CAPÍTULO 26

capitulo

Gracias al destello de los relámpagos y al resplandor que desprendían las casas ardiendo, Henry vio que el trozo de muro que había entre ambas brechas se había derrumbado. El viento soplaba contra ellos mientras se esforzaban por descender la colina y llegar hasta el puente. A diferencia de la última vez, Henry no vio siluetas apresuradas ni capas negras destacando sobre las llamas.

—Es poderoso —dijo Mordecai— y tan tirante como la cuerda de un arco.

Los tres hermanos se apresuraron para ponerse a la cabeza del grupo. El sargento Simmons cojeaba junto a ellos. Zeke y Richard flanqueaban a Henry. El Gordo Frank bailoteaba alrededor de ellos y Eli iba a la cola. Caleb no le había permitido quedarse en la casa.

Mordecai olfateó el aire húmedo, bordado de humo.

—Todo atisbo de vida ha abandonado este lugar. Sus dedos lo han tocado todo. ¿No nos queda nada?

—Nada más que nosotros mismos —dijo Caleb—. Ya he malgastado una reliquia contra ellos.

Cruzaron el puente en silencio, con los arcos preparados y las escopetas apuntando. Las calles estaban vacías de todo menos de lluvia. A medida que avanzaban, más arqueros salieron de puertas y callejones y los siguieron.

—¡Mordecai ha vuelto! —gritó Caleb, y aún más hombres salieron de entre las sombras—. Tendrás que ser nuestro talismán, hermano —añadió en voz baja.

La tierra volvió a temblar y un nuevo fragmento de muralla se derrumbó a lo lejos. Con una ráfaga de viento cálido, las casas que había un poco más adelante empezaron a arder. La lluvia se convertía en vapor al tocar las calles.

—Puede que no haya encantamientos para combatir esto —dijo Mordecai en voz baja.

De repente, Henry se quedó quieto y se volvió. Eli intentó rodearlo, pero Henry lo agarró por un brazo.

El hombrecillo encogió el brazo para liberarse.

—Si he de morir, que así sea —dijo— pero, ¿es necesario que me agarres?

—Eli —dijo Henry—, tú regalaste unos talismanes de FitzFaeren.

Eli se aclaró la garganta.

—Puede que fuera una necedad, pero tu juicio no es bienvenido. En aquel momento eran míos y podía regalárselos a quien quisiera.

—Eso me da igual —dijo Henry— pero, ¿se los diste a mi abuelo, verdad?

Eli asintió.

—De esa manera, FitzFaeren habría tenido puertas a su disposición. Viajar por ellas dentro de un mismo mundo es algo accesible para los poseedores de magia, brujos, faeren… Sin embargo, ¿viajar de mundo a mundo? Nuestro pueblo se habría fortalecido increíblemente.

—Bueno, eso da lo mismo —dijo Henry. Miró a su alrededor; el grupo seguía descendiendo la calle lentamente, inspeccionando cada cruce—. ¿Uno de ellos era una flecha? —preguntó.

—Sí —Eli se secó la frente—. La Flecha de Ramot de Galaad. Algunos la llaman la Flecha del Hado. La flecha no ha sido lanzada desde hace un siglo y no tiene ningún valor como arma. Pero, oh, cuántas hebras se entrelazan en su interior, cuántas historias alberga esa saeta. Ellas han cobrado vida propia, una vida que no puede ser destruida. Nuestros conjuros bebían de esa vida. Yo nunca la he visto ni la he tocado. Ni tampoco ninguno de los FitzFaeren. Está en un cofre sellado.

—¿Dónde está? —preguntó Henry.

Eli lo miró.

—No lo sé. Y tú nunca podrías abrir el cofre.

Henry se quedó reflexionando un segundo.

—¿Dónde están los otros dos objetos que robaste?

—Yo no los rob…

—No, por supuesto que no. Disculpa. ¿Qué son?

—La empuñadura de una espada y una piedra. Ambas eran…

—¿Están en la casa de Kansas?

Eli inspiró profundamente y frunció los labios.

—De acuerdo —dijo Henry—. Pide a mi padre y a mis tíos de mi parte que no se mueran. Volveré lo antes que pueda.

Henry se volvió hacia la parte baja de la ciudad e hizo una bocina con las manos.

—¡Gordo Frank! —gritó—. ¡Te necesito!

La robusta hada volvió hacia él dando saltitos, dejando atrás la oscuridad. Eli resopló y el hada le hizo una mueca.

—Vamos —dijo Henry, y salió corriendo calle arriba.

El hada parecía confusa, pero lo siguió.

—Tate dijo que había un salón faeren cerca de Hylfing —dijo Henry rápidamente.

—Junto a la puerta sur —dijo Frank.

Henry frenó. Estaban suficientemente lejos del alcance del oído de Eli.

—Necesito que me ayudes a encontrarlo. Tengo que ir a Badon Hill y regresar aquí cuanto antes.

Frank parpadeó.

—¿Por qué?

—No te lo puedo explicar ahora mismo pero, ¿me ayudarás? Tenemos que darnos prisa.

Frank asintió.

—Perfecto —dijo Henry—. ¿Dónde está la puerta sur de la que hablas?

* * *

Ambos corrieron. El hada corría sin esfuerzo pero a la velocidad justa para que a Henry le ardieran las piernas y los pulmones. Mientras las campanas tocaban y las llamas se elevaban a sus espaldas, escalaron la colina, de vuelta hacia la casa.

¿Cómo iba a hacer lo que estaba planeando? El simple hecho de volver allí iba a ser prácticamente imposible.

—Hay que descender la colina y rodearla —dijo Frank.

Cuando pasaron junto a la casa, Henry miró la puerta, todavía abierta de par en par. En el sendero había una silueta cruzada de brazos.

—¿Henrietta? —dijo Henry.

La niña dio un brinco.

—¿Henry? ¿Qué estás haciendo? Pensaba que te habías ido con…

—Ven con nosotros. Creo que voy a necesitar tu ayuda.

—Debería… —empezó a decir.

Pero Henry ni siquiera había aminorado la marcha. El hada y él giraron por una callejuela lateral, desapareciendo rápidamente.

—¡Tenemos que irnos ya! —le gritó Henry desde la oscuridad.

Henrietta metió la cabeza dentro de la casa.

—Penny, dile a mamá que me voy con Henry. Dice que me necesita. No vamos a participar en la batalla. Eso creo.

No esperó una respuesta. Aquella explicación era bastante más detallada de las que estaba acostumbrada a dar.

Henrietta alcanzó a su primo y al hada al doblar la siguiente esquina, después de resbalar dos veces sobre los adoquines húmedos.

—¿Qué estamos haciendo?

—La flecha que el abuelo robó de FitzFaeren… —dijo Henry.

—¿Sí?

—Vamos a traerla aquí.

—¿Vamos? ¿Cómo? No podemos volver a la casa y, aunque pudiéramos, ¿cómo íbamos a encontrarla?

Henry pensó en el diagrama de puertas que había visto en el diario. Había una línea dibujada entre la puerta de las brújulas y la puertecita de la habitación del abuelo. Y también había un círculo, que bien podía ser una piedra, y una «T», que quizá representara una empuñadura. Y una flecha cuya función, con un poco de suerte, no sería indicar direcciones.

—Había un diagrama en el diario. Creo que sé dónde está.

—¿Solo lo crees?

—Bueno, no puedo comprobarlo porque el diario está en el fondo del puerto.

—Vosotros dos deberíais callaros —dijo el hada—. A no ser que queráis que os asaeteen en la oscuridad. La puerta sur está allí delante y seguro que los guardas están un poquito irascibles.

Ambos cerraron la boca, al menos para hablar, porque no pudieron acallar sus respiraciones, ni los golpes de sus pies al estrellarse contra el suelo. Lo único que podían hacer era esperar que el viento se ocupara de disimular el ruido.

La garita que custodiaba la puerta de entrada a la muralla apareció de repente frente a ellos y escucharon una voz que les gritaba:

—¡Eh, allí abajo! ¿Cómo va la batalla?

—Mal —gritó Frank—. Se ha abierto una brecha de unos cuarenta y cinco metros de ancho en la muralla este. Sin embargo, no va mal del todo, porque Mordecai ha vuelto.

—¿Mordecai? —preguntó el hombre—. Entonces, ¿por qué huís?

—No estamos huyendo —dijo Henry—, pero tenemos que atravesar las murallas.

—No puedo abrir la puerta. Caleb ha dado órdenes estrictas al respecto.

Henry no quería esperar ni un segundo más. No tenían tiempo para convencer a nadie.

—Saltaremos —dijo.

—¿Por la muralla?

—Sí. ¿Cómo subimos?

La voz se convirtió en una silueta de hombre en la negrura.

—Sois solo unos críos.

La voz de Frank se elevó, furiosa.

—Yo no soy ningún crío.

—Críos o lo que quiera que seáis —dijo el guarda—. No puedo dejaros salir.

—Hay una escalera detrás de la entrada a la muralla —dijo otra voz desde lo alto—. Espero que sepáis lo que estáis haciendo.

Henry se adentró en las sombras y tanteó el camino con cuidado al rodear el pequeño edificio. Cuando encontró la escalera de piedra, subió por ella a gatas todo lo rápido que pudo. En lo alto de la muralla, unos cuantos hombres abandonaron sus puestos y se reunieron. Todos iban armados con arcos.

Henry echó un vistazo hacia el campo de batalla e, inmediatamente después, deseó no haberlo hecho. La oscuridad del suelo hacía que pareciera a un par de siglos de distancia.

—Está más alto que el granero —dijo Henrietta a su lado.

Henry apretó los dientes, descolgó una pierna sin darse tiempo a reflexionar sobre lo que estaba haciendo y después, la otra. Se tumbó sobre el borde del muro y se deslizó rápidamente hacia abajo. Durante un segundo se quedó colgando de la pared, sujeto solo por los dedos, que se aferraban al borde de piedra. Después, se dejó caer.

Sus pies se incrustaron en el barro de una pendiente bastante pronunciada y su cuerpo se golpeó contra ella antes de caer rodando hacia la maleza.

Tosió, tratando de recuperar el aliento, y movió los dedos de las manos y de los pies para comprobar que no tenía nada roto.

Henrietta se estrelló sobre él.

El Gordo Frank se las ingenió para caer de pie, deslizarse montículo abajo y frenar agarrándose a los arbustos para no desplomarse contra el suelo.

—Si estáis vivos, arriba —susurró—. Si vamos a hacer esto, no hay tiempo para heridas, ni para sentirlas si las tenéis. Arriba.

Henry y Henrietta consiguieron encontrarse los brazos, las rodillas y los pies en la oscuridad. Frank se deslizó cuidadosamente entre la negrura y los niños lo siguieron de cerca.

Cuando se adentraron un poco más en la maleza, empezó a silbar una melodía.

Un momento después, alguien devolvió el silbido.

Frank frenó en seco y se giró hacia el sonido.

—¿Quién va?

—Franklin Fat-Faerie, distrito R.R.K., región Zeta, departamento de Badon Hill.

—¿Poema?

—No tengo —dijo Frank—. No tenemos tiempo para poemas. Tengo que entregar noticias al Montículo. Ahora mismo. Pertenezco al sindicato. Tengo derecho a entrar.

—Esta es una zona de conflicto. El salón opera bajo el protocolo de la ley marcial. Libro de Faeren, sección 7, artículo 2. ¿Poema?

Frank inspiró profundamente.

—«Había una vez un señor muy feo cuya mujer caminaba con un contoneo. Con su contoneo, aquel señor feo reía y su risa era como un cacareo».

—Es un poco malo —dijo la voz—, sobre todo el final. Tampoco es muy belicoso. Creo que tiene demasiadas sílabas.

Henry dio un paso al frente.

—Mordecai ha vuelto —dijo—. Y yo soy su hijo. Si no abres el salón ahora mismo, serás tú el que se contoneará.

—Y nosotros nos reiremos —añadió Frank.

Un momento después se escuchó una nueva voz.

—No ha habido ninguna notificación de su regreso y el comité no puede hacer mucho sin una autorización. Y menos en una zona de conflicto.

—Ahora —dijo Henry—. Abre la puerta ahora.

—No pue…

Unas voces amortiguadas la interrumpieron. Un grupo de arbustos se agitó y se desplazó hacia un lado. Henry se encontró mirando hacia un salón de hadas iluminado, igual que el que había tenido el placer de visitar hacía poco. Solo que este era mucho más grande y estaba abarrotado por una veintena de faeren.

Se deslizó por el hueco y miró a su alrededor. Sabía que estaba completamente cubierto de barro, pero no le importó. Henrietta y Frank lo siguieron.

—Necesito un portal de acceso al Montículo Central —dijo Henry—. Ahora mismo.

Un hada más pequeña de lo habitual cogió dos cubos y salió disparada hacia una pared negra en la que había un montón de ramitas incrustadas. El resto de las hadas lo observaron en silencio.

—Soy Henry York Maccabee —dijo—, septugénito de Mordecai Westmore, que ha regresado. Fue traicionado y enclaustrado durante doce años por los faeren del comité de este distrito. Os hará pagar por ello.

Las cejas se enarcaron, los labios se humedecieron, las barbas fueron rascadas.

—¿Está la puerta preparada? —preguntó Henry.

El hada bajita terminó de frotar agua y polvo y asintió rápidamente. Henry cogió a Henrietta de la mano y la dirigió hacia el portal entre la multitud, bajo el techo cubierto de caras que hacían muecas. Cuando llegaron a la pared trasera, Henry se giró. El Gordo Frank se estaba abriendo camino entre sus congéneres.

—Si queréis convencer a Mordecai de vuestra lealtad —dijo Henry—, o si simplemente queréis lavar vuestra culpa, lo encontraréis combatiendo contra los brujos junto a la muralla este.

Henry entró en la oscuridad de espaldas, llevando a Henrietta de la mano.

* * *

Cuando el mundo volvió a tomar forma, girando en torno a los focos, revelando la magia del montículo y deslizándose por las paredes cubiertas de paneles de madera y los tejados de arcilla verde, Henry empezó a gritar.

—¡Mordecai ha vuelto! —gritó—. ¡Ahora mismo combate en la brecha de la muralla de Hylfing!

—¿Dónde estamos? —preguntó Henrietta—. No veo nada.

Frank los rodeó y se colocó junto a ellos. Cogió un poco de tierra, se embadurnó las manos con ella, murmuró unas palabras y frotó los párpados de Henrietta con sus dedos. Ella parpadeó, se quitó los pegotes de tierra y casi se cae de espaldas a causa de la sorpresa. Frente a ellos había cinco hadas, todas armadas. A sus espaldas, el pasillo se bifurcaba en cinco direcciones.

Henry miró a Frank.

—Busca un pasadizo de salida. Prepara una puerta hacia Badon Hill inmediatamente. Y otra a Hylfing —añadió.

Frank retrocedió y salió corriendo por un pasillo que había a la derecha y Henry encaró a los guardas. Estaba bastante sorprendido de que hubieran logrado llegar tan lejos. Si conseguía salir del montículo se sentiría estupefacto.

—¿Tenéis una alarma? —les preguntó.

Todos asintieron a la vez, moviéndose y formando pequeños grupos.

—Activadla —dijo Henry.

Ninguno se movió.

Henry se agachó y cogió un puñado de arena del suelo. Miró a su puño, luego miró a los guardas y enarcó las cejas.

—Activadla —repitió.

Uno de ellos salió corriendo hacia una raíz que había en la pared del pasillo y tiró de ella tres veces.

No sucedió nada.

—¿Escucharé algo? —preguntó Henry.

De repente, el suelo tembló y una luz surgió de una de las bifurcaciones del pasillo, llevando la música de un ejército de campanas.

—Llevadme al Salón Central —Henry elevó la voz sobre la alarma—. ¡Corred! ¡Nosotros os seguiremos!

Se abrieron camino entre la creciente multitud de los pasillos. Los bebés lloraban, las mujeres gritaban y los hombres estaban furiosos.

—¡Al salón! ¡Mordecai ha vuelto! —gritaba Henry cada vez que atravesaba un grupo de hadas a empujones, tratando de alcanzar a los guardas que los guiaban hacia el salón.

—¿Qué vas a hacer con la arena? —le preguntó Henrietta mientras corrían.

—¿Qué? —preguntó Henry—. ¿La arena?

Henrietta asintió.

—No sé. Pensé que quizá consiguiera hacer florecer un diente de león.

Cuando llegaron al salón, el estruendo inundaba la sala. La estancia estaba abarrotada de hadas iracundas y preocupadas, apretujadas hombro con hombro.

Henry abrió un surco entre la muchedumbre para dirigirse hacia la misma habitación a la que lo habían arrastrado en ropa interior.

Radulf estaba tras la mesa, golpeando a diestro y siniestro con su mazo. Y llevaba puesta su bata fucsia.

Henry se desplazó hacia la plataforma, dejando a Henrietta de pie junto a ella. El muchacho subió primero a la plataforma, después a una silla y se encaramó sobre la mesa.

Se colocó en el centro y arrancó el mazo de la mano a Radulf. A continuación se volvió, se colocó de frente a la multitud y se preparó para elevar la voz por encima de la alarma.

No tuvo que hacerlo; la alarma paró.

—De todos los descarados del… —empezó a decir Radulf.

—¡Silencio! —gritó Henry—. ¡Por orden del hombre verde!

La sala estaba inmóvil.

—¿Has vuelto para tu ejecución?

Henry lo ignoró.

—¿Qué sello utiliza el comité? —preguntó—. ¿De quién es el rostro que hay esculpido en uno de vuestros salones? Ahora, observad el mío. Observadlo con atención. El comité sella sus cartas con el rostro de alguien que odia. Odia a Mordecai, a los hombres verdes y a todos los verdaderos hijos de mendigo.

Los guardas faeren empezaron a aproximarse a Henry. Radulf se recostó en su silla y se cruzó de brazos.

—¡Mordecai ha vuelto! —gritó Henry—. Yo soy su hijo y él ha despertado de su sueño esta noche. Volvió para mi bautizo. ¿Sabéis lo que eso significa?

Un murmullo surgió de la multitud. Era obvio que muchos de ellos no lo sabían.

—Mordecai —prosiguió Henry apresuradamente— fue traicionado y enclaustrado por los faeren de este comité, pero ahora ha vuelto. Este comité me ha condenado a mí, su hijo. Mordecai ha vuelto y los faeren serán juzgados.

Eso sí lo entendieron.

Uno de los guardas agarró a Henry por un tobillo. Henry retrocedió. Otro guarda estaba subiéndose a la plataforma. Rip y Braithwait habían entrado en la sala por una puerta lateral y la multitud les estaba abriendo paso.

—Ahora mismo —gritó Henry— Mordecai está luchando para defender Hylfing de los brujos. Cuando haya terminado, aquí será el primer lugar donde vendrá. Demostrad vuestra lealtad o esperad su juicio. Es vuestra decisión, pero tendréis que tomarla ahora. Los faeren del salón de Hylfing se han unido a la lucha. Hay un pasadizo de salida preparado; uníos o quedaos aquí y aguardad, veréis cuál es la recompensa de los que se queden de brazos cruzados. ¡Marchad ahora mismo!

Henry bajó de la mesa de un salto y cogió a Henrietta del brazo. Su prima parecía aturdida, contemplando alternativamente a la multitud que llenaba el salón y a su primo.

—Tendremos que esquivarlos ahora —dijo Henry— o tardaremos demasiado.

Agarró a una joven hada, una niña, por el hombro.

—¿Eres capaz de correr hasta los pasadizos de salida? —le preguntó.

—Soy rápida —contestó.

La niña se volvió y corrió como una flecha entre la multitud.

La marabunta de gente era pura confusión. Dejemos que lo resuelvan solos, pensó Henry.

La niña era realmente rápida y, cuando llegaron a la escalera que llevaba al Montículo Central, había muy pocas hadas por delante de ellos.

—Más despacio —le dijo Henry.

La niña se quedó quieta y observó cómo Henry cogía a su prima de la mano y se adentraba con ella en la negrura.

—Guau —dijo Henrietta cuando la oscuridad los hubo tragado.

—Sí —dijo Henry—, acuérdate de pedirme que te explique esto luego.

Cuando llegaron abajo, Henry tanteó el aire buscando una puerta. Encontró una, la abrió y llamó a Frank. Al no obtener respuesta, tanteó buscando otra.

—¡Frank! —gritó de nuevo.

Empezaron a moverse más deprisa. Una barahúnda de hadas estaba descendiendo por las escaleras detrás de ellos.

—¡Por aquí!

La voz de Frank hizo eco y Henry y Henrietta avanzaron en la oscuridad.

—¿Qué es esto? —preguntó Henrietta mientras la negrura empezaba a disiparse al nivel del suelo.

Henry sonrió.

—Luz —le dijo.

Había dos puertas abiertas, dos pasadizos de salida preparados.

Frank estaba de pie en medio de la estancia, aguardando para dirigir el tráfico de hadas.

—Este de aquí lleva a Badon Hill —dijo, señalando el portal a su derecha—. Y este otro lleva a Hylfing.

Henry se quedó allí el tiempo suficiente para presenciar cómo un primer faeren se adentraba en la habitación del pasadizo a Hylfing. A continuación, Henrietta, el Gordo Frank y él se metieron en la otra sala y cerraron la puerta tras ellos.

Henrietta se cubrió los ojos con los brazos y se tambaleó contra la pared. Henry entornó los ojos y la guió por el irregular suelo hasta los palos en equilibrio.

—Puede que necesitemos alguna luz —dijo Henry— cuando estemos al otro lado. Unas antorchas o algo así.

—Antorchas —dijo Frank—. Ja.

El hada corrió hacia una estantería y volvió donde estaban los niños cargando un saco flácido.

—Al otro lado no encontraréis ningún hada —dijo Frank—. Soy el único de ese salón que aún está vivo.

Henry se colocó frente a los palos que conformaban el portal, inspiró profundamente y los atravesó, sosteniendo la mano de Henrietta.

* * *

Darius no había contado con la llegada de los faeren. En Bizantemo nunca se había topado con ellos. Eran como parásitos, más difíciles de percibir, aunque\también más débiles. Luchar contra ellos le causaba la misma inquietud que aplastar moscas. Todavía no había llegado la hora de entrar solo en la ciudad. Esperaba con ansiedad ese momento. Incluso se había reservado un caballo para ello.

Volvió a enviar a los brujos a la batalla y avivó el viento para doblar las flechas con mayor facilidad y que las llamas se extendieran mejor. Necesitaba que quedaran algunos vivos. Por lo menos hasta que los faeren hubieran desaparecido.

* * *

Henry se quedó un momento quieto en la oscuridad y aspiró el perfume que lo rodeaba. Estaba en Badon Hill, pero bajo tierra. Era como el olor de la puerta de su cuarto, pero sin viento. Caminó hacia la puerta del pequeño salón faeren y escuchó olfatear a Frank a sus espaldas. Estaba recordando sus sueños y lo que había visto bajo la piedra que había en lo alto de la colina. Aquella colina había sido la cárcel de su padre.

Levantó la mirada hacía los altos árboles. Allí lucía la luna. Estaban suficientemente al norte, fuera del alcance de la tormenta de Darius y la brisa era penetrante pero suave.

Henry no sabía en que lugar exacto de la isla estaban, pero sabía dónde tenían que ir.

Arriba. A la cima.

—Esto es precioso —dijo Henrietta.

Henry se llenó los pulmones de aire al máximo y asintió, enterrando los pies en la pendiente cubierta de musgo. Era blanda, verde y teñida de plata bajo el silencio lunar. Tuvo que recordarse a sí mismo que debían darse prisa y su mente recuperó el recuerdo de la primera vez que contempló la magia de Badon Hill, el rugido, la potencia que emanaba de su historia, las palabras vivas que le otorgaban su esplendor.

—¿Hay por aquí un sendero o algo así? —preguntó Henrietta.

—Sí —dijo el hada.

—Pero tenemos que darnos prisa —dijo Henry—: hay que llegar a la cima.

Desde donde estaban, se alcanzaba a ver la cumbre de la isla perfilándose frente a las estrellas. El salón de las hadas había sido construido a bastante altura. Se sintió agradecido de que no tuvieran que escalar toda la colina desde el nivel del mar.

Mientras avanzaba, Henry saboreó el aguijón afilado del aire puro en sus pulmones. Pronto, los árboles se tornaron más delgados y Henry avistó la abertura en la pared de la roca sobre ellos gracias a la luz proveniente de la luna. Cuando la alcanzaron, atravesaron la entrada medio derruida y pararon junto a la enorme roca gris.

Henry no se permitió detenerse a contemplar el cielo frío, surcado por una brisa polvorienta, abarrotado por una audiencia de estrellas. Caminó hacia el viejo árbol partido y se arrodilló ante el tronco.

Se sintió invadido por el nerviosismo, igual que la primera vez que se había adentrado por las puertas. Sintió como si estuviera volviendo a algo desconocido, a algo que ya no le pertenecía.

Cerró los ojos, se introdujo como pudo por el hueco del árbol, se inclinó hacia adelante, notó que su mano tocaba la alfombra de la habitación del abuelo y se arrastró hasta ella.

De rodillas en el suelo, tiritó. Allí seguían la cama, la puerta abierta, los libros, una lámpara, otra vida, un capítulo enterrado. El cielo que se avistaba fuera de las ventanas rotas era gris, pero sin luz solar. Estaba a punto de amanecer.

Henry se sentó en la cama y esperó a los demás.

Henrietta reptó por el hueco de la puerta y se puso rápidamente en pie, frotándose los brazos. Frank apareció dando una voltereta detrás de ella.

—De acuerdo —dijo Henry—. En el diagrama del cuaderno había una línea recta que unía esta puerta con la puerta de las brújulas. En el punto en el que cruzaba el suelo del ático, el abuelo dibujó una flecha. Necesitamos esa flecha.

—¿Osea que tenemos que ir al piso de arriba y arrancar todos los tablones del suelo? —preguntó Henrietta.

—Exacto —dijo Henry—. Solo tengo un cuchillo.

—Hay un martillo en el cajón de los trastos viejos —rió Henrietta, sorprendida—. Creo que sé bajo qué tablón está la flecha.

El Gordo Frank estaba inspeccionando la habitación y los interminables campos de hierba del exterior.

—¿Aquí es dónde vivíais? —preguntó—. Es un lugar deprimente.

—Ah, no —dijo Henrietta—. Esto no es Kansas. En Kansas no hay… bueno, en Kansas hay trigo. Y personas.

Salieron al rellano; Henry subió las escaleras del ático y Henrietta bajó a buscar un martillo.

El hada siguió a Henry.

En el ático, el único hilillo de luz provenía del ojo de buey roto que había al fondo, y era insuficiente. Henry abrió las puertas de su cuarto y trató de imaginarse una línea recta que fuera desde la pared de las brújulas hasta donde se imaginaba que estaba la puerta de acceso a los mundos de la habitación del abuelo.

Ni siquiera era capaz de ver las juntas entre los tablones.

—Necesito luz —murmuró.

El hada se hurgó en los bolsillos de la camisa y extrajo de ellos el saco flácido. Lo agitó por encima de su cabeza, le dio dos patadas, lo sacudió, sacó una cuerda del interior y se deshizo de él.

La negrura goteó de la cuerda hasta el suelo y se convirtió en una luz blanca. El ático resplandeció al experimentar el efecto de la luz natural por primera vez en mucho tiempo.

—Demasiada luz —dijo Henry, parpadeando—. No puedo ver.

—Ah, no te preocupes —dijo Frank—. Encontrará la ventana y se disipará.

Henry se puso de rodillas en el suelo y examinó los tablones con las manos. Ninguno de ellos tenía agujeros de clavos.

Henrietta apareció por el hueco de la escalera del ático y le tendió a Henry un martillo. La luz estaba empezando a disminuir.

—¿Puedes transportar luz? —preguntó.

—Nosotros también podemos —dijo Henry—: con una linterna. ¿En qué tablón estabas pensando?

Henrietta se acuclilló a un metro y medio de la entrada al cuarto de Henry y señaló un punto en el suelo. El tablón no solo tenía agujeros de clavos, sino que conservaba los propios clavos, rodeados de marcas de golpes de martillo.

—Siempre me pregunté por qué este tablón estaría clavado —dijo Henrietta—. Pensé que quizá crujiera. Pero lo cierto es que todos los tablones aquí arriba crujen.

Henry pasó la mano por la castigada madera y contempló el martillo. No estaba muy seguro de por dónde empezar. Lo colocó por la parte de la palanca y golpeó el suelo con ella.

El hada rió, rodeó a Henry de un salto y le quitó el martillo de la mano.

—No tenemos tanta luz, ni tanto tiempo.

Se agachó sobre el suelo, con la barriga rozándole los muslos, y osciló el martillo con movimientos precisos. La palanca se incrustó en la madera que rodeaba el clavo. Frank tiró del martillo y lo giró; el clavo chirrió y repiqueteó al caer contra el suelo. El hada hizo oscilar el martillo una y otra vez y, con cada movimiento, consiguió liberar uno de los clavos.

Finalmente, cuando la luz estaba empezando a tornarse naranja, introdujo la palanca en la junta entre los tablones y empujó el mango con el peso de su cuerpo. El tablón se levantó, crujiendo y chirriando. Henry y Henrietta agarraron los bordes y lo desencajaron.

Bajo el tablón había una caja alargada color plata. Estaba abierta. Y también estaba llena de agua.

En el interior había un objeto que, en algún momento, pudo haber sido una flecha.

Henry se inclinó sobre la caja, sumergió un dedo en el agua y levantó el objeto con cuidado. Lo colocó sobre la palma de su mano y los tres lo observaron.

La flecha estaba completamente doblada y la madera estaba blanda y retorcida alrededor de las grietas. Solo conservaba dos plumas. Una, en realidad. Una y media. Ambas chorreaban agua y Henry creyó distinguir unas motas naranjas sobre ellas, pero en realidad estaban descoloridas.

La punta estaba fabricada con una piedra afilada, pero una de las cuchillas había desaparecido y Henry no estaba muy seguro de que estuviera recta.

—Bueno —dijo Henrietta—. Era una buena idea, Henry.