuatro patas hacia la luz de la luna de Badon Hill. Cuando los demás estuvieron a su lado, comenzó a correr, ahora apartando la flecha de su cuerpo.
—¡Ten cuidado! —dijo Henrietta.
Ya se sabía la lección: si llevas tijeras en la mano, no corras. Pero también sabía que su prima estaba más preocupada por la flecha que por él. No se creía capaz de romperla ni aunque lo intentara. Se abrieron paso deslizándose colina abajo por la ladera de Badon Hill. Con la mano libre, Henry acariciaba los troncos de los árboles al pasar. Bajo aquella luz, en aquel preciso instante, sintió que si hubiera conocido su idioma, hubiese podido hablar con ellos.
Sentados en el pequeño salón faeren, los primos observaron con impaciencia cómo el Gordo Frank preparaba el portal de vuelta al montículo.
Y, de repente, lo atravesaron y estuvieron de vuelta en las ramas superiores del Montículo Central.
Los pasillos estaban tan iluminados como silenciosos. No había guardas en la costa y la mayoría de las puertas estaban abiertas, dejando a la vista camas deshechas, comida intacta en los platos. De vez en cuando se escuchaban voces de niños.
Mientras corrían, Henry rió. ¿Cuántas hadas habría enviado a la batalla? La preocupación lo invadió de repente. ¿Estarían siendo de alguna ayuda? ¿Serían capaces de echar una mano? ¿O lucharían del lado de los brujos? Si las había asustado demasiado con su discurso, puede que hubieran cambiado de bando.
Se preguntó dónde estarían los miembros del comité. No creía que hubieran ido a ayudar en la batalla, aunque muy probablemente hubieran huido a alguna parte. A algún lugar muy lejano.
Henry siguió a Frank, que bajaba apresuradamente las escaleras hacia el Montículo Central, jadeando pero en absoluto cansado. En la mano llevaba una flecha, un talismán antiquísimo, y eso le dio fuerza.
—No puedo creer que todo esto sea luz —dijo Henrietta cuando se adentraron en la oscuridad.
Henry volvió a reír, pero no dijo nada.
El pasadizo a Hylfing estaba vacío.
Con los ojos entornados, corrieron por el suelo irregular y atravesaron el pasadizo sin dudar ni un solo instante.
En el salón de acceso había dos hadas sentadas con los brazos cruzados.
Ambas se pusieron de pie de un salto cuando vieron aparecer a Henry.
—¿Por qué no estáis en la muralla? —preguntó Henry—. ¿Cómo os llamáis?
Las hadas salieron corriendo del salón.
Henry subió las escaleras lentamente y salió a la superficie, cubierta de maleza y de una oscuridad como de tormenta.
Podía ver muy poco. Casi se había olvidado de la persistente lluvia y el viento era ahora más fuerte. Las nubes resplandecían a causa de los relámpagos, pero donde ellos estaban no había rayos; estaban azotando el lado opuesto de la ciudad.
Henry y Henrietta caminaron con dificultad por el barro y la maleza mientras Frank corría en dirección a la muralla, hacia las puertas de la ciudad.
Las puertas estaban abiertas.
Los guardas habían desaparecido.
Henry inspiró profundamente y observó las calles que se abrían frente a ellos.
Aún les quedaba una ciudad por cruzar.
* * *
Frank Willis miró a su alrededor en busca de sus hermanos. Al otro lado del río, la ciudad estaba envuelta en llamas.
Caleb y Mordecai habían defendido las calles mientras cientos de familias trataban de refugiarse cruzando el río. Incluso los faeren se habían batido en retirada. Los callejones de la orilla opuesta debían estar tan abarrotados de hadas como de arqueros agazapados.
La última imagen que Frank conservaba de sus hermanos era la de Mordecai de rodillas, atrayendo los relámpagos hacia sí, absorbiendo rayos. Gracias a él, el puente aún seguía intacto.
Frank estaba agazapado detrás de uno de los pilares centrales del río. Alcanzó a ver al sargento Simmons tendido en el suelo frente a él. Deseó que el policía solo estuviera inconsciente. A Zeke, Richard y Henry les había perdido la pista.
Cuando llegaron los faeren, hubo un momento en que pareció que la batalla se estaban poniendo en su favor. Incluso consiguieron defender la muralla durante un breve lapso, cubriendo la brecha por completo.
Pero, entonces, Darius había vuelto. El enorme brujo, inmóvil, se limitó a quedarse en medio del torbellino de la carnicería, como si estuviera hecho de la misma roca de la cordillera a sus espaldas. Ninguna flecha,ningún hada, ni siquiera los rayos de Mordecai lo habían alcanzado. El viento que emanaba de él extendía las llamas por la ciudad. Mordecai solo había conseguido evitar que cruzara el río.
Frank tenía un arco y un carcaj lleno de flechas rescatadas del suelo, pero ambos artilugios seguían colgados de su hombro.
Su escopeta aún tenía un cartucho y era hora de encontrar a sus hermanos.
Se incorporó, miró más allá del puente, hacia las calles envueltas en llamas. Y empezó a tararear. Era una melodía sencilla, el conjuro de protección de una canción de guerra, una canción de su infancia perdida. Su madre decía que aquella canción era como una coraza.
Frank no estaba triste. Estaba en casa, en el lugar al que pertenecía. Y, si su hogar estaba a punto de ser destruido, se sentía agradecido de poder volver a verlo y de que su vida, en lugar de consumirse en un sofá de Kansas, fuera sacrificada allí.
Avanzó por el puente hacia la calle, que estaba siendo recorrida por una línea de fuego. A pesar de la lluvia que seguía cayendo, los adoquines de piedra estaban secos por el sofocante calor.
Al caminar, las flechas chocaban unas con otras y hacían ruido a sus espaldas.
Al final de la calle, a través de la brillante cortina de distorsión causada por el calor, vio que los brujos que aún quedaban se estaban reuniendo. Los lideraba un hombre altísimo a lomos de un caballo.
Frank siguió avanzando, inspeccionando las paredes y los callejones laterales y todos los lugares en los que pudiera haber gente escondida.
Cuando hubo caminado un poco menos de cien metros, paró y se quedó observando una callejuela. Los edificios que la rodeaban se habían consumido con las llamas.
—¿Señor Willis? —dijo una voz.
—¿Zeke?
Frank corrió hacia la callejuela, mirando de reojo calle abajo.
—¿Han vuelto? —preguntó otra voz—. ¿Deberíamos levantarnos?
Frank se adentró en las sombras y dejó la escopeta en el suelo. Caleb estaba sentado con la espalda apoyada en la pared y las piernas extendidas. El arco de cuerno reposaba sobre sus rodillas.
A su lado, Mordecai reposaba con los miembros desmadejados.
Zeke estaba acuclillado en frente de ambos, sujetando su arco. Junto a él, con los ojos abiertos como platos, estaba Richard. El niño tenía los brazos llenos de carcajs.
Caleb abrió los ojos y Mordecai levantó la cabeza.
—¿Han vuelto? —preguntó de nuevo—. ¿Deberíamos levantarnos?
—No —dijo Zeke.
—Pero tienen que estar al llegar —dijo Frank—. ¿Estáis heridos?
Mordecai sonrió.
—Nuestras únicas heridas son las del agotamiento. Las de haber sido dominados. Pero todavía no estamos muertos y no quiero convertirme en un mentiroso.
—¿Un mentiroso? —preguntó Frank.
—Le dije a mi mujer que no volvería a desaparecer.
—¿Darius viene con ellos? —dijo Caleb—. ¿O sigue dudando de su victoria?
—Viene con ellos —dijo Frank.
—Entonces resistiremos en el puente —dijo Caleb.
Caleb se incorporó. Frank y él ayudaron a Mordecai a levantarse.
Cojearon hasta la calle. Zeke y Richard los venían siguiendo.
Los brujos se aproximaban hacia ellos desde abajo.
* * *
Cuando llegaron al puente, Frank gritó en dirección a las sombras pidiendo agua. Un hombre apareció corriendo, cargando un pellejo que Frank tendió a sus hermanos.
A continuación, se volvió hacia Richard y Zeke.
—Ha llegado la hora de que volváis a la casa —dijo—. Si llegara el momento, tendréis oportunidad de librar un último combate allí. Marchaos.
Richard se volvió inmediatamente, pero Zeke se limitó a esconderse entre las sombras.
Mordecai recuperó el aliento con inspiraciones cortas y profundas, se estiró y cuadró las piernas. Caleb se situó a su lado, con el arco tenso. Frank apuntó con la escopeta.
Un instante después, Frank salió corriendo y apoyó la espalda contra uno de los pilares del puente. Fue lo suficientemente cuidadoso para dejar una pierna visible en el camino. Darius sería capaz de percibir su presencia tanto si se escondía como si no.
Hay hombres que tienen escrúpulos a la hora de disparar a un enemigo por la espalda.
Frank Willis no era uno de ellos.
* * *
Cuando Henry y Henrietta llegaron a lo alto de la colina y estuvieron frente a la casa, se quedaron petrificados al ver que la parte baja de la ciudad estaba ardiendo.
—Mirad al puente —dijo el hada a su lado.
Dos siluetas, ambas muy altas y con las piernas extendidas y los hombros cuadrados, defendían el puente en el extremo más cercano a la casa. Por el sendero, desde el otro lado, un único jinete se aproximaba hacia ellos.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó Henrietta.
Henry ya estaba corriendo colina abajo.
* * *
Darius cabalgaba muy quieto sobre su caballo. La mitad de la ciudad había caído. Solamente tenía que cruzar el puente y pisotear las dos vidas fatigadas que había frente a él. Arreó su caballo hacia adelante y paró cuando llegó a la altura de los primeros postes de la barandilla del puente. Su capa giró y aleteó con las ráfagas de viento que arremetían contra las calles. Darius abrió la boca y habló, sin elegir las palabras que pronunciaba.
—Provenís de una sangre por la que no siento aprecio —dijo—. No podéis detenerme.
—Igualmente —dijo Caleb.
Cerró y abrió los dedos alrededor del mango de su arco. Había una flecha preparada en la cuerda.
Darius escuchó las palabras que surgían a través de él.
—Soy Nimroth. La estrella negra. Las montañas se inclinan en reverencia a mi paso. Vuestras rodillas, vuestras almas, se doblaran ante mí.
—Tú no eres Nimroth —dijo Mordecai—. Puede que las montañas se arrodillen ante él, pero nuestros antepasados se aseguraron de que volvieran a aferrarse al suelo. Nimroth aún yace bajo ellas.
Tras un momento de silencio, Darius abrió la boca para volver a hablar. Esta vez, lo hizo con voz de mujer.
—Yo soy Nimiane, la terrible Reina de Endor. Nimroth vive en mí, pues yo soy su hija.
Darius pronunció estas palabras sin pestañear, sin apenas darse cuenta. Su alma estaba siendo desplazada de su cuerpo.
El caballo hizo saltar chispas de los adoquines golpeando con un casco y resopló.
—Todo eso lo sabemos —dijo Caleb—. ¿Por qué has venido?
—Para saldar viejas afrentas. Para cobrar una deuda a tu ridículo clan. Una deuda que tendréis que pagar.
—No le debemos nada a nadie —dijo Caleb.
Su mano derecha tensó la cuerda del arco.
—¿Crees que una flecha puede herir mi carne? ¿Crees que hay una punta que pueda atravesarme?
—Sí —dijo Caleb.
La mujer que habitaba en Darius rió.
—Tú no eres tu padre. Tampoco eres tu hermano. Ni siquiera puedes compararte con tu sobrino. Al menos él derramó mi sangre cuando estaba débil y encerrada en la prisión en la que su padre me confinó. Él fue quien abrió un sendero hacia mi libertad. Los sellos del padre fueron rotos por el hijo, pero eso no lo librará de pagar su parte de la deuda —Darius hizo que su caballo avanzara un paso más—. Háblame, Mordecai. ¿Has aprendido algo de tu traición?
La voz de Mordecai era dura.
—Darius —dijo—. No te conozco, pero la bruja te ha poseído de manera irreversible. No puedes morir, ni aunque nos derrotes. Y no nos derrotarás. No te atrevas a dar un paso más en el puente.
Caleb cambió de posición y tensó el arco a la altura de su mejilla. Las gotas de lluvia chorreaban por la cuerda y caían desde las plumas de la flecha hasta sus labios. Caleb mantuvo el arco tenso, sus brazos no temblaron ni un ápice.
El caballo sacudió la cabeza, pero no se movió.
La voz de Caleb se elevó.
—Esta flecha fue tomada de la tumba del Viejo Rey, y el arco fue fabricado por sus hermanos, los Reyes del Sur, quienes edificaron las primeras piedras. Prueba este poder, si te atreves.
—Me atrevo —dijo la voz de mujer.
Darius cabalgó por el puente.
* * *
Henry corrió, dejando atrás callejones abarrotados de hombres en alerta. Corrió derecho hacia el puente.
Observó que Darius avanzaba cabalgando.
Vio que de la escopeta, apostada en un lateral del puente, surgía una explosión y que el caballo se encabritaba. Vio que el tío Caleb lanzaba una flecha que se convertía en cenizas en el aire. Vio que el tío Frank salía despedido del puente y que su padre trataba de controlar el viento que emanaba de Darius y lo arrojaba contra el caballo rampante.
El animal se tambaleó sobre las patas posteriores y, durante un segundo, Henry pensó que perdería el equilibrio.
—¡Henry! —dijo Eli, emergiendo de un salto de entre las sombras.
El hombrecillo corrió tras él.
El animal coceó y recuperó el equilibrio. A Darius se le había caído la capucha y la mujer que lo poseía soltó una carcajada larga y sonora.
—He desafiado a la flecha del Viejo Rey, del Viejo Rey Muerto, y he sobrevivido. Viviré por siempre. He resistido tu ataque. ¿Podrás tú resistir el mío?
Henry apareció corriendo en el puente. Eli iba detrás de él.
Darius lo miró y sonrió.
—Esa sangre ya la he probado —dijo—. ¿Deberíamos empezar con el joven y seguir con la antigualla?
El ataque cayó sobre ellos.
Un viento duro como una roca descendió en picado sobre Henry y este se derrumbó sobre los adoquines. Su cuerpo se deslizó hacia adelante, hacia el brujo. Su vida estaba siendo absorbida a través de las quemaduras de la barbilla. Su sangre, el fuego que acababa de descubrir, le estaban siendo arrebatados. Henry luchó. Podía ver las líneas grises de su vida tiñéndose de verde y dorado, extendiéndose hacia el brujo e impulsándolo hacia detrás. De repente, un nuevo poder, púrpura y vivo, verde y serpenteante, se propulsó sobre él. Las hojas de parra de su padre lo estaban arrastrando hacia atrás, entrelazándose con su propia magia.
Eli saltó por encima de él, gritando y corriendo hacia el brujo.
Henry fue liberado.
Su padre y su tío estaban arrastrándolo para sacarlo del puente.
—Toma —dijo, y le tendió la flecha a Caleb.
Eli gritó y Henry rodó sobre sí mismo justo a tiempo para ver cómo su cuerpecillo se doblaba y se derrumbaba sobre la calle.
Caleb colocó la flecha, doblada y podrida, en la cuerda. Mordecai avanzó, nutriendo su poder con la fuerza del viento, del río y de las piedras, absorbiendo el helado aliento de las montañas cubiertas de nubes. Henry lo vio todo. Vio cómo el viento descendía serpenteando desde el cielo en ráfagas gruesas como troncos de árbol. Vio cómo el río se retorcía y la voz del agua surgía de debajo del puente como una catarata deshecha. Vio cómo una muralla de poder rugiente y perfecto brotaba del mar. Sintió escozor en los ojos a causa de la visión y una presión muy intensa en la cabeza. Sus ojos, sobrepasados, se acercaban peligrosamente al umbral de la ceguera. Los oídos estaban a punto de reventarle y sangrar a causa de la intensidad de la magia. Pero Henry la empujó con la mente, luchando por mantenerse consciente. Sabía que se produciría más magia de la que su padre sería capaz de soportar.
Darius cabalgó hasta el centro del puente, sonriendo a Caleb.
—¿Y esta de dónde la has sacado? —preguntó Nimiane.
—De Ramot de Galaad —dijo Henry.
Vio la sorpresa en el rostro de Caleb y un destello de miedo en el del enorme brujo.
De repente, Darius descargó su poder y dirigió los rayos hacia Caleb. Pero Mordecai reaccionó lanzando a la vez su magia. El viento luchó contra el viento, los rayos se entrelazaron con los rayos y el poder se derramó sobre el puente sin estruendo, haciendo crepitar la piedra.
Con un movimiento rápido, Caleb tensó el arco a la altura de sus labios e hizo volar la flecha.
La flecha viró y se retorció. Pero Henry vio que una segunda flecha, con la punta al rojo vivo, atravesaba el viento con un crujido.
Ambas flechas se encontraron y, juntas, se clavaron en la garganta de Darius.
El viento cesó, pero la lluvia siguió cayendo.
Darius se deslizó por el lomo del caballo y se desplomó sobre el sendero. Henry parpadeó. Apenas podía ver el cuerpo del brujo a causa de la fantasmal red de vida robada que se arremolinaba en torno a él, desenmarañándose poco a poco. La nube era gris, como las hebras del rostro de Henry, y se expandía, sacudiéndose y soltándose, diluyéndose en el miedo, luchando por liberarse, acelerando, creciendo. Con un destello de lucidez, Henry comprendió lo que estaba a punto de suceder. Todo aquel poder iba a explotar de un momento a otro y supo que su nueva vida, su familia, serían exterminados. Henry elevó los brazos y lanzó el poco poder que pudo reunir contra la nube.
Mordecai tropezó con el brujo caído.
Darius escupió. Algo retrocedió en su mente. Una cascada, un diluvio de poder, de vida robada, rugió en su interior. No podía contenerlo más tiempo.
Todo el poder que albergaba, todas las vidas robadas y derramadas dentro del cuerpo de Darius explotaron en una veloz ráfaga de viento mortal.
Aunando sus últimas fuerzas, Mordecai se lanzó contra ella, dejándose caer al suelo de rodillas y elevando ambas manos al cielo. Los adoquines que había frente a él crujieron y envejecieron hasta convertirse en polvo. Henry vio que las retorcidas hojas de parra de su padre se mezclaban con las suyas y formaban un muro protector contra la nube de furia, pero estaban empezando a flaquear, incapaces de resistir. Su magia moría y se unía a la nube gris. Y, entonces, la tormenta de muerte cambió de dirección y se derramó por las calles, pasando por encima de los brujos, atravesando las llamas.
Lo poco que quedaba de la muralla este se derrumbó. Los árboles cayeron y, en la oscuridad, la cordillera retumbó y la ladera se hundió sobre la llanura.
* * *
El mar golpeó el acantilado pero luchó contra los relámpagos. La lluvia cayó más deprisa, más fuerte que el fuego.
El tío Frank trepó al puente desde el río y Henry se arrastró hasta el cuerpo de Eli FitzFaeren, antiguo traidor, antiguo amigo.
La zona sobre la que había caído el puente de Darius de Bizantemo, septugénito de un cura, estaba cubierta de setas. Los hongos se extendieron por la calle y brotaron de los cuerpos de los brujos. El caballo muerto estaba cubierto por ellos y también estaban empezando a crecer sobre Eli.
Henry los apartó de un manotazo.
Su padre se agachó junto a él. Tenía el rostro pálido, sin sangre, pero la lucha había terminado y se sentían aliviados.
Mordecai sonrió a su hijo, deslizó los brazos bajo el cuerpecillo de Eli y se incorporó.
Se volvió y vio que cientos de hombres y faeren surgían de las sombras.
—¿Quién lo llevará a casa de Hyacinth? —preguntó Mordecai.
La multitud avanzó a través de la lluvia. Henrietta iba a la cabeza.
El tío Frank saltó por encima de la barandilla, asintió con la cabeza en dirección a Henry y se volvió para buscar al sargento Simmons.
Caleb se quedó de pie frente al cuerpo de Darius y contempló la barbilla de marfil y la flecha, deformada y podrida, bajo la prótesis.
Las setas no habían brotado alrededor de la flecha. La astillada punta de piedra sobresalía por detrás del cuello del brujo. Caleb se inclinó hacia él, sujetó la punta y arrancó el resto de la flecha. Después se quitó la capa y la envolvió cuidadosamente alrededor de ella.
Mordecai observó cómo llevaban a Eli colina arriba y se volvió hacia su hijo.
—Bien hecho —le dijo—. Me preguntaba dónde habrías ido.
El tío Frank los llamó; estaba ayudando al sargento Simmons a ponerse en pie.
Zeke, Richard, Henrietta y el Gordo Frank llegaron donde estaban y se quedaron junto a Henry. Nadie dijo nada hasta que el tío Frank y sus dos enormes hermanos regresaron con el policía cojeando entre ellos.
Sobre la multitud empezaba a elevarse un murmullo amortiguado de voces que recordaban a los que habían caído.
La parte baja de la ciudad seguía ardiendo. La muralla este había desaparecido. Cientos de caídos aguardaban un funeral. A pesar de todo, Hylfing había sobrevivido. Caleb ya no estaba solo, sino que caminaba junto a sus hermanos. Mordecai había vuelto.
Alguien hizo repicar las campanas y sonaron como si fueran nuevas.
En silencio, los hermanos subieron por la colina adoquinada y los demás los siguieron.
* * *
Cuando llegó el alba, Henry estaba en el tejado de la casa de su madre. Habían estado juntos un rato, cubiertos por una capa, para resguardarse de la lluvia y la, por fin, suave brisa del mar. Habían contemplado juntos cómo las nubes empezaban a disiparse y alejarse frente a las estrellas risueñas. Dotty fue a verlo un momento, lo besó, lo abrazó y lo dejó a solas con sus pensamientos.
Zeke también había estado un rato con él, al igual que Richard, pero ambos habían vuelto dentro de la casa. Todo el mundo había pasado la noche en vela, las mujeres asistiendo a los heridos y Hyacinth guardando luto con aquellos que habían perdido a alguien en la batalla.
Después de comer algo, Mordecai y Caleb habían escalado la cordillera a caballo buscando la puerta por la que habían accedido los brujos. Caleb había llevado la Flecha del Hado con ellos.
Llegaron antes de que saliera el sol, bajo el cielo grisáceo. Habían encontrado a Carnassus y a los demás brujos muertos, tendidos bajo la antigua bóveda del Salón del Trono. La bruja había desaparecido.
Ahora, mientras el sol salía a través de la lluvia intermitente, solo Henrietta, cubierta con una capucha, seguía junto a Henry. Ambos contemplaban el contraste de la parte baja de la ciudad, calcinada, con respecto a la blanquísima línea del mar. Observaron salir el sol sobre la cordillera, sobre la destrozada muralla este.
Tras horas de silencio, Henrietta tuvo un escalofrío y habló.
—Eres distinto, Henry York.
Henry tragó saliva y parpadeó para apartar los sentimientos que lo invadían. Aquel era el lugar del que provenía. Aquel lugar que había estado a punto de ser destruido. Aquella familia herida, ahora parcialmente curada. Aquella ciudad junto al mar.
Pero también había algunas cosas que echaba de menos, cosas que en realidad acababa de descubrir. El granero. Los campos cosechados, el olor de Kansas cuando el trigo maduraba. El béisbol.
—Todavía estoy asustado —dijo.
Henrietta sonrió y lo miró, secándose la lluvia de la frente, metiéndose el pelo por dentro de la capucha.
—Sí, me lo imagino —dijo ella—. Pero ahora eres tú quien da miedo.
Henry sonrió y se recostó en la pared.
—Si tienes un puñado de arena, te enseño un truco.
Henrietta rió y tembló de nuevo.
Algo se movió en el aire, frente a la cordillera.
Parecía luchar contra el viento.
—¿Qué es eso? —preguntó Henry.
El animal se elevó en el aire, volando vacilante sobre las calles calcinadas de la parte baja de la ciudad y oscilando los cuartos traseros mientras esquivaba las casas y pasaba por encima del molino.
Ahora le tocaba reír a Henry, pero con cuidado de no hacerlo demasiado fuerte para que el raggant no lo escuchara.
La criatura rodeó la casa y aterrizó sobre el tejado, detrás de ellos.
Henry y Henrietta se mordieron los labios y ninguno de los dos se atrevió a volverse.
Un segundo después el raggant se aposentó en el muro que había junto a Henry, extendió las alas contra la brisa húmeda, cerró los ojos y elevó el hocico.
Su misión estaba cumplida.